El Oráculo de Isabel -...

El Oráculo de Isabel

Jesús Manuel Rodelo

Nació en Navolato, Sinaloa en 1953. Es profesor fundador del Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa. Fue director del

plantel 46 “Gral. Antonio Rosales”. Supervisor académico de Comunicación y Lenguaje de la zona 04, de Cobaes. Fue profesor de los planteles “Profa. Agustina Achoy Guzmán” y “Gral. Antonio Rosales”, hasta su jubilación.Ha publicado: “Agosto” (1987), “Una pregunta para Freud” (1993), “Antología del cuento sinaloense 1960-1990” (1993), “Réquiem por Antonio Rosales” (2000), “Cien años del cuento en Sinaloa” (2006), “La hermana de Shakespeare” (2008), “Estructura y valores de las prácticas educativas” (2009), “No sólo los peces son Dorados” (2011). Ha sido becario del Fondo Estatal Para la Cultura y las Artes del Estado de Sinaloa.

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EL ORÁCULO DE ISABEL


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El oráculo dE IsabEl

LIC. MARIO LÓPEZ VALDEZ Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

DR. FRANCISCO C. FRÍAS CASTROSecretaría de Educación Pública y Cultura

M.C. JUAN DE DIOS PALAZUELOS CABANILLASDirector General de COBAES

LIC. HILDA ROSARIO BÁEZ SAÑUDOSecretaria General de COBAES

el oráculo de isabelJesús Manuel rodelo1ra. edición febrero de 2013

Edición con fines académicos no lucrativos

Página web: www.cobaes.edu.mx

Hecho en México

Printed in Mexico

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Para Beatriz

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ÍNDICE

1. Con el aroma de Marlene Dietrich ..................................9

2. El camino de la revolución............................................19

3. El oráculo de Isabel ......................................................31

4. Crónica del adiós ..........................................................53

5. La intervención .............................................................65

Bibliografía......................................................................163

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Con el aroma de Marlene Dietrich

El hombre camina por una calle aledaña a la plazuela Machado, entre la romería que forma la gente que regresa de la quema del mal humor en el paseo Olas Altas. Ha pasado diez años recluido en la cárcel de Lecumberri. A pesar de su encierro sigue teniendo el gesto altivo. Hace muchos años su fotografía podía ser vista en los diarios, en las cantinas, en las paredes de los comercios, en carteles donde se anunciaba: “Se busca al asesino del gobernador Loayza”. Se ofrecía, incluso, una recompensa a quien diera noticias que llevaran a su captura. Quizá por eso voltea a cada rato, por instinto. Porque es un veterano de las armas, jefe de guardias blancas que protegían a los terratenientes contra los campesinos invasores de tierras. Un pistolero consumado al precio del mejor postor.

El hombre detiene su marcha frente al teatro Ángela Peralta, ve a la gente que entra al recinto a la función de cine de las ocho de la noche. Cruza la calle y llega hasta el pórtico. Entonces su mirada topa con el viejo cartel que permanece en lo alto de la pared, justo arriba de la taquilla, en él aparece la imagen de Marlene Dietrich en su célebre interpretación de Lola, Lola, en la película El Ángel Azul. La

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diva está ataviada con una chaqueta de hombre, un bombín y un bastón. Un breve pantaloncillo deja ver sus largas piernas enfundadas en mallas negras, está sentada a horcajadas en una silla con el respaldo hacia el frente. ¿Cuántas veces vio esa película? En el puerto se exhibió por largas temporadas a petición de los turistas. Y él, entre un trabajo y otro, hastiado de las farras, se refugiaba en el teatro para ver y escuchar a Marlene. ¿Por cuánto tiempo la voz de la mujer resonó en sus oídos con su erótica candidez? “Como mariposas los hombres revolotean alrededor de mí...” La imagen de Lola, Lola lo llevan a evocar de nuevo las situaciones vividas con otra mujer. Recuerda entonces cuando llegó hasta las puertas del hotel. Subió las escaleras hasta el tercer piso. Pasos que resuenan en las duelas. Luz escasa: esferas luminosas de color rojo. Toca con fuerza la puerta. Alguien se asoma por el visor. Ve el rostro del hombre que voltea hacia todos lados. La mujer abre la puerta. Quita la cadena que protege de visitas indeseables:

-—Hola Gitanou—dice la mujer, en un medio español que a veces se delata en un español perfecto y otras desliza palabras de otras lenguas que seguramente también domina. Es alta, una sonrisa indefinible desune sus labios pálidos. Sus grandes ojos verdes, alargados por la penumbra brillan con un fulgor extraño, como una mujer venida de otro mundo, y él se quedó ahí parado viendo su cabello lacio hasta los hombros, su figura larga, esbelta, sus pies desnudos. Entonces aspira el olor.

—Te esperaba hace rato, seat down, please— dice la mujer. El Gitano se ha quedado aturdido por el perfume de la mujer, ve su ropa interior a través de la bata. Extrae un cigarrillo de la bolsa de la camisa, un cigarro huérfano, sin caja, que no había encendido en su oportunidad.

—Todo listo, Gitano, va a ser aquí mismo.—¿Aquí en el hotel?

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-—Yes, aquí mismo, en “El patio andaluz”—. La mujer fue hasta el fondo de la amplia sala y se asomó por la ventana, el Gitano la siguió con cautela, como si alguien lo estuviera observando. La mujer señaló con el dedo índice. El hombre miró a través de la ventana.

—Ahí se sentará el gobernador en la mesa de honor. Con él estarán nada más las mujeres, la reina del carnaval, su madre, en fin, tú sabes, la comitiva. De la escolta nosotros nos encargamos.

—Esto va a estar lleno de gente— dijo el Gitano—,imposible llegar hasta él.

—Easy, easy, nadie sabe nada, no hay desconfianza, tú llevarás máscara, tu disguease—dijo la mujer con vehemencia—.Tú disparas contra él, te protegerán tus amigous y luego huirán fácilmente en los taxis.

—Todo el mundo me reconocerá, incluso ahora mismo me han visto entrar al hotel, me agarrarán.

—Gitano, se te olvida una cosa, tienes el apoyo del poderr y cuando digo poderr, tú sabes a qué me refiero—. La mujer hizo un semicírculo con el pulgar y el índice y luego agregó:

—Money, dinerro, mucho dinero— dijo arrastrando las palabras.

—Pero si me agarran me voy a podrir en la cárcel— dijo él mientras fijaba sus ojos en los pies diminutos de ella. Estas cosas absurdas lo encolerizaban. Sin embargo, esta mujer extraña le fascinaba y, sin confesárselo temía contrariarla, que se ofuscara y decidiera darle el encargo a otro. Él tenía ganas de quedarse cerca de ella. Levantó los ojos hacia la mujer en un feliz encuentro de dos claras miradas que como espadas entrechocan sus filos.

—Nosotros te sacamos, Gitano— dijo la mujer suavemente,— el Coronel va a ser sustituido por un amigo, y el General ya va de salida, así que todo te favorece—. La

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mujer lo toma de la mano y lo guía hasta la habitación. El hombre aspira profundamente el aroma que se desprende de ella y percibe el brillo ambarino de su piel de durazno.

El hombre continúa parado frente al cartel de Marlene Dietrich. Ve salir del teatro a un payaso que sonríe con la falsa sonrisa estampada en su rostro, pero que cuando observa sus ojos se da cuenta de que. está angustiado y, sin querer, ¿o todo ha sido premeditado y alguien ha puesto a ese payaso para que él recuerde?, piensa en el payaso de la película de Marlene, “el profesor basura” que renuncia a su posición privilegiada por el amor de Lola Lola, estúpido “profesor basura”, piensa y de repente recapacita, ¿acaso no soy yo, el payaso basura?, el pistolero basura, que por seguir a una mujer llega al absurdo de participar en un crimen que sabe que lo llevará a la cárcel o a la muerte. Sí, se reconoce en el payaso y piensa que al igual que él su vida tendrá un triste destino.

El hombre sigue ahí y nuevas imágenes surgen en su memoria. En la tienda de obsequios no encuentra un disfraz a su gusto y ha tenido que optar por el traje de jeque que finalmente le ha gustado y porque la empleada cincuentona de la tienda le ha dicho, dejando escapar un suspiro, “verdaderamente parece usted árabe señor... con esos ojos”. La situación es nueva para él. Bueno, en el fondo nunca le ha importado conocer los detalles de los negocios de los patrones, pero se hace preguntas sobre el tipo de trabajo que va a realizar, “yo esperaba esta ausencia total de información, tenía que pasar por esta primera fase, en la que se me estaba probando, pero, ¿porqué se me dejaba tan poca iniciativa?”. Recuerda el diálogo:

—Nuestra acción es secreta, por necesidad. Implica graves riesgos para nosotros. Tú vas a ayudarnos. Tendrás instrucciones precisas. Pero preferimos, al menos al principio, no revelarte ni el sentido particular de tu misión ni el fin general de nuestra empresa. Todo por razones

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de prudencia. —Qué pasa si me rehúso, tú necesitas dinero,

nosotros te lo damos, luego, tú aceptas sin discutir. No preguntas, no información—. La mujer le obsequia la preciosa sonrisa, se aproxima a él y renunciando al tuteo jerárquico murmura con voz cálida y dulce,

—Ahora señorr, usted sentir lo que piensa. Pero las imágenes en la mente del hombre son un

calidoscopio, van y vienen y de repente retroceden. Son días de jolgorio: las fiestas de carnestolendas. Ya han quemado el malhumor en el paseo Olas Altas y la gente mayor y los niños regresan en romería a sus hogares, los jóvenes y los ansiosos de divertirse continuarán en el malecón hasta entrada la madrugada. El silbato de un policía marca el cambio de guardia, son las doce de la noche. El hombre se introdujo de repente en un domicilio, una mujer sentada en la sala fumaba un cigarrillo.

—Quíubole, Gitano— dijo la mujer, y sin esperar respuesta gritó — ¡doña Cástula, aquí está el Gitano!—siéntate, siéntate, ahorita viene doña Cástula.

—Qué milagros que nos visitas—dijo doña Cástula dando un beso en la mejilla de el Gitano. El aroma de jabón Maja inundó la sala.

—Milagros que hace Dios—contestó el Gitano.—Siéntate, siéntate, ¿qué quieres tomar?—Ahorita nada, sólo quiero platicar un rato con Cecilia,

pasé por aquí y quise pasar a saludarla.—¿Nomás a saludarla, Gitano?, ahí viene ya, Cecilia,—

dijo la vieja señalando el pasillo de la vieja casona. La mujer tendrá unos veinte años, es alta, morena, trae el pelo largo hasta los hombros, sus labios esbozan una sonrisa que de pronto se convierte en una mueca irónica. Sus enormes ojos negros son el centro de su rostro. La mujer saludó con un beso al Gitano, lo tomó de la mano y lo llevó por un amplio corredor hasta una habitación al fondo de la casa. El Gitano

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dijo:—Luego nos arreglamos doña Cástula—. La vieja sonrió

complacida.Al día siguiente el Gitano se encuentra en la barra del

bar “Safari” del Hotel Caribe. Pide un ron al barman. Mira su figura en el espejo, alto, pelo quebrado, nariz aguileña, ojos verdes. Una sonrisa apareció en su rostro cuando recordó su estancia con Cecilia, “me la voy a llevar pa’ Aguacaliente, allá la quiero tener, por lo pronto con que no me falle ahora, todo saldrá bien”, pensó. Dos hombres se aproximaron a él.

—Qué pasó Gitano, ¿listo?— preguntó uno de los hombres.

—Aquí, esperándolos —respondió el Gitano.—Ya está todo arreglado, el taxi nos estará esperando

afuera—dijo el hombre.—¿A qué horas?—preguntó el Gitano.—En cuanto den las doce— dijo uno de los hombres.—¿Y los disfraces?— preguntó el Gitano.—Los tenemos en el taxi, ahí nos los pondremos, son

unas capas y unos antifaces— y los sombreros —terció el otro hombre.

—Entonces, salud— dijo el Gitano levantando su vaso.En la mesa de honor el hombre gordo y sanguíneo habla

casi a gritos entre el bullicio, la música y las risas de la gente que llena “El Patio Andaluz” del Hotel Belmar. Es lunes de carnaval. Platica con las mujeres de su último viaje a San Francisco y de su visita a las elegantes tiendas del puerto donde se encuentran las sedas más bellas del mundo. Pero se ha detenido en su discurso, con los ojos rojos levantados por la atención que cree todo mundo tiene sobre él: el Coronel Rodolfo T. Loaiza, Gobernador del Estado de Sinaloa. Las mujeres que lo rodean voltean hacia donde el hombre mira. Ellas son las reinas del carnaval, la poetisa galardonada en el certamen de los juegos florales y una pareja de amigos

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íntimos del señor gobernador. El hombre rollizo, con los ojos inyectados de sangre, vuelve la vista tras haber esbozado, por si acaso, una sonrisa que no iba dirigida a nadie en particular. Ahora dirige su mirada hacia el guardaespaldas que se encuentra a un costado de él, siempre dispuesto a obedecer sus órdenes. Sus dedos rechonchos se doblan sobre sí mismos para que el guardaespaldas se acerque. El gobernador, a gritos, le dice que ordene a los músicos interpretar una canción que le ha pedido una de las jóvenes presentes. El guardaespaldas se aleja para cumplir con el encargo del coronel, abriéndose paso entre el tumulto de las parejas que bailan. Una vez que el guardaespaldas cumple con la orden del gobernador se dirige al baño. En el estrecho corredor tropieza con un hombre rubio, pelo a cepillo, vestido con un traje gris. El hombre lanza una maldición y camina en sentido contrario al guardaespaldas, es decir, en dirección a donde se encuentra el coronel. Unos instantes después reina la confusión. De todos lados aparecen hombres enmascarados vestidos de jeques blancos portando pistolas y amenazando a medio mundo. Tres disparos impulsan al gobernador fuera de su asiento, ninguna de las balas daña partes vitales, pero un cuarto disparo se incrusta en el ojo derecho del coronel. Era una bala calibre 38 que zarandeó la cabeza del gobernador en el aire como el arranque violento de un potro nervioso. El baile se detiene, los incidentes se multiplican por todas partes: algunos vasos caen al suelo, una muchacha se desmaya, un largo grito de dolor rasga el rumor mundano del salón, un pañuelo de seda blanca ensangrentado cubre la oquedad dejada por la bala donde antes se encontrara el ojo del gobernador. De la cabeza un hilillo de sangre se desliza hasta el piso para formar un pequeño charco de donde un poco tiempo después los moscardones golosos prueban la sangre fresca del gobernador.

Los enmascarados salen corriendo con las pistolas

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humeantes en alto por la puerta principal del Hotel Belmar. Un hombre que en esos momentos entra al hotel choca con uno de ellos y al instante cae abatido por los disparos. Los enmascarados continúan su carrera, atraviesan el malecón Olas Altas y suben al taxi que los espera.

El auto arranca ruidosamente, da vuelta en la esquina y se dirige hacia la plazuela Machado. Al llegar a ella, el Gitano y uno de los hombres abandonan el taxi, cruzan rápidamente la plazuela guiados por los faroles, en medio del zumbido fijo y estridente de millares de insectos que vuelan en torno a la luz, toman la calle Getulio Vargas. En la esquina, un auto echa a andar con los faros apagados y lo sigue a prudente distancia. El Gitano y su acompañante se aproximan a la casa de doña Cástula Sánchez, el auto acelera hasta darles alcance. El Gitano siente su presencia e instintivamente se lleva la mano a la cintura donde siempre lleva su pistola; con la otra mano empuja la puerta, pero no se abre; siente un impacto de bala que se incrusta en el marco, entonces golpea con ambos puños haciendo resonar la calle desierta, la puerta no cede; el Gitano se tira al suelo y dos disparos hieren al hombre que lo acompaña: uno en el hombro derecho, el otro atraviesa su cuello muy cerca de la yugular. El Gitano repele la agresión disparando hacia el auto que arranca velozmente, corre en dirección a la plazuela Machado y ahí le pone la pistola en la sien a un taxista para que lo lleve a los muelles.

El taxi recorre a gran velocidad las escasas cuadras hasta llegar a los muelles del puerto. El hombre abandona el auto, justo en el momento en que el barco está separándose del muelle. Tiene el tiempo justo de saltar a bordo, donde se halla súbitamente entre decenas de hombres, mujeres y niños que viajan en clase popular y que se acomodan como pueden en los escasos asientos. Atraviesa la sala y sube hasta los camerinos de primera clase, toca la puerta en el 109 y sin esperar respuesta abre la puerta: la mujer se

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encuentra recostada en el sillón con una bata transparente, con la cabellera media echada hacia adelante descubriendo la piel frágil y el bello rubio. Al ver al hombre la mujer esboza una sonrisa y le dice:

—¡Hello Gitanou! —. La sonrisa de la mujer se desvanece cuando ve el revólver en la mano del Gitano.

La mujer dice: —Di órdenes precisas para que te dejaran huir. Elegí a los hombres de confianza para que te acompañaran, como si hubiéramos caído nosotros, los amos, en la servidumbre de tus triquiñuelas. Por eso te consentimos, porque tú serías el testigo mudo, como un baby que no comprende, el testigo que no podrá nunca decir una sola palabra por una sencilla razón, porque lo ignoras todo. Ven aquí, Gitano, métete en mi cama, te arrullaré y mañana nos iremos muy lejos—. El Gitano la mira y su mano se crispa. ¿Por qué la mujer mentía? ¿Por qué le mentía a él que había visto todo? ¿Qué hacían esa docena de jeques en la fiesta el día del atentado? Lo hacían para confundir o para esconder al asesino.

Luego se escuchó el disparo. El teatro ha quedado solitario, el Gitano lo ve en ruinas,

el póster raído, la pintura carcomida, el polvo y la suciedad invade el pórtico del recinto. Un par de murciélagos vuelan hacia el interior del teatro. Las imágenes se han desvanecido. El Gitano da media vuelta y se aleja, no lleva nada en su mente, sólo el aroma de Marlene Dietrich.

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El camino de la revolución

Llegaría a ser general invicto de mil batallas, feroz caudillo y presidente de la república, pero en la época en la que los obreros de la fábrica lo conocieron traía un overol con manchas de grasa y trabajaba turnos dobles para poder sobrevivir. Eran buenos tiempos para los que laboraban en el ingenio. Había trabajo casi todo el año y se recibía el salario completo y puntual. Por eso no era nada extraño ver llegar gente de otros lugares en busca de empleo, en una época en que la fábrica necesitaba muchos brazos para las tareas del campo. En ese tiempo era gobernador de Sinaloa Francisco Cañedo, que tantos años duró en el poder, tantos como el entonces presidente Porfirio Díaz. Guillermo Camacho conoció a Álvaro Obregón cuando éste llegó a trabajar a Navolato. Nadie supo cómo entró al taller, de pronto se lo asignaron como ayudante. Guillermo era el encargado del torno. Al principio nada raro notó en él, salvo que siempre tenía hambre, parecía tener años sin realizar una comida completa. Nunca se imaginó que venía huyendo, y que por eso traía oculta la pistola entre las ropas, pero eso lo supo después, poco antes de que se marchara.

De su nacimiento en 1880 en la hacienda de Siquisiva,

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distrito de Álamos, Sonora, en el seno de una familia de campesinos, Álvaro, no recordaba nada, obviamente. Era un muchacho serio, empeñoso, parecía destinado a vivir en el campo cuyas actividades parecía disfrutar, exploraba con atención las extensas praderas y gustaba de conversar con los indios de las tribus de la región yaqui. Vive su adolescencia entre el trabajo artesanal y el cultivo de la tierra, en un ambiente social tenso en el régimen de Porfirio Díaz. De un día para otro se va a Navolato a trabajar en el ingenio azucarero. Le contaba a Guillermo que en Huatabampo tenía tierras muy buenas, que se podían lograr buenas cosechas, que todo era cuestión de entrarle duro al trabajo. Los obreros que lo escuchaban se quedaron impresionados, sólo el viejo tornero le espetó con burla: “entonces qué chingados estás haciendo aquí lleno de grasa, vete a tu tierra a sembrar”. Sabía Guillermo que aquellas eran pláticas de desquehacerados en los ratos libres que les daban para comer en la fábrica, pero allá muy adentro, quien sabe por qué, sentía que Álvaro era muy diferente a ellos. Guillermo Camacho era un hombre de pelo blanco, alto, aún con su espalda corva, gustaba de platicar con quien quisiera escucharlo, o a veces para sí mismo, sus experiencias con Álvaro. Tenía en el armario de su casa una caja de zapatos amarrada con un listón blanco, en ella guardaba fotografía y objetos de tiempos pasados. Una de las fotografías tenía en la parte inferior derecha la palabra “Siquisiva”. En ella aparece Álvaro de niño, está sentado junto a su hermana en un patio rodeado de bugambilias. Más allá se puede observar un huerto circundado de hortigas. Unos cuantos surcos de tomate en vara acompañan a unas coles espigadas. Cinco gallinas y un gallo andan de aquí para allá escarbando en el suelo. Desde niño Álvaro, aprende a valerse por sí mismo, huérfano de padre casi al nacer y de madre poco después, acepta cualquier actividad con tal de ganar unas monedas:

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amamantar becerros, quemar las basuras, deshojar el maíz, limpiar el ajonjolí, pizcar algodón, dar bola los domingos en el jardín. En 1890, la familia se va a radicar a Huatabampo. Con sólo unos años de estudio en la escuela de un hermano, se empleó como maestro de primaria. El viejo tornero recuerda: —Nosotros nunca supimos que era pariente de la esposa de don Jesús Almada, ni por aquí nos pasó, sí se nos hacía raro que le mandaran a hablar cuando se hacían las jugadas con los meros gallones del estado, íbamos a Eldorado, a Culiacán y aquí en Navolato en la casa de Manuel González. Aquellas jugadas con los Redo, los Martínez de Castro, los Clouthier, la parentela de los Almada, duraban varios días. Yo iba con Álvaro porque él me invitaba, yo era bueno pa´ las cartas, pero Álvaro era el mero gallo, ganábamos mucho dinero, oro, monedas de oro, yo no sé que hacía Álvaro con tanto dinero. Aunque la verdad es que pa´ jugar sus parientes le prestaban, porque él con su sueldo de la fábrica no podía competir con los ricachones, ya desde ahí, la cosa no andaba bien. Yo disfrutaba, bebía, y ya lo demás no me importaba. Pero sí, Álvaro ganó mucho dinero jugando a las cartas.

Como a los tres meses de haber llegado Álvaro al pueblo, apareció la mujer. Se apeó del tren en el ingenio, y con un bulto pequeño en la mano derecha y su rebozo en la otra, se asomó a la puerta de la fábrica y preguntó: —¿Aquí trabaja Álvaro Obregón?—. Nadie le supo dar razón hasta que la vio Guillermo con su vestido largo y la desesperanza en el rostro. —¿A quién busca?—le preguntó el guardia de la entrada, —a Álvaro— respondió la mujer con voz queda, —¿Álvaro el de Sonora?— terció Guillermo. Ella lo miró desconcertada — a Álvaro Obregón Salido—, respondió con un dejo de orgullo en las palabras, —ahorita le hablo— dijo Guillermo. Era una mujer morena, alta, tenía los ojos claros, su pelo negro, amarrado con un listón rojo le caía a la espalda. Al rato regresó Guillermo: —Busqué a Álvaro en el

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taller, pero no lo encontré, se ha de haber ido al billar. Así es Álvaro, de repente arranca y uno no sabe pa´ dónde— dijo.—Sí, así es Álvaro—, dijo la mujer con tono desanimado. —Si quiere la llevo a donde vive— le propuso Guillermo a la mujer. —Bueno— asintió ella, como diciendo que no le quedaba más remedio. Álvaro no se encontraba en su cuarto. Guillermo le ofreció una silla a la mujer. —Hay que esperarlo— le dijo—, no debe tardar. Pero se hizo noche y Álvaro no apareció. Después de varias horas la mujer se fue. Al día siguiente, casi al amanecer, los trabajadores de la fábrica la vieron caminar por la calle principal rumbo a la salida del pueblo. Por la tarde apareció Álvaro muy quitado de la pena. —¿Ya se fue la vieja esa?—, le preguntó a Guillermo. —Sí, ya se fue. —Menos mal— dijo Álvaro. Entonces el viejo lo increpó: — ¿Qué chingados traes tú con esa mujer? —Nada, que se ingren, no saben de un rato. Si yo nunca le dije que me iba a matrimoniar con ella. Cuando Álvaro Obregón regresa a Huatabampo tiene veintiún años. Contrae matrimonio y procrea tres hijos, de los cuales fallece uno. Antes de cumplir los veintisiete años queda viudo. Aprovechando un programa que el gobierno porfirista pone en marcha adquiere un terreno de una hectárea y media, que fue incrementando paulatinamente hasta llegar a tener 3,500 hectáreas. Pero las ideas libertarias brotaban por doquier, de San Luis Missouri llega el periódico Regeneración que publicaban los hermanos Flores Magón. La huelga de Cananea sacude las conciencias, acontecimientos e ideas que promueven simpatías, y Álvaro, a pesar de que en ese entonces no se encuentra en desventaja económica se siente atraído por la revuelta. Años después escribiría: “Los rebeldes están por doquier, una guarnición llegó a Huatabampo. Todos sus partidarios nos apresuramos a recibirlos, la impresión es brutal, eran como 100 hombres desarrapados con 70 rifles de los cuales la mitad no tenían parque, montaban a pelo, algunos con los sarapes como sudaderos, sus rostros reflejaban el

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hambre de muchos días, de pronto llegó el comunicado del telégrafo: Díaz había huído del país. La Revolución había triunfado, pero yo en nada había contribuido a ese triunfo y, sin embargo, me consideraba maderista; sólo porque había protestado con alguna energía cuando el presidente municipal de mi pueblo pretendió hacerme firmar un acta de adhesión al general Díaz. Eran los últimos días del mes de marzo de 1912, había reunido 300 hombres, casi puros indios de la región, agricultores como yo que me dedicaba al cultivo del garbanzo en mi rancho de la Quinta Chilla, al margen izquierdo del río Mayo”. Fue en esa época cuando Álvaro decide incursionar en la democracia. No le tenía confianza, porque los agricultores del norte veían en Porfirio Díaz los beneficios de gobernar con buena administración. Las leyes aprobadas por don Porfirio habían dado impulso al desarrollo de los campos agrícolas norteños, por esa razón para Álvaro la riqueza estaba en la tierra y la tierra había estado bien en el régimen de Díaz. Pero el dictador fue derrocado. Entonces Álvaro pensó que a lo mejor los triunfadores tenían razón y él, quebrado como estaba por el azote de las plagas a sus cultivos, decidió jugársela. Se reunió con caciques criollos, caciques indios, y mestizos influyentes a quienes, con su labia ladina, rápidamente convenció de que lo apoyaran. Por esa vía entró a la política. Seis años atrás, Francisco I. Madero, impulsó un proceso democrático en la elección de alcalde de San Pedro de las Colonias, Coahuila. Pero no lo dejaron, entonces levantó a la gente de los ranchos contra el candidato impuesto por el gobernador, instaló una casilla independiente para que el pueblo votara por el candidato de su gusto, no logró nada, el cacique gobernante se impuso. Ahora, Madero levantaba a la nación en armas. Ocupado en sus negocios, Obregón se enteró de la situación por su sobrino Benjamín Hill, entonces, Álvaro se lanza como candidato a presidente municipal de Huatabampo, apoyado

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por Chito Cruz, gobernador de la tribu de los indios mayos y otros hacendados amigos. De esa manera le agarró gusto a la democracia. Cierto que, no había sido arrastrado, pero de que le gustaba el poder le gustaba. Ahora era un político de una revolución que no había ganado, pero de la cual era usufructuario. Entonces tenía que demostrar que era un revolucionario auténtico, le urgía. Y se subió al carro de la revolución.

A los treinta años, Álvaro se siente viejo, piensa que se encuentra lejos de su objetivo. De repente llega a él una imagen que lo reconforta, su llegada al cuartel. Observa un mapa del Estado Mayor, el cual no comprende, pero se convierte en un símbolo, la encarnación de un ideal y sus sueños que encarna y prefigura los sucesos futuros. Sueños que poco a poco son desfigurados por las interminables cabalgatas nocturnas, los lentos amaneceres entre paisajes de vías férreas, de vagones negruzcos, las grupas de los caballos empapadas de lluvia, esperando a uno de los soldados que ha ido hasta una cantina para traer una botella de tequila, mientras aguardan un embarque de artillería. Desde entonces la revolución fue su reliquia más preciada: de subalterno a jefe, de jefe a héroe popular, hasta un brazo le dio, para luego ser caudillo y enseguida presidente. Fue el primer presidente de México en jurar el cumplimiento de la Constitución con el brazo izquierdo, pues el derecho lo cercenó una granada en el campo de batalla.

El viejo tornero recuerda: —Tiempo después, antes de que fuera presidente, me lo encontré en Guasave, yo había ido a las fiestas de la virgen. Iba saliendo del palenque cuando recibí un manotazo en la espalda. —Guillermo, qué andas haciendo acá— me dijo—, pos aquí visitando la virgen— le contesté. —Vente, vente, con nosotros, vamos pa´l Cubilete— me dijo. Me dio un brazo y de un brinco me puse en ancas. Al lado de nosotros iba un hombre en un caballo tordillo,

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llevaba el sombrero hundido hasta las orejas y bien agarrado con el barbiquejo pa´que no se le cayera con el viento, yo no lo reconocí hasta que llegamos y se destapó la cabeza, entonces le miré la cara: era Blas Valenzuela, el hombre con más tierras en la región, pero luego me di cuenta que todo era de Álvaro, Blas le administraba el rancho El Cubilete y las demás tierras. De Huatabampo a Estación Cajeme, este hombre con sólo una hectárea y media que le habían fiado porque esa es la verdad, logró convertirlas en miles de hectáreas, con cientos de peones a su servicio, háyale tú a eso, muchacho, el talento, pues, el talento—. El viejo Guillermo se exalta, parece tener ante sus ojos los campos verdes, oye los ruidos de las carretas recogiendo las cosechas. Esa misma mañana que Sara Coamea abandonó Navolato, después de haber ido a buscar a Álvaro tres veces infructuosamente, abordó el tren que, trasbordando aquí, deteniéndose allá, la llevó a San Francisco del Rincón, Guanajuato. Con una recomendación del cura de Huatabampo, llegó a pedir trabajo a la casa de Amalia y Carlota Domínguez, mujeres católicas que más tarde colaborarían con los guerrilleros cristianos que pululaban por todo el bajío en la época de la rebelión cristera. Ahí duraría con ellas ocho años. Carlota y Sara tenían algo en común, su odio por el gobierno revolucionario. Carlota tenía repulsión por aquellos que habían destruido su pueblo y le habían asesinado al marido dejándole un embarazo de cuatro meses. Juró vengarse y desde entonces se dedicó a combatirlos clandestinamente. Sabía que todo aquello resultaba muy peligroso, pero tenía una fuerte convicción que ella misma sostenía ante quien fuera: “yo me dejaría matar por mi religión, morir por mi religión no es una pena para mí”, y sí, nunca lo fue.

Guillermo se vanagloriaba de haber trabajado con Obregón, hablaba con vehemencia de aquellos días que había pasado con él, y cuando lo hacía nadie osaba interrumpirlo:

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—A Álvaro le gustaban los aviones, sobre todo el Sonora, varias veces lo acompañé a volar en él, pero ninguna como aquella cuando se le ocurrió soltar una bomba. –A ver Capitán Maradiaga, cómo es que se sueltan las bombitas—dijo dirigiéndose al oficial que piloteaba la aeronave.—Véngase mi general, siéntese aquí a mi lado—,el copiloto se levantó y Álvaro ocupó su lugar.— Espérese Capitán, vamos buscando un punto bueno, qué le parece aquellos chinames, en un descuido ahí se encuentran los villistas que quedaron, esos robavacas—. El avión vuela horizontalmente cortando su trayectoria hacia la cuesta donde se encuentran los jacales vistos por Obregón, los arrieros que van por la cuesta ven pasar el avión rasante y se echan a correr abandonando las bestias, la primera racha de bombas estallan a un costado de unas casas de adobe, se escucha una serie de crepitaciones rápidas más que una explosión, como si los proyectiles se fragmentaran en bombas más pequeñas, el avión regresa y suelta tres bombas sobre las construcciones de adobe, entonces se escucha tres explosiones una tras otra que incendian las casas produciendo llamaradas hacia el cielo.—Le atiné compadre, le atiné— grita Obregón. Se escucha en intervalos los ruidos del motor del avión, los gritos de los moradores del rancho, mujeres y niños, los arrieros que corren a auxiliarlos. Aquellas mujeres que gritaban entre el fuego pidiendo ayuda eran las hermanas Domínguez.

Paradójicamente el poder lo hacía sentirse solo. Cuando se está a punto de morir dos veces. Llega un momento en que ya no crees en nadie, entonces, surge la desconfianza total. Cierto que había tenido mucha suerte, como la vez que perdió el brazo por una granada que explotó a un lado suyo, vio el brazo caer junto a él y se vio muerto, dividido, una parte de su cuerpo palpitando y moviéndose con vida propia, el terror lo invadió. Se puso la pistola en la sien y accionó, pero no hubo disparo, su ayudante la había descargado la

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noche anterior cuando la limpió, eso le salvaría la vida. Ahora Obregón, el hombre más poderoso de México, era quizá el más desvalido.

Guillermo se queda pensativo, en su memoria se entrecruzan pensamientos como meandros de un río, de pronto aclara las ideas: —Una noche en que ya estábamos dormidos en la casa, tocaron a la puerta. Eran unos golpes muy fuertes, se oyó un grito: Ejército Federal, Quinto regimiento, abran o tumbamos la puerta. Mi mujer fue a abrir, —¿aquí vive Guillermo Camacho?—le preguntaron, —sí—,dijo mi mujer. —Háblele inmediatamente—. Para entonces ya estaba yo frente al soldado, —a sus órdenes—, le dije: —¡Está usted arrestado!

Me subieron a un jeep del ejército y agarraron pa´l lado del ingenio. Llegamos a la aviación, bueno así le pusieron después, porque en ese tiempo no era más que un terreno plano de terracería que habían acondicionado como pista de aterrizaje, allá por el rumbo de la carretera vieja. Ahí nos estaba esperando un avión del ejército, de esos que les llaman bimotores. Yo nunca me había subido a un avión así que ya te imaginarás lo asustado que estaba. Cuando mucho los había visto pasar por el cielo, sobre todo cuando Chuy Almada hacía piruetas con el avión que tenía, y que a todos nos divertía viéndolo dar vueltas por el aire en su avión pintado de azul y rojo. Ese fue el primer avión que hubo en Navolato, te lo digo porque lo mandaron empaquetado del otro lado, ahí duraron varios días tres mecánicos gringos en el almacén del ingenio hasta que lo hicieron andar, nosotros íbamos y nos asomábamos al almacén y hacíamos apuestas, —¿cuánto vas a que no lo echan a andar?—, finalmente un día prendió el motor haciendo un escandalazo, las aspas dieron vuelta y el gringo salió del almacén arriba del avión y se fue rumbo a la Pipima. Pero, volviendo a lo de los soldados que me habían arrestado. Me subieron al avión, ¿pa´ dónde

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me llevarán?, pensé yo, como si me adivinara el pensamiento el guacho que parecía el jefe, pues iba sentado adelante a un lado del piloto, me dijo: —Son órdenes del presidente Obregón de llevarte con él a la ciudad de México—. Pinche Álvaro, siempre con sus pendejadas, pensé, no hubiera sido más sencillo que me mandara un boleto pa´l tren. Aunque a decir verdad, ya me había invitado muchas veces y yo no había querido ir, ¿a qué?, pensaba, a mí las ciudades no me gustan, ahora tenía que ir “a fuerzas”, como el propio Álvaro me lo dijo cuando estuve con él: —No querías venir verdad, pues ahora te chingas, ahora yo soy el Jefe—. Así era Álvaro. El viejo Tornero, lanza un suspiro, carraspea con fuerza, parece tomar nueva vida en sus recuerdos: —Y de ahí pa´l real todo fue coser y cantar, pasé a formar parte de la escolta personal del presidente. Y uno no sabe la friega que era seguirle los pasos, porque Álvaro siempre fue muy problemático. Desde que Madero lo había llevado a una sesión espiritista, a él y al general Calles, había quedado “juido”, uno dice eso porque de repente se quedaba ensimismado, lelo, pensando en sólo Dios sabe qué. — ¡Guillermo, llévame con la vieja Hilaria!—, me ordenaba de repente, y yo iba por el Packard y tomábamos rumbo a Cuernavaca a buscar a la vieja bruja que le adivinaba la suerte. Todavía no le pasaba lo de la bomba pero ya andaba muy inquieto. —Sosiéguese mi general, sosiéguese—, le decía yo. —Que se sosiegue su madre, que crees que no siento que traigo el mal puesto—, y levantaba el brazo mocho como si levantara el puño en alto, —hijos de su pinche madre, me quieren chingar—. Esa vez la bruja Hilaria le destripó varias palomas blancas, le sacó los corazones y le leyó la suerte: —Ándate con mucho cuidado, presidente, cuídate de las mujeres, si tienes cuentas pendientes con ellas arréglalas antes de que sea demasiado tarde—. Entonces se acordó como en sueños de Sara, la mujer que lo había ido a buscar varias veces a Navolato. Han pasado 30 años.

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Sara Coamea ya no está en Guanajuato. Después de que las hermanas Domínguez son despojadas de sus tierras por los agraristas y hostigadas por el ejército federal deciden irse a vivir a la ciudad de México. Ahí con el apoyo de la Brigada Femenil Santa Juana de Arco se establecieron y se convirtieron en activas propagandistas de la Liga de la Defensa de las Libertades Religiosas y colaboradora urbana de los Cristeros. En aquellos años José de León Toral visitaba con frecuencia la casa de las Domínguez: asistía a oir misa, estaba en las Horas Santas, limpiaba el local, charlaba sobre temas de historia sagrada y sobre la pena que les causaban las prohibiciones religiosas, pues, Calles había clausurado cuarenta y dos templos en todo el país. Ahí, Sara Coamea, conoció a León Toral. El hombre que daría muerte a Álvaro Obregón.

Pensó en los mítines de apoyo, y también en contra, en los titulares de los periódicos, en las rivalidades en los diferentes cuarteles de diferentes padrinazgos, pensó en todo lo demás, en ese tono de ensueño, meditabundo que pretendía ser neutral, esforzándose en disimular con un distanciamiento impregnado de humor, lo patético de su aventura, achacando a la guerra su tozudez, el espantoso desbarajuste. Se encuentra frente a sí mismo con los labios torcidos frente al espejo, alargados hacia sus comisuras con un rictus nervioso, o más bien desolado. Tiene el libro en las manos, la suma de sus esfuerzos, el camino de la revolución: “Ocho mil kilómetros en campaña”, lee: “MEXICANOS: El monstruo de la traición y el crimen, encarnado en Francisco Villa, se yergue amenazando devastar el fruto de nuestra Revolución, que tanta sangre y tantas víctimas ha costado a nuestro pobre pueblo. El esfuerzo de todos los hombres honrados por restablecer la paz en la República acaba de declararse impotente ante la perversidad de la trinidad maldita, que forman Ángeles, Villa y Maytorena. Es el momento

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supremo, de sublime angustia para la Patria, en que podrá contar a sus verdaderos hijos, que despreciando de nuevo la vida, empuñan con más fuerzas el arma vengadora, para hacer desaparecer entre las invencibles garras de la justicia a los monstruos deformes, que en danza macabra, celebran en estos momentos la agonía de nuestra Patria…” interrumpe la lectura, sombras vagas le rodean, voltea hacia los lados, le envuelve la penumbra, se pone de pie, abre las cortinas, afuera el viento mueve las copas de los árboles. Por mucho tiempo le dejará marcado la proximidad del pueblo mayo, aquellas funciones fúnebres y bárbaras, las tradiciones que perviven en esa región que fue suya: para siempre quedará asociada en él la idea de la muerte al perfume de hierbas mezcladas con aceite de venado y armadillo que ponían en las esponjas y luego le impregnaban en las manos, en el cuello, cuando de niños los llevaban a la semana santa yoreme. Luego la idea de la muerte se verá asociada al olor nauseabundo del aceite caliente y rancio de la comida de tropa, aquellos trenes atestados de soldados moribundos.

A los cincuenta años ha sido elegido como presidente de la república por segunda ocasión. Acude a un restaurant para refrendar el apoyo de sus partidarios. Lleva el uniforme del ejército. Todavía escucha la algarabía, los aplausos, vivas, hurras de su último discurso con esa voz mesiánica que materializa el sueño místico de toda su vida: poder, poder y más poder. Un hombre llega al restaurant La bombilla, lleva un block de dibujo en la mano. Entre sus ropas esconde una pistola Star calibre 22. Dentro de algunos minutos Álvaro Obregón será asesinado.

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El oráculo de Isabel

Era el tiempo en que el viento extraviado confunde los extremos de la tierra removiendo la hojarasca a un lado y otro del mismo lugar. Hernán sacó su caballo del establo, tomó sus venablos y se fue rumbo al río. Hizo trotar su caballo por el estrecho camino terregoso, para luego, al llegar a una zona salitrosa, pero firme, espolear a la bestia emprendiendo veloz galope. El corcel era un pura sangre que su padre había traído de España, de gran alzada, parecía hecho para el cuerpo de Hernán, que a sus escasos doce años doblaba en peso a los chicos de su edad y dejaba muy atrás en estatura. Al llegar al paredón del río detuvo su carrera y bajó hábilmente por una estrecha vereda hasta llegar a un paraje solitario cubierto de arbustos, donde el margen del río hacía un recodo que escapaba a la corriente formando un remanso de agua. Se apeó del caballo y tomando los venablos se introdujo al agua que apenas cubría sus rodillas. Con el arma en mano caminó lentamente buscando en la corriente calma un pez. De repente vio venir por la corriente del río un objeto de gran tamaño que al principio pensó sería una canoa de las que utilizaban los indígenas para transportar alimentos, pues no tenía una forma conocida de las que acostumbraba arrastrar el agua, con curiosidad caminó en dirección al objeto que se deslizaba

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corriente abajo, con sus dos manazas lo detuvo, entonces se dio cuenta que era un ataúd con los clavos enmohecidos por el tiempo que había permanecido flotando sobre el agua en su recorrido por la ribera. Hernán cargó el féretro hasta la orilla del remanso. El muchacho pensó en su madre, como siempre lo hacía cuando iba a realizar alguna acción que por su corta edad no alcanzaba a juzgar si era para bien o para mal. Decidió abrir el ataúd, metió sus dedos en una hendidura cercana a los clavos enmohecidos y levantó lentamente la tapa. Ante sus ojos apareció la armadura de un guerrero y los implementos de metal que los suelen cubrir de la cabeza a los pies. Al levantar el muchacho el yelmo vio un cráneo en perfecto estado que observó atento, pero su curiosidad por la osamenta sólo duró un instante, inmediatamente su atención se concentró en una formidable espada que el caballero tenía aferrada a su puño cubierto por la malla metálica del guante. El joven la miró embelesado y no sin esfuerzo la retiró del guante que la asía y tomándola con sus dos manos la levantó sobre su cabeza lanzando un sonoro grito que quiso ser de guerra pero que más se pareció al rugido de un león, el cual se esparció por la hondonada de la ribera y su eco fue dando tumbos hasta llegar a la villa donde la gente lo confundió con el estruendo lejano de un rayo.

Hernán llegó hasta su casa situada a un costado del río. Isabel, su madre, lo vio venir y se sorprendió de ver el ataúd que traía encima del lomo del caballo.

—¿Qué es lo que traes ahí?— preguntó la mujer.—Lo encontré en el río— dijo el muchacho. Isabel se

quedó mirando el féretro que su hijo había colocado ya en el suelo. Hernán levantó la malla metálica que cubría el rostro del caballero. Su madre exclamó en sollozos:

—¡Hijo, es tu tío Alfonso!

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Los rayos del sol se reflejaron violentos en la noble calavera. Su perfecta dentadura traslucía una irónica sonrisa, Isabel cayó de rodillas y abrazó la caja. Hernán tomó a su madre entre sus brazos y la introdujo a la casa donde ordenó a la servidumbre la atendieran, enseguida regresó por el féretro y lo llevó hasta su habitación, ahí, terminó de desclavarlo. Observó con detenimiento el vestuario de su tío, le llamó la atención la enorme cruz roja en el pecho que él jamás había visto, luego encontró entre los pies de la osamenta un envoltorio, con cuidado, como si de pronto fuera a desmoronarse quitó el paño que lo cubría, entonces vio un fragmento brillante de una vasija y en su interior un pliego ajado. Lo observó por unos segundos para enseguida guardarlo bajo llave en el cofre donde guardaba sus tesoros.

Al día siguiente madre e hijo dieron santa sepultura a Don Alfonso. Los vecinos de la villa de San Miguel y sus alrededores vinieron al sepelio, de la villa de Concordia, Santiago de los Caballeros y regiones todavía más lejanas. Entonces aparecieron los viejos enamorados de Isabel, que ella había mantenido a raya desde que su esposo don Luis de Álvar y Gándara y su padre don Pedro de Tobar se marcharan a la búsqueda de las ciudades de Cíbola y Quiviria con las huestes de Vásquez de Coronado. Hacía diez años ya que en la villa lo daban por muerto, desde el regreso solitario de su padre. Algunos decían que lo habían visto cerca de Yuma, crucificado por los indios pimas, otros que había conquistado la ciudad de Cibola y que había contraído matrimonio con una princesa indígena cuyo padre lo había llenado de tesoros. Algunos más contaban que había llegado hasta la ciudad de Tenochtitlan y de ahí se había trasladado hasta la Villa Rica de la Vera Cruz, donde había zarpado en una carabela para llegar a España. Don Pedro de Tobar no pudo dar noticia alguna de Don Luis, pues regresó víctima de una enfermedad que lo mantuvo en gravedad hasta su muerte. Con los años las noticias fueron cada día más escasas y ya nadie habló

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de él hasta ese día en que don Alfonso regresó cabalgando el río Humaya en un ataúd de roble.

Dos días después de los funerales de Don Alfonso, Hernán le mostró a su madre la vasija que había encontrado en el féretro de su tío, la mujer miró el objeto con arrobación primero, luego se hincó ante él y exclamó:

—Hijo, esta parece la vasija divina, donde bebió el vino el santo padre, el vaso donde recogieron su sangre, ésta es una señal, una señal que nos envía tu padre—. Hernán mostró a su madre el pliego ajado que venía dentro de la vasija.

—Mira madre, qué es esto—. La mujer tomó el pliego y lo extendió,

—Un mapa— dijo sorprendida. La mujer lo extendió sobre la mesa y lo examinó una y otra vez ante los ojos cada vez más inquietos e intrigados del muchacho.

—¿Qué es un mapa, madre?—Un mapa es un dibujo de un lugar muy grande.-—Como esta casa de grande. —Más grande, mucho más grande— dijo la mujer,

sin despegar los ojos del mapa, luego agregó —pero, no entiendo, en este mapa no hay ningún lugar conocido, sólo montañas, mar... mar, eso es, esto es el mar— dijo la mujer señalando un punto en el papel—, esto es... España, hijo, más allá de España, montañas, más montañas, tu padre, hijo, se encuentra muy lejos, pero vive y esto es una señal—. Muchas preguntas pasaban por la mente de Isabel. ¿Dónde se había reunido su hermano Alfonso con su esposo? ¿Quién había enviado el cadáver y cómo había llegado en perfecto estado hasta la villa de San Miguel? ¿Su esposo lo había enviado? ¿Para qué ? ¿Por qué su hermano vestía esa armadura?

Isabel no dio ninguna señal de tristeza cuando le dio la bendición a su hijo para que fuera en busca de su padre,

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después de días de discusiones y desacuerdos. Hernán, ante la negativa de su madre, le recordó que de todas maneras ella había dado su aprobación para que tomara los hábitos de la orden de los jesuitas, a la que pertenecía su tío Alfonso y esto lo habían acordado ante su presencia por lo que ahora él mismo, don Alfonso muerto, había venido a recordárselo. De esta manera Isabel no tuvo más remedio que dejarlo ir, no sin antes advertirle que en un año se verían en la Casa profesa de los jesuitas en la ciudad de México donde Hernán llevaría a cabo sus estudios eclesiásticos. Sólo cuando su hijo se perdió por el camino real de la villa de San Miguel y quedó flotando el polvo producido por el galope, Isabel se derrumbó, soltó un llanto que estremeció la casona de los Tobar y por semanas enteras se escucharon los gemidos y sollozos de tal forma que los vecinos y amigos pensaron que Isabel iba a morir, no tanto de tristeza sino de inanición, pues por muchos días no probó bocado, fue entonces cuando por esos días apareció en la villa el padre Bernardo de Balbuena.

Verte y no verte

En esos momentos Bernardo se sentía lleno de paz, digno de dialogar con el Señor. Toda su espiritualidad plena se posesionaba de su alma y era feliz de permanecer en ese estado que él llamaba de “gracia”. Instantes eternos donde el tiempo se diluía y la paz, dicha inigualable, inundaba su ser pleno de felicidad. Pero, sólo eran instantes, luego volvía a su mundo real, al terror del abandono mundano, a los deseos corporales que lo emboscaban y caían sobre él cuando menos lo esperaba. En largos monólogos con sus lecturas reflexionaba cómo prolongar aquel estado de meditación que expandía su ser, cómo vivir sin perder ese estado de “gracia”, ¿cómo prolongar aquel estado en el trajinar de la vida diaria? Tomaba de nuevo el libro y lo abría al azar e

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intentaba leer, una y otra vez, hasta que enfadado no tenía más remedio que volver a lacerar sus cuerpo.

“Padezco el amor de uno solo”, dijo Bernardo, enseguida leyó: “El amor es una especie de pasión o sufrimiento innato, que se deriva de ver y meditar excesivamente en la belleza del sexo contrario, y que le hace a uno desear por encima de todo los abrazos de una persona y cumplir de común acuerdo a todos los preceptos del amor en los brazos de la persona amada”. Arrojó el libro sobre el camastro, Isabel, Isabel, repitió el nombre de la mujer amada, deseada, prohibida, más deseada en cuanto más prohibida, Isabel... amada... amada ... tomó papel y pluma y escribió:

“Isabel”... Arrojó la pluma, no podía seguir en esa situación,

terminaría volviéndose loco, poseído por el demonio del deseo. Tomó una resolución: viajaría hasta la Villa de San Miguel de Culiacán, iría en pos de su amada de una vez por todas, nada de cartas, nada de poemas, estrujó con mano sudorosa los últimos versos escritos esa noche.

La visita

En las afueras de la villa de San Miguel de Culiacán, casi en la ribera del río Humaya, don Pedro de Tobar hizo construir la quinta. Para llegar hasta ella era camino obligado un serpenteante callejón polvoso, cubierto por árboles y arbustos que formaban una intrincada red dándole un aspecto fresco y sombrío, que contrastaba con los llanos calcinados y sus bochornos que hacían morir de asfixia a las tórtolas, cuyos cuerpos disecados, de tanto en tanto, aparecían en los caminos. La casona, reluciente en su blancor de escayola, parecía trasplantada de algún solar sevillano. Al frente tenía

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dos arcos y una amplia estancia desde donde se avizoraba la entrada de la finca. La rodeaba un banquetón que la resguardaba de las frecuentes inundaciones provocadas por el desbordamiento del río en la época de lluvias. Las ventanas contaban con fuertes protecciones de hierro forjado. En el interior un primer patio pletórico de plantas y enredaderas precedía a un amplio comedor. Un gran ventanal con forma de arco de medio punto permitía contemplar cómodamente sentado la belleza de las flores. A mano derecha un largo corredor llevaba hasta las habitaciones, se continuaba hasta el patio trasero para terminar confundiéndose con los naranjos y limoneros de la huerta. La primera habitación correspondía al despacho de Isabel. Tenía un escritorio de madera y dos grandes armarios con libros de cuentas. Un gran crucifico llamaba la atención en la pared frontal, al lado se encontraba un cuadro con la pintura de una virgen de rostro adusto que contrastaba con su mirada dulce. Sentado en una gran silla de madera, con forros de piel oscura, Bernardo de Balbuena seguía embelesado la charla de Isabel.

—Debe de saber padre Bernardo…—Bernardo, llámame Bernardo, por favor, Isabel.—No puedo, siento que si lo hago... —la mujer calló.—¿Qué?—preguntó Bernardo.—¡Ay, Bernardo!— exclamó, se puso de pie apoyándose

en el brazo del hombre. Sintió las manos de la mujer sobre su cuerpo como una inmensa caricia y deseó permanecer por siglos bajo ese manto protector. —Creo— prosiguió Isabel— que primero debes escuchar lo que tengo que decirte, pues si no lo hago puede ser inútil platicar lo otro—. La mujer llevaba un vestido plisado en los hombros, armazón alambrado cadera abajo con esbelto corsé y falda amplia de seda color turquesa. Bernardo se había quitado los hábitos de fraile y vestía casaca, calzón y capa oscura.

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—Cuenta, cuenta— apuró Bernardo. Y brilló en sus ojos una tenue llama de esperanza.

—Bernardo, ¿has oído hablar de los oráculos?—Por supuesto, el de Delfos, sobre todo.—Sí, Bernardo, pero aquí en la Nueva España, y, sobre

todo aquí en San Miguel.—¿Hechicería?—preguntó Bernardo.—Sí, Bernardo, y parece ser que he sido inmiscuída y

un visitador vendrá en mi búsqueda.—¿Cómo es eso Isabel?—Existe un oráculo, o más bien una especie de juego,

yo al menos así lo creí, que por casualidad cayó en mis manos.

—¿Por casualidad?—Bueno, Bernardo, has de saber que un día sorprendí a

las criadas de la casa con un juego de adivinanzas, al principio las reprendí, pero luego me pareció inofensivo, por lo que en las tardes aburridas me sentaba con ellas a jugar, un poco por distraerme y, bueno, las mujeres somos supersticiosas. Tú sabes, Bernardo, lo que son las tardes de bochorno en estas tierras. Si yo hubiera sabido los problemas que esto me iba a acarrear seguro lo hubiera destruido de inmediato.

—Pero, ¿de qué problemas hablas, mi señora?—Ten paciencia, Bernardo, que todo te contaré, ya

que mi vida está en tus manos. Hace algún tiempo llegó a estas tierras una mulata que apareció de pronto tirada a mitad del camino real. Tenía la ropa desgarrada, la cara llena de moretones y la espalda cubierta de cardenales. Estaba inconsciente. Unas almas caritativas la trajeron hasta las puertas de esta casa y con la ayuda de las mujeres y de Lázaro, el mozo de la finca, la trajimos al interior y curamos sus heridas. Aquí se quedó por algún tiempo sin novedad alguna.

—¿De dónde venía esta mujer?—Decía que venía de un lugar más allá de las montañas,

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junto al mar. Ella no mencionaba más y cuando le insistían decía no acordarse. Se llevaba muy bien con las mujeres y nunca dio problema alguno.

—¿Ella fue la que trajo el juego del oráculo?—Así es.—¿Y qué fue de ella?—Un día la mujer desapareció. Nadie supo a dónde

había ido. Como a los quince días de repente la vieron salir del monte. Venía ebria, los ojos rojos, golpeada visiblemente en el rostro, gritando groserías e inmundicias. Los vecinos afirmaban que le habían dado vino de peyote. Las mujeres intentaron traerla a la casa para que se bañara y curarle las heridas, pero la mujer enloqueció, las agredió y soltó una letanía de invocaciones al diablo.

—¿Qué decía?—Con voz aguardentosa mascullaba insultos contra

monjas, sacerdotes, amas, inquisidores, frailes y criados y los mandaba a morir achicharrados a los infiernos. Luego dio gritos aterradores y gritaba que hervía por dentro, decía sentir caminar una serpiente por dentro de su cuerpo que según ella se le había metido por el sexo. De pronto cayó al suelo, tuvo un ataque de San Vito y arrojó espuma por la boca, los hombres le echaron baldes de agua encima y ella se retorció como si le doliera el contacto con el líquido, entonces unos dijeron que tenía la rabia, otros que traía el diablo dentro. Por esos días se encontraba en la villa el visitador Don Benito de la Vega y Carpio, quien ordenó se le encadenara y fuera llevada hasta su retiro en el cerro de La Cabra. Después de estudiar el caso el visitador consideró que tal arrebato había sido suficiente para presentarla al Santo Oficio de la Inquisición, que la condenó a salir a la vergüenza pública, es decir, a escuchar su sentencia en la plaza y a ser expuesta a la curiosidad burlona y a la crítica de los vecinos de esta villa.

—Grave el caso, muy grave— dijo Bernardo.

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—Pero eso no es todo padre, el visitador ya tiene tiempo aquí porque, según él, ha visto y ha comprobado que en esta villa abundan los casos de hechicería, brujería e invocaciones al diablo.

—¡Dios santo!—Pero padre, todavía hay algo más: Liduvina escapó.—¡Cómo!—Dice la guardia del visitador que Liduvina se convirtió

en cuervo y huyó por entre las rejas de la prisión.—¡Ignorantes, eso es lo que son, unos ignorantes!—Lo sé Bernardo, lo sé, pero ese hombre es capaz de

todo.—¿El visitador ha construido una misión… Isabel?—Así es padre, fue construida por órdenes del obispo

de Guadalajara.—¿Y luego qué sucedió?—El visitador supo que esa mujer había estado en

mi casa y vino hasta aquí y me exigió que le entregara el oráculo. Cosa que no hice. Entonces él me amenazó con delatarme con el Tribunal del Santo Oficio. Pero sabe cuál fue la verdadera razón: ese hombre me pretendió de amores, y mi honra, padre, no está a disposición de nadie, no...

—Cálmate Isabel, que yo estoy aquí para protegerte y tus lágrimas son para mí el más horrible tormento.

—Bernardo, yo no he hecho nada malo.—¿Y el oráculo?—¡Lo arrojé a las llamas del fuego!—Bien hecho, señora, lo que ese hombre quería era la

evidencia. Descríbeme el libro, Isabel.—A ver, padre, déjeme ver, era un cuaderno escrito

a mano con figuras que son signos, y repuestas que se corresponden entre sí con números. Eran veintidós folios amarillentos de tamaño regular.

—¿Qué más contiene, mi señora?

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—Tiene el cuaderno, Bernardo, en su primera página del lado izquierdo, los doce signos del zodiaco, al centro dos arboledas donde se recrean las ninfas; a la derecha seis comarcas y, en la parte inferior, los oráculos que responden a las preguntas.

—¿Qué preguntas pueden hacer señora?—El libro nos presenta doce posibilidades. Destacan

cuatro que piden respuesta frente a la angustiante duda de si se es o no correspondida en la relación amorosa. Existe otra que inquiere sobre la realización o no de nuestros deseos; otra sobre el sexo del futuro hijo, si se tiene a la mala fama como compañía inseparable; si bien guardado secreto se descubrirá y finalmente si la riqueza nos espera.

—Interesante, señora, muy interesante. Y tú ¿qué pregunta le inquirías al oráculo, señora?—. La pregunta sorprendió a Isabel. Se puso de pie y miró a través de la ventana una parvada de cuervos que pasó graznando. Luego respondió:

—Ay, Bernardo, si todo era un juego. Un malísimo juego sin sentido.

—¿Hay algo más, Isabel?—inquirió Bernardo.Entonces, Isabel relató lo concerniente al féretro en

donde venía don Alfonso y a la vasija que ella había tomado como el Santo Grial.

El visitador

Villa de San Miguel de Culiacán, veinte y ocho días del mes de agosto de 1599.

Yo, don Benito de la Vega y Carpio, Cura propio y vicario, Juez eclesiástico de este Partido por el Ilustrísimo señor doctor Don Diego Rodríguez Rivas de Velasco. Dignísimo Obispo de Guadalajara, nuevo reino de la Galicia y León, Provincias de Nayarit, Sinaloa y Sonora, Californias, Coahuila

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y Texas, del consejo de Su Majestad, etcétera. Con relación a la comisión que me ha sido encomendada y que a la letra dice: “Por el tenor del presente damos nuestra especial comisión y facultad, la que de derechos se requiere y es necesaria a el Bachiller Benito de la Vega y Carpio, cura propio y vicario Juez eclesiástico del pueblo de Huejuquilla la Alta, para que en su virtud y luego que reciba este despacho, dejando en dicho curato la administración de los Santos Sacramentos, pase personalmente a las provincias de Sonora y Sinaloa, y visite todas y cada una de las misiones establecidas y fundadas en ellas, examinando y averiguando con la fundamentación correspondiente cuántas son en número, cómo se intitulan, cuánto es el número de los indios bautizados, casados, cuántos de los solteros bautizados, en qué tiempo fueron bautizados, y si son nacidos en las misiones o fueron traídos o venidos a ellas.

Ítem, ¿de qué se alimentan?: ¿en qué se ocupan?: ¿qué frutos cultivan?: ¿qué ganados tienen?:¿cómo se gobiernan?¿quién les administra la justicia real, y cómo, y por quién se sujetan a vivir en paz: ¿quién, o quiénes les dan pasto espiritual, y enseñanza de la Ley, y Religión de Cristo?

Ítem, ¿qué comercio tienen los indios de unas misiones con otras, de qué frutos y en qué cantidad? Y si lo hacen con monedas de oro o plata o sin acuñar. Si tienen manufacturas o granjas de alguna industria o arte.

Ítem, si están matriculados en el padrón o tablas de doctrina

Ítem, si están reducidos a vivir en sociedad, esto es, formando pueblo, con casas contiguas las unas a las otras, de qué están fabricadas, formando vecindario o si viven en milperías y cementeras en la comarca y si tales cementeras están en montes y dentro de arboledas.

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Ítem, ¿qué ejercicios y ocupaciones tienen las mujeres, esto es, si hilan o tejen, o hacen algunas manufacturas para sus vestuarios o comercian con ellos?

Ítem, ¿qué armas usan los indios, y si son aplicados a la caza o a la pesca, en qué tiempos y con qué utilidades?

Ítem, ¿si se ejercitan en la pastoría y de qué ganados? Ítem, ¿qué crías de ganado tienen, y si se sirven de

mulas o caballos para sus viajes?Ítem, el temperamento en que está cada misión y la

calidad del terreno, los frutos que produce, tanto silvestres como cultivados, y los que podría cultivar ya sea los de Castilla o de otros reinos: si tienen tierras con aguas permanentes para riegos de cementeras: si tienen montes que den maderas para fabricar las casas, y qué maderas tienen especiales que puedan servir para otros usos: qué oficios ejercitan los indios, esto es, si hay entre ellos carpinteros, herreros, curtidores o de otras artes.

Ítem, la distancia que hay de una misión a otra, con expresión del camino, esto es, si es llano, o quebrado y peligroso, si es firme o pantanoso, si tiene ríos intermedios, expresando su tamaño, si en tiempos de lluvias dan vados seguros, o si se pasan en canoas, puentes, ¿qué pesca tienen los ríos, de qué peces y en qué cantidad?

Ítem, si hay minas, ¿de qué metales, y con qué abundancia, en qué parajes, con qué conveniencias o inconveniencias, dificultades o embarazos para que se trabajen?

Ítem, principalmente se ha de justificar el estado de la instrucción cristiana que tienen los indios, tanto casados como solteros, y los que llegan a la edad de siete años: las fiestas que celebran en sus iglesias respectivas, las imágenes que veneran y tienen en sus casas, los ritos y ceremonias que usan en sus casamientos, bautismos y funerales con expresión de los regocijos y demostraciones que hacen

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entre sí en sus casa con motivos tristes o alegres: ¿qué costumbres, genios, o inclinaciones naturales tienen los indios de cada misión, si tienen uso de bebidas espirituosas que les embriaguen, qué uso o abuso hacen de ellas, y si les son de grave daño, de qué se componen dichas bebidas, y en qué tiempos las usan?

Ítem, más se ha de inquirir si entre los indios hay algunos ancianos o mozos que sean respetados por sabedores de los futuros o vaticinadores de los sucesos contingentes, como son las buenas o malas cosechas, fingiendo ser medio para descubrirlas y saberlas derramar sangre de animales, diciendo oraciones compuestas por ellos, con todo lo demás que juzgare oportuno y necesario para una perfecta y cabal instrucción de acuerdo con lo aquí dictado y una vez concluidas dichas diligencias, que ha de practicar separadamente a cada misión respectiva, nos dará cuenta de ellas originalmente para proceder como convenga.

Dado en el pueblo de Tonalá en siete días del mes de noviembre de mil seiscientos noventa y nueve, firmado de nuestro nombre y mano, sellado con nuestro sello, y refrendado de nuestro infrascripto por el secretario de Cámara y Gobierno.”

Me propongo escribir esta relación con la finalidad de llevar puntual cuenta de lo que acontezca o pudiere acontecer, hechos y derechos que en esta misión se me encomienda y se sirve conferirme y en cuya ejecución y debido cumplimiento estoy pronto. Sirvan estas letras para asentar, además de aquellas diligencias comunes como son las características de las misiones y de los pobladores vecinos a cada una de ellas, ya asentadas anteriormente, y poniendo especial atención a la recomendación hecha por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, consignaré en esta relación aquellos que se ejerciten en artes mágicas, adivinaciones, encantos, hechicerías, idolatrías, suertes o

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cualquier otro género de superstición sean indios o de otra cualesquiera cualidad si supiera de algunos, y de los maestros de esta horrorosa abominación para que substanciadas las causas que resultaren y cuerpo de los respectivos delitos se proceda a lo que por derecho haya lugar dando cuenta a la superioridad de Su Señoría Ilustrísima.

El arresto

Bernardo abandona la villa de San Miguel, no sin antes prometerle a Isabel que regresará con una carta del obispo de Guadalajara para que el visitador deje de hostigarla con sus amenazas. El amor tan profundo de Bernardo por Isabel hace que en su corazón anide la desazón que le provoca el dejarla a merced del visitador, pues sabe perfectamente de lo que es capaz. Ahora volvamos con Isabel a la villa de San Miguel y penetremos en sus aposentos donde la encontramos de hinojos orando frente a un crucifijo, al aproximarnos nos damos cuenta que estamos ante una confesión:

—Señor, sé que he pecado doblemente, primero al hacerlo y luego al ocultarlo a Bernardo. Pero, Señor, cómo decirle tan abominable pecado, seguro que él mismo me rechazaría, siento ahora Señor, que he complicado las cosas y que por mí misma me he lanzado a la perdición. Hace más de treinta días que Bernardo se marchó y hasta ahora no he recibido noticia suya. Ya está por concluir el Edicto de Gracia que el inquisidor me impuso y ya no sé si aplicarme a las moniciones y confesar la verdad o acceder a las pretensiones del visitador que es sólo lo que él pretende...

Dejemos a doña Isabel a solas con sus penas y vayamos hasta la misión del visitador que se encuentra en reunión con

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el alguacil mayor, el consultor y un comisario, y escuchemos su conversación:

—Señores—dice el visitador a los hombres presentes—, ¿qué vamos a hacer? Hemos de tomar una decisión de inmediato porque sería demasiado cruel quemar en la hoguera a la bella señora doña Isabel de Tobar y Guzmán—. Los hombres se miran entre sí sorprendidos.

—Conviene una solución— dice el alguacil mayor.—Sabedor de la alta estima que tienen sobre tan ilustre

señora, debo, sin embargo, recordarles que no podemos pasar por alto conducta tan sediciosa, so pena de caer en pecado grande.

—Señor—interrumpió el alguacil— mi amistad con su padre no me permite aceptar su culpa, casi fue mi hermano y a Isabel la conozco desde pequeña, ella es incapaz de tamaña falta, quizás no supo la gravedad de lo que hacía, merece creo, una pena menor—. Al escuchar las palabras del alguacil el visitador cundió en cólera:

—¡Grave no es, gravísima, la inculpada no sólo merece el juicio, sino la excomunión!

—Creo que lo más prudente es traerla aquí de inmediato y tenerla recluida hasta que no se dé el veredicto—dijo el consultor.

—¡Eso haremos, vamos por ella de inmediato!—. Y, gritando ordena a la guardia que se preparen para el arresto de Isabel.

La misión de La Cabra

Bernardo ha regresado a San Miguel y al llegar a la finca de Isabel, los criados le informan que ha sido arrestada por las fuerzas del visitador y llevada a la misión de La Cabra. Bernardo vio frustrado su intento en Guadalajara de conseguir

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un salvoconducto del obispo para mantener a salvo a Isabel de las acusaciones del visitador De la Vega. No obstante, y en un desesperado intento de proteger a su amada, logra traer consigo a un grupo de soldados amigos que hacen el viaje con él hasta San Miguel.

Bernardo informa al jefe de los soldados del peligro que corre Isabel y de inmediato se pone al frente de la expedición y marchan hacia la misión. Mientras cabalgan una cerrada lluvia los acompaña. Bernardo va diciendo para sí mismo: “Dios mío, qué dolor y qué destrucción se han abatido sobre esta región, cuando a la mejor persona jamás nacida quieren inmolar sin piedad, precisamente por su gran virtud y bondad. Ojalá y no sea demasiado tarde”, piensa en su relación con Isabel y recuerda con una mezcla de culpa y deseo lo acontecido antes de su partida, los hechos se dieron de la siguiente manera: Es medianoche, Isabel recorre las habitaciones en silencio absoluto, da la impresión de que no toca el suelo, sino que lo sobrevuela. Al aproximarse a la habitación donde se encuentra Bernardo escucha ruidos que no alcanza a identificar, se detiene, escucha, continúa sus pasos, se detiene: los sonidos amortiguados no pueden ser más que azotes, los gemidos llegan hasta sus oídos; murmullos, palabras silenciosas que no alcanza a comprender. Permanece inmóvil frente a la puerta: de pie, erguida, Isabel parece una diosa griega del olimpo con su vaporosa ropa de noche, de suave tela y encajes abundantes. No resiste la tentación de asomarse por el ojo de la cerradura: entonces tiene que morderse los dedos de su mano para no dejar escapar un grito de angustia cuando ve a Bernardo flagelando fieramente con un latiguillo su espalda desnuda ya cubierta de agrestes cardenales que salpican de sangre a cada golpe, cree escuchar su nombre deletreado cada vez que el latiguillo se hunde en la espalda de Bernardo, no puede resistir más y abre la puerta interrumpiendo el ritual: —¡Bernardo, Bernardo querido— exclama llena de angustia—. Bernardo postrado

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en el piso cree tener una alucinación producto del martirio cuando Isabel lo toma entre sus brazos y le lame las heridas de su espalda. Después Bernardo busca los ojos de Isabel y sus miradas encendidas se encuentran en la hoguera dulce del amor.

Después de una hora de camino ya estaban al pie de la montaña. Iniciaron la escalada y poco a poco fueron remontándola siguiendo el camino ya hecho por el paso de los viajeros y habitantes de aquel lugar. De pronto al dar la vuelta en un recodo se divisó la misión del visitador. El frente era totalmente de piedra como una ermita redonda en cuyo centro tenía una gran puerta de madera y hierro. La lluvia había cesado, las nubes flotaban en oscuras bandas y de vez en cuando, a lo lejos, los rayos iluminaban tímidamente el valle. Pasaron un puente levadizo que se hallaba frente al portón y que salvaba una enorme grieta natural cuyo fondo no se lograba advertir. Dos soldados escalaron con agilidad las paredes de la fortaleza. En el interior no encontraron a nadie. Hicieron crujir los goznes y las pesadas hojas de las puertas se abrieron de par en par. Dejaron sus monturas y los soldados se despojaron de sus cascos. En el interior de la ermita el cielo se abría y el agua caía a goterones por los canales de las grietas de las paredes naturales. Una cruz tallada en piedra se hallaba en el hueco de un muro y dominaba todo el patio empedrado que parecía enorme para la aparente dimensión del frontispicio de la ermita.

Se introdujeron en una de las cuevas. Todas las entradas aparecían naturales como galerías subterráneas, excepto la que por su espacio, supusieron correspondía al aposento del visitador. Fueron bajando unas escaleras de piedra iluminadas por teas colocadas en los rincones, de pronto llegaron a un piso de piedra lisa y vieron otras cuevas enrejadas como mazmorras. Un lugar enorme iluminado por una luz fosforescente que parecía salir de las grietas los

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deslumbró doblemente, primero por aquella profusión de luces multicolores, después por lo que ahí vieron: en un primer plano se encontraba un hombre desnudo, sujeto sobre una mesa, uno de sus brazos se encontraba enrollado por una cuerda de la muñeca al hombro, seguramente un verdugo había estado dando vueltas a la cuerda ajustándola cada vez más. A un costado se encontraba otro sujeto atado a un poste, en su cuello tenía una horquilla de dos puntas colocadas una contra su cuello y la otra en el piso de su mandíbula lo que lo obligaba a mantener enhiesta la cabeza, so pena de ser atravesado por las puntas dobles. Más allá se encontraba otro hombre tendido en una mesa atado de los pies y las manos en uno de cuyos extremos se encontraba un garrotillo que provocaba el estiramiento de las extremidades a medida que se le daba vueltas. Otros hombres y mujeres también eran martirizados con otros instrumentos de tortura. Bernardo merodeaba de aquí para allá buscando incansablemente a Isabel. De pronto en una lívida oscuridad vio unos muros rocosos donde habían labrado unos escalones, después de unos diez peldaños aparecía un pasadizo interminable, en el techo una luz leve apenas permitía avizorar algo en la penumbra. A tientas, Bernardo siguió ese camino de brumas. Caminaba con rapidez como si ya quisiera estar en el lugar buscado: ¿Temía, Bernardo, encontrar sin vida a Isabel? ¿Por qué los inquisidores habían abandonado la fortaleza? Preguntas sin respuesta que sólo la respiración enrarecida de aquel enclaustramiento y un cansancio enorme hicieron desaparecer de su mente un instante. Ahora se encontraba ya muy lejos del inicio del túnel, los soldados amigos se habían quedado en las primeras salas auxiliando a los prisioneros. Un cambio en la tonalidad de la luz que emanaba del techo llamó su atención, no era la luz fosforescente de las grietas. Eran luces naturales aprisionadas en troneras que sin duda procedían del exterior y que en ese momento podía apreciar de manera nítida. Cada cierta distancia aparecían las troneras

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con regularidad. Siguió Bernardo su marcha. A medida que avanzaba se daba cuenta de que el túnel se abría a la luz del día. De pronto se encontró frente a una bifurcación del camino: a mano izquierda una estrecha gruta en penumbras, a la derecha la luz que crecía y que sin duda anunciaba el final del túnel. Un quejido titubeante cimbró su ser, Bernardo avanzó en el requiebro del túnel que inesperadamente se volvía a iluminar con una solitaria tronera, entonces vio a Isabel: los ojos sombríos bajo las pupilas, inflamadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba sentada en un lecho de paja sujeta por grilletes a los pies, unidos por cadenas a una argolla fija en la pared rocosa. Isabel lo miró con ojos alucinados y sintió la sombra amorosa de sus brazos oprimirla contra su pecho y besar repetidamente su frente, mientras Bernardo murmuraba; “Virgen bendita, te he encontrado con vida”.

El visitador Benito de la Vega y Carpio fue requerido por la Santa Inquisición y llevado a juicio. No se supo más. Sólo que se le vio en un Auto de fe formando parte de la procesión que iba siguiendo a la cofradía del Santo Oficio, junto a cincuenta y tres personas en forma y con insignias de penitentes, descubiertas las cabezas con una vela de cera en las manos y con soga en la garganta. Cada uno de los acusados entre dos alguaciles de la Inquisición.

Hernán, después de la infructuosa búsqueda de su padre murió apuñalado en una calle de la ciudad de Puebla cuando se disponía a ingresar a la vida monástica. Isabel, sumida en la tristeza, se recluyó en el convento de clausura de San Lorenzo. En una urna depositó la vasija que venía en el féretro de don Alfonso.

Bernardo abandonó Culiacán, respetando la decisión de Isabel de convertirse en monja, regresó a San Pedro Lagunillas a decirle adiós a su parroquia. Luego se fue a la ciudad de México con la lejana esperanza de que Isabel recapacitara y abandonara el convento, cosa que no sucedió.

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Bernardo de Balbuena en 1604 publica Grandeza Mejicana, dedicado a Isabel de Tobar y Guzmán. Muere en San Juan de Puerto Rico el 11 de octubre de 1627.

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Crónica del adiós

El tren detuvo su marcha en la desierta estación. Había llovido la víspera y una espesa neblina hacía aparecer aquello aún más solitario. Una carreta cargada de leña se metió entre las vías y se acercó a la máquina que encabezaba el convoy. A un costado de la estación el estruendo de la fábrica azucarera era cortado momentáneamente por la sirena que anunciaba el turno de las seis de la mañana.

Una espigada joven, vestida con elegancia, se acercó a la escalerilla del primer vagón mirando a su alrededor con impaciencia. Llevaba en su mano derecha una pequeña maleta, en la otra sostenía un paraguas con el cual trataba inútilmente de protegerse del intenso vaho de la brisa. La mujer adornaba su cabeza con un discreto sombrero, de donde un tenue velo descendía ocultando su rostro.

Un esmirriado viejecillo, con el uniforme de conductor, se acercó a la joven e intentó tomar su maleta, la mujer, sorprendida, de inmediato evadió la acción del viejo. La mujer indicó:

—¡En primera!Subieron al vagón, un olor a fruta podrida enrarecía el

ambiente. El viejo abrió la ventana.

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—Dos centavos hasta Culiacán—dijo el conductor.La mujer abrió la maleta y extrajo un pequeño bolso,

levantó el velo que cubría su rostro: bajo sus ojos verdes, como umbrías mariposas, las profundas ojeras se posaban con desconcierto en sus mejillas.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?— preguntó la mujer, mientras miraba insistentemente a través de la ventana.

—Unas tres horas—dijo el viejo y pasó al asiento de atrás que ya había sido ocupado por otros pasajeros.

El tren empezó a moverse con lentitud. La mujer se acomodó en el asiento. Una nube de sueño le invadió de pronto, dejó caer sus manos en el regazo y se abandonó a aquella dulce sensación. Se sintió sumergida en un suave torbellino de imágenes que le llegaban de improviso, sentía el cerebro entumecido como si de repente un profundo sedante hubiera hecho su efecto: siente sus brazos que la rodean, aspira el olor a lavanda, percibe la calidez de sus besos.

—¡Emilio, aquí no por favor!El hombre la toma por la cintura.—Puede llegar alguien— murmura la mujer.El hombre se retira. Abre la ventana. Abajo, en el

patio de la fábrica, las carretas cañeras esperan para ser descargadas; en los andamios, entre el humo y los ruidos de las máquinas los obreros laboran. El hombre enciende un cigarrillo.

—Vamos a emprender un largo viaje— dice el hombre mirando fijamente a la mujer.

—Voy a cumplir una misión del general fuera del país, ¡me vas a acompañar!— dijo el hombre imperativo, pero con suavidad.

—¡Emilio!— exclamó la mujer.—Yo me iré primero, luego nos reuniremos en San

Francisco—acotó el hombre. La mujer no alcanzó a decir nada, un apasionado beso se lo impidió.

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Se llamaba Abigaíl Bresson, o al menos así decía llamarse. LLegó a Navolato contratada por doña Alicia, la hija del general Calles, como secretaria encargada de la correspondencia que su esposo, don Jorge Almada, recibía del extranjero. En ocasiones pasaba largas temporadas en la finca veraniega de El Tambor, realizando trabajos para el General. Decía ser norteamericana, aunque dominaba a la perfección, además del inglés, el español, el francés, el alemán y el italiano. Conoció a doña Alicia en la ciudad de México, en una dependencia gubernamental y ella la había invitado a Sinaloa. La primera vez que tuvo contacto con Emilio Domínguez fue en una de esas fiestas tumultuosas con que los Almada solían festejarse. Emilio tampoco era de Sinaloa, lo había traído el General como jefe de su escolta personal y de repente lo había dejado, permanentemente, como encargado de la casa de El Tambor. Algunos decían que el General lo protegía de algo, otros, que su encomienda tenía que ver con las tropas que recientemente habían llegado de noche, en un extraño navío, a las costas de El Tambor. Lo cierto es que en ese tiempo Emilio Domínguez era el primer hombre del general Calles en Sinaloa.

Emilio era un hombre alto, rudo, centrado en sí mismo, pero divertido cuando quería; la gente de Navolato lo conocía con el mote de “El Alemán”, por su pelo rubio y su penetrante mirada oscura. Era famoso en el pueblo, además de por sus magnánimas parrandas, por su puntada de tomar la lancha-anfibia de don Jorge, llegar por tierra hasta Altata y sin detenerse internarse en el mar para arribar a las playas de El Tambor. A ese primer encuentro de Abigaíl con Emilio siguieron otros muchos. Solía Emilio llevarla a pasear a los lugares más increíbles de la región, lo mismo a un crepúsculo incendiario en Yameto, que a un ballet-concierto de ballenas en la isla de Altamura. De esa manera, Abigaíl, aprendió a habitar aquel mundo de Emilio. Él le contaba sus planes, siempre ligados a los del General, siempre a la expectativa,

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esperando el gran suceso:”El General volverá a ser noticia”.La casa de El Tambor es una residencia estilo

californiano de diez habitaciones, cada una con sus servicios y timbre para llamar a la servidumbre. El estudio del General es una especie de oficina, biblioteca o lugar de reunión que tiene frente al mar un ventanal de caoba con enormes cristales esmerilados de color púrpura. Un estrecho pasillo comunica directamente el estudio con el comedor. Atrás de la finca se encuentran las casas construidas para las familias de los soldados y las caballerizas; más allá se alzan los médanos, unos quinientos metros de dunas hasta llegar a tierra firme. Una cerca de alambre conectada a la energía eléctrica rodea la construcción, con grandes letreros cada cincuenta metros con advertencias para los extraños. A un costado de la entrada principal se encuentra una torre de madera en cuyas alturas un vigía atisba el horizonte con sus binoculares; dos soldados perfectamente armados cuidan la entrada.

Una bandada de gaviotas gira sobre la terraza con un lento batir de alas y una algarabía de gritos discordantes. Deja de leer las hojas dispuestas sobre el escritorio y observa sus manos surcadas de arrugas. Cada pliegue es un camino que lo lleva muy lejos. Más allá de los pilares del balcón ve a los soldados hacer ejercicios, un hombre hace correr a su caballo en círculos, otros limpian sus armas. El General vuelve a mirar su mano. Sobre el escritorio las dos primeras hojas se encuentran superpuestas. La de encima contiene una lista de direcciones escritas a mano con letra regular. En los márgenes están los nombres de los residentes de cada domicilio: militares, gobernadores, líderes, hombres de negocios. La sombra de la mano se alarga deforme sobre la parte superior de la segunda hoja, ocultando las palabras:

…correr azares de toda especie…...movimiento de la revolución

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………cambiando la faz de México…………ridiculizar a quien pro…………….grandes contradiccio…………………apelando a la buena vo……………………mayores peligros de la……………………….una idea nueva que ha…………………………..el bien de la nac………………………………agrupaciones……………………………………….he quAhora las dos manos sobre las hojas cubren por

completo las grafías. El General se eterniza en el intrincado mapa de su piel, lentamente mueve una de sus manos hacia el vaso de vino que se encuentra en un extremo del escritorio, entonces escucha los golpes en la puerta. Apura el vaso de un sorbo, endereza su cuerpo, toma el canto superior de las hojas entre el pulgar y el índice y las coloca en una carpeta gris, enseguida responde: —Adelante.

—General, he terminado el trabajo— dice Abigaíl mostrando un legajo de hojas. Lleva el cabello recogido sobre la nuca, el escote del vestido deja al descubierto el arranque de los senos.

—Qué rápido, muchachita—dice el General, posando su mano sobre el hombro desnudo de la mujer. Abigaíl se estremece, un impulso natural le impele a retirarse de inmediato, pero las partes de las hojas que alcanzan a salir de la carpeta la detienen, lee:

……………………..Gral. Carlos M……………………….Los Pinos ………………………Gonzalo SantosNo repara ya en la mano que recorre su piel, se sostiene

en el escritorio dando la espalda al General, la mano acaricia su pelo, su nuca, de pronto con distraído interés empuja la carpeta fuera del escritorio, las hojas se deslizan por el piso, la mujer lanza un fingido grito de sorpresa, se inclina para

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recoger las hojas, el General la detiene del brazo; entonces llaman a la puerta:

—Mi General—dice el hombre que aparece en el dintel—la comida está lista.

El tren atravesó trepidante el puente sobre el río, abajo las mujeres lavan sus ropas sobre las piedras, a un costado de la ribera se extienden en una línea verde los exuberantes cañaverales. Con el monótono vaivén Abigaíl recuerda; porque reunir fragmentos del pasado es todo lo que queda por hacer. Fragmentos, cuentas de vidrio que devuelven imágenes dispersas, cristales de arena, sedimentos del río de la memoria. Añora los objetos que la hacen tener historia, testigos mudos de sus secretos: viejos abanicos de plumas; trajes de bailarina de can-can, su abuela lo había sido; adornos de cuentas de ámbar; trajes de colegiala, la high school; la madre, maestra de música, aún daba clases de piano. El padre: la guerra, una de las primeras víctimas de los ataques aéreos. La redacción, Dallas, París y ahora México. Ella se parecía a la abuela, su madre lo mencionaba con frecuencia y Abigaíl pensaba: “Ahora más que nunca”.

La mesa está puesta: en un extremo el General, a los lados Abigaíl y Emilio Domínguez. Nadie más.

—Así que usted trabajó con Bassols—dice el General dirigiéndose a la mujer.

—Sí, estuve un tiempo en su despacho hasta que doña Alicia me invitó a venir a Sinaloa.

—Mire—dijo el General—, tengo algunos libros que me gustaría tradujera del inglés y del alemán, son programas económicos impuestos en algunos países de Europa, muy interesantes. ¡Ah, Emilio!, ahí viene lo que te platiqué a mi regreso de Europa, te acuerdas de lo que hablamos sobre el agrarismo, yo regresé convencido—dice mirando a Abigaíl—que el minifundio lleva a la ruina, es cierto que al principio la idea me entusiasmó, pero en la práctica es un fracaso

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económico: la improductividad, la sangría presupuestal, el paternalismo, todo eso va contra la nación. Por eso quiero dar una revisada a esos nuevos programas, para lo cual necesito de tu ayuda; también quiero conseguir la edición alemana de este libro para que me lo traduzca directamente, desconfío de la edición—.El General tomó el libro que se encontraba sobre el estante y se lo mostró a la mujer, en la portada se leía: “Mi lucha”, por Adolfo Hitler. En esos momentos el sirviente colocó dos charolas sobre la mesa, de una sirvió a Abigaíl y a Emilio, la otra permaneció aparte. La pareja esperó que sirvieran al General.

—¿Dónde anda Felipito?—preguntó impaciente el General.

—No debe tardar—contestó el sirviente. En esos momentos entró apresuradamente un hombre delgado de baja estatura y mirada de miope.

“Tenía miedo de que lo envenenaran, por eso me hacía probar a mí primero los alimentos. A veces creo que exageraba, ¿quién lo podría hacer en este lugar tan vigilado? Mi esposa preparaba las comidas, pero él decía que no podía confiarse de nada y ni de nadie. Una vez mandó tirar todo un cargamento de víveres que su hija le había enviado de San Francisco, nomás porque el día que llegó había un nublado muy intenso. También le gustaba que le adivinaran la suerte y le tenía mucha fe a los brujos mayos que destripaban palomas para enseñarle el futuro. Seguido mandaba traer gente de México, especialistas en aparecer ánimas y en hablar con los difuntos”.

El General, sentado en la poltrona, mira las nubes escarlatas que permanecen inmóviles. A su lado un hombre revisa la correspondencia y los diarios. La niebla forma una espesa capa sobre el mar. El General dio un sorbo a su café. De pronto el hombre exclamó:

—Carta de la Cruz Gálvez—y extendió el sobre hacia el

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General. Sus ojos brillaron con un extraño júbilo. Cruz Gálvez era el nombre que, en honor de un lugarteniente suyo, caído en campaña, había puesto a la Escuela de Artes y Oficios para Huérfanos de la Revolución, que él mismo había fundado en una entrañable empresa, cuya raíz personal era evidente: funda las escuelas Cruz Gálvez para prevenir y reparar en la sociedad el abandono que él mismo había sufrido y donde se protegería a todos los huérfanos en general sin distinción de partidos políticos; estos huérfanos que cuando se dirigían a él lo llamaban “Papá Calles”. Inmediatamente después de terminar de leer la carta el General tomó lápiz y papel y escribió: “Los éxitos y los fracasos de las escuelas Cruz Gálvez los considero como míos, y gozaré con los primeros y sufriré con los segundos; así que su carta ha venido a proporcionarme un momento de satisfacción en esta vida de lucha, y más he apreciado su noticia por ser la primera que me viene de Sonora, y que se relaciona con los trabajos de la escuela que tanto quiero”.

El General se llevó la taza de café a los labios.—¿Qué dicen ésos?—preguntó de repente al hombre

que se había quedado absorto leyendo el encabezado de un diario.

—¡Mire!— dijo el hombre mostrando la primera plana; en ella se podía leer a ocho columnas:

Decreta el presidente Cárdenas la expropiación de la hacienda La Primavera, propiedad del yerno del expresidente Calles.

El rostro del General palideció, con los labios apretados profirió una maldición.

—¡Háblale a Emilio!— ordenó enérgico.—Sí, mi General—dijo el hombre y de inmediato

desapareció.Otros diarios cabeceaban:El presidente Cárdenas hace categóricas declaraciones

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La nación sacudida con huelgas constantesDimitirán los jefes del PNRLogra Armando Morgan tierras para los trabajadores

del ingenio La PrimaveraSe forma el ejido NavolatoEmilio apareció a pasos agigantados por el largo pasillo.Tras él, a una distancia prudente, Abigaíl lo seguía. Se

había detenido antes de que el hombre doblara por el corredor. Se paró frente a la última puerta, tocó enérgicamente. El General deambulaba nerviosamente por la habitación, con las manos recogidas por atrás de la espalda. Al escuchar los golpes en la puerta se irguió, como siempre lo hacía cuando iba a estar frente a alguien, sus manos fueron a sus piernas en un gesto puramente militar:

—Adelante—dijo el General.—A sus órdenes mi General— saludó Emilio llevándose

la mano a la visera.—Emilio—dijo el General—, ha llegado la hora. Me

ordenan salir del país. Tenemos que adelantar los momentos.Emilio inquirió al General con sus grandes ojos negros:—La misma operación—dijo el General Calles mirándolo

retadoramente a los ojos que brillaron con filo.—Como a Flores—dijo Emilio.—Sshh—musitó el General llevándose el dedo índice

a los labios.—Las paredes oyen, Emilio, las paredes oyen—y se

dirigió hacia la puerta abriéndola sorpresivamente. El pasillo estaba desierto.

Al atardecer el General sale de la finca montado en una yegua alazana, lleva puesto el uniforme color caqui del ejército, botas de montar y un sombrero de fieltro, al salir los guardias se llevan las manos a las viseras con el gesto del saludo militar. Sube por los médanos siguiendo su trayecto habitual, continúa su marcha hasta alcanzar la duna más alta, se detiene; a su izquierda, como a unos trescientos

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metros el vigía en la torre de la entrada observa al General en sus prismáticos. El General divisa a lo lejos el mar brillante siguiendo la línea oblicua que revienta en olanes de espuma blanca. Tiene un extraño presentimiento, observa la finca y le parece muy lejana su cercanía. Un silencio ominoso delata lo inminente. Una nube empieza a cubrir lentamente al sol ensombreciendo la bahía en un verde más profundo. Primero el ruido sordo, anunciador; luego allá en el horizonte, al final de la línea recta un punto que aparece, luego otro, aumentan de tamaño rápidamente: dos aviones. Vuelan bajo, uno de ellos sobre la finca, el otro se dirige hacia donde se encuentra el General, vuela a escasos metros de su cabeza, la yegua se encabrita, el General cae al suelo. En ese mismo instante en la casa, Abigaíl se introduce en el estudio del General, toma las llaves del escritorio y abre el primer cajón, busca con desesperación entre los papeles, encuentra la carpeta gris, la abraza contra su pecho, va hacia su habitación y recoge una maleta que ya tiene preparada. Sale hacia el corral, toma un caballo que se encuentra ensillado, lo jala de la rienda en dirección a la playa y se aleja montada en el corcel. En la finca hay un gran movimiento de hombres armados, los aviones se alejan. Emilio ya ha llegado hasta donde se encuentra el General, lo ayuda a levantarse. Al dirigir su vista al mar los dos hombres quedan sorprendidos: dos acorazados de la armada se encuentran anclados en la bahía.

El auto se detiene frente al hangar. El General baja acompañado de su ama de llaves y un sirviente, va vestido de civil con una larga gabardina sobre los hombros, lleva sombrero de pompa y se apoya en un bastón. Un bimotor del ejército espera en la pista. Unos soldados revisan su equipaje. El General se despide de sus acompañantes, aborda el avión.

Desde las alturas observa los extensos cañaverales, luego la bahía de Altata, más allá la playa de El Tambor. La finca imponente se recorta en el resplandor de la playa, una

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gigantesca columna de humo se yergue sobre ella, a los lados restos humeantes completan el cuadro, ninguna señal de vida. Dos barcos de guerra majestuosos navegan en altamar.

El tren se detuvo por enésima vez. Abigaíl dio un largo suspiro de desaliento: Aguaruto, leyó en un desvencijado cartel de una estación sin estación, porque en ella no había otra cosa que un tonel elevado sobre cuatro durmientes con el agua necesaria para las máquinas. A lo lejos se veía un poblado ralo de casas encaladas. De pronto una densa nube de polvo apareció ante sus ojos, observó con atención, entonces se dio cuenta que se trataba de un automóvil que a toda velocidad se acercaba a la estación. Se puso de pie con la maleta en la mano, esperó hasta que el auto se detuvo a un costado del tren. El hombre desciende del vehículo y con rapidez aborda el vagón de primera; la mujer camina en sentido opuesto; otros dos hombres descienden del auto. Abigaíl atraviesa el segundo vagón y se dirige al fondo del tercero. Sale al exterior y alcanza la escalerilla del descenso: los dos hombres la aguardan abajo, la mujer sorprendida se devuelve de inmediato sólo para toparse con Emilio que de un manotazo la sujeta y con la otra forcejea por la maleta que Abigaíl sostiene con ambas manos, el hombre lleno de ira al ver la resistencia de la mujer le da un fuerte empellón arrojándola hacia abajo del vagón. La maleta voló por los aires abriéndose al chocar con uno de los durmientes, los papeles se dispersaron por los alrededores. Los dos hombres sujetan fuertemente a la mujer y la suben al auto. Emilio recoge los documentos regados en el suelo. Al terminar se dirige al auto con la maleta bajo el brazo. El automóvil se alejó por el estrecho callejón arenoso. Junto a una de las vías del ferrocarril quedaron olvidadas dos credenciales con la fotografía de Abigaíl. En una decía: Elizabeth Sing Brooks, Herald Star, Kansas City. La otra: Elizabeth Bresson Singh, Departament of Bureau of Inteligency.

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La intervención

IElogio de la muerte

Caminas con premura por la acera resguardándote en las tibias marquesinas de la lluvia pertinaz. Ha oscurecido la tarde somnolienta. A los veinte años tienes ya esa figura que mantendrás hasta el día de tu muerte: delgado, alto, fuerte como un manojo de nervios; pelo negro, crespo que parece rizarse más con la humedad; bigote y barba incipientes que desde entonces dejarás crecer y quedarán impresas en todas las imágenes oficiales que aparecen con tu nombre: Antonio Rosales.

¿Pensabas ya en esa época convertirte en un héroe? ¿Piensas ya en buscar la bala romántica que ponga fin a tu vida de una manera digna? “No”. Respondes. “Esa fue idea de Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, para congraciarse con Guillermo Prieto y competir en las artes retóricas con las que adornaban sus misivas. Entonces ¿cómo fue que escribiste en ese tiempo este poema que proclama el elogio de la muerte?

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BELLO ES MORIR

Agosto, 1850, Guadalajara, Jalisco.

Vosotros los que sufrísDe la suerte el duro ceño

¿por qué, con pánico empeño,miráis de la tumba el sueño,cuando a las tumbas venís?

“—¡Sólo esa primera estrofa la escribí a los veinte

años—exclamas interrumpiendo mi lectura—, las demás las fui realizando poco a poco en distintos tiempos y diferentes circunstancias—!”. Bien, entonces no adelantemos vísperas y dejemos que continúes tu presurosa marcha para que llegues con tiempo al lugar de tu destino.

IILa tinta y la sangre

Absortos, frente al tablero de ajedrez, dos hombres observan las piezas que parecen tomar vida en sus mentes con sus hipotéticos movimientos. Uno de ellos lleva un overol de mezclilla y camisa sin cuello, sus manos están manchadas de tinta, su crecida barba blanca contrasta con su avanzada calvicie . El otro viste un traje de tres piezas y lleva lentes con montadura de oro, un gran mostacho cubre totalmente su boca, este hombre, mientras se atusa el bigote sin despegar sus ojos del tablero, comenta a su adversario:

—Oyes, Sebastián, hoy, cuando llegué al despacho me encontré a tu ahijado Antonio, está empeñado en que lo dejemos publicar algo, aunque no le paguemos, no parecen muy adecuados sus escritos, pero es muy terco.

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—Ya le dije que no es posible darle espacio en nuestro periódico, que en él no cualquiera escribe, no puede utilizarlo para publicar sus articulitos— dijo don Sebastián. En el tablero quedaban dos piezas blancas y tres negras.

—Este muchachito es un necio y dizque con ideas revolucionarias, quiere figurar a como dé lugar en la oposición, eso le hace mucho daño y así ya quiere empezar a litigar. Trae a una cauda de desarrapados tras de sí que no tienen con qué pagar, así nunca llegará a nada—, señaló el hombre del traje, luego dirigió su vista al tablero, enseguida miró por encima de sus anteojos al hombre que estaba frente a él:

—¡Tablas!— exclamó con tono tajante. Don Sebastián aproximó su rostro al tablero, como si no atinara a comprender el porqué de aquella decisión. Sin duda se trataba de otra artimaña del licenciado Toboso ante su inminente derrota, “maldición”, pensó, “todo por esperarme tanto, otra oportunidad que se me va”. Observó una y otra vez las piezas sobre el tablero, finalmente dijo:

—Tablas— con un dejo de resignación. Don Sebastián se levantó pesadamente y con parsimonia

se dirigió hacia la habitación contigua. En el local se haya una imprenta que ocupa casi todo el espacio, enseguida se encuentra un cuarto destinado a las labores de composición, cajas y mesas de trabajo. En la habitación del fondo está la mesa de redacción donde se reúnen los colaboradores del periódico. Hacia allá se dirigieron los dos hombres. Don Sebastián extrajo de uno de los cajones del escritorio una botella de vino y dos vasos, ofreció uno de ellos al licenciado Toboso. El hombre llenó los recipientes.

—Salud—dijo el licenciado.—Salud—dijo don Sebastián. El licenciado dejó el vaso

sobre el escritorio y fue hasta la primera habitación, cuando regresó traía en sus manos un portafolio, extrajo de él un libro que mostró a don Sebastián.

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—Mira, qué te parece— dijo, orgulloso.—¡Magnífico! ¿Dónde lo conseguiste? —Fue el encargo que le hice a don Leónides Montalvo

cuando se fue a España, acaba de regresar—. De pronto se escucha el ruido metálico de la puerta de la calle que se abre y enseguida el taconeo de unos pasos firmes que se dirigen hacia donde se encuentran ellos. En el dintel de la puerta aparece Antonio, trae la ropa húmeda, por su rostro corren hilillos de agua que se escurren por su cuello.

—Padrino, vengo del Teatro Principal. ¡Qué espectáculo, padrino!— exclama el joven con alborozo.

—¿Qué, ya volvieron las tandas?—dijo el licenciado Toboso arqueando las cejas con picardía.

—No, licenciado, las sombras, las sombras chinescas— expresa el joven. —Habría que ver qué espectáculo, el tema era Napoleón, padrino, las cortes europeas cautivas de Bonaparte, luego aparece Fernando VII también cautivo y Godoy, el Príncipe de la Paz sirviendo a gatas la mesa del emperador francés—. Las sombras chinescas hacía tiempo que se habían convertido en un espectáculo favorito del gran público, consistían en una serie de proyecciones luminosas de escenas populares y episodios célebres que se hacían por medio de una linterna y sobre el fondo de un telón. Para la gente era impresionante ver moverse aquellas figuras y escuchar la voz del narrador explicando las imágenes, que como cosa viva, hechas de sombras mágicas movían manos misteriosas, mientras un hombre sentado frente a una pianola subrayaba las escenas con sus acordes.

—Me impresionó la figura de Napoleón, licenciado, la sombra era la de un hombre rechoncho y de cabeza redonda, con pelo corto. El movimiento pausado de sus brazos al hablar, el de su cabeza al atender; se veían claramente las señales de asentimiento, las negaciones vagas y las fuertes; se percibía la tenacidad, la duda, el ademán de la pregunta, el

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de la respuesta; y tanta era la verdad con que aquella sombra reproducía a la persona misma, que hasta uno podía advertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de cejas, el asombro y todos esos modos del lenguaje que utiliza cualquier persona. Lástima que no presenten cosas más actuales, imagínese licenciado que pasaran las trapacerías de los gringos que se adueñan de nuestro territorio día con día— dijo el joven.

—Ay Antonio, Antonio, no quieres entender, a mí me interesa esto—, dijo, exhibiendo el libro que momentos antes le mostrara a don Sebastián. Enseguida leyó con engolada voz:

“Pensé mas fue engañoso pensamientoarmar de duro hielo el pecho mío

porque el fuego de amor al grave fríono desatase en nuevo encendimiento.

Procuré no rendirme al mal que sientoy fue todo mi esfuerzo desvarío,perdí mi libertad , perdí mi brío,

cobré un perpetuo mal, cobré un tormento.

El fuego al hielo destempló en tal suerte,que gastando su humor, quedó ardor hecho,

y es llama, es fuego, todo cuanto espiro.

Este incendio no puede darme muerte,que, cuanto de su fuerza más deshecho,

tanto más de su eterno afán respiro.”

—¡Garcilaso de la Vega!— exclamó Antonio.—No, mi estimado joven, ¡Fernando de Herrera!— dijo

el licenciado Toboso, con una sonrisa de conocedor de las letras.

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—Hermoso, licenciado, hermoso, por qué no me lo presta para sacarlo en el número inaugural del Ensayo Literario, la próxima publicación de “La Falange”—dijo el joven.

—¿La Falange? No me parece correcto, Antonio, que descuides tus estudios, ahora que ya estás por terminarlos, por andar en reunioncitas que a nada conducen—dijo el hombre del overol con tono de reprimenda.

—Padrino, la verdad que nos ha costado mucho trabajo conjuntar al grupo, tener un local, y sobre todo soportar los ataques de los que no crean, pero destruyen— dijo Antonio. Y se dirigió a grandes pasos hacia la calle.

Abandonabas, Antonio, para siempre el lugar donde habías vivido tu adolescencia, la casa-imprenta de tu tío donde se mezclaría tu sangre con la tinta. La cultura de la sangre ligada a tus antepasados, los Rosales, consagrada a la lucha revolucionaria y a la defensa de la patria. La cultura de la tinta manifestada en el oficio diario del periodista, en el olor del papel recién impreso, en el amor a las palabras. Las dos culturas en el mismo sobre.

IIILa Falange

Al caer la noche dos hombres caminan por el centro de la ciudad de Guadalajara, pasan frente al templo de San Francisco y atraviesan el jardín aledaño, en la esquina una mujer atiende un puesto de venta de atole, en el comal chisporrotea el aceite cuando unas gotas de agua resbalan cada tanto tiempo desde el alféizar de la ventana, dos mujeres envueltas en sus rebozos se llevan a la boca sus respectivas tazas y dan pequeños sorbos. Los dos hombres continúan su marcha, uno de ellos, el que viste un traje gris, es Juan José Castaños, dramaturgo que publicaría más tarde la obra de

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teatro La Intervención en México, la cual sería representada en el Teatro Principal en 1863, en beneficio de los hospitales de sangre del Ejército de Oriente. El otro hombre lleva en sus hombros una vieja levita, es el poeta Miguel Cruz Aedo. Ambos forman parte de la Falange de Estudios, asociación en la cual habías logrado reunir, Antonio, además de los mencionados, a intelectuales y políticos como Jesús López Portillo, José María Vigil, Ignacio Luis Vallarta, todos liberales y reformistas, algunos radicales como Emeterio Robles Gil y el propio Miguel Cruz Aedo, a la par que militares como Antonio Molina y tú mismo, Antonio. Activistas políticos sin excepción, casi todos ocuparon altos cargos públicos siendo diputados estatales o federales, senadores, diplomáticos, directores de bibliotecas, incluso de la nacional, como ocurrió con Vigil, hasta su muerte, quien además presidió la Academia Mexicana de la Lengua en el siglo XIX; y gobernando a su estado nativo: Ignacio Luis Vallarta, Jesús Leandro Camarena, Jesús López Portillo y Emeterio Robles Gil. Hubo magistrados del Supremo Tribunal de Justicia de la Entidad y del País y catedráticos del Liceo de Varones y de la Escuela de Jurisprudencia. ¿Cómo fue que lograste reunir a toda esta gente, Antonio? En el manifiesto de presentación de la revista El Ensayo Literario, su órgano de difusión, afirmaban: “De algún modo nos proponemos reparar consagrando nuestras tareas literarias y conocimientos a los ciudadanos que se dignen leer las débiles producciones de nuestro limitado talento. Lejos de nosotros la presunción ridícula de querernos contar entre esos hombres privilegiados. Lejos de nosotros el abrigar esa tendencia de que algo sabemos. Nadie más persuadido que nosotros de lo poco que valemos. Pero toda vez que esos sabios, bien sea por invencible modestia, bien porque no juzguen necesarias sus lecciones, o bien por otras causas que a nuestra corta penetración se ocultan, no aparecen difundiendo las luces de la verdadera ciencia, los socios de La Falange de Estudios que, si no cuentan esa

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suma de conocimientos, a nadie ceden en espíritu patrio ni en sentimientos religiosos, se presentan hoy ante el público, no como faros que alumbren el horizonte religioso y político, sino como una luz débil que, más por el empeño del que la lleva que por la claridad que derrama, señala los precipicios a aquellos que aun de esa débil luz carecían.”. ¿Espíritu patrio y sentimientos religiosos, reunidos, Antonio? ¿No eran, entonces, todos liberales? Contestas en voz alta: “Claro que no. Nuestra Falange estuvo por encima de partidismos políticos y con una amplitud de criterios, si no, cómo vas a creer que con nosotros estuviera Remigio Tovar, conservador acérrimo, leal servidor del Imperio, levantado en armas contra la Reforma y la Revolución de Ayutla y cuyo seudónimo ‘Un Católico’ lo representa de cuerpo entero. No, la pasión que nos unía y que hacía que no reparáramos en ideologías era nuestra pasión por las letras. Entonces teníamos que conciliar y admitir que el manifiesto original que yo redacté, se modificara, cosa que así tenía que suceder y que finalmente lo asumimos como nuestro: “ Sí: con orgullo lo repetimos: los miembros de la Falange de Estudios, al presentar sus producciones literarias, lo hacen impulsados del más noble de los sentimientos: con el de difundir en los corazones de sus compatricios las delicias de su augusta religión del que murió en una cruz, y el amor a la madre patria; porque la religión es la verdadera fuente de la sabiduría y la madre patria el objeto que hay de más veneración para ellos, y su nombre más grato y más tierno que el de los seres que la vida les dieron “.

El contenido de su órgano de difusión, El Ensayo Literario, manifiesta la variedad de intereses intelectuales de sus asociados, en la revista se publicaban biografías, ensayos históricos, crítica literaria, poesía, teatro, y hasta novelas por entrega, sin descartar los artículos satíricos. Cómo disfrutaste esa época, Antonio, en aquella Guadalajara tan pródiga en eventos culturales. Sin embargo, la situación

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política de la ciudad era agitada, la lucha constante por el poder entre liberales y consevadores daba pie para continuas confrontaciones, tanto en los medios periodísticos como en la tribuna del Congreso y no eran poco frecuentes los hechos de sangre.

Observabas, Antonio, cómo la sociedad estaba profundamente dividida en sus opiniones y en sus sentimientos dominando una exaltación hasta entonces desconocida. En todas partes, lo mismo en los salones que en las calles, se hablaba de política, de religión o de filosofía no siempre con acierto pero invariablemente con pasión; había centros de reunión tanto de liberales como de conservadores. Las señoras también participaban en las discusiones políticas y algunas se presentaban en bailes y tertulias con calzado rojo para denotar que pisaban el emblema de la libertad, mientras las antagonistas calzaban de verde, adornando sus pechos unas con pequeñas cruces y las otras con hachitas de oro.

Pero, animemos, Antonio, un poco a nuestros personajes y sigamos a Miguel Cruz Aedo y a Juan José Castaños que caminan por el centro de la ciudad. Los dos hombres suben las escaleras que se encuentra junto a una botica que ilumina la entrada con un farol, llegan al primer piso y caminan por un pasillo hasta llegar a una puerta de madera un tanto estropeada. Uno de los hombres abre la puerta, tantea en la oscuridad hasta encender una lámpara de queroseno. La habitación se encuentra dividida por un biombo de tela adornado con figuras japonesas. Junto a la puerta se encuentra un viejo sillón de madera con el asiento de lustrosa baqueta hundido por el uso y más allá dos angostas bancas de palo blanco. Al otro lado del biombo hay una gran mesa con chorrones de tinta, atiborrada de libros y revistas. Al fondo se encuentra una pequeña estufa y sobre ella una cafetera de peltre. Un balconcito que da a la calle permite la entrada de unos mezquinos rayos de luz. Este es el lugar de reunión de

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La Falange, al cual los miembros de la asociación acuden por las noches a una hora determinada, con sus rollos de versos y escritos en los bolsillos para someterlos al escrutinio y la crítica de sus compañeros.

—No han llegado los Antonios— comenta Castaños. —No deben tardar, por qué no revisamos la

correspondencia— sugirió Miguel Cruz Aedo.—Mira, una carta de Ignacio Ramírez—dijo Castaños.—¿Qué dice?—Ja, ja, ja—rió Castaños y dejó ver sus afilados dientes

en perfecto orden con su físico ratonil—, mira lo que nos dice el Nigromante: “De las revistas no se habla, porque se les ensaliva; se piensan, se escriben y se imprimen, pero no se cuentan”,—. Nos manda un artículo suyo para que lo publiquemos—dijo. En esos momentos tocaron. Castaños se levantó y abrió, en el vano de la puerta se recortó la figura de Rosales.

—¿Qué pasó Antonio, y tu tocayo, qué milagro que no viene contigo?—preguntó Castaños.

—Le tocó guardia en el cuartel—dijo Antonio. Enseguida agregó:-—Tenemos que irnos inmediatamente al Treve. Hoy quedó de estar con nosotros Guillermo, ya debe de encontrarse ahí—. Antonio y sus amigos abandonaron el pequeño y húmedo departamento que por muchos años sería el recinto oficial de La Falange.

IV

Ángela Peralta canta a la república

El Café Treve se encuentra ubicado por la calle de Juan Manuel, frente al templo de San Agustín, es una casona de altos techos y amplios corredores, la entrada está presidida por una barra, dos meseros de chaleco y moño atienden a los

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comensales. Las mesas se encuentran ubicadas a los lados diseminadas en largas hileras. El café es el lugar preferido por los miembros de La Falange. Antonio y sus amigos penetran en el recinto y se dirigen al fondo hasta un pequeño salón. Ahí se encuentra la plana mayor de la asociación reunidos alrededor de una gran mesa, el salón está colmado de gente, la mayoría está de pie, en el centro un hombre lee un poema con recia voz:

Respiro... decó el trajíny el descrimarse la gente

si aquello estaba candente,si aquello era un Sanquintín.

Del prócer al galopíncon ansiedad inauditajugaban a la momita

haciendo cucos retablos:porque eran muchos los diablos

y poca el agua bendita.

El encumbrado magnate,el de escondida casucha,el de sorbete y cachucha

o sombrero de petate,como locos de rematealzaban tremenda gritapor colgarse de una pita

sobre el presupuesto amigo:y es que hay diablos como trigo

y poca el agua bendita.Al honrado menestral,al casero, al boticario,

decía el más perdulario,pago con mi credencial;

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la promesa conyugal,el regalo a la bonita,

el paseo a Santa-Anita,todo ofrece la parola:

y es que hay demonios de a bolay es poca el agua bendita.

Entre Herodes y Pilatosurdiendo astutas conquistas

y multiplicando listasandaban los candidatos:

muchos para hacer sus tratossalieron por la garita

llevando en su alma la cuitade volverse más pelones,

y es que hay diablos a montonesy es poca el agua bendita.

Las risas de los presentes interrumpieron al declamador que aprovechó para dar un sorbo a su bebida y afinando su garganta continuó:

Brotaban las credenciales como hongos tras aguacero,quedándose en el tintero,

para hacerlas por costales.Pero aunque valgan dos reales,

algo más se necesita,y la bilis les irrita

porque no son tan bolonios:porque hay chorros de demonios

y gotas de agua bendita.

Hijos de la patria, aguanten,y los que por hoy no quepan,

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no será malo que sepanque hay mancuerna el bienio

entrante.Candidatos, adelante,

conspirad en comandita;y si el tesoro os incita,

y sus variados vocablosvuestra vanidad adulan,

sabed que diablos pululany es poca el agua bendita.

El declamador no era otro que Guillermo Prieto, que daba a conocer los poemas de su libro “Musa callejera”. A su lado Vicente Riva Palacio sonreía divertido. Cuando terminó de leer su poema una voz resonó en el salón:

—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!—exclamó Antonio e hizo que la algarabía del público se dejara escuchar. Guillermo Prieto saludó a Antonio con un estruendoso abrazo, Riva Palacio y don Irineo Paz hicieron lo propio. Prieto declamó otros poemas. Al rato Emeterio Robles Gil propuso un brindis, las botellas de ajenjo proliferaron, los brindis se sucedieron. La presencia de estos personajes distinguidos de la política y las letras se producía con frecuencia en la ciudad. Existía una gran amistad entre los miembros de La Falange y la gente de México, que posteriormente convergerían en la afamada Academia de Letrán. Los escritores de Guadalajara y los de México intercambiaban escritos, se publicaban en sus respectivos periódicos que les servían de tribuna para la propagación de sus ideas. Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto acababan de publicar “La Chinaca”, el combativo periódico liberal que haría historia.

De pronto una voz se alzó por encima de todos:—¡Señores, a las diez se estrena “María Antonieta de

Lorena” en El Principal! ¡Tenemos que estar con Gallardo!—

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señaló Pérez Verdía, enseguida todos los contertulios se dirigieron al teatro. Aurelio Luis Gallardo escribió más de veinte piezas dramáticas entre las que destacan “El pintor de Florencia”, “Abrojos del corazón” y la que esa noche apadrinaría La Falange, la ya mencionada “María Antonieta de Lorena”, considerada por los críticos la mejor de todas, sin embargo la obra de Gallardo que impactó más fue, sin lugar a dudas, “Los mártires de Tacubaya”. Esta obra se inspiró en los fusilamientos que ordenó el general Leonardo Márquez, ganándose el sobrenombre de “Tigre de Tacubaya”. Entre los fusilados estuvieron los jefes del partido liberal, los oficiales prisioneros, entre ellos el poeta Juan Díaz Covarrubias. Los Mártires de Tacubaya fue la obra más popular de su tiempo, por lo actual que aún resultaba el tema. Fue considerado un drama “tan terrible” que cuando el actor Serapión Mendiola hacía el papel de Leonardo Márquez, en el Teatro Principal, se quitaba el disfraz apenas corrido el telón, para evitar ser linchado. El público, indignado, lanzaba los peores epítetos al general reaccionario y las autoridades se vieron en la necesidad de recoger la edición y prenderle fuego en la Plaza de Armas, para conservar el orden ciudadano.

Durante la guerra de Reforma las pasiones políticas eran tan exaltadas, que las mujeres de Guadalajara tomaban parte en conspiraciones, propagandas y manifestaciones, llevando por distintivo el color rojo de los chinacos o el verde de los conservadores. Una de las más entusiastas partidarias de los liberales, ¿recuerdas Antonio?, era tu ¿amiga?, la poeta doña Esther Tapia de Castellanos, la cual en una ocasión no pudo eludir una invitación a un banquete dado por los conservadores. En la hora de la tertulia la poeta fue obligada a hablar, la ingeniosa escritora creyó llegada la hora de su desquite y declamó un poema que ahí mismo escribió en el cual, aparentemente se elogiaba al bando conservador, pero escrito con tal creatividad que en el último terceto del soneto aparecen los apellidos de los preclaros prohombres

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liberales don Manuel Doblado, don Santos Degollado y don Esteban Coronado, como adjetivos calificativos:

¡Que viva Miramón, muera Doblado!¡Viva Márquez, y muera Degollado!¡Muera Juárez, y muera Coronado!

Cuando la ciudad estaba en manos de los conservadores la autoridad hacía sentir su poder y reprimía cualquier manifestación de las ideas liberales, como en el caso de la cantante de ópera Ángela Peralta, en la cual los liberales veían representada a la República, motivo por el cual era objeto de culto. Cada actuación de la diva se convertía en una verdadera fiesta, y claro, en esos eventos siempre estabas, Antonio, en primera fila. En una de las actuaciones de Ángela, la autoridad encontró que el entusiasmo sobrepasaba los límites y prohibió que cantara la ópera Los Puritanos para que el público no oyera el dúo de las banderas. Después de una apoteótica actuación donde el escenario fue inundado de flores, sombreros, capas y abrigos; el teatro se llenó de cirios encendidos por los liberales; algunas personas del público fueran llevadas a la cárcel por haberse despojado de sus camisas que intentaban utilizarlas como antorchas; la Peralta fue sacada en procesión, la marcha se detuvo frente al recinto de La Falange donde se encontraba don Irineo Paz, el combativo escritor adalid de la lucha liberal, que momentos antes en el teatro había declamado:

¡Ah de tantas alegrías,Nos quedará la memoria!...Hoy las penas son impías...

Tal vez en mejores díasAmaremos más tu gloria.

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La comitiva aguardó a que don Irineo saliera al balcón y dirigiera unas palabras a la cantante. El escritor, agotado por el trajín, no atinaba a levantarse de su asiento, entonces tú, Antonio, tomándolo del brazo le dijiste: —Vamos don Irineo, que la patria no espera—. Así habló el escritor:

—¡Saludo al genio! ¡Saludo a los que lo comprenden y lo admiran! En este instante, en que se presenta a nosotros como el símbolo de la libertad, desearía que todas esos cirios se convirtieran en fusiles y que todos esos corazones mexicanos palpitantes de entusiasmo, fueran otros tantos cañones que pudieran volverse contra aquellos a quienes puede considerarse hoy como enemigos de la patria.

VLa flor azul

Ese era el ambiente que se respiraba en Guadalajara en aquellos años, Antonio, el cual vivías plenamente desde tu adolescencia. Naces en Juchipila, pequeño pueblo de Zacatecas, el 13 de julio de 1822. A temprana edad tus padres te envían a la capital del estado, a casa de tu tío Joaquín Flores, lugar donde cursas tus primeros estudios en el colegio de las Carmelitas. Ahí te enamoras por primera vez. ¿Lo recuerdas? Tienes ocho años. ¿Tu amor?: Sor Elisa. Ella es alta, muy alta, esbelta, de piel blanquísima con rubores naturales en sus mejillas. Tiene los ojos grises. ¿Han visto alguna vez unos ojos grises? De ella escribiste en tu diario: “Sus pupilas me fascinaron desde el principio. Yo pensé en ese entonces que los tenía de ese tono porque había visto a Dios e imaginé que el cielo, las nubes y todo eso que ha de envolver al Divino tenían ese color. En las noches de fiebres infantiles sueño con ella. Sor Elisa está junto a mí y me pasa un pañuelo blanco por la frente sudorosa, aspiro el perfume de Sor Elisa; escucho su risa cantarina; ella es

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una religiosa alegre, irónica al hablar, le gusta extraer los significados ocultos a las palabras: Sor Elisa es una dama. Un día desaparece del colegio. Se ha marchado de la ciudad. Víctima de una extraña enfermedad se traslada a Guadalajara en busca de alivio a sus males. Todos los alumnos de su clase quedamos consternados con su abrupta partida , la religiosa que había ido a darnos la noticia se mostró confundida cuando nos vio a todos llorar a grito abierto, entonces ella dijo: “recemos por su alma”, y entre pucheros iniciamos la oración. En esos días caí enfermo, no sé si por la ausencia de Sor Elisa, pero en mi cama, atenazado por la fiebre, alucinaba con aquellos ojos grises, aquella membrana gigantesca de tonos azul-grisáceos que venía hacia mí y que yo palpaba con embelesamiento, hasta que empezaba a cubrir mi rostro y después mi cuerpo, hasta envolverme y cerrarse sobre sí misma, entonces la esfera membranosa daba pequeños saltos como una pelota de caucho, y un placer indescriptible poseía mi cuerpo, los saltos se hacían cada vez más intensos hasta que sentía que me faltaba la respiración, entonces despertaba bañado en sudor”.

El tiempo pasa y la olvidas, aunque extrañamente, en las noches de insomnio, en los momentos de incertidumbre, cuando solitario en la árida colina esperas la inminente batalla, siempre vendrán a ti aquellos ojos, la añorada flor azul, enigma magnético que te posee devolviéndote la fe. Muchos años después, un compañero de aquellos días de la infancia te ha contado que la intempestiva desaparición de Sor Elisa obedeció en realidad, no a una enfermedad, sino a su fuga con un liberal jacobino, terror del congreso jaliciense. Tu amigo la ha visto en Guadalajara, vestida pobremente, pero sin perder su porte de virgen vestal, llevar el almuerzo a su esposo enrolado en las tropas de Santos Degollado.

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VIUna leona en cautiverio

El hombre se encuentra de pie tomado de uno de los barrotes de la celda. Desde la esquina, en el exterior, es observado por una persona. El hombre mira hacia la calle en dirección al bulto que en la oscuridad no es otra cosa la persona que observa y que al hombre no le llama la atención. La calle se encuentra alumbrada con algunas farolas . Llueve y el agua va formando pequeños riachuelos por las partes socavadas de las baldosas. El hombre se sienta en el camastro de espaldas a la reja de entrada y extrae del bolso de la casaca militar una pequeña libreta de forro de piel cruda.

Después de meditar por un rato escribe:

Si agobiados al travésVais de un valle de amargura,

Si nada la dicha augura,La desierta sepultura

Asilo único es. De pronto se escuchan pasos en el corredor, el hombre

se vuelve, entonces podemos ver su rostro perfectamente. Hace dos años, Antonio, que regresaste del norte del país donde habías participado en la defensa de Monterrey durante la intervención norteamericana. En 1846, Estados Unidos había declarado la guerra a México, en una acción premeditada que se venía fraguando desde 1836 cuando Texas es proclamado “Estado Independiente”. En 1845, los colonos esclavistas logran que los Estados Unidos se anexionen Texas. Sin dudarlo un instante, Antonio, interrumpes tus estudios de Derecho y te das de alta en la Guardia Nacional participando en las batallas de Resaca y Palo Alto, en la defensa de Monterrey. En 1848, una vez que

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el ejército norteamericano ocupa la capital de la república, los Estados Unidos impusieron a México un tratado de paz, anexionista y “monstruosamente injusto”, como tú le llamabas, Antonio, con el cual los Estados Unidos se adueñaron de más de la mitad de su territorio, e incluye los estados de Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, parte de los estados de Colorado y Wyoming.

Esta lamentable acción había sido posible debido a la situación política inestable que imperaba en el país. Las primeras décadas de la historia de la República Mexicana transcurren en una situación política caótica como resultado de frecuentes rebeliones. De 1824 a 1857 se dan más de doscientos pronunciamientos y varias decenas de presidentes. Estas guerras intestinas fueron el resultado de la lucha política entre los llamados centralistas y federalistas, más tarde convertidos en conservadores y liberales. Los centralistas defendían los intereses de los terratenientes, del alto clero y de la casta militar, los cuales querían, mediante un gobierno centralizado, afianzar el dominio de éstos. Los federalistas, apoyados en la naciente burguesía, en los terratenientes liberales, en los funcionarios públicos y en la intelectualidad avanzada exigían la autonomía de los estados y la restricción del poder de las fuerzas conservadoras. En los años 30, los centralistas fundaron el Partido Conservador y los federalistas el Partido Liberal.

No obstante, el gran número de pronunciamientos no se debía únicamente a la lucha entre los partidos, muchos golpes de Estado obedecían a la lucha por el poder de distintas camarillas de terratenientes y militares, como era el caso del rico terrateniente y general, Antonio López de Santa Anna, que entre 1833 y 1855 se apodera en varias ocasiones del poder. Y fue precisamente, durante una de sus estancias en el poder, que México pierde la mitad de su territorio.

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Ahora, Antonio, te encuentras preso a causa de unos escritos liberales publicados en tu periódico “El Pandero”, al menos esa es la causa más evidente, no obstante, al parecer también se debe a un oficial ofendido por ti, según se dice, por un asunto de faldas. Una figura militar embozada apareció en el corredor de la prisión, extrajo unas llaves del bolsillo y abrió la celda,

—¡Lárgate cuanto antes, hay órdenes de que te maten!—dijo una voz murmurante.

—¡Qui...!— una mano cubrió la boca de Antonio.—Toma—dijo la voz— y le entregó un revólver, el

sombrero y el sobretodo militar que traía puesto. Entonces Antonio puede ver el rostro femenino: cara trigueña con pecas en sus pómulos, nariz breve y centellantes ojos negros que miran directamente, la mujer es alta y trae uniforme y botas militares.

—Gracias—dijo Antonio, e intentó darle un beso. Pero ella esquivó la caricia.

—¡Palurdo!—exclamó con ira la mujer. Antonio, embozado, salió de la prisión y echó a andar

por las calles bajo una tupida llovizna. La mujer se llamaba Ignacia Reachy, era una soldadera

que había participado al lado de Antonio en las batallas del norte durante la intervención norteamericana. Ignacia Reachy, mujer leona, de carnes macizas y temperamento ardiente en todos los sentidos que pueda tener esta expresión. Maravillaba a quien viera a esta pareja de jóvenes hermosos luchar en el campo de batalla, golpe a golpe, palmo a palmo, defendiendo el territorio mexicano con esa pasión que sólo brota cuando se lucha por lo que se ama. Durante ese tiempo habían hecho vida en común, pero al regresar a Guadalajara, después de un tiempo de vivir juntos, se habían separado. La mujer siempre se destacó por su espíritu de entrega en la defensa del país, durante la intervención francesa organiza un batallón de mujeres para la defensa de Jalisco.

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El coronel Antonio Rojas le dio un par de botas y un uniforme de lugarteniente segundo. Salió de Guadalajara para unirse al Ejército de Oriente. El coronel Ignacio Zaragoza la colocó en la segunda división bajo el mando del general José María Arteaga. Peleó en la batalla de Cultzingo el 28 de abril de 1862. Reachy fue capturada por los franceses mientras cubría la retaguardia del general Arteaga. Pasa un año en prisión y luego logra escapar y se presenta ante Arteaga dispuesta a seguir combatiendo. Se convirtió en comandante de Los Lanceros de Jalisco al mando del cual vendrá a Sinaloa. Ahora ayudaba a escapar a Antonio de la prisión, sin duda por las muchas cosas que habían vivido juntos. Sabía Ignacia que la palabra amor significaba entrega, el darse tanto en las grandes como en las pequeñas cosas, pero ¿qué diferencia había entre las grandes acciones o las sencillas?, ¿cuál discordancia entre la vida y la muerte? Ninguna, pensaba ella, cuando se está con la persona a quien se ama. ¿Por qué de repente Ignacia introducía en sus pensamientos el tema de la muerte? ¿Alguna vez había pensado en morir? Quizás en los momentos de lucha, en el campo de batalla, pero eran sólo unos instantes, los suficientes para que todo el coraje se concentrara en su interior. Había estado muchas veces junto a Antonio en situaciones de extremo peligro. ¿Cómo habían salvado la vida después de encontrarse abandonados en aquella choza miserable con la lluvia infinita y las corrientes de lodo después de la derrota con los norteamericanos? Entonces estaban preparados para morir. Y así los encontraron unidos en un estrecho abrazo con la ropa húmeda por la lluvia y la sangre, sin poder moverse, ella herida en ambas piernas y Antonio con un balazo en un costado . Quizás hubiera preferido haber muerto en aquella ocasión.

Pero, ¿qué pensaba Antonio acerca de la acción de Ignacia Reachy? Sabía que estaba en deuda con ella, lo sabía desde mucho tiempo antes, cuando Ignacia, al término de la guerra, ilusionada, pensaba en que formarían un hogar

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tranquilo después de la zozobra de las batallas. Sin embargo, Antonio no había colaborado en nada para lograrlo, sus constantes amoríos impedían cualquier posibilidad de una relación estable. Pensó en ello Antonio y sintió una opresión en el estómago, que sólo le duró unos instantes, enseguida profirió una maldición. Pero luego pensó en otra cosa: “¿A quién pedir ayuda en esos momentos? A mi compadre, El Nigromante”, se contestó. Y ya no se volvió a acordar del asunto de Ignacia.

VIIEse hombre viene del infierno

En 1837, un joven de aspecto triste y desaliñado, solicita ingreso en la Academia de Letrán, recinto de intelectuales, formados por la cultura eclesiástica. El joven extrajo del bolsillo del costado un puño de papeles de variados tamaños y colores; algunos, impresos por un lado, otros en tiras blanquesinas y programas de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título, que decía: “No hay Dios”.

El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción. Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas. Ignacio Ramírez era el iconoclasta que contemplaba aquella escena con despreciativa inmovilidad, ante la voz airada del director del Colegio: —¡Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; esto es un establecimiento de educación!

La tesis de Ramírez versaba sobre este principio: “No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostiene por sí mismos...” Este es el lema con que se anunció Ramírez ante una sociedad retardataria, poco ilustrada, fanatizada por el imperio secular de España. Si cualquier otro hubiera lanzado ese grito de guerra que atentaba contra un Dios, contra las

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creencias de una era y contra la filosofía presidida por Roma, la divina y la infalible, habría sido tomado como un jactancioso demente. La declaración de ateísmo marcará a Ramírez el resto de su vida. Ramírez es, literalmente, el demonio. Los clérigos y las clases acomodadas observan con terror al joven pobremente vestido y, como las mujeres de Ravena al ver pasar a Dante por la calles, murmuran, “Ese hombre viene del infierno”. El efecto de una sola frase: “No hay Dios. Los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos”, es devastador debido a la evidente brillantez y talento de quien la emite, y el empecinamiento que muchos años después se refrendará en un poema:

Madre Naturaleza, ya no hay floresPor do mi paso vacilante avanza.Nací sin esperanzas ni temores

Vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

Ignacio Ramírez había nacido en San Miguel El Grande, Guanajuato, el 23 de junio de 1818. Inició sus estudios literarios en la ciudad de Querétaro, en 1835 llegó a la ciudad de México donde se recibió de abogado. Siendo estudiante todavía, Ramírez se distinguió como un brillante orador en la Academia de San Juan de Letrán, en cuyo seno expuso las ideas que algunos años más tarde quedaron consignadas como principios en la Constitución y en las leyes de Reforma. Redactó el periódico Don Simplicio en el que publicó artículos y poesías satíricas en contra del gobierno conservador, al poco tiempo el periódico fue cerrado y el Nigromante preso. Ramírez peleó en la intervención norteamericana, al igual que Rosales, pero Ignacio en el estado de México. Fue encarcelado por Santa Anna, pues le causaba gran recelo aquel sabio profesor (actividad que desarrolló ampliamente y de la cual es reconocido como un conspicuo educador con su Proyecto de Enseñanza Primaria) que cautivaba a sus

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discípulos en el aula con su maravillosa elocuencia y erudición y los hacía permanecer sentados por más de cuatro horas seguidas sin moverse de sus asientos. Fue secretario de gobierno en Sinaloa en 1852, cuando Francisco de la Vega fue jefe del ejecutivo. En 1857 Ramírez representó a Sinaloa en el Congreso de la Unión. Orador parlamentario de talla extraordinaria fue un defensor esforzado y ardentísimo de los derechos y garantías consignados en la Constitución de 1857.

VIII

Don Juan en diligencia El camino es abrupto y de altos relieves, las montañas se recortan en el espejeante azul del cielo, la diligencia va dando tumbos aquí y allá, en su interior viaja un hombre con vestimenta militar, de su cintura pende un sable de oficial de infantería, que continuamente acaricia con su velluda mano. Frente a él una pareja de jóvenes lo mira con curiosidad, a su lado dormitan un matrimonio de ancianos. Rosales, después de platicar con Ignacio Ramírez, ha decidido trasladarse a Sinaloa, a Mazatlán concretamente. El bamboleo del vehículo amodorra a los viajantes, los dos ancianos duermen plácidamente, hasta donde esto es posible en tales circunstancias, pues el calor del trópico ya se deja sentir. La pareja de jóvenes mancebos se devora con los ojos y seguramente sueñan con poder estar en un espacio más íntimo. Antonio extrae un libro de su alforja militar, lo abre, intenta leer por unos momentos... de repente exclama: —¡ La poesía se lee en voz alta!, ¡no hacerlo así es grave traición al poeta!—. Cuando la pareja oyó esta última palabra pronunciada enfáticamente por Rosales, miraron de soslayo la pistola dragona que se asomaba por la casaca militar entreabierta, los dos ancianos despertaron.

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—A ver, si me permite usted—dijo Antonio, dirigiéndose a la muchacha, —usted será doña Inés—dijo señalando la línea de la página— y usted—agregó dirigiéndose a la anciana— será Brígida. Sin esperar respuesta inició la lectura.

Antonio: —¿A dónde vais doña Inés? — Antonio señala a la joven la línea para que lea.

Muchacha (titubeante): —Dejadme salir don Juan.Antonio: —¿Que os deje salir? –La anciana toma el libro

de las manos de Antonio y con engolada voz lee.Brígida: —Señor, sabiendo ya el accidenteDel fuego, estará impacientePor su hija el Comendador.Antonio: —¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidadoPor don Gonzalo, que yaDormir tranquilo le hará el mensaje que le he enviado.Muchacha: —¿Le habéis dicho...?Antonio: —Que os hallabais bajo mi amparo

segura,Y el aura del campo puraLibre por fin respirabais. Cálmate, pues, vida mía;Reposa aquí, y un momentoOlvida de tu conventoLa triste cárcel sombría.¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,que en esta apartada orillamás pura la luna brillay se respira mejor?Esta aura que vaga, llenaDe los sencillos oloresDe las campesinas floresQue brota esa orilla amena;Esa agua limpia y serenaQue atraviesa sin temor

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La barca del pescadorQue espera cantando el día,¿No es cierto, paloma mía,que están respirando amor?Y estas palabras que estánFiltrando insensiblementeTu corazón, ya pendienteDe los labios de don Juan,Y cuyas ideas vanInflamando en su interiorUn fuego germinadorNo encendido todavía,¿No es verdad, estrella mía,que están respirando amor?Y esas dos líquidas perlasque se desprenden tranquilasde tus radiantes pupilasconvidándome a beberlas,evaporarse a no verlasde sí mismas al calor;y ese encendido colorque en tu semblante no había,¿No es verdad hermosa mía,que están respirando amor?¡Oh! Sí, bellísima Inés,espejo y luz de mis ojos;escucharme sin enojoscomo lo haces, amor es;mira aquí a tus plantas, pues,todo el altivo rigorde este corazón traidorque rendirse no creía,adorando, vida mía,la esclavitud de tu amor.

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Muchacha: —Callad, por Dios, ¡oh!, don Juan,Que no podré resistir...

De pronto, Antonio mira a lo lejos por la ventana, interrumpe a la joven quitándole el libro de las manos, enseguida baja del vehículo en marcha y le dice al cochero que continúe. Antonio se internó en la espesura de la maleza, la diligencia sigue su lento trayecto por lo accidentado del terreno, al dar vuelta en un recodo se escuchan dos disparos, un par de sujetos montados en sus caballos y con sus rostros cubiertos por paliacates aparecieron de improviso, a gritos ordenaron al cochero detener la marcha, uno de ellos se apeó y abriendo la puerta ordena a los pasajeros bajar del vehículo y levantar las manos, el hombre enfunda su revólver y empieza a revisar los bolsillos de los viajantes, el hombre a caballo apuntándole con un rifle ordena al cochero bajar el equipaje, torpemente el viejo baja una a una las maletas de la parte superior de la diligencia. En esos momentos se escuchó un disparo que hizo que el hombre del caballo soltara el rifle: una bala le había atravesado la mano derecha, el caballo se encabritó y lo tiró al suelo, el otro hombre desenfundó su pistola, entonces se escuchó la voz de Rosales que salía de la maleza:

—¡Arroja tu arma!—. El hombre hizo el intento de dispararle pero no tuvo tiempo: una bala le inutilizó el brazo y su pistola cayó al suelo. A grandes pasos Rosales llegó hasta la diligencia ante el asombro de los viajeros que todavía no lograban comprender lo que había sucedido:

—¡Deme una cuerda ¡— ordenó Rosales al cochero—.Aquí se van a quedar amarrados uno junto a otro, nomás les vamos a dejar libre una mano para que se puedan espantar los coralillos, recoja las armas, páseme mis cosas, me voy a llevar los caballos—. Enseguida, tomó su maleta de manos del cochero, montó en el caballo y ató con una reata la otra bestia a la cabeza de la silla. Antes de retirarse se dirigió a la joven:

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—¡Después continuaremos la lectura Doña Inés!—. Y se perdió en la exhuberancia de la montaña.

IXLa paloma y la serpiente

Desde el portal de la casona se domina el extenso valle sin solución de continuidad. Nada entorpece la visión, sólo algunos pequeños remolinos de polvo que de cuando en cuando se levantan y las pelotas de pasto que ruedan sin destino impulsadas por el viento.

La mujer dijo:—En qué piensas, Antonio, cuando te quedas callado,

parece que estuvieras muy lejos.—En nada, cosas de la guerra—contestó Antonio. La

pareja se halla sentada en los escalones de la entrada de la casa.

—Sé que no soy para ti, más que una mujer para un soldado, algo así como un clavo en las paredes de los cuarteles—dijo ella. El círculo rojo se perdía en el horizonte.

—Estoy aquí en Choix, desterrado, soy víctima de las circunstancias, pensé que en Sinaloa encontraría el terreno propicio para luchar abiertamente contra los conservadores, pero creo que me equivoqué. Con ese General Blanco ya me volveré a encontrar, todavía no me conoce. Ahora, ¿qué puedo ofrecerte yo en estas condiciones? No tengo más que lo que traigo puesto, si no ha sido por la benevolencia de tu padre no sé a dónde hubiera ido—. Se habían puesto de pie junto a la puerta, oscureció de súbito y un viento helado empezó a soplar, ahora ya sólo se escuchaban las voces en el umbral.

Rosales, después de las persecusiones ideológicas de que había sido objeto en Jalisco, se dirigió a Mazatlán, donde inmediatamente da a conocer su ideario liberal, motivo por

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el cual es desterrado por el gobernador conservador Miguel Blanco al municipio de Choix, al norte del estado de Sinaloa.

—Entremos—dijo Antonio—,parece que va a llover—. Pasaron al interior, la mujer encendió una lámpara y prendió la lumbre de la hornilla, colocó una cafetera sobre la parrilla y sacó unas tazas de la vitrina. De pronto se escuchó el trote de unos caballos que terminó en el frente de la casa. En la puerta apareció un hombre mayor, rubio, con ropas de vaquero, de sus ropas extrajo unos papeles:

—¡La Proclama del Plan de Ayutla!—exclamó y le entregó los documentos a Rosales.

El 1 de marzo de 1854 en Ayutla, Guerrero, un grupo de liberales encabezados por el coronel Villarreal proclamó el Plan de Ayutla. La reivindicación esencial del Plan de Ayutla era el derrocamiento de Santa Anna y la convocatoria del congreso para redactar una nueva Constitución. Dicho plan contaba con la aprobación de Juan Álvarez, gobernador del estado de Guerrero, destacado líder de los liberales y héroe de la guerra de independencia. La publicación del plan fue la señal para la insurrección armada. Santa Anna intentó sofocar el movimiento en Guerrero, pero fracasó, la insurrección pronto se extendió a otros estados y a mediados de 1855 la mayor parte del país estaba ya en manos de los liberales.

—¿Ahora qué vas a hacer?— preguntó el hombre a Rosales.

—Ya te había dicho que te iba a acompañar a Nogales a vender el ganado— contestó Rosales con decisión—,además en la frontera podemos conseguir las armas que necesitamos o cuando menos establecer los contactos necesarios.

Antonio había tenido la malhadada idea de acudir al granjero gentil hombre a pedirle refugio, para de paso, abusando de su confianza, tener relaciones con su hija de la manera más natural, es decir como se viene haciendo desde el principio del mundo, y ella, dejándose querer por aquel

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hombre provisto de sólidos riñones. Y cuando el viejo llegó ya era demasiado tarde: lo encontró ahí, desnudo, con aquella palomita de veinte años arrullando y frotándose contra él. El viejo no dijo nada, ya dijimos que era un hombre gentil, y bueno, quizás Rosales pensara en sentar cabeza. La verdad es que el viejo le debía mucho a Antonio: le debía la vida. Él lo había rescatado, a punta de pistola, de las manos de un par de rufianes en el momento en que iba a ser asesinado en un pleito de cantina en Guadalajara. De todas maneras, Antonio, no podía largarse nomás así como así, tenía que esperar la ocasión propicia, por lo pronto no le quedaba más remedio que acompañar al viejo en su viaje a la frontera.

Dos meses después, se encontraban a la orilla de un arroyo a unos kilómetros de Nogales. Luego que el ganado bebió y descansaron unas horas reanudaron la marcha. Había que juntar el ganado que se había desparramado a lo largo del arroyo. Era una mañana fría, se oía el ruido de los cascos sobre el barro helado. Un novillo se había retrasado y Antonio regresó por él. Al rodear un mezquite vio a la serpiente enredada en un palo seco, el reptil tenía atrapado en sus fauces a un roedor que apenas asomaba la cabeza por el hocico del animal, esporádicamente daba unos chillidos a medida que aparecía y desaparecía de las fauces del animal. Antonio, permaneció unos segundos ensimismado en aquella escena. De repente picó ijares hacia donde estaba el novillo. Había decidido regresar inmediatamente a Sinaloa.

XGobernador jactancioso

Una carta esperaba a Rosales en Choix. Pomposo Verdugo, el nuevo gobernador de Sinaloa, lo invitaba a formar parte de su gobierno como Oficial Mayor de la Corte de Justicia. Rosales

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tomó con reservas la invitación, no estaba de acuerdo con las ideas conservadoras de Pomposo Verdugo, no obstante, haber sido designado gobernador por Juan Álvarez, luchador liberal y presidente de la república, quien había formado su gobierno con liberales puros como Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga, Benito Juárez y Guillermo Prieto. Rosales terminó por aceptar la invitación, podía ser una estrategia del mismo Juan Álvarez para contrarrestar el conservadurismo de Pomposo. Aunque sabía que detrás de esto se encontraba su entrañable amigo Ignacio Ramírez.

Antonio, pronto fue el comodín del gabinete donde se movía como pez en el agua, de oficial mayor pasó a ser secretario particular del gobernador, luego redactor del periódico oficial y finalmente Secretario de Gobierno. Fue precisamente, como Secretario de Gobierno que le tocó jurar la Constitución de 1857, con el gobernador interino, Dr. Miguel Ramírez, pues Pomposo Verdugo no quiso prestar juramento a una constitución en la cual no creía. Para ese acto y para no ser incongruente con sus ideas había nombrado a un sustituto. La Constitución de 1857 fue redactada casi en su totalidad por los liberales puros, considerada como la más avanzada del mundo en aquel entonces, fue durante mucho tiempo el programa y la bandera de lucha de las fuerzas progresistas del país.

Rosales no tenía óbice en difundir sus ideas liberales sin prestar atención al conservadurismo del gobernador, éste era criticado por tener en su gabinete a un liberal y llegaban a afirmar que en realidad era Antonio quien detentaba el poder. Por otra parte, el pueblo atacaba duramente a Pomposo por su carácter represor, motivo por el cual fue merecedor de unos versos que el presbítero y poeta José de Jesús Espinoza de los Monteros popularizó y que circulaban entre la población:

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Gobernador jactanciosoque del pobre eres verdugo¿eres verdugo pomposo?

o eres ¿Pomposo Verdugo?

Para deshacerse de la incómoda presencia de Rosales, don Pomposo le propone la candidatura a una diputación federal. Antonio acepta y una vez realizadas las votaciones y habiendo resultado ganador se dirige a la ciudad de México, donde para su sorpresa, es despojado del triunfo con base en marrullerías legalistas, al modo, declarándose nula la elección. Rosales permanece en la ciudad de México tratando de hacer efectivo su triunfo lo cual no logra, pero en cambio consigue ser nombrado Jefe Político del Cantón de Tepic.

En diciembre de1857, te llega la noticia, Antonio, de que los conservadores encabezados por el general Zuloaga se han levantado en armas formulando el Plan de Tacubaya, cuya reivindicación esencial era la anulación de la Constitución de 1857. Te encontrabas en Tepic, Antonio, cuando la guarnición de Mazatlán se pronuncia por el plan conservador, reconociendo como gobernador al general José María Yáñez; inmediatamente expides un manifiesto reprobando la conducta de los militares mazatlecos. El fuego se había encendido, los militares jalisciences unían sus fuerzas a Comonfort, el líder conservador que logra apoderarse de la capital de la república y proclaman presidente a Zuloaga. Entonces empuñas las armas, Antonio, con las fuerzas liberales de Jalisco para luchar contra el usurpador.

El 3 de abril de 1859 el general Pesqueira toma por asalto Mazatlán y se apodera del puerto. Libre la plaza de conservadores, Pesqueira se proclama Gobernador Constitucional de Sonora, provisional de Sinaloa y general en jefe de la división de Occidente. El 3 de junio del mismo año el gobierno expide la convocatoria de acuerdo con la

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Constitución de 1857 para la elección de los poderes del Estado. Sin embargo, el día siguiente, el mismo general Pesqueira expide otro decreto donde se nombra gobernador provisional a Plácido Vega, mientras se llevan a cabo las elecciones. De esta manera, por razones obvias, la convocatoria para las elecciones nunca es publicada por el nuevo gobernador.

¿Qué pensaste tú, Antonio, con respecto a la conducta de Pesqueira? Respondes en voz alta: “Mira, la actitud de Pesqueira obedecía a una cuestión histórica que no había podido borrar de su mente: considerar a Sonora y Sinaloa como un solo estado. En 1824 se había creado el Estado de Occidente, con las provincias de Sinaloa y Sonora, teniendo como capital inicialmente a El Fuerte. La existencia del Estado de Occidente fue efímera, disputas por la ubicación de la capital, intrigas por el poder de las familias terratenientes y lo extenso del territorio de las dos provincias hizo que finalmente el 13 de octubre de 1830 el Congreso General decretara la desaparición del Estado de Occidente y la incorporación a la federación mexicana de los Estados autónomos de Sonora y Sinaloa. El 30 de enero de 1831 se procedió a la elección de los diputados propietarios y suplentes que integrarían el Primer Congreso Constituyente del Estado de Sinaloa. Pesqueira, pues, tenía bajo su control a las dos provincias y podía darse el lujo de nombrar gobernador a quien él quisiera, descuidando las formas instituidas por la nueva constitución”.

XIEl coronel Plácido Vega

—Parece ser que Plácido Vega llega a Culiacán en 1850 y trabaja en una tienda de su tío, el coronel Francisco de la Vega gobernador del estado—dijo el coronel Felipe Rentería.

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—La tienda era el lugar de reunión de funcionarios del gobierno, entre los que se encontraba mi compadre Ignacio Ramírez, en ese tiempo secretario de gobierno, su hermano, el doctor Miguel Ramírez, don José Perfecto Mateos, cuñado de don Miguel y don Eustaquio Buelna. Ahí en la tertulia, entre una taza de café y otra y el humo de los cigarrillos, Plácido se entera de las noticias políticas más relevantes: los dispendios de Santa Anna, la corrupción de los militares, el poderío del clero y la imperiosa necesidad de terminar con ese estado de cosas—dijo Rosales.

—Es cuando el gobernador Francisco de la Vega, con la ayuda de Ignacio Ramírez, puso en vigor ciertas medidas de carácter social y económico que pusieron en guardia a los conservadores y a los comerciantes extranjeros radicados en Mazatlán, los que adoptaron una actitud de reto ante el gobierno. El gobernador decide trasladarse al puerto con sus fuerzas armadas para someterlos, pero son sorprendidos y derrotados por las fuerzas conservadoras, imponiéndose de nuevo el régimen santanista—dijo el coronel Rentería.

—Al tenerse noticia de los sucesos de Mazatlán, que coincidió con la proclama del Plan de Ayutla, las fuerzas vivas de Culiacán se ponen de lado de los liberales y nombran Prefecto al licenciado Eustaquio Buelna, quien es encarcelado tres días después ante la fuerte embestida conservadora de José Inguanzo. Plácido, y aquí tenemos que reconocerlo Felipe, realiza su primera hazaña rescatando con una fuerza de ochenta hombres, que había reunido en las inmediaciones de Culiacán, al licenciado Eustaquio Buelna quienes después en compañía del doctor Ramírez y de Perfecto Mateos se dirigen hacia la sierra en el vecino estado de Durango, para reagruparse y dedicarse a combatir a las fuerzas de Inguanzo.

—Sin duda, Antonio, tú conociste muy bien a Vega, hasta se dice por ahí, ya ves como es la gente de habladora, que te beneficiaste de él y luego le pagaste mal.

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—No, nadie defendió a Vega como lo hice yo, cuando todavía no era nada. Recuerda cuando él, con el grado de teniente, se traslada a Cosalá al frente de una expedición militar a combatir al reaccionario de Inguanzo. Ahí es cuando Plácido invade el estado de Durango y comete una serie de atropellos, lo cual motiva la queja airada del gobernador de ese estado, que incluso solicita la extradición para que sea juzgado por las autoridades competentes, asunto que llega hasta el ministerio de Gobernación y hasta la misma presidencia de la República.

—Fue en ese tiempo, cuando eras secretario del gobernador Pomposo, y redactabas el periódico oficial del Estado, que publicas una serie de artículos en defensa de don Plácido.

—Mira, en realidad lo que yo hice y siempre he hecho, fue defender la legalidad. La petición del gobernador de Durango de extraditar a Vega, suponiendo sin conceder, que fueran ciertos los hechos que se le imputaran, no deja de ser absurda. Como absurdo era el hecho de pretender sujetar a los estados a las leyes del derecho internacional y que los delincuentes de uno pudieran refugiarse en el territorio de otro como a un país ajeno. No se pueden considerar como naciones independientes los estados de la federación.

Lo cierto es que después de este problema, don Plácido abandona la política y se marcha a la isla de Altamura, dedicándose al negocio de la sal y la ganadería.

—Eso sólo por un tiempo, pues cuando el traidor José María Yáñez ocupa la gubernatura se olvida de que había jurado la Constitución de 1857 y se adhiere al Plan de Tacubaya, Vega realiza varios viajes a Sonora donde conoce a Crispín Palomares, viejo amigo de Pesqueira que es el que los pone en contacto. De esta manera, poco a poco, se va fraguando la conjura que se consolidará en el Plan de El Fuerte suscrito el primero de agosto de 1858.

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—¿Precisamente en ese plan político es que aparece Vega como jefe de las fuerzas y de la administración pública?

—Así es, Pesqueira otorgaba toda su confianza a Vega, en el entendido de que sólo sería un pelele, pero no lo conocía verdaderamente, pues luego derogó el decreto expedido por su antecesor en el que se anunciaba la convocatoria suscrita para la elección de autoridades constitucionales, a las que deliberadamente no dio publicidad y en su lugar llamó a los diputados que integraban el Congreso Constituyente de 1857 para que ejercieran sus funciones exponiéndoles que no consideraba prudente por las circunstancias convocar a nuevas elecciones.

—¿Machetazo a caballo de espadas? —Exactamente. Se equivocó rotundamente Pesqueira al

creer poder manejar a Vega como una marioneta. Vega actúa de inmediato ante la necesidad de apoyar la causa liberal, y por la necesidad de proteger a Sinaloa de la amenaza que representaba Manuel Lozada en el vecino Cantón de Tepic, expide un decreto imponiendo un préstamo forzoso de 25 mil pesos mensuales que se cobrarían durante tres meses en los distintos distritos de la entidad, además de otros bienes procedentes de la venta de fincas y redención de capitales pertenecientes a las corporaciones religiosas y obras pías del Estado.

—¿Es entonces cuando regresas a Sinaloa y el coronel Vega te nombra secretario de gobierno en reconocimiento a tu experiencia política y administrativa? ¿O se debió a la defensa a ultranza que le conferiste en la prensa cuando el gobernador de Durango pretendió extraditarlo?

—No lo sé, la política obedece a muchos factores, sólo te diré que siempre actué a favor de la justicia, nunca buscando recompensas.

—El número 26 de “La Bandera de Ayutla” publica el 28 de junio de 1856 un artículo tuyo, titulado: “Invasión de tropas de Sinaloa en el territorio de Durango”.

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—¿Qué decía aquel artículo, Felipe? ¡Léelo!“En el número 23 de este periódico consagramos

algunas líneas a dar a conocer de estos sucesos una idea aunque somera, tan exacta como nos era posible en vista de la ciencia que de los hechos poseíamos... al propósito de suscitar inconsideradamente entre poblaciones de Estados, que por independientes que sean son hermanos y unísonos sus intereses, animosidades que aunque poco racionales y fundadas pueden convertirse en un funesto semillero de discordias... baste consignar solamente, como lo hacemos, que estos hechos en su origen provocados por la perversidad de hombres que en todos tiempos han sido un amago para la quietud de Sinaloa, carecen por otra parte de la importancia que ha venido a darles la manera de tratarlos... y el de haber comenzado la prensa a dar su parecer sobre este asunto, nos impone el penoso deber de entrar en más amplias explicaciones. Tres puntos capitales abraza esta cuestión: La violación del territorio de Durango por las fuerzas de Sinaloa.- Los excesos a estas se entregaron haciendo sufrir vejaciones en sus intereses, honor y personas a habitantes pacíficos de aquella demarcación, y la remisión de los culpables que el E. S. gobernador de aquel estado pretende para que en él sean castigados.- No estamos seguros de la latitud que se pretende dar a la inviolabilidad de los estados; creemos que sería un absurdo que ésta haya de sujetarse a las prescripciones del derecho internacional, y que los delincuentes de uno pudieran refugiarse en el territorio de otro como a la sombra de un pabellón extraño.- No tenemos noticia de que para prevenir las consecuencias perniciosas a que esta fácil salvaguardia podría dar lugar, se haya celebrado entre los Estados de la Confederación de México tratado alguno sobre extradición o cosa semejante; comprendemos, así, que la requisición debe hacerse por autoridad competente a otra igual; pero en este caso no tiene conexión alguna con el `propuesto de

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que se trate, no de delincuentes que puede aprehender un simple comisario de rancho, sino de fuerzas que sólo con la fuerza pudieran reducirse y de cuya oportuna persecución y ataque pendía el éxito de intereses públicos más o menos importantes, y autorizaba el derecho de defensa que una fuerza organizada lo mismo que un particular goza en su caso.- ¿Cabe en este supuesto la inviolabilidad...?... “El Monitor Republicano” en su número 3196, refiriéndose al parte que el E.S. gobernador de Durango dio al Supremo Gobierno de la Nación el 9 de mayo último, dice bajo el rubro de paso de tropas: “El Sr. Gobernador de Durango ha dirigido la siguiente comunicación sobre la cual llamamos la atención, pues si bien no creemos deben permitirse las inclusiones de tropas de un estado a otro, tampoco opinamos pueda llevarse al exclusivismo hasta el grado de considerar como naciones independientes los Estados de la Federación”.-...

Haciendo nuestro sentir examinaremos rápidamente el punto segundo.- No podemos afirmar ni contradecir, por falta de datos, la existencia de los atentados de que se acusa a la sección de D. Plácido Vega en su expedición de diciembre próximo pasado, ni a la partida del capitán don Calixto Peña en la que practicó en abril último: no estamos en estado de juzgar si esos cargos deben gravitar sobre determinados individuos de tropa, o bien sobre toda ella, incluso sus comandantes: si, consta, públicamente el participio que muchos de los quejosos han tomado en diferentes épocas de los disturbios en Sinaloa; es constante que entre los que asaltaron en Cosalá en marzo próximo pasado una cantidad considerable de barras de plata, concurrieron individuos de los puntos cuya invasión se lamenta; y por último, tenemos a la vista documentos que prueba la connivencia de Retamosa, juez de Amaculí, con los disidentes de este Estado cuando fue preso y conducido a esta capital por la sección Vega.- Debe advertirse que esta fuerza operaba inmediatamente a las órdenes de la Comandancia General, que por empeño

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del E.S. gobernador don Pomposo Verdugo vino a dar libre a Retamosa; así es que las imputaciones de éste contra el Sr. Verdugo son tan falsas, como ingrata su conducta.-... “

—Se entiende, Antonio, pero eso no basta.—Momento, continúa leyendo.“Guiado por un principio que nos es desconocido el

gobierno de Durango ha pedido la remisión de don Plácido Vega y su sección para que sean juzgados por las autoridades de ese Estado. Esta pretensión irregular a todas luces no ha podido ser obsequiada por el gobierno de Sinaloa quien para autorizar este hecho no debió considerar fundamentado fehacientemente el juicio, aunque muy respetable del gobierno de Durango. Sabida es la manera de requerir a un criminal; ante quien debe hacerse, las piezas que deben acompañarse y los recursos que aún en este caso el reo tiene expedidos para su excepción y defensa.- El E.S. gobernador del Estado tiene la voluntad más firme y decidida para cooperar en cuanto esté en la órbita de sus facultades al severo escarmiento de los delincuentes sin ver quienes estos sean; pero al mismo tiempo respeta el límite que la ley traza a los poderes ejecutivo y judicial. Deseoso igualmente de alejar todo motivo de ulteriores quejas, ha librado las órdenes más terminantes para respetar a todo trance el lindero entre Durango y Sinaloa.

Notorios son la ilustración y prudencia de los jefes de uno y otro Estado cuyas prendas, en unión de la amistad particular que los estrecha, dan la garantía más sólida de que caminando de común acuerdo, los hechos sean esclarecidos, la vindicta pública satisfecha y extirpado el origen verdadero de tan desagradables sucesos. Antonio Rosales”.

—La ley es la ley, Felipe.—Y la política, política, Antonio.—Ah, qué Felipito.

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XIIEl tigre burlado

Vista desde la lejanía las colinas presentan una línea ondulada, las figuras de los jinetes recortadas por la tenue luz del alba simulan las patas sinuosas de un cien pies. Son 2500 hombres que conforman las tropas reaccionarias de Manuel “Tigre de Alica” Lozada, que dirige sus huestes hacia Sinaloa. Rosales, que había renunciado a la secretaría general del gobierno de Plácido Vega por serias diferencias con el gobernador, se encuentra en Escuinapa al frente del Batallón “Ligero de Sinaloa” integrado por 350 hombres dispuestos a defender la plaza. La pequeña población es sitiada por las fuerzas de Lozada e inmediatamente ordena el ataque, Rosales ordena resguardarse en el centro de la población, en las dos plazuelas unidas que se encuentran frente al templo. Rosales ordena dos ataques sucesivos que sorprenden a los lozadistas y los hace retroceder, las fuerzas liberales se apoderan de dos piezas de artillería que el enemigo abandona en su huída, los soldados de Rosales se entusiasman y esperan con ánimo el auxilio que las tropas de Corona destacadas en el Rosario les deben brindar de acuerdo con el plan previsto. Rosales se hace cargo directamente de la artillería rescatadas y con su voz y sus gestos alienta a los que sirven las piezas sin dejar de empuñar su revólver, ni de hacer blanco en el enemigo. La batalla que había iniciado a las diez de la mañana, ahora en punto del mediodía, poco a poco se convierte en un infierno. El pequeño batallón de Rosales se enfrasca bizarramente en una lucha desigual, están rodeados por el enemigo, cuya artillería lanza una espantosa lluvia de balas y de metralla contra sus hombres. A las tres de la tarde el coronel Rosales se da cuenta de que las fuerzas aliadas no llegarán; Lozada, encrespado por la resistencia encontrada manda quemar las casas del pueblo, el fuego circunda las plazoletas donde se

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resguardan las fuerzas rosalinas. Entonces, ante el peligro de caer prisionero y ser pasado por las armas junto con sus hombres, pues Lozada acostumbraba masacrar a sus enemigos, Rosales ordena romper el cerco y abrirse paso en medio de aquel pandemónium. Un huracán de caballos, guiado por un trueno, pasó raudo eludiendo trincheras, no parecían hombres aquellos, sino fantasmales centellas en cuyas manos relampagueaban las armas vomitando fuego. El pequeño ejército de Rosales no paró hasta llegar al Rosario donde Corona había recibido órdenes de Pesqueira de dirigirse a Mazatlán para organizar en bloque la defensa del puerto.

Manuel Lozada, el famoso “Tigre de Alica”, tenía asolado el sur de Sinaloa. Temido por todos, este controvertido personaje tiene su historia aparte, para algunos fue el reaccionario, aliado de los conservadores, que invadió el occidente del país con sus huestes salvajes de Alica; para otros, fue el guía moral, jefe político y militar de los pueblos indígenas de Nayarit. Manuel Lozada nace en en un poblado de la sierra de Huajumic. Su infancia la pasa en la hacienda de San Luis que entonces pertenecía al séptimo cantón de Tepic, parte del estado libre de Jalisco. Hijo de jornaleros que trabajaban en la hacienda, a la muerte de sus padres deambula de hacienda en hacienda desempeñando labores de vaquero. Fue en la hacienda de Cerro blanco, cuando desempeñando su oficio, muere su patrón, motivo por el cual es nombrado caballerango de la viuda, que llevaba el nombre de Ricarda Torres. Los problemas del Tigre inician cuando se enamora de la bella María Dolores, hija de la patrona, ¡cuándo no!, y por ende heredera de la hacienda. El Tigre, haciendo honor a su mote rapta a la doncella, claro, con su consentimiento, no se vaya a pensar mal, pues la muchacha se había enamorado de él. La suegra, hecha un basilisco, lo manda tomar preso y el pobre Tigre va a dar con sus huesos a la cárcel de Tepic. Un tío suyo lo pone en libertad y Manuel

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luego luego se entrevista con la dueña de su corazón, pero para su desgracia de nuevo es mandado a presidio por su enfurecida suegra, ahora a la isla de Mezcala en el lago de Chapala.

Esta vez es la madre de Manuel Lozada la que realiza las gestiones para que salga libre del presidio, su madre, como todas las madres, le aconseja que deje a esa mujer: “mira que no te conviene, ¿qué, piensas pasar toda tu vida en la cárcel? Ella no es de tu condición, búscate otra mujer, habiendo tantas, cómo te fuistes a fijar en ella”. Pero, como dicen por ahí, “perro que come huevos ni...etc..., pues en cuanto sale libre se va a rescatar a su adorada Lolita de las garras de su madre. La pareja se traslada a la sierra, la suegra indignada: “!mátenlo al cabrón!”, mueve todas sus influencias y el jefe de la policía de Tepic de apellido Mariles se pone al frente de la cacería que, infructuosa, finalmente los conduce a la casa de la madre de Lozada a la cual dan de latigazos para que les diga en qué parte de la sierra se esconde su hijo. La madre del tigre se niega a confesar el paradero de su cachorro, los esbirros de Mariles no se dan por satisfechos hasta que la pobre señora se desvanece con las ropas desgarradas tintas en sangre. En respuesta a esa acción el Tigre baja de la sierra para vengar las vejaciones sufridas por su madre, persigue al tal Mariles hasta encontrarlo, lo hace prisionero y lo fusila en presencia de sus soldados. A partir de ahí se inicia el halo de leyenda que envuelve la vida de Lozada: para los nayaritas se convierte entre 1853 y 1854 en un Robin Hood que roba a los hacendados para ayudar a los pobres.

La situación económica y política de la región donde el Tigre construyó su leyenda era la siguiente. Hasta antes de que Benito Juárez y los liberales llegaran al poder, los pueblos indígenas de Nayarit contaban con tierras para su uso comunitario, concedidas por el rey de España. Los pobladores de San Luis Cuagolotán, el pueblo de Lozada, poseían sus tierras desde el siglo XVII, tierras de agostadero

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muy buenas para la cría de ganado, por lo que los terrenos eran codiciados por los hacendados los cuales las invadían frecuentemente. La Constitución de Jalisco proclamada en 1824, disponía que todas las tierras comunitarias pasaran a formar parte del patrimonio municipal. Con esta ley se inició un despojo que culminó con la Ley Lerdo, promulgada en 1856 que prohibía la propiedad de tierras a las comunidades civiles y religiosas.

La Ley Lerdo se incorporó a la Constitución de 1857, con lo que el despojo se hizo legal, esta nueva situación motivó al Tigre a abandonar la sierra y el 21 de septiembre de 1857 al frente de cien hombres tomó por asalto las haciendas de “Puga” y “Mojarras”. Lozada comunica al jefe político de Tepic que peleará hasta que sean devueltas las tierras robadas a los indígenas por el gobierno y los hacendados, el 25 de octubre de ese año toma Ixtlán, para entonces la guerra entre liberales y conservadores se había generalizado por todo el país. El Tigre asaltó Tepic el dos de noviembre de 1859 y después de siete días de combates se posesiona del sur de Sinaloa, el norte de Jalisco y lo que hoy conocemos como Nayarit. Entre 1859 y 1861 El Tigre de Alica luchó al lado de los conservadores, estableció un gobierno a su modo y donde pudo restituyó sus tierras a los indios, hasta que en mayo de 1881 el general Pedro Ogazón lo venció en San Pedro Lagunillas y le ofreció un convenio que firmaron sus representantes en Pochotitlán el 20 de enero de 1882; en ese acuerdo Lozada se comprometió a disolver sus contingentes y el gobierno a no perseguir a nadie por cuestiones políticas y asumir legalmente la defensa de los indígenas en sus litigios con las haciendas.

Los meses pasaron y los acuerdos no se cumplieron, porque el gobierno de Juárez estaba ocupado en contrarrestar la invasión de los franceses, entonces el Tigre reunió a su gente y el 11 de agosto recupera Tepic y vuelve a imponerse en el séptimo cantón. Lozada negoció con los conservadores un acuerdo conveniente para que se delimitaran las propiedades

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indígenas y las haciendas de acuerdo a las leyes antiguas y los títulos de propiedad expedidos por el rey de España, esa fue la razón por la que, al parecer, se adhirió a las fuerzas conservadoras. El mismo Lozada declara: — Como entonces no tenía yo ningún conocimiento de los negocios públicos, solo pude considerar la cuestión política que se ventilaba bajo el aspecto religioso y en consecuencia no vacilé ni un momento en inclinar el ánimo de los pueblos a favor de los principios conservadores que, desde luego adopté como mi credo político—. A raíz de esta alianza quedó reconocido como jefe de las fuerzas auxiliares del ejército conservador. Por esa circunstancia es que los historiadores del liberalismo mexicano, ponen en duda su papel como precursor del agrarismo mexicano.

El 15 de agosto de 1863 Lozada firma el acta de adhesión al Imperio. En 1864, un enviado de Maximiliano le entrega una espada y un retrato del archiduque Maximiliano. Inspirado en las peticiones de Lozada, el gobierno imperial expidió leyes agrarias el 1 de noviembre de 1865 y el 16 de septiembre de 1866, leyes que disgustaron mucho a los clérigos y a los hacendados. En 1865 el Napoleón III lo nombró caballero de la Legión de Honor.

Ese era el personaje a quien se le escaparía Rosales a sangre y fuego en Escuinapa, el mismo que habría de tomar prisionero otro Rosales, Andrés. Cuando el Tigre se refrescaba en las frescas aguas de un arroyo, después de haber sido derrotado en un poblado cercano a Guadalajara denominado “La mojonera”.

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XIIIUna mujer bella

Antonio conoció a Mercedes en la fiesta de celebración del juramento a la Constitución liberal de 1857. El coronel platicaba con dos oficiales del ejército sobre asuntos de milicia cuando su mirada de estilete se fijó en la espalda de Mercedes, justo en el lugar donde terminaba su larga cabellera.

—Mi coronel Rosales—dijo el oficial.El coronel, absorto, trataba inútilmente de ver a quién

pertenecía aquella figura que le producía pequeñas descargas eléctricas y recorrían desesperadamente su plexo solar.

—¡Mi coronel, la guarnición de Caimaneros!— insistió el oficial.

—Ah, sí—dijo el coronel, —perfectamente— en el preciso instante en que sus ojos se restregaron en el rostro femenino y tomando al subordinado del brazo lo apartó para decirle al oído:

—¡Quiero conocer a esa mujer!Mercedes pertenecía a una de las familias más

prominentes de Mazatlán. De estatura alta y recia proporción, lo cual no se le echaba de ver debido a su arrogante talla y quizás a la ligereza, movilidad y gracia con la que acometía cualquier cosa; en su rostro se avivaban donosamente cuatro hoyuelos, dos en cada mejilla; un pequeño lunar se hacía notar felizmente cerca de la comisura de sus labios. Mercedes había enviudado apenas a los dos años de casada, su esposo había muerto en el naufragio de un barco mercante en un viaje de negocios a la ciudad de San Francisco. Ahora vivía en casa de sus tíos don Salvador Iturrigalde y Fernández y Blanca Tovar y Espinoza de los Monteros de Iturrigalde y Fernández, un matrimonio conservador que la había criado desde pequeña, pues sus padres habían fallecido cuando ella todavía era una niña. Mercedes y Antonio vivían un intenso

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romance pese a la oposición velada del tío de ella, quien sabía que mientras el estado estuviera en manos de los liberales le convenía tener un aliado en Rosales.

En estos precisos momentos Mercedes y sus padrinos salen de misa de doce como todos los domingos, caminan por el paseo de los cocoteros rumbo a la tienda de don Juan José Argudín y Rodríguez, un próspero hombre de negocios que distribuye mercancías llegadas de oriente en las Naos de China, en su bodega se encuentran las cosas más disímiles, desde sedas y porcelanas hasta un mundo de especias y aparatos de labranza. Pero, sin duda, lo que enloquece a Mercedes son las matriuskas, las muñecas rusas que ella colecciona desde su infancia y que al abrirse contienen en su interior una reproducción exacta de sí mismas. Un gozo indescriptible poseía a la niña en el momento de ir abriendo las muñecas y extrayendo de su interior las réplicas. Era para ella un juguete maravilloso y feliz que le recordaba el milagro de la reproducción de los panes y los peces aprendida en la doctrina del templo.

Ahora, mientras caminan de regreso a su casa, su padrino comenta lo que todo mundo sabe en el puerto y lo que Mercedes calladamente sufre: Antonio ha sido expulsado del estado bajo el estigma de agitador.

—Estas gentes de plano no tienen remedio, ni entre ellos mismos se respetan. Cómo es posible que Remedios Meza se aproveche de la nobleza de don Plácido proclamando un plan para derrocarlo, aprovechando su ausencia y sustituirlo mediante elecciones, dizque democráticas. Y ahí tienen al tonto de Antonio formando parte de la comisión junto con Mauricio López, Adolfo Palacios y Fortino León...

—¡Padrino, Antonio es un militar y obedece órdenes—interrumpe Mercedes indignada ante las palabras de don Salvador. Que continúa como si no escuchara las palabras de la mujer.

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—... con quienes trata de convencer a Remedios Meza de que desista de su actitud. Y tienes entonces que termina por unirse al insurrecto, ¿tú lo creerías?, ¿qué pensaba Antonio? ¿Que Fortino León iba a responder por la proclama firmada? ¡No! Le bastó sólo con responder por medio de la prensa que lo había hecho por temor de ser apresado por el insurrecto. De esta manera el coronel León volvió a tomar las riendas de la administración que le había confiado el coronel Vega, reemplazando al Dr. Lerdo de Tejada, ofreciendo en la toma de posesión llamar a elecciones a la brevedad posible para establecer el orden constitucional en el estado. Y Fortino haciendo a un lado el pacto de tregua signado entre ellos se lanza a la persecusión de Antonio hasta lograr expulsarlo del estado—. Mercedes apresura el paso, no quiere escuchar más, no quiere oír lo que ya sabe y con el abanico de mano cubre su boca ahogando los sollozos.

Mientras tanto, en Colima, Rosales se entrevista con Plácido Vega a quien le expone las razones de su intervención en el pronunciamiento del coronel Remedios Meza. Se encuentran en la casa del coronel Felipe Rentería, jefe del Cantón de Colima. El general Vega está de pie con las manos en la espalda y paseando la mirada a su alrededor, se mesa la larga barba que le llega hasta el pecho, escucha aparentemente con mucho interés a Rosales que lo envuelve con su interminable charla, el viejo da largas fumadas a su puro, finalmente interrumpe a Rosales.

—Mire, coronel, hay problemas serios en los cuales usted anda metido. Su regreso a Sinaloa no la veo del todo conveniente. Pero si usted se empeña en volver, sólo una cosa le voy a pedir, ¡no quiero que ande alentando subversiones ni asonadas!—. De pronto el coronel Vega siente que un incendio le acosa el tracto intestinal, un escalofrío lo estremece, da un sonoro eructo.

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—¡Chingada madre, ya no puede uno tragar nada!—exclamó arrojando el puro y oprimiéndose el estómago con ambas manos.

—Mi coronel—dijo Antonio— ,tome tamuchitl, mi coronel, es muy buena para eso, si usted quiere...

—Ya he tomado todas esas mierdas—dijo el coronel, y enseguida agregó— ,será mejor que vaya a descansar un poco.

XIVLa conspiración

Llevaba Rosales varios meses, ocho, si debemos ser precisos, viviendo en Mazatlán, entregado por completo a la vida militar, defendiendo al estado del acecho constante de las fuerzas conservadoras. Luchando conjuntamente con los batallones de Fortino León y Márquez de León, sus destacadas actuaciones guerreras son un bálsamo para la tranquilidad del estado. Tranquilidad efímera, pues sorpresivamente el Gral. Domingo Cajén, un aventurero español, convertido en gobernador reaccionario de Durango, invade el estado. Plácido Vega declara en estado de sitio a Mazatlán y conjuntamente con los batallones de Rosales y León Márquez logran derrotar a los invasores.

Por un tiempo el puerto se encuentra en paz y Rosales aprovecha para continuar sus relaciones con Mercedes. La mujer, seamos claros, quiere a Antonio, le gustan sus maneras, pero hay un aspecto que enturbia el asunto: la familia de ella, que no ve en él un futuro promisorio para Mercedes y que, como cuchillito de palo que no corta pero...etc., le repiten a cada rato: “¿qué esperas de ese aventurero? ¿A qué puedes aspirar?”, es obvio que estos comentarios los hacen a espaldas de Rosales, “que no se entere él, Dios guarde la hora”, a ellos les conviene la cercanía de Antonio, mientras los liberales estén en el poder, “después ya se verá”. Ahora

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Mercedes y Antonio se encuentran en la casa que Antonio a conseguido rentar a unos ingleses comerciantes del puerto, la casa es hermosa, réplica de las casas que construyen en los riscos de la isla británica, desde sus ventanas se puede apreciar la bahía con sus olas imponentes. Mercedes entró a la habitación de la cual había salido momentáneamente para preparar el café, ahora está de regreso y coloca la bandeja con el servicio sobre la mesa de centro. Se acerca a la ventana.

—Antonio. ¿Todavía se encuentran los navíos de los ingleses?

Desde hacía tiempo se veían barcos ingleses con pertrechos de guerra que iban y venían a lo largo de la costa o realizando viajes de San Francisco al puerto. El comercio extranjero en Mazatlán manipulaba la mayoría de las transacciones comerciales que se realizaban. Su poder había aumentado por el contrabando que en forma abierta llevaban a cabo en contubernio con las autoridades militares conservadoras que habían guarnecido la plaza. Generalmente los cónsules eran nombrados entre los comerciantes establecidos en el puerto por lo que apoyados en su poderío económico no respetaban ningún tipo de norma al respecto. El coronel Plácido Vega en 1859, atendiendo las necesidades de la guerra contra los conservadores expide un decreto imponiendo una contribución extraordinaria al comercio internacional, lo cual suscitó una protesta airada de los cónsules y vicecónsules que en un documento enviado al gobierno de Vega manifestaban que los extranjeros no tenían porqué pagar esa tributación, que a todas vistas eran para gastos de guerra. Plácido Vega desiste de aplicar este impuesto, sin embargo una serie de situaciones hicieron de este periodo una etapa tensa en las relaciones del gobierno con los extranjeros, donde cualquier pretexto era bueno para poner en entredicho al gobierno liberal. Las potencias extranjeras no veían con buenos ojos el triunfo del liberalismo

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y sus marinas de guerra reflejaban esa actitud al no mantener la neutralidad que les correspondía.

—Todavía se encuentran por ahí algunas—respondió Antonio—, esperemos que se mantengan en orden.

—¿Crees que continúen con sus afanes de no obedecer las leyes mexicanas?

—Mira, Mercedes, todos los problemas que han surgido desde el “Calypso” al “Amethyst” obedecen claramente a un afán intervencionista y enfermizo de considerar a nuestra patria como su propiedad, para ellos sus fragatas son extensiones del imperio al cual hay que rendir pleitesía porque sí, para ellos no significa nada los embarcos ilegales de plata que realiza constantemente la “Barrón Forbes y Cía”, y se niegan a pagar los impuestos aduanales, ¿cómo es posible?, y se hacen los ofendidos cuando mi tocayo Rojas arresta a Allsop, aunque sea muy cónsul de la Gran Bretaña en Tepic. Y son intransigentes como los que más, oye, después de acudir a la fragata “Amethyst” infinidad de veces a tratar de negociar, de llegar a un acuerdo, me acusa Greufell de mal informar al coronel Vega. Y además se atreve a poner un ultimátum en sus notitas impertinentes—.Antonio extrae de su casaca militar unos papeles y se los muestra a Mercedes—. Dime si no; lee:

“Fragata de S.M.R. “Amethyst”.- Mazatlán, noviembre 9 de 1859. Señor: El día de ayer se comprometió usted a entregar el dinero exigido al Sr. Allsop, cónsul británico. Hoy se ha vuelto a renovar esta promesa y aún no se ha cumplido. Si para las cuatro y media no se hace esta entrega a bordo de mi buque romperé el fuego. Soy de usted atento y S.S.- Sidney Greufell, capitán.- Al Excmo. Sr. Plácido Vega, gobernador de Sinaloa.- Mazatlán”.

— Mira, Mercedes, y está mal que lo diga, pero si alguien ha tratado de solucionar este problema de la mejor manera posible, sin aunar más problemas internacionales a los que ya tenemos, he sido yo como secretario general

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de gobierno, quién sino yo elaboró la carta que enviamos al inglés, qué sabe don Plácido de asuntos internacionales. Mira lo que escribí:

“Gobierno Supremo del Estado de Sinaloa.- Cumpliendo este gobierno con lo estipulado a bordo de esa fragata el día 5, a falta de numerario ofrecí a usted papel moneda que a vuelta de quince días podría convertirse en el metal que usted precisamente quiere.

Esto basta a la luz de un buen sentido para convencer de la buena fe que presidió y continúa por mi parte en el citado contrato.

Notorios son a usted y al Sr. Vicecónsul inglés en este puerto los motivos que en mis notas oficial y confidencial de ayer manifesté imposibilitan la entrega inmediata de la cantidad en cuestión. Vencidos hoy tales obstáculos, queda a la disposición de usted en poder del Sr, Cónsul francés esa suma que se entregará a su orden si usted fuere conforme.

La nueva exigencia que usted hace acompañar de una amenaza de atacar si no ponemos a bordo la cantidad reclamada, no altera en nada lo que sobre el particular le tengo dicho en mi nota de ayer, y es: que la recibirá usted en este puerto como verbalmente y en presencia del cónsul de su nación se le dijo categóricamente.- Dios y Libertad, Puerto de Mazatlán, noviembre de 1859.- Plácido Vega.- Antonio Rosales, secretario.- Sr. Capitán de fragata de S. M. B.- “Amethyst”.- A la vista de este puerto”.

—A nosotros no nos asustan con el petate del muerto, romperé el fuego, estamos acostumbrados a la lucha, Mercedes, vamos a morir luchando—. Antonio y Mercedes han salido de la casa y se dirigen a la playa, caminan por el paseo Olas Altas en el sudeste del puerto entre los cerros el Telégrafo y la Nevería que forman una pequeña bahía donde las olas avanzan formidables sobre la población para deshacerse en arroyuelos sobre un dique. A la orilla del dique se levantan puestos de varas y mantas de entre los cuales

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surge la humareda que anuncian las ricas viandas porteñas. Los hombres juegan a las cartas sentados en desvencijados equipales mientras saborean espumosas cervezas. Los puestos colocados a la orilla del dique, dan la espalda al mar, y su frente a los muros pintorescos de las casas de los porteños. La pareja camina con las manos entrelazadas sigzagueando entre los puestos de frutas y aguas frescas. De cuando en cuando aparecen las jóvenes con vestidos vaporosos cuya transparencia y colores parecen desprenderse de magníficos olajes que ostenta el cielo. Mientras la gente ríe, charla, come y bebe, el buque la “Cordillere”, en el centro de los tres islotes, parece contemplar el bullicio de la playa. Antonio lleva a Mercedes hasta su casa y se despide, se niega a pasar a la casa, tiene asuntos urgentes que atender.

El puerto de Mazatlán se pierde en las sombras de la noche, a lo lejos se escucha la sirena de un barco que se oculta en los misterios del mar. El estruendo de las olas y el chasquido de la resaca bambolean de vez en cuando el vapor anclado al muelle. Las voces resuenan en el interior:

—Nuestra fuerza radica en las armas y con ellas nos defenderemos, no podemos permitir que Pesqueira siga pisoteando la soberanía del estado, inmiscuyéndose en los asuntos hacendarios y manteniendo a Don Plácido como un simple títere—. Rosales levanta y señala con el dedo índice al techo mientras habla, frente a él se encuentra Adolfo Palacios que lo escucha interesado y conmovido.

—Coronel, ¿con cuántos soldados contamos a nuestro favor?

—Tenemos 200 incondicionales aquí, pero podemos conseguir más en La Noria, y sobre todo en Cosalá.

—Me parecen pocos, coronel, para levantarnos en este momento— comenta Palacios.

—Nuestra aliada será la sorpresa, recuerda, una vez tomado el puerto nosotros somos la autoridad y las fuerzas se

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nos tienen que unir quieran o no, es un asunto trascendental no sólo para el estado, sino para la nación.

De pronto la puerta se abrió de un golpe.—¡Entreguen las armas!—ordenó un militar apuntando

a los hombres con un revólver, a un lado de él aparecieron tres soldados apuntando con sus rifles.

—¿De qué se trata, soldado?—interrogó Rosales.—¡Están detenidos, órdenes del coronel Vega!—espetó

el oficial.—¿Esto es un agravio al ejército liberal!—respondió

Rosales.—¡Vamos!—ordenó el oficial, los tres soldados

señalaron con los rifles la salida.

XV

La balada del presidiario

Las aguas del puerto estaban encrespadas y su espuma turbulenta se prendía temblorosa a las lisas paredes de los riscos, el aire estaba lleno de arena y humedad y cuando el coronel Rosales se acercó al alféizar de la ventana del presidio sintió el soplo salino de un golpe de viento que coloreó un poco sus grises mejillas. Extrajo de su bolsillo la libreta de forro de piel, releyó los últimos versos escritos la noche anterior:

¡Bello es morir! amigos, sí, muramos,si no queda un vislumbre de esperanza

a la tumba volemos sin tardanza,y la muerte miremos con desdén.

El coronel miró pensativamente por la ventana, pasaba revista a los últimos acontecimientos. Antes de que fueran consignados ante el juez habían sido incomunicados por

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catorce días. Este acto era catalogado por Rosales como vejatorio e inconstitucional, y si alguien conocía de estos asuntos era él, de inmediato había presentado la queja ante el Tribunal de Justicia del Estado, pidiendo garantías.

En este punto el Tribunal entró en controversia con el Ejecutivo, aduciendo este último, que Rosales estaba ya consignado al fiscal militar, y manda un extrañamiento para el poder judicial por entrometerse en un asunto del fuero de guerra extraño a su jurisdicción. Para evitarse problemas, Plácido Vega destierra a Rosales.

En junio de 1861 Benito Juárez fue elegido presidente de México, pues hasta entonces sólo había sido presidente interino. La situación del gobierno liberal era muy difícil. La guerra civil había asolado al país. Los pocos millones de pesos obtenidos de la venta de los bienes de la Iglesia (merced a las leyes de reforma) de poco habían servido, la República no tenía dinero ni para mantener al ejército. Aprovechando esta situación las bandas conservadoras al mando de Márquez, Mejía, Zuloaga y otros reanudaron la lucha de guerrillas. En junio de 1861 asesinaron a jefes del partido liberal como Melchor Ocampo y Santos Degollado.

La situación económica del país era lamentable, los empréstitos onerosos obtenidos por los gobiernos anteriores exigían el pago de altos intereses que constituían la cuarta parte del presupuesto nacional, además de que tres cuartas partes de los ingresos aduanales paraban en manos de los acreedores extranjeros. Por esta razón el 17 de julio de 1861 el Congreso dispuso una moratoria de dos años en el pago de los réditos de los empréstitos extranjeros a largo plazo con el fin de poder reencauzar la economía nacional. La suspensión de pagos fue el pretexto que Napoleón III, emperador de los franceses, utilizó para invadir tierras mexicanas, auspiciados por los conservadores que sufriendo derrota tras derrota no veían otra esperanza de recuperar el poder que bajo el auxilio

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de fuerzas extranjeras. La intervención francesa motivó que el general Vega organizara la Brigada Sinaloa, a la que llevó a la altiplanicie para pelear contra los invasores.

Vega, deja al frente del gobierno al Gral. Jesús García Morales, quien poco después lo entrega al Gral. Márquez de León por disposición del gobierno federal. Este hecho es aprovechado por Rosales para regresar al estado con el cargo de Prefecto de Culiacán y Comandante militar del mismo lugar. Mas, don Plácido, a quien no convenía la presencia de Márquez en el gobierno, recurrió al presidente Juárez para que se le cambiase al servicio activo, y con este motivo, de nuevo se hace cargo de la gubernatura García Morales. Despechado Rosales y con la certeza de que va a ser removido del cargo, organiza un movimiento contra el gobernador García Morales y en plan de rebeldía saca a las guardias nacionales de Culiacán y se dirige hacia Cosalá donde lo esperan fuerzas aliadas, sin embargo, la tropa, desconcertada, exige a Rosales explicaciones, se desata entonces una violenta discusión. Rosales es rodeado por los soldados y tiene que abrirse paso a punta de pistola, se producen varios disparos, durante la escaramuza Rosales es herido en un brazo, enfila su caballo hacia Culiacán, a donde llega ya entrada la madrugada; ha perdido demasiada sangre, la camisa se encuentra húmeda del sudor mezclado con la sangre. Observa las primeras casas de la población, sus techos de palmas y sus paredes enjarradas con lodo, se dirige a una de ellas. Los perros están ladrando, cruza el cerco,

—¡Agustina, Agustina!—grita Antonio frente a la puerta. Una mujer se asoma por la ventana:

—¿Quién es?—pregunta la mujer. —Yo, Agustina, Antonio ... Antonio Rosales.

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XVILa infamia

Agustina y Antonio se habían conocido en Guadalajara en el Hospital de Belén, donde la joven Agustina aprendería el oficio de enfermera el cual desempeñaría eficientemente en la atención de los soldados durante la intervención francesa.

—¡Antonio!—exclamó Agustina—¿qué te sucedió?—Cúrame estos rasguños—dijo Rosales.—Has perdido mucha sangre, hijo—dijo la mujer.—No es nada—dijo Antonio y se dejó caer en el catre

de jarcia. Con la mano sana desabrochó el cinturón con la funda de su reglamentaria y la dejó en el suelo. Agustina le quitó la casaca militar y le secó el cuerpo sudoroso.

—Se me rebeló la tropa, Agustina—dijo Antonio, cerrando los ojos mientras la mujer curaba la herida.

—¿Pues qué fue lo que pasó?—preguntó la mujer, sin dejar de atender a Rosales.

—Las aguas están muy revueltas, Agustina, quién sabe que irá a pasar con nosotros, yo todo lo veo mal, el burocratismo se ha incrustado en la mente de nuestras autoridades, se prefiere la obediencia ciega y fiel que la voluntad de servir a la patria.

—Hay hijo, si no te conociera no te creería nada, pero te conozco desde chamaco y además sé de que familia eres: los Rosales, todos están cortados con la misma tijera. Tu tío Víctor, ¡ay tu tío Víctor!—, la mujer dio un suspiro, tomó los vendajes y empezó a envolver el brazo herido de Antonio, mientras rememoraba:—A tu tío Víctor lo conocí joven, yo también fui joven, Antonio. Él había ido a la ciudad de México a estudiar leyes y yo pasaba una temporada con mi tía Amalia que tenía una tienda de ropa cerca de la escuela de jurisprudencia donde estudiaba tu tío, ahí nos conocimos, todos los días lo miraba pasar. Una mañana tu tío y yo caminábamos por la plaza mayor de la ciudad, en aquella

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época en el centro de la plaza se encontraba la estatua ecuestre de Carlos IV, la cual era custodiada por cuatro centinelas de la guardia virreinal, nosotros caminábamos junto a la estatua cuando vimos que frente a ella se detenían cuatro indios que acompañaban a uno de mayor edad, el cual después supimos que era el cacique de Tecpam de San Juan. El cacique admirado de la grandeza de la estatua habló en el idioma náhuatl con los hombres que lo acompañaban, uno de los centinelas creyendo que los indios censuraban el hecho de que el caballo estuviese, como está, pisando el carcaj, dio de culatazos al cacique. Víctor, que sabía hablar en mexicano, habló en defensa del indio explicando que lo que el indio había dicho eran alabanzas a la estatua por lo bien hecha que estaba, el tono de amargura y crítica con que tu tío habló a los guardias ofendió al cabo quien golpeó a tu tío y los hizo arrestar junto con los indios, varios días estuvieron presos, finalmente fueron dejados en libertad, pero tu tío fue expulsado de la escuela por lo que consideraron un desafecto al gobierno virreinal. Desde entonces bulló en la mente de tu tío la idea de lograr la independencia de México. En 1808 tomó parte activa en la conspiración que costó la vida a Luis Ferrer y Flores Verdad. Entonces tuvo que salir prófugo de México, pero no cejó en su empeño. Se dirigió hacia el interior y se puso en contacto con los operarios de los minerales de Catorce, Guanajuato, Tlalpujahua, Pachuca y Zacatecas, quienes conspiraban para realizar un levantamiento y entre quienes, para conocerse se habían repartido once medallas llamadas del Patrocinio, de las que se troquelaron doscientas en Zacatecas por conducto de un sacerdote misionero crucífero de aquella villa de Guadalupe. Esta última conspiración fracasó como la primera. En 1810, encontrándose en su natal Zacatecas recibió de Allende la invitación para tomar parte en la guerra de independencia. También fueron invitados tus tíos Francisco que era administrador de una hacienda, tu tío Fulgencio que tenía un

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obraje en León, tu tío Vicente que era minero en el Real del Catorce y Sotero que era labrador en la Sierra de Amoles. Víctor y sus hermanos aceptaron colaborar y se entregaron a ello, nada de medias tintas, Víctor se reunió con Fulgencio y Sotero y se pusieron a fabricar pólvora y a construir lanzas y monturas, llegando a armar y a equipar a sesenta jinetes para aumentar el improvisado ejército de la independencia.

Agustina cubrió con una frazada el cuerpo de Antonio que se había quedado dormido. La mujer continuó hablando para sí misma. — Con ese pequeño ejército que los hermanos Rosales pagaban de su bolsa y a cuyo frente estaba tu tío Víctor, realizó su primera acción de guerra, sorprendiendo el 29 de septiembre a una multitud de españoles que custodiados por piquetas de soldados de las tropas realistas de infantería y caballería, se retiraban hacia la ciudad de México, espantados por el levantamiento de Dolores. Ese fue el inicio de una serie de hazañas, de rasgos de valor, de sacrificios sin cuento, que valieron a tu tío, el ser declarado uno de los trece héroes de la patria por la ley del 19 de julio de 1823. Tu tío Víctor Rosales, que acababa de recibir el despacho de mariscal de campo del ejército insurgente, murió luchando contra los enemigos en un rancho de la Sierra de Ario, que hasta hoy lleva su nombre—. La mujer guardó silencio y se quedó mirando el rostro apacible de Antonio Rosales.

Al día siguiente Antonio se despidió de Agustina, no sin antes entregarle una carta de recomendación para el director del Hospital de Mazatlán, con la intención de conseguirle un empleo. El esposo de Agustina había muerto luchando en la Guerra de Reforma. Algunos años después sus doce hijos morirán luchando contra los franceses. Al borde de la miseria, pensionada con 30 pesos mensuales, los cuales nunca se le pagaron “porque en la Ley de Egresos se hizo caso omiso de tal pensión”, una alma caritativa le escribe una carta que ella envía al H. Congreso en la que reitera el pago

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de su pensión. Al leerse la misiva en la tribuna del congreso el general Vicente Riva Palacio sintiendo en carne propia el agravio expresó: “Señores diputados: si en la calle o en cualquier parte nos dicen que hay una mujer que ha perdido a su marido y doce hijos combatiendo contra el enemigo extranjero, a la que el Congreso le ha dado 30 pesos cada mes, sin ser diputados diríamos que era una vergüenza para la nación haber señalado tan mezquina recompensa a la que ha sido víctima en aras de su independencia. Yo señores, soy hombre de escasa cultura, y por eso tal vez será que en ninguna historia, ni aun en esas famosas de Grecia, he encontrado semejanza con hecho que es objeto del dictamen que está a discusión. Una mujer que ha perdido a su esposo y a sus doce hijos en el campo de batalla, peleando por la independencia de la Patria en Roma o Atenas, hubiera sido llamada al Pritaneo para mantenerla en unión de los magistrados; y entre nosotros nos viene proponiendo una pensión de treinta pesos. En cualquier otra parte, la mujer de que se trata estaría llena de honores, mantenida por la nación y sumamente considerada. Recuerdo, señores, lo que en el orden religioso se tenía, en otro tiempo, como el sumun de la gloria: el Ayuntamiento de México mandó señalar una pensión a la madre de Felipe de Jesús, porque había fallecido en el martirio en el Japón; y nosotros a una mujer que ha perdido a su esposo y doce hijos le vamos a dar treinta pesos, es decir, menos de tres pesos cada mes por la vida de cada uno de ellos”. Enseguida tomó la palabra Guillermo Prieto para exigir que se repara la injusticia, logrando la expedición del decreto correspondiente que decía: “El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, decreta: “Artículo único. El Congreso de la Unión, en uso de las facultades que le concede el artículo 72, fracción XXXVI de la Constitución concede a la señora Agustina Ramírez, viuda del soldado Severiano Rodríguez, muerto en el ataque de Mazatlán en 1859, y madre de Librado, Francisco, José María, Manuel,

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Victorio, Antonio, Apolonio, Juan, José, Juan Bautista, Jesús y Francisco (segundo) Rodríguez, muertos en acciones de guerra contra los franceses, la pensión de ciento cincuenta pesos mensuales, sin que quede sujeto a descuento alguno. –M. Dublán, diputado presidente. –Romero Rubio, senador presidente. –Manuel F. Alatorre, diputado secretario. –Blas Escontria, senador secretario.”

El 14 de febrero de 1880, Agustina Ramírez muere en la más espantosa miseria. Nunca recibió un peso de su pensión. Sus restos fueron arrojados en una fosa común en el cementerio de Mazatlán.

XVII

Tres mexicanos en San Francisco

La noche era oscura, las pequeñas olas de cuando en cuando se encrespaban, de pronto una fuerte brisa procedente del mar levantó el sombrero de Antonio que con un movimiento rápido apenas alcanzó a sujetar. El muelle era lúgubre, en las bodegas aledañas se almacenaban infinidad de mercancías, tinglados de lana, barriles de sal, las pieles apiladas una sobre otra formaban pequeños cerros, un farol ardía suavemente como temeroso de desplegar su temblorosa luz en aquella oscuridad. Por enésima vez, Rosales había acudido al muelle en busca de una oportunidad para regresar a Sinaloa en algún barco mercante pues carecía de dinero para pagar un pasaje hasta Mazatlán. Caminó con pasos rápidos entre el chillido de las ratas que peleaban entre sí por algún trozo de alimento. Poco a poco se fue alejando del muelle en dirección al centro de la ciudad, las calles eran tristes y deprimentes a pesar de ser sábado. De vez en cuando pasaban un hombre y una mujer cogidos por la cintura o un grupo de trabajadores recién salidos de la jornada rumbo a algún bar vecino.

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Los tiempos son malos para Antonio. Después del fallido intento de asonada contra el gobernador García Morales, se dirige a San Luis Potosí donde conversa con su amigo el “Nigromante” que lo pone al tanto de la difícil situación en que se encuentra el gobierno federal en su fuga hacia el norte. Al no poder regresar a Sinaloa, y ante el avance de las tropas francesas decide dirigirse a San Francisco. Aquí ha residido por un tiempo, pero ya cree que es tiempo de regresar a Sinaloa donde piensa luchar con éxito contra la invasión francesa.

Antonio camina por la calle solitaria, observa la arquitectura de los edificios y no se percata de los escasos transeúntes que a esa hora deambulan. Al pasar frente a un bar tropieza con un hombre corpulento que charla con otro a la entrada del tugurio, Antonio se excusa por el incidente y sin mirar hacia los hombres reanuda la marcha. De repente un grito lo hace voltear:

—¡Coronel Rosales, coronel Rosales!—¡Mi coronel!—exclamó Rosales, sus ojos brillaron

como si estuviera presenciando un milagro. Los sonoros abrazos no se hicieron esperar. El hombre corpulento es Plácido Vega, el otro hombre es un oficial liberal llamado Jorge Carmona, cuya historia conocerán a su debido tiempo.

—¡Vamos a celebrar este encuentro como se debe!—dijo el coronel Vega. Pasaron al interior del bar.

No me corresponde a mí, grave cronista de los hechos, narrar lo que ocurrió aquella noche en que Plácido Vega acogió bajo su protección a Rosales. Se dice que bajo la influencia del vino Antonio perdió en parte su compostura y actuó de forma poco adecuada para una persona de su rango: declamó poemas de su propia inspiración, cantó a dúo con Carmona, “si a tu ventana llega una paloma... “, todo acompañado por las risotadas de don Plácido que, solícito, de inmediato mandó traer compañía femenina. Se divirtieron con aquellas tres mujeres, pálidas y ojerosas, que intentaron una

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y otra vez que los hombres bailaran tango, entre el temblor de las botellas, las volutas de humo, el hostigamiento entre una pierna y otra, entre un tango y otro tango, en la débil luz de aquel antro... en fin, parece que la pasaron a todo dar. Ahora cabe preguntarnos: ¿qué hacían estos tres mexicanos en San Francisco?

En 1863 el presidente Juárez comisionó al general Plácido Vega para que comprara armas en San Francisco para lo cual le entrega una fuerte suma de dinero. Plácido Vega se establece en San Francisco debido a que en los momentos de su llegada no logra establecer los contactos adecuados para la compra de las armas, esta tardanza en proveer de armas a los liberales será motivo de que más tarde será acusado de derrochar el dinero de Juárez. Carmona se encuentra de manera fortuita a Vega de quien ha sido fiel subalterno. Unido a la causa liberal desde su juventud estrena el uniforme rojo incorporado a las tropas del general Pesqueira sobresaliendo en la batalla de Los mimbres lo cual en aprecio de su valor lo hace merecedor del grado de teniente. En ese tiempo se establece en Mazatlán donde conoce a Plácido Vega y con él se incorpora al Batallón Ligero de Sinaloa donde pronto lo nombra su ayudante de campo participando de manera exitosa en numerosas batallas. Los tres personajes se reunirán luchando contra los conservadores en la batalla de El Espinal. El general Vega se encuentra al mando de las tropas, Rosales se encuentra a la vanguardia en el campo de batalla. En los momentos en que el ataque es más impetuoso el segundo en jefe de la brigada, coronel Manuel Márquez de León, dudando del éxito de la batalla retrocede con su Estado Mayor para tomar la reserva. Al observar este movimiento el Gral. Plácido Vega ordena a su ayudante Carmona que pregunte a Márquez qué es lo que está pasando, éste le informa que le falta parque a Rosales y que si no lo lleva inmediatamente será derrotado por los conservadores. Don Plácido ordena:

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—¡Teniente Carmona!, ¡cargue una mula con parque del calibre de la fusilería de Rosales y llévelo usted mismo

—Al momento mi general— responde Carmona—. Al llegar al lugar donde se encuentra Rosales, Carmona le dice:

—Aquí está el parque mi coronel.—¡Cabrones es lo que necesito!—contesta Antonio y

enseguida arenga a la tropa:—¡Arriba muchachos! ¡Con la bayoneta mis amigos! ¡A

darles por el culete!El ímpetu de Rosales hace que en poco tiempo las

armas de la Reforma festejen la victoria. Este triunfo fue uno de los más brillantes obtenido por los liberales en Sinaloa, consolidó el poderío constitucionalista, aumentó el prestigio militar de Vega, Rosales y Márquez de León, y dejó en manos de los republicanos 340 prisioneros, cuarenta de ellos oficiales, 10 piezas de artillería; 400 fusiles; 350 cargas de parque, más de 300 mulas aparejadas, y alrededor de 150 bigajes. Los soldados liberales eran esperados en Mazatlán con sinceras demostraciones de cariño y admiración, pero anunciada su llegada a las cinco de la mañana, arribaron hasta las doce del día, por lo que el coronel Vega ofreció al pueblo que tan luego como sus hombres tomaran un descanso, harían un desfile por las calles del puerto para que recibieran el homenaje que querían rendirles. El día señalado, la calle Principal se adornó con arcos triunfales y las que estaban designadas para el paso de las tropas se engalanó con lienzos tricolores, colchas y banderolas. A las cinco de la tarde los redobles de los tambores y los ecos marciales de los clarines anunciaron que el desfile se había iniciado, entre vivas y aplausos Rosales y Vega sonreían, de repente Antonio preguntó al coronel: —¿ Qué es el triunfo mi coronel?—. Vega soltó una carcajada,

—Qué preguntas hace usted, mire—dijo señalando dos bellas mazatlecas que se dirigían hacia ellos.—¡Esto es triunfar! —.Los dos hombres sonrieron complacidos, mientras

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las muchachas les colocaban en el pecho sendos listones de colores que decían: “Loor eterno a los vencedores de El Espinal.”

Carmona había sido desterrado a San Francisco como consecuencia de una acción que lleva a cabo, en cumplimiento de una misión secreta encomendada por el Gral. Comonfort en Mazatlán. El coronel García Morales finge creer que está conspirando contra su gobierno y lo manda juzgar por un consejo de guerra en el cual asume la defensa Ignacio Ramírez, el “Nigromante”. Carmona sale absuelto, no obstante, García Morales ordena con un pretexto baladí sea embarcado a San Francisco.

XVIIIEl regreso

Con el pasaje que don Plácido le proporciona regresa Antonio a Sinaloa y se une a las fuerzas liberales del general Ramón Corona. Ante la falta de apoyo del gobernador García Morales a la Brigada de Tepic que dominaban el norte de Nayarit, y la zona de El Rosario y Escuinapa, único bastión republicano en el noroeste, Corona y Rosales emiten el Plan de El Rosario para derrocar a García Morales. Corona y Rosales acusaban al gobernador de falta de entereza en la dirección de la política local influido por malos consejeros; desbarajuste administrativo; derroche de las rentas de la federación y del Estado; descuido y apatía de la defensa nacional y egoísmo cerrado a toda colaboración para combatir la intervención extranjera.

El 6 de octubre de 1864 se formalizó el planteamiento para derrocar a García Morales con el Plan de El Rosario, signado en la población del mismo nombre. Dicho plan consignaba las siguientes proposiciones:

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“1.- Siendo notoria la incapacidad de c. General García Morales para administrar el Estado y proveer a su defensa cesará en sus funciones de gobernador y comandante militar...

2.- En caso de presentarse el enemigo extranjero, o sus aliados los traidores, estas fuerzas (las pronunciadas) están dispuestas a combatirlos hasta el último trance, a auxiliar a las que dependan del c. García Morales u obrar en combinación con aquellas, si a ello fueran invitados”.

El día 3 de octubre se encontraron en Villa Unión, Corona, Rosales y Sánchez Román. Acordaron en vías de organizar preliminarmente el pronunciamiento, reconocer a Sánchez Román como gobernador provisional del estado, a Rosales como Jefe de las fuerzas de Sinaloa y a Corona como Mayor general de la Brigada de Tepic y de las fuerzas de Sinaloa. Pero García Morales no se amilanó ante el plan presentado por Corona y Rosales, se negó a capitular cuando Sánchez Román lo conminó a un avenimiento pacífico que obviara el espectáculo de una lucha fraticida en momentos tan críticos para la República. En vista del fracaso conciliatorio Rosales y Corona al mando de las fuerzas atacan Mazatlán el día 15 de octubre; tras breve resistencia, la plaza es abandonada por los defensores del gobierno de García Morales. De esta manera se realiza el nombramiento de un gobernador provisional, dispensado por el influjo militar, único medio posible en tales circunstancias, resultando electo el coronel Rosales quien en su proclama firmada en el puerto de Mazatlán expresa:

“Tomaré para la guerra los recursos estrictamente necesarios, sin entrabar en nada el movimiento industrial y comercial. El patriotismo se provoca dando ejemplos de probidad y abnegación en los puestos públicos y, de arrojo, y valentía en los campos de batalla. Mi principal objeto será la guerra; la guerra sin tregua contra los que intentan degradarnos a los ojos del mundo civilizado. Entre morir y

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ser esclavo, no puede titubear un alma elevada. Si la suerte de los combates no nos destina a ver a la patria emancipada de toda expresión extranjera, prefiramos en el sepulcro el sueño de los valientes, a cuyos oídos no llega el ruido de las cadenas de la esclavitud”.

En pocos días se logra la paz interior del estado con el control político y militar bajo el régimen del gobernador Rosales y el mando militar del general Corona. De esta manera el enemigo, que el 12 de noviembre iniciaba el asedio al puerto de Mazatlán, encontró unificada la resistencia republicana que bajo la denominación de Brigadas Unidas de Sinaloa y Jalisco agrupó el plan de El Rosario y formó el pie veterano de lo que después fue el Ejército de Occidente.

El general Corona remitió al presidente Juárez una minuciosa relación de todo lo sucedido. El Gobierno Supremo no consideró desacato la actitud de los militares, de hecho se trataba del único bastión constitucionalista en el noroeste del país, aunque tampoco respondió dándose por enterado ni aprobando los hechos hasta meses después. Juárez no podía, tampoco fomentar alzamientos contra gobernadores que él mismo nombraba. Antonio, preocupado por el silencio de Juárez ante los acontecimientos le envía una carta.

Sr. Don Benito Juárez. Muy señor mío y de mi particular aprecio: Los despilfarros escandalosos del general Don Plácido

Vega, sus contratos ruinosos sobre la aduana marítima y su conducta sospechosa en cuanto al armamento que se le encargó comprar y que bajo diversos pretextos no ha remitido, le habían enajenado de tal suerte de las simpatías en este estado que un cambio en el personal del gobierno se hacía indispensable, si el general don Jesús García Morales se obstinaba en seguir siendo el instrumento ciego de Vega;

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estalló pues, el movimiento revolucionario que todos preveían y del que también ustedes tuvieron conocimiento.

Para juzgar el desprestigio de la administración del Señor García Morales, basta considerar que en doce días fue derribada, y que las fuerzas que despachó a combatir a los revolucionarios se unieron a ellos y que por fin este puerto cayó después de un ataque de una hora, en que tuvo gran parte el valor de los asaltantes, pero más todavía la falta de voluntad para pelear de los que defendían la plaza.

Tomado este puesto y retirado el señor García Morales a Sonora, se procedió a la elección popular, según se había ofrecido, y resulté nombrado, casi por unanimidad de sufragios, gobernador de este estado.

Tales son los sucesos que me han elevado al puesto en que me encuentro y los motivos que me hacen dirigir a usted la presente carta para hablarse sobre la situación y sobre lo que conviene hacer, preocupándome solamente de los intereses de la patria y en manera alguna de los personales míos, ni de nadie.

Desde luego, puedo asegurar a usted que ninguna cooperación puede esperarse del estado de Sinaloa para el orden constitucional si el gobierno vuelve a caer en manos de Don Plácido Vega o de algún tutoriado suyo; los pueblos cansados de esa dominación funesta se echarán mejor en brazos de la reacción, como había comenzado a suceder al fin de la administración de García Morales.

Aprovecho con gusto esta ocasión para ofrecerme a las órdenes de usted y su afectísimo servidor q.b.s.m.

Antonio Rosales

Mazatlán, octubre 28 de 1864.

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Para noviembre las tropas de Lozada se encaminaron hacia Mazatlán, haciendo coincidir su marcha con el de los navíos franceses que acosaban el puerto y desde los cuales bombardearon la población y sólo pusieron fin al ataque cuando una comisión de civiles y cónsules con bandera de parlamento fueron a dar el aviso de que la plaza había sido desocupada por los republicanos.

El día trece de noviembre desembarcaron en Mazatlán las tropas francesas formadas por la mayor parte de un batallón de cazadores argelinos que desde junio se encontraban en el puerto de Acapulco y contingentes de marinería de la flota, por tierra entró la columna de Lozada compuesta de tres mil hombres de caballería e infantería. Con el carácter de Comandante superior nombrado por el mariscal Bazaine, el señor G. Munier asumió el mando político y militar de la plaza, a la cual declaró en estado de sitio reglamentando el aceso a ella, incomunicándola por tierra adentro y dejándole por mar la vía de San Blas, desde cuyo punto hasta Tepic, Lozada se comprometió a dar seguridades para el tránsito según el tratado de Tequila.

Unos días después los jefes de las Brigadas Unidas de Jalisco y Sinaloa, entre los que se encontraban Ramón Corona, Antonio Rosales, Eulogio Parra y Anacleto Correa, se reunían para discutir la estrategia militar que habían de seguir.

En la cúpula de la iglesia del convento jesuita de La Candelaria, en Huajicori, un pueblo cercano a Tepic, los militares tomaron asiento. Corona y Rosales masticaban pedazos de mezcal horneado y saboreaban el dulce jugo que en las tequilerías de la región se fermentan para producir un excelente mezcal.

—No, Ramón, yo no estoy de acuerdo en fraccionar la fuerza; es mejor la unidad de acción, nuestra fuerza es numerosa y los hombres de Lozada fuera de la serranía pierden efectividad—señaló Rosales.

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—Toma en cuenta lo que cuesta mantener un ejército, nuestra fuerza en este momento es la movilidad y ésta nos la da la caballería. Ninguna población estaría dispuesta a darnos ni siquiera comida para los animales. Yo creo que nos funcionaría mejor la formación de pequeños grupos,..

—¿De guerrillas?—interrumpió Rosales,—Ándale, además ya tenemos a varios cuerpos de

nuestras brigadas dispersos, obrando como partidas sueltas, además reunir a las dos brigadas significaría un gran esfuerzo—. Rosales y Eulogio Parra intercambiaron miradas desaprobatorias, ambos se oponían a la idea de Corona.

—Pero, Ramón, recuperar Mazatlán no se puede lograr con la guerra de guerrillas—sostuvo Antonio.

—Tienes toda la razón, pero en estos momentos lo que queremos es que el enemigo no avance ni un milímetro en nuestro suelo.

Poco tiempo después el coronel Rosales tuvo noticia de un desembarco en Altata de una expedición invasora. Su guerrilla tenía apenas trescientos hombres y con ellos se dirigió hacia Culiacán, la más importante población que conservaban los republicanos en Sinaloa.

XIXLa batalla de San Pedro

Eran casi las seis de la mañana. La llovizna fría y pertinaz caía en las desoladas playas de Altata. Frente al muelle, en el pequeño café, el chino Chou tomó de la estufa un extraño recipiente que derramaba una espesa humareda blanquesina. Bajo la luz rala de la lámpara, su figura pareció más fantasmal al hombre que se asomó por el turbio cristal de la ventana.

—Plas, plas, plas—aporreó el hombre la puerta, pero el viejo Chou no escuchó, ensimismado en preparar la infusión

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de goma árabe con amapola.De pronto, como si la insistente mirada del extraño,

más que los fuertes golpes lo llamaran, se dirigió sin voltear hacia la puerta y la abrió con parsimonia. El recién llegado se quitó el sombrero empapado y se acercó a la estufa aterido por el frío.

—Acaba de llegar el barco—dijo el hombre con voz enronquecida.

—Pedro recibió al francés y todavía platican bajo el muelle—dijo el extraño, señalando a la izquierda del café.

—Tenel que avisal a codonel Dosales—dijo Chou, y tomando papel y lápiz escribió una larga nota.

Un rayo que se abrió sobre el mar iluminó la proa del “Lucifer”. Los lancheros y húsares descendían de la embarcación hacia los botes que aguardaban. Dos hombres observaban la acción desde la cabina del timonel, sus sombreros de alas anchas ensombrecían sus rostros en el resplandor del alba, en sus pechos brillaban las insignias de sus rangos. Abajo, a estribor, un grupo de oficiales daba instrucciones a los soldados que se disponían al desembarco. Las tropas se fueron congregando frente al muelle, mientras los caballos y algunos dromedarios eran conducidos hacía atrás de la viviendas de madera en un llano circundado de manglares.

El viejo Chou se dirigió a la trastienda del café, extrajo de un viejo ropero una flauta de bambú y un mosquetón que envolvió en un costal, se dirigió al patio y ensilló una mula zaina que tenía un ojo tuerto, amarró el costal a la cabeza de la silla, para después tomar la orilla del estero y perderse en la espesura de los manglares.

El coronel, frente al espejo, con la casaca militar todavía desabotonada, se envaselinaba las puntas de su bigote, cuando tocaron a la puerta:

—Mi coronel, llegó un mensaje del Chino Chou—

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dijo el hombre que apareció en el dintel y le entregó una pequeña flauta de bambú. El coronel separó en dos partes el instrumento y extrajo el mensaje del interior. Mientras leía, una sombra de preocupación endureció su rostro, guardó en el bolso del pantalón la carta y a grandes pasos abandonó la habitación.

En el salón se encuentran reunidos los jefes republicanos. Las carcomidas paredes del cuarto están desnudas, sólo un mapa del estado de Sinaloa, amarillento y manchado de humedad, cubre una parte de los sombríos espacios del recinto.

El coronel ordena:—Lea, coronel Granados—.El joven militar con voz

engolada inicia la lectura :

“Señor don Antonio Rosales”

“Muy querido amigo” Mi posición como militar y un sentimiento de verdadera

amistad, me obligan a dirigirme a usted, siempre con deferencia. Usted comprende, querido amigo, cuál es su posición con el presidente Juárez. Usted jamás podrá unirse al Gral. Ramón Corona, único jefe militar que pudiera robustecer sus intentos; pero diametralmente opuestos a los rectos y puros procedimientos de usted, por su relajada y vandálica conducta... una voz interrumpe la lectura:

—¡Falso, coronel, qué hombre más falso!—gritó el hombre. —¡Continúe!—ordenó Rosales.

...el señor comandante superior de Mazatlán y el señor comandante en jefe de esta expedición, han visto con indignación el decreto en que don Benito Juárez pone a usted fuera de la ley, y juzgan este hecho como atentatorio e injusto: ellos tienen el más vivo interés por ver a usted como

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aliado al nuevo orden de cosas, orden en que positivamente impera la equidad y la justicia... (Una serie de imágenes difusas aparecen en la mente del coronel: un jinete solitario que atraviesa un largo llano; un hombre prisionero en una oscura mazmorra da cuerda a su reloj de bolsillo; una mujer de espaldas mirando por la ventana, él la observa desde el lecho) “...yo, con el derecho de la amistad, le exhorto a usted a una adhesión inmediata. Si para resolver este negocio, cree usted apropiado anticipar una conferencia con el jefe de la expedición, le ofrezco a usted que para ello gozará de garantías excepcionales...La mirada del coronel recorre los rostros de los presentes, como si quisiera adivinar lo que piensan los atentos escuchas y éstos al unísono abundan en un solo comentario:

—¡Traidor! ¡Carmona es un traidor! ¡Es capaz de vender a su madre!

...Quedo como siempre su más adicto y atento amigo

que lo aprecia:

Jorge Carmona” —¡Señores, la patria está en peligro!—exclamó el

coronel Rosales con voz firme. —He recibido noticias de mi informante en Altata y tenemos el tiempo justo para armar una estrategia, por lo pronto el escuadrón Lanceros de Jalisco al mando del coronel Francisco Tolentino realizará una avanzada de observación, mientras nosotros nos ocupamos de los preparativos necesarios para combatir a los invasores.

Por la noche, Rosales hace anotaciones en su diario, como es su costumbre; se detiene en un escrito realizado unos meses atrás:

“Verano con Mercedes”

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“Apenas en mayo, habíamos estado Mercedes y yo en la casa frente al mar. Por la tarde, aprovechando que sus tíos no se encuentran en el puerto, salimos a caminar por el muelle. Nos detenemos. Tú miras el lugar y miras más allá, tienes las manos apoyadas en el paraguas. No te mueves y atisbo un dejo de tristeza en tu mirada. El mutismo nos invade, no hayan acomodo las palabras.

—¿Sucede algo?—me preguntas.-—Nada—respondo. Y sigo llenándome de tu presencia

y de la brisa fragante de humores marinos.A unos metros de nosotros, dos chiquillos sentados al

borde del muelle, preparan sus arcos para dispararle a los peces, Mercedes los observa intrigada: —¿Saben manejar el arco? —me pregunta. —Deben saber—,le contesto—,son hijos de pescadores indígenas.

De pronto Mercedes me mira fijamente y me dice con ojos de reproche:

—¿Cuándo dejarás de pelear?La pregunta me sorprende, no puedo contestar de

inmediato. Me pregunto a mí mismo: ¿dejar de pelear? Entonces respondo:

—¿La Patria está en grave peligro! Los ejércitos extranjeros ocupan casi todo el territorio nacional; esta región de occidente puede ser el rechazo o la victoria final del imperio. ¡No podemos descuidar la Patria ni un segundo!

Dejo de hablar, palabras muy convincentes, pienso, para una arenga militar; entonces recapitulo en la lógica femenina y cambio mi catilinaria:

—Ganaremos la guerra, expulsaremos al enemigo, entonces lograremos tener nuestra finca, podremos vivir sin sobresaltos, darte comodidades, lo conseguiremos más pronto de lo que imaginas. Ella me escucha atenta, y su mirada se enciende, me observa como si lo hiciera por primera vez, quiere creer en mis palabras y me oprime la mano, no

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me atrevo a decir más. Volvemos.Agosto, 1864.

Al anochecer las tropas francesas arribaron a Navolato. El pueblo se paralizó, sólo se escuchaba el rumor del río y el alerta nocturno y rítmico de las voces de los centinelas. En la tienda mayor está el mando de las tropas: el general Cortés, el capitán Gazielle y el comandante Jorge Carmona.

Para Carmona fue una sorpresa que el coronel Rosales rechazara su oferta. Pensaba que el resentimiento del coronel hacia los republicanos actuaría para integrarlo a las fuerzas del Imperio. Creía que al igual que él, Rosales aprovecharía la oportunidad para vengar agravios pasados y presentes. Sin embargo, no consideró la formación nacionalista y revolucionaria de Rosales; apostaba a las pasiones que se desbordan cuando los intereses son lastimados. Y era obvio que Rosales tenía resentimientos, pero el coronel Rosales pensaba en la república, en la soberanía ofendida por los invasores, si no era así, entonces ¿qué le impedía unirse al imperio francés seguro de dominar México? Había sido lastimado en su orgullo, tenía enemigos en las tropas mexicanas, pero ante todo estaba la Patria, su convicción nacionalista, la integridad de la nación.

En cambio él: ¿Quién era Jorge Carmona? Un individuo llevado a la deriva desde su infancia en la lucha por su sobrevivencia, por el sustento diario, ¿una víctima de las circunstancias? No. Había tenido la oportunidad de decidir su destino: de ser un soldado liberal al mando del general Santos Degollado, pasa a verse envuelto en una intriga contra el coronel Jesús García Morales, gobernador de Sinaloa, la cual al ser descubierta, es causa de que sea desterrado a San Francisco California. Con lo cual Carmona llega a odiar a todos los caudillos liberales que defienden la república. Carmona ha cambiado, ya está ausente en él el

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ardor patriótico, se ha vuelto un soldado sin escrúpulos. De esta manera se le presenta una oportunidad magnífica para vengar sus agravios: la propuesta de la delegación francesa de crear un imperio en México.

En San Pedro, frente a una fogata, el coronel Rosales

saborea una taza de café. Abstraído, piensa en el enemigo; en la batalla inminente, recuerda luchas pasadas; por su mente pasa la imagen del entorno, el lecho del río, una y otra vez piensa en la estrategia. Una duda lo atenaza: ¿Se encuentra la contraguerrilla francesa en Sinaloa? La información de que dispone es negativa al respecto. Los informes de Chou deben ser fidedignos, sin embargo, no puede dejar de tomar providencias, un error y estaría perdido totalmente, repite en su mente: “los cuerpos regulares que componen los ejércitos son los instrumentos naturales de la estrategia y gracias a los principios de la táctica militar ellos deben, después de marchas y contramarchas sabiamente proyectadas, llegar exactamente en el momento conveniente a los campos de batalla donde las masas congregadas chocan entre sí”.

¿Qué era lo que preocupaba al coronel? Particularmente esos cuerpos semiautónomos del ejército francés: la contraguerrilla, grupos formados en una vasta experiencia guerrera. La conquista de Argel produjo a los fusileros (soldados de infantería) y a los espahús (soldados de caballería). Crimea aportó los bachi-bazouks de la Dobrogea, diezmados por las enfermedades. En el Senegal, en China y en la Conchinchina, los contingentes franceses se reforzaron con tropas auxiliares especiales. En México, de igual forma, se había creado la contraguerrilla. El ejército francés no pudo tomar Puebla y este hecho se vinculaba estrechamente con las acciones de la guerrilla mexicana que actuaba fugazmente descontrolando al ejército invasor, en consecuencia, las contraguerrillas francesas aumentaban en número y en

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audacia. Tal era su audacia, pensaba Rosales, que en ese momento podían estar quemando y arrasando la ciudad de Culiacán.

La mañana está revestida de una neblina que taladra,

como si el cielo se estuviese desgajando en cables finísimos, penetrantes y continuos. En los polvosos campos aledaños al pueblo de Navolato, se producen escaramuzas entre la caballería de los invasores y las avanzadas del coronel Rosales. Eran las seis de la mañana. En los sembradíos se oía el pipiar seco de los grillos; los altísimos y frescos penachos de los álamos cercanos al río susurraban con una alta y lánguida brisa; los pájaros empezaban a cantar otra vez.

Sobre la derecha, a lo largo de las hileras de álamos surgió una densa y creciente ola de polvo; los soldados gritaban, los látigos chasqueaban y se percibía un sonido discordante, un rumor sordo de cadenas, era una especie de carreta sobre la cual iba la artillería de los franceses. La estrategia de Rosales se dejaba percibir, atraería al enemigo a las inmediaciones de San Pedro, al despoblado, donde apoyándose en dos frentes darían la batalla a los invasores.

Las pequeñas escaramuzas se sucedían a lo largo de una tortuosa vereda entre mezquites, donde se miraba hormiguear una hilera de soldados franceses cubiertos por una brizna de polvo fino. El camino, de repente, daba a un llano polvoriento que se continuaba con el extenso arenal del lecho del río: el lugar de la batalla final. Mientras tanto, los soldados mexicanos se veían brincar hacia abajo del paredón del río, para ir a diseminarse a lo largo de la primera hilera de álamos. Se movían aquí y allá en pequeños grupos de caballería, así como algunos rezagados a pie, con sus rifles en las manos. A lo lejos se perfilaban las casas del poblado de San Pedro, en el sol ardiente de la mañana. El fuego casi

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había cesado por completo, el calor era sofocante, de cuando en cuando llegaba silbando una bala perdida.

Demasiado tarde se dieron cuenta los militares franceses de la estrategia de Rosales, apenas si alcanzaron a colocar su artillería en tierra firme cuando se vieron inmersos en una lluvia de proyectiles. El fuego de fusil y de cañón que comenzó inmediatamente , duró más de una hora, los soldados franceses intentaron apoderarse de las dos piezas de artillería de los mexicanos, pero el comandante Granados y sus intrépidos soldados hicieron retroceder al enemigo. Al ver lo anterior, el coronel Rosales, ordenó que toda la brigada avanzara simultáneamente, atacando con fiereza en una lucha a bayoneta calada, donde Rosales con la espada en alto arengaba a los valerosos mexicanos.

Una corneta sonó en alguna parte de la retaguardia. El fuego de fusilería aturdía, agudo, penetrante; se podían observar hombres que corrían con huaraches y mantas sobre los hombros; los bonetes rojos de los milicianos franceses y sus casacas azules polvorientas se encontraban abandonadas en el suelo. En el centro del campo, al inicio del lecho del río, se hallaba un racimo de cuerpos abandonados desde el inicio de la batalla, sus caras pálidas y transparentes brillaban en el resplandor del día, sólo enturbiadas por las moscas que merodeaban en las cavidades.

Conmovida la línea enemiga ante el ataque de los mexicanos comenzó a perder terreno, no obstante la batalla se prolongó por más de tres horas. Al mediodía, el tiroteo fue decreciendo en fuerza, un oficial francés herido en la frente arrastraba los pies y con voz enronquecida gritaba órdenes de fuego a un centenar de soldados heridos y cansados que disparaban sus municiones al aire, en señal de impotencia. Pese a su resistencia, el enemigo se pronunció en retirada, siendo los primeros fugitivos el general Cortés

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y el comandante Carmona, con lo cual el enemigo se dio por vencido y, clavando sus bayonetas en el río Humaya, aceptaron su derrota.

La victoria obtenida por Rosales y sus tropas, impresionó a todos los republicanos del país, pues no obstante el triunfo conseguido en Puebla por el general Ignacio Zaragoza en 1862, los ejércitos franceses seguían catalogados como los mejores a nivel mundial y habían logrado un importante avance en su dominio de México. De esta manera, Rosales evitó que los invasores se apoderaran del centro y norte de Sinaloa, facilitando que más tarde los soldados republicanos expulsaran a los extranjeros de sus posiciones en Sonora.

El triunfo conseguido por Rosales le hizo obtener la Banda de Honor, de igual forma sus principales colaboradores fueron ascendidos de grado. El 23 de diciembre de 1864, hicieron su entrada triunfal a Culiacán los soldados republicanos, ante la admiración de la población entera. Por la noche se llevó acabo una fiesta en honor de las tropas victoriosas, con el mismo banquete que las fuerzas proimperialistas de la capital sinaloense habían preparado para los franceses.

El coronel Rosales se retiró temprano del convivio. Caminó solitario las pocas cuadras que había hasta la casa de gobierno, escuchó el gorjeo de las palomas en los campanarios de la catedral, aspiró el aire fresco de los árboles de la plaza de armas. Ahora gozaba de las mieles del triunfo, los que antes pedían su cabeza ahora lo vitoreaban, los que antes preparaban el ágape para el festejo de su derrota, ahora estaban frente a él rindiéndole pleitesía. Entonces se preguntaba: “¿Quién hace héroes a los héroes? Luchamos por la Patria, por la misma Patria de aquellos que han pedido que intervengan los imperialistas, se han borrado las fronteras, mexicanos se unen a extranjeros, emprenden tareas comunes;... el gobierno no actúa en función de la apremiante violación de la soberanía, sino con una mentalidad

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meramente burocrática de escalafón...”, pensaba en su inminente destitución por parte del presidente Juárez; pues no obstante su resonante triunfo sobre los franceses; el mandatario, inflexible, no toleraría el cuartelazo propinado por Rosales a García Morales, por loables que fueran las causas, para apoderarse de la gubernatura sinaloense.

El coronel abrió el enorme portón de la casa de gobierno; Cenobio, el sirviente, acudió al escuchar el ruido producido por la puerta.

—Buenas noches, coronel, regresó usted temprano—dijo el hombre.

—Sí, estoy un poco cansado—contestó Rosales.—¿Desea usted cenar?—preguntó el sirviente.El coronel se había detenido en el centro de la explanada

y miraba los faroles encendidos en los arcos del segundo piso. Al escuchar la voz del hombre, se atuzó el bigote, como solía hacerlo cuando pensaba en tomar una decisión importante, entonces con voz firme ordenó:

—¡Cenobio, háblale a Merceditas!

(De la correspondencia de Antonio Rosales)

General Antonio Rosales.- Culiacán, Sinaloa.“Impuesto el C. Presidente de la República del oficio

que me dirigió usted con fecha 23 de diciembre último, recibido por el correo de hoy, acerca de la victoria que Ud. obtuvo con la brigada de su mando en San Pedro, el día 22 del mismo mes de diciembre, derrotando completamente a los franceses y traidores que marchaban para Culiacán, ha acordado que comunique a Ud. directamente como lo hago en otro oficio, lo que anteayer se había encargado dijese a Ud. el C. General José María Patoni, que transcribió un parte de Ud. por extraordinario llegado aquí el día anterior. Así que ahora sólo repetiré a Ud. que el C. Presidente Benito Juárez,

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recibió con mucha satisfacción la noticia de este triunfo, que desde luego fue celebrado dignamente por todos los buenos ciudadanos y por las fuerzas que hay en esta capital. La gloria que este triunfo da a las armas nacionales y al estado de Sinaloa, será siempre también una gloria para Ud., que se ha honrado en gran manera, siendo el jefe de aquella jornada y lo será igualmente para todos los jefes, oficiales y soldados que se hallaron en ella. En justo premio del patriotismo, aptitud y valor de Ud., el C. Presidente acordó desde la primera noticia conferir a Ud. el empleo de general de brigada, cuyo despacho me es satisfactorio remitirle en esta ocasión.

Para premiar justamente a los jefes que recomienda Ud. en su oficio, ha acordado el C. Presidente conferir el grado de general de brigada al C.coronel Joaquín Sánchez Román, el empleo de teniente coronel a los ciudadanos comandantes de batallón Francisco Miranda y Jorge Granados y el empleo de comandante de batallón al graduado C. Lucas Mora, enviando a Ud. sus despachos para que se sirva entregárselos. También ha acordado el C.presidente que con la debida preferencia y considerado el ascenso al empleo de comandante de batallón, sea atendida la familia del ciudadano Fernando Ramírez, que en San Pedro dio gloriosamente la vida por su Patria. En vista del parte pormenorizado que ofrece Ud. el gobierno concederá los ascensos que correspondan, atendiendo a las recomendaciones que haga Ud. de los demás que concurrieron y se distinguieron en la acción. Cumplo el encargo del C. Presidente, felicitando a Ud. y a todos los que prestaron sus buenos servicios en aquella jornada, por la honra que han adquirido para sí y la que han dado a su Patria.- General M. Negrete”.

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XXLa renuncia

(De la correspondencia de Ramón Corona)Don Juan Bautista Híjar, Guadalajara, Jalisco. Mi querido amigo:

La noticia ya te habrá llegado, pero te comunico el detalle que el propio don Gaspar Sánchez Ochoa, que es el gobernador que don Benito había nombrado y que todos acatamos, en lugar de Rosales, cedió su nombramiento a favor de Antonio. La brigada , te lo confirmo, pasa a ser Ejército de Occidente. Es un gusto ese compromiso. Mi nombramiento es con fecha de la acción de Veranos. Con el portador te mando un abrazo y los camarones secos que te gustan.

Me despido para participar en la celebración.Ramón.General de División Ramón Corona. Culiacán, 25 de

mayo de 1865. “No es fácil mantener la unidad de hombres que

retroceden”. Eso pensó Ramón Corona cuando recibió una carta de Bibiano Dávalos en que le pedía que se trasladara urgentemente a Culiacán, pues el coronel Ascensión Correa, se había apoderado de la plaza y desconocido a Rosales como jefe y como gobernador. La causa era, aparentemente, un incidente sobre la memoria de Anacleto Correa, primo de Ascensión; sin embargo, entre la tropa se murmuraba, ya ven como es la gente, de que la pugna era una cuestión relacionada con una dama.

Corona envió cartas a sus subordinados donde les pedía que suspendieran todo género de hostilidades. En el camino hacia Culiacán, un alcance de un diario informaba que Correa y Rosales habían conferenciado y depuesto sus diferencias,

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en aras de no dividirse ante el enemigo.Más tranquilo, Corona llegó a Culiacán para enterarse

de que Rosales insistía en que se castigara a Correa.—Eso es extemporáneo, Antonio, todo mundo sabe que

ya llegaron a un arreglo— dijo Corona.—Yo sé que lo que te preocupa es que prospere el

ejército. Por eso te quieren tus soldados y yo mismo. Pero entonces, Ramón, renuncio al gobierno y te dejo a ti el asunto—respondió Antonio.

—No’mbre, pérate. Dejarías las cosas como si todo hubiera sido un complot para hacerme del gobierno. Eso no –rechazó Corona.

—Pues a ver cómo le haces, porque yo me voy a Chihuahua a unirme a las tropas de don Benito Juárez— exclamó categórico Rosales.

—Bueno, entonces dime a quién quieres que nombre en tu lugar— propuso Corona.

—No hay nadie que la oficialidad sostenga más que a ti—dijo Rosales con firmeza.

—Si no propones a nadie, si te vas irrevocablemente, yo voy a nombrar a Rubí—.Al escuchar aquel nombre Antonio estalló en ira.

—¿Qué? ¿Vas a dejar en ese cargo tan importante y ahorita a un barretero sin antecedentes políticos? ¿A un minero que deja minas de larga distancia que ni siquiera explota? No, Ramón. Eso no lo consiento. No me parece justo—señaló Rosales.

—Pues si no te parece haz lo que te venga en gana.—Sí. Lo que voy a hacer es lo que te dije: ¡renuncio al

gobierno a tu nombre!

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XXIEl amor

La casa de ladrillos rojos con el huerto de setos. Las uñas color carmín yendo y viniendo nerviosamente, mientras continúan intercambiándose esos diálogos fulgurantes; al amparo del abanico, detrás de la cara maquillada; preguntas y respuestas sucediéndose. Luego advirtiéndolo, sin duda, dándose cuenta de que van hablar de nuevo, porque es en medio de una frase que pronuncian sus labios que ella recobra conciencia al oírse decir “... yo que detesto la guerra, ahora él ha adquirido la costumbre de vivir aquí, dice que ya es de Sinaloa, a veces me promete que nos vamos a marchar, yo le digo que las propiedades que poseo serían suficientes para vivir tranquilos, pero él...” Mercedes miró por la ventana un instante el deslumbrante destello del sol, como si hubiera captado en una fracción de segundo toda la luz sobre su persona y éste la transportara hacia su pasado. Cuando decidió casarse, sin duda en ese momento sabía lo que le esperaba con un hombre demasiado mayor para ella, había aceptado de antemano, había asumido, había cancelado de antemano esa pasión. Esa pasión consagrada en el centro del altar en una fastuosa ceremonia religiosa. Y ahora lo que conoce con Antonio es un sentimiento inédito: ese suave y tierno y vertiginoso secreto del amor furtivo.

Pero todo esto Mercedes lo piensa para sí, lo que en realidad está diciendo es:

—La traición de Correa al sublevarse y desconocer a Antonio como gobernador hirió su orgullo en lo más hondo de tu alma, lo que motivó su aireada protesta, pero actuaba con justicia al pedir que Correa fuera juzgado por su conducta antipatriótica, al no apoyar con sus recursos a las fuerzas que heroicamente soportaban la campaña, además de su

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insubordinación y la necesidad de reivindicar públicamente el respeto de su investidura y el grado militar de Antonio. ¿A eso le llaman ambición?

—Pero, Mercedes, si ya Correa había recapitulado y aceptado su error, ¿qué necesidad había de ese protagonismo?—.El que hablaba era su tío Salvador Iturrigalde y Fernández, a su lado su tía doña Blanca Tovar de Irurrigalde, muy seria, con las manos quietas en el regazo, escuchaba. Mercedes, detrás del encaje de su abanico, disimula el gesto de desagrado que le producen los comentarios de su tío.

—¿Qué empeño en renunciar a la gubernatura? Bien sabemos que Antonio controlaba la totalidad de las recaudaciones fiscales que eran las más cuantiosas por tratarse del territorio que estaba en paz y en posibilidades de pagar. No así la zona del sur, en los distritos de Concordia, Mazatlán y El Rosario, en frecuentes combates y contando con sus entradas como únicas fuentes de recursos para las tropas en campaña al mando de Corona. Esas desigualdades económicas que sufrían estas gentes es lo que suscitó las desaveniencias y eso, Mercedes, fue lo que causó la rebelión del coronel Correa y las brigadas de Jalisco en contra de Rosales, eso tienes que entenderlo—, dijo don Salvador.

Mercedes dejó el abanico sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta. Caminó sin rumbo fijo por las calles hasta que de pronto, a lo lejos, vio la figura de Antonio erguido sobre su caballo, él se volvió ligeramente sobre su silla de montar como para mostrarnos un poco ese rostro siempre impenetrable desprovisto de expresión. El caballo reemprendió la marcha con rumbo hacia Mercedes. Y el caballo al reemprender la marcha parecía caminar por sí mismo, y siempre al paso naturalmente, sin precipitación, tampoco sin lentitud y tampoco indolentemente: simplemente al paso.

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XXIILa cruz de Culiacán

(Florilegio)

—Lee esos poemas, Ignacio, que has escrito en estas tierras, que yo enseguida leeré los míos.

—Recuerda, Antonio, que luego no me puedes callar.—Descuida, te voy a leer lo que me va a publicar La

Falange, quiero que me des tu opinión. De los tuyos me gustaría conocer ese que se llama, creo, que La cruz de Culiacán, o algo así.

—Déjame ver, sí, éste es.

La Cruz de Culiacán

¡La Cruz de Culiacán! Amada mía,¿Darla podremos a un ingrato olvido?

Detrás de los naranjos escondidoEl Humaya una noche sonreía.

Esta Cruz, esta cruz yo te decía¡Cuántas promesas a tu amor ha oído!¡Vanas palabras! Se han desvanecido

Apenas luce en el oriente el día.

No seré de esa turba de amadoresQue engañados ante este monumento

Esperan todavía tus favores.

Hablé, y la cruz que oyó tu juramentoPuede decir a mis predecesores

Que te oyó también el cumplimiento.

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—¡Bravo! Ignacio, de modo que detrás de los naranjos...—No hagas caso de habladurías, Antonio, recuerda que:

No era falso el testimonioDe la vieja que decía

Que de mi cuerpo vio un díaSalir corriendo al demonio.

Salió y todo lo atropellaPorque es diablo de buen gusto

Y sufrir no pudo el susto de verme pecar con ella.

—Ja,ja,ja, salud Ignacio. —Salud, Antonio, ... —Escucha este:

A propósito

El que viva en santa ligadiga

Si le parece jocundoel mundo,

aunque disfrute, en su esfera,lo que quiera.

Dulce es la vida caseraCon mujer propia y un

Rorro;Pero es más dulce andar horro

Diga el mundo lo que quieraDe fijo, ni a sol ni a luna,

Ninguna

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Mujer, beba o picaresca,pesca.

Del mundo en el océanomi mano

Primero fuera un troyanoDe heroico, al verme en apuro

¡con que, lo dicho y lo juro!Ninguna pesca mi mano.

No quiero, al dejarme atar.pagar.

El que excesivo reputotributo

Teniendo por cobradoral amor.

Vivir solo es lo mejor,Sin colgarse ese zarcillo,

Que no conviene al bolsillo.Pagar tributo al amor.

Cuando, sin ver lo que expongo,pongo

Mi amor ante una muchacha,en facha

y largo un instante dejo,al aparejo

a fuer de marino viejo,trato de no embarrancar,

y por eso, al bracearpongo en facha el aparejo.Vivir quiero en un rincón,

solterónY por eso, tras mi escudo,

conchudoMe hago, metido en la jaula,

el maula

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De la experiencia en el aulaSe enseña que es excelenteConservarse eternamente,

Solterón, conchudo y maula.—Ja, ja, ja, sin agraviar al presente, Antonio. Presta

atención:

A mi musa

¿Por qué envuelta en un velo, Musa mía,Empuñando mi lira, te presentas?

¿Qué desusado aroma es el que alientas?¿Por qué ese fuego en tu mirada fría?

Ese par de palomas me extasíaQue en tu pecho, entre galas aposentas;

Sobre la tierra no tus pies asientas;Alfombra algún celaje te daría?

Dulce al oído y dulce es a la menteTú alígera palabra; en un santuario

Así revuela el cántico inocente.

Permite que mi arrojo temerarioEsa nube separe de tu frente....

¡Engaño celestial! Tú eres Rosario.

—¿A Rosario, Nigromante? ¿Qué tiene esa mujer que embelesa a los poetas?

—iSi tú la conocieras, seguro ya le habrías escrito cien poemas.

—Divina debe ser al consagrarle un álbum Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, José Martí, Manuel M. Flores,

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Antonio Coéllar, Angel del Campo, Luis G. Urbina y decenas más, divina debe ser...

— Famoso es tu dístico con el cual abres el volumen:

“Ara es este álbum; esparcid cantores,a los pies de la diosa, incienso y flores”.

—Tendrías que conocer a Rosario, Antonio, para entonces comprender porqué despierta pasiones tan desgarradoras que son capaces de llevar al suicidio a un hombre.

—¿Te refieres a Manuel Acuña? —El mismo del “Nocturno a Rosario”.—Desgraciado de Acuña, ahora sí que cobró un

perpetuo mal.—Rosario nunca obró de mala fe, ella siempre quiso a

Manuel Flores, que paradójicamente murió muy joven y todo el amor que le tenemos no resulta suficiente para ella.

—Nos estamos poniendo muy tristes, Ignacio, mejor, ¡cómo veo doy!:

—Bien...

Présteme su negro mantoEl genio de la tristeza,

Doble el dolor mi cabezaCiegue mis ojos el llanto.

En tremendo Viernes Santo.Perdía yo mi entereza

Con lo que un santo no rezaMercedes es mi quebranto

Así en Culiacán gemía

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Y al escuchar ese espicheCon rubor alguien diría

Quien llora por la culichiA cuestas él llevaría

La sombra de Ignacia Reachy.

—Ja, ja, ja, salud Antonio.—Salud, Ignacio...

XXIIILa muerte de Ignacia Reachy

—Creo que no era muy guapa— dijo el general Corona.-—Yo no la conocí, pero si Ignacia Reachy fue la mitad

de bella que su hermana doña Elena, muchas mujeres tuvieron que envidiarle. Lo que sí supe es que era blanca, muy blanca, así que fea no debe haber sido. Su padre fue un español— señaló Juan Bautista.

—No creo que haya sido fea, lo cierto es que nunca se casó, tuvo amores pero no le fue nada bien.

—Se dice que desde que era muchacha, en la hacienda de su hermana hacía los oficios de mayordomo. Iba y venía de una finca a otra, revisaba el trabajo de los peones en el campo. Eso de andar sola, en una mujer de su condición daba mucho de que hablar.

—Yo creo que más que fea o bonita, era mucha hembra para los que la conocieron. ¿Pues cómo iban a convivir con ella, estando acostumbrados los señoritingos a tratar con damas llenas de melindres?

—En la guerra de los tres años fue corresponsal y agente de “los puros” en Guadalajara. Era amiga de casi todos los liberales distinguidos.

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—Ignacia siempre fue un misterio, desde sus primeras batallas en el norte contra los gringos, aparecía y desaparecía de un frente a otro, claro siempre al lado de la causa liberal.

—Se decía que estaba enamorada de uno de los jefes republicanos y que ella lo seguía, pero no como su mujer, sino como un soldado más de la tropa. Pero de repente se le veía aparecer por otros rumbos.

—La Reachy fue incorporada al Estado Mayor del general Arteaga. ¿Qué no, mi general?

—Así es, fue ayudante de Arteaga y con él marchó hacia el interior del país con los jaliscienses que entraron al ejército comandado por Zaragoza. Participó en el encuentro de Las Cumbres, donde hirieron a Arteaga, y cuando Puebla cayó, los franceses la hicieron prisionera. La llevaron a Orizaba, ahí fue víctima de innumerables atropellos. Pero también sirvió mucho a la causa, ¿Sabías que Porfirio Díaz y González Ortega salieron de la prisión vestidos de mujer mientras la Ignacia y un grupo de mujeres coqueteaban con los franchutes? Así se las gastaba la Reachy.

—Oiga, mi general y ¿sabe usted quién fue el militar al que tanto quiso esa mujer?

—Ese hombre fue Antonio.—Oiga, mi general. Ignacia lucha al lado de Rosales

en San Pedro, ¿qué no? —Ellos se separan después de la batalla, cuando

Antonio decide irse a Chihuahua.—Líos de faldas, mi general.—Así es. Parece que Antonio está comprometido y

las dos mujeres se encuentran frente a frente. Ignacia se da cuenta que ha perdido esa batalla y se va a luchar a Michoacán al lado de otro Antonio, Antonio Rojas. Luego supimos que andaba con las fuerzas de Régules por Zitácuaro. Un día, ella estaba comiendo en una fonda, comía sola sentada en una mesa. Un soldado se le acercó y le entregó una carta.

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Ignacia abrió el sobre con parsimonia como si temiera leer su contenido. Permaneció inmóvil por unos instantes, con lentitud llevó el papel ante sus ojos. Enseguida tomó el plato que había sobre la mesa y lo estrelló contra el piso. Luego se escuchó un disparo: se había dado un balazo en el paladar con su pistola de cachas de marfil.

XXIVLa última tentación

Cuando Rosales se separa del gobierno del estado y decide dirigirse a Chihuahua sucede algo imprevisto en su relación con Mercedes. Ella quiere acompañarlo en su viaje, no desea dejarlo solo un instante: ya lo conoce. Además sabe lo de Ignacia Reachy, se conocen, tiene noticias de que se ha marchado, pero ¿quién lo asegura? Para Antonio su presencia en Culiacán es más que suficiente, es un lugar relativamente seguro para ella, el gobierno liberal está firme. Nada fácil había resultado su traslado de Mazatlán a Culiacán con las tropas francesas pisándoles los talones y él sin poder moverse a voluntad por la presencia de Mercedes en las tropas, calculando demasiado los riesgos ante el temor de que le fuera a suceder algo. No puede borrar de su mente el episodio de la Puerta de Habal, donde fueron sorprendidos por las tropas de Lozada mientras dormían, y donde sólo con el coraje de sus hombres y su capacidad de reorganizar las tropas logran rechazar al enemigo. “¡Cómo pesa traer una mujer entre la tropa!”. Antonio trata de convencerla, le pide paciencia. Ella no puede esperar más. Se marcha a Mazatlán y de ahí a San Francisco, convencida de que Antonio no cambiará nunca. Seguirá luchando toda su vida ¿y ella?: “con el Jesús en la boca todo el tiempo, no, así no se puede vivir”. Un dolor resignado como un tembloroso rayo atravesó el corazón de Antonio. Le invadió entonces la

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tentación de quedarse, de formar un hogar con Mercedes, de contraer matrimonio con ella. Por unos instantes se imaginó en la tranquilidad de un hogar, rodeado de sus hijos, viviendo en paz. Pero sólo fueron unos instantes, nunca asomó en él la más leve intención de ir tras ella: ¿ para qué ? Está dispuesto a dar la vida por su país, no puede escapar al sacrificio: su patriotismo exaltado por la gloria, la misión que tiene que cumplir. Conmovido, desde su montura observa el paisaje, mañana estará en Mocorito y desde ahí despachará al general Sánchez Román en misión informativa con el presidente Juárez en busca de la reparación de la injusticia de que ha sido objeto por el Jefe de las Brigadas Unidas, el general Ramón Corona. La habilidad política de Corona logró envolver a Rosales y hacerlo partícipe de sus acciones con las cuales intentaba tener el dominio total de Jalisco y Sinaloa, una lucha sorda de intrigas y afrentas de uno y otro lado, llevadas a cabo por diversos personajes, donde Corona al no involucrarse de manera visible lo hacen aparecer ajeno a los conflictos, e inútilmente, Rosales pretende poner en su justa dimensión los sucesos ante el presidente Juárez. Pasan los días y Antonio, inquieto por el silencio del presidente, decide sublevarse a la gubernatura de Rubí, desconociendo su gobierno por medio de un manifiesto donde explica que por dignidad se había visto impelido a renunciar, pero en vista de que el desastre amenaza al estado, dada la incompetencia de Rubí, reasumía la gubernatura. De esta manera envía a los coroneles Miranda y Granados a organizar fuerzas en los distritos de Sinaloa y El Fuerte. Luego, Rosales invita a Rubí a un diálogo, Antonio propone a Domingo a que se adhiera a su causa y juntos combatir a Corona: Rubí continuará al frente del gobierno de Sinaloa y Antonio será el Jefe de la Brigada de Sinaloa.

Rubí aplaza su respuesta, lo que da lugar a que un hecho inesperado haga más larga la espera: una columna francesa

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de más de mil hombres ha ocupado Durango en su ruta hacia Chihuahua, sede del gobierno nacional. La finalidad de la avanzada francesa era desalojar al presidente Juárez de su refugio en la frontera para obligarlo a trasladarse al extranjero y con ello determinar la desaparición legal de su gobierno, y así lograr el reconocimiento del advenedizo Maximiliano por parte de los Estados Unidos. Ante tal situación, Corona envía un exhorto a Rosales invitándolo a mantener el estado de cosas en la entidad, en tanto no librara sus órdenes el gobierno de la república y a evitar, dadas las circunstancias y el peligro inminente, cualquier acto de hostilidad entre las mismas fuerzas liberales.

Una vez conjurada la amenaza de las tropas francesas al gobierno de Juárez, que había evacuado la ciudad de Chihuahua trasladándose a Paso del Norte, y ante el prolongado silencio del general Domingo Rubí, Antonio ha continuado con el acopio de armas y hombres en los distritos de Sinaloa y Mocorito manteniendo la región bajo su control. Intranquilo Rubí, por las actividades de Rosales, sale a combatirlo al mando de doscientos hombres, al llegar a Mocorito recibe la visita de dos representantes de Antonio:

—Mi general Rubí, dos hombres del general Rosales quieren hablar con usté— anunció el oficial.

—Que pasen—dijo el general con gesto adusto—.”Quién sabe que intentará Rosales ahora”—pensó Rubí.

—Mi general Rubí, el general Rosales manda decir que una columna francesa con aliados de las tribus del Mayo y del Yaqui amenaza la población de Álamos, motivo por el cual Don Francisco Ferrel, prefecto político de este distrito solicita con urgencia auxilio para defender la plaza y que en razón de este llamado al cumplimiento del más alto deber patriótico, da por concluida su oposición política y se prepara sin tardanza con los elementos a su cargo a cooperar en la campaña de Sonora, para lo cual solicita a usted amnistía para los pueblos

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y personas que han sido partidarios de su causa—.El general Rubí acarició los enhiestos pelos de su bigote, dio una última fumada al cigarro de hoja que ya le quemaba los dedos y lo arrojó por la ventana. Enseguida exclamó:

—Dígale al general Rosales que cuenta con mi apoyo, que mañana mismo estaré en Sinaloa para hacerme cargo del distrito que va a desalojar.

Antonio Rosales salió de la Villa de Sinaloa el día dos de agosto rumbo a Sonora con quinientos soldados, muy disminuida su tropa debido a las numerosas deserciones suscitadas en el camino, llegaron a su acantonamiento en Álamos, donde se incorporan bajo su mando las tropas de esa población. Poco después, Antonio viaja de nuevo a Choix en busca de refuerzos. La plaza de Álamos es ocupada por los proimperialistas, regresa entonces Rosales casi con igual número de hombres con los que se había marchado: 210 hombres de infantería y 70 dragones. Encuentra la ciudad en calma, el enemigo ha desocupado la plaza: 500 soldados franceses y 1600 indígenas a una prudente distancia, aguardan el momento de sorprender a las fuerzas rosalinas.

(De la correspondencia de Ignacio Ramírez)Hermosillo, junio de 1865.Querido Fidel:¿Has salido al fin sin novedad del Bolsón de Mapimí?

Cordialmente me alegro.Las noticias que tengo que comunicarte son todas

muy desagradables. El valiente Rosales yace abandonado de los suyos en un lugar no remoto de Álamos; la ambición, no innoble pero sí desacertada de otros jefes, nos priva de los servicios del vencedor de San Pedro. Los franceses, que cautivó en este lance tan memorable, fueron internados por estas tierras de Sonora; y ellos, ahora que las armas de su nación dominan en Guaymas, han logrado escaparse, favorecidos por los partidarios de Gándara.

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Aquí ha estado un tal Sepúlveda, uno de los hermanos que sirve de secretario a Corona; por las conversaciones de ese agente, puedo asegurarte que la guerra seguirá en Sinaloa; esto es un consuelo; pero en ese estado van a desarrollarse miras encontradas y ambiciones personales; dominará el clero; admitirán los programas absurdos contra las instituciones; lo que interesa a muchos de los nuevos héroes es nulificar a Rosales, porque Rosales no será cómplice de ningún atentado contra las instituciones; porque Rosales es desinteresado; porque sus laureles hacen sombra a los que jamás podrán igualarlos; porque, en fin, si falta voluntad, así los fatuos lo quieren. Pero Rosales no desembarcó en Mazatlán más que con su espada, y es lo único que conserva; se le trata como a un desterrado, y cuando muchos lo abandonan, otros lo buscan: de aquí han partido Barragán y los Molina y otros; y cuando el héroe levante de nuevo la bandera nacional, podrá sucumbir, pero no bajará solo a la tumba. - El Nigromante.

XXV

Bello es morir

Pensaba en la muerte como un riesgo inminente al ser humano, se preguntaba: Aparte de la certidumbre de morir ¿Qué otra cosa hay que sea real?, podía morir al cruzar la calle o debajo de un árbol víctima de un insecto. Él se movía en el campo de batalla siempre en la línea de peligro, siempre al filo de la muerte, nunca había sido herido de gravedad, se movía en medio del fuego con una seguridad pasmosa que provocaba la admiración hasta de sus enemigos. Contagiado del espíritu romántico fatalista sabía que habría de morir joven y qué mejor que en el campo de batalla.

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Hace ya más de cuarenta y ocho horas que no han dormido las tropas y luchan como pueden con el sueño, adormilándose a veces; oscilan sus bustos encorvados de delante a atrás con la marcha de sus caballos. Cuando amanece cabalgan por una vasta llanura casi desnuda. Escrutan nerviosos el cielo sin nubes con la excepción de unas delgadas franjas horizontales al este que tiñe de rosa el sol naciente.

Aparecen por la línea del horizonte unas sombras alargadas y pálidas de estatuas ecuestres con sus formas de insectos gigantes sobre sus patas estiradas que parecen encogerse y alargarse alternativamente sin avanzar. Surgen entonces los lugares y objetos dispuestos a ingresar en el inventario de la historia: la ciudad de Álamos, el Cerro de Guadalupe, la Casa de Moneda, la Plaza de Armas, un solitario cañón colocado en la plazuela de Orduño, escenario donde las sombras se confabulan para cumplir con su cometido, ¿vienen o van? Se esconden en las casas, caminan a trotes subrepticios. Empiezan a acortarse las sombras cuando estallan los primeros disparos. Unos caballos se encabritan o se desploman y la cabeza del escuadrón que había torcido a la derecha por un atajo retrocede desordenadamente hacia el empalme donde tropieza con los jinetes del último pelotón atacados por la espalda que llegan al galope. Entonces comprenden que han caído en una celada y que van a morir.

hocando unos con otros, acorralados, zarandeados por los gritos del enemigo, oblicuando para ir a dar contra la valla convertida en una muralla de fuego, volviéndose hacia atrás, cada vez más disminuidos, las caras despavoridas, extenuadas y Rosales pistola en mano retrocede, sabe que no queda nada por hacer, sólo defender su vida, sin poder distinguir de su izquierda o su derecha, tal es la confusión, el ruido y el humo de la pólvora, retrocede hasta una casona, secándose el sudor de su frente, con la pistola amartillada,

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erguido ante una ventana a la cual pide refugio, pero nadie abre, ahí permanece hasta que del otro lado de la calle le llega un estampido seco, se lleva la mano al pecho. El indio que está frente a él con el rifle de mecha no puede hacer otro disparo porque el general en un acto reflejo ya le ha botado el arma de las manos con un certero disparo, Antonio ha doblado su cuerpo cubriendo con todo su brazo la herida del pecho, mientras el indígena que ha recogido el rifle y que se ha dado cuenta que ha quedado inutilizado lo esgrime como si fuera un garrote y avanza hasta el general que ha vaciado su pistola en el cuerpo del indio y sin embargo, éste, continúa avanzando con el rifle en las manos para golpearlo; el indígena está frente a él y se dispone a dar el primer golpe, pero en esos momentos Antonio se desploma a sus pies. En ese postrero instante, vacío y turbio, cruza por tu mente una imagen que es la última que registra tu cerebro: tú estás escribiendo febrilmente en tu libreta de forro de piel. Escribes con una letra impulsiva, fogosa, la tinta pálida, transparente, con sus festones irregulares de palos y ganchos, tachaduras y arabescos, escribes... Se diría que las palabras justas, las frases, las huellas que han dejado en el papel los movimientos de las tropas, los combates, las intrigas, los discursos, y a medida que aparecen en el papel las palabras se desmoronan y caen reducidas a polvo dejando únicamente en tus manos ese olor a sangre seca. Escribes: “Bello es morir”.

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Obregón, Álvaro (2008). Ocho mil kilómetros en campaña (Tomo I). Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

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El oráculo de Isabelde Jesús Manuel Rodelo

se terminó de imprimir en febrero de 2013en los talleres gráficos

de Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa.La edición consta de 500 ejemplares.

Formato de interiores: Gilberto Cobarrubias Rodríguez

El presente volumen reúne cuatro relatos y una novela breve, todos de corte histórico. Los personajes que deambulan por estas narraciones fueron relevantes figuras en el ámbito político y cultural: Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Antonio Rosales, El gobernador Rodolfo T. Loaiza, Isabel de Tobar y Guzmán y Bernardo de Balbuena, entre otros. En cada relato el autor busca reinventarlos como personajes de ficción y explorar su mundo interior. El territorio sinaloense es el contexto que enmarca estas narraciones. Las inquietudes personales del autor en torno a los hechos en que se ven envueltos los personajes le permiten un acercamiento literario donde el interés por los seres humanos y la recreación de las pasiones son el hilo conductor. El heroísmo, la traición, la lealtad, la codicia y el amor enhebrados con aliento épico, dan vida a estos episodios. En este binomio literatura e historia, el esfuerzo se centra en la construcción del relato, la trama, la intriga y la tensión características de la narrativa ficcional.

En el relato que da título al libro, se abordan las relaciones del poeta Bernardo de Balbuena con Isabel de Tobar y Guzmán, en la Villa de San Miguel de Culiacán

en el siglo XVI. Con el aroma de Marlene Dietrich, narra las

visicitudes en torno al asesinato del gobernador Rodolfo T. Loaiza, puestas de manifiesto por su verdugo, un pistolero a sueldo apodado El Gitano. El camino de la revolución, se desarrolla a partir de la corta estancia de Álvaro Obregón en el ingenio azucarero de Navolato, a la edad de 20 años. En crónica del adiós, los antecedentes en torno al exilio del general Calles, tienen como telón de fondo la finca veraniega del Tambor, donde Calles solía vacacionar al lado de su familia. Finalmente, La intervención, aborda en una serie de capítulos cortos la vida del general Antonio Rosales: su infancia, sus amoríos, sus aficiones literarias y sobre todo, sus hazañas militares. El rescate de las tradiciones históricas y culturales de la entidad es la propuesta del autor en estas narraciones.

AN OALSI

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