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EL JARDINERO DEL EDÉN Colección Lumía

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EL JARDINERO DEL EDÉN

Colección Lumía

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El jardinero del EdénD.R. © Textofilia, 2021. D.R. © José Antonio Aldrete-Haas, 2021.D.R. © Diseño de forros: ricardo Velmor, 2021.

TexTofilia

Limas No. 8, Int. 301Col. Tlacoquemecatl del Valle,Del. Benito Juárez, Ciudad de México.C.P. 03200Tel. (52 55) 55 75 89 [email protected]

Primera edición.

ISBN: 978-607-8713-31-8

Impreso en México.Printed in Mexico.

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción par-cial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores o el autor.

[EL JARDINERO DEL EDÉN]

JOSÉ ANTONIO ALDRETE-HAAS

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Para Ana Luisa, quien me enseñó a hablar con gatos.

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[LOS MORADORES DEL INCONSCIENTE]

Unos ojos negros, grandes, saltones, me miran fijamente. Son los de una vaca pinta que brinca como si estuviera rebotando en un trampolín. Su cachorro, que brinca con ella, también me mira. En cada salto sus cabezas asoman sobre un corral tragado por altísimos pastizales. No hay angustia en sus miradas, solo ternura.

Mientras desciendo a la cocina recuerdo que alguien dijo que “hacer caso omiso de los sueños es como recibir cartas y no abrir-las”. Los sueños son misivas singulares escritas con emociones añe-jas y recientes, con temática críptica; historias incoherentes porque estamos dormidos, desconectados del entorno cotidiano, volcados hacia nuestro interior construyendo narrativas que aunque inusuales ofrecen pistas sobre nuestro otro yo, el que habita ese sótano arcaico y espectral, lleno de resabios de una libido reprimida, entre muchas otras curiosidades. ¿Qué me dice este sueño?

Interrumpo mis elucubraciones al intercambiar saludos con Ñengo, un gato chartreuse gris con hermosos ojos amarillos pero casi ciego, que vive en casa hace un par de años. Le pusimos así, que significa ‘debilucho’, porque cuando el portero lo encontró atrapado en el drenaje era un engendro de rata y gato, la carne pegada al hueso y los ojos inyectados de sangre. Es entrañable. Preparo café y aspiro su aroma al vaciarlo en un termo. Unto mermelada de naran-ja amarga a dos rebanas de pan integral. Pongo todo en una charola. Cuando me dispongo a regresar a la cama el teléfono interrumpe la risa de dos ardillas que juegan en el jardín: es Ingrid. Me confirma la

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invitación para asistir a fin de año a la Cumbre del Medio Ambiente en Copenhague.

Conozco a Ingrid desde que era estudiante del doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Cuando la visitaba, cruzábamos la ciudad en su viejo Honda —El Titanic— escuchando a todo volumen himnos de la resistencia de la guerra civil española, para reunirnos con amigos en Soho. Esas tertulias etílicas y nocturnas siempre terminaban contemplando el amanecer a orillas del Hudson. Mantuvimos contacto después de que se mudó a Bruselas para dirigir una ONG que vela por los de-rechos de la mujer. Hoy es asesora del Comisionado del Medio Am-biente de la Unión Europea: coordina acciones para aminorar el Cambio Climático. Me invita a la Cumbre porque conoce mi pasión por construir un hábitat inmerso armónicamente en la naturaleza, y porque piensa que el ser testigo de los esfuerzos institucionales para evitar el apocalipsis del planeta reducirá mi escepticismo sobre las supuestas virtudes del homo sapiens, nosotros.

Entran a la cocina Toto, un labrador negro, y otros tres gatos que viven en casa. Doy a Toto una rebanada de pan como parte de un ritual de buenos días que agradece moviendo la cola. Saludo a Lucho, a Mumu y a Nina. Lucho es de color amarillo con ojos gran-des y expresivos. Mumu tiene el pelo blanco y negro, es inteligente y temperamental. Nina, mi favorita, es una siamesa albina que parece roedor porque le cortaron el borde de sus orejas pues se le quemaron con el sol y no cicatrizaban. También le falta una pata trasera, se le gangrenó y hubo que amputarla: el veterinario era especialista en perros. Sin embargo, todas las mañanas me sigue dando brincos, se sube a la cama, se acurruca entre mis piernas y me acompaña a desayunar.

—“¿Oíste los llantos de Ñengo en la noche? Es la pesadilla de siempre, sueña que se ahoga en el drenaje”, le dice Lucho a Mumu cuando me dirijo a mi habitación. Mumu lo mira, lame la almohadi-lla de su pata, da un salto y sale de la cocina con indiferencia.

Regreso a la cama meditando lo dicho por Lucho. Las campa-nadas de la iglesia del barrio me traen al aquí y al ahora. Regresan las miradas de la vaca y su becerro. ¡Ah, la ternura y el amor!, emo-ciones que con frecuencia habitan los sueños, me digo cuando otro sueño que había olvidado, también tierno, pero con protagonistas humanos, cobra vida con apariencia de realidad: entro a un Vips y me encuentro con la mirada de un niño pequeño en los brazos de su padre. ¡Más ternura!

Doy un trago al café y cuando me regocijo con la floración de la jacaranda que veo desde la cama, otros sueños, esta vez violentos, me llegan de improviso. Los tuve años atrás en Cefalú, Sicilia, donde descansaba después de visitar los bellísimos y bien conservados tem-plos griegos. Había rentado un apartamento con grandes ventanas con vista al Mediterráneo y aunque la brisa entraba con facilidad y mitigaba el calor de verano, cada noche despertaba bañado en su-dor. Imágenes de caudalosos ríos de sangre, de vibrante rojo escarla-ta, corrían hacia mí inundando la pantalla de mi inconsciente. Una noche desperté con brusquedad, más sobresaltado que las noches anteriores. Sentí que me ahogaba. El corazón me latía sin control. Tenía la garganta seca, me costaba una barbaridad tragar saliva. Las sábanas estaban empapadas. Sentí que me encontraba a la deriva en las profundidades de mi psique. Horrorizado recapacité: “debo poner fin a esta indagación sobre el significado de estos sueños vio-lentos”. Y así lo hice, hasta hoy que la estoy retomando.

En ese viaje a Sicilia me había propuesto identificar el origen de mi inclinación a ver a otros como enemigos en potencia y a enfure-cerme por nimiedades. Mi guía, en semejante exploración, era un libro de Carl Jung sobre el proceso de limpia que realiza el chamán en las sociedades primitivas y su relación con la sanación personal. Resultó que no era el adecuado y que además me faltaba entrena-miento para no ahogarme en el torrente de mis elucubraciones. Tuve que abandonar mi ejercicio de buceo psíquico.

Mi lado violento es herencia de mi padre. “¿Dónde dejaron mi pasta de dientes?”, gritaba enfurecido a las 7 de la mañana cuan-

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do mis hermanos y yo nos alistábamos para ir a la escuela. Esa y muchas otras reacciones explosivas, por razones aún más triviales, transformaban la atmósfera apacible de la casa en un infernal cam-po de batalla. Mi padre no se percataba. En una ocasión se molestó cuando le sugerí que su violencia era resultado del abandono de sus padres. Me repetía que habían sido amorosos, aunque lo tuvieron internado en escuelas militares de los 8 a los 18 años. Quizá sus padres, mis abuelos, eran cariñosos cuando lo veían, pero ¿cómo percibiría, siendo adolescente, la falta cotidiana de caricias, de pa-labras de aliento y otras expresiones de apoyo y reconocimiento? Creo que mi padre, consciente o inconscientemente, se sintió aban-donado. Y el abandono produce enojo, resentimiento; una dolorosa herida que no cicatriza con facilidad, dura abierta muchos años… llega a gangrenarse. Es terrible ser invisible, no existir para aquellos que más nos importan. Mi padre nunca lo aceptó, solo lo padeció. Su generación no acostumbraba a reflexionar, es más, la reflexión se consideraba esotérica. Así que mi padre, que era bueno y amoroso a su manera, no pudo evitar heredarnos, a mis hermanos y mí, su proclividad a la violencia.

Pero su legado tuvo beneficios, casi todas las herencias tienen. Me llevó a hacer visibles emociones antes invisibles, lo cual es im-portante porque es por las emociones que podemos percatarnos de nuestras reacciones al encarar la realidad en un momento dado. Identificamos lo que nos gusta, aterra, seduce. Las calificamos de buenas o malas, aunque no ubiquemos sus causas. La violencia y la ternura son emociones cuyo origen con frecuencia desconocemos, más aún si las experimentamos en sueños, al estar conectados pre-cariamente con la realidad. Sin embargo, aun cuando su origen no sea claro, la reflexión nos ayuda a verlas, aunque sea a posteriori, a esbozar un retrato de nuestro inconsciente, y dado que este y el cons-ciente son indivisibles podemos modificar comportamientos. Así que esos demonios violentos ya no andan sueltos haciendo fechorías y la ternura ha sustituido la violencia. Saboreo la mermelada de na-ranja amarga. Nina me voltea a ver con sus ojos bizcos. Se vuelve a

dormir. Quisiera hacer lo mismo, no puedo: me espera un hermoso fresno que debo plantar en una casa-jardín cuya construcción estoy por concluir.

*Lucía, mi clienta, es una brillante economista portuguesa con talento para cantar fados. Coincidimos en que su casa sea funcional y con-fortable para que facilite esa introspección que nos permite gozar y darle sentido a la cotidianidad, incluidos los sueños. Además, sugerí que la envolviéramos con un jardín para mitigar el ruido y la vorá-gine de la vida en la Ciudad de México. Argumenté que los jardines son mágicos pues, desde siempre, evocan la utopía feliz de recobrar el Paraíso perdido. Y señalé que la intimidad con la naturaleza que encontramos en ellos tiene efectos maravillosos: nos alerta a la vez que nos calma, y al conectarnos con las plantas y animales que los habitan nos percatamos del vínculo afectivo que tenemos todos los seres que compartimos el planeta haciendo patente que no estamos solos; se aviva nuestra empatía.

Aceptó gustosa, pidió le diéramos el misterio del jardín de la casa de su infancia en Porto, y me dijo melancólica: “En él cobraban vida mis fantasías al ver mariposas volar y escuchar el canto de los pájaros y el caer de la lluvia en el follaje de los árboles... Quiero que mis hijos tengan y aprecien esas vivencias pues es difícil valorar lo que no has disfrutado... es importante que se percaten de la riqueza que perderemos si continúa el deterioro del planeta… solo así que-rrán protegerlo.”

“Tienes razón, el Paraíso y el Infierno no son invenciones desca-belladas de nuestra imaginación, nombran estados emocionales que alternadamente caracterizan nuestra vida”.

Los ayudantes han colocado el fresno en el hueco. —¿Quieres echarle unas paladas de tierra?, pregunto —Lo ha-

rás parte de tu vida, te entusiasmará verlo crecer, y te conectarás con las ardillas, pájaros, y otros animalitos que lo hacen su morada.

Acepta entusiasmada, toma la pala.

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Cuando termina, hago lo mismo: siento el peso de la tierra y veo cómo poco a poco se cubren sus raíces, se ancla en el suelo que lo nutrirá y dará vida. Lo imagino contento.

Nos sentamos en el jardín junto a un estanque que diseñé como los que se encuentran en parajes boscosos, donde el agua desborda entre piedras.

—Me gusta que se escuche el murmullo del agua al caer, co-menta.

—¿Sabes que el agua no es una sustancia sin vida, como pen-samos, sino que como nosotros, los animales y las plantas, responde a estímulos emocionales? Increíble, ¿no? Un científico japonés lo probó con un experimento curioso: colocó agua destilada en bote-llas que congeló. Expuso unas a melodías de Mozart y Beethoven y otras a música punk. Observó que los cristales formados por el agua congelada de las primeras resultaron armónicos mientras que los otros amorfos. Tenemos una interconexión emocional con todo lo que habita nuestro entorno de vida por lo que al moldearlo también nos moldeamos, al destruirlo nos destruimos.

Entramos a la casa. El jardín parece acompañarnos ya que los árboles que existían, más los recién plantados, se ven a través de los amplios ventanales. Algo similar sucede al subir a los techos ajardi-nados donde los arbustos y las suculentas se funden con las copas de los viejos árboles del Bosque de Chapultepec.

Me complace que el resultado de la visita sea la expresión de calma en el rostro de Lucía pues a diferencia de otros clientes, ella va más allá de la simple idea de resolver necesidades, tiene la mira puesta en la felicidad.

*Subo a mi auto contagiado por la tranquilidad de Lucía pero ese ánimo se evapora al escuchar el noticiario De una a tres. La sección Frentes de Guerra: Sálvese quien pueda, anuncia las miles de muer-tes violentas en los diferentes estados del país, resultado de la lucha entre los cárteles de la droga y de estos contra el gobierno. “Esta ma-

drugada, en el Frente de Sinaloa, los vecinos encontraron tres cuer-pos desmembrados y sin cabeza frente a un bar” dice la nota. Y, “en el Frente de Chihuahua se capturó al Pozolero, empleado de mafias locales cuyo apodo se debe a que descuartizaba los cuerpos de los asesinados, los metía en tambos de 200 litros y los desintegraba con ácido sulfúrico”. ¡Wow! exclamo para mis adentros. La cotidianidad en México es más absurda que un western violento o una película gore, donde la sangre corre a raudales sin argumento alguno. ¿Serán los delincuentes unos abandonados por sus padres, por la sociedad? Es peor, son muertos de hambre que no tienen nada que perder, ni siquiera la esperanza. ¿Por qué los gobernantes no toman cons-ciencia que la miseria se traduce en violencia, que a nadie le gusta ser invisible? No puede haber paz, y por tanto felicidad, en un país donde la mayoría son desposeídos, abandonados.

—“Y como todo pasa De una a tres”, interrumpe el conductor del programa —presentamos un mensaje del Secretario de Salud. Anuncia la suspensión de actividades en las escuelas de la ciudad: se ha detectado un nuevo virus de influenza para el que no existe va-cuna. Se le denomina ‘gripe aviar-porcina’. Se especula que es una mezcla de la gripe aviar que azotó el Oriente hace unos años, y un componente porcino inédito. Y se rumora que algún experimento de genética animal se salió de control y se convirtió en plaga.

Regreso apesadumbrado a mi estudio, en la colonia Condesa… ni siquiera me percato que el día está soleado. ¿Una plaga producto de nuestro ingenio? No solo explotamos la naturaleza, la mejora-mos: clonamos animales, diseñamos células inteligentes capaces de detectar el cáncer y destruirlo, pronto manufacturemos humanos genéticamente mejorados y muchas otras maravillas. Estamos em-belesados por nuestro ingenio tecnológico, nos ha deslumbrado, ha devenido un espejo en el que nos vemos radiantes, superiores a todos los otros seres con quienes compartimos el planeta, y minimizamos los daños colaterales que producimos. ¿En que pensábamos cuando alimentamos a las vacas a base de su propia carne, las volvimos ca-níbales, y creamos la enfermedad de las vacas locas? ¿Qué pasará

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cuando la minoría que controla la riqueza del planeta se encumbre como la ‘raza mejorada genéticamente’, más inteligente, resistente a enfermedades, etcétera, y la miseria de los invisibles se acentúe y se perpetúe su falta de esperanza? ¿Se entronará la violencia?

La mañana siguiente los matutinos hablan de la influenza en sus primeras páginas. Voy a la farmacia a comprar un tapaboca que se recomienda como medida precautoria. En las calles, casi todos, inclusive los ciclistas, usan uno.

La situación empeora. Somos el foco de una posible pandemia global de una enfermedad desconocida y letal, quizás creada por nosotros, el ilustre homo sapiens. En Estados Unidos se anuncia un brote de influenza en una escuela de Nueva York causada por unos jóvenes que viajaron a México. El mundo empieza a mirarnos con cautela pero la Organización Mundial de la Salud hace diagnósticos periódicos y tranquilizantes diciendo que tenemos todo controlado, que no es necesario aumentar el nivel de alerta.

Llego a La Flor de Lis, mi restaurante favorito en la colonia, popular por su comida mexicana y sus tamales. Encuentro más meseros que comensales, muchos con tapaboca. Pierdo el apetito mientras espero la comida. Mi imaginación se desborda: cerdos gi-gantes cubiertos de plumas y con patas de pollo empujan carretas con restos humanos por calles difuminadas por el humo de hogueras inquisidoras; ratas hambrientas deambulan nerviosas; el graznido de cuervos rasga el aire enrarecido; sangre y un tufo de podredumbre por doquier.

Huyo de mi pesadilla al recordar que esta noche estoy invitado a la fiesta de cumpleaños de Carol.

[LA SICÓLOGA DE LA NATURALEZA]

La conocí hace unos meses en el Parque México, a dos calles de mi estudio. Era una mañana en que todo brillaba con claridad recién estrenada. Los instructores de perros impartían clases de buenos mo-dales, una especie de Manual de Carreño canino. Observé a una mujer de belleza notable, pero no como actriz o modelo, sino porque irradiaba una luminosidad singular. Acariciaba un perro fornido, con músculos forjados en acero, mal encarado, un rottweiler, que le ladraba. Ella, sin inmutarse, le contestaba en un idioma que no eran ladridos ni palabras pero involucraba intercambio de miradas. Al dejar al perrazo, me escrutó con curiosidad, y preguntó:

—¿Te gustan los perros, che?—Me impresiona la ausencia de bullying a pesar de la diferen-

cia de tamaño y fuerza entre ese Gran Danés y aquel Chihuahua, y la expresión apacible de cada uno.

—Disfrutan venir al parque a jugar con sus amigos… me lo confirmó Brian, el perro con el que conversaba, che, dijo, guardó silencio unos instantes y esbozó una sonrisa.

Me comentó que es de Oakland, California; que vivió años en Argentina, de ahí que hable un español fluido con un acento pecu-liar; que llegó a México con su pareja hace tres años, un psicólogo argentino de quien se separó hace poco; y terminó diciéndome que es ‘ecosicóloga’: usa la naturaleza en sus terapias contra la neurosis y la depresión.

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Aclaró que no es freudiana, como su ex-marido, ni lacaniana, sino junguiana, porque como dice Jung “hay que cultivar nuestro lado primitivo, ese que nos vincula con la naturaleza, con los ani-males, con los otros humanos, y que nos devuelve la riqueza de la inocencia perdida”. Se explayó señalando que la vida en la ciudad es demasiado artificial, hace difícil que miremos a nuestro interior, nos conectemos con nosotros mismos y con los demás. Nuestras re-laciones y encuentros son instrumentales, impersonales, cero empá-ticos. Y se quejó: “hemos devenido robots, seres sin consciencia que la pasamos corriendo, trabajando frenéticamente, sin tiempo para nada, y cuando queremos desconectarnos hacemos mucho ejercicio en el gym, nos emborrachamos, vemos películas de sexo y violencia, y nos recetamos Tafil o Rivotril para dormir. Así no sobreviviremos, nos aniquilaremos los unos a los otros, como ya sucede. ¡We are sick and crazy! Me explicó que lleva pacientes lejos de la ciudad, a las montañas, donde acampan por dos o tres semanas; observan los ár-boles, los abrazan, escuchan el arroyo que corre y el susurro de las hojas mecidas por el viento, conviven con los animales que habitan el lugar; se maravillan con las noches llenas de estrellas; dejan atrás, poco a poco, el ruido y la velocidad infernal de la ciudad, los olo-res nauseabundos, las luces enceguecedoras. Recobran lentamente una calma que los invita a adentrarse en sí mismos, sin prisas. Sus neurosis aminoran, recuperan su balance emocional. Y aclaró que aunque los tratamientos no son la panacea, pues algunos malestares vuelven cuando retoman su rutina en la ciudad, evidencian que la naturaleza ‘nos devuelve el centro’, es medicina contra la violencia y muchas otras patologías emocionales que resultan de la cotidianidad y las ciudades que hemos creado. Y me explicó con un dejo de nos-talgia que su entusiasmo por la naturaleza es herencia de su madre: “Es hippie de corazón, practicante del amor libre, aún vive. Pasé mi infancia en una comuna en Sausalito, cerca de San Francisco. Ordeñaba vacas, jugaba con perros, cultivaba hortalizas, ayudaba

en la cocina, me bañaba en el río, che… ahora sabes por qué hago lo que hago”, y concluyó con una reflexión reveladora: “No puedo ir contra mi memoria corporal es muy poderosa ¡nadie puede, che!”

“Tienes razón, también soy esclavo de ella” asentí y le conté que no olvido que una tarde, en la casa frente al mar de mi abuela mater-na, sentado en una silla playera disfrutando el espectáculo de nubes amarillas y naranjas reflejadas en un mar que parecía de mercurio, sentí que la arena bajo mis pies empezó a moverse cual borbotones de agua de un geiser. Volteé para investigar y sorprendido observé una minúscula tortuga que luchaba por salir a la superficie, a la que siguieron decenas que se dirigieron hacia el mar como acatando una instrucción ancestral que les indicaba que ahí estaba su destino. Al-gunos pescadores y turistas se sumaron entusiasmados a mi labor de rescate de las recién nacidas, más de cien, que se sumergieron en el mar justo cuando oscureció. “Sentí un ‘júbilo corporal’ al presenciar esa celebración de vida”. Y terminé mi historia añadiendo que mi madre se emocionaba, al borde del llanto, cuando una parvada de pericos visitaba nuestro jardín por las tardes, que su afecto por la naturaleza avivó el mío, y que descubrí que genera esas emociones inexplicables pero reales con las que cura sus pacientes.

“Es una lástima que no seamos conscientes de la importancia que tiene la naturaleza, que nos alejamos de ella, que no hayamos creado un hábitat adecuado para el organismo que somos. Las ciudades están lejos de igualar la belleza y utilidad del nido de un minúsculo pajarillo, no digamos la sofisticación de la tela de la araña. Son contra natura, hay que ‘naturalizarlas’. Me gustaría enseñarte una casa que estoy por terminar, un oasis urbano”, dije al despedirnos.

Ese encuentro con Carol cimentó nuestra amistad.

*La fiesta de Carol es en El Mitote, un bar cercano a mi estudio. Está vacío, aunque es viernes. Su atractivo principal es la terraza en la azotea que mira a las copas de los árboles de la colonia. Al verme llegar se levanta y dice preocupada:

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—No sabía si cancelar al enterarme de la epidemia, che. ¿Vos qué sabés?

—No mucho, solo lo que he escuchado en la radio. —I am so worried, ¡che! Mis amigos no sabían nada. ¿Cómo es

que nadie está enterado? ¿Estaré exagerando? La noche está fresca y transparente. Reina un extraño silencio

que perturban cláxones esporádicos. Llega una pareja, ella pintora, el médico.

—¿Qué se dice sobre la epidemia de gripe? pregunta Carol al médico.

—Se sabe poco. Se especula que es un coctel viral nunca visto. —Con eso de que están modificando la genética animal para

que tenga más carne y resista enfermedades, señala la pintora. —Paradójico que buscamos la compañía animal pues su vitali-

dad nos reconforta, alivia la depresión y otros malestares producidos por la soledad, pero los menospreciamos pues los consideramos in-feriores, clara señal de nuestra ignorancia, dice Carol. —Peor aún, los utilizamos como conejillos de indias o los sacrificamos como si no sintieran, cuando es por sus sentimientos que son tan buena compa-ñía. Escuché que en Egipto están matando a cientos de cerdos por-que se teme, sin justificación, que sean fuente de contagio, che. El es-cándalo es tal que ya no le llaman gripe porcina-aviar sino influenza H1N1. ¿Han escuchado el chillido de un puerquito cuando lo están desollando? Es más aterrador que el llanto de un bebé con viruela, con hambre, y en brazos de un desconocido. ¡Pobres puerquitos!, ¿qué culpa tienen? ¿Se imaginan el ánimo de terror que reina en Egipto? ¡Mucho peor que aquí, che!

—¿Hasta cuándo nos daremos cuenta del sufrimiento infringi-do por nosotros los humanos a millones de criaturas cuyo error es existir a la vez que nosotros en el mismo planeta? ¿Por qué no parece afectarnos? ¿Homo sapiens? ¿Por qué no sentimos hacia ellos la más mínima conexión, inclusive deuda, si han sido compañeros en nues-tra sobrevivencia durante miles de años? ¿Podría haber subsistido el esquimal sin la fauna ártica que lo ayuda y alimenta o los beduinos

sin los dromedarios, o muchos de nosotros sin nuestros animales y mascotas?, cuestiono.

Se hace una pausa incómoda. Carol la rompe al preguntarle al médico:

—¿Crees que las medidas son adecuadas, che? —Se han tomado tarde… esperaron a que finalizara la gira del

presidente Obama. Parece que el proceso de contagio está avanza-do. Estamos desconcertados. En el hospital donde trabajo hay un médico en las últimas.

La conversación se torna lúgubre. Hablamos de epidemias y enfermedades, de las ‘nuevas plagas’, y por supuesto, de la violencia en México. Disimulamos el ánimo sombrío que se apodera de la reunión con chistes improvisados que desvisten la situación de serie-dad. Las rondas de bebidas se suceden. Cantamos Las mañanitas y brindamos por la festejada, pero la fiesta termina inusualmente tem-prano. Me despido de Carol, acordamos que a mi regreso de España le mostraré la casa-jardín.

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[VUELO TRANSATLÁNTICO DE ZOMBIS CON TAPABOCA]

¿Debo posponer o cancelar mi viaje para dar un taller en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona? España hace pro-nunciamientos solidarios ante la epidemia, me tranquilizo. El taller no se enfoca sobre técnicas artísticas sino sobre la reflexión crítica del proceso creativo de cada participante. Le he titulado: Desenmas-carando la creatividad. Inicio a los participantes en la exploración de su mundo síquico-emocional, no desde el sicoanálisis sino desde su actividad artística. Los llevo a reflexionar sobre los vasos comu-nicantes entre su consciente y su inconsciente, a que hagan explíci-tos, en la medida de lo posible, los elementos determinantes de su producción actual. Los invito a elaborar una especie de mapa que les permita dilucidar por qué hacen lo que hacen y qué emociones quieren comunicar. Y además incorporo en la ecuación, la presencia o ausencia de la naturaleza, ahora que estamos dejando de ser ‘rea-les’ y deviniendo ‘virtuales’. Busco que expliquen por qué pintan, esculpen, hacen performance o fotografía sin caer en la narrativa de ‘las musas’, ‘la inspiración’, ‘el soplo divino. Que lo entiendan como resultado de su historia personal, ‘el origen’, de la influencia de otros artistas, contemporáneos o antiguos, y de diversas disciplinas, lo que llamo ‘el club de amigos’, y de ‘las ideas en boga’ que pululan en el entorno ya que no podemos abstraernos de las tendencias artísti-cas de nuestro tiempo. Pido que inicien la elaboración de su mapa con un sueño o evento significativo: la mayoría recurren a recuerdos

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de la niñez. Las reflexiones individuales se comparten en grupo —(diez o doce)—: los comentarios enriquecen la reflexión colectiva. El mapa que cada uno elabora nunca está completo, tiene áreas bo-rrosas, pero los inicia en un proceso de reflexión permanente sobre la complejidad de las emociones y la eficacia de ciertas estrategias para compartirlas. En suma, el Taller los hace conscientes de que al reflexionar aumentamos la densidad de nuestra creatividad.

El vuelo a Barcelona sale a las 10 de la noche. En el trayecto al aeropuerto escucho en la radio que la situación de la gripe se agrava. Nuevos brotes han aparecido en diversas partes del mundo. Aumenta el número de muertos aunque la OMS no declara una pandemia. Grandes operadores turísticos europeos han cancelado vuelos a México, así que además de las cientos de víctimas, se habla de los millones de divisas que dejarán de ingresar al país.

Arribo al aeropuerto con tres horas de antelación previendo tiempo para pasar seguridad, las revisiones especiales y el llenado de formularios. El aeropuerto está atiborrado de gente, muchos con tapaboca. Tengo la impresión de encontrarme en una película de Robert Rodríguez: La venganza de los contagiados de H1N1.

Llaman a la sala de espera. La aeromoza, que usa tapaboca, di-fícilmente puede articular ‘bienvenido’. Al despegar se apagan las lu-ces y destacan en la oscuridad tapabocas azul fluorescente: me siento rodeado por una legión de seres provenientes de las tinieblas, zombis con tapaboca. Mi ánimo ensombrece. Escucho el menor tosido, ga-rraspera u otro sonido bucal, y me aterro al sentirme inmerso en una nube de bichos H1N1 encapsulados en el avión. Los imagino dimi-nutos pero letales, cuerpecitos de aves con cabecitas de cerditos. Voy al baño con frecuencia a lavarme las manos y la cara. Cierro los ojos, intento conciliar el sueño pero no puedo. Larga noche insomne.

*Al llegar a Barcelona lleno un cuestionario relacionado con la in-fluenza y paso el control sin contratiempo. Nadie usa tapaboca. La normalidad ilumina mi ánimo sombrío. Además, la mañana está

soleada y fresca. Abordo un taxi. Disfruto el trayecto hacia el hotel por La Diagonal, una avenida arbolada, como muchas otras de la ciudad, pero mi estrenado buen humor se esfuma cuando el taxista, un profesionista desempleado, me habla de su lucha para pagar el apartamento que recién compró y que no quiere que el banco le embargue. Describe una situación laboral y económica, consecuen-cia de la crisis financiera, que pone en entredicho la viabilidad del capitalismo local y también global. Miles de familias han perdido su empleo y su vivienda. Los políticos no meten las manos, argumen-tan que es obra de las fuerzas del mercado. Pronto alguien, desde la izquierda o la derecha, capitalizará su descontento, tomará el poder para reivindicarlos, quizá con violencia. Hemos equivocado la ma-nera como vivimos, producimos y distribuimos beneficios. ¿Homo sapiens? Es indignante el pobre funcionamiento de los estados con-temporáneos. Tengo la impresión de que pudiera mejorarse si se in-cluyera en la ecuación económica una dosis mayor de generosidad, de empatía, si se cultivara una sana moderación en lugar del ciego impulso del lucro por el lucro.

Me hospedo en el Hotel Bainly en el Bourne, una de las zonas más antiguas de la ciudad. Duermo hasta las 2 de la tarde. Me alisto para comer con Armando y Rubén, antiguos colaboradores que vi-nieron a realizar estudios de posgrado y rehúsan regresar a México.

Reviso mis correos antes de salir, encuentro uno de la universi-dad. Llamo a Luis, director del posgrado.

—Qué gusto oírte. ¿Viste el correo que te envié? Pensamos can-celar tu taller. Te esperábamos pasado mañana. No queríamos expo-ner a los estudiantes al contagio, dice con voz nerviosa.

—Entiendo, no te preocupes. ¿Por qué no lo iniciamos en una semana? Tomo estos días como cuarentena y aseguramos que los estudiantes no corran peligro. Consúltalo con los organizadores.

Acepta. Dice que me llamará más tarde.Recuerdo que Sandro Visconti de Santillana, amigo escultor,

con quien hablé recientemente, me insistió que lo visitara en Vene-cia. Había planeado hacerlo al final de mi estancia en España. Me

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entusiasma anticipar mi visita: me encanta la naturaleza líquida y silenciosa de Venecia, me remite a la quietud del seno materno, ese paraíso pre-natal, y me maravilla que sus palacios emergen del agua.

*Encuentro a Armando y Rubén en un restaurante en la Plaza Real. Los acompaña una chica con un mechón de pelo azul cobalto y un piercing en el labio. Después de intercambiar saludos, la desconoci-da se presenta:

—Soy Victoria, pero me dicen Vicks, como las pastillas para la tos, señala con voz grave.

Sonrío, pienso en la epidemia. —Qué bueno que viniste, gusto verte de nuevo… no estábamos

seguros de que podrías viajar, dice Rubén.Les pongo al tanto de la situación en México. Les platico ade-

más de los avances de la casa-jardín y de otros proyectos y de la invitación para asistir a la Cumbre del Medio Ambiente, en Co-penhague, lo que nos lleva a conversar sobre el cambio climático. Describen los proyectos que están haciendo en Angola —hay poco trabajo en España— y se quejan de que no incluyen tecnologías eco-lógicas pues no hay dinero.

Vicks pone una nota optimista a la conversación cuando habla con orgullo de su participación en un programa de la municipalidad para rehabilitar los patios centrales del Ensanche, la zona de la ciu-dad construida a mediados del siglo XIX. Los están convirtiendo en jardines vecinales, extensiones ajardinadas de las viviendas, con jue-gos infantiles, fuentes y bancas. Devendrán mini paraísos urbanos.

—¡Bravo!, una ciudad con ramblas, plazas y jardines, con un frente de mar disfrutable, y ahora patios ‘naturalizados’, señalo y enumero los argumentos de Carol sobre el poder de sanación de la naturaleza —¡Me encantaría visitarlos!

Vicks anota su número de teléfono en un papel, me lo da y dice: —Cuando gustes.Llamo a Luis.

—¿Qué opinaron tus colegas sobre mi cuarentena? —Aceptaron, no hay que esperar toda la semana, cinco días

son suficientes. Puedes empezar el lunes. ¿Qué planes tienes para estos días?

—Quizás vaya a Venecia, te confirmo esta noche. Si me quedo nos vemos.

El restaurante empieza a vaciarse, invita a retirarnos.

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[VENECIA Y ‘EL FIN DEL EDÉN]

Somos pocos los pasajeros en espera del vuelo a Venecia; uno toma café de máquina, otro lee el diario, una pareja conversa en voz baja. La nueva terminal del aeropuerto de Barcelona es lúgubre como una funeraria pero reina un placentero silencio que interrumpe un individuo de edad media, originario de algún país asiático, con un bigotito simulado y gafas oscuras. Se acomoda a un par de asientos, saca su iPhone. El silencio es sustituido por diálogos estúpidos de alguna película. No doy crédito. ¡Ver Terminator II a todo volumen antes de las siete de la mañana es señal inequívoca de locura, aquí y en China, de donde quizá provenga! Me cambio de asiento pero los diálogos se escuchan como un televisor en la habitación contigua en un motel barato. ¿Por qué nos hemos alejado del silencio y la quie-tud? ¿Por qué vivimos aturdidos por el ruido? Ya no existen bares y restaurantes donde el sonido de la televisión no contamine; oficinas sin música anodina disque para levantarle el ánimo a empleados de-primidos; tiendas de autoservicio con audios que exaltan las virtudes de la comida orgánica, pero quitan el apetito. El ruido permanente, ¿otra plaga? ¿Será que el silencio da lugar a la reflexión, a la in-trospección, a ‘encontrar cosas’ que preferimos ignorar salvo que hagan crisis y nos veamos forzados a enfrentarlas en un diván? Me congratulo que la epidemia de gripe me haya dado la oportunidad de escaparme a Venecia donde el agua crea un paraíso acuoso con sonidos de belleza inusitada.

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*Abordo el vaporetto a Giudecca; Sandro vive cerca de la Pensione Seguso, donde me hospedo. Mi habitación mira al jardín de un pa-lacete y al canal lateral. Escucho el golpeteo del agua sobre los muros y el canto de las gaviotas. Telefoneo a Sandro.

—Bienvenido, te encuentro en media hora, vamos a Murano donde se está elaborando una escultura para Singapur.

Sandro pertenece a una familia de esa isla, todos artistas del vi-drio. Hace esculturas monumentales de formas audaces, con vidrios de apariencia metálica.

Llega en una lancha rápida. El reflejo de los palacios en el agua y la lentitud del tiempo acompañan la travesía. Me habla de su tra-bajo, de su nueva compañera —una escritora brasileña con la que vive hace poco— y de sus hijos.

—Vas a conocer a Regina, esta noche vamos a una velada a la que estás invitado. La ofrece un amigo de la familia en honor de Luciano Grassi, un artista local reconocido internacionalmente que hace una especie de neo-Arte Povera con un dejo grotesco.

Desembarcamos en un galerón. Tres hombres fornidos nos re-ciben amablemente. Al fondo, luz cenital ilumina varias piezas de vidrio suspendidas en el aire.

—Serán ensambladas a manera de formar una cascada relu-ciente en el lobby de un hotel. Recibirán luz lateral durante el día y artificial en la noche, explica con una maqueta.

Inspecciono algunas piezas arrumbadas en el taller mientras Sandro discute con los trabajadores el ensamblaje de su escultura. Al terminar sugiere que comamos en una terraza con vista a Venecia. Hablamos de mil cosas acompañados del rumor de las conversacio-nes de los parroquianos.

Al regresar me da indicaciones para localizar su casa y me pide llegar entre las 7:30 y las 8 para beber un prosecco antes de la fiesta. Subo a mi habitación, desempaco. Salgo a deambular por los calle-jones del barrio apretados por fachadas decadentes, roídas por la humedad y el tiempo, transpiran historias de pasión y misterio. ¡Ah,

la ciudad de Giacomo Casanova, Tintoretto, y tantos otros! Desde el puente, frente a la estación de tren, diviso los barcos de pasajeros, enormes hoteles flotantes que hacen que el perfil de Venecia se vea diminuto. Cruzo plazas con cafés llenos de estudiantes conversando. Regreso a la Pensione, me quedo dormido arrullado por los lanchones que transitan bajo la ventana.

* Sandro vive en un palacete austero escondido tras un jardincito enigmático. Sale a recibirme; viste un traje de lino crudo y su acos-tumbrado sombrero Panamá que cubre su calvicie prematura. La luz azulosa del crepúsculo entra por las ventanas que miran hacia un canal, revela añejos muros de ladrillo y techos altísimos con es-pléndidas vigas de madera. Ha removido las paredes interiores pero libreros, biombos orientales y macetas con palmeras, crean rincones íntimos. Destaca una impresionante chimenea.

—La traje de un palacio cercano que remodelaron... el dueño no la quiso, ¿puedes creerlo, deshacerte de esta hermosura? Y, adop-tando un tono solemne presenta a su compañera, Regina Goes, de figura sensual, pelo rizado color ébano al igual que su piel, y ojos como esmeraldas colombianas.

Suena el teléfono, mi amigo va a contestar. —¿De qué parte de Brasil eres? —Río de Janeiro. —¿Sobre qué escribes? pregunto al tiempo que volteo hacia un

gran cuadro estilo Veronese en donde dos voluptuosas musas huyen de un animal enfurecido, mitad hombre mitad león.

—¡Impresionante! Era de la madre de Sandro que falleció hace poco más de un año. Le dejó este y otros cuadros. Se los con-siguió un reconocido anticuario de Venecia, amigo de la familia, da la fiesta a la que vamos. Vive en un palacio en el que el tiempo se detuvo hace siglos… ¡Te va a encantar! y añade —Me intereso por lo grotesco en el arte no solo como denuncia, sino también como estrategia de notoriedad usada por artistas que solo son buenos

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comerciantes de obra ingeniosa pero sin contenido; la de Luciano es emocional, verás.

Caetano Veloso canta Fina Estampa, llena de sensualidad el sa-lón. Sandro regresa.

—Es tiempo de irnos, cité al gondoliere a las 9:30.

*La noche está tibia. El paseo en góndola es preámbulo ideal para la fiesta. Desde la góndola se ve lo que mira el agua. Fachadas góticas con molduras de piedra blanca se suceden en cámara lenta, incluido el palacio Giustiniani, donde vivió Richard Wagner. Recreo vívida-mente la intensidad trágico-romántica de su preludio para la ópera Tristán e Isolde en medio de un silencio sepulcral que ocasionalmen-te interrumpe la vara del gondoliere al hundirse en el canal.

Llegamos a un palacio similar al que habitó Wagner. Nos recibe música de Vivaldi que se cuela por las ventanas. Góndolas lúgubres ocupan la zona de desembarco. El golpeteo del agua sobre los muros se magnifica en la vetusta bóveda iluminada por antorchas señoria-les que se reflejan en el piso de mármol mojado.

Subimos al salón principal, vastísimo. Lo decoran enormes cua-dros religiosos, gobelinos con motivos bélicos que parecen ocultar pasadizos secretos, candelabros con decenas de velas encendidas y arreglos de plantas y flores exóticas. Suculentos bocadillos, lonjas de salmón, caviar, patés, quesos y frutas, cubren una mesa larguísima, que debe datar del siglo xv. Otra, de época similar, tiene vinos espu-mosos y todo tipo de licores. Mullidos sofás de piel o cubiertos con brocados finos, esparcidos casualmente en el salón, crean rincones de convivencia. Los invitados se mueven sin coreografía aparente.

Sandro me presenta al propietario de la casa y a su esposa; él cincuentón, ella una década más joven; él, alto y regordete, enfun-dado en una capa negra, con larga y tupida cabellera oscura con al-gunos hilos blancos; ella esbelta, ojos negro obsidiana, tez alabastro y cabello dorado; viste una túnica corta color turquesa con escote amplio. Nos reciben afablemente y nos invitan a incorporarnos a la

fiesta en un inglés marcadamente italiano. Un conjunto de cuerdas toca la Suite número 2 de Bach.

Una mujer altísima, de belleza inusual, llama mi atención. Con-versa animadamente con otros invitados junto a la mesa de licores, a donde me dirijo. Me sirvo una copa de prosecco y me siento en un sillón cercano. Observo la concurrencia. La mujer altísima se despide del grupo y junto con una amiga se sientan en dos sillitas cercanas. Me saludan con cortesía y continúan su conversación. La acompañante se para, la mujer altísima me pregunta en inglés si soy amigo de Luciano.

—Soy invitado de Sandro y Regina, amigos de los anfitriones, estoy aquí por casualidad, llegué de Barcelona esta mañana, ¿y tú?

—Yo vengo de Nueva York invitada por el galero de Luciano, estoy en el mundo de la moda.

Me percato que la he visto pero no logro acordarme dónde; seguro es top-model. Hablamos de Nueva York y de los lugares que preferimos; coincidimos en el River Café, cruzando el puente Brooklyn, por sus impresionantes vistas de Manhattan al anochecer.

Céline es su nombre y efectivamente es top-model. Habla de sus extenuantes horarios y la disciplina feroz que requiere su oficio. Dice que empezó a trabajar teniendo apenas catorce años y que está por retirarse antes de los 30.

—Me tratan como maniquí pero la paga es excelente... estoy por dejar de modelar, tengo que pensar en el futuro. He lanzado un perfume que se está vendiendo bien y estoy por iniciar una línea de ropa interior ‘bio’, con materiales degradables. La ropa interior tiene gran margen de utilidad a pesar que no se ve… bueno, la ve solo el interesado, señala esbozando una sonrisa.

Regresa su amiga y la conversación se vuelca sobre el físico de cada una; los nuevos procedimientos quirúrgicos para levantar glúteos, bustos y mejillas; las últimas tendencias en ropa íntima; yates y aviones; lugares exóticos para vacacionar; solteros millona-rios, también casados; joyas, etcétera. Hablan con entusiasmo de un mundo glamoroso que fascina a millones de mujeres y hombres, qui-

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zá porque pocos tienen acceso a él y por la inseguridad que infunde la mercadotecnia que repite sin cesar que solo adquiriendo alguno de esos productos serás lo que deberías ser y tu vida cobrará senti-do. Son víctimas de la industria de la moda, de las que hay varias clases: aquellas que terminaron con un rostro destruido en lugar de reconstruido, con los dientes hipersensibilizados por el blanqueo o con el pelo quemado por el enlaciado; las que hacen todo bien y no tienen tiempo para nada pues viven encadenadas a su dermatólogo, su peluquero, su manicurista; y las fashion victims que son esclavas de la moda del momento aunque vaya contra su forma de vida. De hecho, todos somos un poco víctimas de la moda. Competimos por ser lo más valioso, lo más raro, lo más deseado, somos como mercan-cías, unos más —Céline, Luciano—, otros menos, en un mercado no solo de objetos sino también del ‘ser’, de la autoestima, donde el sufrimiento no tiene cabida pero es constante de vida. Buscamos felicidad en ‘boutiques espirituales’, ‘religiones a la carta’, ‘sicotera-pias New Age’ y en las drogas y el sexo de diseño. Reina el hedonismo, el materialismo, el egoísmo. Buscamos armonía sin dirección clara, afuera, no adentro, en satisfactores materiales. No hay tiempo ni deseos de ver al otro, solo existo YO. Un YO que al vivir pensando en darle gusto al consumidor, en obtener su aprobación, cancela su aventura de vida. Hay que evitar colocarnos sobre el pedestal de la fama, dejémoslo sin ocupar, en ese vacío habita la libertad indispen-sable para que la vida sea una aventura merecedora de ser vivida.

Se acerca la anfitriona, se llama Bianca.—Ven, quiero mostrarte algo. Toma mi mano, me conduce rumbo a la imponente escalera.

Llegamos al siguiente piso. Abre la puerta de un salón tapizado con estanterías de maderas finas llenas de libros. En el centro destaca una majestuosa y antiquísima maqueta de madera que ilumina la noche que se cuela por un tragaluz.

—Es la Villa Rotonda del arquitecto del siglo xvi, Andrea Palla-dio, quien, como sabrás, dignificó la arquitectura rural de la región construyendo suntuosas residencias que también funcionaban para

la producción agrícola. La Villa Rotonda es la más elegante. Me comentó Sandro que eres arquitecto y que haces jardines, así que pensé que te gustaría verla. Estudié historia del arte aquí en Venecia, pero nunca ejercí. Me he dedicado a la búsqueda de mí misma. ¿En-tiendes? Vivimos perdidos, mejor dicho, desorientados, preguntán-donos quién somos. Estas fiestas me tensan mucho, nadie es quien dice ser. Son vendimias, todo está a la venta, incluyéndonos. Bueno, esta no, porque la mayoría son amigos, pero otras… mi esposo las da con frecuencia. Sabes, es comerciante de antigüedades. Aquí todo se vende, hasta la maqueta; un arquitecto japonés está interesado en ella.

Me invita a sentarme en un sofá. Saca de su túnica, con parsi-monia, un cigarro de mariguana. Al prenderlo se iluminan sus pes-tañas largas y tupidas, que descienden lenta y elegantemente como caen las hojas en otoño. Le da una prolongada fumada, me lo pasa.

—Todos estamos en la búsqueda de algo… ¿no?, ¿por dónde va la tuya?

—Bianca ¿eres tú?, pregunta una voz proveniente de uno de los salones contiguos.

—Estamos acá, responde. —Me pidió tu marido que te buscara, te vio subir, dice Luciano

al llegar. —¿Quieres? Pregunta, extendiéndole el cigarro. Luciano saborea su fumada, me lo pasa. —Hablábamos de la búsqueda de esa armonía interna clave de

la felicidad, aunque a decir verdad no sé por qué abordé el tema con nuestro nuevo amigo... algo en él me inspiró… o fue la marihuana... qué sé yo.

Bianca se levanta, va al extremo opuesto del salón. Abre la puerta de un pequeño refrigerador oculto en un ropero con incrus-taciones de marfil. Brillan su cabellera dorada y su rostro de alabas-tro. Saca una botella de prosecco, nos sirve y voltea a ver a Luciano.

—¿Crees que tu arte habla de tu búsqueda interior?El festejado se frota el párpado con el dedo índice y voltea a ver-

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la con mirada inquisidora. Regordete, de poca altura, viste vaqueros roídos y un saco de lino beige, bastante usado. Sus ojos cafés claros y cabello ondulado exhalan amabilidad.

—Temo que mi respuesta a tu pregunta me llevaría más tiempo del que tú, la anfitriona, y yo, el festejado, podemos ausentarnos de la fiesta, ¿no te parece?... quizá más tarde podríamos reunirnos aquí y continuar nuestra charla existencial, apunta con desenfado.

—Tienes razón, dile a mi marido que me encontraste… ya bajo. Luciano se marcha. —Déjame mostrarte mi dormitorio, tardaremos un momento. Cruzamos dos salones sin detenernos hasta llegar a una am-

plia habitación pintada de rojo veneciano y amueblada solo con una cama y dos enormes espejos con abigarrados marcos dorados que multiplican los reflejos de las veladoras que iluminan un Buda de marfil posado sobre un pedestal. Las cortinas de gasa tiemblan con la brisa que entra y la llena de olor a mar. Me embarga una intensa espiritualidad sensual. Bianca se acerca y con una palmada sobre la cama me invita a sentarme junto a ella. Inesperadamente me pregunta:

—¿Eres budista?—No. —¿Crees en algún Dios? —Tampoco.Me observa, abre ligeramente la boca, se muerde suavemente el

labio con sus magníficos dientes, pone la mano sobre mi antebrazo y dice:

—Percibo en ti una energía particular... muero de curiosidad. ¿Te consideras espiritual? y sin esperar respuesta dice —continuemos esta conversación más tarde, ahora debo bajar a atender a los invitados.

Toma mi mano para guiarme por los salones hasta la escalera principal en donde encontramos a Regina. Al despedirse murmura “to be continued” y me da un beso en la mejilla, cerca del labio.

Regina y yo deambulamos entre la concurrencia. Me presenta con una decoradora guapísima, un artista emergente, un banquero local, un par de anticuarios, hasta que llegamos con las amigas de

la mujer altísima de belleza inusual que se encuentran conversando con Sandro y disfrutando del fresco de la noche en el balcón princi-pal, frente al canal.

—¿Te parece que vayamos a la expo de Luciano mañana por la tarde? Denuncia el aniquilamiento de animales, la transformación de playas y océanos en basureros, la destrucción del planeta. No solo es trágica, también es nostálgica. Evoca esa belleza que no volvere-mos a disfrutar, por eso la titula El fin del Edén.

Guardamos silencio como en un sepelio.La fiesta empieza a decaer, la noche a clarear. Quedan pocos

invitados enfrascados en animada conversación. Regina me ha deja-do solo, disfruto la vista del canal inmóvil, negro, infinito. Paladeo el prosecco cuando una mano me acaricia la nuca, es Bianca.

—Te dije que sería to be continued y siempre cumplo mis pro-mesas, dice en tono súper alegre.

Regresa Regina, sugiere emprender la retirada; son casi las 5 de la mañana.

—Quédense un poco más, ¡apenas empieza el día! insiste Bianca. —Soy como los vampiros; odio la luz del amanecer… gracias,

espero corresponder su hospitalidad cuando vayan a México. Me despido de los anfitriones, Sandro y Regina hacen lo mismo.

Nos acompañan a la puerta. La góndola espera. Venecia emerge de la oscuridad como un espectro.

*Llego a casa de Sandro a las cuatro y media de la tarde. Saludo a Regina y a Bianca.

—No pude resistir la tentación de acompañarlos… ¡Te dije que sería to be continued! dice Bianca con buen ánimo.

Subimos a la góndola. La tarde está cálida y húmeda. El sol se cuela entre nubarrones y llena de luz el Gran Canal, como en las pin-turas de Canaletto. Pasamos bajo el puente de la Academia rumbo a la Plaza de San Marcos. Confirmo lo que Wagner anotó en alguno de sus diarios; “la experiencia de Venecia nunca es ordinaria, emociona como una obra de arte”.

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La galería es una antigua casona remodelada, no lejos de la Plaza. En el pequeño patio de la entrada —cortile— la hiedra devora la arcada y un pollito inflable de plástico dorado, reluciente, de tres metros de altura, refleja la hiedra y el cielo. Un letrero de neón sobre una foto de basura dice ‘El fin del Edén’.

Intercambiamos saludos con Luciano y el dueño de la galería. En la primera sala, una mujer desnuda, sentada, con piel grisácea, atrapada dentro de una caja de acrílico transparente azul claro, mira melancólica a través de la gasa que cubre sus ojos. La acompaña un esqueleto de ave dentro de una caja de acrílico amarillo. Am-bas cajas se posan sobre botellas llenas de agua esparcidas sobre el piso. Luces rasantes, amplificadas por el agua, multiplican destellos y sombras en las paredes. El video de un riachuelo llena el salón con el suave murmullo del correr del agua.

Pienso en la importancia que tiene ese líquido vital: somos agua, el planeta es agua, la gozamos, tiene múltiples significados. Sin em-bargo, cada vez más personas carecen de ella por las sequías y la contaminación de mantos acuíferos. Y los mares, que podrían pro-veernos de agua desalinizada, ya contienen millones de toneladas de plástico, son basureros de botellas, popotes, condones y otras inmun-dicias que alimentan a pescados y mariscos, los que pronto sabrán a plástico. El agua ha dejado de ser referente de pureza, y ya no es un bien universal, empieza a privatizarse, se multiplican los que la co-mercializan como un valioso bien en extinción. ¿Qué pasará cuando efectivamente tengamos que luchar por ella para sobrevivir? ¿Más violencia? ¿Otra plaga? ¡Hasta dónde ha llegado nuestra estupidez! ¿Homo sapiens?

En la sala contigua, un letrero de neón rojo con la leyenda ‘Más vale pájaro en mano que ver un ciento volando’ ilumina una repisa con una caja de acrílico rojo transparente que contiene un brazo humano agarrando un pájaro en postura de rigor mortis. Y en un rincón, otra caja de acrílico rojo transparente contiene ‘pájaros ro-bots’ de plástico que al acercarnos se mueven y cantan con voces metálicas.

—El letrero denuncia nuestra necesidad enfermiza de poseer para ser felices, en este caso aves, seres libres de belleza inusitada… peor aún, de consumir y desechar, crear basura sin parar… pronto moriremos ahogados tragando nuestra inmundicia, dice Luciano con dejo de tristeza.

La sala siguiente posee una atmósfera lúgubre. Sobre una pared cuelga una caja de acrílico que contiene unos zapatitos ortopédicos y la leyenda ‘mujer araña’. Del lado opuesto, una base de acrílico blanco, iluminada en su interior, tiene dos bolas forradas de plumas amarillas, de canarios desplumados, dentro de un capelo de acrílico transparente. Y junto a ella, una copiadora tragada por plantitas y flores de plástico, también iluminada desde su interior, imprime imá-genes de frutas sobre plástico brillante. Trino de aves llena el salón.

—¿Qué te inspiró la ‘mujer araña’ y las otras piezas?, pregunta Bianca a Luciano.

—Vemos a los animales como inferiores a nosotros lo que nos lleva a despreciar nuestra animalidad, a vincularla a lo irracional, lo violento. Pero, paradójicamente, admiramos habilidades animales y hasta inventamos súper héroes como el Hombre Araña y Batman. La ‘mujer araña’ hace alusión a un antihéroe pues no puede volar ni brincar de un edificio a otro, es minusválida, por eso los zapatos ortopédicos. Es mi denuncia de esa caracterización decimonónica del hombre supuestamente creado a imagen y semejanza de Dios, autorizado a explotar y destruir la naturaleza, y que considera a la mujer como inferior, lo que ha impedido su participación en la cons-trucción de un mundo más empático. Una visión desafortunada que considera que la riqueza de nuestra humanidad radica en nuestro in-genio tecnológico y parece celebrar que estemos deviniendo cyborgs (hombre-máquina), insensibles, hipnotizados por la web y adictos a las redes sociales.

Regina me muestra el catálogo de la exposición de Luciano y señala: —Hay una frase muy atinada de Joseph Althase, curador y

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crítico de arte… Lo cito: “Grassi tiene un raro talento para denun-ciar nuestro lado grotesco con cajas e instalaciones que hipnotizan la mirada y desgarran al corazón”, fin de la cita.

¡Estamos dementes! me digo mientras miro la pieza. Está claro que existen las leyes naturales como lo advertimos en nuestro com-portamiento y en el de las otras criaturas. Pareciera que esta simple cualidad se ha ensañado y enseñoreado en nosotros, homo sapiens, y que nuestra soberbia y vanidad han enturbiado y confundido la esencia de las cosas. Nuestro antropocentrismo, indiferente de todos y de todo, nos está llevando a destruir la vida y belleza que nos ro-dea… plantas, animales, inclusive a nosotros mismos.

—¿Qué te pareció la expo? me pregunta Regina.—Dramática, conmovedora. El uso de las cajas de acrílico me

remite a la idea de prisión. Somos prisioneros del absurdo de ser los escogidos, de creer que tenemos la solución a necesidades inventadas que solo perpetúan nuestro vacío existencial, no atienden cuestiones emocionales sino superficiales, alimentan una desolación que nubla nuestro sentido común y nos distrae en la búsqueda de la felicidad.

Salimos y nos sentamos en la banca del patio, junto al pollito inflable. Bianca toma mi mano y pregunta:

—¿Conoces Bomarzo? —En fotos, no lo he visitado. —¿Vamos? —Ojalá tuviera tiempo, el próximo lunes debo estar en Barcelona. —Apenas es jueves. Si te animas, partimos mañana en tren a

Florencia, pasamos la noche en casa de mi hermana, a quien pen-saba visitar de todas maneras, y al día siguiente vamos a Bomarzo en su auto. Yo regreso y tú tomas el tren a Roma, de donde puedes volar a Barcelona. Y si hay tiempo visitamos la Villa Gamberaia, en los alrededores de Florencia… Piénsalo.

—¿Les apetece tomar algo en la Plaza de San Marcos? inte-rrumpe Luciano.

—¿Harry’s Bar? Tiene los mejores martinis del mundo, bueno al menos de Italia, asegura Regina.

*

Encontramos a Sandro conversando con el cantinero. Abierto en 1931 y decorado por el barón Gianni Rubin de Cervin, Harry’s Bar es una institución en Venecia. Su decorado es preciso: vigas blancas amplifican la luz diurna, paredes amarillo claro lo hacen festivo, y el zoclo alto y las sillas y mesas de madera natural le dan calidez. Cipriani, el propietario, llega al grado de utilizar manteles color marfil o sepia en lugar de blancos, porque al reflejarse en la cara de los clientes lucen con piel sana, no cadavérica. El libro de visitas lo engalanan luminarias como Toscanini, Chaplin, Capote, Braque, Hemingway y Peggy Guggenheim.

—¡Martinis para todos!, pide Sandro que celebra que recibió el encargo de una escultura para una casa en Shanghái: una ave del paraíso de casi 5 metros de alto, de vidrio color bronce. Y luego dice en tono solemne: —Cuando la mente es saludable y vigorosa, gran-de en imaginación, pero no menos en intelecto, y no está saturada o abrumada por la razón, existirá lo grotesco con toda su energía, dijo Ruskin, o algo muy parecido, en Las Piedras de Venecia. ¡Brindo por la atinada y hermosa caracterización que hace Luciano de nuestro lado grotesco!

Nos ponemos de pie, levantamos nuestros martinis.Con similar parsimonia Regina declara: —En El Tesoro de la

Lengua Española de Sebastián de Covarrubias, de 1611, el adjetivo grotesco —grutesco— se refiere a un estilo de arte que está rela-cionado con las criaturas de la noche, del inframundo, seres medio humanos, medio animales, demoniacos, como algunos de los perso-najes creados por Hieronymus Bosch. Creo que el retrato del huma-no como un ser grotesco abre posibilidades inéditas en cuanto a la definición de quien somos.

—Pensando en lo dicho por Regina, me viene a la mente la pieza titulada En el aire, de la artista mexicana Teresa Margolles, que denuncia la violencia en México. Consiste en una lluvia de burbujas transparentes, nítidas, de diferentes tamaños, que descienden len-

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tamente del techo luminoso de una sala hasta caer y absorberse en nuestra piel, en la ropa, en el piso, y desaparecer. La atmósfera lúdi-ca que reina en la sala deviene lúgubre al enterarnos que la sustancia de que están hechas las burbujas es el agua utilizada para limpiar los cadáveres en las morgues. En ese instante, las burbujas ensom-brecen, adquieren la densidad de los cuerpos inertes, personifican la muerte… la instalación hace visible a los invisibles, a las víctimas, a los más pobres, a los asesinados, y también a los sicarios, y denuncia la corrupción, impunidad, todo aquello que alimenta esa violencia, inclusive nuestra complicidad silenciosa, y lo hace con una instala-ción poética que además se comercializa como arte.

Se hace un silencio peculiar que Sandro interrumpe al pedir otra ronda de martinis. Brindamos nuevamente por la exposición de Luciano y el encargo de Sandro.

—Bomarzo es un ejemplo de lo grotesco, señala Bianca y pre-gunta en voz baja: —¿te animas al tour?

—¿Cómo resistirme? —¡Te encantará! Nos vemos mañana a las 9 am en la estación

de tren. Anochece. El tono de la charla se torna jocoso al aumentar el

consumo de los martinis ‘más secos del mundo’.Doy gracias a Regina y Sandro por su cariñosa hospitalidad y

felicito a Luciano por su exposición. Me despido de Bianca. —“To be continued”.Abordo una góndola hacia la Pensione Seguso. Venecia pasa

frente a mí como una película muda en cámara lenta. Los reflejos en el agua de las luces de los palacios se hacen borrosos, me acongojo al vernos como seres grotescos, engendros de demonios. ¿Será que he-mos privilegiado una manera de vivir que saca lo peor de nosotros, que promueve la violencia, que cancela la empatía, que nos hace in-munes al dolor ajeno, indiferentes a nuestra destrucción? ¿Será que la soberbia de un ego cegado por la búsqueda del éxito nos ha des-humanizado y convertido en simples productos de consumo, figuri-nes de aparador? ¿Será que el arte que antes revelaba dimensiones poéticas de nuestra humanidad ahora emula nuestro patético vacío?

[EN BUSCA DEL PARAÍSO]

Bianca llega a la estación minutos después de las 9 de la mañana. El tren a Florencia está anunciado para las 9:28. Nos sentamos a tomar café en medio de la algarabía de indivi-duos que van de aquí para allá con pasos precipitados acarreando su equipaje. Anuncian que nuestro tren sale del andén 4. Nos instala-mos en el camerino. Dormimos más de una hora. Despierto. Bianca me mira.

—Yo también acabo de despertar... estoy cansada... tantos desvelos. Poblados enclavados en montañas tapizadas de cipreses se su-

ceden a la velocidad del tren. Un perro parado al borde de la vía contempla nuestro paso.

—¿Habías estado en Venecia, te gusta? pregunta.—Varias veces… me fascina... hay tantas Venecias como cam-

bios de luz. ¿Eres nativa de Venecia? —Soy de Milán, de donde es mi padre. Mi madre era de Ber-

gamo. Murió siendo pequeñita y su familia emigró a América. Los veo en reuniones familiares. Solo recuerdo el olor y suavidad de sus pechos y manos, y curiosamente, también el latido de su corazón.

—¿Y tú interés por el arte… de dónde viene? —Mi madre escribía poesía y dibujaba, era talentosa según he

podido constatar al ver lo que hacía. Supongo que de ella, pero tam-bién de mi padre. Es un neurólogo a quien intriga que el arte sean esos objetos, pinturas, arquitecturas y hasta jardines que detonan

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emociones profundas e inesperadas por la densidad de su significado y lo poco convencional del lenguaje empleado para comunicarlas.

—El verdadero arte es capaz de evocar nuestra dimensión gro-tesca de una manera sublime, como en el ejemplo de Margolles o en la pintura de Francis Bacon y la escultura de Giacometti. Revela incongruencias y contradicciones: la violencia animal del erotismo romántico o el aroma embriagante que asciende de la muerte. Lás-tima que el arte contemporáneo ha ido perdiendo esa capacidad. Se ha convertido en un artículo de consumo que responde a los criterios de los nuevos compradores que lo buscan y valoran, no por su conte-nido emocional, sino por su rentabilidad económica y como objeto decorativo, de preferencia espectacular, de un lobby, la oficina o la sala de la casa, señalo y pregunto: —¿Y tú cercanía con el budis-mo?… ¿o el altarcito de Buda en tu recámara es decoración?

—También de conversaciones con él. Ve la conciencia como producto de nuestra evolución… supuestamente nos ha hecho más eficientes para sobrevivir al darnos mayor lucidez sobre nuestro de-venir. Más tarde descubrí que el budismo promueve la conciencia plena y el altarcito es un recordatorio, responde lacónicamente.

Juega con la tasa y da un sorbo a su café. Se limpia con cuidado los labios con la servilleta. Su cabellera dorada se ilumina con el sol que entra por la ventana en un giro del tren. Se pone las gafas oscu-ras. Pregunta:

—¿Eres espiritual… es esa la energía que percibo desde que te conocí?

Busco, por unos instantes, sus ojos tras las gafas oscuras.—No lo sé, depende de cómo defina la espiritualidad.—¿Y cómo la defines? —Creo que la espiritualidad no implica trascender nuestra ani-

malidad humana, no podemos. Tampoco creo que tenga que ver con escapar la debilidad de la carne, como sugieren algunos, pues somos un organismo integrado donde cerebro y cuerpo están unidos, no separados, y lo que pensamos, sentimos y deseamos, son reacciones resultado del encuentro de nosotros con el entorno. La espirituali-

dad es privilegiar las mejores reacciones que tenemos; ser empáticos, compasivos y generosos en lugar de consumistas, mezquinos, hedo-nistas y simplonamente individualistas. Algunos las cultivan, otros las ignoran. Estas reacciones que relaciono con la espiritualidad im-plican humildad, aceptar que somos parte de un proceso de vida amplio que compartimos los humanos y los demás seres vivos. No se trata de la espiritualidad á la carte del hiperconsumidor que busca armonía interior pero brinca de religión en religión y de gurú en gurú sin redefinir su egoísmo ni entender que necesita de otros para ser feliz. Y concluyo: —hacer jardines me ha ayudado a confirmar que nuestra paz interior, o sea nuestra felicidad, radica en nuestra conexión armónica con todos los seres vivos con quienes compar-timos esa realidad en la que estamos inmersos. La espiritualidad es una ‘posibilidad humana’ camino para la felicidad.

—Lo haces parecer sencillo… pero creo que fue Freud quien dijo “no somos nosotros sino el destino el que escoge cuándo y dón-de nacemos, quiénes son nuestros padres, cuáles son las circunstan-cias que dan forma a nuestras vidas y cuándo gozamos o sufrimos”.

—Así parece, no logramos la felicidad a voluntad ni depende enteramente de nosotros; padecemos la enfermedad y sufrimiento de un ser querido, pero también compartimos su dicha. Además, el conocimiento de uno mismo y de lo que nos satisface y hace fe-lices es incierto pues nuestra forma de vernos es impulsiva, caótica y sin nitidez. Hay que atrapar esos momentos fugaces de profunda paz interna que me parece resultan de una actitud lograda, no en el aislamiento o en la meditación, sino en el día con día; hay que privilegiar ser sobre tener, disfrutar sobre acumular, el desapego en general, un estado de sobriedad ecuánime. No nos hace etéreos ni nos elevamos, y si parecemos levitar es por la ligereza que se siente cuando te sacudes la carga de un ego esclavo de lo material y el éxito.

Diviso a lo lejos las torres del poblado de San Gimignano. —¿Las ves? Suspira.—¿Por qué no crees en Dios?

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—Creer en Dios es un acto de fe… respetable… cada quien es libre de creer lo que quiere o necesita. Yo no tengo esa fe. Me es difí-cil pensar que un Dios mínimamente escrupuloso supervisa nuestra existencia que es caótica, desordenada e impredecible, señalo con humor. —Prefiero asumirnos como ángeles y demonios, por decirlo de alguna manera. Aceptar que podemos ser esos seres grotescos de los que hablamos. La empatía y el amor son atributos humanos al igual que el odio y la violencia. ¿Por qué vincular la empatía y el amor con un ser superior y el odio y la violencia con los animales? Existimos como un animal humano tratando de reconciliarse consi-go mismo. Es responsabilidad nuestra reconocer las manifestaciones de lo que somos y cultivarlas o evitarlas, y evaluar críticamente nues-tras acciones para construir sociedades igualitarias, armónicas, em-páticas, paraísos terrenales, no infiernos. Somos lo que hacemos, no una construcción idealizada de nosotros referida a seres inventados.

—¡Ah, la empatía, los afectos, el amor! Sabes, a pesar de los pocos recuerdos que conservo de mi madre, padezco su ausencia.

Un hilo de lágrima aparece tras sus gafas oscuras y se desliza hasta a la comisura del labio. Toco su antebrazo sin pronunciar pa-labra. Siento la tersura y calidez de su piel.

*Emilia, hermana de Bianca, nos recibe en la estación de Florencia. Dice que si nos apuramos podemos visitar la Villa Gamberaia antes de que anochezca.

Después de atravesar la ciudad llegamos a Settignano, un po-blado en las afueras de Florencia. La villa reposa en una colina. Tras la reja de la entrada, las sombras de viejos cipreses entintan la grava que cruje a nuestro paso. Nos espera un hombre cuyo rostro parece pintado por Caravaggio.

—Bienvenidos, mi nombre es Carlo, tengo instrucciones del se-ñor Capponi de mostrarles el jardín. Síganme por favor. Explica que el jardín fue construido alrededor del 1500 pero transformado en 1610. Presume que es descendiente de Martino Porcinai, el jardi-

nero que ayudó a la princesa serbia Giovanna Ghyka a modificar el parterre a principios del siglo XX.

El jardín es arquitectónico, su diseño lo rige la perspectiva y la geometría aplicadas en la disposición de los andadores, setos, fuentes y esculturas. Sin embargo, los estímulos emanados de la naturaleza nos entran por los poros y poco a poco nos embarga una tranquili-dad inusual que se intensifica y se transforma en júbilo cuando subi-mos a las terrazas y gozamos vistas dramáticas del parterre, el resto del jardín y el domo de la catedral teñido de dorado por la luz de la tarde.

—Una característica singular del parterre es que tiene agua en lugar de flores en torno a la fuente del centro, dice Carlo. Y esos setos altos con cortes como ventanas que se abren a la ciudad con-forman un salón construido con plantas, decorado con flores y agua, y techado por el cielo.

—¡Espléndido! exclama Emilia, —aunque debe requerir mu-cho trabajo mantener los setos bien cortaditos.

—Más que trabajo necesitan amore, como todo en la vida. No puedo cortarlos como si los estuviera mutilando pues están vivos, perciben lo que hago. Requieren el esmero con que atendemos a los amigos. Y como ellos, ¡responden! Si haces bien el trabajo, crecen es-pléndidos, las flores se llenan de color y los colibrís y otras aves can-tan sin cesar, dice con entusiasmo e indica el camino hacia la grotta.

—Desgraciadamente no se han arreglado los chorros de agua que hacían un espectáculo maravilloso, dice Carlo, y añade como contándonos un cuento de terror antes de dormir: —la grotta y los laberintos del jardín son las habitaciones de los monstruos y gigantes que rondan los bosques y la de los enanos que viven en las profundi-dades de la tierra.

La luz cálida del atardecer enciende los verdes de los setos y abrillanta los bordes de los cipreses que se reflejan en los estanques del parterre. El canto de los pájaros anuncia que se disponen a dor-mir. Un manto frío desciende e invita a retirarnos.

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Nos despedimos de Carlo, le agradecemos su hospitalidad. —Il piacere è mio!

*Llegamos a casa de Emilia; está rodeada de cipreses y árboles fruta-les, huele a tierra. Escucho grillos y otros insectos restregarse contra la hierba. El interior de la casa es de austeridad franciscana.

Me siento a la mesa en una terraza cubierta con viñas, ilumina-da por velas, y envuelta por la negrura de la noche.

Emilia trae un libro del pintor veneciano Lorenzo Lotto. Lo abre en la página donde está el retrato que le hizo al creador de Bo-marzo, el príncipe Pier Francesco ‘Vicino’ Orsini. Muestra un joven vestido de negro, sentado en una mesa frente a un gran libro abierto. La luz se concentra en su tez blanca, sus manos y el libro: se titula Retrato de un gentilhombre.

—Lotto escondió la joroba de Orsini en la negrura del fondo, apunta Emilia.

—“Mi cuerpo no es de los que se desnudan sino de los que se esconden. No puede ser usado por los demás como instrumento de placer…”. Es un pensamiento de Orsini que leí en algún lugar, co-menta Bianca y añade —Era un hombre sensible, atormentado… Su mundo interior lo poblaban mitos y fantasías… lo recrea en Bo-marzo donde está ausente la racionalidad de la villa que visitamos. Te va a gustar.

Regreso a mi habitación y escucho que Bianca narra a su her-mana los pormenores de la fiesta y otras novedades. Los ruidos de la noche y la imagen de la lágrima de Bianca acompañan mi entrada al sueño.

Alguien trata de abrir la puerta de mi recámara. Veo el con-torno de una figura femenina vestida con una túnica larga de gasa ligera que se pierde en la oscuridad conforme se acerca. Permanezco inmóvil. Me aturde la noche. Creo adivinar el rostro de porcelana de Bianca. Una mano toca mi vientre, despierta mi sexo. Chorros de agua entran por la puerta, cubren las piernas de la mujer y alcanzan

el borde de mi cama. Estoy empapado. La mujer se vuelve transpa-rente, se esfuma. Flores de colores brotan de las paredes y del techo de la habitación. Tocan a la puerta.

—El café está listo, dice Bianca.

*Bomarzo se esconde tras un paraje boscoso. Una cabaña-comedor marca la entrada.

Después de pasar la verja sobre la que se posa el escudo de ar-mas de los Orsini, encontramos un gigante de pie con mirada serena pero implacable, que representa a Hércules, protector de los débiles, en el acto de desgarrar a Caco, el que roba sustento a los indefensos. No lejos de ahí, una ninfa recostada, con manos enormes pero deli-cadas, parece estar a la mitad del camino entre el sueño y la muer-te. Y a distancia, medio escondida tras de un arbusto alto, reposa tranquilamente una hermosa mujer de rostro griego, torso de musa, y cola de pescado-dragón. Surgen de la naturaleza salvaje como ex-plosiones de piedra esculpidas por el bosque mismo. Más adelante, una torre inclinada de dos pisos parece a punto de hundirse en la colina. ¿Será esta arquitectura torcida un retrato del inconsciente de Orsini?

—Cuenta la leyenda que los Orsini vienen de un jefe Godo, explica Bianca. —Su hijo, Caio Planio Orsini, fue amamantado por una osa entrelazando hombres y bestias en su linaje. Los Orsini comerciaban con la muerte como otros comercian con trigo: eran condottieri.

Caminamos sin rumbo y encontramos, escondida tras la male-za, una enorme cabeza, mitad simio mitad humano; su boca abierta forma una cueva. En su interior hay una banca y una mesa talladas en piedra. Al sentarnos nos envuelve una humedad gélida que cala los huesos. Bianca continúa la historia de Orsini y narra cómo mató a su hermano Girolamo con la ayuda de su abuela, Diana Orsini, en un paraje cercano:

—Orsini estaba bañándose en el río vigilado por la mirada

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atenta de su abuela. Su hermano, cinco años mayor, y por tanto el heredero, se acercó en su caballo y al verlo desnudo, deforme, se burló de su físico. De pronto, el caballo se asustó y lo tumbó sobre las rocas. Cayó inconsciente al río ante la mirada de él y la de su abuela. Presenciaron que se ahogaba pero llamaron por ayuda cuando era demasiado tarde. Orsini se convertía en el señor del principado.

Pienso en platicarle el sueño donde parece que me visita pero me detengo: la intimidad debe ser consensada. La veo. Sonrío. Bian-ca recarga su cabeza en mi hombro como si hubiera leído mi pensa-miento. Permanecemos varios minutos en silencio. La humedad nos expulsa de la boca del simio-hombre.

—Me parece que Orsini trascendió su deformidad. Hizo con su jardín un autorretrato más preciso y evocador que la pintura de Lot-to; es sensual y lúdico, hasta mágico, pero también brutal y violento. Todas nuestras contradicciones cobran vida.

—Sí… Orsini y el arquitecto Pirro Ligorio transformaron este terreno en una experiencia alucinante: una celebración de esos se-res que habitan la vigilia y los sueños, que encarnan lo divino y lo humano, que poblaban el mundo de Orsini, pero también habitan el nuestro. Es su legado, se le conoce por este jardín, apunta Bianca.

—Ahora que lo mencionas, me viene a la mente el jardín de Las Pozas, en México. Es la herencia de un hombre cuya historia guarda similitud con la de Orsini. Edward James, su creador, era un excéntrico inglés proveniente de una familia acaudalada: se dice que era hijo ilegítimo de Eduardo VII. Fue un niño abandonado y hasta abusado, literalmente, un poeta no reconocido y mecenas de algunos artistas surrealistas; se le conoce por su jardín.

—¿Cómo es? —Muy diferente de este y que la Villa Gamberaia. Escogió un

lugar de topografía accidentada, vegetación casi tropical, exuberan-te, de verdes intensos, donde las orquídeas crecen solas. Lo cruza un río que cae de lo alto, que moduló con represas en su parte baja para hacer pozas en donde se puede nadar y magnifican el sonido del agua al caer. Crean una sinfonía permanente que se escucha desde

todos los rincones del jardín. Como si no fuera suficiente, edificó enormes flores y plantas de concreto armado y las pintó con colores indígenas, quizás para acentuar lo que la naturaleza nos dice sobre la vida y solo entendemos al morir. Construyó ruinas descomunales, neo-góticas, desde donde se tienen vistas espectaculares y el tiem-po se vuelve elástico pues sensaciones pasadas, reales e imaginadas, cobran vida. En las tardes de verano, una espesa niebla lo difumina todo. Aluciné cuando estuve por primera vez. Fue como si no me hubiera percatado antes de que un jardín estuviese poblado por tan-tos sonidos naturales rebosantes de vitalidad. Me hizo aguzar el oído al rumor del viento entre los arbustos, al susurro de los helechos, al murmullo del agua y también percatarme del aroma de las orquí-deas podridas. Recuerdo vívidamente que me separé del presente unos instantes y floté.

—¡Wow! ¡Me encantaría visitarlo! —El estilo neogótico de las ruinas está inspirado en la casa de su

familia, aunque quizá también lo utilizó porque sus formas evocan la naturaleza misma. La magnificencia de las columnas y las esca-leras sin destino, entrelazadas con palmeras, árboles y flores exóti-cas, te adentran en la incongruencia del inconsciente, como algunas pinturas de su amigo Magritte. James personificaba el surrealismo. Cuando visitaba la ciudad de México vivía en un hotel acompañado de su mascota, una boa enorme que llevaba a todos lados. El día que preguntó dónde podía conseguir comida para alimentarla apa-recieron en el vestíbulo del hotel decenas de niños sujetando con sus dedos ratas muertas colgando de sus colas. Son ambos personajes singulares: Orsini trascendió su condición de ‘error de la naturale-za’, y James de ‘abandonado’ para legarnos jardines que celebran las posibilidades de nuestro mundo emocional. No vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, a veces dulcemente a veces con violencia, según el agua esté calma o iracunda. No queremos nada libremente, constantemente, absolutamente.

—Tienes razón… alguien dijo que nuestra bondad o crueldad dependen de imponderables; nuestro entorno familiar, accidentes de

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la infancia, y muchas más eventualidades, señala Bianca, desliza su mano, la posa sobre la mía, la retira, suspira. —¿Nos vamos? se hace tarde.

Bianca irradia dulzura al aire que se respira de manera tan sen-cilla y natural como la luz del sol. Es un ser para quien la belleza y el dolor marchan de la mano y llevan idéntico mensaje… nuestra humanidad.

Llegamos a la pequeña estación donde tomaré el tren a Roma. Nubes bajas amenazan con llover. Dos señoras de edad charlan en una banca. Se despide, me abraza con fuerza. La punta de sus dedos se clava en mi espalda. Su pelo acaricia mi mejilla. Me da un beso en la boca, me muerde el labio con cariño, me ve a los ojos y murmura esbozando una sonrisa desprovista de significados profundos o senti-dos ocultos: —to be continued.

[LOS ENIGMÁTICOS SIGNIFICADOS DE LA NATURALEZA]

El primer día en la Universidad encuentro a Louise, fotógrafa origi-naria de Cincinnati que vive parte del año en Barcelona.

—Me gustaría hablarte sobre la presencia de la muerte en mi trabajo, ahora tengo tiempo, no tomo fotos en primavera y verano, la luz es muy intensa.

Adusta, cabello café oscuro recogido en una cola de caballo, bo-tas y ajuar de corte militar, de habla pausada y solemnidad castrense, parece un combatiente que, con su pesada cámara, va de trinchera en trinchera buscando paisajes moribundos. No asistió al taller el año pasado pero me mostró una fotografía que llamó mi atención. Retrata un paraje de vegetación crecida, abandonado, de quietud inquietante, como un cadáver misteriosamente vivo. Quedamos de vernos una tarde al final de la semana.

—¡Te estaba buscando, tengo que hablar contigo!, me dice alar-mado el tutor de una pintora que fue mi alumna el año pasado: —estoy desconcertado, Julieta ha abandonado su tesis, solo pinta chimpancés. ¡Está obsesionada! Quizá tú puedas hacer algo.

La contacto de inmediato, le explico las razones de mi llamada. —Conversamos cuando quieras. Estoy muy ocupada pero me

doy tiempo. Hablemos la próxima semana. Louise y Julieta confirman con su arte que la naturaleza es el

referente de todos los referentes, fuente inagotable de significados, espejo lúcido en que nos reconocemos. ¿Nos estamos degradando conforme la degradamos? ¿Homo sapiens?

*

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Louise me espera en un café del Rabal, son las 4 de la tarde. Nuestra mesa mira a una plaza ajardinada.

—Qué bueno hablar de mi proceso creativo… este año me he percatado de tantas cosas, por ejemplo, que tengo un deseo corporal de morir pero sin suicidarme. Quisiera vivir la muerte.

—No entiendo. —A lo mejor es más preciso hablar de ausencia y pérdida por-

que la palabra muerte puede mal interpretarse. Mi madre estuvo ausente, a mi padre no lo conocí, soy ilegítima. Mi abuela materna fue mi madre sustituta pero murió cuando tenía 16 años.

Al escucharla me pregunto si es violenta dado su abandono. Es difícil descifrarla. Levanta a su alrededor una especie de coraza de cristal blindado que impide cualquier acercamiento.

—El sujeto de mi trabajo es un mundo desolado. Cuando hablo de desolación me refiero a la carencia de amor y calor de hogar… desolación que se ha acentuado con el Alzheimer de mi abuelo. Él me cuidó cuando adolescente después de la muerte de mi abuela y también despertó mi fascinación por la naturaleza, me enseñó a amarla. Señalaba con parquedad, desde la ventana de la cocina, al siervo o al conejo que merodeaban la casa, o compartía con la mi-rada su asombro ante el nido que la golondrina había construido bajo el techo de la veranda. También me mostró que hay poesía en la descomposición de los árboles muertos pues, como me dijo un día: “en la naturaleza lo que muere da vida”. En mi serie Ukka, pe-queños hongos nacen de troncos sin vida. Así que mis fotos también tratan de la polaridad entre la vida y la muerte, son retratos tanto de la vida que nace como de la que está a punto de exhalar su último hálito. Esa es una faceta, hay otras, dentro de mí conviven múltiples personalidades que cambian todo el tiempo… todos somos un poco esquizofrénicos, señala, da un pequeño sorbo al café y voltea a ver una ardilla que cruza el jardín y trepa a un árbol a toda velocidad. —Quiero comunicar el vínculo indisoluble de la vida con la muerte, sin estridencia, con ecuanimidad, como la encontramos en la natu-raleza, sobre todo en la que está siendo aniquilada por nosotros bajo

el argumento del progreso, concluye exhalando tristeza. Observo unos niños deslizarse por el tobogán que se encuentra

en el arenero al centro del jardín. Pienso en los patios de Vicks.—Han nominado unas de mis fotos para un premio que tiene

que ver con temas ecológicos, ¿qué piensas? —“Green is in”, respondo burlonamente. —Tus fotos exponen

sin aspavientos la naturaleza como la encontramos actualmente; un pastizal cruzado por autopistas y torres de alta tensión, un río de aguas putrefactas, una playa decorada con plástico y basura. Son retratos de una naturaleza moribunda, del acecho de la muerte, ex-presiones de nuestra violencia.

Me mira y pregunta de repente: —¿Vamos a ver el atardecer en la playa? Pasamos el embarcadero y la Barceloneta hasta llegar a la playa.

Empieza una llovizna. Nos refugiamos en un bar desde donde se ve el mar. Reina un silencio inusual, hay pocos parroquianos, no hay pantallas. Louise parece desconectarse y adentrarse en profundas reflexiones. No alcanzo a atisbar el fondo de sus pupilas y leer en ellas lo que siente en estos momentos. Creo que habitamos mundos distintos, separados por una finísima línea divisoria elaborada con precisión: nuestra relación con la muerte. Yo busco crear vida, ella habita una muerte que paradójicamente está viva, la nutre: es la musa de su fotografía. Los rayos de un sol a punto de ocultarse ilu-minan la llovizna.

—¿De dónde surge la idea del Taller?, pregunta con voz pausa-da, saliendo de su ensimismamiento.

—Ver el mundo como si fuera estable y coherente es una ilusión, una forma de alucinación, que solo podemos neutralizar, en parte y no siempre, con la reflexión. La reflexión ayuda a tomar conciencia, amplifica la resonancia de nuestras acciones. Abre la posibilidad de ver y saber qué sentimos y porqué. Evita que solo veamos la proyec-ción de nuestros deseos. Además, ¿no es la conciencia la que se supo-ne nos hace superiores a otras especies? ¿No es una de las cualidades del humano que gustamos de presumir? ¿No es la inconciencia un

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estado cercano a la locura, relacionado con la falta de razón? ¿Por qué entonces considerar la reflexión como algo esotérico, solo vincu-lado a la sicoterapia o a la meditación? ¿Por qué no forma parte del inventario de nuestras actividades cotidianas?

—Suena solemne. —Quizás… además creo que mediante la reflexión podemos

acceder a nuestra memoria corporal donde yacen recuerdos de ex-periencias que nos marcaron, no hechas conscientes, que condicio-nan lo que vemos y hacemos. ¿No te parece que en esa memoria yacen las experiencias de niña que te llevan a tomar la naturaleza como sujeto de tu fotografía? Podrías haberle dado vida a tu desola-ción sin recurrir al paisaje, ¿no crees?

—¡Ups!, eso fue dramático además de solemne, apunta Louise con humor.

—Pero tengo razón, ¿no?—Sí que la tienes, solo bromeaba, no había pensado en mi me-

moria corporal. Cesa la lluvia. Se reanuda la actividad en la playa. Son alrede-

dor de las 9 de la noche. Louise cambia de rumbo la conversación; habla de sus dos perros, un labrador y una collie, a los que llama ‘los niños’. Comenta que el labrador recibe acupuntura cada mes para aliviarlo de sus nervios, fue un cachorro maltratado.

Yo menciono la ternura que me causa Mumu, una de mis gatas, cuando duerme sobre el lomo de Toto en invierno. ¿Hablará Louise con sus ‘niños’?

Creo que las fotografías de Louise guardan cierto paralelo con las obras de los pintores románticos del siglo xix. Frustrados ante el fracaso de las aspiraciones ilustradas de libertad e igualdad de la In-dependencia Americana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789 —ya que la esclavitud persistía y miles de inocentes morían bajo la guillotina en el reino del Terror— voltearon hacia la naturaleza por inspiración, incluyendo la naturaleza humana. Celebraron el poten-cial creativo del instinto sobre la mente racional, que supuestamente nos hace homo sapiens. Movieron el eje del pensamiento de lo ob-

jetivo a lo subjetivo, como una marejada sin control que trastocó la vida cultural de Europa. Crearon un arte que creció orgánicamente de la emoción que nos transmite la naturaleza. Fulgurantes atarde-ceres, tormentas marítimas y de nieve, pintadas por Caspar David Friedrich y W.W. Turner aún nos detonan sensaciones sublimes, casi religiosas, cuyo centro no es un Dios moralizante.

Louise recurre a la naturaleza como sujeto de su obra para de-nunciar nuestra responsabilidad por la degradación de nuestra pro-pia casa. Sus paisajes, o fragmentos de ellos, nos aterran y asombran porque evidencian nuestra violencia y desolación emocional, aun-que también dan fe de que podemos sobreponernos a esa y otras dimensiones trágicas de nuestra humanidad si reflexionamos sobre nuestro devenir y escuchamos nuestra memoria corporal y sus múl-tiples reverberaciones emocionales.

Llego a mi piso, me desvisto y me meto a la cama. Paisajes de-gradados y otras imágenes de enorme realismo componen un film de terror. Cierro los ojos, trato de dormir, pero cerrarlos no me tranqui-liza pues no desaparecen las imágenes apocalípticas que se esconden tras mis párpados. Es más, se transforman cuando reflexiono sobre ellas, lo que hago constantemente. La angustia de que las imágenes acumuladas sigan ahí mutando y hayan empeorado cuando abra los ojos prolonga mi vigilia. Entiendo por qué algunos consideran la reflexión como un proceso tortuoso que solo complica la existencia en lugar de aclararla. Allá ellos. Concilio el sueño al amanecer.

*Encuentro a Julieta en la estación del metro Giannic a las 5 de la tarde. Propone que vayamos a la Plaza de la Reina. Caminamos sin prisa por las calles del barrio de Gracia disfrutando esa calma pecu-liar de los domingos.

—¡Qué gusto verte de nuevo! ¿Así que quieres saber por qué in-corporo en mis pinturas solo chimpancés y no elefantes, camaleones, y demás animales que las habitaban el año pasado?

Hilos de sol penetran el follaje de los árboles, iluminan los rizos de su cabellera dorada, súbitamente encarna una de las mujeres de

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la Anunciación de Botticelli. —Recuerdas que te comenté que cuando veo las imágenes del

ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, me aterro, le cambio al Discovery Chanel y miro unos elefantes caminando a paso lento y seguro. Observo, en paralelo, la destrucción provocada por el hom-bre y a esos hermosos paquidermos. Pienso en los miles de muertos inocentes y me percato que nuestra violencia no tiene límite, no solo contra animales indefensos sino también contra nosotros. Confirmo que prefiero a los animales que a los humanos, aunque suene exage-rado. Empiezo a pintar elefantes y máquinas.

Llegamos a la plaza cuando la luz del día se torna dorada. Se es-cucha la algarabía de niños que juegan pelota. Tomamos una mesa, pedimos naranjadas.

—Siempre fui una enamorada de los animales, aunque no me queda claro si es porque me parecen tiernos o porque me remiten a esa dimensión primigenia de nosotros. Te confesaré algo que muy pocos saben: no hace mucho era miembro activo, pero muy activo, del Movimiento de Liberación de los Animales, considerado terroris-ta. Llegamos a poner bombas incendiarias en el rastro local. ¡Cómo no serlo! Vi unos videos que muestran el aniquilamiento sistemático y masivo de vacas, cerdos, pollos, pero también delfines y atunes. ¡Atroz! Años después leí textos budistas que dicen que los humanos, las plantas y los animales estamos interconectados. Hacerlos sufrir, torturarlos y matarlos es aniquilarnos al suprimir nuestra empatía, lo cual es peligroso, nos enfila al suicidio… ¡qué locura!, concluye emocionada.

Su mirada se pierde en el vacío, la mía en el follaje de los árbo-les, gris oscuro, casi negro, que deja entrever un cielo magenta. Los cafés prenden sus luces.

—Yo era muy racional, nunca me dejaba llevar. Todas mis de-cisiones eran muy calculadas, no corría riesgos, señala y termina su naranjada.

—¿Por qué dices que no corrías riesgos? Encoge ligeramente los hombros, responde: —¿No te había di-

cho? Huí de Chile por un desamor. Pensé que al cambiar de país encontraría otro tipo de personas. No sé qué me pasó al llegar aquí, emergió una parte de mi personalidad que desconocía. Tomé ries-gos, me volví sociable, abandoné prejuicios, confié, me dejé llevar. No creas que me aloqué, solo permití que mi intuición dictara mi vida. Fue liberador pero frustrante. Primero me mudé con una chica que contacté por internet. Quería fiesta cada noche pues había ter-minado con el novio y estaba en la ciudad de vacaciones. Se volvió una pesadilla. Era egoísta y desconsiderada. Pero mantuve la fe en los humanos. Luego me mudé con un roquero exitoso, del que me enamoré y desenamoré porque resultó ser megalómano perverso y manipulador disfrazado de afectuoso y comprensivo. Salí corriendo. Esas experiencias confirmaron mi preferencia por los animales. No me arrepiento. Crecí, maduré, hasta envejecí.

—No exageres, sonrío, le tomo la mano.Ha caído la noche. Dice que se tiene que marchar pero pide

que antes le enseñe mi apartamento a unas calles de la plaza. “Por si regreso a Barcelona y necesito rentar donde alojarme”.

Al llegar pide un vaso con agua y se sienta en el sillón con acti-tud de quedarse. Observa con detenimiento la cama a medio tender en el dormitorio, los libros sobre el buró, la botella de vino sobre la mesa del comedor junto a un cuaderno de notas y un estuche de acuarelas.

—Se me hace tarde, tengo que correr. Veámonos de nuevo para terminar mi historia y enseñarte lo que estoy pintando, y para que me des los datos de la agencia inmobiliaria, dice al despedirse.

Quedamos de continuar nuestra conversación el miércoles si-guiente a las 7 de la noche, en el Schilling, un bar cercano al piso al que me mudaré en el barrio Gótico.

*Julieta saluda al llegar, escudriña el lugar amenizado con música de bongos, tamborilea la melodía con los dedos, se sienta.

—Perdón por el retraso. Pasé todo el día con Nico. Ahora te platico de Nico, mi nuevo amor. Pero con este ruido no podremos

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conversar… ¿Y si vamos a otro sitio? Además muero de hambre, no he comido en todo el día.

Sugiero que vayamos al Bitxo, un pequeño bar con buena cava, bocadillos exquisitos y tranquilidad inusual, cerca del Palau de la Música.

Caminamos por las estrechas calles del Barrio Gótico que tie-nen tanta actividad como el Schilling. Señalo a una jovencita que viste pantalón vaquero apretado y una sudadera que disimula su vientre de embarazada.

—Ayer me preguntó si quería acostarme con ella, cuesta 50 eu-ros… dijo que es de Bulgaria… Me partió el alma.

—Abundan, es deprimente el comercio de mujeres de países del Este, una nueva esclavitud que resulta de la miseria global y de la vulnerabilidad de la mujer, dice contundente.

Llegamos al Bitxo; hay una mesa disponible. —¿Qué te apetece?, pregunto. —Escoge tú. Julieta despliega sobre la mesa unas reproducciones tamaño

carta de sus pinturas de gran formato. En una, titulada El lado animal iv, está Nico en el extremo inferior acompañado por un camaleón y una mancha negra con una carita que parece ser Julieta. En otra, un mono hace el amor con una mujer sobre una cama.

—¿Eres tú? Afirma con la mirada. —Se titula La revolución. Expresa mi amor por Nico, bueno, no solo

por él sino por todos los animales. Nico es admirable. Tiene una extraña enfermedad llamada Arnold Chiarri que se supone afecta solo a los hu-manos: el cerebro se llena de líquido y lo aprieta produciendo horribles jaquecas. A pesar de su movilidad limitada es el líder de la jaula de los monos. Me conmueve. Cuando llego cruzamos miradas, me reconoce. Siento una intensa conexión con él, algo se aviva en mí, me da fuerza, paz. Me puedo pasar horas observándolo y dibujándolo.

Al llegar lo que pedimos Julieta observa con detenimiento los

pinchos de salmón con mermelada de aceituna y acerca cuidadosa-mente su nariz a la copa antes de probar el vino.

—Umm, está rico. Sabes, me gusta que mis cuadros sean como películas de David Lynch, con personajes que parecen familiares pero son inexpugnables, con realidades que pertenecen a esa dimen-sión de nuestro ser animal que casi hemos cancelado por creer de-masiado en nuestra racionalidad.

Siento la calidez de su respiración en mi mejilla, percibo el aro-ma de su perfume.

—Por eso mis pinturas las habitan figuras que parecen flotar li-bremente, sin orden aparente, como cuando sueñas. Guillermo Kuit-ca es uno que de los que pertenecen a mí ‘club de amigos’. Lucian Freud es otro. Me emociona la materialidad pictórica de su obra, en particular el retrato de una pequeña niña junto a una planta: puedes sentir la tersura de su piel.

La trompeta inigualable de Miles Davis llena el lugar que va quedando vacío. Pagamos y salimos.

—¿Caminamos a tu piso? Tengo curiosidad de verlo.Son casi las 2 de la mañana y la ciudad mantiene una vitalidad

contagiosa. Bares llenos, multitudes en calles y plazas, y por supues-to, las eficientes cuadrillas de limpieza urbana que nunca descansan, como obsesivas amas de casa. Pasamos frente al Schilling, aun re-pleto. La joven prostituta continúa parada en la esquina. Nos aden-tramos en las callejuelas medievales hasta llegar a mi apartamento.

Ocupa el primer piso de un edificio del siglo xvii o xviii. El ves-tíbulo es frío y húmedo, con el olor dulzón del moho concentrado: hace siglos el mar llegaba hasta aquí. El salón es amplio, con dos ventanas grandes que miran al callejón, una cocineta, un dormitorio pequeño y un baño. Julieta lo revisa con detenimiento.

—¿Tienes vino tinto? Sirvo dos copas. Se quita la chaqueta y los zapatos, pone los pies sobre el sofá, y con

la mirada perdida suelta un suspiro que parece durar una eternidad.—Nico representa la generosidad que el hombre presume pero

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no demuestra. No la he descubierto en ninguno de mis encuentros, aunque no debería generalizar.

Bebe un trago, deja la copa sobre la mesa, se acomoda el pelo. — Somos hijos de la era del Ego, uno perverso que nos ha vuel-

to más depredadores que los propios depredadores. Estamos obse-sionados con volvernos famosos, sobre todo en el medio artístico. Vi-vimos inquietos, sin sosiego, todo en exceso; el ejercicio, la literatura de autoayuda, las religiones à la carte, los tranquilizantes, las drogas. ¿Y? No somos felices, no logramos esa paz que encuentro en Nico y en todos los animales. Antes denunciaba la hipocresía humana al pintar camaleones ahora recurro a los chimpancés porque son nues-tros parientes más cercanos, pero son puros.

—Mándame un correo con tus comentarios a mi mapa, please, dice al despedirse.

La historia de Julieta me hace pensar en esa definición de huma-no que al posicionarnos como centro del universo fomenta una arro-gancia que impide veamos nuestra verdadera humanidad. No somos tan individuos como creemos, ni siempre razonamos, mucho menos estamos en control, y de ser felices ni hablamos. Cuando Julieta se deja llevar, se desilusiona del egoísmo humano y se refugia en Nico. Más que refugiarnos en los animales debiéramos inspirarnos en su esencia y cultivar nuestro lado primigenio. Me refiero a recuperar la inocencia que nos permite mirar las cosas como son, acceder al mundo exterior como si no lo hubiéramos visto antes, y sin deseo de cambiarlo, simplemente dejándolo estar. Nos conectaríamos con un orden trascendente que preexiste a nuestra llegada y al que debemos nuestra existencia. Nos alejaríamos de los excesos y recobraríamos la sobriedad ecuánime que sustenta toda la vida que nos rodea. Com-prenderíamos ese orden, actuaríamos con él, no contra él. Cultiva-ríamos una especie de contemplación no mística que, aunque no disuelva nuestros conflictos internos, nos acercaría a nuestro mero ser y nos ayudaría a encontrar esa calma asociada con la felicidad.

*

Vicks me recibe en su oficina: más tarde encontraremos a Armando y a Rubén; mañana regreso a México. Me muestra planos y fotogra-fías de los patios como estaban y recuperados. Confiesa que le preo-cupa que al ajardinarlos muchos de los actuales habitantes tendrán que marcharse.

—Parece que llegamos al punto en que vivir cerca de la natura-leza es un lujo, dice apesadumbrada, y sugiere vayamos a verlos “en vivo y a todo color”.

Adultos conversan bajo la sombra de árboles, niños corren y juegan, pájaros cantan, mariposas vuelan. Después de contemplar la actividad por un rato, mira su reloj, y dice que es hora de irnos.

Encontramos a Armando y a Rubén conversando animada-mente con una chica.

—¿Fuiste a Venecia? pregunta Rubén y presenta a la chica. Nos ofrecen una copa de vino.

Les platico brevemente la expo de Luciano y la visita a Bomarzo. —¡Pájaros mecánicos, una mujer encerrada en una caja de acrí-

lico azul, un monumental pollito inflable, vaya manera de denunciar el deterioro ambiental! ¡Qué imaginación! exclama Armando.

—Y Bomarzo, una locura, ¿no? señala Rubén. —Todos los jar-dines nos remiten más allá de sí mismos, a estadios insospechados: los jardines zen te meten en ti mismo a diferencia de Versalles que te transporta a los excesos del barroco… sugiere ‘reventones increíbles’.

—No hace mucho asistí a la muestra de un fotógrafo norteameri-cano que me pareció singular, comenta Vicks. —Retrata encuentros homosexuales en el Elysean Park de Los Ángeles. Son rituales clan-destinos, brutalmente físicos, muy distintos que los intercambios eróticos en el espacio cibernético. Además, son secretos, conocidos solo por los iniciados. Sus fotos no incluyen personas; muestran senderos transitados, ramas rotas, basura y condones desechados.

—Interesante que un parque urbano despierte nuestros instin-tos más básicos. Quizá por eso también una playa desierta sugiere encuentros cachondos, es destino cliché para la luna de miel, apunta la chica.

—Pero eso no es todo, añade Vicks —los gritos estridentes del

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público y los deportistas en el estadio de béisbol del equipo Dodgers, y los que provienen del campo de entrenamiento de la policía, uniforma-dos con pistolas, ambos en las inmediaciones del parque, completan la atmósfera hiper-erótica de ese ritual.

—¡Sexy! exclama Armando, y añade esbozando una sonrisa —se-guro que los patios de Vicks tendrán apoyo de la comunidad gay.

—No solo gay, la cercanía con la naturaleza va más allá de solo estimu-lar nuestro eros, también nos alegra y tranquiliza, argumenta Vicks.

—¡Obvio! sostiene Rubén. —No tanto, seguimos destruyéndola y construyendo ciudades inhu-

manas que nos distancian de la naturaleza, es decir, de nosotros mismos.—No exageres, señala la chica, y antes de que elabore su comen-

tario me despido de todos, les agradezco su hospitalidad y me marcho argumentando que es tarde y mi vuelo sale de madrugada.

Parece que la naturaleza nos habla con un lenguaje que escucha-mos pero no entendemos, elude cualquier intelectualización. Aviva marcas emocionales cargadas de afecto, vinculadas a nuestro pasado arcaico. Y es que la apreciación de toda experiencia está informada por preferencias de nuestra vida en la naturaleza que yacen en la memoria. Lo que hemos vivido es y será siempre nuestro. La memoria biológica no ha olvidado que la naturaleza fue nuestro entorno de vida hasta hace poco: solo hemos vivido en ciudades algunos siglos de los más de 40 mil años en que se supone aparece nuestro ancestro, el homo sapiens. Orsi-ni y James crearon espacios con atmósferas mágicas a pesar de sus his-torias personales de desolación y abandono porque utilizaron nuestro afecto por la naturaleza para su construcción: los monstruos y quimeras en el jardín del primero y las ruinas descomunales en el del segundo son solo anécdotas de sus narrativas. Louise recurre a nuestras ‘neuronas espejo’ para recrear tristeza y desolación cuando vemos sus fotografías de paisajes degradados, nos hace padecer la desolación. Y algo similar nos sucede al ver los animales pintados por Julieta; nos conectan con la belleza de la ‘sobriedad de nuestra animalidad’.

[ R E G R E S O A L A C I U DA D D E R Í O S I N V I S I B L E S Y R ATA S G L O TO N A S ]

La Ciudad de México me recibe con un día caluroso, típico de vera-no. Abordo un taxi para ir a casa.

—¿Qué novedades hay sobre sobre la influenza? pregunto al taxista. —Dicen que está bajo control, que ya pasó lo peor. Hubo días,

inclusive semanas, en que la ciudad estaba desierta. ¿Se imagina este viaducto sin tráfico? Nada que ver, mire cómo vamos a vuelta de rueda. ¡Llegaremos a su domicilio en una hora!

El comentario del taxista me hace pensar en los reiterados in-tentos de recuperar el Lago de Texcoco y rehabilitar algunos de los ríos de la ciudad, ahora entubados, como por el que circulamos. Devolverle su condición lacustre, reintegrarle esa magia que una vez compartió con Venecia. ¿Por qué destruimos su belleza? ¿Qué aca-so no nos queremos, no deseamos vivir en un lugar que celebre lo mejor de nosotros en lugar de acentuar nuestra neurosis y violencia? ¿Homo sapiens?

El taxista me saca de mis fantasías: —Una vez fui al cine, ¿y qué cree?... Había que dejar lugares vacíos para no contagiarnos, además de usar tapaboca. Muchos cines cerraron, al igual que mu-chos restaurantes. Nunca había vivido la ciudad así. Qué bueno que todo volvió a la normalidad. ¡De la que nos salvamos!, exclama justo cuando llegamos a casa.

*La mañana siguiente voy a mi estudio con ánimo festivo, como cuando sale el sol después de un chubasco: he quedado con Carol de visitar la casa-jardín.

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Llegamos directamente al estacionamiento de la casa, bajo el jar-dín, como lo harán Lucía y su familia todos los días.

—¡It’s wondeful! nunca lo imaginé así, che. Los muros de piedra dorada, la luz de los tragaluces y las columnas de colores lo hacen como un recinto arqueológico restaurado, che. Muéstrame la planta de trata-miento.

—La planta capta y almacena agua de los techos verdes, la que una vez tratada se reutiliza en los wc’s, las regaderas y lavabos, y para regar el jardín. La que llega a las regaderas y lavabos es tan pura como el agua Evian: solo el 20% del agua que se consume proviene de la ciudad, explico con orgullo.

Subimos y nos sentamos en la estancia a contemplar el jardín. Es-cuchamos el sonido del agua que cae y el trinar de los pajaritos que llegan a bañarse y a beber del estanque.

—Qué bien se está aquí, che… un filósofo sostiene que los jardines contribuyen al good life… dice que son como una epifanía que nos reve-la esa relación profunda y misteriosa que tenemos con la tierra y lo que crece en ella. ¿Qué opinas, che?... y sin esperar respuesta dice que qui-zás se deba a que, según leyó, recibimos estímulos vivos de las plantas y animales sin que ello nos requiera esfuerzo para apreciarlos porque la naturaleza no tiene autor, simplemente es, lo cual es diferente a cuando nos encontramos ante edificios, objetos, etcétera, que nos lleva a pensar que pudieran ser diferentes, y por lo mismo, implican un esfuerzo men-tal para apreciarlos, aunque desconocemos cómo es ese proceso. —De ahí que después de pasar tiempo en la naturaleza mostramos mayor atención y una cognición más nítida porque el cerebro está tranquilo… lo constato en mis terapias, che.

—No lo dudo. Como me lo dijiste cuando te conocí, la extrema artificialidad de las ciudades, más su cacofonía formal, sus luces des-lumbrantes, ruidos estridentes, y olores nauseabundos, hacen un hábitat contra natura. Y peor aún ahora que estamos constantemente conecta-dos. La información llega rápido, todo el tiempo, no invita a detenernos en nada en particular, además que no ayuda que brinquemos de un lado a otro, como lo hacemos. Retenemos algunas anécdotas, chismes.

Es todo superficial. Los humanos requerimos de cierto tiempo para digerir los estímulos en una situación dada, construir historias que nos hagan sentido, saber qué hacer con ellas. Por ejemplo, cuan-do leemos un libro fijamos la velocidad de lectura, nos damos el tiempo de reflexionar sobre lo que leemos, gozamos la historia, igual que cuando disfrutamos pausadamente una comida. No así cuando estamos navegando. Claro, hay quienes dicen que desarrollaremos cerebros que podrán asimilar ese tipo de información y a esa veloci-dad. No dudo que así sea: el homo sapiens reloaded. ¿Te lo imaginas cabezón, obeso y diabético por la comida chatarra, con los ojos in-yectados y las manos deformes por el uso constante del monitor y el tecleado, y con la piel grisácea por no exponerse al sol?

Carol ríe de buena gana. De regreso en el estudio, preparo café. Le cuento de la relación

de Julieta y Nico. —¿Te parece extraño que algunos tengamos una estrecha cone-

xión con los animales? ¿Te acuerdas de que hablaba con un perrazo cuando nos conocimos en el parque? La chica que los entrena es mi novia, dice que conoce la personalidad de cada uno, cuando están deprimidos, enojados, contentos. Asegura que es cuestión de prestar-les atención. Nos parece difícil porque nos hemos transformado en autistas que no atendemos ni siquiera a los amigos, che, y exclama —¡es tardísimo, me voy! Disfruta Copenhague, no dejes de llamar-me a tu regreso, querré saberlo todo.

Carol tiene razón. La pasamos inmersos escuchando nuestras voces y las que proviene de personajes ficticios, algunos grotescos, que buscan impresionar a los otros habitantes de la red. Estamos perdiendo el interés por el contacto epidérmico, por comunicarnos con seres reales, humanos, animales, plantas. No nos hemos percata-do que es mediante esta comunicación —caricias, miradas, gestos— que intercambiamos mensajes de lo que no sabemos nombrar pero es importante decir; que nos hacen ‘visibles’, que ayudan a definir-nos, a descubrirnos. Parece no importar que estemos acentuando una manera de vida que exalta vernos y tratarnos como ‘consumi-

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bles virtuales’. Hemos devenido ratas glotonas en busca de ‘ego-alimen-to’ pero al borde de la inanición.

[LA CUMBRE DE COPENHAGUE]

En Bruselas, Ingrid espera en la salida del aeropuerto. La mañana es gris y han anunciado nieve. Me da la bienvenida, dice que me hospe-daré en el departamento de Erika, su amiga que está en África.

—Solo me pidió que cuide a su gatito, ¿te importa? Sé que te gustan los gatos.

—Zen, Zen, llama Ingrid al abrir la puerta del departamento. Un persa chato asoma su cabecita, camina hacia nosotros, estira sus patitas delanteras, mira a Ingrid, y acerca su cuerpo a mi pierna en señal de bienvenida.

—Parece que le caíste bien, ¿Me acompañas a Brujas a comprar adornos navideños? Paso por ti a las 3:15 pm.

Ingrid se despide, y cuando ha cerrado la puerta, Zen dice: —Qué bueno que te quedarás unos días, tendré con quién platicar. La chica que hace el aseo no habla con gatos, solo prende el televisor… La he pasado tumbado viendo programas chatarra.

Guardo silencio, lo miro, y digo —Tienes razón, pero ¿te importa si platicamos más tarde? Qui-

siera dormir un poco, el viaje fue largo. Me despierta poco antes de las tres lamiéndome la mejilla con

su lengüita. Llega Ingrid.Cuando salimos de la ciudad el sol pone una nota de alegría al

colarse entre los bosques sin hojas.—Qué bueno que pudiste venir… ¿Qué novedades? pregunta afectuosa.

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—Gracias de nuevo por la invitación, le platico anécdotas de Venecia.—Qué maravilla que se están denunciando los estragos ecológicos

con arte… Me encantaría ver el catálogo. ¿Te acuerdas cuando coin-cidimos ahí después de la muerte de mi madre? Estaba desconsolada.

—Recuerdo tu pretendiente veneciano, disque noble, muy agrada-ble. ¿En qué terminó ese romance?

—Fue breve, ¡me consoló! responde con humor. Recordamos también la vez que me cuidó una severa gripe durante

una tormenta de nieve en Nueva York y que su novio de entonces tuvo un ataque de celos. Se ríe de buena gana.

Llegamos a Brujas con el crepúsculo. Brujas ha adoptado esa estética pulcra y anodina de los destinos

turísticos de todo el mundo, parques temáticos donde luz y sonido con-vergen para satisfacer el apetito de evasión y entretenimiento del turista globalizado. Ya no hay vestigios de su vitalidad e insalubridad cuando fue uno de los centros comerciales más importantes al norte de los Al-pes, en los siglos XIV y XV. La añoranza de una naturaleza que empe-zaba a escasear en la vida urbana y los oscuros inviernos de la región fueron unas de las causas de que, en los albores del siglo XVI, artistas locales inventaran, por decirlo de alguna manera, la pintura que tiene el paisaje como protagonista. Otra fue que con el dominio protestante se abandonó la iconografía cristiana de santos y vírgenes y se sustituyó por paisajes: Jan van Eyke dejó de pintar imágenes como La adoración del cordero místico y se dedicó a pintar atardeceres campiranos, como el que nos había acompañado a Brujas.

Al no encontrar los adornos nos refugiamos del frío en un bar fa-moso por vender más de 400 tipos diferentes de cerveza. Luces de vela y villancicos dan calor al lugar. Ingrid me habla de la Cumbre.

—Llega en un momento poco oportuno para mi jefe, el Comisio-nado Starvos Pikionis. Hace poco, el primer ministro griego, de quien depende su nombramiento, convocó un referéndum para mantenerse en el poder y lo perdió. Nos quedaremos sin trabajo en un par de meses. Lo nombraron Comisionado hace tres años como premio de consola-ción cuando no obtuvo la nominación para primer ministro. Pero toma

muy en serio su responsabilidad. Va a ser una negociación intensa, el cambio climático tiene prioridad distinta para cada país. Habrá que asegurarnos que se acepten las metas de reducción de gases in-vernadero y se firmen acuerdos concretos. Guarda silencio, se queda pensando. Afuera nieva intensamente.

De regreso a Bruselas nos acompañan Las canciones de invier-no de Schubert. Imágenes espectrales de Brujas enfrían mi ánimo como una ventisca invernal. ¿Qué pasará con las ciudades al incre-mentarse los niveles de los océanos y ríos, y trastocarse sus econo-mías? Según la historia de Brujas dos eventos causaron su decline económico; se desconectó del mar por la sedimentación del río Het Zwin, lo que debilitó sus rutas comerciales y su economía. Y el con-secuente incremento de impuestos ante su decline económico resultó en una furiosa reacción de la población, lo que a su vez hizo que se transfirieran los privilegios comerciales a Antwerp, dando el tiro de gracia a su decaimiento comercial. Imagino multitudes que la aban-donan empujados por las fuerzas de la naturaleza, destino probable de muchas ciudades si no se detiene el incremento del nivel de mares y ríos, si no se logran acuerdos en Copenhague. Llegamos a Bruselas.

Zen está en la puerta para recibirme. —Empezaba a preocuparme, se me acabó la comida… No es-

taba seguro que regresarías… Odio pasar hambre. Me sigue a la co-cina. Lleno su plato. Me acuesto. Se acurruca a mi lado. Dormimos profundamente.

*A la mañana siguiente telefonea Ingrid y me dice que tiene un día ocupado pero Peter Fairbank, su novio, quiere verme. Peter llama minutos después, saluda efusivamente, y pide encontrarnos a las 5 de la tarde en el Hotel Metropole; asegura tener algo importante que decirme.

Ocupo una mesa en la terraza frente a la plaza, aunque siempre he preferido los salones interiores por su decadencia y esplendor de-cimonónico, con sus vitrales, mármoles suntuosos y aplicaciones de

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dorado. La plaza está festiva con la iluminación navideña. Una pareja en los albores de la tercera edad se sienta en la mesa contigua. Ella pide vino blanco, él agua San Pellegrino. Discuten la veracidad del cam-bio climático. Ella argumenta que la Tierra siempre ha experimentado cambios de temperatura. “La situación actual es solo un ejemplo más” señala minimizando la situación. Él cita reportes científicos que coinci-den en que si no se implementan medidas habrá consecuencias serias. En otra mesa cuatro rubias conversan en algún idioma de Europa del Este, comparten imágenes de amantes y mascotas en sus iPhones, se to-man selfies. No parecen preocupadas por el calentamiento del planeta.

—Te ruego me perdones, no podré llegar, debo hacer unas opera-ciones bursátiles de última hora antes de que cierre la bolsa en Nueva York, Peter se disculpa con voz titubeante. Además de que heredó su-ficiente dinero para no trabajar, el éxito de sus operaciones bursátiles le permite dedicarse casi tiempo completo a dos pasiones: coleccionar autos deportivos y mariposas. Buen conversador, de cultura amplia, se sume en oscuridades existenciales, quizá consecuencia del ocio cultiva-do. Tengo la impresión de que no es feliz.

Salgo del Metropole sin rumbo, guiado, como las palomillas noc-turnas, por las luces de los adornos navideños. Copos de nieve caen sobre mi abrigo y desaparecen instantes después. Llego a La Mort Su-bite, el café frecuentado en una época por el joven Karl Marx. La Mort Subite es el nombre de la cerveza especialidad de la casa: el lugar se llama Brasserie Vossen. Luces de velas se multiplican en los espejos de las paredes e iluminan personajes parecidos a Marx. Lo imagino re-flexionando sobre el capitalismo de hace un par de siglos, la explotación de recursos naturales, la lucha de clases. Especulo que el joven Marx no anticipó el efecto acumulativo de la tala de bosques, el deterioro de la capa de ozono, ni el calentamiento global. ¿Pensaría hoy, como algunos, que el deterioro ambiental no es apremiante, que la Tierra tiene millo-nes de años de vida y nuestra especie algunos cientos de miles? ¿Opina-ría lo contrario, se preocuparía por la destrucción de selvas y bosques, la desaparición de animales y la pérdida de vidas humanas? ¿Vería el problema en términos solo económicos: quién debe absorber el costo?

Y si es así: ¿estaría de acuerdo con los países desarrollados en no pagarlo porque dicen que ese costo aminoraría el crecimiento eco-nómico mundial y entraríamos en una recesión, aunque ellos son en gran parte responsables del deterioro ambiental acumulado? ¿Sim-patizaría con las economías emergentes, las que más contaminan, que dicen que si pagan por su contaminación no podrán emerger? Creo que el joven Marx no estaría de acuerdo con ninguno. Reco-nocería que el capitalismo tecnológico global actual explota todo y a todos los que trabajamos y consumimos las 24 horas, en cualquier sitio, y denunciaría los estragos de estos excesos. Declararía que no se trata de la lucha de clases sino de una lucha desclasada por pre-servar un bien común: el planeta. Y concluiría que hay que cambiar los patrones de conducta del consumidor desatado, móvil, flexible y global. E implementar medidas ecológicas serias aunque signifiquen un tiro de gracia a la viabilidad del sistema como existe. Imagino al joven Marx aterrado de que, por primera vez en la historia de nues-tra especie, el mito del progreso se ha evaporado y sustituido por el caos y la rapacidad generalizada. Vería con claridad que el sistema dominante, que se jacta de sus grandes hazañas, solo disimula su ineficiencia. Que no puede producir sin destruir, que cultiva la vio-lencia, que porta en sí mismo la semilla de su propia destrucción… ¡Nuestra destrucción! ¿Homo sapiens? Será interesante presenciar si somos capaces de vislumbrar maneras de redirigir la energía del hiperconsumidor hacia formas de producir y convivir que no ame-nacen nuestro bienestar y el del planeta. ¿Seguiremos repitiendo errores pasados porque nuestro sistema mental no está pudiendo entender el desfasamiento entre el mundo que hemos creado y uno adecuado para sobrevivir? ¿Tomaremos consciencia de que lo que entendemos como civilización no es más que el depósito de escom-bros de las acciones fallidas de nosotros homo sapiens en busca de felicidad? ¿Daremos señales de humildad y aceptaremos que están agotados los arreglos económicos y sociales del capitalismo actual que tolera la violencia como ingrediente necesario de vida, que pro-duce millones de invisibles, y que es indiferente a la destrucción del

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planeta? ¿Entenderemos la importancia que tiene el entorno natural como antídoto contra nuestra neurosis y para restablecer nuestra ar-monía psico-física? Me abrumo con tantas preguntas, me embarga una sensación indefinible. Necesito tiempo para ordenar mis ideas. Debo acompasar mi respiración, aclarar mi cabeza, situarme.

Alzo la vista para contemplar los copos de nieve que remolinean tras la ventana en la oscuridad de la noche y me encuentro con la mira-da de una mujer de ojos celestes y ojeras grises enfundada en un abrigo azul. Interroga mi existencia, mi mirada hace lo mismo. El instante se vuelve infinito. Desaparece con la velocidad de una estrella fugaz. Re-tengo su imagen tras el cristal de la puerta giratoria. ¿Quién será? Es hora de ir a dormir. Mañana volamos a Copenhague.

*Nos hospedamos en un hotel en un centro comercial junto al aero-puerto. Es una caja de cristal de cinco pisos, árida, sin macetas ni floreros. Sin embargo, las habitaciones buscan emular la calidez del hogar: ofrecen bata de toalla, pantuflas, sillón de lectura con tabure-te, cafetera, etcétera, pero miran sobre rudas techumbres industriales. Está diseñado para facilitar las labores del ejecutivo global que trabaja sin cesar como un engranaje más de la maquinaria productiva. Por des-gracia, no hemos reparado que la comunicación móvil abre alternativas a esta estética funcionalista inspirada en la máquina, inventada en el siglo pasado, pero aún en uso. Al poder realizar todo tipo de actividades desde múltiples lugares y en cualquier horario, es posible privilegiar hacerlo desde espacios acogedores, sensuales, inmersos en un jardín o con vista a un canal, como la Pensione Seguso. ¡Si tan solo dejáramos de ser esclavos del criterio económico y pensáramos más en nuestro bien-estar emocional! Desempaco. Después de bañarme, mientras me seco la cabeza, contemplo nuevamente el paisaje desolador y observo salir y llegar aviones. ¿Se plantearán nuevos tipos de hábitat en esta cumbre o será más de lo mismo?

Para la inscripción nos apretamos como pingüinos muertos de frío

en el exterior del Bella Center, un enorme hangar metálico sin ven-tanas, localizado entre predios suburbanos, algunos con vivienda so-cial, otros vacíos, donde reina la desolación.

Policías vestidos con uniformes térmicos azul oscuro con vi-vos amarillos mantienen estricta seguridad. Una manifestación de inconformes disfrazados de ratones, pájaros, leones y cebras, se congrega frente a la entrada principal. ¿Ratones, pájaros, leones y cebras protestando por la destrucción del planeta? ¿Animales que dan voz a humanos, pero también a otros animales en peligro de exterminación? Gritan eslóganes virulentos que acentúan con ruido de tambores. Despliegan carteles como The planet is not for sale y Bla, bla, bla, Act Now. Helicópteros de la policía sobrevuelan el sitio. Creo reconocer a la mujer de La Mort Subite; está disfrazada de pájaro. ¿Será una alucinación causada por el frío? Un guardia insiste que avance. La pierdo de vista. En el interior una multitud va y viene con documentos y lap-tops en mano con la diligencia de las hormigas en un hormiguero: se han registrado cerca de 30 mil personas, se esperaba la mitad.

Al dirigirnos a la sede de nuestra delegación pasamos la zona de las ONG´s y la de comida rápida, los salones para reuniones plenarias y las salas de prensa. Ingrid me presenta al comisionado Pikionis, a Lena, economista sueca de edad indefinida y expresión dulce, y a Andreas, asesor de Pikionis, de calvicie prematura y ante-ojos pequeños con aro de oro.

Al final del día, Ingrid sugiere que cenemos en el centro de Co-penhague. En la estación del metro se une Brigitte, asistente de In-grid, también escandinava, rebosante de energía. Pasamos frente a los jardines Tívoli, uno de los más antiguos de Europa, hasta llegar a Thorvaldsens, una brasserie de inspiración nórdica. La noche está fría y seca, el cielo estrellado.

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[CLARA: ‘EL PLANETA NO SE VENDE]

Brigitte promueve ir al bar del Hotel Copenhague por la camine-ra. Música tecno contrasta con la vestimenta tradicional de algunos asistentes a la cumbre, de África, de India. Me paro al baño, veo un abrigo azul en una silla junto a una mesa vacía. Regreso, diviso a la mujer de ojos celestes y ojeras grises hablando por teléfono. La conversación en nuestra mesa gira sobre chismes internos del grupo. Después de un trago, Ingrid y sus colegas piden la cuenta. Digo que me quedaré un rato sin dar explicaciones. Nadie las pide. Brigitte amenaza con hacerme compañía pero se despide y se marcha con el resto.

—Nos encontramos mañana a la 10 am en el lobby para ir al museo Louisiana, dice Ingrid al despedirse.

Me acerco a la mesa de la desconocida y le pregunto: —¿Nos vimos en La Mort Subite hace unos días? ¿Estabas esta

mañana disfrazada de pájaro en la manifestación frente al Bella Center?Levanta la cabeza, permanece unos instantes con la vista clava-

da en un punto indefinido y luego responde afirmativamente.—¿Esperas a alguien?—Siéntate, soy Clara, da un sorbo a su copa —¿Qué hacías en

Bruselas y ahora en Copenhague? ¿Asistes a la cumbre?—Soy invitado del Comisionado para el Medio Ambiente como

observador, no pertenezco a ningún organismo; hago arquitecturas y jardines.

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Me mira fijamente al tiempo que se desarregla el pelo, cambia de postura, ve de reojo su iPhone y da otro sorbo a su copa. Es imposible adivinar su edad, solo puedo decir que es la justa. Es demasiado perfec-ta para ser real, parece salida de un cuento de ciencia ficción.

—¿Qué piensas de la cumbre? pregunta de improviso.—Todo parece reducirse a una negociación sobre el costo del dete-

rioro del planeta, su mitigación futura, y quién debe pagarlo. Domina el criterio económico, solo pensamos en hacer más productiva nuestra vida. ¿Y el aniquilamiento de cientos de especies y la muerte de miles de seres humanos… un daño colateral?

—Contra eso luchamos, ¿Viste las pancartas Take out the concept of the market from water, from air, from pollution, from life… COLONIALISM... The planet is not for sale? Es absurdo que los intereses del capital den la pauta para cuidar al planeta… El planeta se calienta, se muere, necesita ser salvado, pero hacemos poco. Clara no oculta sus pensamientos ni teme descubrir sus ideas ante nadie como si ninguna fuerza en este mundo la pudiera callar.

—¿Qué se requiere para que actuemos? pregunta con voz queda, sin inflexiones, mientras se frota con el índice el parpado del ojo.

—No estoy seguro, ¿imaginas poner de acuerdo a países con eco-nomías tan dispares como Tuvalu y Estados Unidos, India y Guatema-la, China y Austria?

Clara me mira como si mi argumento careciera de importancia. Pienso en el letrero Bla, Bla, Bla, Act Now.

—Ahora vuelvo, dice.Regresa con su iPhone en la mano. Termina su llamada antes de

sentarse. Se acomoda en el sillón, vacía su copa, busca la mirada del mesero, hace un gesto indicándole que le traiga otra.

—Hay que atemperar el machismo dominante, dotarlo de femini-dad. La cultura matriarcal que dominó la pre-historia, porque solo la mujer podía asegurar la reproducción de la especie y establecer los vín-culos consanguíneos, era amorosa, daba importancia a los nexos entre los miembros del grupo, celebraba nuestra relación con el entorno, con los animales, hasta con los fenómenos naturales, y era menos violenta,

menos destructiva. La patriarcal es abusiva, adora la racionalidad y el uso de la tecnología para controlar los fenómenos naturales, con-cluye y posa sobre mi antebrazo, con afecto, una prótesis que repro-duce a la perfección su otro brazo: una energía electrizante recorre mi cuerpo al sentir la piel de caucho de su brazo inerte.

—Siempre he pensado que hay mucha soberbia en nuestro machismo depredador, comento tratando de disimular mi asombro. —Creemos que somos seres superiores, capaces de todo, cuando so-mos simplemente un organismo más de los millones que habitan el planeta. Debemos ser humildes, cambiar la concepción de quien somos por una donde hombre y mujer sean iguales pero diferentes, veamos los animales con respeto, a las plantas con cariño, al planeta como la casa que compartimos.

Hago una pausa y paladeo mi trago cuando me vienen a la mente con la velocidad de un relámpago los paisajes degradados de Louise.

—Perdón, dice al recibir un mensaje en su iPhone. Lo lee, juega con su copa y añade —Se requiere que nos vinculemos empática-mente con el entorno, que lo entendamos como lo hacíamos en la antigüedad, que simplifiquemos nuestra manera de vida, que deje-mos de producir y consumir simplemente para llenar vacíos exis-tenciales, que consideremos más a los otros; en suma, tenemos que re-definir nuestra manera de existir, y claro, replantear nuestro papel como mujeres. ¡Es indispensable tomar acciones drásticas!

La interrumpe nuevamente el sonido de su iPhone que descansa sobre la mesa. Contesta en danés. Voltea, toca de nuevo mi antebrazo con su mano-prótesis e instantes después esos dedos delgados envuel-tos en carne de plástico se posan sobre su frente como si buscasen un recuerdo en la memoria. Se levanta, se enfunda su abrigo azul.

—Me tengo que marchar. Te invito a un encuentro de ‘indepen-dientes’ en el barrio de Christianshavn. Es una mirada diferente. Llá-mame a este número para ponernos de acuerdo. La nevada arrecia, la ciudad se torna blanca.

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[LA NUEVA ARCADIA]

Encuentro a Ingrid y a sus colegas terminando de desayunar en el restaurante del hotel. Abordamos el tren suburbano que nos lleva al museo. Nos acompaña un paisaje nevado que sugiere un silencio que nadie se atreve a interrumpir.

Salimos de la estación que lleva el nombre del museo y camina-mos oyendo solo el crujir de la nieve a nuestro paso. El museo está semi-enterrado y sus techos cubiertos con vegetación. Se localiza en medio de un bosque que mira al mar, por un lado, y a pequeños lagos por el otro. Celebro la sensibilidad del arquitecto, desconozco su nombre.

La exposición Green architecture for the future presenta un inventa-rio de ideas urbanas y arquitectónicas que buscan dar soluciones a la crisis ambiental. Entre las propuestas están muros verdes, edifi-cios con balcones transformados en pequeños jardines, lo que un arquitecto italiano llama ‘bosques verticales’, azoteas jardín, vestí-bulos con vegetación y edificaciones en altura con patios y terrazas ajardinadas. También se muestran ejemplos de acupuntura urbana: jardines decorativos o agrícolas en áreas residuales de la ciudad o en zonas habitacionales marginales, como las favelas. Y se exhiben tecnologías sustentables y maneras creativas de integrarlas a las edi-ficaciones.

Destaca el proyecto para la ciudad nueva de Masdar, (50 mil habitantes) en Abu Dhabi. Es politically correct: muestra persona-

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jes con vestimenta tradicional en plazas rodeadas de apartamentos de diseño nostálgico pero con fotoceldas, enfriadores de aire, y paradores para un transporte colectivo robotizado. Veo a mis acompañantes im-presionados.

—¿Qué te parece? pregunta Andreas. Guardo silencio unos instantes. —Me temo que es más de lo mis-

mo, seguimos deslumbrados por el espejismo de que la tecnología es la solución a los problemas de nuestro hábitat, cuando ello nos ha traído hasta esta crisis.

—¿Qué alternativa propones?—Hay un ejemplo inspirador: Gourna, una ciudad nueva cons-

truida en los años sesenta, en Egipto. Las bóvedas y muros de adobe de arena de las casas, el mercado, la mezquita y otras edificaciones, las mi-metiza con el desierto, y su ventilación es por chimeneas y patios, como se ha hecho por siglos. En los sesenta los arquitectos cuestionamos la idea de ‘la novedad por la novedad’ del modernismo y entendimos que era importante voltear a ver lo construido sin arquitectos, esas edifica-ciones sin tiempo ni estilo que condensan la sabiduría del empírico, del que está conectado con su entorno, con sus ciclos, y que además alber-gan en su diseño recuerdos compartidos cargados de afecto. Soluciones dictadas por la moderación, por una actitud natural y espontánea ahora sustituida por el exceso y el despilfarro. Lo realizado en Gourna podría ser un referente, pero: ¿por qué no hacer un oasis, con estanques y jar-dines como los de la antigua Persia? ¿No es eso lo que plantea esta ex-posición: ‘naturalizar la ciudad’? Aunque esta nueva ciudad Saudí es un caso singular pues es del tamaño del barrio de Notting Hill, en Londres.

—No tiene sentido presentar el caso de una ciudad nueva, high tech, en lugar de acciones para hacer menos contaminantes las exis-tentes apunta Ingrid. —Si bien las ciudades solo cubren un pequeño porcentaje de la superficie del planeta, su impacto climatológico es de-vastador: utilizan dos terceras partes de la energía global y emiten cerca de dos terceras partes del bióxido de carbono. Y efectivamente, dado su tamaño, este es un caso de cirugía cosmética.

—Ni siquiera, es más bien un tratamiento de bótox, comenta Brigitte con simulada seriedad.

—De los que se aplican en boutiques, y a los saudis les encantan las boutiques, añade Lena con humor.

Al terminar de ver la exposición, antes de dirigirnos a comer, Brigitte me pregunta sobre un muro grueso de material blanco, con perforaciones y aspersores que lo bañan regularmente, instalado en una habitación penumbrosa.

—Está construido con polímeros de azúcar y maíz, solubles al agua y programables para que se degraden en un tiempo determi-nado. Es un ejemplo de cradle-to-cradle construction; la idea es de-sarrollar productos que se reintegren al entorno después de su vida útil y no contaminen, que no se conviertan en basura. También se plantean construcciones efímeras, auto-degradables, para ciudades que, como sabemos, habrá que desmantelar antes de que se inunden si no se evita el incremento del nivel de los océanos.

—¡Wow! exclama Lena. —¿Construcciones auto-degradables cuando millones carecen de techo, o son de cartón, de desperdicios degradables?

—También existen propuestas de bio-arquitecturas, altamente tecnológicas, capaces de adaptarse a las condiciones de su entorno, como las plantas responden a su microclima, señalo. —Se diseñan con programas de computación que incorporan formas y procesos derivados de la observación de las plantas. La idea es interesante, aunque creo que no hay que hacer arquitecturas que emulen los procesos de la naturaleza sino incrementar nuestro contacto con los estímulos provenientes de ella, que no es lo mismo que los provenien-tes de arquitecturas supuestamente vivas.

La conversación se interrumpe. Nos sentamos en una mesa del restaurante junto a un ventanal. El sol está a punto de ocultarse, el mar se tiñe de naranja al igual que la nieve que cubre los jardines.

—Estos planteamientos arquitectónicos me recuerdan las pro-puestas de los Utopistas de los años sesenta —Archigram, Superstu-dio, los Metabolistas— que vi hace poco en Ámsterdam, comenta

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Andreas. Me sorprendió que basaran sus planteamientos en el incre-mento de ocio que suponían tendría la población trabajadora como resultado de la robotización de las líneas de producción. También que dieran por hecho la aplicación generalizada de la cibernética. Imagina-ron que grandes computadoras controlarían el clima, los olores, la luz, y la temperatura de esas ciudades. Me encantaron las ilustraciones, pero no viviría en ellas. Las edificaciones de la propuesta inglesa parecían refinerías con viviendas apiladas, y la francesa mostraba una ciudad suspendida sobre París, tapándole el cielo. ¿Imaginan París cubierta por una megaestructura? Otras mostraban construcciones industriales, bastante feas, que se expandían sobre vastos territorios agrícolas. Sin embargo, debo confesar que había algo fascinante en ellas, supongo que era el ingrediente de novedad al que te referiste. Parece que los diseñadores olvidaron que somos primates, que nos gusta vivir pegados al suelo, y de preferencia con jardines.

Las velas sobre las mesas parecen flotar en el exterior al reflejarse en los cristales que envuelven el lugar.

—No es de extrañar lo descabellado de sus propuestas, es difícil abstraerse del espíritu de los tiempos, y entonces había optimismo des-bordado, habíamos llegado a la luna. Lástima que esos arquitectos es-taban embelesados con la novedad y se olvidaron de la responsabilidad que implica diseñar lugares donde transcurre la vida, dice Ingrid.

—¿En qué pensarían sus autores cuando las imaginaron? pregun-to. —Dudo que hayan considerado donde jugarían los niños, pasearían los ancianos, se reunirían los adultos... Diseñaron un hábitat aséptico para gente imaginariamente feliz, como si les hubiesen practicado lobo-tomías. Hay que ser cautelosos con las ‘ego propuestas’ producidas para deslumbrar como artículos de aparador y enaltecer el ego de un autor interesado solo en ser celebridad. Sin empatía no es posible crear para el otro, menos su hábitat, sin empatía no sobreviviremos como especie.

—¿Tienes una visión de ciudad? me pregunta Ingrid. —Creo que la dicotomía entre cultura y naturaleza ha devenido

un continuum. Somos un organismo con un cuerpo-cerebro integrados, al igual que muchos otros seres vivos, pero además somos un ‘organis-

mo tecnificado’ con dispositivos inteligentes, algunos integrados a la epidermis. Y tenemos una relación simbiótica con nuestro entorno de vida, el natural y el edificado, es decir, respondemos, adaptamos y transformamos nuestro nicho ecológico y este, a su vez, nos con-diciona. Es pues necesario construir un hábitat para una sociedad eco-igualitaria, que facilite el contacto armónico con el otro, huma-no y no humano, para lo que propongo ‘naturalizar’ las ciudades pues no solo mitigaríamos problemas ambientales sino además las haríamos más amables y armónicas al organismo que somos. ¿Y entonces, por qué no construir edificaciones con formas de colinas o montañas cubiertas de jardines y con vegetación en su interior, enterrar construcciones que no requieren luz de día —como termi-nales del metro y estacionamientos— y transformar sus cubiertas en jardines? No hablo de destruir las construcciones existentes sino de las que están por edificarse. Ya es tiempo de cuestionar de una bue-na vez la idea de la ciudad como una máquina eficiente, no somos robots, somos entes emocionales.

Ingrid, Lena, Brigitte y Andreas me miran con incredulidad preguntándose ¿será posible?

—No es una idea tan excéntrica como parece, ni tenemos que sacrificar su funcionalidad, solo tenemos que ‘naturalizar’ la forma que damos a los edificios. Hace unos años propusimos una biblioteca en la Ciudad de México en forma de una pequeña colina cubierta de jardines, con patios con fuentes y plantas donde el lector disfru-taría de la lectura. Y como la zona de la ciudad donde se ubicaría no tiene vegetación, crearíamos una colina ajardinada-biblioteca. En otra ocasión propusimos un edificio-jardín corporativo donde los empleados laborarían entre árboles, plantas, flores y fuentes.

—¿Así que imaginas edificios de oficinas, museos, viviendas, y demás, diseñados como parques o montañas?, pregunta Lena.

—Claro, las ciudades serían vastos ‘paisajes edificados’ que in-cluirían jardines donde disfrutaríamos de mundos fantásticos car-gados de emoción. Además, podríamos trasladarnos a lo largo de corredores arbolados cubiertos con césped, para peatones, tranvías y

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bicicletas. ¿Y por qué no reforestar y ajardinar grandes superficies de vi-vienda social que se encuentra en las periferias de las ciudades? Está de-mostrado que la naturaleza mitiga la violencia y facilita la convivencia.

—Finalmente el campo y la ciudad se casarían y nacería una nueva civilización de esa unión, como imaginó Ebenezer Howard a principios del siglo XX… Romántico, ¿no? señala Brigitte.

—Quizá nos transformaríamos en jardineros y recuperaríamos algo del sosiego que tanta falta nos hace… El actual proceso digital de producción nos demanda atención constante. Estamos largas horas en la red, picoteando información, navegando a la deriva, lo que nos provoca tensión y ansiedad pues cada vez que desviamos nuestra aten-ción obligamos a nuestro cerebro a reorientarse sobrecargando nuestros recursos mentales. De ahí la proliferación de la neurosis y también los ataques de pánico. Al ‘naturalizar’ las ciudades tendríamos solaz, no solo ruido ininterrumpido, pues la naturaleza nos calma a la vez que estimula de ahí que sea como un antídoto contra las patologías urbanas. Florecería nuestro ser natural, ese capaz de dilucidar lo que contribuye a nuestro balance emocional entre la marejada de espejismos virtuales que distorsionan el ego. Cultivaríamos la empatía ya que entre más dis-traídos o dispersos estamos menos empático somos: la empatía requiere tiempo para imaginar la emoción ajena.

Concluimos que debemos construir ciudades que nos conecten con todo y todos, que nos transformen en jardineros.

Al llegar al hotel llamo a Clara para fijar nuestra cita. Nadie con-testa. Dejo mensaje con la esperanza de que he llamado al teléfono co-rrecto, pues no entiendo lo que me pide la voz en danés de la máquina contestadora.

[CHRISRTIANSHAVN, LA OTRA MIRADA]

En el Bella Center las filas para registrarse siguen interminables, las manifestaciones persisten, la seguridad se ha endurecido.

—Parece un juego de póquer; Estados Unidos no ha adoptado ninguna actitud y China e India no abren su postura, comenta Ingrid.

—Y el grupo de los 77 países emergentes ha abandonado la sesión plenaria inconformes porque se les excluyó de algunos foros de consulta, error político de los daneses o reconocimiento tácito del magro poder de los que no tienen dinero, dice Lena con seriedad.

Se acerca el Comisionado, saluda. —¿Cómo ve la situación? pregunto.—Tensa, hay que lograr un acuerdo como fue el de Río de Ja-

neiro, hace 17 años, cuando se reconoció el problema del calenta-miento global, y como el de 1997 con el Protocolo de Kioto. Des-graciadamente aún se debate si las alteraciones son causadas por el hombre o son parte del ciclo de cambios del planeta. Y para colmo, cada uno de los 192 países tiene diferentes puntos de vista. Europa y otros países desarrollados vemos la situación como una oportunidad para la innovación, el desarrollo de tecnologías limpias, la creación de nuevos empleos en tiempos recesivos. Sabemos que los procesos agrícolas e industriales pueden cambiarse, la energía puede ser pro-ducida por el viento, el sol o biológicamente, los automóviles pueden utilizar bio-gasolinas o electricidad, y los aviones pueden ser más grandes, con motores menos contaminantes. Y tenemos ideas sobre

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la organización social y económica que se requiere para vivir green. Para los países menos desarrollados todo implica un costo adicional en su incipiente y tortuoso proceso de crecimiento… Acompáñenos a una reunión con la plana mayor de los legisladores norteamericanos a las 16 horas, va ser reveladora de la situación reinante.

Pikionis y Carlgren, presidente de la Cumbre, dan la bienvenida y explican la postura de la Unión Europea a los congresistas norteameri-canos. Nancy Pelosi, líder de la delegación, agradece la hospitalidad y después de presentar a los participantes da la palabra a un congresista de Texas.

—Nosotros no creemos que el calentamiento global sea resultado de gases invernadero producidos por el hombre, dice con voz pausada y marcado acento texano, un personaje regordete con lentes de pasta negra y metal dorado, traje gris y una corbatita tejana de piel. Y aña-de con un timbre de voz que semeja los agudos de una flauta. —No apoyaremos las propuestas de este foro pues creemos que la tecnología permitirá adaptarnos a cualquier cambio climático, presente y futuro.

La mayoría de los asistentes intercambian miradas de asombro y desaprobación. Pelosi lo interrumpe con la excusa de que es importante ceder la palabra a otros miembros de la comitiva. Al finalizar, Pelosi hace referencia al papel de las mujeres en el proceso global de transfor-mación, recordándome lo mencionado por Clara.

Son las 6 de la tarde, la noche está fría, a menos 25° C. De regreso en el hotel me siento en el lobby, la mirada fija en el vacío. Dan vueltas en mi mente los comentarios de Pikonis, el legislador de Texas y las conclusiones de Pelosi. Persisten posturas subordinadas al capital o a avanzar una carrera política, indiferentes al bienestar de las mayorías. No hay salida. A los humanos no nos interesa la verdad, la justicia, ni siquiera la belleza. Actuamos siguiendo los impulsos de nuestro organis-mo, de grupo, de clase, esos que no son tan diferentes de los que guían el comportamiento de muchos otros animales. ¿Homo sapiens? Debemos tomar consciencia de lo que nos mueve realmente si queremos algún

cambio. Subo a mi habitación. Tengo un recado de Clara: me cita a día siguiente en el barrio de Christianshavn.

*Al salir de la estación de metro me encuentro en medio de manifes-tantes rodeados por la policía. Gritan consignas como “The whole world is watching” y “Reclaim power”. Nos desplazamos lentamen-te vigilados por un contingente de policías vestidos con trajes estilo Robocop. A pesar de su indignación, la multitud guarda compostura y cuando mucho intercambia empujones con las fuerzas del orden. El cielo se oscurece. Cafés y comercios encienden sus luces. Me alejo de la multitud y la pesadez de la violencia se disipa igual que en un fade-out.

Christianshavn es una zona con calles estrechas, adoquinadas y edificios y casas de poca altura con alegres colores nórdicos que se reflejan en los canales. Llego al número 7 de la calle Ovenvandet minutos después de las 3:30. Toco el intercomunicador del departa-mento 4. Clara contesta: “ahora bajo”.

—Vamos al Climate Bottom Meeting in Christiania, a unas calles de aquí, es otra mirada, dice entusiasmada.

Christiania es un enclave hippie, precursor de intereses am-bientalistas, conocido por la izquierda europea. Es en parte un asentamiento de ‘ocupas’ y en parte una comuna, paradójicamen-te localizada en lo que alguna vez fue una base militar. Habitada por pacifistas que no pagan impuestos pero ejercen el voto, cobró notoriedad como un centro de distribución de mariguana, tolerado por las autoridades hasta 2004. Se restringe a los turistas la toma de fotografías en la pushers street pero se les permite documentar los grafitis y retratos de Obama, que curiosamente guardan parecido con Malcom X.

Una multitud tomada de las manos murmura mantras medi-tativos en torno a una hoguera resplandeciente. Algunos parecen haberse escapado de las reuniones del Bella Center en busca de otra visión del calentamiento global. Otros son estandartes para la crea-

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ción de otro modo de vida. Clara señala a una mujer con un llamativo ajuar de algún país latinoamericano.

—Es Angélica Sauzuri, líder indígena boliviana que habló sobre métodos agrícolas tradicionales, y aquel es Pracha Hutanuwatr, líder del Ashram Wongsanit en Tailandia quien disertará sobre la vida sencilla y autosuficiente, comenta y saluda con un movimiento leve de cabeza a un hombre alto y delgado, barba canosa y gafas diminutas con cristal azul.

Nos acercamos al personaje que saludó Clara. Empieza a caer una nevada ligera que se torna dorada con la luz de la hoguera.

—Este es Olaf, arquitecto como tú, asiduo a este lugar. Olaf me da un apretón de mano y sugiere vayamos a su departa-

mento, donde Felipa, su compañera y prima de Clara, nos espera. Clara toma mi mano con su mano biónica.

Caminamos bajo la nevada que arrecia. Llegamos al edificio donde encontré a Clara. En el lobby nos saluda una mujer enfundada en un abrigo negro y un gorro tejido de colores; creo entender que su nombre es Isabel.

Felipa, poco mayor que Clara, nos da la bienvenida. Lámparas de luz indirecta y velas aromáticas iluminan la sala que mira a la calle por un ventanal como los pintados por Vermeer. Estantes con libros y objetos cubren los muros: destacan un pequeño busto de Marx y una antigua fotografía de Rosa Luxemburgo. El comedor-cocina da a un pe-queño jardín cuyos límites borra la nieve acumulada. Nos acomodamos en sillones de piel roída, algunos cubiertos por Kilims. El inigualable Concierto de Colonia de Keith Jarrett satura el salón.

—Nunca practiqué arquitectura, mi padre que era carpintero in-sistió que fuese arquitecto pero pertenezco a una generación politizada que tomamos las calles de París y Berlín, fundamos el Partido Verde, ocupamos edificios destinados a ser derrumbados cuando había falta de vivienda, organizamos protestas anti-nucleares y defendimos la de-mocratización de la sociedad, declara Olaf como si estuviera en una asamblea política. —Ese espíritu renovador de los sesenta y setenta se perdió en los ochenta para dar lugar a un neoliberalismo despiadado. El

otro dejó de existir, lo remplazó un gran YO que se encumbró con la caída del comunismo. Se fortaleció un hedonismo materialista, alma de la crisis financiera global que ha terminado quitándole hasta la esperanza a los desposeídos.

Llaman a la puerta. Olaf interrumpe su elocución. Es la chica del vestíbulo.

—Esta es Isabel, es de Sevilla… él es un amigo de Clara, puedes hablar español con él, es mexicano, y continúa: —me he dedicado al fortalecimiento de la sociedad civil pues creo que solo así construire-mos un mundo mejor.

Percibo cierto desasosiego en los movimientos de Isabel. Parece querer interrumpir a Olaf, quién continúa: —¿Por qué no abrazar una forma de vida cómoda pero sin superficialidades, con todos los satisfactores pero sin acumulación innecesaria?

Felipa hace ruidos guturales como queriendo detener a Olaf pero este la ignora: —Solo la sociedad puede exigir a los políticos cambiar de rumbo, modificar el planteamiento económico domi-nante ¡Hay que humanizar el futuro!

—Olaf, Olaf... me encanta tu romanticismo, interpela Isabel con desgano en un inglés con acento andaluz. ¿Por qué crees que la gente dejará el híper consumo a favor de una vida sencilla, ‘con flores en el pelo’, como decía aquella canción?

—Porque nadie vive satisfecho… Mucho menos los jóvenes, interrumpe Felipa. —Hay inconformidad generalizada. Y para bus-car soluciones habría que invitarlos a imaginar alternativas, crear esquemas participativos que les den voz, y añade entusiasta: —Pien-so en las redes sociales al servicio, ya no de frivolidades, sino para la promoción de actitudes de vida sensatas. Los jóvenes deben enten-der, entre muchas cosas, lo que la naturaleza nos da, los procesos de producción que los alimenta y cuyo desconocimiento causa el consumo y desperdicio exagerado en las sociedades ricas al tiempo en que millones mueren de hambre. No solo debemos preguntarnos

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¿qué planeta dejaremos a nuestros hijos?, sino, más importante aún, ¿qué hijos dejaremos a nuestro planeta? Consideremos que no es solo un cuerpo o un espíritu por separado que hay que formar sino los dos.

—¡Bravo! dice Clara. Toma la botella de vino con su mano biónica y llena las copas con movimientos bruscos al tiempo que canturrea en voz baja junto con Janis Joplin, O Lord won´t you buy me a Mercedes Benz.

—¿Será que el hippismo se suicidó como Janis y a nosotros nos lle-ga un muerto viviente? pregunta Isabel. —Sus protestas fueron superfi-ciales e inmaduras, expresiones frívolas de adolescentes consentidos que gozaron de la riqueza de postguerra y cuyos valores terminaron siendo los de sus padres conservadores. Sus ideas de vida no se concretaron porque eran insinceras y mal concebidas. Fue una moda clasemediera, permisiva, hedonista: viajes de LSD, comunas, amor libre, etcétera ¿qué quedó? ¿El idealismo de algunos? ¿Con quién se contará para imple-mentar estos cambios maravillosos?

Clara se acomoda junto a mí. Adopta una actitud impetuosa, se tensa su cara, sus gestos se distorsionan, y hasta los pliegues mismos de su chamarra azul. Y con voz firme pero aterciopelada, señala:

—Concuerdo con Felipa. Es importante enseñar a los niños y jóve-nes a amar la naturaleza… aceptarla y reconocerla como una luz que produce una conciencia que es capaz de iluminarse a sí misma, que representa lo a priori de lo a priori, que vincula al hombre con el mundo en su nivel más fundamental. Reconocerla como el poder de los pode-res, abrumador pero benevolente, que se muestra en silencio mediante imágenes primordiales como el agua, las piedras, la luz, los árboles, las flores y el cielo, y los animalitos que la habitan.

Pausa, da un sorbo a su copa y continúa:—Entender que es manantial de sabiduría que por desgracia he-

mos relegado al inconsciente… hay que apreciarla sin hostilidad y no pensar que nos pertenece y que podemos hacer con ella lo que que-ramos, como erróneamente sugiere el cristianismo en algún lugar del Génesis. Y añade con un tono sentencioso: —No nos encontramos solos ni en un vacío sino inmersos en una energía vital de la que somos crea-dores y recipientes. El bienestar físico y emocional de nosotros y de las

generaciones futuras depende de nuestra relación armónica con lo que nos rodea. No podemos considerar nuestras acciones sin prever sus consecuencias. Nuestra existencia es como un gran árbol con sus raíces en la eternidad y sus ramas en el tiempo que soporta toda manifestación de vida desde el vasto sol cósmico hasta el diminuto átomo.

Clara interrumpe, guarda silencio, y nos mira a los ojos uno por uno. Sus ojeras oscuras acentúan su mirada inquisitiva, penetran-te… quiere entrar al alma de cada uno.

—¡Sí, sí! exclama Isabel. —Pero como dice Nietzsche: “a la na-turaleza hay que negarle corazón o razón, o sus opuestos, pues no es perfecta, ni hermosa, ni tampoco noble, ni quiere ser ninguna de esas cosas, por lo que ningún juicio moral o estético le aplica”.

Clara se levanta en busca de otra botella de vino. Regresa y me pide con la mirada una opinión sobre lo que se conversa. Pienso en su conmovedora apología de la naturaleza que evidencia su cone-xión a flor de piel con todo lo que ve, toca, huele, siente, en especial lo que está vivo, lo que le responde. Mantengo silencio. Insiste.

—Lo que han mencionado Felipa y Clara, y también Olaf, fue-ron ideas en boga en esa época: la igualdad de género, la protección de la naturaleza, los límites al armamentismo, la lucha contra el ra-cismo, y muchas otras. Si no se consolidaron fue por la resistencia de los intereses que afectaban, que todavía afectan. Eso no quiere decir que nada pasó. Esa revuelta adolecente que se opuso frontalmente a la moral tradicional, al status quo, reconoció dos polos constituti-vos de la felicidad: lo material y lo afectivo-espiritual. Actualmente, lo segundo se integra a lo material con la búsqueda de un equili-brio interior, armonía del cuerpo y el espíritu. Se traduce en una microutopía sicoespiritual cuya máxima es que lo importante no es solo cambiar al mundo sino cambiarse a sí mismo. Por lo tanto, se reconoce que somos ángeles y demonios y que depende de nosotros el mundo a construir. La organización de la sociedad que propone Olaf es fundamental para ello. Y toda movilización social requiere

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de toma de consciencia, lo que a su vez implica reflexión. La idea de Fe-lipa de iniciar a los jóvenes en la reflexión crítica y la toma de conciencia del ‘otro’ y del planeta es central para implementar esa microutopía sicoespiritual, concluyo.

Volteo para ver a Clara. Me ofrece el cigarro de marihuana que había estado circulando y que finalmente llega. Al dármelo dibuja una sonrisa de luna nueva.

La conversación se torna ligera y festiva, con risas inexplicables y anécdotas impertinentes: Felipa recuerda haber consultado una bruja al inicio de su relación con Olaf; él habla de los enfrentamientos con la po-licía y algunos desalojos. Isabel, quien está desempleada, narra con lujo de detalle su experiencia como niñera con una pareja de diplomáticos latinoamericanos: dice que el señor embajador acostumbra a andar en casa vistiendo solo calzoncillos. Cesaria Evora canta melodías de Cabo Verde. Son las 2 de la mañana, ya no hay metro, tomo un taxi.

De camino al hotel, al pasar frente al Bella Center, comparo las dis-cusiones que ahí tienen lugar con las de mis nuevos amigos. En unas dominan argumentos económicos y políticos, está ausente el hombre de carne y hueso, mientras que esta noche prevaleció la reflexión sobre el futuro de un hombre sensible y emotivo. Unos quieren resolver el problema con ajustes al sistema, los otros plantean su modificación. ¿Tendremos la creatividad para conciliarlos? ¿Podremos terminar con la represión policial y privilegiar el diálogo? ¿Hay salida? Seguro que la hay, siempre la hay: la participación de la sociedad civil, en particular de los jóvenes. Después de todo se trata de su futuro.

Al llegar a mi habitación, me siento en el sillón, contemplo las te-chumbres industriales nevadas. Pese a que todo fue real, se antoja ima-ginaria esa parte de mí que ha estado allí, con mis nuevos amigos. Los argumentos recientes se arremolinan en mi mente. Estoy excitado, sin una pizca de sopor. Eventualmente me duermo. Sueño con imágenes que se suceden a alta velocidad y al despertar no recuerdo ninguna. Solo identifico la emoción que las caracterizó: angustia ante un futuro incierto.

[SALVAR EL PLANETA: ¿UN ACUERDO AD-HOC?]

La asistencia de casi todos los jefes de estado está programada para jueves y viernes. Las medidas de seguridad se refuerzan. Desde la ventana del cuarto veo, ya no uno, sino varios agentes con ropa tér-mica y armas automáticas apostados en las azoteas de los edificios vecinos. En el Bella Center la tensión se acentúa: se restringe la en-trada a más de 8 mil miembros de las ONG’s; ¡Los independientes quedan fuera! ¡Los poderosos toman el control! La ONU, ¿democra-cia o autocracia disfrazada? ¿Cómo lograr un cambio si se niega la participación de la sociedad civil? ¿Quién implementará las medidas político-económicas decididas por políticos y burócratas? ¿No se da-rán cuenta de que es imposible un cambio de vida de esa magnitud sin el consenso y participación de todos los ciudadanos del mundo? ¿De veras su soberbia les hace creer que son ellos los héroes de esta historia?

El presidente de Brasil, Lula da Silva, pronuncia un discurso enérgico pero conciliador en la gran pantalla del café-comedor. Los presentes aplauden. Contrasta con el discurso incendiario del presi-dente de Venezuela, Hugo Chávez, quien señala: “Si el planeta fuese un banco capitalista ya lo hubiesen salvado”. Sarkozy, Rodríguez Zapatero y Merkel se encuentran en una reunión de emergencia ante la posibilidad de quedar excluidos de las negociaciones finales.

Ingrid y sus colegas llegan al hotel frustrados porque efectiva-mente la Unión Europea ha quedado excluida de los acuerdos fina-

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les: Estados Unidos va a reunirse con China, India y Brasil, ‘a puerta cerrada’, para llegar a un acuerdo ad-hoc.

*

Abordo el metro para reunirme con Clara en la Galería Nacional de Dinamarca. Cruzo el Jardín de Rey, de aspecto macabro por sus ár-boles trasquilados. Empieza a nevar. Encuentro a Clara enfundada en su abrigo azul en el que se resbalan y desaparecen los copos de nieve que caen. Exhala una pequeña nube blanca al darme la bienvenida. Entramos a la exposición Nature Strikes Back que examina la manera en que hemos definido y re-definido nuestra noción de la naturaleza. Al terminar nos sentamos a disfrutar la vista de la ciudad nevada.

—Me pareció absurdo el título Nature strikes back. La naturaleza no puede defenderse. La tenemos que cuidar, dice Clara y añade con rabia: —Perdí el brazo hace unos años al colocar un explosivo en una papelera finlandesa. Quede huérfana muy joven y decidí que debía defender a mi madre adoptiva, la Tierra. Pertenezco a un grupo radical de ambienta-listas: hay que actuar, nadie lo va a hacer por nosotros. Los poderosos no cederán por las buenas. No queda más que el combate.

—Hay otras maneras. Está comprobado que la cercanía con la naturaleza cambia nuestra actitud hacia ella, hacia nosotros, hacia los otros, quiero pensar que ‘naturalizar’ nuestro hábitat es un paso hacia una solución general, duradera y sin violencia.

—No estoy segura de que tu gremio lo vea así: ha edificado un en-torno duro, autoritario, apologético de un modo de vida poco humano que solo responde a los intereses del capital inmobiliario. Veo difícil na-turalizarlo. Se necesitarían más mujeres arquitectos y urbanistas, pues tenemos más sensibilidad para ‘hacer nido’ y me parece que somos más valientes cuando se trata de defenderlo.

La nevada ha disminuido. Salimos a comer. Al cruzar el Jardín del Rey, Clara me toma del brazo con su mano-prótesis sin pronunciar pa-labra.

Entramos a un café cercano a la estación del metro. —¿Qué crees que resulte de la cumbre, que dicen tus amigos?

—Se rumora que Obama se reúne hoy con China, India, Brasil, Sudáfrica y no sé cuáles más, para un acuerdo informal que pudiera concretarse en México el próximo año. Tendrás que venir.

—Va a realizarse en Cancún, ¿es peligroso?—Hay que tomar las precauciones que tendrías en cualquier

país pobre. —Pero se habla de que México es una de las mejores economías

latinoamericanas ¿Es cierto?—Quizás en estadísticas… ya sabes, se utilizan según conviene.

Leí hace poco que el crecimiento económico acumulado de México en los últimos 20 años no llega al 20 por ciento a pesar de que se fir-mó el tratado comercial con Estados Unidos y Canadá. Y se asegura que más de la mitad de la población es pobre, igual que hace treinta años. Pero ahora reina una violencia desenfrenada. ¿Progreso? No menciono los descabezados, mutilados, ni desintegrados en ácido.

—Algo anda mal, no solo es México, en Europa también hay desigualdad, las clases medias son ya el nuevo proletariado… Ade-más el planeta se muere, otra consecuencia de lo equivocado que estamos. Hay que mantener la lucha, es el único recurso. Sigamos en contacto, te aviso si te visito en México… me despido. Guarda silencio unos minutos, se enfunda su abrigo azul y me da un beso cariñoso en la mejilla.

Veo los rayos plateados de su cabellera tras el cristal cuando sale del café. Voltea brevemente, me dedica una sonrisa que podría sig-nificar cualquier cosa y dice adiós con un gesto de su mano biónica antes de desaparecer entre la multitud de la calle.

*Llego al Bella Center poco después de las 6 de la tarde. Obama se encuentra negociando con China, Brasil, India y Sudáfrica, tal como se había rumorado.

—La Unión Europea está excluida, no queda más que esperar que anuncien los resultados. ¡Tanto esfuerzo y no participar en la negociación final! se queja Ingrid.

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—No me sorprende. Según el pragmatismo norteamericano, quien tiene el poder decide. ¿No se dejó fuera de las deliberaciones finales a las ONG’s y a los países emergentes? Pregunto.

No hay respuesta. Me quedo deambulando por el Bella Center y pensando que los

ideales de “un mundo mejor” parecen haberse calcinado dejando un tufo putrefacto. El frío de hoy cala más que el de las noches anteriores.

Llego al hotel, subo a la habitación. Prendo el televisor. Obama anuncia el resultado de la reunión a las 10:30 de la noche: confir-ma un acuerdo informal con China, India, Brasil y Sudáfrica. “No es suficiente, pero vamos a aprovechar este momento para asegurar la acción internacional necesaria para que la reducción de las emisiones sea significativa y sostenida a lo largo del tiempo” declara Obama. El acuerdo contempla un tope de 2 grados centígrados de incremento de temperatura, reducción de emisión de gases y apoyo financiero a los países menos desarrollados. El futuro del planeta queda en manos de los poderosos locales, ellos decidirán las medidas a tomar. CNN y BBC elaboran la noticia durante la hora siguiente. Recuerdo las pan-cartas Bla, Bla, Bla.

Apago el televisor. Horas más tarde despierto abrumado por imá-genes de Obama, Lula y otros líderes deambulando en parajes desola-dos acompañados por hienas y buitres cadavéricos. Tengo un nudo en la boca del estómago que también aprieta el corazón. El espejismo de nuestra superioridad se mantiene a pesar de que nuestro entorno polí-tico, social, y medio ambiental nos refiera a una realidad deprimente. ¡Qué falta de cordura! ¿Homo sapiens? El amanecer me reconforta, aunque no destierra las imágenes del sueño. ¡Adiós Copenhague!

[LA MASACRE DE LAS MARIPOSAS]

Nieva ligeramente cuando llegamos a Bruselas. Peter nos espera en el aeropuerto. Se disculpa de nuevo por no haber asistido a nuestra cita en el Metropole. “Después te explico”, dice y anuncia que re-servó para cenar esta noche en Vincent, un restaurante tradicional belga:

—Pasamos por ti a las 7:30… y añade: —Parece que la Cumbre fue un fracaso, no hubo acuerdos concretos. Ingrid y yo intercam-biamos miradas.

Veo a Zen en la ventana, esperándome, como si alguien le hu-biese avisado que llegaba.

—Bienvenido, te extrañé. No me aparezco con la chica que me trae la comida, dice y se acerca para que lo acaricie. —¿Cómo te fue?

—A nadie parece importarle la destrucción del planeta, algunos hasta lo niegan. Le hablo del congresista de Texas.

—Siempre he pensado que los humanos son ingeniosos pero irresponsables… lo que también nos afecta a los nosotros, dice dan-do un salto para acomodarse en una silla cercana. —Mira nomás los acuerdos de esta cumbre. ¿Por qué ustedes humanos se consideran mejores a nosotros animales? ¡Qué vanidad! ¿Por qué nos asumen como inferiores y niegan valor a nuestro comportamiento solo por-que no nos comprenden? ¿Por qué nos restan inteligencia porque no entienden nuestro lenguaje? ¿Por qué suponen que no pensamos solo porque no pueden dilucidar nuestros criterios? Si nos obser-varan con cuidado aprenderían a vivir en armonía, y quizás hasta

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podrían ser felices. Ustedes nunca están en paz, viven atormentados, no encuentran su lugar, no son felices… ’naturalmente felices’, lo que es frustrante. Nosotros también sentimos frustración, no siempre obtene-mos lo que queremos, pero rara vez reaccionamos destruyendo lo que nos rodea. ¿No crees que pensar que son superiores es solo una pobre señal de inferioridad?

“Tiene razón” pienso pero no me detengo en su reflexión, qui-zás porque ya lo sé o porque sigo sintiéndome superior: homo sapiens. Desempaco, me ducho y me visto. Pongo un CD con las últimas piezas para piano de Liszt, de tranquilidad refinada. Me acomodo en el sillón, junto a la ventana. Zen se acerca con cautela y se acurruca entre mis piernas. Pienso en Clara y la velada con Isabel, Felipa y Olaf. Dormito unos minutos hasta que me despierta el teléfono: es Peter, estará aquí en 10 minutos.

Zen se acerca a la ventana y ve a Peter. Baja de un salto elegante, como de ballet, me mira con el ceño fruncido y me alerta: —Ten cuida-do, no es de fiar, percibo una energía muy extraña.

Peter viene en un auto deportivo color amarillo. No veo a Ingrid, pregunto por ella.

—Vamos solos, no podemos desperdiciar la reservación. Dice que está cansada, que fue mucho estrés… No sé qué le pasa últimamente, está distante.

—El ritmo de trabajo en Copenhague fue intenso, me consta, digo y menciono que su auto huele a nuevo.

—Me lo acaban de entregar, no había de este color, es el de una de las mariposas que más me gusta… A propósito de mariposas, tengo algo que pedirte, pero esperemos llegar al restaurante.

Le pregunto por la marca del automóvil. —Es el último modelo del Aston Martin Rapide, el que usa James

Bond en su película Quantum of Solace, señala entusiasta, acelera y cambia velocidades con suavidad y precisión. —Tiene un motor V12 de 470 caballos de fuerza y seis velocidades con una transmisión au-tomática Touchtronic 2, y ¿qué te parece el audio? Bang & Olufsen. Estamos escuchando Out of noice de Ryuichi Sakamoto.

No sé qué decir, solo se me ocurre destacar el fino pespunte de la olorosa tapicería de piel.

—¿Cómo es posible que esté cansada y no nos acompañe? se queja de Ingrid. ¿Te mencionó que quiere ir en su moto por la vas-tedad del desierto de Australia al dejar su puesto? Cada vez la en-tiendo menos.

En Vincent nos recibe una hostess con un escote que presume un busto bien moldeado. Da la bienvenida a Peter:

—Gusto verlo señor Fairbank, dice con voz aterciopelada. —Su mesa está lista, la de siempre. Una sonrisa de Mona Lisa se dibuja en el rostro de Peter.

Vincent está iluminado con luz suave que cae de enormes can-diles. La algarabía de los comensales se mezcla con el sonido de pla-tos y cubiertos. Meseros vestidos de blanco reluciente van y vienen con disciplina militar.

Peter llama al mesero, pide una botella de Poligny Montrachet del 65.

—Estoy apenado por haber cancelado nuestra cita del Metro-pole pero tuve que resolver asuntos urgentes en Nueva York justo en el momento en que debíamos vernos. No pude salir de casa, ahí tengo todos los documentos… Sabes lo difícil que está la situación financiera mundial, argumenta mientras escanea con desgano el restaurante y a su concurrencia y me explica esquemas financieros que, por un lado, han hecho perder a millones de personas sus ahorros, sus pensiones, sus viviendas, su futuro, los han convertido en ‘invisibles’, y por el otro, que algunos pocos hayan multiplicado sus fortunas. Y describe ufano, como si estuviera describiendo a su amante, su última adquisición para su colección de mariposas, una Lycaena helle: —Tiene un cuerpo sensual recubierto de vello ater-ciopelado, enormes ojos negros delineados en blanco, antenas con rayas blanco y negro, y alas color amarillo que se vuelve naranja hacia el borde.

Al escuchar colección de mariposas recuerdo pasajes del libro El Coleccionista de John Fowles. Es la historia de un burócrata apodado

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Lord Ferdinand Clegg, Marqués de los Bichos, que colecciona maripo-sas. Se enamora de una joven estudiante de arte, Miranda, la secuestra y mantiene cautiva en el sótano de su casa. Le declara reiteradamente su amor y la llena de regalos, pero Miranda le reclama: “¿Por qué tratas de arrebatarle la vida a todo lo que está vivo? ¿Por qué te empeñas en matar la belleza?” y trata de escapar en cuanta oportunidad tiene. El fi-nal es trágico: la deja morir de neumonía por temor a que lo descubran.

Observo a Peter. Paladeo el vino unos instantes y luego me pierdo en reflexiones relacionadas con el coleccionismo, la necesidad de poseer, de acumular cadáveres de insectos voladores de belleza inusitada que se alimentan de néctar. ¡La posesión de la belleza inerte como fuente de la felicidad! Recuerdo la pieza de Luciano ‘Más vale pájaro en mano que cien volando’. Siento escalofríos.

La voz del mesero que solicita nuestra comanda me trae de regreso: pido media docena de ostiones frescos y unas coquilles Saint Jacques como plato fuerte.

—Buena elección, dice y alza su copa para brindar efusivamente por su colección de mariposas.

¿Por la colección de mariposas?, lo volteo a ver. Estoy nuevamen-te a punto de refugiarme en profundidades abismales cuando Peter se acerca como para contarme un secreto.

—¿Conoces la obra de Demian Hirst, ese artista inglés que expuso un enorme tiburón en una caja de vidrio con formol y hace poco ven-dió en millones de libras un cráneo recubierto de diamantes? ¿Sabes que también vende cuadros realizados con alas de mariposa? Y antes de que responda añade: —Estaba a punto de comprar uno, por cierto bastante caro, pero se me ocurrió hacerlo yo inspirado en un artículo del Economist sobre ‘amateurismo’. No puede ser tan difícil, me dije. Y ¿qué crees que pensé? ¿Por qué solo un cuadro?, ¡no!, decidí tapizar mi estudio con alas de mariposa, y de eso quiero hablarte, y susurra a mi oído con voz gélida: —Me gustaría utilizar alas de Mariposa Monarca, Danaus plexppus. Es ahí que necesito tu ayuda. Las Monarcas recorren más de 3 mil kilómetros cada año, desde Norteamérica hasta México, para refugiarse en los bosques de Oyamel de Michoacán.

El ostión me sabe a petróleo, el vino a vinagre. Miles de dimi-nutos cadáveres de mariposas Monarca afloran lentamente de las paredes, caen y tapizan por completo el piso del restaurante. Siento náuseas.

Peter se acomoda con los dedos su espesa cabellera, llama al camarero, pide otra botella de vino. Suena su iPhone, lo contesta y me lo pasa.

—Ingrid quiere hablar contigo. Me mira fijamente. La tensión aumenta. Ingrid se disculpa por no acompañarnos, me invita a co-mer al día siguiente.

Nos sirven el plato fuerte junto con la otra botella de vino. Co-memos en silencio. Olvido por el momento la masacre de las Mo-narcas.

Peter pide un espresso y sugiere que vayamos a La Mort Subite por un cognac.

La Mort Subite está repleto de gente y saturado de murmullos. No hay mesas disponibles, nos acercamos a la barra. Me cercioro, sin razón justificada, que Clara no se encuentra en la concurrencia. Peter retoma el tema de las mariposas, pero ahora elegantemente envuelto y con un moño de seducción. Después de todo es un colec-cionista de los que no aceptan una negativa de manera pasiva. Ataca por el flanco débil: mi pasión por hacer ‘paisajes construidos’.

—¿Por qué no vienes a Long Island en primavera? Quisiera que diseñaras mi nuevo estudio, mirando el océano, rodeado de jardines, y con forma de mariposa… ¡quiero algo espectacular, algo nunca visto!

—Hablemos más adelante, respondo escuetamente y sugiero retirarnos al terminar nuestras bebidas, estoy cansado, Copenhague fue intenso. ¡Vaya que lo fue!

*Ingrid llega al departamento de Erika, está radiante. Zen sale a reci-birla.

—¿Descansaste? Peter dijo que estabas exhausta.

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—Fue una excusa. Preferí que platicaran solos. ¿Qué quería?, pre-gunta y sugiere que caminemos hacia el restaurante: el mejor griego de Bruselas, frecuentado por el comisionado Pikionis.

Un sol alegre acompaña la tranquilidad del domingo. El restau-rante ocupa la planta baja de una casa antigua. Nos recibe la hija del dueño, la saluda con familiaridad, nos conduce a una mesa en un patio interior.

—¿De qué quería hablar Peter? Le narro con detalle su solicitud de que le consiga alas de mariposa

Monarca para tapizar su estudio en Long Island, y su ofrecimiento de contratarme para que le diseñe un estudio ‘espectacular’.

—¿Qué le respondiste? —Me sorprendió su petición, mostró un lado que desconocía. No

disfruté la cena. Fui claro en mi rechazo de masacrar mariposas y le sugerí que lo tapizara de seda estampada con alas de mariposa, tendría un efecto similar. Se quedó pensativo y luego me dijo: “Las alas muertas tienen una energía peculiar, intensa, me fascinan”.

—Wow… ¿No te dijo nada de mí, aparte de que estaba cansada? —Se quejó toda la noche de que estás distante. ¿Puedo saber qué

pasa? —Peter ha cambiado. Hace tres años se involucró obsesivamente

en la especulación bursátil. Ha tenido éxito, es inteligente y tiene mucha información privilegiada por su círculo de amigos. Pero ha dejado de ser el bon-vivant, sensible y creativo, que conocí. Sabes, en un tiempo hablaba sin cesar de los arreglos florales a la japonesa. Señalaba con entusiasmo lo importante que son las flores para nuestras vidas, tanto que nunca faltan en nuestras casas, las regalamos como expresiones de amor, amistad, y hasta duelo. Le intrigaba, sobre todo, la idea de que para los arreglos había que ‘matarlas’, es decir cortarlas de su planta. Y le fascinaba que pudieras combinar flores de especies dispares, como jamás existen juntas en la naturaleza. Abandonó todo eso. Se ha cen-trado en hacer dinero, y no es que le falte. Por desgracia, se transformó: aparenta generosidad y calidez, pero no da nada, todo lo contrario, es avaro con el afecto. Supongo que el poder se convierte en soberbia,

apatía hacia otros. Cuando empezó a coleccionar mariposas nos dis-tanciamos. ¡Se acabó! Es tiempo de replantearme mi vida.

—¿Qué piensas hacer? —No lo sé. Lo que si sé es que en esta Cumbre me percaté que

este tipo de instituciones internacionales no son el camino del cam-bio. ¿Viste que se excluyó de la decisión final a las ONG’s y a otros grupos de la sociedad civil? He estado conversando con amigos y al-gunas fundaciones para establecer un Centro de Estudios Posthuma-nos dedicado a explorar una concepción “más realista y actualizada del humano”, que redefina el papel de la mujer en un mundo libre de CO2, los derechos de los animales, nuestra relación con nues-tro entorno de vida, y otras cuestiones. Ya hay muchas personas en ello pero faltan canales de diálogo entre ONG’s, las universidades, los gobiernos y las organizaciones internacionales. Estas invitado a integrarte cuando lo constituyamos. Pero primero me voy un mes a Australia a cruzar el desierto en motocicleta con unos amigos, tengo mucho que reflexionar.

El sol empieza a ocultarse. Caminamos al departamento de Erika.—Mil gracias por todo, ha sido una experiencia reveladora. Le

doy un beso en la mejilla envuelto con un abrazo. —Don’t be a stranger. Nos despedimos como si nos fuéramos a ver al día siguiente,

como lo hemos hecho a lo largo de nuestra historia.

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[LA INSOPORTABLE LEVEDAD DE UN PLANETA QUE SE DESINTEGRA]

Antes de salir reviso que todo esté como lo encontré y acaricio a Zen, le deseo suerte.

—Lo mismo para ti, cuídate… Me encantó conocerte. En el avión, a mi lado está un matrimonio francés y enfrente

una pareja joven con un bebé y una niña como de cinco años. Des-pués del despegue, la niña se para en el asiento para escudriñar a sus vecinos. ¿Qué mundo habitará cuando crezca? ¿Tendrán razón los ecopsicólogos, los neurólogos y los budistas, sobre la importan-cia de la naturaleza para nuestra sanidad emotiva y física? ¿Será cierto lo que dijo Jung: “nuestra tarea no es volver a la naturaleza en la manera de Rousseau sino encontrar nuevamente al hombre natural”? Me quedo dormido. Sueño con La Nueva Arcadia: veo niños jugando en jardines mágicos, como el de James, y viviendo en edificaciones como montañas cubiertas con árboles, enredaderas y flores aromáticas.

Despierto al llegar a Atlanta. Me instalo en la sala de espera. Los monitores nos entretienen con noticias banales pero que tienen el componente violento que vende bien: el juicio de la chica nor-teamericana que asesinó a su compañera de cuarto en un pueblito italiano, la recuperación del primer ministro italiano Silvio Berlus-coni después del atentado en que le fracturaron la nariz, etcétera. Del cambio climático, nada. ¿No deberían facilitarnos visores de realidad virtual y asustarnos con imágenes de la desaparición de es-

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pecies, el deshielo de los glaciares, la tala de bosques, el crecimiento en los índices de obesidad y diabetes, etcétera, etcétera? Ayudaría a que tomáramos consciencia de que estamos alcanzando el punto donde no hay marcha atrás, con sus devastadores efectos colaterales.

Recapitulo mi viaje a Copenhague. Prevalecieron los intereses de los poderosos en perjuicio de las mayorías, y peor aún, de los que no tiene voz, de las generaciones por venir. Pero no todo está perdido: exis-ten individuos como Ingrid y sus colaboradores, y Clara, Felipa y Olaf. Después de dos wiskies duermo profundamente. Me despierta el anun-cio del descenso a la Ciudad de México.

*Mientras desayuno con Nina acurrucada entre mis piernas reviso los diarios en busca de noticias sobre la Cumbre. Hay una nota escueta en las páginas interiores; aquí, como en muchos países emergentes la preocupación es la miseria, la violencia, la corrupción, y otras noticias. Como señaló el Comisionado Pikionis, “cada país tiene sus priorida-des”.

Leo la revista Technology Report que publica el MIT: un artícu-lo argumenta que son reducidas las posibilidades de que evitemos el calentamiento global; debemos prepararnos para enfriar la tierra rá-pidamente. ¡Wow!, ¿Copenhague fue solo un show político? El artículo propone inyectar gases en la atmósfera para formar partículas micros-cópicas que bloquen la luz del sol y así reducir la temperatura de la Tierra. Se estima que cada año se requerirá enviar a la estratosfera millones de toneladas de sulfuro, y se plantea hacerlo por chimeneas inflables de 25 kilómetros de altura, aunque nunca se han construido de esas dimensiones, y peor aún, se desconoce en detalle la química de la atmósfera para poder predecir resultados.

Suena el teléfono, es Ingrid.—Peter falleció esta mañana, se estrelló contra un camión en la

autopista llegando a Ámsterdam… Quedó destrozado, dice sollozando. Se produce un abrumador silencio que finalmente interrumpo.

—¡Qué horror! Pobre Peter… ¿Y tú, cómo estás?

—¡Devastada! —¿Hay algo que pueda hacer? —Solo quise avisarte… después te escribo con calma. —Sí, claro. Me quedo con la mente en blanco por unos segundos. No era

cercano a Peter, no comulgaba con sus ideas, su fallecimiento me da casi lo mismo, pero cuando la muerte ronda la percibimos, se alerta nuestra vulnerabilidad. Pensar en Peter me hace reflexionar: nuestra especie ha trabajado mucho durante los últimos 500 años pero el sueño de una sociedad mejor es distante. Este cambio de siglo se ha caracterizado por el frenesí de las finanzas y el consumo. A la neurosis resultante de la represión de la libido por exceso de trabajo se sumaron las esquizo-patologías producidas por la obsesión de consumir y ‘hacerla’. Ha dominado el uso sistematizado de dro-gas y substancias neuro-programadoras: la economía del Prozac y el Viagra. No buscamos solución a nuestros males con la reflexión sino en la acción de tecnologías moleculares que además tienen efecto adictivo: ¡El cuestionamiento existencial sustituido por píldoras de la felicidad! Y para colmo, el advenimiento del internet y la comuni-cación móvil nos ha llevado a descuidar actividades sociales vitales, el contacto epidérmico con el otro. Estamos más comunicados pero emocionalmente distantes. El ritmo de nuestras vidas se ha acelera-do y entre más aprisa vamos somos más susceptibles de ser manipu-lados por el mercado. Vivimos angustiados, a veces aterrados, nunca logramos ser lo que la mercadotecnia nos dice. ¿Hay algún remedio para esta ola de sicopatologías que desmienten caras sonrientes que hablan de seguridad y éxito en discursos publicitarios? ¿Será que esa negación sistemática y la violencia generalizada requieren ser referi-das al diván? ¿Tan mal estamos? Quizá la respuesta sea abandonar el fanatismo económico y disminuir el ritmo acelerado de la vida y el trabajo. Cuestionar la cultura del exceso y sustituirla con un espíritu de moderación que manifieste su belleza con un ‘esto basta’. Adop-tar colectivamente un nuevo significado de riqueza y desligarlo del híperconsumo. Riqueza no significa que una persona posea mucho,

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sino que tenga el tiempo para gozar de lo que la naturaleza y la colabo-ración humana ponen a nuestra disposición.

Miro a Nina dormir plácidamente entre mis piernas. Termino el artículo: dice que una consecuencia posible de un enfriamiento ace-lerado de la Tierra es que los océanos absorban más CO2, devengan ácidos, y disminuya el alimento de peces y ballenas. Y como se desco-noce cómo interactúan las partículas de sulfato en la estratosfera, po-drían amontonarse y atrapar parte del calor que se escapa con lo cual terminaríamos calentando la tierra en lugar de enfriarla. ¡Qué locura! Olvidamos que el sol irradia vida a nuestro organismo. Sin el sol las plantas morirían, les faltaría alimento a los árboles, a las flores, inclusive al plancton. Increíble: aumentan las ideas pero nuestra idiotez persiste. ¿Homo sapiens? Nuestra frenética curiosidad humana se preocupa por cosas venideras como si no tuviéramos bastante con atender el presente. Es una pena que parte del tiempo invertido en comprender el mundo en busca de dominarlo no haya sido consagrado en entender el significado de la vida y, apreciando su inmenso valor, lo dedicáramos a hacer de ella una obra de arte, una celebración de ese ser natural, empático, amoroso y sobrio, que llevamos dentro.

[MÉXICO ¿UN PARAÍSO?]

Tengo cita con Susanne, una pintora alemana radicada en México cuya sensualidad y sentido de humor me fascinan. Nos veremos en mi estudio para ir a un restaurante donde sirven tostadas de sashimi de atún. Llega a las 2:30 y pide un tequila para ‘hacer hambre’.

—¡Quiero saberlo todo! ¿Cómo te fue? dice al sentarse en el sillón chester de piel cuarteada por los años.

—Ahora te platico… primero te doy el tequila, ¿no? —Of course.Le hablo de Clara, cyborg-terrorista ambientalista y feminista,

le describo a Peter, su petición de alas de mariposa Monarca, y le comento que falleció esta mañana en su auto nuevecito.

—Pobre, pero estarás de acuerdo que ahora las Monarcas pue-den dormir tranquilas, dice con sorna.

Guardo silencio, recuerdo la exposición Nature strikes back. —¡Lástima que los que tienen el poder, como Peter o los líderes

que asistieron a Copenhague, no imaginen mundos mejores, o más bien no les interesa! No estoy segura de que con las mujeres en el poder sería diferente. Tengo la impresión de que el poder corrompe, sin importar género. ¿No tienes cacahuatitos? Desayuné temprano.

Observa con detenimiento los pajarillos posados en el pasama-no del balcón. Sus ojos verdes se tornan transparentes, transfiguran su rostro enmarcado por el pelo rubio que le cae sobre los hombros.

—¿Te has fijado que se destina cada vez más tiempo a la crónica

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de la lucha contra el narco como si no sucediese nada más en el país? Es deprimente aceptar que nos estamos acostumbrando a vivir en la violencia. ¿Qué crees que pensé? ¿Por qué no lanzar la moda de usar chalecos antibalas, como los que portan los marinos y las policías, pero forrados de telas de colores, unos como traje sastre, otros de mezclillas bordadas, y hasta para deportistas? Se podrían exportar a Siria y a Pa-lestina y a muchos otros países. ¡Sería buen negocio! y sin esperar mi reacción dice: —¡Vámonos a comer!

Al llegar al restaurante encontramos al propietario, amigo de Susanne: piel lechosa, pelo rizado color naranja, y el vientre colgando sobre el cinturón. Se acerca, le da un beso y se sienta con nosotros.

—¿Puedo ofrecerles una botella de vino? —Por supuesto, pero tú escoges, responde Susanne en tono cariñoso. Pide una botella de Chablis y tostadas para compartir. ‘Junior’,

como le dice Susanne, nos platica alarmado que unos desconocidos le pidieron un pago mensual por protección; ‘derecho de piso’ le llaman. —Otra consecuencia de esta idiota lucha contra el narco que está arrui-nando el turismo, señala irritado.

—Justo hablábamos de eso. Creo que hasta podría interesarte el negocio que tengo en mente, comenta Susanne con seriedad disimulada y le platica su idea. Junior ríe con una carcajada magnánima.

—¿Y tú qué opinas de la lucha del gobierno contra el narco? me pregunta.

—Deja a mi amigo en paz, interrumpe Susanne, —sabemos que es una lucha perdida.

—Tu opinión la conozco, le pregunté a él.Un mesero murmura algo al oído de Junior. “Ahora regreso”, dice

al levantarse. —Oye, no le des mucha piola, es amable y generoso, pero está me-

dio fucked up… tiene unos fantasmas muy singulares que a veces lo llevan a vestirse de mujer, eso sí, ‘de marca’: te fijaste que los jeans son DNK, la camisa Lacoste, los tenis Prada, los lentes de nerd, que siempre trae sobre el pelo teñido de naranja, son Armani. ‘Es adorable’… Y vas a ver los numeritos que organiza; compra plumas, relojes y ramos de

rosas a los vendedores ambulantes, y acomoda todo sobre la mesa, como si fueran objetos preciosos, componentes de una naturaleza muerta o de un altar, y al final del día los regala a sus amigos, a los meseros, a quien esté presente. —¡Están riquísimas las tostadas! se-ñala con entusiasmo jugueteando con el atún marinado en su boca.

—Entonces, ¿qué opinas de nuestra guerra en la que ya han muerto más de 45 mil personas, incluyendo a 4,500 civiles que no tenían que ver en el asunto? insiste Junior.

—Todo gobierno tiene la obligación de velar por la paz y el bienestar de los ciudadanos, respondo y añado: —fue tramposo ha-ber declarado la guerra contra el narco para crear una situación de excepción, poner el ejército en las calles y legitimar un gobierno que llegó al poder con el estigma de que había robado la elección. Se desvió la atención de otros problemas que siguen existiendo como el desempleo, la extrema concentración de la riqueza y la corrupción. Y se sigue manteniendo un neoliberalismo gore que deforma las eco-nomías emergentes; el supuesto libre mercado es capturado por unos cuantos convirtiéndolo en una especie de Frankenstein violento que nadie puede controlar y perpetua la invisibilidad de las mayorías. Fue una medida torpe y desesperada, además poco creativa. Lejos de resolver el problema se generalizó la violencia y el miedo se trans-formó en terror en una población que de por si vive angustiada por su pobreza. ¿Por qué no combatir la miseria, el desempleo, la falta de educación, entre muchas carencias? ¿Por qué no promover el ecotu-rismo como pivote del desarrollo nacional y así posicionar a México como un nuevo paradigma de país, ejemplo de protección del medio ambiente? Venderíamos la belleza de la naturaleza que pronto será un bien en extinción. Tenemos biodiversidad, maravillosas playas, exuberantes selvas, magníficos desiertos. Existen miles, literalmen-te miles, de sitios arqueológicos, muchos de ellos declarados patri-monio de la humanidad. La cocina mexicana es celebrada, al igual que el arte precolombino y las artesanías. Somos buenos anfitriones, nuestra alegría y calidez es reconocida. ¿No decía Octavio Paz que somos un país fiestero? Podríamos ampliar la red carretera, moder-

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nizar la ferroviaria con trenes rápidos, como en Japón, y fortalecer la infraestructura social, incrementar el empleo, y muchas cosas más. Y todo sin cancelar una lucha inteligente, y sobre todo financiera, contra el crimen organizado. Claro, es mucho pedir de políticos oportunistas e ineptos que solo piensan en su bienestar, y con frecuencia son hasta socios de los maleantes.

Junior me observa, contesta un mensaje en su iPhone. Voltea a ver a Susanne con incredulidad, como preguntándole ¿de dónde sacaste este personaje? Me mira y anota, medio riéndose:

—Ni una copa más a nuestro amigo, con todo respeto, creo que ya se le subió; planteas algo utópico, descabellado. Solo hay que ser más firmes contra los narcos, ser más eficientes para que no afecten a pro-veedores de servicios como yo. Hasta pienso que tienen razón los que piden la pena de muerte contra los delincuentes ¡Basta de medias tintas, así no se ganan las guerras!

—Ay Junior, te salió lo fachio, o mejor dicho lo macho, señala Susanne con humor. —¿Quieres más descabezados, desmembrados, más ejecuciones masivas de inocentes?, ¿y también ejecuciones legales? ¿De veras crees que eso resolverá el problema? ¿Y los millones de muer-tos de hambre que pululan el campo mexicano cuya opción es emigrar o enlistarse con los carteles, o los que viven en la periferia de las ciuda-des para quienes el narco es fuente de empleo, de riqueza y hasta de identidad? ¿Qué harás con ellos y ellas? Te presentan una idea creativa y la descalificas porque no puedes imaginar más que más de lo mismo, y hablando de más de lo mismo… ¿por qué no pides otra botella?

Junior consulta su iPhone nuevamente, levanta la mirada y me vol-tea a ver en forma inquisidora tratando de adivinar mi reacción a los comentarios de Susanne.

—Susanne tiene razón.... no offense. Delinquir se vuelve una opción si no tienes nada. Gente con empleo, con salario digno, con una vida normal, no quiere vivir como delincuente. Además, un país ‘naturali-zado’ es sin duda muy atractivo. ¿Te imaginas poder gozar las rique-zas de este país sin la paranoia de ser atracado, secuestrado, violado o descuartizado? Queremos relajarnos, desacelerar la vida que va a toda

velocidad y no deja tiempo para disfrutar ni un atardecer. Vivir en la naturaleza aminora el estrés y otras neurosis que llevan a empas-tillarnos para sobrellevar la cotidianidad, para hacer el amor, hasta para adelgazar.

Junior se inquieta, lo que dije le sobresaltó. Susanne se percata y dice:—Junior, Junior, déjame explicarte que mi amigo piensa que

hemos perdido contacto con la naturaleza al vivir en la artificialidad de las ciudades, de ahí su idea de promocionar a México como un destino ‘verde’.

Junior guarda silencio. Llegan dos niños andrajosos que venden plumas, y como Susanne lo anticipó, las compra todas y las acomoda como si cada una tuviese un lugar previamente asignado. Al termi-nar dice:

—Difícil de creer. —¡Pero cierto! Y no te ha platicado sus ideas para ‘naturalizar’

la Ciudad de México, para recuperar el lago de Texcoco y los ríos y canales, ahora entubados, para reforestar avenidas, hacer azoteas jardín y muros verdes, e inclusive diseñar edificios como si fueran montañas tapizadas con jardines. ¡Padrísimo! Pero mejor invita a mi amigo para que te muestre las maquetas de sus proyectos ¡están increíbles!… por lo pronto, no quiero ser aguafiestas, pero tiene que ir al aeropuerto a buscar a una persona que llega de Europa.

—Nos hablamos para ver esos proyectos que tanto entusiasman a Susanne, dice al despedirse.

—¿No te dije? Está medio fucked out… y no vas a creer, se compró un Ferrari... rojo y convertible. ¿Lo imaginas dejándoselo al valet-parking?

Me despido de Susanne, el taxi me espera. Bianca está por llegar.

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[TO BE CONTINUED]

Camino al aeropuerto la ciudad se esfuma, la realidad se altera de manera extraña. De improviso, contemplo a través del cristal algo que pareciera le ocurre a otra persona. Imágenes de increíble rea-lismo se suceden de manera sorprendente; las miradas de la vaca y su becerro, ríos de sangre, miles de invisibles, animales maltrata-dos, paisajes desolados, y muchas imágenes más. Me desconcierta su presencia inesperada. ¿Fueron detonadas por mi conversación con Susanne y Junior sobre la guerra contra el narco, los desposeídos reclutados como delincuentes, el materialismo desmedido, la eco-nomía del Prozac-Viagra, la destrucción del planeta y el rencuentro con la naturaleza como antídoto? ¿Es este mundo caracterizado por nuestra indiferencia hacia el otro el que fomenta el hedonismo y el coleccionismo de Peter y quizá también la obesidad y las obsesiones de Junior?

La ventanilla del taxi enmarca de nuevo el paisaje visualmente cacofónico y ruidoso de la ciudad. ¿No es grotesco edificar nuestro entorno de vida feo, contaminante, estresante, violento y deprimen-te? ¿Somos indiferentes a vivir en un infierno, nos despreciamos a tal grado? ¿Hemos perdido todo contacto emocional con nosotros mismos al punto de ignorar lo que nos hace felices? ¿Por qué tan solo nos sentimos cómodos en lo artificial, inmóvil, predecible, en lo muerto? ¿Que no tenemos la capacidad de tener una comprensión natural de la vida? ¿Por qué hemos olvidado que somos naturaleza,

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descuidado nuestro ‘ser natural’, ese que nos refiere a lo primigenio y a la sobriedad, a la felicidad? ¿Por qué no hemos ‘naturalizado’ nuestro hábitat? ¿Vivimos un momento inédito en que estamos dejando de ser ‘reales’ y deviniendo ‘virtuales’ y no sabemos cómo definirnos ni eva-luar ni controlar lo uno ni lo otro?

Felipa tiene razón en iniciar a los niños en la reflexión. Por falta de reflexión no hemos reparado que no somos ‘los escogidos’. Tampoco hemos elaborado otra definición de nosotros, supuestos homo sapiens, que capture nuestras incongruencias, que nos ayude a vernos cual so-mos. Hemos olvidado que tenemos una relación simbiótica con nuestro entorno de vida. Que el paraíso y el infierno son lo que somos; cuando vives en la violencia te vuelves violento, cuando destruyes te destruyes, cuando tu entorno se deteriora terminas desolado, sin Edén. Y por esta falta de reflexión desatendemos las misivas de los sueños que iluminan nuestro yo desconocido, los mensajes de nuestra memoria corporal re-pletos de sabiduría ancestral, y caminamos como sonámbulos hacia un suicidio colectivo. Hay que reencontrarnos con la naturaleza, cooperar con nuestros cuerpos, con nuestros semejantes, con nuestro nicho eco-lógico, el inmediato y el cósmico. La felicidad se deriva de esta coopera-ción armónica con todo y todos, ¡Volvámosnos jardineros!

El rostro de alabastro de Bianca, con su cabellera dorada, su son-risa, y su frase inigualable to be continued, aparece de pronto en este desfile de imágenes. Me reconforta ¡Cuánta razón tiene! Lo único cierto en la vida es su devenir ininterrumpido y las múltiples posibilidades que ofrece. ¡Hay esperanza!

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[AGRADECIMIENTOS]

Esta historia no es solo producto de mi fantasía, sino de una ima-ginación colectiva, aun cuando yo la escribí. Alicia Aldrete, Luz Emilia Aguilar Zinser, Ana Anta, Fernanda Canales, Irving De la Rosa, Gabriela Díaz, Gerda Gatterer, Bárbara Helfferich, Rosa María Martina, Lucamen Morua, Úrsula Reisenberg, Ricardo Sánchez Riancho, Roberto Vázquez, Andrea Spear, José Urquiza, Susana Emilia Echevarria Hayem y Jacqueline Santos, la leyeron en diferentes momentos, algunos al principio, cuando apenas se gestaba, otros al final. Y algunos la leyeron más de una vez. Sus anotaciones, comentarios y críticas, fueron como cinceladas que poco a poco me ayudaron a moldear su apariencia final. Gracias a todos.

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A la memoria de mi padre Humberto José Aldrete Pelaéz (1922-2011)

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ÍNDICE

Los moradores del inconsciente 7

La sicóloga de la Naturaleza 15

Vuelo transatlántico de zombis con tapaboca 21

Venecia y ‘El Fin del Edén’ 27

En busca del Paraíso 43

Los enigmáticos significados de la naturaleza 53

Regreso a la ciudad de los ríos invisibles 67 y las ratas glotonas La Cumbre de Copenhague 71

Clara: ‘El planeta no se vende’ 79

La Nueva Arcadia 83

Chrisrtianshavn, la otra mirada 89

Salvar el planeta: ¿un acuerdo ad-hoc? 97

La masacre de las mariposas 101

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La insoportable levedad de un planeta 109 que se desintegra México: ¿un Paraíso? 113

To be continued 119

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El jardinero del Edén de José Antonio Aldretese terminó de imprimir y encuadernar en Peña Santa, S. A. de C. V.

en Sur 27 457, Leyes de Reforma 2da Secc, Iztapalapa, Ciudad de México en enero de 2021.

El tiraje consta de 500 ejemplares.