El ídolo

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Premios Michoacán de Literatura 2012 XVIII Concurso de Cuento de Humor Negro: José Ceballos Maldonado. Autor Jairo Emmanuel Sánchez Evaristo.

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El ídolo

Jairo Emmanuel Sánchez Evaristo

El ídolo

GobiErno dEl EStado dE Michoacán

SEcrEtaría dE cultura

conSEJo nacional para la cultura y laS artES

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo Figueroa

Gobernador Constitucional

Marco Antonio Aguilar Cortés

Secretario de Cultura

Juan García Tapia

Secretario Técnico

María Catalina Patricia Díaz Vega

Delegada Administrativa

Paula Cristina Silva Torres

Directora de Vinculación e Integración Cultural

Raúl Olmos Torres

Director de Promoción y Fomento Cultural

Héctor García Moreno

Director de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

Fernando López Alanís

Director de Formación y Educación

Jaime Bravo Déctor

Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor Borges Palacios

Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

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El ídoloprimera Edición, 2012

© Jairo Emmanuel Sánchez Evaristo© Secretaría de cultura de Michoacán

colecciónpremios Michoacán de literatura 2012Xviii concurso de cuento de humor negro: José ceballos Maldonado

Jurado calificadorMartha Elena Estrada SotoJosé Eduardo aguirre illescas Manuel alejandro ayala chávez

imagen de portada:

diseño Editorial:paulina velasco Figueroa

Secretaría de cultura de Michoacánisidro huarte 545, col. cuauhtémoc,c.p. 58020, Morelia, Michoacántels 01 (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42www.cultura.michoacan.gob.mx

iSbn:

impreso y hecho en México

Juventino era el hombre más querido que

San Juan haya albergado alguna vez desde

su fundación. Desde niño fue cobijado por

el amor desmedido que los habitantes del

pueblo experimentaban hacia él y que, con

el paso de los años, se convirtió en absoluta

devoción.

Juventino era hijo de campesinos,

cuyo rasgo característico siempre fue la so-

lidaridad para con los demás. Ellos siempre

se las ingeniaron para compartir sus bienes

con los que no tenían ni un mendrugo de

pan para comer, o un pedazo de tela para

cubrir sus cuerpos durante las heladas. Solía

pasar que llegaba a sus oídos la noticia de

que una persona del pueblo estaba necesi-

tada y los señores enviaban a Justino para

enterarse de lo que acontecía y así encon-

trar el modo adecuado de ayudar.

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Los beneficiados agradecían conmo-

vidos hasta el llanto. Le decían “gracias,

muchas gracias Juventinito, ¡son tan bue-

nos! que Dios se los pague”, justo antes de

besarle la mano o lanzarse a sus pies. En-

tonces Juventino se decía que jamás deja-

ría de brindar su apoyo a quien lo necesita-

ra y que al igual que sus padres, sólo haría

el bien por amor al bien pues al hacerlo,

según él conseguía la riqueza más preciada

por todo hombre, esa que se llama felici-

dad.

Así, cuando años después les llegó

la muerte, Juventino continuó realizando

actividades que aseguraron el beneficio de

sus semejantes, a pesar de que sólo era un

niño. Se ofrecía para auxiliar en las labores

del campo, en las tareas hogareñas de sus

vecinos y en otros menesteres que su corta

edad le permitía realizar sin problemas. Y

por lo general, a cambio de sus servicios

recibía comida, ropa o, en casos extremos,

dinero, otorgado, la mayoría de las veces,

por ganaderos a quienes les cuidaba sus

animales cuándo éstos no podían hacerse

cargo de la empresa debido a su afición

por el alcohol.

El paso de los años no hizo sino en-

fatizar el carácter bondadoso que poseía el

pan de Dios, como le llamaban las señoras

de edad. Además, gracias a su incansable

dedicación por beneficiar a los demás, muy

pronto se hizo acreedor de una elevadísima

reputación. Todo San Juan era víctima de un

amor arrebatado hacia ese joven excepcio-

nal, de modos afables y corazón sin igual.

Incluso cuando iba por la calle, no había ni

un hombre en aquellas tierras que no pa-

deciera de un deseo insoportable de correr

hacia él para abrazarlo y darle un poco del

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cariño que el pueblo sufría deliciosamente

por su persona.

Juventino se sentía en armonía con

el mundo gozando de la felicidad que los

demás le devolvían a manera de pago. Se

recreaba deleitándose con la alegría que

esparcía día con día por todo San Juan. La

gente decía que si sus padres no estuvieran

en la gloria del señor, se sentirían orgullosos

de él y Juventino respondía con una leve

sonrisa, que era como un tímido asenti-

miento a esos comentarios, y que producía

una agradable impresión en los interlocuto-

res que no se cansaban de repetirle lo mis-

mo una y otra vez.

Cuando llegó a la edad adulta, el pan

de dios gozaba del estatus de ídolo. Su

arrebatada abnegación era vista como una

prueba fehaciente de que era un enviado

del redentor, un hombre que estaba en

vísperas de convertirse en santo. Por esa

razón en el pueblo él era el consentido,

sin que él lo pidiera, y aun negándose a

ser recompensado con bienes materiales,

Juventino disponía de privilegios que creía

no merecer, no tenía que trabajar para

ganarse la vida debido a que el pueblo se

encargaba de mantenerlo. Era dueño de

cinco parcelas donadas por los ejidatarios

para los que trabajó sin descanso durante

su adolescencia, y tenía en su poder

veinte cabezas de ganado, otorgadas por

aquellos ganaderos a quienes socorrió en

innumerables ocasiones con el cuidado

de los animales, cuando la resaca les

imposibilitaba siquiera abrir los ojos.

Pese a ello, Juventino trataba de

mantener un estilo de vida humilde y con-

tinuaba llevando a cabo la rutina que había

regido su vida desde la infancia: se levan-

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taba muy temprano por la mañana y daba

un paseo por el campo, en busca de labo-

res qué realizar. Por la tarde, regresaba al

pueblo y ahí continuaba su escudriñamiento

hasta el anochecer, cuando regresaba a su

hogar henchido de satisfacción por haber

contribuido en las labores que se realizaban

en San Juan. Pocas veces se ocupaba de sus

terrenos y de sus animales, ya que le habían

contratado personal para que se hiciera car-

go de ello y no tuviera que gastar energías

supervisando su mantenimiento. Pero eso

no hacía más que dejarle el día libre para

efectuar su actividad predilecta: ayudar.

Sin embargo, un miércoles por la

mañana, un día cualquiera en su agenda,

Juventino salió al campo para iniciar con su

jornada habitual, sin saber que sería el último

recorrido que daría por los sembradíos

que lo vieron crecer. A mitad del camino

terroso que conducía al monte donde tenía

lugar la cosecha de maíz, Juventino sufrió

un infarto que le arrebato la vida en un

suspiro. El pobrecito apenas tuvo tiempo de

llevarse una mano al pecho antes de caer

fulminado contra el suelo mientras el burro,

sorprendido por el inesperado derrumbe de

su dueño, se quedó estático a su lado, sin

saber qué hacer.

Cuando se percató de la magnitud del

asunto, el burro salió disparado con direc-

ción al pueblo y en su desesperado correteo

por los senderos polvosos, el animal rebuz-

nó enloquecido. A la entrada de San Juan,

por la bocacalle donde se salía a los campos

de cultivo, un grupo de señoras enfrasca-

das en conversaciones vulgares, lo vio pasar

desbocado muy cerca de ellas y se inquie-

taron al notar que Justino no se encontraba

sobre el lomo del animal. De inmediato se

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dispersaron en busca de sus maridos para

comunicarles lo que acababan de presenciar

y éstos, al enterarse, salieron presurosos de

sus hogares, casi tan presurosos como el bu-

rro, pero sin rebuznar.

No había pasado ni media hora desde

que el heráldico animal anunciara la muer-

te de su dueño por las calles de San Juan,

cuando ya los hombres rodeaban el cuerpo

inerte de Juventino. Lo encontraron tendido

boca arriba, con la rigidez propia de un árbol

y tan pálido que todos lo desconocieron en

una primera revisión. Sin embargo, tras los

titubeos nacidos de la confusión, llevaron el

cadáver al pueblo y ahí, hombres y mujeres

lloraron al unísono la muerte de Juventino,

el joven más bondadoso de la región.

En un santiamén, las labores se sus-

pendieron y toda la gente se reunió en casa

del muerto. Ahí, varios perdieron la razón a

causa de su incapacidad para asimilar el fa-

tídico suceso, y otros más se jalaron los ca-

bellos, se revolcaron y se arañaron la cara

en un vano intento por rechazar lo ocurrido.

Hubo otros que cometieron suicidio, azuza-

dos por la negativa de vivir en un mundo sin

él e imitaron burdamente la forma en que

murió el hijo prodigo de San Juan: monta-

ron sus burros e iniciaron una carrera hacia

la muerte y cuando el animal alcanzó una ve-

locidad considerable, los jinetes se arrojaron

de espaldas con la esperanza de que, a falta

de problemas cardiacos, el golpe contra el

suelo les arrancara la vida y los condujera

al otro mundo, donde los estaría esperan-

do ese hombre que tanto amaban. Algunos

consiguieron su propósito; otros en cambio,

sólo consiguieron romperse las costillas y

una fuerte contusión en la cabeza que a la

postre los dejaría tullidos, en condiciones

dignas de un mueble.

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La casa de Juventino estaba abarro-

tada por una multitud llorosa, aturdida por

la pérdida inconmensurable que significaba

la muerte del hijo prodigo de San Juan. La

gente se apilaba sobre el ataúd para tratar

de extraer al muerto y tocarlo, besarlo por

última vez. La situación estaba por salirse de

control, así que para evitar situaciones que

pusieran en riesgo al difunto, se comisionó

a cuatro hombres para que custodiaran la

caja e impedir posibles secuestros o daños

físicos irreversibles ocasionados por el api-

ñamiento de los presentes, completamente

enajenados por el dolor.

Al día siguiente, el pueblo recibió al

sol con rostros maltrechos por el insomnio,

la aflicción y el desconsuelo. Aquella no-

che nadie durmió ni un minuto. Ojerosos y

compungidos, los comensales (dolientes)

permanecieron en sus lugares hasta el ama-

necer. En aquel lugar, todos estaban devas-

tados, aunque Juventino parecía descansar

cómodamente en medio de aquél valle de

lágrimas, dentro de la caja de muerto, indi-

ferente al barullo que su ataque al corazón

había provocado en San Juan. Pero si hu-

biera estado vivo, habría oído las disputas

que se desataron entre fanáticos y guardias

cada vez que éstos últimos impedían el

acercamiento de los primeros por motivos

de seguridad.

Al llegar el mediodía, Juventino salió

de su casa rumbo a la iglesia, seguido por

un mar de personas que se desbordaba por

todas las calles de San Juan. Allá espera-

ba el padre Fausto, parado a la entrada de

la casa de Dios. Estaba afligido y un suave

rubor cubría  sus mejillas. Iba a entrar a la

iglesia para encender algunas veladoras en

el altar, pero vio que la multitud ya se acer-

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caba y decidió esperar. Al llegar, la caja se

colocó sobre un par de caballetes frente a la

iglesia, para que fuera bendecida antes de

que iniciara la misa mortuoria, pero enton-

ces el padre Fausto, fuera de sí, se abalanzó

contra el féretro y se deshizo en un llanto

ahogado y amargo.

Nadie reparó en el inusual gesto del

cura, siempre  desapegado e impasible en

los entierros. No obstante, si la pena no

embargara el ánimo de todos los ahí reu-

nidos, cualquiera habría notado el fuerte

olor a vino que exudaba el padre Fausto.

Pero como no era así,  la gente contempló

embelesada la escena y se emocionó tan-

to que más de la mitad estuvo a punto de

desfallecer.

El padre se enjugó las lágrimas que

aún temblaban sobre sus pestañas y se aco-

modó la sotana. Agradeció la asistencia de

todo el pueblo y enseguida se dedicó a en-

salzar las cualidades del muerto: dijo, entre

otras cosas, que en su vida había tenido el

privilegio de conocer a alguien más bueno

que Juventino, que poseía las virtudes de

un santo y, que si alguna vez el pueblo de

San Juan alcanzaba cierta notoriedad entre

las comunidades aledañas, sería porque és-

tas estarían al tanto de que alguna vez ahí

vivió un hombre bendito, casi tan grande

como Jesucristo.

Los comensales alcanzaron el delirio

con las sabias palabras del padre Fausto y

su discurso fue recibido como un bálsamo

que los sacó del letargo en que estaban

inmersos desde la mañana anterior. Hubo

algunos aplausos y un débil rayo de resig-

nación se coló en el interior de los asisten-

tes, provocando delicadas sonrisas en sus

rostros hinchados y enrojecidos por las lá-

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grimas vertidas durante día y medio. Ade-

más, el apretujamiento ocasionado por los

deseos de acercarse al muerto disminuyó,

como si las ilustres palabras del cura fueran

las riendas que se necesitaban para aplacar

a esa bestia atormentada en que se había

convertido la multitud.

Minutos después, el padre Fausto

formuló una sugerencia que nadie imaginó.

Sería difícil precisar si tal ocurrencia fue una

idea concebida por los tragos de alcohol o

si, por el contrario, fue una idea premedita-

da, fraguada durante las horas posteriores

a la muerte de Juventino. El padre pidió si-

lencio y recuperando su habitual seriedad,

propuso mantener el cadáver por unos días

más entre los vivos, argumentando que un

hombre de su alcurnia no podía abandonar-

los así como así, sin haber sido recompensa-

do por los beneficios que había reportado al

pueblo a lo largo de su intachable y beata

vida. Consideraba que todo lo que le había

sido dado hasta antes de su muerte no era

suficiente, al menos no para el pobre de Ju-

ventino que hasta el último día de su vida se

preocupó de socorrer a los demás.

Entonces vino el desconcierto, la

extrañeza generalizada ante la propuesta

inusual, la incomprensión evidenciada en

toscos intercambios de miradas que busca-

ban una explicación razonable de eso que

parecía completamente irracional. Luego,

un inexplicable estallido abrumador, una

sorda explosión de alegría que retumbó en

todos los rincones de San Juan: seducidos

por su divina grandilocuencia, los presentes

aceptaron la descabellada sugerencia del

padre con la entera convicción de que si él

lo decía, así tenía que ser.

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La concurrencia celebró con gritos y

aplausos la resolución que se había toma-

do y como si el fallecimiento de Juventino

hubiera sido parte de una pesadilla que lle-

gaba a su fin, el padre sacó de la caja al

finado y le dio un fuerte abrazo para darle

así la bienvenida a su nueva vida como re-

sucitado.

No obstante, debido a los desórde-

nes que comenzaron a gestarse entre los

que estaban más alejados del muerto, quie-

nes exigían una oportunidad de acercarse

para darle su salutación, el padre ordenó

que se hiciera una fila para que los besos

y los abrazos se rigieran por turnos y de

esa manera asegurar la integridad física de

Juventino. Pidió que dejaran de empujarse

y con gesto arrobado, señaló el lugar para

formar la línea. La concurrencia obedeció  y

así, uno por uno se fue regocijando con la

dicha inmensa de tener entre sus brazos,

aunque solo fuera por unos segundos, al di-

choso que regresaba del más allá.

Luego de unas horas, cuando por fin

concluyeron las variadas muestras de afec-

to y devoción, Juventino fue tomado de los

brazos por dos hombres asignados por el

padre que lo escoltaron en un recorrido por

las calles que volvían a acogerlo con fervor.

El ambiente se puso como si fuera el día

del santo patrón: las campanas repiquetea-

ban incesantes, la gente se agolpaba en las

aceras, se lanzaban cohetes, se llamó a una

banda para musicalizar la caminata y en dos

respiros se organizó un gran banquete en

honor al cadáver que el pueblo se había ne-

gado a enterrar.

Esa tarde se consumió entre con-

versaciones animadas, música y alcohol,

teniendo como cede la casa donde horas

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antes hubo llantos y desmayos al por mayor.

Los asistentes se mostraban exaltados, fe-

briles, como si fueran víctimas de un júbilo

que amenazaba con hacerlos reventar y sus

rostros, congestionados por las bebidas y el

buen humor, reflejaban la satisfacción que se

experimenta al vencer un obstáculo que, en

primera instancia, parecía imposible superar.

Más tarde tuvo lugar un baile mul-

titudinario en la plaza del pueblo, con la

misma banda que con sus notas amenizó el

triunfante regreso de Juventino a San Juan.

Como es de esperarse, el festejado estuvo

presente en el jolgorio, ocupando un lugar

privilegiado como le correspondía dado su

prestigio casi divino. Reclinado sobre una

silla de cojines aterciopelados que el padre

extrajo de la iglesia, y que era la que usaba

para descansar en misa durante las lecturas

de los evangelios, Juventino miraba, con la

cabeza inclinada hacia la izquierda, el es-

pectáculo que se desarrollaba frente a él.

Aunque eso de mirar es solo un decir, ya

que sus ojos estaban cerrados por causas

mortuorias y la posición de la cabeza redu-

cía considerablemente su campo visual; si

pudiera ver, en todo caso, sólo contempla-

ría los agitados pasos de los bailarines más

próximos y nada más.

Al finalizar la fiesta, el muerto fue

transportado a su casa acompañado de los

danzarines, quienes lo vitoreaban enloqueci-

dos, como si el alcohol y los bailes hubieran

redoblado su felicidad. Iban agitados, tam-

baleantes, lanzando hurras a un Juventino

atrapado en medio de los hombres que lo

cargaban engrandecidos, sumamente agra-

decidos por haber sido encomendados

para realizar tan privilegiada labor. El cura

ordenó que fuera acomodado en la cama y

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mandó traer una capa del santo Juan para

cobijarlo con ella. Afuera, la gente se agol-

pó en la entrada y resolvió quedarse a ve-

lar el sueño del muerto y para sobrellevar

la noche, encendieron algunas fogatas y

compraron varias botellas de licor. Algunos

sacaron un par de guitarras y todo el mundo

se puso a cantar hasta el amanecer.

Durante los siguientes días, y aprove-

chando la segunda vuelta del joven ejemplar,

varios pobladores llevaron a cabo los santos

sacramentos en los que el muerto tuvo un

papel importante, ya que se convirtió en el

padrino por excelencia de bautizos, prime-

ras comuniones y un par de casamientos. A

lo largo de dos días, el fiambre fue llevado

de un lado para otro como si fuera parte

indispensable de la ornamentación festiva.

Salía de una casa para entrar a otra y encima

tenía que soportar las reyertas que se daban

entre los anfitriones, quienes se disputaban

su presencia a base de golpes y amenazas,

alegando preferencias que Juventino tuvo

para con algunos de ellos durante su vida.

Cuando eso sucedía, ni las plegarias del pa-

dre Fausto podían frenar los encontronazos

que se daban alrededor del padrino, quien

ya exudaba un olor acre que parecía atraer a

la concurrencia. Daba la impresión de ser un

gran trozo de carne descompuesta, rodeada

por moscas ávidas, deseosas de succionar

el jugo amarillento que drenaban sus poros

abiertos por la hinchazón.

Cuando las peleas cesaban, gracias

a los acuerdos que establecían los conten-

dientes, la algarabía continuaba y el muer-

to, junto con el padre, eran invitados a ame-

nizar la comida en un nuevo hogar, donde

ya los esperaban otros ahijados, deseosos

de convivir, aunque sólo fuera durante una

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hora, con él. Ahí, durante las comidas, Ju-

ventino se notaba impasible, incluso con los

moscardones que se le pegaban a la cara

para recrearse en su piel negruzca y malo-

liente. Daba la sensación de estar absorto

en cavilaciones que trascendían los aconte-

cimientos en que estaba inmerso, como si

estuviera perdido en parajes que sólo él con

los ojos cerrados podía vislumbrar. Y aunque

eso hubiera acarreado cierta incomodidad

entre los presentes, si la indiferencia del pa-

drino hubiese sido intencional, seguramente

se habrían dicho, como se lo decían enton-

ces, que Juventino estaba más lleno de vida

que nunca y que su silencio se debía a sus

esfuerzos sobrehumanos por contener toda

esa alegría que mantenía hinchado su cuer-

po y que amenazaba con hacerlo estallar.

Sin embargo, en cada una de las reu-

niones a las que asistía era recibido con

emoción: la gente se abría paso cuando

Juventino franqueaba la entrada y la banda

comenzaba a tocar. Los ahijados se lanza-

ban sobre él. Lo estrujaban y derramaban

algunas lágrimas sobre su pecho. Los in-

vitados, por otra parte, realizaban brindis

multitudinarios en honor al padrino y él ni

por enterado. Para ser la piedra angular de

todo el revuelo, Juventino parecía estar muy

aburrido, algo que, sin embargo, tenía sin

preocupación a los festejados, pues ellos se

entregaban sin piedad a los excesos.

Solo fueron un par de días los que se

dispusieron para llevar a cabo farras mara-

tónicas en San Juan. Luego siguieron algu-

nas misas y rosarios a causa del inminente

regreso de Juventino a los sepulcros. Ahí,

al finalizar las oraciones, la gente se acer-

caba al difunto, sentado a un lado del altar

construido para el santo patrón, y le pedían

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que abogara por ellos ahora que estaba a

un lado del señor.

Pero un sábado por la tarde, Juven-

tino salió hacia el campo en compañía de

los jornaleros. Ellos pidieron pasearlo por

los sembradíos con el pretexto de que sería

imperdonable que se fuera al otro mundo si

haber visitado, ahora si por última vez, las

tierras que lo vieron crecer. Amarraron su

abultado cuerpo al lomo de un burro que

era arriado por el padre Fausto y echaron a

andar. Con paso firme, el animal avanzaba,

denotando solemnidad en cada uno de sus

movimientos mientras los demás caminaban

en torno a él, a paso lento y sin ocultar la

emoción que ese recorrido les proporciona-

ba. El padre iba delante del asno, jalándo-

lo con suavidad y cuidando que Juventino

fuera bien seguro allá arriba. Para entonces,

el cadáver ya estaba muy hinchado, irreco-

nocible: la descomposición le había puesto

la carne blanda, purulenta y no dejaba de

emanar ese líquido amarillento, pestilente

al que sus seguidores parecían ser inmunes,

pues en ningún momento la peste les hizo

arrugar las narices.

Habían arribado a las parcelas don-

de el elote ya sazonaba, cuando ocurrió

una nueva desgracia. Tal vez así lo quiso la

providencia, o tal vez las cosas no pudieron

terminar de otra manera: de improviso, el

burro perdió toda la solemnidad de la que

había hecho gala desde la salida de la casa

del muerto y como si le hubieran cortado

el rabo, comenzó a reparar con vehemen-

cia, sin aparente explicación. Sus saltos eran

tan fuertes, que el padre cayó al suelo y los

intentos de sus acompañantes por tranqui-

lizar al animal fueron inútiles. El burro soltó

patadas a diestra y siniestra, en su alocado

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intento por liberarse de aquellos hombres y

cuando nadie lo esperaba, el animal reparó

de tal manera, que su montador salió dis-

parado hacia delante, azotando de bruces

muy cerca del padre Fausto. Al estrellarse

contra el suelo, hizo un sonido seco, como

de costal de avena. El burro ni se inmutó

y corrió despavorido hacia los maizales,

en tanto los hombres, preocupadísimos se

acercaron al inerte de Juventino. Le dieron

vuelta y encontraron que había perdido par-

te de la piel del rostro y que su barriga se

había reventado, dejando salir sus órganos

pútridos, embarnizados por una sustancia

negruzca que, por primera vez desde que

inicio la corrupción de su carne, los dejó

mudos gracias a su penetrante aroma.

Ya no había nada qué hacer y ni si-

quiera la sugerencia del cura de que podría

ser remendado convenció a lo que estaban

ahí reunidos. De nuevo se les adelantaba,

y a un día de volverlo a despedir, en gran-

de. Porque si Juventino hubiera aguantado

la caída, habría sido despedido al siguiente

día con jaripeo y una quema de castillo por

la noche, donde lo pondrían hasta la cima,

sobre una base giratoria desprendible, que

sería impulsada por una serie de fuegos ar-

tificiales que estallarían en el cielo, en el lu-

gar al que siempre perteneció.

El Ídolode Jairo Emmanuel Sánchez Evaristo

se terminó de imprimir el 4 de noviembre de 2012,

en los talleres gráficos de Impresora Gospa

ubicados en Jesús Romero Flores no.1063,

Colonia Oviedo Mota, C.P.58060

en Morelia, Michoacán, México.

La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado

de Héctor Borges Palacios y el autor.