el Hombrecillo del Prater - IMCH
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EDWIN LUGO
EL HOMBRECILLO DEL PRATER
A Daniela de la Torre, esperando que su bondad
de muchacha buena acoja con benevolencia la
certidumbre de ser recordada.
El hombrecillo del Prater No se ve bien sino con el corazón. Saint-Exupery.
La imperial ciudad de Viena está situada en la margen derecha del Danubio que en la cuenca de su
nombre se une con el Wien. El extenso río está salvado por tres puentes, en tanto que cincuenta y tres
cruzan el Donaukanal.
La cuna del que fuera el mayor imperio de Europa central, el Austro-Húngaro ostenta entre sus
innumerables monumentos, palacios, templos, edificios históricos: la catedral gótica de San Esteban del
siglo XIII y las también iglesias góticas de San Agustín, Santa María Gestade y Los Capuchinos donde
descansan los restos de Maximiliano de Habsburgo quién fuera emperador de México, así cómo el
suntuoso palacio imperial Hofburg, el Parlamento, el Ayuntamiento, La Staatsoper, el teatro imperial
Burgtheater y el enorme palacio de Schonbrunnn entre otros. Sus cuantiosas riquezas despertaron la
codicia de los turcos que capitaneados por Solimán, apodado el magnífico, quién había invadido
Belgrado, llegaron hasta sus murallas en l589 y posteriormente en l683.
La capital austriaca está rodeada por los bosques y praderas que inspiraron al célebre compositor
Johannn Strauss su inmortal vals “Cuentos de los bosques de Viena”; si bien muchos espacios verdes
guardan a su vez una inolvidable tradición, entre ellos destaca el parque del Prater, donde María Vetserá
la bellísima amante del príncipe heredero Rodolfo de Habsburgo, de sólo dieciséis años, paseó su
romántica estampa antes de consumarse en el palacio de Mayerling el suicidio de la enamorada pareja,
otra de las célebres visitantes debió haber sido la célebre emperatriz Sísi, musa de novelistas y poetas, y
madre de tres niñas y un varón.
Sin embargo el Prater no siempre fue un paseo del pueblo, pues los Habsburgo elitistas cómo la
mayoría de los aristócratas, lo habían destinado cómo su coto de caza y prohibían tajantemente que nadie
disfrutara de aquellos parajes, y solamente hasta 1775, José II, el primogénito de la emperatriz María
Teresa abrió liberalmente el parque a los vieneses, disposición que molestó mucho a la nobleza que no
deseaba mezclarse con el pueblo, pero a tan absurda pretensión el democrático emperador respondió “si
quisiera estar rodeado solamente por gentes de mi condición, tendría que pasarme todo el día en la
cripta de Los Capuchinos”.
Desde entonces los vieneses comenzaron a acudir preferentemente los domingos y días de asueto a
gozar de los lugares frescos y sombreados, donde pronto proliferaron pequeñas hosterías y puestos
ambulantes en los que se vendía café, te, helados, frutas y pastelillos.
Se instalaron además barracas de tiro al blanco, en tanto que aparecía una turba de malabaristas,
enanos, prestidigitadores, quirománticos echadoras de cartas, y hasta los consabidos fenómenos naturales
o ficticios tales como la mujer más pequeña del mundo, el hombre más alto, el niño que nació con
pelambre de primate, y algunos pequeños grupos de músicos callejeros que en busca de procurarse unas
monedas, eran un divertido entretenimiento para los visitantes.
En 1840 se instaló el más antiguo carrousel de Europa construido bajo un baldaquino de madera,
el cual en 1985 fue declarado patrimonio artístico-histórico, y que contiene caballitos de madera pintados
de atractivos colores que incluso llevaban nombres propios cómo Elfi, Herbert y Karli, otro más era el
cafafati. Que tenía como eje central un enorme chino con traje de mandarín, quién portaba una larga y
delgada coleta negra, esta figura era la versión austriaca del polichinela “Wrustel”, por cuya ancestral
imagen los vieneses sentían una extraordinaria afinidad espiritual, tal figura tragi-cómica, era perseguida
por un cocodrilo cuyas fauces abiertas amenazaban destrozarlo, pero el héroe lograba evadirlo y
terminaba convirtiéndose en un auténtico triunfador.
En 1897 con motivo de la exposición universal se hizo construir la famosa rueda de la fortuna,
mecanismo gigante de 67 metros de altura, considerada en su época cómo la rueda panorámica más
grande del mundo. El giratorio artefacto iluminado con foquitos de colores despertaba la admiración no
sólo de los niños sino también de los adultos que no resistían los deseos de contemplar a sus pies entre
chácharas y risas la musical urbe, mirando desfilar el trenecito llamado Liliputbahn que se deslizaba
alegremente sobre sus rieles angostos entre las calzadas del parque, mientras los ruidosos viajeros
consumían pepinillos en salmuera.
Las parejas preferían alejarse de las calzadas concurridas en busca de parajes solitarios donde
susurrar sus confidencias tomadas de la mano o mejor aún rodeando con el brazo la cintura del
compañero; pero otros paseantes preferían deambular por la avenida principal sombreada por una secular
arboleda recta que conducía al merendero “Lusthaus” donde era posible degustar una porción del pastel
de la casa, el “Guglhupf” adornado con pasas y nueces acompañado del indispensable café vienés,
mientras observaban a los niños lanzar sus cometas de color que iban a columpiarse lejanamente sobre las
torres de las iglesias o a caer sobre la multitud de tejados rojos y grises, mientras otros pequeños, a
semejanza de Hansel y Gretel. se entretenían en esparcir migajas de pan para alimento de las palomas.
Cerca del parque dentro del mismo distrito diez llamado “Favoriten” se ubica una calle muy
especial que forma parte del llamado Prater bohemio donde no falta alguna heurigen (taberna) y la cual va
a descender en las suaves pendientes onduladas de la colina Laaberg, desde donde es posible disfrutar de
la vista de la ciudad.
En el pasado el barrió albergó las miserables viviendas de los trabajadores extranjeros
provenientes de Bohemia que inmigraban medio muertos de hambre y que eran destinados a fabricar
ladrillos, trabajo ingrato que muchas veces efectuaban con las manos heridas de sabañones a cambio de
un miserable salario, tan ruin explotación fue objeto de censuras de periodistas y escritores, quienes
intentaban mejorar la suerte de los infelices extranjeros, pero que en resumidas cuentas poco o nada
consiguieron con sus críticas.
A fines de la II guerra mundial un incendio acabó con el parque de atracciones, el cual fue
reconstruido totalmente en 1948; y utilizado cómo escenario de la película “El tercer hombre”.
Por muchos años el Prater ha continuado siendo el refugio habitual de los enamorados, paseo
obligado de las niñeras conduciendo los cochecitos de los críos, aula de muchos estudiantes que ensayan
memorizar párrafos enteros de libros que deberán recitar de memoria en los temidos exámenes, chiquillas
riendo y saltando, y muchachos jugando a la pelota o a todo lo que su infantil imaginación les sugiere.
Pero también ha reunido a la gente más elegante de Austria y del mundo, con sus árboles
cargados de flores y de pájaros, sus enjambres de mariposas multicolores posándose sobre las corolas de
las flores; pero sobre todo ha sido el ideal lugar de reposo y descanso, de esparcimiento y relax; y en
ocasiones, el paraje del silencio, de la nostalgia, de la tristeza, y hasta de la resignación.
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El señor Franz Constantinescu era el operador y cuidador del tío-vivo vienés más grande,
llamativo y por supuesto una de las más concurridas atracciones entre los aparatos mecánicos del Prater.
Sus compañeros lo llamaban simplemente el rumano, aunque no faltaban los maliciosos que a sus
espaldas lo tildaban con el despectivo sobrenombre del cojo, sólo porque una cojera que el hombre se
empeñaba disimular lo más que podía, lo obligaba a arrastrar la pierna derecha, cuyos huesos después de
una espantosa caída habían soldado mal.
Franz era servicial y aunque en ocasiones se sumía en largos silencios, apenas se le llamaba acudía
tan presuroso cómo se lo permitía su pierna medio inválida.
Vestía con un overol gris al igual que todos los trabajadores encargados de dar mantenimiento a
los juegos, pero se presentaba impecablemente limpio a pesar de que una de sus funciones consistía
precisamente en engrasar a menudo la maquinaria que generaba el movimiento giratorio del aparato, otro
tanto era mantener tan brillantes cómo recién bruñidos los tubos de metal dorado incrustados en las
figuras de caballitos, camellos, jirafas, borregos cimarrones, búfalos y hasta un pequeño elefante, sobre
cuyos lomos era posible montar girando al compás de una musiquilla de cilindro que ponía fondo a la
diversión y que Franz gustaba repetir con el tema de “Un rumano en Paris”, melodía que había servido de
leit-motiv en la película “Monpti” protagonizada nada menos que por aquella maravillosa actriz y
bellísima mujer, cumbre de la más exquisita feminidad, quién concluyó sus días de éxito suicidándose:
Rommy Schneider. En ocasiones el señor Tauber, dueño y concesionario de los juegos reclamaba a su
empleado que repitiera hasta el cansancio la pegajosa y romántica melodía, entonces él le contestaba que
le traía suerte, ya que convocados por el hermoso vals acudían alegremente al carrousel, los niños para
solazarse sobre los lomos de los animalitos y los mayores para vigilarlos o mejor aún para recordar sus
mejores tiempos. –Cuando pongo otra melodía los transeúntes pasan indiferentes o cuando más apenas se
asoman para ver girar el aparato, pero no se suben- argumentaba Franz; y cómo a Tauber le interesaba
incrementar las entradas sonreía bonachón y daba unos golpecitos a la espalda de su fiel empleado, quién
le entregaba honradamente hasta el último céntimo; el patrón apreciaba aquella fidelidad imposible de
esperar de sus demás colaboradores, y sólo el rumano parecía alegrarse de las buenas recaudaciones tal si
se tratara de que el negocio fuera de su propiedad, acaso porque era una forma de corresponderle al
concesionario el favor de haberlo empleado, cuando se hallaba enfermo, miserable y tachado en todas
partes de inútil. Y a partir de aquel día en que fue admitido el hombre dedicó su mejor esfuerzo a su
trabajo y con dedicación limpiaba y pulía los caballitos y demás figuras que siempre lucían relucientes sin
una sola mancha o adarme de polvo.
Pero en lo que mejor se desempeñaba nuestro hombre era cómo vendedor, presentando ante sus
posibles clientes un rostro amable, perfectamente rasurado, al que hacían marco los bien peinados
cabellos castaños, entre los que apenas empezaba a despuntar alguna cana en medio de las sienes,
anunciando sus próximos cincuenta años, entonces se acercaba a los visitantes con una agradable sonrisa
y su manojo de boletos en la mano izquierda, invitando cordialmente a pequeños y mayores a dar unas
vueltas en el tío-vivo, el persuasivo tono de su voz y su agradable presencia cautivaba a las damas que ni
tardas ni perezosas se adelantaban a cumplir los deseos de sus pequeños vástagos y sacaban las monedas
de su bolso para adquirir las consabidas entradas.
A las nueve de la noche el parque se iba quedando gradualmente desierto, pero el incansable
promotor seguía al pie del instrumento invitando a los pocos comensales que aún tenían deseos de
divertirse, y solamente cuando el lugar se quedaba totalmente desierto, el señor Franz cubría con lonas
protectoras las figuras de madera a las que acariciaba paternalmente; y cuando las luces de colores se
extinguían quedando solamente prendidas algunas lamparillas, el hombre después de hacer un recuento
de las entradas que entregaba rigurosamente, mordisqueaba un pan con queso o salchichón, bebía un café
que previamente había hervido en su pequeña estufa, musitaba alguna oración, porque el que sabe hacer
una plegaria por la noche es un capitán que pone centinelas para dormir bien, y se acomodaba sobre un
modesto catre improvisado sobre el piso, y sólo en las frías noches invernales se echaba encima dos o tres
mantas gruesas y se calaba con un gorro que le tapaba hasta las orejas, entonces se entregaba al bien
ganado sueño.
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Los martes los juegos del Prater suspenden su actividad para conceder un descanso a los
trabajadores que los mantienen funcionales, entonces es posible que el incansable operador del tío-vivo se
permita unas horas de sosiego para charlar con sus compañeros. La mujer araña y el hombre de goma
solían hallarse entre sus más cercanos acompañantes y atentos escuchas, entonces Franz solía hablarles
del lejano país que debió dejar hace veinte años. Con nostálgico acento les refiere cómo era Bukuresti
(Bucarest) su capital, donde había nacido y pasó su infancia, su juventud y una buena parte de su vida de
adulto hasta los treinta años, refiriéndose elogiosamente a la catedral de San José, al imponente castillo
de Cetatea Alba, al Palacio de Teléfonos y a los edificios que albergan el Teatro Nacional y la
Universidad, y cuando observa que sus descripciones han acaparado el interés de la curiosidad les habla
de la vieja iglesia ortodoxa de la Corte Principesca que contiene a su lado un museo engrandecido por
Tepes-Drácula, luego los jala de la mano para conducirlos mentalmente hasta el Museo Nacional de
Historia que guarda en su interior el cuarto del tesoro colmado de valiosas piezas de primorosa orfebrería
en oro y plata y valiosas joyas engarzadas con piedras preciosas, allá nos llevaban cuado éramos unos
escolares de enseñanza elemental -alude- y debíamos caminar por parejas, guardando orden y silencio, los
profesores siempre vigilantes solicitaban que los guías del museo nos dieran amplias explicaciones y
después debíamos repetir en clase cuanto habíamos visto y oído. También recuerdo que nos llevaron a
conocer el Museo Nacional de Arte, el de los viejos ferrocarriles donde trepábamos al interior de
locomotoras y vagones y hasta las extravagantes construcciones que formaban el despacho del dictador
comunista Nicolae Casusescu. Más adelante mi padre que era músico del teatro “Rapsodia” donde se
ofrecían espectáculos de canto y danza con el folklore rumano, me llevó a conocer el Museo de la
Música George Enescu, y en unas vacaciones de verano cuando el teatro cerraba sus puertas, fui con mis
padres a conocer el Monasterio Caldarusani en los alrededores de la ciudad y la Iglesia Episcopal de
Curtea de Arges de imponente estructura con reminiscencias turcas y bizantinas, y sólo más tarde cuando
me aficioné a la arquitectura visité por mi cuenta el castillo Peles.
El Hombre más alto del mundo preguntó en que se ocupaban los rumanos y el señor Franz
encantado de que alguien se interesara por conocer más su país respondió comedido.
-Una buena parte de mis compatriotas se dedica a la agricultura. Rumania es el granero de Europa, y en
sus fértiles llanuras se cosechan: maíz, trigo, cebada, avena y centeno en grandes cantidades. Hay
suficientes granos para que todos coman y muchos girasoles para que todas las casas de los campesinos se
alegren. Algunos granjeros suelen dedicarse también a la ganadería.
-¿Hay buenos pastos? –preguntó uno de los jardineros que se ha acercado a escuchar la charla.
-¡Excelentes! –responde Franz- pero también se encuentran selvas de pinos, abetos, robles, hayas y
encinas y en las llanuras de Valaquia y Moldavia crecen cardos de gran tamaño y bulbos que florecen con
las lluvias primaverales, en tanto que en la región de Dobrucha se forma un islote donde predomina la
flora póntica con especies propias de los Balcanes.
-¿Y que se bebe? –pregunta el encargado de manejar la enorme rueda, uno de los poderosos símbolos de
Viena.
-Mi patria posee extensos viñedos que producen vinos excelentes como el Dragassani y el Arab, pero la
bebida nacional es el tsuica, un licor hecho a base de ciruela.
-Pero nuestro Danubio también llega hasta allá… –afirma Hugo el electricista.
-Sí sólo que en nuestra tierra le llamamos Dunarea y los afluentes rumanos de este río descienden de los
Alpes de Transilvania y son el Jiu, el Arges, el Danbovita y el Jalomitza, pero nuestro río más importante
es el Maros que vierte sus aguas en el Tisza, el gran río afluente húngaro del Danubio.
-¿Y tú que hacías allá? –le pregunta el electricista.
-¿Yo?... pues trabajaba, cómo lo hago aquí. Apenas terminé la educación elemental, mi padre que había
perdido su colocación en el teatro se empleó como músico del circo que se encontraba en Aleea Circuit y
todos los días teníamos que atravesar una buena parte de la ciudad para llegar hasta allá, pues vivíamos al
otro extremo en la strada Tutunari, algo tan distante cómo ir desde aquí a la estación ferroviaria Banhof,
yo lo seguía cargando su instrumento: trombón o violín, según lo requería el programa, entonces me fue
naciendo esa ilusión … la ilusión de volar…
-¿De volar? –preguntó asombrada la mujer araña.
-Eso hacen los trapecistas en un circo ¿No es así? Desafiar la gravedad y volar por los aires. Yo era muy
ligero y no sentía miedo en las alturas, además me gustaban los retos, y el subir allá arriba era un desafío
tentador que había que enfrentar cada noche con precisión matemática, y yo veía cómo mis maestros lo
lograban poniendo en juego una absoluta concentración, aunque al final terminaban por hacerlo con cierta
facilidad, una facilidad consecuencia de la más férrea disciplina. Había que ensayar todos los días y a
todas horas y hacerlo de memoria cómo si tuvieras los ojos cerrados, sin pensar en que te encontrabas a
veinte metro de distancia del suelo, así te ibas acostumbrando al peligro que llegabas a ver cómo algo
habitual, y lo peor, también te acostumbrabas a ganar dinero y a recibir aplausos y admiración todas las
noches, y tanto me gustaron las luces de los reflectores que hacían lucir mis músculos envueltos en
lentejuelas que me negué rotundamente a continuar los estudios y me quedé allí aprendiendo el oficio
todos los días, al principio amparado con red protectora, pero luego, a pesar de la resistencia del
empresario la troupé de la que empecé a formar parte decidió eliminarla para hacer nuestro acto mucho
más atractivo y yo diría espectacular… éramos dos parejas, perfectamente sincronizadas, la mía era una
muchacha croata, delgada y ligera, que pesaba muy poco, se llamaba Zoila, pero todos le decíamos
Zocha, su cuerpo era muy flexible y en su cara había impregnada una perenne sonrisa que no se le
apagaba ni cuando realizábamos el salto de la muerte, su serenidad me daba confianza y aunque mi
primera obligación era protegerla, ella hacía otro tanto conmigo.
-¿Y la otra pareja? –preguntó el hombre más alto del mundo.
-La conformaban dos hermanos yugoeslavos, nacidos en Belgrado; aunque luego pasaron una buena parte
de su vida en Sofía, allá en Bulgaria donde formaron un bien sincronizado dúo siempre muy bien avenido
y cuando se sumaron con nosotros planeamos juntos un número sensacional, al grado de que una buena
parte del público iba sólo por vernos actuar.
De pronto el operador de la rueda lanzó una pregunta impertinente.
-¿Sensacional?... entonces ¿Cómo fue que te hiciste eso? –preguntó aludiendo a la cojera de Franz.
-Eso… -tartamudeó el hombre que se había puesto repentinamente pálido- fue a resultas de un accidente.
-¿De trabajo? –insistió implacable el curioso.
-Sí. De trabajo. Aunque preferiría no recordarlo, al menos por ahora...
La conversación fue languideciendo y alguno de los oyentes se levantó para decir:.
-Bueno, ya hemos platicado bastante. Yo voy a la ciudad en busca de un bocado caliente.
El grupo se fue dispersando y Franz se volvió a quedar solo, callado, taciturno y hasta sombrío.
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¿Por qué se empeñaba en recordar siempre lo mismo? ¿Por qué esa obsesión de torturarse con el
pasado, si ya no nos pertenece, y ni siquiera nos es dable retroceder un ápice, aunque seamos,
aceptémoslo o no, producto de eso que fuimos, pero que ya nunca volveremos a ser? es cierto que la
nostalgia de la patria lejana lo invadía, que la remembranza de su padre fallecido lo acompañaba cada
hora, que recordaba tercamente los tiempos de su niñez trascurrida en el barrio populoso, entre cuyos
muros costrosos de ciudad vieja había corrido, gritado, soñado, entre una turba de inquietos muchachillos
que cuan presto reñían, se abrazaban, o iban tras de una pelota riendo, parloteando, olvidados de sus
zapatos rotos, de su miseria y hasta del hambre jugando a desperdiciar sus horas vacías; entonces se
ponía a recordar las demostraciones de auténtica camaradería que había recibido y cómo en aquella
pequeña comunidad de pobres se había desterrado el brutal egoísmo de la sociedad hasta el grado de
compartir comida, ropas, libros escolares y sobre todo amistad, entonces al menos, no estaba tan
horriblemente solo como ahora, y aunque huérfano de madre, aquel papá tranquilo, complaciente, dividía
su existencia entre la música y su hijo, entre su trabajo con el que ganaba el sustento y el dedicar a su
vástago atención y cariño.
Jamás le dirigió una palabra áspera ni mucho menos le puso la mano encima y seguramente aquel
apego paternal lo llevó a renunciar al intento de procurarse una compañera y mucho menos de volver a
casarse. Ese padre paciente y bondadoso le preparaba la comida y hasta que cumplió los diez años lavaba
su ropa y aseaba su cama, luego, más tarde, cuando hubieron llegado los difíciles años de la adolescencia
fue ante todo un confidente comprensivo, un amigo inigualable que renunciaba a la compañía de sus
camaradas del teatro, para estar cerca del hijo que era el principal objetivo de su vida. y por más que el
muchacho lo había sorprendido más de alguna vez entretenido en sabrosa charla con alguna de las
bailarinas Constantinescu jamás le habría impuesto una madrastra, y ni siquiera cuando corría alguna de
sus aventuras, que seguramente no debieron haberle faltado, se ausentó una sola noche de su casa y sólo
cuando Franz le declaró su deseo de incorporarse a la dura existencia de artista de circo, el hombre
sensato intentó suavemente persuadirle para que abandonara aquella obstinación disparatada, haciéndole
notar los inconvenientes de una profesión tan llena de riesgos cómo peligrosa y que sólo podía ofrecerle
un porvenir incierto, pero el muchacho estaba demasiado aferrado a su idea y fue imposible disuadirlo,
entonces el paciente progenitor cedió consolándose en la posibilidad de que aquello podría ser sólo un
pasajero caprichillo de juventud, del que tendría que recapacitar más tarde retornando a la razón; entonces
seguramente optaría por aprender algún oficio o continuar los estudios truncos que lo podrían en camino
de ser empleado del estado o al menos primer oficial en algún taller; pero sus esperanzas se fueron
desvaneciendo, incluso cuando Franz quién fue llamado a cumplir su servicio militar, lejos de alejarse de
aquella insana aspiración, fomentó el desarrollo de sus aptitudes físicas que le concedieron mayor aptitud
para saltar de las alturas, balancearse, y hacer maniobras y piruetas cada vez más audaces y peligrosas.
Pronto la gente del circo lo adoptó como a uno de los suyos, al comienzo, cuando aún no estaba
preparado lo mandaban a las taquillas, como acomodador o vendedor de golosinas y souvenirs y más
tarde después de haber estado a cargo del cuidado de los animales a quienes aprendió a conocer y
alimentar, se volvió un experto indispensable, en lo referente al montaje y desmontaje de la enorme carpa,
cuando el circo se desplazaba a otros lugares en busca de públicos y de dinero; en esas ocasiones los
mástiles eran erigidos con ayuda de un tractor y atados solidamente por medio de vientos, luego, el techo
de una pieza era izado y sólo hasta entonces se iban colgando las lonas que hacían las veces de paredes.
Pronto los años de aprendizaje, entrenamiento y duros ejercicios fueron rindiendo los resultados
apetecidos y el muchacho fue por fin admitido primero como simple comparsa participando en los
vistosos desfiles donde toda la compañía marchaba airosa por la pista circular entre los alegres pífanos de
la banda y los juegos de luces de los reflectores; los artistas aparecían por estricto orden jerárquico y eran
presentados al público por la engolada voz del locutor que vestido con impecable smoking proclamaba los
créditos de las sonrientes estrellas que portaban sus vistosos trajes ornados de pedrerías y relucientes
lentejuelas multiplicando las luces y los reflejos, encabezaban el elenco los trapecistas, seguidos por los
malabaristas, prestidigitador, domador de fieras amaestradas, gimnastas acrobáticos, bailarinas aéreas,
elefantes, caballos y los indispensables payasos que no cesaban de hacer sus gracejadas y después de dar
tres vueltas triunfales se iban disolviendo a través de una puerta encortinada, quedando solamente en la
escena los malabaristas que hacían saltar sus esferas, pelotas, figuras y piezas metálicas con las que
inventaban una insospechada variedad de suertes y juegos.
Aquella glotonería de vida, a la que se añadía la consabida concupiscencia del goce, de ser
admirado y famoso debieron conturbar su mente propicia a la fantasía, y el intrépido muchacho fue
incorporado en el grupo de los gimnastas quienes hacían suertes protegidos por una red donde sus cuerpos
rebotaban, cayendo siempre de pie y haciendo caravanas ensayaban otras destrezas cada vez más audaces;
y cuando cumplió los veinte años ya era uno de los principales ejecutantes a quién se anunciaba en los
programas con gruesos caracteres, entonces aparecía perfectamente maquillado, y con los ojos brillantes,
ejecutaba un número en el que participan cuatro contendientes a cual más diestro, bien proporcionado,
musculoso y podría afirmarse hasta guapo. El número empezó a formar parte importante del espectáculo
y se programaba en las giras del circo que abarcaban viajes en sus propios vehículos a Belgrado, Croacia,
Hungría y en una ocasión hasta Montenegro.
Franz empezó a disfrutar su temprana fama, a ganar dinero y a escuchar atractivas ofertas de otros
circos que al llegar a oídos del empresario propiciaron que el negociante quién no estaba dispuesto a
perder a uno de sus artistas llegara incluso a duplicarle el sueldo con tal de retenerlo, aunque el ambicioso
joven soñaba en actuar en los más renombrados circos del mundo como lo eran el Price de Madrid, el
Krone de Alemania, el Barnum y el Ringling Bros. de los Estados Unidos, el Amar, y Medrano de
Francia, y por supuesto el Napoleón, el afamado circo de invierno de Paris y sin duda alguna el
prestigioso circo de Moscú, cuyo espectáculo era una verdadera suma de valor, pericia y por supuesto
risa y diversión.
Con la llegada del éxito se facilitaron las aventuras amorosas, ya no fueron solamente las que
propiciaba el ambiente, las muchachas del ballet, la ayudante trigueña del prestidigitador, y una vez hasta
la domadora de leones ucraniana, sino que al final de cada función un alud de jovencitas demandantes del
autógrafo en el programa hacían fila en el carro donde el atleta tenía su rodante camerino, entonces, los
amoríos se sucedían fáciles sin mediar seducciones o promesas y las jóvenes entregaban sus encantos
simplemente por disfrutar el goce de hacer el amor con alguien que les había despertado emoción,
zozobra, y que aún antes de sentirlo entre sus piernas, había conseguido provocarles una grata y
maravillosa excitación
Así, después de cada acto, el aplauso sobrevenía cómo un aguacero, poniendo fin a la tensión no
sólo de los actores sino también del público, que volvía a respirar aliviado después de contemplar como
aquel aguerrido muchacho se lanzaba al aire y en la mínima precisión de un segundo se afianzaba a otro
de los tambaleantes trapecios y volvía a quedar amparado y sonriente en una esquina, sin que en un solo
músculo de su rostro se hubiera detectado una sombra de inseguridad o de temor.
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Todo marchaba bien, incluso cuando Franz se integró a la troupé que se anunciaba como “Los
Máximos” formada por dos simpáticos yugoeslavos y la chica croata con quién se entendió desde el
principio a las mil maravillas.
El local se llenaba todas las noches y el gimnasta logró hacer algunos ahorros y el señor
Constantinescu quién padecía una crónica indisposición estomacal llegó a instar a su hijo a casarse
presintiendo que el agudo mal que padecía, podría dejarlo solo, pero el muchacho estaba demasiado
engolosinado en sus éxitos y no deseba echarse encima compromisos, si bien veía en Zocha, su
compañera de trabajo, un excelente prospecto de esposa, aún cuando sólo la trataba cómo la amiga, casi
novia, con quién compartía noche a noche los peligros, la emoción y los aplausos.
Pero precisamente cuando todo parecía sonreírla apareció ella. Ewa era una muchacha polaca, que
seguramente rozaba los treinta años, quizás con algo de sangre judía en sus venas, de la que prefería no
acordarse. Nacida en Cracovia su pasión por los caballos la había llevado a convertirse en una de las
ecuyeres más famosas y mejor cotizadas, que rivalizaba con la misma Elisa Loiret. Tenía el cabello
rojizo y los ojos de un tono azul que colindaba con el gris; sabía brincar sobre el lomo de los caballos con
la ligereza de un pájaro que se posa sobre una rama, su cuerpo de amazona se balanceaba sobre la pareja
de caballos de Moldavia con elegante agilidad flexionando ligeramente su talle. Alrededor de la pista
saltaba a través de un círculo de papel que le allegaba un ayudante mientras giraba por la pista uno de los
equinos a un trote regular y acompasado.
El día que fue contratada Franz vivamente impresionado por su belleza eslava la invitó
inmediatamente a cenar, cortesía a la que ella accedió sonriente y halagada.
Esa noche al enterarse de que la artista hacía su primer viaje a Rumania hizo gala de su buena
memoria y le habló de todo cuanto había aprendido en la escuela y había almacenado en sus veintiocho
años de vida sobre su viejo y nuevo país, cuya población descendía de los antiguos dacios romanizados,
actualmente practicantes de la religión ortodoxa, Ewa a su vez se declaró católica e hizo una breve
descripción sobre su patria, y ambos convinieron que sus naciones habían sido víctimas del saqueo y
sojuzgamiento de alemanes, turcos y rusos, y aunque dialogaron en inglés y en francés, la verdadera
comunicación se dio emanada de esa química misteriosa que acerca los corazones y los pensamientos sin
que importen demasiado la raza o la lengua, y cuando cerraban el restaurante y con pesar tuvieron que
abandonarlo, la euforia del encuentro rubricada con algunos tragos de vodka polaco en honor de la recién
llegada los había aproximado tanto, cómo si se hubieran conocido desde años, y Ewa, inquieta y
aventurera empezó a planear mentalmente un viaje para visitar el puerto de Constanza en el Mar Negro y
el de Braila en el Danubio de los que tan entusiastamente había le hablado su nuevo amigo, y por
supuesto las montañas de los Cárpatos y la lejana Transilvania donde se ubicaba el famoso castillo de
Drácula.
Al día siguiente los esperaba la rutina: ensayos, ejercicios, disciplina, tensión y tres noches
después, el debut de la caballista internacional que fue anunciado en letreros mayúsculos en los carteles y
en la marquesina.
Por su parte Franz transitó demasiado rápido de la admiración a la amistad y de esta al amor y no
disimuló la enorme atracción que le había despertado, ella a su vez tampoco hizo nada por ocultar la
simpatía que le había causado el atleta, cuyo valor, aunque acostumbrada a convivir en un ambiente
donde era la constante, no dejó de impresionarla. Y se les dejó ver tomados de las manos, abrazarse,
besarse y susurrar confidencias cuando suponían que nadie les observaba, evadiéndose sigilosamente
apenas concluía la función en busca de una cena, una copa o acaso un sitio donde bailar el resto de la
noche, y sólo después de algunos meses, buscar una habitación en una calle apartada donde hacer el amor
lejos de miradas indiscretas, por más que Grock y Zavata, los payasos, que los llegaron a sorprender en
más de una ocasión reían maliciosos cuando se los encontraban, gastándoles bromas inocentes, y
anticipándose al placer de ser testigos de una boda en el circo donde habrían de compartir seguramente un
brindis con champagñe y por supuesto un trozo de una enorme torta, y sólo Marcus, el enano,
incondicional amigo de Franz, no pareció compartir tal entusiasmo lo que motivó que el trapecista evitara
intimar como antes y hablar a solas con él,. Zocha por su parte había terminado por conformarse y
aceptar que nunca había habido ningún compromiso entre ellos y que aunque a veces la amistad pareció
deslizarse hacia el romance, jamás se llegó a definir ningún proyecto, por lo que se concretó a continuar
trabajando con su pareja, deseándole en el fondo que fuera feliz con su nuevo amor, segura de que la vida
continuaría su curso y ella encontraría a tiempo su verdadero destino.
No obstante ciertos indicios ingratos enturbiaron aquellos meses de enamoramiento en la vida del
joven atleta; el mal de Constantinescu se acentuaba, los médicos vaticinaban sombríos pronósticos y
variaban sus recetas, pero uno de ellos advirtió sobre su terrible sospecha: el cáncer amenazaba la vida del
músico. El terrible veredicto debió afectar al muchacho quién redobló las atenciones hacia su padre, a
quién llegó a confesarle que estaba enamorado de aquella polaca amansadora de caballos a quienes
trataba cómo sus camaradas, el músico quién acompañaba cada noche la ejecución de su hijo y de la
pelirroja le deseó suerte y volvió a instarlo a formalizar legalmente la unión, aunque Ewa insistía en que
debían ir a casarse a Cracovia donde su familia polaca habría de agasajarlos con pescados ahumados,
caviar, chokrut y vodka rojo, y el joven aunque reconocía que la caballista lo amaba, sentía a veces que en
sus actitudes o palabras que se le llegaban a escapar, había cierta reticencia o indecisión, tal si en el fondo
pretendiera retener su libertad o su independencia a la que no estaba dispuesta a renunciar, al menos por
ese novio; también inquietaba a Franz la amabilidad con que ella trataba a Alex, el domador, quién hacia
pasar sus hermosos tigres de Bengala bajo un arco de fuego; aunque el indómito héroe que se encerraba
todas las noches en una jaula con sus feroces compañeros, era un camarada con el que había compartido
muchos momentos agradables y ambos se habían prestado recíprocamente atenciones y servicios,
entonces, hallaba sus sospechas no sólo infundadas y ridículas sino hasta mezquinas. Ewa era una real
hembra., seguramente no sólo admirada sino codiciada por muchos y no debía parecerle extraño que Alex
se sintiera atraído por ella, aunque la amistad manifiesta, la inocencia en las miradas y palabras, no dieran
pie a fundar ninguna suposición, y cuando su amante se regodeaba en la cama, jadeante de placer,
besándolo desesperadamente, Franz sentía que aquella mujer era suya y que lo seguiría siendo de por vida
y juntos proyectaban hacer el consabido viaje a Cracovia para degustar los callos a la polaca al lado de la
familia de la joven.
-6-
Pero la dicha no es una constante sino más bien una casualidad, si nos propusiéramos hacer un
balance en nuestras vidas descubriríamos cuan pocos y breves han sido los momentos en que realmente
hemos sido felices, y en cambio cómo las horas de: frustración, amargura, y desilusión han colmado las
horas de nuestra vida
Por ello cuanto más logremos olvidar conseguiremos vivir mejor.
Aquella noche fatal mientras Franz se vestía en su camerino rodante, Marcus el enano se acercó
sigilosamente a su puerta
-¡Hola Franz! –Saludó comedido.
-¡Hola amigo! –Respondió Franz- Pasa y siéntate.
-Pasé a saludarte.
.-Pues bienvenido –dijo Franz calzándose las mallas- hace tiempo que no charlamos.
-No ha quedado por mí –aclaró el liliputiense- apenas termina la función y te escondes inmediatamente.
-¿Esconderme? ¿Por que habría de esconderme?... y tanto menos de ti que eres un buen amigo.
-¿En verdad me consideras tu amigo?
-¡Claro! Nunca me has dado ningún motivo para dudar de nuestra amistad. Somos amigos desde que
llegué aquí ¿Recuerdas? De la mano de mi padre, y cuando me nació la inclinación de hacerme un artista
del circo, no desdeñé participar en todos los trabajos que me destinaban.
-Siempre admiré tu tesón y el entusiasmo que no se te ha acabado nunca.
-Entonces, tú me tendiste la mano.
-No podía hacer mucho por ti, pero apreciaba tu empeño en ser uno de los nuestros.
-Y ya ves que lo he conseguido aunque con trabajos.
-Aún te falta lograr muchas cosas, tienes talento y voluntad…
-¿Tú crees?... gracias porque tienes confianza en mí y porque no has dejado de estimarme.
-No lo dudes –señaló Marcus- y en nombre de esa estimación que te guardo considero mi deber de amigo
venir a prevenirte.
-¡Prevenirme?
-Ten cuidado con Alex…
-¿Con Alex? ¿Qué quieres decir?
-Que no quisiera inquietarte... pero él y Ewa…
Franz se irguió palideciendo.
-¿Qué estas insinuando?
-Nada, sólo que te cuides…
-Ewa y yo nos vamos a casar.
-Asegúrate de que todo vaya bien para que seas feliz.
-¿Asegurarme? ¿Sabes algo? ¿Has visto algo?
En ese momento lo llamaron a pista,
-¡Franz prepárate para salir a pista!
El gimnasta se apresuró. Zocha y la pareja de yugoeslavos calentaban sus músculos haciendo ejercicios,
y él con el rostro sombrío se acercó al grupo y puso distraídamente en beso en las mejillas de Zocha y de
Elizbieta. La revelación que Marcus le acababa de hacer lo atormentaba pues ponía en duda el amor que
Ewa le había jurado y la lealtad de Alex de quién nunca hubiera esperado una traición, en esos momentos
habría deseado que Marcus, de cuya buena fe nunca podía dudar se hubiese equivocado y aún se empeñó
en suponer que el excesivo apego del enano exageraba algo que sólo pudo haber sido una simple
manifestación de camaradería.
En la pista la bailarina funambulesca terminaba de hacer sus ejercicios en la cuerda y en el
alambre.
De pronto divisó distante entre las cortinas, a Ewa ya vestida para su actuación que se
programaba hasta después del intermedio y quién le hizo un saludo con la mano, él le correspondió, ella
se volvió y dio unos pasos de espaldas mostrando el excitante cimbreo de sus caderas metidas en los
ajustados pantalones, Franz sintió que se le encendía la pasión, luego se escuchó el aplauso que premiaba
la actuación de la bailarina y el maestro de ceremonias anunció con tono rimbombante la presencia de Los
Máximos, en ese mismo momento alcanzó a percibir que al lado de Ewa se hallaba Alex quién le
susurraba algo al oído. Franz sintió que una ola de celos y de rabia le quemaba la garganta y bajaba hacia
su estómago, pero a pesar de que le pareció que el mundo se hundía bajo sus pies se sobrepuso e intentó
poner, cómo todas las noches, la cara sonriente y confiada que enamoraba a las quinceañeras, haciendo su
aparición ante el público que recibió al grupo con un caluroso aplauso; entonces se escuchó el preludio de
la orquesta que acompañaba la ascensión de la troupé a los trapecios. Franz dirigió una rápida mirada
hacia la banda que le sonó coja, entonces y mientras trepaba por la cuerda alcanzó a detectar que había
un asiento vacío, seguramente el que correspondía a su padre, el señor Constantinescu.
Aquella ausencia, la primera en la larga carrera del músico, fue cómo el pinchazo de un horrible
presentimiento. ¿Qué pasaba? ¿Por qué su padre no estaba en su puesto?
Cómo un autómata se paró sobre la barra del trapecio, pero estaba visiblemente desconcertado y
hasta tembloroso. Zocha notó al punto su desasosiego y le preguntó: --- -¿Te sientes bien?- Franz no
respondió y empezó a balancearse en el columpio para lanzarse en seguida con la seguridad de siempre
hacia el vacío dando principio al arriesgado acto. Zocha no le despegaba los ojos y la pareja de
yugoeslavos no obstante que veían a su compañero desenvolverse con aparente precisión y sangre fría se
miraron inquietos, y en un momento Elizbieta le susurró:
-Mejor omitimos lo del salto… Roger y yo cerramos.
Franz no respondió y lanzo un ¡Ya! No se sabía si con rabia o con desesperación, el trapecio de enfrente
se columpiaba y el atleta trató de asirse a el, pero sus manos resbalaron y el hombre cayó al vacío y fue a
estrellarse contra el piso para su fortuna protegido por una gruesa alfombra que debió amortiguar un tanto
el golpe, pero que no pudo evitar que el atleta se lastimara bárbaramente, ocasionándole que la terrible
contusión provocara un hilo de sangre que empezó a manarle abundantemente por la nariz, boca y oídos.
La caída provocó un grito del público, que se escuchó más bien cómo un alarido espantoso, la
orquesta interrumpió la melodía y los tres gimnastas bajaron inmediatamente de las cuerdas. En aquella
confusión acudieron de inmediato todos los artistas y ayudantes que trajeron velozmente un tapete donde
con precipitación depositaron el cuerpo inanimado del atleta.
De pronto el maestro de ceremonias se embarcó en una perorata solicitando disculpas del público
por lo que llamó un penoso accidente de trabajo; y rogando que no se retiraran de sus asientos ya que el
espectáculo iba a continuar, pero cómo persistieran el desconcierto, las voces y lamentaciones ordenó a la
banda que prosiguiera con la música, mientras el infortunado artista era trasladado al interior .
Marcus sudoroso y lívido cómo un muerto se acercó al cuerpo que trabajosamente aún respiraba,
otro tanto hicieron Ewa y Alex que con el resto de la compañía contemplaban aterrorizados la
escalofriante y patética escena, diez minutos después el empresario Giorghi que había llamado
desesperadamente una ambulancia, recibía dando pormenores a los paramédicos y camilleros que
colocaron con excesivos cuidados el cuerpo inanimado sobre una camilla, mientras uno de ellos levantaba
el párpado indagando las pupilas, y otro le tomaba el pulso y aplicaba el oído al corazón, al momento lo
inyectaron y fue conducido inmediatamente a la ambulancia. Marcus se llevó las pequeñas manos al
rostro en un gesto de inmensa desesperación, en la que sin duda alguna se mezclaba el atroz
remordimiento por haberle revelado sus sospechas en un momento inoportuno, y Ewa quién lucía seria y
tal vez apesadumbrada buscó con desesperación la mano del domador que apretó con fuerza.
Tres cuartas partes de los asistentes desalojaron el lunetario y las gradas y aunque la función
continuó, ni artistas ni espectadores disfrutaron más del espectáculo, y antes de que se hubieran terminado
de extinguir las luces de la pista, la compañía entera se trasladó en masa al hospital donde el infeliz
muchacho se debatía entre la vida y la muerte.
Y el destino develó el jeroglífico de los astros
-7-
Franz quedó inconciente una semana prendido a tubos y cables, mientras los médicos intentaban
desesperadamente salvarle la vida. Se le practicaron dos intervenciones, una en la cabeza donde aparte de
las graves contusiones no se encontró afortunadamente ninguna lesión grave en el cerebro y la otra en la
clavícula y pierna derechas donde hubo necesidad de acomodar y hasta soldar y juntar huesos que
estaban hechos añicos; los traumatólogos se hallaban asombrados de aquella extraordinaria resistencia
física, que gracias a una dura y constante disciplina había endurecido los músculos que actuaron cómo un
colchón protector defendiendo los órganos internos y hasta el esqueleto que de otra manera con el
tremendo impacto se hubiese materialmente pulverizado, sin embargo se le detectaron lesiones internas
en el vientre y los pulmones y graves alteraciones en el sistema nervioso, ello aunado a la pérdida de
sangre, y la dificultad de respirar, determinaron que le fuera administrado un tanque de oxígeno, aunque
lo más grave se centraba en los derrames internos que ponían en serio peligro la vida del paciente, a quién
se le prodigaron todos los recursos tecnológicos y científicos emanados de las experiencias acumuladas
en dos cruentas guerras en las que hubo que remendar a miles de hombres que volvían destrozados de las
trincheras, y a quienes el sistema comunista debió rehabilitar para integrarlos a la reconstrucción del
devastado país y cuyos esfuerzos eran indispensables para la producción de alimentos, que mitigaran la
hambruna.
Franz no sucumbió, su cuerpo joven logró resistir el colapso causando el asombro de sus
compañeros de trabajo que no dudaron que testimoniaban la consumación de un verdadero milagro, las
transfusiones de sangre, y los cuidados vertidos sobre su corazón determinaron que aunque débil
continuara latiendo, aunque en algunos momentos críticos ningún médico se atrevió a asegurar si el
paciente terminaría el día o sobrevivía una noche; no obstante el hombre logró resistir, aunque su cuerpo
fuera el de un pobre títere lastimado y lastimoso, envuelto en vendas, enyesado, inmóvil y casi inservible.
En aquellos días la gente del circo dio muestras de una ilimitada y hasta honrosa solidaridad, si
bien se continuaron ofreciendo funciones aunque con escaso público pues nadie deseba pagar por
presenciar un espectáculo en el que entre la búsqueda de la diversión podía correr la sangre, y el señor
Giorghio intentó acallar el escándalo amarillista de la prensa acudiendo a la estratagema de suplicarles en
nombre de los artistas que sus alarmantes noticias no fueran a cegar una fuente de trabajo para su gente
que no sabía hacer otra cosa, ya que finalmente resultaba tan terrible morirse en un accidente o sucumbir
de hambre; sus argumentos dieron resultado y los periodistas con sus artículos benevolentes lograron
contener la deserción del público que paulatinamente fue retornando a la carpa, aunque siempre con el
temor latente de que alguno de los artistas volviera a sufrir otro percance, que no sólo podía consistir en
una caída o tropezón, sino hasta en el ataque de las fieras, que aunque permanentemente atemorizadas por
el látigo de Alex hacían de mala gana, con pésimo humor, y con protestas de rugidos, manotazos y
amenazas los ejercicios a los que estaban enseñadas, otro tanto los propios artistas se habían vuelto
superticiosos y la sangre derramada sobre la pista era tenida cómo un mal augurio, aunque Grock el
payaso, la dio por interferir en sus rutinas un chiste en el que se afirmaba que el trapecista accidentado
tenía siete vidas, y que por lo tanto le quedaban todavía seis, el cruel argumento no hizo reír a nadie pero
despertó la indignación de Marcus quién a partir del fatal momento de la caída se convirtió en el fiel
seguidor de su amigo, tal si buscara expiar la supuesta falta que aún no se perdonaba y que además tenía
la disculpa de haber intentado procurarle un bien, abriéndole los ojos al engaño de la que dio en llamar
una mujerzuela, aunque entonces el pobre fenómeno hubiera preferido mejor ver a su amigo engañado
que yaciendo hecho pedazos en el lecho del hospital entre la vida y la muere. ¡Cuántas lágrimas derramó
entonces! ¡Cuántos sollozos se ahogaron en su pecho implorando al Dios que le había dado aquel cuerpo
deforme, la gracia de Su misericordia para el amigo gallardo, joven y fuerte, que merecía mejor que él
mismo, el supremo don de la vida!
Pero en aquellos días otro pesar sobrevino, tal si la desgracia fuera contagiosa y acarreará otras
más, cómo una tormenta atrae otras nubes cargadas de agua, truenos y espanto; el señor Constantinescu
moría asilado en una sala del Hospital de Oncología, precisamente cuando aliviado por momentos de sus
terribles dolencias por la intromisión de la morfina, reclamaba insistentemente la presencia de su hijo; y
Gioghio para no dejarlo ir con la amargura de que su vástago fuera un ingrato sin entrañas, le tuvo que
confesar que había sufrido un accidente que lo tenía incapacitado, el hombre no se dejó engañar y
presintiendo lo ocurrido entrevió la fatalidad, su muchacho, el buen muchacho que tanto amaba y a quién
inútilmente trató de apartar de aquella vida de riesgos y peligros no podía ni siquiera proporcionarle el
consuelo de despedirlo en sus últimos momentos pues tal vez incluso habría fallecido, en vano Giorgjhio
trató de disuadirlo de lo contrario e intentaba consolarle asegurándole que en cuanto estuviera mejor iría a
visitarlo, pero el hombre expiró una madrugada sin más compañía que la de otro músico integrante de la
banda, a quién tuvieron que ir a despertar a la antesala para que le cerrara los ojos.
Una docena de artistas se turnó para velar el cadáver, aunque al siguiente día en que se hizo
pública la noticia acudieron integrantes del Teatro Rapsodia y toda la compañía circense, Marcus recogió
el trombón que Constantinescu pidió que le fuera entregado a su hijo si aún vivía, advirtiendo que en el
caso de que hubiera fallecido se le enterrara al lado de su cadáver. La tarde que lo sepultaron llovía y
aunque no faltaron las coronas de flores y hasta el director de la banda pronunció sentidas palabras, la
concurrencia debió retirarse apresurada pues tenía que actuar en los espectáculos.
Ambas tragedias debieron despertar en Ewa cierto pesar y tal vez algún remordimiento por más
que nada le aseguraba que Franz se hubiese enterado de su infidelidad, y durante muchos días se presentó
al hospital en compañía de Alex, condolida por la suerte del gimnasta por quién había sentido indudable
atracción y tal vez hasta amor ¿Hay alguien que pueda penetrar dentro del alma de una mujer para
saberlo? pero al ver aquel cuerpo inútil, maltrecho y envuelto en vendas y yeso, tuvo que convenir que
aquel hombre no podía representar su porvenir y aunque lo había amado no se sentía dispuesta a
convertirse en su enfermera de por vida, y en cuanto a Alex no había sido más allá de que una aventura;
un telegrama de Polonia por el que su familia la urgía la sacó de aquella indecisión de la que buscaba
librarse, Giorghio Glittemberg alegó que si se iba dejando el número, rescindiría el contrato, pero ella
trató de convencerlo alegando que sólo se ausentaría tres o cuatro días a lo sumo, el empresario cedió al
fin y ella se trasladó una noche del hospital en que se despidió de un Franz inconsciente a la estación
ferroviaria donde un expreso la habría de conducir a su patria; de la que no regresó nunca; y Giorghio
tuvo que buscar un reemplazo quién debió ganarse la colaboración de la pareja de equinos,
afortunadamente tan inteligentes, que después de días de ensayos paulatinamente fueron adaptándose a su
nuevo amo.
-8-
Pasado un mes un Franz ojeroso, enflaquecido, con la barba crecida y una pierna inútil, recién
arrivado de un viaje por el país de la muerte, abría los labios para beber tragos de té de las manos de
Marcus.
La muerte de su padre lo había desquiciado y el estar impedido para acudir al cementerio a rezar y
llorar ante su tumba lo mantenía deprimido.
Le pesaba asimismo el abandono absoluto de Ewa, aunque le habían informado que había pasado
días y noches cerca del lecho cuando se encontraba inconsciente y el señor Glittemberg le reveló lo del
misterioso telegrama y su partida súbita con el ofrecimiento de que habría de reincorporarse a su trabajo
en tres días, promesa que no cumplió, sin tomarse al menos el trabajo de explicarse. Aquel silencio no
dejaba dudas de que deseaba desaparecer no sólo del elenco del circo, o de su amigo Alex sino
señaladamente de Franz quién nunca volvió a saber de ella
Después del accidente la troupé se las arregló para seguir presentando el número con los tres
integrantes que quedaban, y sólo cuando los médicos dictaminaron que Franz nunca podría recuperarse
totalmente y que padecería por el resto de su vida una cojera que le impediría caminar con normalidad, ya
que la pierna derecha había sido seriamente lesionada incluyendo las articulaciones de la cadera y el
brazo derecho, cuyo movimiento con ayuda de la terapia podría con el tiempo normalizarse; decidieron
buscar un compañero para Zocha, que resultó ser otro rumano de nombre Thomasz quién gustaba además
competir en concursos de atletismo.
Zocha y la pareja de yugoeslavos continuaron visitando al convaleciente a quién daban
esperanzas de recuperación ocultándole el veredicto de los médicos.
Sin su padre y sin Ewa de cuya lealtad aunque dudosa, no lo había eximido de haber consentido
risueñas esperanzas Franz pasaba intranquilo las noches en el hospital y sólo se animaba con la presencia
del enano quién le acompañaba solícito todas las mañanas, pues debía retornar por la tarde a su trabajo; el
pequeño hombre le hacía crónicas de cada función y del interés del público por su estado de salud y sus
deseos de recuperación.
-Cuando regreses vas a ser muy bien recibido –le aseguraba Marcus- y estoy seguro de que
volverás a ser el mismo de antes, en cuanto a mujeres siempre las tendrás a tu alcance, y Zocha podría
resultar una novia mejor que la indecisa Ewa.
Las lisonjeras ilusiones se desvanecieron cuando Franz a quién habían desprendido yeso y
vendajes se consideró dispuesto a dar los primeros pasos intentando sostenerse y mover las piernas, el
antes ágil atleta dueño absoluto de sus nervios y de sus músculos ahora era incapaz de apoyarse en los
pies y una mañana al despertar encontró junto a su cama un par de muletas que la bondad del señor
Glittemberg le había procurado.
Franz tomó con sus manos aquellos troncos de madera derramando copiosas lágrimas, le costaba
trabajo aceptar que era un inválido y juró que hubiera sido mejor perder la vida que vivir condenado por
el resto de sus días a tener que arrastrarse así.
Aquel drama que Marcus se encargó de referir a sus compañeros despertó la solidaridad y hasta la
compasión del propio Alex quién sorpresivamente reaccionó con una humanitaria iniciativa: realizar una
función extraordinaria de beneficio, donde empresa y artistas cederían gustosamente los ingresos para
ayudar al colega en desgracia.
Al saber la noticia Franz se sorprendió de aquel noble gesto del que había considerado cómo su
rival en amores y conmovido le envió unas líneas al domador agradeciéndole su generosidad.
El día fijado para el beneficio coincidió con el de su alta en el hospital y se presentó en el circo
sostenido por muletas, Glittemberg lo hizo sentar en la primera fila junto a la pista. El público convocado
por los periódicos y la televisión llenó materialmente el local y cuando le vieron aparecer bajo las luces
de los reflectores todo el mundo le aplaudió, mientras la voz del locutor saludaba a la estrella cuyo valor y
destreza eran incomparables.
El desfile de los artistas resultó espléndido y todos le dedicaron palabras amables y cariñosas que
el muchacho no sabía de pronto cómo corresponder y sólo balbuceaba un gracias con voz enronquecida
por la emoción, pero la apoteosis fue al final de la función cuando los asistentes se pusieron de pie para
tributarle otra ovación a la que se sumó la entrega de algunos ramos de flores que entre sonrisas le
llevaron algunas jóvenes quienes le besaban en la mejilla y una de ellas, por cierto una hermosa
muchacha, rodeándole el cuello con los brazos le estampó un sonoro beso en los labios, el trapecista
profundamente halagado le tomó las manos para llenárselas de besos, luego, una pequeñita de cuatro o
cinco años se adelantó para entregarle una sola flor, y el deploró no poder levantarla y abrazarla y tuvo
que contentarse con darle un beso en la frente coronada por una mata de cabellos rubios que lucían cómo
una diadema dorada, entonces el entusiasmo no tuvo límite, público y artistas se volcaron nuevamente en
aplausos y hasta debieron arder las palmas de muchas manos, al terminar la función, Franz no cabía de
contento y Zocha, Marcus, Grock, Alex, Thomasz, Elizbieta, los malabaristas y hasta el último mozo del
circo se congregaron a su derredor para saludarlo y antes de que se apagara la última luz se apareció el
señor Glittemberg llevando consigo una buena suma producto de la recaudación de aquella noche
memorable; Franz vivamente emocionado agradeció a todos aquellas demostraciones de sincero afecto y
las lágrimas afloraron en sus ojos, entonces Grock entre chistes y sonrisas decretó que la reunión no debía
ser motivo de duelo sino al contrario de gozo y de fiesta
“porque nuestro compañero está con nosotros y con nosotros continuará siempre”.
Thomasz le estrechó la mano izquierda asegurándole que sólo cubría transitoriamente su puesto.
Glittemberg después del malhadado accidente decretó que se usara red, y público y artistas continuaron
disfrutando de los ejercicios sin el temor de que nadie volviera a sufrir una caída..
No escasearon tragos y bocadillos y el festejo continuó hasta la madrugada, entonces Franz debió
retornar a la casa de su padre, no sin que el empresario le asegurara que le seguiría apoyando con medio
sueldo y que siempre contaría con su apoyo, aquella deferencia de un hombre de negocios, quién no
miraba el arte sino cómo un medio de ganar dinero le hizo reaccionar positivamente ¡No estaba solo! Dios
hablaba por boca de sus hijos buenos y en medio de su orfandad y su desgracia estaba rodeado de
corazones bondadosos.
Al siguiente día o más bien, ese mismo unas horas más tarde, Marcus y Zocha se presentaron para
prepararle alimento y brindarle compañía.
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.
Su rehabilitación fue lenta, y sólo después de una larga temporada de terapia y ejercicios Franz
pudo abandonar las muletas substituyéndolas por un bastón. Apenas tuvo fuerzas se incorporó
nuevamente al circo deseoso de desquitar la paga que Glittemberg puntualmente le abonaba, y cómo en
tiempos pasados se volvió a desempeñar cómo boletero, vendedor de programas, acomodador y cuando
las condiciones físicas se lo permitieron y pudo prescindir del bastón, como luminotécnico, Marcus
siempre fiel, le continuó ofreciendo su cálida amistad y en cuanto a Zocha prefirió no ligarla a su vida, ya
que según él, por el momento no podía brindarle un porvenir, por más que la joven sin lugar a dudas
hubiera accedido gustosa a compartir con él su vida sin importarle su invalidez, pero Franz
profundamente decepcionado al enterarse de que jamás podría volver a caminar bien ni mucho menos
realizar los peligrosos ejercicios en el trapecio, decidió posponer indefinidamente lo que habría podido
culminar en una unión indisoluble; para Zocha en cambio el destino le reservó otra sorpresa, un hombre
todavía joven la dio por llevarle flores puntualmente todas las noches, ella las recibía agradecida después
de ejecutar su número, y su admirador al terminar la función se acercaba para solicitarle amablemente una
cita, propuesta que ella siempre denegaba con el pretexto de que las mañanas las destinaba a ensayar y las
noches al espectáculo; no obstante la insistencia del pretendiente o tal vez la actitud huraña y hasta
descontentadiza de Franz la indujeron a aceptar entrevistarse con el desconocido quién sin rodeos le
confesó que estaba enamorado de ella y dispuesto a casarse, la propuesta desconcertó a la muchacha que
le respondió que ni siquiera sabía quién era él, a lo que el aludido manifestó que era ingeniero y trabajaba
para una empresa del estado, Zocha le advirtió que poseía un espíritu aventurero y que deseaba seguir
siendo una artista de circo lo cual era su único interés, pero la insistencia del hombre debió agradarla y
hasta la comentó con Marcus quién empezó a ubicar al desconocido en la cuarta o quinta fila del lunetario
armado con su imprescindible bouquet de flores.
El pequeño hombrecito alertó a su amigo de la inoportuna presencia del pretendiente, haciéndole
ver que si dejaba ir a Zocha perdería la oportunidad de consolidar un hogar, Franz escuchó las razones de
su amigo y aceptó que sin su padre se había quedado enteramente solo, aunque solitaria era también la
vida del enano y aún de muchos artistas que iban y venían de un circo a otro y aún de una ciudad o de un
país sin detenerse por compromisos ni ataduras, y dispuestos siempre a correr la aventura; aquella vida
nómada consistía en no acostumbrarse demasiado a un lugar o a una persona, ni mucho menos a planear
un mañana, hasta que al igual que todos los mortales, inclusive los casados, iban a esperar la muerte entre
la impotente ancianidad repletos de recuerdos y añoranzas, deambulando en la deprimente tranquilidad de
un asilo; el atleta reconoció que aquello era fatal, si bien, ilusoriamente admitió que aún estaba demasiado
lejos de llegar a ese momento, pues aún era y se sentía joven y tenía posibilidades de rehacer y encausar
su vida, había hecho algunos ahorros y la vivienda heredada de su padre debidamente dispuesta podía
albergar con comodidad a una pareja, además Zocha había sido una compañera excelente y su mejor
amiga; pero seguramente el retraso en decidirse dio al traste con sus intenciones; porque una noche al
terminar la función Zocha comunicó al empresario que se despedía definitivamente, Glittemberg trató de
retenerla haciéndole ver que necesitaba tiempo para encontrarle una sustituta, entonces ella le mostró su
acta matrimonial y con ella su resolución de abandonar definitivamente su participación en el espectáculo,
luego, se fue despidiendo de todos y cada uno de los integrantes de la compañía y sólo cuando debió
hacerlo de Franz, se le llenaron los ojos de lágrimas; indudablemente lo amaba, y al despedirse le pidió
recordarla, asegurándole que aunque casada, siempre pensaría en él. Fuera del circo la aguardaba el que
desde aquella mañana ya era su marido quién gentilmente invitó a los artistas a celebrar en algún
restaurante el acontecimiento, sugerencia que muchos aceptaron, y hasta Marcus gustó de sumarse al
festejo y sólo cuando vio a Franz triste y apesadumbrado cambió de parecer y se quedó al lado de su
amigo que sin estar precisamente enamorado, nunca se perdonó haber malogrado aquella oportunidad que
tal vez nunca volvería a encontrar en su vida.
Quince días más tarde el señor Glittemberg liquidó a cada de los componentes de la compañía los
adeudos pendientes y les anunció que había vendido su participación financiera en el negocio, y que los
nuevos dueños, una pareja de rusos decidirían sobre una nueva contratación, de la que por supuesto el
inválido quedó excluido.
Entonces vinieron aquellos años difíciles en los que el hombre solitario, derrotado, trabajando
temporalmente en lo que encontraba, consumió sus ahorros, remató su vivienda, y empezó ese duro
peregrinar de un lugar a otro, hasta que obligado por las circunstancias debió abandonar su país, para
finalmente asentarse como operador del tío-vivo del Prater en la ciudad imperial donde le aguardaba la
más excitante de todas las aventuras: ¡Enamorarse!
-l0-
La vio llegar aquella mañana ¿Cómo olvidarlo? Era el mes de abril y la primavera se asomaba
tímida, el aire se respiraba fresco y a través de el volaban las palomas, una bandada de gorriones
picoteaba alegremente briznas de semillas o de hierba, una espléndida mariposa batía nerviosa sus alas
pintadas con caprichosas combinaciones de colores, mientras se posaba leve sobre el cáliz de una flor.
Franz estaba de cuclillas sobando el lomo de su gato que ronroneaba entornando los ojos,
mientras su amo le acercaba un cuenco de leche; entonces, entre aquellos castaños centenarios, apareció
ella, y al verla creyó al punto que la había amado toda la vida, y que jamás había contemplado otra visión
igual. Pero ¿Era realmente una mujer? Se diría más bien una niña, sí, una hermosa niña, dotada de un
esbelto talle, una cara que era casi puros ojos y que abiertos o semi-cerrados, alegres y vivarachos, o
lánguidos y adormecidos, eran igualmente bellísimos, y que brillaban como dos chispas de luz, o dos
turquesas inigualables incrustadas en el soberbio marco de un rostro de porcelana y oro.
La jovencita, tímida y febril, cómo la Madame Butterfly de la ópera de Puccini, tenía una
expresión alegre, confiada y al ver que Franz la observaba detenidamente ella dejó escapar una sonrisa
dulce y fresca casi infantil. Franz fascinado por la aparición de quién al instante percibió era dueña de una
dulce paz interior, levantó hasta donde le era posible la mano derecha para corresponder a su saludo, y se
percató de que aquella imagen, escapada de un cuento de Anderseen, mezcla de hada o princesa, o
aterrizada de una galaxia fantástica, llevaba los rubios cabellos recogidos por detrás en una cola de
caballo y sobre de ellos un ancho sombrero de paja anudado por una cinta cuyas puntas le caían bajo la
barbilla e iban a perderse en un cuello con blancuras de alabastro, su atuendo aunque sencillo lucía
elegante y se complementaba con una blusa blanca, ligeramente escotada, de mangas bombachas y una
falda larga, color azul marino, que si bien ajustada de la cintura no velaba totalmente las formas redondas
de la mujercita, por más que se ocultaban hasta el tobillo, sin anular la graciosa figura de su pequeño pie
enfundado en unas zapatillas negras.
La joven no era alta, y Franz pensó que si hubiera poseído una estatura demasiado elevada, ello le
habría restado ese aire de muñeca fina, impecablemente proporcionada, o mejor aún, de angelito protector
de un niño o niña inocente, cuyas alas vaporosas se extendieran con suavidad sobre su cabecita tierna. Al
contemplarla le pareció que soñaba, y al inculto atleta fracasado, al exilado del redondel de un circo, no le
faltó sensibilidad e imaginación para suponer que aquellas alas, materialmente invisibles, pero ciertas a
los ojos del alma; la harían elevarse hasta las alturas de lo sublime, allá donde el aire diáfano tiene
misterios de eternidad, y hasta donde no podrían llegar jamás: lo impuro, lo grotesco y lo vil.
La joven buscó una banca del parque y desempacó un violonchelo que hasta ese momento Franz
se percató que llevaba sujeto a la espalda atado con tirantes. Sacó el instrumento de su estuche de lona y
armó un pequeño atril, sobre el que extendió la página extraída de una carpeta que recargaba contra su
pecho, desprendió el arco y previa afinación del instrumento se dispuso a posarlo sobre sus cuerdas.
Más que ejecutar la partitura se diría que cantaba cada nota, engarzando una melodía suave,
armoniosa, acorde con el maravilloso rostro de la artista, seguramente poseedora de un espíritu refinado,
haciendo brotar de sus dedos finos, cuya elegante belleza hubiese inducido a un pintor renacentista a
plasmarlos en una tela hecha para admiración de las generaciones por los siglos, una melodía dulce tan
dulce, tan etérea, como la que habrían de ejecutar los arcángeles en los conciertos celestiales, y que
aquella divina criatura, embajadora de mundos insospechados, esparcía benévola y liberal sobre la tierra.
La maga que leía su partichela, trasformando los puntitos negros sobre el papel en sonidos
maravillosos, se iba contagiando gradualmente de su propio encantamiento, y su carita, condenación de
todos los primores, depósito de todas las excelencias, se iba tornando alternativamente en seria, risueña,
pensativa o alegre, mientras su pecho se agitaba, sus labios temblaban ligeramente, los ojos se
entrecerraban y todo su cuerpecito mezcla de niña y de mujer, se estremecía; entonces poseído de aquel
enervamiento semejante al del insecto que es atraído irresistiblemente por la luz que persigue, Franz se
detuvo a oírla casi hebetado, con la devoción que un místico o derviche escucharía los timbres de las
esferas siderales o la reverencia de un lama budista a quién le ha sido permitido asomarse al prometido
nirvana donde el sonido se trueca en la perenne alabanza a Alá, a Mahoma o a Jesús.
Con sorprendente agilidad, la instrumentista dio vuelta a la hoja dando comienzo a un aire lento,
profundo, donde cada nota exhalaba una queja lánguida, melancólica, y su oyente pretendió que aquella
música había sido escrita cómo un leit-motiv para su soledad, y en cada arpegio intuyó que se
conjuntaban la melancolía, la tristeza, el desengaño, la nostalgia por un algo ido que nunca llegó; luego,
gradualmente el ritmo se fue tornando más vivo y el arco frotó las cuerdas con la obstinación de un
rehilete girando sus aspas de colores ante unos azorados ojos infantiles, entonces, la melodía vibró cómo
un himno a la vida, cómo el despuntar de una aurora, que se levantara nítida, radiante, lavando el cielo
con un aire helado y límpido, o cómo la promesa de un mañana insospechado, donde el anhelo más
fervoroso se trocaba milagrosamente en realidad; era el preludio anunciador de la consumación de un
ensueño hermoso, magistral y sublime, cuya belleza inefable, sólo pudiera ser expresada en el idioma
universal de la música, y que ni siquiera la inteligencia humana con todos sus alcances lograra alcanzar a
comprender, pero que a su vez, se dirigía elocuentemente al corazón; y cuando la artista concluyó aquel
concierto celestial, Franz que había permanecido en silencio escuchándola, mientras roía nerviosamente
la uña de su dedo índice; porrumpió en un aplauso entusiasta, cálido, sincero, que proclamaba su exaltada
admiración y era cómo una ofrenda de gratitud por el bien recibido, por el privilegio de haber gozado de
aquel deleite insospechado, de haber sido deslumbrado por aquella luz, luz de estrella, de amanecer, de
esperanza; y avanzó casi sin cojear hasta situarse frente a la desconocida, sin cesar de aplaudirla con el
respeto y la veneración que sólo puede inclinarse ante la más suprema expresión del ser humano: el arte.
-11-
La intérprete se levantó de la banca e hizo una elegante reverencia. ¡Qué profunda gratitud había
en su mirada! Animado por su amable gesto Franz se adelantó más, y ella sonriéndole francamente le
preguntó:
-¿Te gustó? Toqué El Cisne de Camile Saint-Saens.
Aquel tuteo que era cómo una invitación a acercarse a aquella espléndida criatura le acabó de seducir y
con los ojos brillantes de felicidad respondió.
-¡Me encantó!
-Espero que también a mis maestros les agrade. Es la obra que he preparado para mi examen.
Franz titubeó.
-¿Y por qué no habría de gustarles?
-Son muy exigentes.
-Pero la ejecución ha sido perfecta, impecable.
Gracias. Eres muy generoso.
-Me llamo Franz. Franz Constantinescu, a los pies de usted señorita.
-Yo soy Daniela –y alargó su manecita que el volatinero se apresuró a besar, dichoso de tocar aquella
carne, de mirar más cerca aquel rostro armonioso, en cuya frente jugaban los cabellos rubios.
-¿Entonces es usted estudiante?
-Sí. –respondió la joven- desde pequeña estudio este instrumento, pero su aprendizaje es muy largo.
Franz alcanzó a percibir que en su labio superior jugueteaba una ligerísima pelusilla rubia, y admiró casi
pasmado aquella boca primorosamente dibujada, donde los labios imitaban los pétalos de una flor
prodigiosa y declaró con satisfacción:
.-Mi padre también era músico.
-¿De veras? –preguntó ella entusiasmada, tal si el saberlo fuera una gran noticia que la alegrara.
-Sí. –Reafirmó Franz- tocaba el trombón y el violín, aunque me temo que no pudo llegar a ser
precisamente un virtuoso, si no mal recuerdo me contaba que apenas pudo asistir un año o dos a la
escuela de música, pero se ganaba la vida tocando en el teatro y en el circo.
-¡Y tú también tocas algún instrumento?
-Ninguno Mi padre quería alejarme de eso, pretendía que hiciera otra cosa, que aprendiera un oficio, algo
que me facilitara el modo de vivir.
-¿Y entonces?
-Desoí sus consejos y me volví artista del circo.
-¿Del circo? -Preguntó la joven con los ojos asombrados cómo si se le quisieran salir de las órbitas.
-Sí señorita. Trabajé en el algunos años hasta que sufrí un accidente.
-¿Un accidente? ¿Qué accidente? –Interrogó ansiosa.
-Me caí una noche, y tuve que retirarme…
-¿Te caíste? ¿De dónde te caíste?
-Del trapecio. Era trapecista y hacía ejercicios allá arriba.
-Debe de ser maravilloso, pero muy difícil ¿No es así?.. y además se correrán muchos peligros.
-Es cómo cualquier otro oficio, siempre hay riesgos, y hay que saberlos afrontar, porque una pequeña
falla puede resultar fatal.
-¿Y al caer, te debiste haber lastimado mucho, verdad?
-Sí. Aunque el golpe afortunadamente fue amortiguado por un colchón que había sobre el piso de la pista.
-Lo siento. –Dijo Daniela visiblemente compungida, entonces Franz intentó tranquilizarla y con una débil
sonrisa agregó:
-No debí habérselo dicho, fue una imprudencia, pero se me salió sin querer, y además es la verdad y no
me gusta mentir nunca.
-¿De dónde eres? –Preguntó la muchacha al ver su aspecto de extranjero y la dificultad con que arrastraba
el alemán.
-Soy de Rumania. Una pequeña nación sometida desde la antigüedad por los extranjeros. Nací y me crié
en Bukuresti la capital. ¿Y usted señorita?
-¡Adivina! –Le dijo con una sonrisa llena de ingenua picardía.
Franz no supo de pronto de donde podía provenir aquella preciosidad, pero el hombre galante que aún
quedaba en él, imperó sobre su falta de educación académica y respondió sonriente:
-¡Del paraíso!
-¿Del paraíso? –Repitió Daniela desternillándose de risa- ¡Qué ocurrencia! ¡Te juro que a nadie se le
hubiera ocurrido decírmelo¡ ¡Sólo a ti! ¡Eres muy amable!... pero no vengo de ningún paraíso. Soy
italiana, nací en Bérgamo, una pintoresca ciudad perteneciente a la Lombardía, y he venido a estudiar
música aquí.
-¡Y le gusta Viena?
-Bueno, tanto cómo gustarme, acepto que es la capital mundial de la música, pero preferiría estar en mi
casa, con mi familia; aquí vivo sola, antes compartía la habitación con otra chica, y nos entendíamos casi
a señas… ¡Era sueca! Pero decidió retornar a su país…
-Yo también vivo solo –confesó Franz- y claro, al principio, se me hizo muy difícil, sin un amigo, pero
uno termina por irse acostumbrando, aunque tengo por compañero a Nerón.
-¿Nerón? ¿No se había muerto ya?
-Así se llama mi gato, y resulta mucho más inocente que el emperador romano, aunque también suele ser
cruel con los ratoncitos que pesca por ahí.
-Entonces, mi novio es mucho más inofensivo.
-¿Su novio? ¡Tiene usted novio?
-¡Claro! Y por él estoy aquí.
-Debe de estar muy enamorada. –Dijo Franz repentinamente celoso y como desencantado..
-Te lo presento. –Dijo Daniela y adelantó el chello, riendo alegremente, y Franz aliviado también soltó la
risa.
-¿Es un novio pacífico?
-No tal. –acusó ella con un gracioso mohín- nada más lo dejó abandonado un día y al otro ya no me
responde igual –y agregó con un gesto entre dolida y enojada- quiere que esté siempre con él.
-¡Qué dichoso! –dijo Franz suspirando.
Daniela volvió a empuñar el arco y empezó nuevamente a tocar. El volantinero no perdía una sola
nota embriagado por aquella música deliciosa ejecutada por un hada celestial. La mañana se había
iluminado, el sol resplandecía, el cielo sin nubes, semejaba un infinito zafiro y el Prater, convertido en
una escenografía de ballet lucía todas las tonalidades del verde, tal si toda la naturaleza se hubiese
congregado para hacerle marco a aquel feliz encuentro, y Franz aspiró plenamente el aire, al que de
pronto parecieron sumársele la frescura de todas las aromas. ¡Era el homenaje de las flores, para su
soberana: la rara flor de carne que se llamaba Daniela!
.
-12-
Desde aquella mañana en que se habían conocido y en la cual ella le prometió regresar, cambió
radicalmente la vida del pobre derrengado, en el fondo de cuyos inútiles días bostezaba indolente la
soledad.
Entonces, cuan presto se convertía en el ser más feliz cuando la veía llegar con su violoncelo
colgado a la espalda, porque mientras más oscura ha sido la noche, mucho más clara y radiante parece la
madrugada; cuan presto se debatía en la melancolía, la tristeza y hasta en la desesperación cuando
trascurrían ya no se diga días, sino simplemente horas, en que ella tardaba en aparecer de nuevo.
Entonces, él, que se había pasado toda la mañana atisbando su llegada, sentía que al divisarla su corazón
se aceleraba con una fuerza descomunal, experimentando plena, gozosa, absoluta, una profunda e
inexpresable felicidad, de la que nunca había realmente conocido ni siquiera su sombra, ni aún en los
mejores tiempos en que creyó haberse enamorado de Ewa o aguardaba a que Zocha terminara de quitarse
la capa de excesivo maquillaje para salir a beber una cerveza en su compañía.
En esos momento, volver a contemplar aquella delicada joven, disfrutar su bellísimo rostro, sus
palabras, su sonrisa, le inyectaba ese contagioso gusto por la vida, que en su juventud alguna vez, llegó a
saborear cuando propenso a las ilusiones se sumía en sueños maravillosos, que presentía nunca habrían de
realizarse; y que hoy al presenciar cómo Daniela le concedía con generosidad el favor de su compañía y
de su amistad, veía con creces cumplidos, asombrándose de cómo en su existencia, tan triste, tan ayuna de
ternura, y tan necesitada de compañía, había aparecido algo tan hermoso, tan inesperado, que aún
viviéndolo no acababa de creer, ni mucho menos de alcanzar a medir o a valorar, entonces sentía que se le
desbordaba el corazón de agradecimiento, y el ideal, ese pisoteado ideal, que en la insípida época del
utilitarismo aparecía burlado, apabullado, aniquilado, volvía a revolotear en su pensamiento, con la
dinámica energía que hace volar incesantemente de una flor a otra, a una variopinta mariposa, tanto más
huidiza cómo inatrapable.
Y el renuente romántico que aún quedaba en él, empezó primero a admirarla con todas las fuerzas
de su alma, porque escuchándola tocar sus días se endulzaban, y luego, por aquellas horas doradas en que
ella le brindaba su confianza, se fue enamorando, hasta compendiar en aquel amor la única razón de su
existencia, y más tarde, cuando Daniela le fue descubriendo gradualmente toda la nobleza y los buenos
sentimientos que anidaban en su corazón, permitiéndole así asomarse hasta la profundidad de su alma;
acabó por adorarla, convencido de que la gracia física que había cautivado de pronto sus sentidos, era
apenas la corteza, de la otra belleza, la que no puede describirse con palabras, la inefable hermosura del
alma.
Y el amor nació, brotó a raudales, cómo la flor sale de un tallo, cual surge una estrella en la comba
lapislázuli de una noche lunada, gratuitamente, suavemente, cómo el infinito amor que Dios prodiga a
toda sus criaturas, sin distingos y sin condiciones; por que no hay nada más sublime que el amor que se
regala, que no se solicita, ni mucho menos se mendiga, se compra o se alquila; y que se otorga limpio,
inmaculado, con la misma cordial simpleza que el sol proporciona el calor y la luz.
Y el amor así, se diría que a fuerza de ser indeleble y genuino es infantil. No pretende, no aspira
más. No anhela pagos, ni compensaciones, ni hace proyectos para el futuro, porque es en sí pasado,
presente y porvenir, porque todo abarca y es todo, porque está más allá del tiempo, del olvido, del
desengaño y tal vez hasta de la misma muerte. No es el amor que precisa de la carne para subsistir,
porque le basta el espíritu; no la monotonía de la unión o del matrimonio porque lo llena el ideal, no la
longitud del tiempo, porque posee la eternidad.
Y cada instante, cada inolvidable instante, oyéndola tocar, contemplándola arrobado, acallando la
ternura que se le resbalaba fuera del corazón, conteniendo las lágrimas que se le agolpaban en los ojos
anegados por la dicha inmensa de su presencia se trasformaba en una mina de recuerdos… y recuerdos se
hacían sus palabras, su alegría ingenua, su dulzura, sus risas; recuerdos, era el sol convirtiendo en oro
puro el rubio de sus cabellos, recuerdos, sus manos, sus dedos finos ágiles, delicados ¡Dedos de artista¡
Recuerdos, su boca, su perfume, recuerdos, las huellas de sus pies hollando el césped, el pájaro que se
había posado sobre una rama, atraído por la música, que la maestra de la armonía, la diosa de la ternura,
prodigaba con la obsesión dadivosa de prodigar al mundo un átomo de la dulzura que emanaba de su alma
cómo un fluido inagotable; recuerdos, los olores del heno, las despedidas, las promesas de regresar
pronto; recuerdos; su silueta disolviéndose en el horizonte muchas veces al declinar la tarde, otras, cuando
las clases la urgían, a la hora del cenit; recuerdos, sus pies posándose sobre la arena, dejando testimonio
de sus pasos; recuerdos, sus manos diciendo alegres adios mientras se alejaba, rauda a veces, otras
lentamente, como si aún deseara quedarse, deslizándose con la suavidad de un ave acuática en un lago de
tarjeta postal, cómo el cisne que ella interpretaba frecuentemente a petición de Franz, ese cisne ebúrneo
cuya blancura apenas roza el agua… así era Daniela y así sería recordada siempre, cómo una visión
deslumbradora, cómo una ninfa que más que caminar flotaba, ó cómo un sueño, el más hermoso, el que
nunca el pobre baldado se habría atrevido a soñar; y que se volvía mujer, música, ideal … imposible de
ser real, y sin embargo, vaciada en aquel soberbio cuerpo de alabastro.
-13-
Y el pobre cirquero despedido del oficio, el campesino nacido en la llanura que era el almacén de
Europa, en el que aún persistía la sangre gitana que producía violinistas sin Conservatorio, y artistas sin
técnica; el atleta malogrado, vástago de un padre sensible a quién el destino había obligado a vivir de un
arte popular, el derrotado a quién había llegado a tentar el suicidio y que en veces pensaba que no hacía
falta en la vida, sino que más bien estorbaba o sobraba en ella, la dejaba irse con una sonrisa, en la que se
mezclaban ¡Extraña dualidad! la fortuna de haberla visto y la inconmensurable tristeza de volver a
quedarse sin ella, así, cuando ella se perdía totalmente, volvía a su tío-vivo, y más que limpiar y lustrar,
tornaba a acariciar los caballitos del volantín, pensando en que ella retornaba a sus deberes a sus clases,
a su mundo de pentagramas, porque tocar era un religión para Daniela, mientras que para él, verla,
adorarla, equivalía a volver a creer en Dios.
Algunas veces, solía quedarse desolado y una estela de amargura se apoderaba de él. Otras, la fría
lógica, lo impulsaba a la realidad. A sus años enamorase era tanto cómo hacer el ridículo y agradecía a
sus toscos compañeros de oficio que al menos se abstuvieran de reírse en frente de él, aunque
seguramente debían haberlo hecho a sus espaldas.
Una vez se miró en un pedazo de espejo que guardaba en su equipaje ¡Ah! ¡Cómo sufrió entonces
al advertirse atrapado en el abismo de la decadencia, de la debilidad, de la cruel invalidez!... y le costaba
un penoso esfuerzo reconocer sus años físicos, su incapacidad, su insolvencia económica por no decir su
miseria, su inmensa desgracia de no haber sido ni ser nadie, ni representar nada, ni poder ofrecer otra cosa
que no fuera aquel amor, aquel amor preñado de lágrimas, que no llegaban a rodar pero que ardían ¡Y le
costaba trabajo admitir que era sólo un infeliz! Y reconocerse ¡Soy apenas un poco más que esos globos
voladores que arrastra el viento y que el veía que los chiquillos lanzaban al cielo para que lo exploraran a
su capricho! Entonces el infortunio y la tristeza se apoderaban de él, porque ahora que conocía la
verdadera dicha, se le volvía más tétrico el abismo de la infelicidad, y después de aquellas breves
entrevistas, debía retornar de nuevo a su vida solitaria de sombras, amargura y desesperación.
Otras ocasiones el volantinero, abandonaba unos momentos el deber, a las horas en que el parque
solía quedarse semi-desierto,, entonces vagaba por sus calzadas y se perdía pensando que ni siquiera tenía
un amigo íntimo a quién contarle sus tan intensos sentimientos; y se reprochaba por no haber indagado el
paradero de Marcus el enano, al menos para escribirle y a su vez poder recibir una carta de vez en cuando;
sus vidas se habían distanciado, y aunque recordaba con afecto al hombrecito, se reprochaba a si mismo
su ingratitud, aunque era cierto que había sido testigo de sus tiempos más difíciles, y que ahora deseaba
desterrar, borrando aquellas páginas grises que guardaban la traición y el frío abandono de Ewa, el
trauma de la caída, la muerte de su pobre padre y hasta su fallido intento de tratar de convertirse en
payaso, cuya actuación había resultado un fiasco absoluto ¡Un payaso que no consiguió hacer reír a
nadie!
Cavilando en tan deprimentes pensamientos lo distraía a veces el encuentro de una pareja que
deliberadamente se ocultaba entre los árboles del bosque silencioso para besarse o acariciarse, protegidos
por las sombras cómplices. y Franz los envidiaba.
Pero enseguida aquellas depresivas meditaciones huían cuando la bienhechora imagen de Daniela
volvía a ocupar su mente, entonces, hasta se despreciaba, ¿Porqué envidiaba a las parejas si el tenía la
amistad, la sonrisa, la compañía y el afecto de la más noble de todas las criaturas? ¿Porqué reclamaba al
destino sus fracasos, su soledad, sus desventuras, si ella, la más dulce, la más tierna y misericordiosa de
todas las mujeres le concedía el privilegio de su compañía, la virtud de su música, haciéndole partícipe
de sus inquietudes, entregándole su confianza, confiándole sus proyectos, y franqueándole en su
conversación, sus ilusiones de artista y de mujer? ¿Porqué su descontento, cuando ella, le había asegurado
que nunca le olvidaría y que por siempre habría de obsequiarle su amistad? ¿Por qué sublevarse contra el
tiempo que había carcomido su juventud, encanecido sus sienes, si a pesar de estar derrengado, viejo,
miserable, aquel ángel de bondad, atravesaba media Viena para entregarle cuanto tenía: su candor, su
ingenuidad, su pureza virginal, su alegría, su encanto? Ella, que no le había escatimado cortarse el rizo
rubio que él guardaba cómo su más regio tesoro; ella, quién no rehusaba compartir su té, o los modestos
manjares de su almuerzo; y que no obstante cargar en sus espaldas su instrumento y aprisionar con el
brazo derecho el cuaderno con las partituras, con la única mano disponible, la izquierda, portaba un
pastelillo, una fruta y hasta un chocolate para venir a compartirlo alegremente en su compañía, ella,
dejándole confiada su mano entre las suyas, ella poniendo en su mejilla el tibio beso de la despedida; o
recibiendo su abrazo sin repugnancia por sus años, por su insignificancia… ella, siempre sonriente,
generosa, prueba irrefutable de la misericordia de Dios que no olvidaba a ninguno de sus hijos,
incluyendo por supuesto a los más necesitados.
Ella, ¡Su tormento y su dicha! ¡Su pasión y su gloria! La que con su ternura lo había reconciliado
con la vida, porque sintetizaba en sí, la vida misma, ¡La dadora del amor, porque era la expresión misma
de todo cuanto alcanzaba a significar el vocablo mas elocuente que han alcanzado a pronunciar los labios
humanos!
-14-
Pasaron primaveras y veranos y hasta algún otoño y Daniela fiel a su amistad regresaba una y otra
vez al Prater, ya no solamente a practicar sus ejercicios y estudiar sus partituras sino a visitar y conversar
con su amigo, fue a él a quién le descubrió sus anhelos de llegar a convertirse en una virtuosa del
instrumento, a quién confió recuerdos de su niñez en su pueblo natal, aquel Bérgamo que el volantinero
conoció casi de memoria prendido en sus descripciones, y mientras bebían el café vienés acompañado de
una rebanada de strudel, en tanto la fantasía de ambos vagaba por los Alpes Orobios y los Pre-alpes de
Bergamasco que culminan en el Pico de Coca, ¡Ah! ¡Cómo fascinaron al volantinero del Prater los relatos
en que su adorada le hablaba de las múltiples bellezas naturales de la región, y con la imaginación la
acompañó por las riberas de los ríos Serio y Bembo, que van a desembocar en el lago Como y en el Iseo.
Daniela, cuya niñez y primera juventud se había deslizado entre los olivos, frutales y vides, le
refería entusiasmada, cómo aquel acogedor rincón al pie de los Alpes, cuya tradición se remontaba a la
época romana, formó parte de la Galia Cisalpina y llevó el nombre de Bergonum, y luego cómo en el año
492 aquella ciudad imperial cayó en poder de los Lombardos convirtiéndose en un ducado que perteneció
a la Liga Lombarda primero, y después a la señoría de Milán como ciudad comunal, y en 1430 a la
república de Venecia, para quedar finalmente adherida a Austria, resultado de la guerra napoleónica.
Y Franz concebía a su amada orando piadosamente en la vieja iglesia románica de Santa María
Maggiore erigida en el año de 1137, o visitando el Palacio Vecchio, o el Broletto de estilo gótico, o mejor
aún visitando las salas atestadas de soberbias obras de arte en la Escuela de Pintura.
En las vacaciones escolares Daniela retornaba a su hogar donde era recibida por su padres en
medio de grandes demostraciones de cariño sazonadas con suculentos platillos de spaghettis y ravioles; en
uno de aquellos viajes Daniela regresó con un regalo para su amigo, un abrigador chaleco de lana,
refiriéndole además que aparte de las manufacturas de algodón, la industria de la lana y el cultivo del
gusano de seda alimentaban muchas bocas; el volantinero agradeció con creces la prenda y empezó a
querer aquel lejano pedazo de tierra que había visto nacer a la pequeña gran artista cuya ternura
regocijaba su corazón.
Una vez la traviesa muchacha quiso trepar a los caballos y Franz pidió prestada una cámara
fotográfica para retratarla dando vueltas en el carrusel medio muerta de risa, otra ocasión, la lluvia la
sorprendió y debió refugiarse en el humilde albergue de su amigo friolenta y casi tiritando, hasta que unos
tragos de té bien caliente la hicieron reponerse y entrar en calor, luego, cuando al fin dejó de llover, el
Prater lució cual una esmeralda recién pulida, pero ella, aprovechando que había amainado el aguacero
decidió abrocharse el chello y despidiéndose rápidamente echó a correr cual una gacela asustada. Franz
la vio alejarse con la tristeza que siempre se quedaba cuando ella se iba, luego, aquella melancolía se iba
disipando gradualmente y su corazón que siempre estaba lleno de ella se consolaba, entonces volvía a
escuchar cómo un eco misterioso, el timbre juvenil de sus palabras que cuidadosamente guardaba y se
repetía una por una, y se extasiaba recordando sus peinados, sus vestidos, el nombre de las obras y de los
autores que ejecutaba, y aunque cultivando su melancolía, mientras daba vueltas al volantín, agradecía a
Dios por haberla puesto en su camino, porque le había sido permitido besar con devoción y reverencia
sus manos blancas, como pechos de paloma, las divinas manos sabias que sabían lo mismo extraer las
melodías que curar las llagas del alma.
-l5-
Al inicio del invierno el Prater se despojaba de los oros otoñales y Daniela le anunció que el curso
terminaba y que ella debía retornar definitivamente a casa.
Franz al oírla sintió que se desmoronaba y sin importarle que en su papel de hombre estaba
implícito el mostrarse fuerte, lloró cómo un chiquillo, Daniela conmovida a su vez, navegando en un
verdadero mar de lágrimas lo abrazó y por primera y única vez se besaron cómo dos novios enamorados.
Daniela prometió escribirle siempre, y cuando pudiera, hasta venir a Viena expresamente a
visitarlo.
Franz consiguió permiso para abandonar una noche su trabajo y ambos fueron a cenar y a brindar
a un heuritage donde bebieron vino verde. Algunos turistas que consumían cervezas escandalizaban con
sus fuertes voces y hasta medio canturreaban alguna tonada.
Franz y Daniela se miraron sorprendidos de que aquellos momentos de intensa amargura para
ellos, tuvieran por eco el vocerío y el escándalo, ¡Qué le importaba al mundo su sufrimiento! Luego, sin
tener ya que decirse se levantaron de la mesa y Daniela pidió a su amigo que la dejara ir.
El pobre volantinero no hubiera podido soportar la despedida junto al carrousel donde tantas veces
se habían encontrado y prefirió verla desaparecer en la calle iluminada.
Un intenso sufrimiento se adueñó de él cuando la imagen idolatrada se fue esfumando en la oscura
bocaza de la noche, y el volatinero del Prater dirigió sus pasos en sentido opuesto a los ella, rumbo a su
destino. En el camino con el rostro pálido, llorando cómo un chiquillo, enfrentado no a vivir en la
desesperanza, sino en la sin esperanza, pensaba que el amor, lo único por lo que vale la pena vivir, no es
para llenar todos los días de la existencia, sino acaso algunas pocas horas de nuestras vidas, ¡Y él, las
había tenido bastantes!
-16-
Llorar es otra dimensión de la voluptuosidad y él payaso frustrado debió reunir nuevamente todo
su valor para continuar viviendo en la más completa soledad ¡La espantosa soledad de amanecer cada día
con la certeza de no volver a verla! Con la lividez que delataba la horrible tormenta de la resignación
forzada, falto de sueño y sin apetecer ni siquiera un bocado, el infeliz solitario se repetía que todo
concluye, que todo termina, hasta la vida misma, pero lejos de temerle a la muerte, se diría que la
deseaba, que la imploraba, que la pedía cómo el supremo favor de Dios, ella, la piadosa, era la única que
podía poner fin a su sufrimiento; en su delirio, una noche se puso a contar los miserables ahorros
acumulados en una lata de salchichas y se alegró al constatar que bastaban para comprar un billete de
tercera que le permitiera ir a Bérgamo, pero al instante la sensatez se impuso ¿Tenía algún derecho a
inquietarla? ¿Qué podría decirle? ¿Cómo justificaría su presencia sin haber sido invitado? Y ella ¿Acaso
se encontraría allí? ¿No le había anticipado muchas veces sus propósitos de viajar y ofrecer conciertos por
todo el mundo? Y aún si continuara viviendo en la casa paterna, lo más lógico era suponer que tendría
algún pretendiente y entonces, ¿Qué papel jugaría aquel viejo que en nombre de una amistad se atrevía a
presentarse de improviso? No. No tenía ningún derecho Su sitio era el que el destino le había deparado: la
soledad, la temida soledad. y se ponía a imaginar que también Dios estaba solo, y que el amor, aquel
bendito y sublime amor, era cómo las manos de su gatito, suaves en apariencia, pero con las uñas
hirientes por dentro; porque que el amor que no se puede matar termina por matarnos, y que la vida, esa
vida que defienden hasta el último momento los desahuciados, los terminales que aúllan en los lechos de
los hospitales, un día cobra el pagaré que suma todas las faltas cometidas en las reencarnaciones
anteriores más los respectivos intereses. Luego, se preguntaba si le hacía tanta falta a Dios ajustarle las
cuentas a sus pobres hijos tan imperfectamente humanos y hasta se atrevía a reclamarle a su religión
ortodoxa porque nos hace culpables de todo, hasta de pretender ser felices ¡Hasta de amar!
Entonces, se consolaba pensando que pronto habrían de sobrevenir la vejez y con ella la
enfermedad y el final, entonces habría de perder totalmente: la virilidad, el apetito, el sueño, las restantes
ganas de vivir y hasta de soñar con el goce del amor y la belleza Y mientras tanto ¿Estaba condenado a
vivir cómo muerto? ¿O acaso se moriría viviendo?… luego se consolaba pensando que pronto le
sobrevendría la edad sin lágrimas, porque habría cesado la época de los lloriqueos, y entonces se
asomarían irremisiblemente las cuatro esquinas de la vejez, y la premonición del Buda se cumpliría cabal
apareciendo conjuntamente: la caducidad, la decrepitud, la ruina y la tristeza. Cuando así meditaba sentía
que llegaba a odiar su vitalidad física, aquella salud de hombre de campo que le había librado de morir en
el accidente y le espantó pensar que su final aún estaría lejos, y el sufrimiento en cambio cerca y
prolongado; y se horrorizó de acabar así, siendo sólo un poco de pellejo amarillo forrando sus huesos mal
soldados, arrastrando aquella nostalgia, preso de aquellos recuerdos, bebiendo la cicuta de su dolor, de su
inmenso dolor y desesperado reconoció que si recordáramos menos, sufriríamos seguramente menos y
viviríamos mejor.
Y el hombre que subía desafiante al trapecio imploraba al cielo cómo el más acendrado cobarde
que Dios se apiadara de él y por ende de todos sus hijos. ¡Si el quisiera liberarnos del destino! ¡Y
perdonar nuestros errores! ¡Y hacer que aprovecháramos nuestras experiencias! ¡Si el quisiera librarnos
de la muerte en vida! No de la muerte física, sino de la muerte del amor. Y en su desesperación se
quedaba meditando en esa estúpida y torpe crueldad de la vida, en ese tener para perder, amar para sufrir,
gozar para llorar, y se horrorizó imaginando que aún hasta sus manos, las adorables manos de su Daniela,
cuando se convirtiera en una anciana se volverían torpes, se cubrirían de pecas y lucirían huesosas y hasta
morenas después de miles de lavadas, para entonces, seguramente él ya no estaría penando sobre la tierra,
pero ella.¿Le recordaría entonces? ¿Pensaría en él alguna vez? ¿Sus labios volverían a pronunciar su
nombre? El nombre del solitario, del fracasado, del excluido…
El cartero se asomó cauteloso.
-¡Es usted el señor Constantinescu?
-El mismo, para servirle.
-Con este domicilio impreciso, era casi imposible localizarlo… y ya ve, se han acumulado muchas cartas
y hasta este paquete que traigo.
Franz se levantó cómo movido por un resorte al reconocer la letra de Daniela, y trató con la codicia del
hambriento de arrebatarle al hombre aquel tesoro.
-Perdón, pero antes de hacerle entrega debe firmarme aquí…
Franz con los ojos empapados de lágrimas, apenas podía fijar los ojos, y el hombre al verlo le espetó:
-Disculpe ¿Pero está usted llorando? ¿No le agrada que le escriban?
Franz se sonrió para responderle.
-Estoy llorando de felicidad.
¡Y somos tan felices con tan poco!
EPILOGO
Daniela cumplió cabalmente su promesa y nunca dejó de escribir a su amigo, aunque a veces
tardaba un poco más de tiempo en hacerlo, motivada por sus giras, o porque simplemente el correo se
retrasaba.
Franz respondía puntual a todas sus cartas y ella le refería minuciosamente cómo eran las ciudades
y los teatros donde iba a tocar.
Aquella correspondencia encelaba y exasperaba a Filippo su esposo, quién al entregarle alguna
vez una carta de Viena le reprochó.
-Allí tienes, otra carta más de tu dichoso amigo… ¡El hombrecillo del Prater!
Al escucharle expresarse con tanto desdén Daniela perdió la calma y le reconvino:
-¿Hombrecillo? No le trates así, porque es al único hombre que verdaderamente he amado en mi vida.