El gusto de vivir

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El mensaje de las bienaventuranzas

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El gusto de vivirel mensaje de las bienaventuranzas

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Contenido

Prefacio i

Crepúsculo v

El problema: Dos puntos opuestos 1

La alternativa: Espiritual o literal 17

El camino: Entre penas y llanto 35

Tu disposición: De corazón 51

Tu actitud: No conformista 67

La necesidad: Actual 83

El secreto: Control divino 99

Tu ejemplo: El Dios de Paz 117

Tu blanco: Ser como Jesús 131

Bibliografía 143

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Prefacio

Durante mucho tiempo estuve inquietado por el significado de Mateo 5:1-12. Recuerdo claramente la ocasión en que se me pidió, de improviso, que explicase una de las bienaventuranzas. La verdad no recuerdo qué fue lo que dije en esa ocasión. Cualquiera cosa que haya dicho, no me satisfizo. De alguna manera, al leer un libro sobre el tema, encontraba que su presentación tenía sentido, pero que tenía que haber algo más. Fue con interés de comprender el verdadero sentido de las bienaventuranzas, qué este material fue preparado. Originalmente fue parte de una semana de oración que di en la Iglesia Adventista de San Pedro, California, donde fui pastor por dos años y más tarde en la Iglesia Adventista de North-Hollywood. Mi intención e interés es presentar el mensaje de Jesús dentro del marco espiritual que comprende el Sermón del Monte, procurando encontrar una aplicación práctica siempre que me fuese posible. Este estudio me benefició de una manera especial ya que Jesús trató temas de vital importancia en esos doce versículos. Quisiera que al considerar este tema, se tenga en cuenta el carácter especial de las bienaventuranzas: Para empezar, las bienaventuranzas tienen que ver con elementos que, querámoslo o no, tienen que ver con nuestra vida cotidiana. La mayoría sabemos lo que es ser

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pobre, llorar, tener hambre, tener sed y ser perseguido justa o injustamente. Todas estas cosas, sin embargo, se aplican tanto a creyentes como incrédulos. Por otra parte, siempre encontré difícil saber qué era ser «pobre en espíritu», tener «hambre y sed de justicia». Ni se diga que fuese a tener una idea clara de qué significaba ser limpio de corazón o hablar de misericordia en términos que incluya a otros y no a mí. Segundo, si las bienaventuranzas tienen que ver con situaciones que se aplican tanto a creyentes como incrédulos, están fuera de contexto. En el Sermón del Monte encontramos a Jesús hablando a creyentes, no a incrédulos. El caso que encontramos en los capítulos 5 al 8 de Mateo no es similar a Lucas 3:1-20. En Mateo, Jesús se dirige a los creyentes. En Lucas, Juan el Bautista se dirige a todo aquel que esté dispuesto a escucharle. Mateo presenta las condiciones del reino para los que estén dispuesto a escucharle. Lucas presenta las necesidad de una renovación social en preparación para un cambio en los corazones. En tercer lugar, si las bienaventuranzas tienen que ver con situaciones temporales, también están fuera de contexto. El resto del Sermón del Monte trata asuntos espirituales. Por supuesto que el Sermón del Monte encuentra su aplicación en la vida práctica, en los eventos diarios. Nunca he creído que los asuntos espirituales estén desligados de la vida común. Van unidos. Pero lo contrario no es lo mismo. Nuestra actitud debiera ser tratar de vivir manteniendo comunión espiritual con el Creador mientras vivimos en esta tierra. Pero si los afanes de esta tierra son los que nos preocupan, no podremos vivir en comunión espiritual con el Creador. Por último, las bienaventuranzas no son requisitos

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para ser cristiano. Son el resultado lógico de serlo. Jesús no dio un nuevo decálogo a los discípulos. Jesús dio una descripción de lo que significa ser su seguidor. El que siguen a Jesús, por su asociación con él, mostrará estas características. El resultado será natural. Nadie le obliga. No son condiciones que tiene que cumplir para entrar en el reino. Es un retrato hablado de su vida.

Alberto ValenzuelaGlendale, CaliforniaDiciembre 1986

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Crepúsculo

Hace ya veinte años que me inicié en el estudio de las bienaventuranzas. Bajo una petición especial decidí volver a lo que había escrito entonces para hacer una evaluación. Muchas cosas han pasado y han cambiado durante los últimos veinte años. La Unión Soviética dejó de existir, así que terminó la cortina de hierro. La cortina de bambú, por otra parte, sigue en el mismo lugar pero parece que nos está venciendo con sus productos a precio tan bajo. Unos años después de la primera edición de este libro se empezó a popularizar el uso de los teléfonos celulares, hoy en día son tan comunes como el agua. Hemos vivido dos guerras en el golfo pérsico, otra en lo que antes era Yugoslavia. Tenemos ahora una sola Alemania y una Republica Checa y otra Slovaca. El mundo fue transformado después de los ataques a las torres gemelas el 11 de septiembre del 2001. El Internet es ahora indispensable para nuestra comunicación. Al buscar la palabra «bienaventuranza», obtuve 172.000 hallazgos en google en .30 segundos. La palabra «bienaventurado» resultó en 233.000 hallazgos en .33 segundos. Algunos de esos hallazgos eran tan significativos como la siguiente cita de San Isidro: «No es bienaventurado el que hace el bien, sino el que lo hace sin

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cesar». Otros son tan frustrantes como bienaventurado.com, que indica que el sitio está bajo construcción. Todo esto me dice que el mundo se ha hecho mucho más pequeño. Star Trek y Star Wars se han casado con Don Quijote y La Celestina. Sin embargo, al leer de nuevo lo que hace dos décadas me tomó tanto tiempo en búsqueda de libros y de autores, descubrí que había muy pocas cosas que quisiese cambiar. Encontré, para mi satisfacción, que lo que pensaba cuando prácticamente me iniciaba en el ministerio, continúa siendo válido después de haber servido a la iglesia a nivel mundial y haber estudiado muchos otros conceptos y autores. Estoy agradecido a Dios por haberme dado la perspicacia y el discernimiento para identificar y tomar los granos dulces de la arena amarga. Porque a pesar del paso del tiempo, a pesar de lo pequeño que se ha hecho el mundo, a pesar del matrimonio de lo antiguo con lo moderno, a pesar de que nuestros días sobre esta tierra se acortan, la Palabra de Dios permanece para siempre.

Alberto ValenzuelaBeltsville, MarylandAbril del 2006

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El problema: Dos puntos opuestos

Una leyenda japonesa cuenta la historia de un hombre que tenía una enorme verruga en una mejilla. El hombre había tratado todos los medios posibles para quitarse la verruga pero

le había sido imposible. Debido a su verruga el hombre no únicamente era el centro de todo tipo de bromas pesadas, sino que algunas personas, y los niños en particular, sentían repulsión hacia él.

El hombre era leñador, así que todos los días iba al bosque a cortar leña para vender. Un día, después de haber sido el objeto de varias bromas pesadas, el hombre fue a hacer leña. A media tarde se sintió con sueño y se recostó a dormir una siesta en el hueco de un árbol. Pero se durmió más de lo planeado.

A media noche el leñador fue despertado por una música muy fuerte y contagiosa. ¿Qué será esa música? Se preguntó. Junto con la música escuchó gritos y risotadas, así que cuidadosamente asomó la cabeza del hueco donde estaba para ver qué era aquello. Lo que vio fue algo diferente: ¡Todos los diablillos estaban reunidos bailando! Y la música era tan contagiosa que él apenas si se podía

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contener de bailar. Pero él sabía que los diablillos no eran buenos, que le podían hacer un mal. Así que trató de contenerse. Pero aquella música era irresistible... El leñador estaba haciendo un esfuerzo supremo por no salir bailando entre los diablillos...

Pero la música pudo más que él. De un salto se encontró en medio de los diablillos y empezó a bailar. No es necesario decir que los diablillos se sorprendieron de verlo en su medio. ¡Pensaban que estaban solos en el bosque! Pero no les sorprendió tanto ver al leñador bailando, sino la forma en que bailaba. ¡Les encantó! Todos los diablillos dejaron de bailar e hicieron un corro alrededor del hombre. Le contemplaron con ojos desorbitados por un momento y empezaron a bailar como el leñador estaba bailando.

Así siguieron bailando y riendo hasta que estaba a punto de amanecer. La noche se les pasó sin darse cuenta siquiera. Pero los diablillos se tenían que ir.

—¿Quién te enseñó a bailar así? —le preguntaron los diablillos al leñador.

—Nadie —les contestó—. Fue su música lo que me inspiró...

—Mira —le dijeron—, nosotros venimos cada mes en esta fecha a celebrar nuestra fiesta en este mismo lugar. Nos gustó mucho tu forma de bailar. Nos gustó tanto que queremos que vuelvas el mes que entra a acompañarnos.

—¡Por supuesto! ¡Encantado! —les contestó el leñador un tanto preocupado pues algunos de los diablillos estaban haciendo comentarios entre ellos y no se veían muy contentos de dejarlo ir así nada más.

—¿Cómo podemos saber que estarás aquí el mes entrante? —le preguntaron.

—No se preocupen, aquí voy a estar... —repuso

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nerviosamente— Aquí voy a estar sin falta.—Tienes que dejarnos algo como prueba —le exigieron.—¡Mi hacha! ¡Les dejo mi hacha! —repuso el leñador

con ansiedad.—No —dijeron los diablillos a coro—, queremos algo

más que eso...Los diablillos lo examinaron de cerca buscando algo

mejor que su hacha. Entonces la cara de uno de ellos brilló de conocimiento y llamó a los demás aparte. Después de consultar de nuevo, le dijeron:

—¡Queremos que nos des esa bola en tu mejilla!Los diablillos pensaban que era lo que el leñador

estimaba más en el mundo. Uno de ellos extendió la mano y le quitó la verruga, como si tal cosa. ¡Se la quitó! ¡Ni siquiera una cicatriz le quedó al leñador en la cara!

—¡Listo! —le dijeron— Ahora sabemos que vas a volver...

Y mientras decían esto, se despedían de él y salían del bosque pues el sol empezaba a salir en el horizonte.

¡El leñador no cabía de gozo! ¡Ya no tenía más la verruga! Fue corriendo a contarle a su esposa. Pero su esposa no le creyó. Le contó a la demás gente del pueblo. Pero la gente del pueblo no le creyó. Pensaban que estaba loco. No sabían como se había quitado la verruga, pero no le creían la historia de los diablillos. Pensaban que el trabajo bajo el sol lo había vuelto loco.

Pero hubo uno que sí le creyó. Un hombre que lo escuchaba todos los días. Un hombre que le hacía pregunta tras pregunta. Un hombre que quería saber todos los detalles. Un hombre que se sabía casi de memoria cada parte de la historia de los diablillos. Un hombre que tenía una verruga tan grande como la que el leñador había tenido.

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—¿Vas a ir el mes que entra?—le preguntó por fin un día.

—¡Ni de loco que estuviera! ¡No pienso volver jamás!—le respondió el leñador.

Así que el hombre decidió ir el mismo. En la fecha indicada se dirigió al bosque. Fue al mismo árbol con el tronco hueco y esperó a que llegara la noche. Cuando la noche llegó, llegaron los diablillos, empezó la música y empezaron a bailar. El hombre esperó un buen rato y saltó de pronto en medio de los diablillos. ¡Los diablillos se asombraron! Hicieron un corro alrededor del hombre y lo contemplaron bailar. Se miraron unos a otros y se dirigieron al hombre.

—¿Qué es lo que te pasa?—¡Nada! —les contestó— ¡Me estoy divirtiendo con

ustedes!—No... —dijeron— Tu baile no es el mismo. No bailas

igual. No nos gusta...El hombre los miró asustado, no sabiendo que iban a

hacer. Los diablillos se miraron unos a otros de nuevo. De entre ellos salió uno y dijo:

—Ya no tienes que venir más a bailar con nosotros... Aquí tienes tu bola...

Diciendo esto, ¡le puso la verruga en la otra mejilla! ¡Ahora tenía dos verrugas! Diciendo y haciendo esto, los diablillos se fueron uno por uno... Nunca más volvieron al mismo lugar en el bosque...1

Creo que tú y yo nos parecemos más al segundo hombre. Creo que casi todos nos parecemos más al segundo hombre. Todos tenemos en la cabeza la idea que tenemos que tener o deshacernos de algo para ser felices, para ser completos. Día tras día la televisión y la radio nos

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dicen que si tenemos un auto nuevo seremos felices. Nos bombardean con tanta promoción que todos queremos ser un American Idol. Porque si tomamos la «chispa de la vida» nos sentiremos mejor porque esa «sí es». Que con Giorgio Armani te vas a ver mejor. Que lo importante no es sentirse maravillosamente, sino verse maravillosamente. Que mientras más tengas vas a disfrutar más. Que el que muere con más juguetes es el que gana. Que son las cosas las que nos dan la felicidad. Que son los placeres los que nos dan felicidad. Que es un buen puesto y fama los que nos dan felicidad. Que es el dinero el que nos da felicidad. Y son tras estas cosas que vamos.

Si eres un estudiante y te pregunto: ¿Para qué vas a la escuela? Quizás me mires incrédulamente por un momento y me contestes: ¡Para tener una buena carrera! ¡Para ganar bien! Si ya has terminado tus estudios o por cualquier razón ya estás trabajando y te pregunto para que trabajas, la respuesta no va a ser muy diferente. Pero la felicidad no se encuentra en una carrera, en una buena profesión, en una buena cuenta de cheques.

Voltaire, el pensador francés, aparte de ser un filósofo de los más destacados, no creía en Dios. Poco antes de morir, escribió: «Preferiría no haber nacido».

Lord Byron, quien viviese una vida de placeres mundanos y sensuales, el tremendo poeta y escritor inglés, escribió en una ocasión: «El gusano, la llaga y el dolor son míos, de nadie más».

El millonario norteamericano Jay Gould, quien muriese forrado en dólares, poco antes de morir dijo: «Me imagino que soy el hombre más miserable de la tierra».

Lord Beaconfield, quien gozase de una posición envidiable y de fama, escribió: «La juventud es un error, la hombría es una lucha, y la senectud es un pesar».

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Alejandro el Grande, después de haber conquistado el mundo conocido a la edad de 32 años fue encontrado llorando en su tienda de campaña por sus generales y les dijo que la causa de su llanto era que «no había más mundos que conquistar».

Estos hombres y muchos más trataron de encontrar la felicidad. Al fin de sus días descubrieron que su búsqueda había sido en vano. Es únicamente en Dios que la felicidad puede ser encontrada y gozada. Cuando hablo de felicidad casi automáticamente viene a mi mente Mateo 5. No puedo sino pensar en esos preceptos que nuestro Señor enumerase en el Sermón del Monte:

Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo la boca les enseñaba, diciendo:

Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

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Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mateo 5:1-12).

A este pasaje se le conoce como «Las Bienaventuranzas», o «Las Beatitudes», (del latín beatitudo). Se trata de una forma literaria a la cual también se le conoce como un «makarismo» (del griego makários). Hay 44 bienaventuranzas en el Nuevo Testamento:

28 en Mateo y Lucas (Mat 5:5, 7-10; Luc 1:45; 11:27, 28; 12:37, 38; 14:14, 15; 23:29 junto con Mat 5:3, 4, 6, 11, 12 par. Luc 6:20-22; 11:6 par. Luc 7:23; 13:16 par. Luc 10:23; 24:46 par. Luc 12:43)

2 en Juan (13:17; 20:29)3 en Pablo (Rom 4:7,8; 14:22)2 en Santiago (1:12, 25)2 en 1 Pedro (3:14; 14:14) y7 en Apocalipsis (1:3; 14:13; 16:15; 19:19; 20:6; 22:7,

14)Generalmente aparecen en la tercera persona plural.

Esta forma literaria no es exclusiva del Nuevo Testamento ni de la Biblia. Se encuentra tanto en el Antiguo Testamento como en la literatura clásica griega.2

Así, en el Antiguo Testamento, tenemos por ejemplo al rey Salomón diciendo:

Bienaventurado el hombre que me escucha,velando a mis puertas cada día,aguardando a los postes de mis puertas (Proverbios

8:34).

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Al salmista exclamando:

Bienaventurado el hombre que puso en Jehová su confianza,

y no mira a los soberbios, ni a los que se desvían tras la mentira (Salmo 40:4)

Y a Moisés, bendiciendo a las tribus de Israel:

Bienaventurado tú, oh Israel.¿Quién como tú,pueblo salvo por Jehová,escudo de tu socorro,y espada de tu triunfo? (Deuteronomio 33:29 pp).

La palabra traducida «bienaventurado» en nuestra Biblia es la palabra griega makários.

El significado de makários puede ser visto mejor por medio de uno de sus usos particulares. Los griegos siempre llamaban a Chipre hé makaria (la forma femenina del adjetivo), que significa «la isla feliz», y lo hacían porque creían que la isla Chipre era tan hermosa, tan rica, tan fértil que ningún hombre desearía abandonarla para encontrar la felicidad. Tenía un clima, unas flores, frutas y árboles, unos minerales, unas fuentes naturales tales que en sí misma reunía todas las cualidades materiales para la felicidad perfecta.3

En otras palabras, la mejor traducción que podríamos dar a las «bienaventuranzas», es las «felicidades». De lo que Jesús estaba hablando no era de otra cosa, sino de

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ser feliz. Jesús estaba hablando de encontrar la felicidad. Pero Jesús estaba hablando de esto en el contexto de el reino de los cielos.

Jesús nos está diciendo que el reino de los cielos es felicidad. Que todo aquel que entra en esa relación especial que le caracteriza como digno y apto para entrar en el reino de los cielos experimenta la felicidad que Dios provee. Esto es un término que nos parece contradictorio. Ser cristiano y ser feliz nos parecen dos puntos opuestos. Con tantos nonos que tiene el cristianismo, ¿cómo puede alguien ser feliz? ¡Con razón la gente se va de la iglesia! ¡No los dejamos ser feliz! Cristo es como una carga pesada y difícil de llevar. Cuando él nos invita que llevemos todas nuestras cargas a él, eso mismo hacemos. Dejamos las cargas y lo dejamos a él también.

Alguien muy cuerdamente ha recapitulado nuestro espíritu de esta manera:

En cuanto a dieta:No carne.No cafeína.No pimienta.No mostaza.No manteca de puerco.No huevos.Poco de sal.Poco de azúcar.No golosinas.No queso.Poco de grasa.No especias.En cuanto al sábado:

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No comer fuera.No nadar.No TV.No radio.No lecturas seculares.No deportes.No temas seculares.No baños.No planchar.No viajes largos.No salir de compras.No lavar platos.No cocinar.En cuanto a la vida diaria:No novelas.No maldiciones.No sexo antes del matrimonio.No tomar.No drogas.No baile.No política.No magia.No fumar.No cine.No teatro.No joyas.Poco de TV.No maquillaje.No vestido sin mangas.No escotes bajos.No ropas ajustadas.No entradas altas en los vestidos.No esmalte de uñas.

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No pintarse el pelo.No ropa de moda.No música con ritmo.No noviar con no-adventistas.No revistas dudosas.No deportes de competencia.No jugar cartas.No apostar.No, gracias. Digo, si eso es lo que tú no haces,

¿qué es lo que haces? Tu sabes, para divertirte. Nadie me ha dicho esa parte. Oh, claro, alguno que otro me ha explicado todos estos nos alguna vez y la mayoría de ellos tenían sentido. Digo, yo se que tomar no es bueno para ti y he leído las advertencias que el Cirujano General anuncia en las cajetillas de cigarrillos. Es cierto. Si tu asunto es ser cristiano, está bien, cada quien su vida. ¡Éntrale! ¡Haz eso mismo!

Pero lo que no entiendo es qué es lo que se supone que hagas en lugar de todas esas cosas malas. Yo no creo que soy tan malo, pero hago algunos nonos el sábado por la noche y algunas veces hasta voy a bailar con mis amigos. Algunos de ellos son Adventistas. Y, como ellos dicen, ¿qué otra cosa vamos a hacer?

Fui a una reunión de Adventistas con un amigo. Fuimos a patinar y tocaron música de órgano. ¡De verdad! ¿Puedes creer eso? Y mi amigo se alocó todo cuando salió por accidente una pieza de rock por las bocinas.

Me parece, y no me mal entiendas, pero creo que todos los jóvenes Adventistas están siempre tratando de ser malos. Yo se que odian todos esos

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nonos y esas reglas y algunos (no todos) están siempre tratando de ser obviamente malos. Como ordenando café o carne en un restaurante (aunque no les guste), o usando joyas cuando no están en casa, o tomando un poco. No entiendo. Si todas esas reglas son tan malas, ¿por qué continúan en la iglesia? Digo, si es tan malo, ¿por qué no se salen? Personalmente no me importa si son malos. No es tan divertido. Claro, yo voy al cine, pero hay algunas películas que desearía no haber visto. Y hago todo lo que me da la gana los sábados. Pero ustedes tienen algo por delante que yo no tengo.

¿Quieres saber qué es lo que creo? Yo se que no quieres, pero te lo voy a decir de todos modos. Creo que me has estado engañando. Creo que hay otra lista en alguna parte que tiene todas las cosas buenas que hacen los Adventistas. Creo que hay una lista que tiene lo que la Biblia dice acerca de tus problemas. Creo que la lista muestra que ustedes son más felices porque son más saludables. Creo que dice que en realidad les gusta el sábado y lo esperan con gusto porque pueden descansar y hablar con Dios y con otras personas. Creo que muestra como ustedes tienen menos problemas cuando no se enredan en drogas, alcohol y sexo. Pero, por otro lado, quizás estoy equivocado. Nunca he visto la lista, pero apuesto a que hay una.

Hazme un favor, si tienes esa lista mándamela.4

Creo que esa lista está en Mateo 5:1-12.¿Qué es lo que estos versículos nos están diciendo?En primer lugar, nos dicen que nunca vamos a llegar

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a ninguna parte en nuestra búsqueda de la felicidad hasta que dejemos de buscarla por nuestros propios esfuerzos. ¿Por qué? Porque la felicidad es un regalo que recibimos gratuitamente de Dios. Dios es la fuente de todas las bendiciones espirituales. Es Dios, y sola mente él, quien nos provee con la bendición, con la bienaventuranza, con la felicidad.

Santiago nos dice:

Amados hermanos míos, no erréis. Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay sombra ni mudanza de variación (Santiago 1:16, 17).

Para ser feliz, entonces, tienes que volver tu atención hacia Dios. Tienes que dejar de contemplarte. Tienes que dejar de contemplar al mundo. Tienes que dejar de tratar de alcanzarlo por tu propio esfuerzo. Está en las manos de Dios. Únicamente él te lo puede proporcionar.

En segundo lugar, nos dicen que para ser verdaderamente felices tenemos que poner nuestra vida en armonía con Dios. Esto significa que tenemos que reconocer y pedir perdón por nuestros pecados. Tenemos que admitir nuestra condición e ir ante el Señor. Si de verdad deseamos ser felices... Cuando David quería hablar de la felicidad del creyente, escribió:

Bienaventurado aquel cuya trasgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado.

Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad,

y en cuyo espíritu no hay pecado (Salmo 32:1, 2).

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¿Sabes qué es lo que no te permite ser verdaderamente feliz? Tu pecado. Y tú lo sabes bien. Puedes echarle la culpa a tu mala suerte o a tu suegra. Puedes buscar mil y un chivo expiatorio. La causa y la razón final de tus problemas y de tu infelicidad es tu vida de pecado. Tienes que reconocerlo. Tienes que admitirlo. Tienes que pedir perdón. Si de verdad deseas ser feliz.

En tercer lugar, nos dicen que para ser verdaderamente felices tenemos que permitir a Jesús venir a morar en nuestro corazón. Tienes que tener presente que el reino de los cielos es felicidad y que Jesús es el reino de los cielos. ¿No es maravilloso que ese mismo Jesús desea morar en tu corazón? El dice:

He aquí yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo (Apocalipsis 3:20).

Por último, nos dicen que ser feliz no depende de las circunstancias. Ser feliz es una forma de vida.

Homero usaba la palabra makários para describir a un hombre rico. Platón la usaba para describir a alguien que tiene éxito en los negocios. Tanto Homero como Hesiodo, hablaban de los dioses griegos como quienes eran felices en sí mismos, porque no estaban afectados por el mundo o los hombres.

Makários describe ese gozo que va más allá de las circunstancias. Describe ese gozo que es sereno e intocable, ese gozo que es completamente independiente de los altibajos de esta vida. Mientras tú y yo dependemos de situaciones externas para ser felices, makários no lo hace. Cuando tu tienes esta felicidad, no estás atado a las circunstancias.

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¿Cuando es que eres feliz? Cuando todo va bien. Cuando no tienes problemas con tu cónyuge o con tu jefe. Cuando ganas en el pleito del accidente automovilístico. Cuando tus hijos se portan bien y obtienen puras As en sus estudios. Cuando recibes un aumento de sueldo. Cuando la niña que te gusta te dice que sí... ¿Qué son estas cosas? Son circunstancias. Ponlo todo al revés y dime si eres feliz. Todo te va mal. Tu esposa no te da de comer y el jefe no te deja ni respirar en paz. Te ves involucrado en un accidente automovilístico en el cual no tienes la culpa, la corte te encuentra culpable y el seguro te aumenta la póliza de pagos. Tus hijos llegan de la escuela con una nota de mala conducta y son los últimos en su clase. Te corren del trabajo. La niña que te gusta le dice que sí a otro. ¿Puedes ser feliz ahora?

Si tienes a Cristo en el corazón, puedes ser feliz, puedes ser makários, a pesar de las circunstancias. La felicidad que Cristo te da no hay cosa alguna que te la puede quitar. «Nadie», nos dice el Señor, «os quitará vuestro gozo» (Juan 16:22).

Las beatitudes nos hablan de ese gozo, de esa felicidad, que nos busca en nuestras penas, esa felicidad que el dolor, la angustia y el desánimo no pueden tocar, esa felicidad que brilla a través de las lágrimas, y la cual ni la vida ni la muerte nos pueden quitar.

El mundo puede tener sus gozos y los puede perder. Pero el gozo que Cristo nos da es eterno. Para el cristiano está reservada esa felicidad confiada y serena que Cristo da a los que caminan con él. Si tu quieres sentir esa felicidad, te invito a que vayas a los pies de mi Jesús. Si ya lo haz hecho sabes, porque lo estás experimentando, a los que me refiero. Si no lo haz hecho, te invito a que lo hagas hoy. Te invito a que vengas a Jesús con tus

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cargas y con tus penas, con tus fracasos y tus derrotas. El puede transformar tus lágrimas en un arco iris y tu llanto en sonrisas. Jesús lo puede hacer. Jesús quiere darte felicidad hoy. ¿Vendrás a darle tu vida? Te invito a que lo hagas hoy. No dejes pasar más tiempo.

He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación… (2 Corintios 6:2 up)

1Yei Theodora Ozaki, The Japanese Fairy Book (Singapore: Tuttle Publishing, 2000), p. 273.

2Robert A. Guelich, The Sermon on the Mount (Waco, TX: Word Books, 1982), p. 63.

3William Barclay, The Gospel of Matthew, vol 1 (Philadelphia: The Westminster Press, 1975), p. 89.

4Joe Non-Adventist, «Feeling Listless», Insight, 26 Oct 1985, p. 30.

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La alternativa: Espiritual o literal

El periodista mejicano Marco A. Almazán nos cuenta la siguiente historia: —No hay mejor renta que un presupuesto bajo —nos dijo tío Polícrates, sacudiendo la

ceniza de su puro con el dedo meñique esmeradamente manicurado—. Aquí donde me ven ustedes, yo he podido ahorrar un capitalito muy regular mediante el simple procedimiento de no tener gastos superfluos. —¿A qué llama usted gastos superfluos? —preguntó uno de los sobrinos—. Usted siempre ha tenido automóvil de lujo, ha viajado por todo el mundo, come y bebe opíparamente, tiene una magnífica colección de marfiles y de pinturas. Por no hablar de su vasto guardarropa y de sus hábitos un tanto excéntricos, como el de adquirir trenzas de monjes tibetanos a cualquier precio y el de mantener una academia para el estudio de la posología mágica medieval. ¿Cuáles son los gastos superfluos que ha evitado? Don Polícrates rió de buena gana. —Me refiero a los del matrimonio. Habiéndome mantenido célibe, he ahorrado una fortuna, que a la vez

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me ha permitido gozar de los pequeños caprichos que has mencionado. Nuestro tío tocó el timbre, y al aparecer de inmediato el mayordomo, le ordenó que trajera el expediente de «Gastos Matrimoniales en que no Incurrí». Momentos después apareció con un grueso legajo finamente encuadernado en piel de Rusia. Don Polícrates lo abrió cuidadosamente, nos miró de hito en hito y sonrió con socarronería. —Al cumplir los veinticinco años de edad —dijo—, cuando la mayor parte de mis amigos y condiscípulos habían contraído matrimonio, pude observar que tenían que privarse de un sinnúmero de cosas para poder hacer frente a los más elementales gastos domésticos. No que vivieran con lujos orientales, ni mucho menos. Simplemente se habían casado. Intrigado por lo anterior, a guisa de entretenimiento yo imaginé que también me había echado encima el dulce yugo y empecé a depositar en el banco las cantidades que normalmente hubiera tenido que sufragar para el mantenimiento de mi ficticia cónyuge. Al cabo de un año recibí la sorpresa de mi vida al ver que tenía en cuenta corriente más de cincuenta mil pesos. De los de entonces. Tío Polícrates se caló las gafas y empezó a leer partidas: —Solamente en gastos de boda me ahorré un dineral. Ropa de la novia, alquiler de chaqué, adorno de la iglesia, limosna del cura (eso de limosna es un eufemismo, pero de alguna manera hay que llamarlo), préstamos a cuñados, banquete, viaje de bodas, etc.… Más de veinte mil machacantes. Y no crean que fueron cifras inventadas por mí. No, señores. Tuve la curiosidad de indagar precios y de anotar todo cuidadosamente. Después vino la compra

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del mobiliario y enseres domésticos en abonos. Durante cinco años estuve sudando sangre para meter en el banco las cantidades que hubieran correspondido al pago de las letras. Cuando por fin terminé de cubrirlas, el capital y los intereses acumulados me permitieron dar mi primera vuelta al mundo, hospedándome en hoteles de lujo… Y esto no fue ficción, sino realidad. Nuestro tío bebió un trago de fino escocés y prosiguió la lectura: —A los ocho días exactos de haberse verificado la imaginaria boda, empezaron los gastos extraordinarios para mantener a Aurorita en debida forma. Aurorita (explicó don Polícrates, mirándonos por encima de sus gafas) era el nombre de mi supuesta mujer. Médico para Aurorita, $50.00. Medicinas para Aurorita, $75. Modista, $265. Salón de belleza, $30. Zapatos para Aurorita, $100. Medias para Aurorita, $45. Cumpleaños de Aurorita, $500. Dentista para Aurorita, $80. Vestido de noche para Aurorita, $200. Santo de la mamá de Aurorita, $300. Regalo para Aurorita porque llegué tarde, $700. Ginecólogo para Aurorita, $200. Eso fue sólo el primer mes, aparte de los gastos normales de comida y bebida. Pero la lista es interminable. Hay más de dos mil quinientos folios tamaño oficio a renglón cerrado que comprenden los gastos que me hubiera originado la persona de Aurorita en los treinta años que duramos imaginariamente casados. El total arroja la suma de $1.375.844, sin tomar en cuenta las sucesivas devaluaciones de la moneda en el transcurso de este lapso. Don Polícrates se pasó el fino pañuelo de seda por la frente y bebió otro trago largo. —Tengo, además, varios otros volúmenes en que anoté las partidas correspondientes a embarazos, partos,

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alimentación, médico y medicinas, juguetes, ropa y colegiatura de tres niños, uno de ellos retrazadito mental, todo lo cual asciende a otro millón y pico. O sea que ya ven ustedes lo que pude ahorrar mediante el simple procedimiento de evitar los gastos superfluos que significa el matrimonio. Con estas economías pude darme la buena vida que me he dado. —Tío — preguntó otro de los sobrinos—, ¿y qué fue de tía Aurorita? Don Polícrates suspiró y le hizo seña al mayordomo para que volviera a llenarle el vaso. —Decidí eliminarla de mi presupuesto el año pasado. Solamente en gastos de entierro me ahorré otros 15.000 pesillos.1

Si estás cansado de ser pobre, aquí tienes una buena idea. Por supuesto que es una broma. Pero ¿no has soñado alguna vez con salir de tu condición de pobre y por una vez siquiera tener plata hasta que sobre? Creo que todos lo hemos soñado. Todos quisiéramos salir de pobres. Todos quisiéramos sacarnos la lotería. Porque ¿a quién le gusta ser pobre? A mí, la verdad, no me gusta. Me aguanto. Prueba que a casi nadie le gusta es que en los barrios más pobres de Los Ángeles, Washington, Chicago o New York, es donde se venden más boletos de la lotería. ¡Todos sueñan ganarse $1.000 ó $5.000 dólares con un dólar! Otros nos resignamos y pensamos: El Señor nos quiere más porque somos pobres. El Señor dijo que los pobres son bienaventurados. Es más, hasta dijo que difícilmente entraría un rico en el reino de los cielos. Y yo quiero entrar en el reino de los cielos, por tanto no soy rico, soy pobre. Jesús lo puso muy claro:

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Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:3)

La palabra traducida aquí como pobres es la palabra griega ptojós. Esta palabra tiene el sentido de uno que está completamente asustado, de tal manera que se esconde de los demás. Con frecuencia tiene consigo el significado de arrastrarse inválidamente. En el griego clásico se usaba para describir a una persona que anda mendigando en la calle para recibir sustento. Se trataba de alguien que tenía que pedir limosna para poder vivir. En el sentido más amplio se trataba de personas que no tenían ninguna forma de hacer dinero, ninguna influencia, posición u honor.2 En otras palabras el término no únicamente describe a los pobres, sino a los pordioseros. El mismo término se usa para describir a Lázaro en la parábola del rico y Lázaro:

Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas (Lucas 16:20).

La palabra usada comúnmente para describir la pobreza es la palabra griega pénes. Esta palabra tiene el sentido de uno que tiene que trabajar para ganarse la vida. Es de esta palabra que viene nuestra palabra penuria.3 Esta misma palabra fue usada por Lucas para describir a la viuda que depositaba las dos monedas en la ofrenda del templo:

Vio también una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas (Lucas 21:2).

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Era muy pobre, pero no era limosnera. Tenía muy poco, pero tenía algo que era de ella. Alguien que es pénes pobre por lo menos tiene un poco. Uno que es ptojós pobre no tiene absolutamente nada. Necesita de otros para subsistir. De esto obtenemos el principio que ser pobres en espíritu significa que debemos tener total dependencia de Dios. Debemos poner a un lado la idea que podemos conseguir algo por nuestro propio esfuerzo. Ya sea que se trate de ser felices, o de vencer un vicio, o de resistir la tentación, o de alcanzar el reino de los cielos, debemos depender de Dios. Debemos reconocer que necesitamos limosnear por el favor de Dios. Que en nuestra situación no podemos poner condiciones. Que estamos bajo la merced de Dios. El es el que tiene el poder. El es el que tiene la facultad de hacer como quiere, no tu y yo. Estamos completamente dependientes de él… si queremos entrar en el reino de los cielos. Jesús lo puso de esta manera:

Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer (Juan 15:5).

¡Separados de Cristo no podemos hacer nada! Es el quien nos capacita. Es el quien nos da la fuerza para seguir. Con Jesús lo tenemos todo. Sin Jesús no tenemos nada. Si Jesús hubiese estado hablando acerca de los pobres en posesiones materiales, entonces estaríamos yendo contra su consejo al tratar de socorrer a aquellos menos agraciados que nosotros. Estaríamos bloqueando su camino al cielo. Pero Jesús no estaba hablando de

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pobreza material. Jesús nunca enseñó que la pobreza material abre el camino para la prosperidad espiritual. Los pobres tienen ventajas sobre los ricos en que sus tentaciones son menos y menores. Pero las posesiones materiales no tienen ninguna relación con las bendiciones espirituales. Jesús estaba hablando claramente de una condición del espíritu, no de una condición del bolsillo. De Jesús mismo se nos dice que

las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nido; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza (Mateo 8:20).

Pero nunca leemos que alguna vez él o sus discípulos hayan pedido limosna. El Señor y sus discípulos fueron acusados de ser ignorantes, de causar problemas, de quebrantar la ley, hasta de estar locos, pero nunca se les acusó de ser limosneros o indigentes. Aparte de esto, el Nuevo Testamento no condena a nadie por ser rico. Nicodemo, el centurión romano de Lucas 7, José de Arimatea y Filemón eran personas con posesiones materiales, y también eran cristianos. El hecho que a los ricos les sea más difícil entrar en el reino de los cielos no se debe a que el Señor no los quiera, sino que sus muchas posesiones los tienen atados. Han llegado a confiar más en lo que tienen hoy que en lo que se les prometió mañana. El aquí hoy es más importante para muchos que el allá mañana… Pero lo mismo puede suceder con los pobres. Ser pobres no es automáticamente señal de que el mundo no te atrae. A algunos nos atrae más que a los ricos. Ellos ya están cansados de eso. Nosotros aún no sabemos como es. Un Padre económicamente acomodado, queriendo que

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su hijo supiera lo que es ser pobre, lo llevó al Honduras profundo para que pasara un par de días en el monte con una familia campesina. Pasaron tres días y dos noches en su vivienda del campo. En el carro, retornando a la ciudad, el padre preguntó a su hijo: —¿Qué te pareció la experiencia? «Buena», contestó el hijo con la mirada en la distancia. —Y... ¿qué aprendiste? —insistió el padre. El hijo le contestó: —Que nosotros tenemos un perro y ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina con agua estancada que llega a la mitad del jardín... y ellos tienen un río sin fin, de agua cristalina, donde hay pececitos, berro y otras bellezas. Que nosotros importamos linternas del Oriente para alumbrar nuestro jardín...mientras que ellos se alumbran con las estrellas y la luna. Nuestro patio llega hasta la cerca... y el de ellos llega al horizonte. Que nosotros compramos nuestra comida... ellos, siembran y cosechan la suya. Nosotros oímos CDs... ellos escuchan una perpetua sinfonía de bombines, pericos, ranas, sapos y otros animalitos... Todo esto a veces dominado por la sonora saloma de un vecino que trabaja su monte. Nosotros cocinamos en estufa eléctrica... ellos, todo lo que comen tiene ese glorioso sabor del fogón de leña. Para protegernos nosotros vivimos rodeados por un muro, con alarmas... Ellos viven con sus puertas abiertas, protegidos por la amistad de sus vecinos. Nosotros vivimos ‘conectados’ al celular, al Internet, al televisor... ellos, en cambio, están ‘conectados’ a la vida, al cielo, al sol, al agua, al verde del monte, a los animales, a sus siembras, a su familia. El padre quedó impactado por la profundidad de su

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hijo... y entonces el hijo terminó: —Gracias papá, por haberme enseñado lo pobre que somos. Ser pobre en espíritu significa reconocer nuestra pobreza espiritual si no estamos con Dios. Es vernos tal y como somos: perdidos, sin esperanza, sin salvación. Fuera del alcance de Jesús cada uno de nosotros, sin importar nuestra educación, nuestro puesto, o nuestra cuenta de banco, está destituido espiritualmente.

Aquellos que se dan cuenta que necesitan ordenar sus vidas hacia Dios y que dedican sus vidas para poner de nuevo en orden la creación de Dios son pobres en espíritu. En el centro de su ser, en el meollo de sus vidas, sus vidas dan testimonio de su dedicación de corazón a Dios, a la voluntad Divina, a la obra de Dios.4

El segundo principio que obtenemos de esta bienaventuranza es que debemos vaciar nuestras vidas antes de que las podamos llenar. Tenemos que ser pobres en espíritu antes de ser ricos en bendiciones espirituales. El vino viejo tiene que ser vaciado antes de recibir el vino nuevo. Tiene que haber una renovación tanto interna como externa. Internamente debemos reconocer la necesidad de un cambio y externamente debemos hacer cuanto esté a nuestro alcance, con la ayuda de Dios, por efectuar ese cambio. Cuentan que un hombre llegó a quejarse con el millonario Rothschild: —No es justo —dijo el hombre— que un hombre tenga millones y millones de dólares, mientras que su

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vecino casi no tiene nada en lo absoluto. Rothschild llamó a su secretario y le pidió que sacase la cuenta de cuanta era su fortuna. Mientras el secretario estaba haciendo esto, el banquero consultó un almanaque para saber cuanta gente había en el mundo. Cuando su secretario le indicó la cantidad, el banquero millonario hizo algunos cálculos y le dijo a su secretario: —Déle a este hombre tres centavos. Es la parte de mi fortuna que le toca. Por supuesto, es una broma, pero tiene que haber un cambio. No únicamente tu comida tiene que cambiar, sino también tu apetito. En realidad hay dos formas como podemos hacer a la gente feliz: añadimos a sus poseciones o les quitamos el deseo de tener más. Tu vida, entonces, tiene que ser como uno de esos programas en Trading Spaces. Los cambios nunca son fáciles. No siempre nos gustan. No siempre es lo que queremos. Pero, muchas veces, es lo que nos hace falta. La renovación en ti tiene que ser total. Tiene que ser tanto interna como externa. Mark Twain, el escritor norteamericano que nos diera Tom Sawyer y Huckleberry Finn, escribió una vez una carta abierta al Comodoro Vanderbilt:

¡Pobre Vanderbilt! ¡Qué lástima me das! Y lo digo honestamente. Eres un hombre viejo y deberías descansar, pero sigues luchando y negándote a ti mismo, robándote del sueño reparador y de la paz mental, porque necesitas dinero desesperadamente. Siempre me da pena ver a un hombre tan pobre como tu. No me mal interpretes, Vanderbilt. Yo se que tienes 70 millones de dólares; pero tu y yo sabemos que no es lo que un hombre tiene lo que lo hace rico. No, es el

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estar satisfecho con lo que uno tiene, eso es ser rico. Mientras uno necesite desesperadamente una cantidad adicional, ese hombre no es rico. Setenta veces setenta millones de dólares no lo pueden hacer rico, mientras su pobre corazón desee más. Soy lo suficientemente rico como para comprar el más barato de los caballos de tus establos, quizás, pero no puedo sincera y honestamente jurar que necesito otro caballo ahora mismo. Así que también soy rico. Pero tú, tienes setenta millones y necesitas 500 millones, y estás sufriendo porque no los consigues. Tu pobreza me sorprende. Te aseguro que no podría vivir 24 horas con la imperiosa necesidad de poseer 400 millones de dólares dándome vueltas en la cabeza. Me moriría de desesperación. Mi alma se duele tanto de tu pobreza que si vinieses conmigo te daría diez centavos y te diría: «Qué Dios se apiade de ti, pobre infortunado».5

Creo que Mark Twain le dio al clavo. No es lo que tienes, sino lo que tu esperas lo que te hace rico. No es lo que tu reconozcas, sino lo que tu hagas. A fin de cuentas, es tu vida tanto interna como externa. En tercer lugar debemos tener humildad para entrar en el reino de los cielos. Debemos vaciar nuestra vida de orgullo, de autosuficiencia, debemos reconocer nuestro estado indigno y pordiosero, y debemos dejar a Jesús morar en nosotros. Debemos renovar nuestra existencia. Y debemos ser humildes. Nadie puede entrar en el reino de los cielos hasta que no reconozca que no es digno de entrar en el mismo. La iglesia de Laodicea orgullosamente decía:

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Yo soy rica y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…

y no sabía que en realidad

era una desventurada, miserable, pobre, ciega y desnuda (Apocalipsis 3:17).

Los que rehúsan reconocer su estado son como aquella niña esclava romana que era ciega y se negaba a reconocerlo, insistiendo que todo el mundo estaba a oscuras. Mientras tu yo sea ensalzado no podrás entrar en el reino de los cielos. A menos que tu espíritu orgulloso se torne en un espíritu pobre, no puede entrar el Señor en tu vida, y no podrás entrar en el reino de los cielos.

Albert Schweitzer, escribió acerca de esto mismo:

La creencia en el Reino de Dios es la demanda más difícil que la fe cristiana nos hace. Se nos pide que creamos en lo que parece imposible, esto es, en la victoria de el espíritu de Dios sobre el espíritu del mundo. Nuestra confianza y nuestra esperanza están invertidas en el milagro que el espíritu puede producir.

Pero el milagro debe ocurrir en nosotros antes de que ocurra en el mundo. No nos atrevemos a esperar a que por nuestros esfuerzos podamos crear las condiciones de el reino en el mundo. Debemos ciertamente trabajar para lograrlo. Pero no puede haber un reino divino en el mundo, si no existe uno primero en nuestros corazones. El

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principio de el reino se encontrará en nuestra determinación de poner cada uno de nuestros pensamientos y acciones bajo el dominio del reino. No vamos a lograr nada sin un cambio interno. El espíritu de Dios va a luchar contra el espíritu del mundo cuando haya luchado contra el espíritu en nuestros corazones.6

Por último, tenemos que encontrarnos con Dios. Ser verdaderamente pobres encuentra su punto máximo cuando nuestra relación está entretejida con un conocimiento de Dios. Nunca vamos a conseguir una verdadera pobreza del espíritu mientras nos contemplamos a nosotros mismos o mientras contemplamos a los demás a nuestro alrededor. Contemplar al hombre no nos ayudará. ¿Por qué? Porque

engañoso es el corazón más que todas las cosas y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jeremías 17:9).

Nuestro corazón siempre nos va a mostrar a alguien que esté peor que nosotros. Alguien que sea más orgulloso, alguien que sea más gritón, alguien que sea más corajudo, alguien que cometa más errores que tú. Y te va a hacer sentir mejor. Te vas a felicitar. Vas a decir: «Hombre, después de todo no estoy tan mal». Y vas a caer en la trampa. Dios no te pide que te midas con los hombres. Tu medida es Cristo. Es Cristo a quien tienes que contemplar. Es a Cristo a quien tienes que conocer. Deja de compararte con tu mujer o con tu esposo. Deja de fijarte en el pastor o en el anciano. Pon tus ojos en Cristo. Es en Cristo en quien vas a encontrar la verdadera humildad. Es Cristo

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quien te va a mostrar los cambios que tienes que hacer en tu vida. Tienes que vivir para Cristo, no para conformar a los demás. Si de verdad has reconocido tu necesidad, si de verdad quieres que se efectúe un cambio, tienes que poner «los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Hebreos 12:2). Cada vez que te creas mejor que otro, cada vez que te fijes en las faltas y los errores de otro, ve a Jesús. Cada vez que te consideres mejor que los demás, cada vez que creas no tener faltas, ve a Jesús. Jesús tiene que ser tu modelo, no otro hombre. C. S. Lewis lo puso así:

Cuando encontramos que nuestra vida espiritual nos está haciendo sentir bien —sobre todo, cuando sentimos que somos mejores que algún otro— creo que estamos bajo la influencia no de Dios, sino del diablo. La verdadera prueba de estar en la presencia de Dios es que te olvidas de ti completamente o te ves a ti mismo como un objeto minúsculo y sucio. Es mejor olvidarte de ti mismo completamente.7

Cuando hayamos caminado por ese sendero nos vamos a dar cuenta, sin embargo, que es más fácil decirlo que hacerlo. Es más fácil decir que tenemos dependencia total de Dios, que hemos vaciado nuestras vidas, que somos humildes, que nos hemos encontrado con Dios, que el hacer esas cosas. Porque, de alguna manera, se nos ocurre que tú y yo lo podemos hacer. Que es cuestión

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de montarnos en nuestro caballo y «hi-o silver» (aunque los jóvenes de esta generación dirían que se suben a su SUV). Pero las cosas no son como en las películas y hasta el Llanero Solitario necesitaba la ayuda de Tonto. Lo que sucede entonces es que decimos que dejamos una cosa para tomar otra. Decimos que hemos adoptado esa pobreza espiritual, pero junto con ella podemos ponernos también la capa del legalismo. «Soy pobre, gracias a Dios…» A menos que tengamos presente un detalle que estuvo presente en la vida y las enseñanzas de Jesús. A menos que echemos mano de la gracia. Sin la gracia vamos a creer que lo hemos logrado, que somos unos campeones, que tenemos merecida la presea, que somos dignos de nuestra corona. Y no es cierto. Ni lo hemos logrado ni somos dignos. A menos que la gracia de Dios intervenga. En su libro What Jesus Meant (El mensaje de Jesús), Eric Kolbell lo pone mucho mejor que yo podría:

La gracia es la inspirada danza entre lo humano y lo divino. Es la promesa de Dios que somos dignos eternamente no por los contornos de nuestra identidad sino a pesar de los mismos, que somos seres humanos amados no por quienes somos sino por de quien somos. Es un amor que no se mide ni se calcula sino que se otorga plena y gratuitamente, que cae como lluvia de verano sobre la tierra sedienta, bañando y renovando tanto al justo como al injusto.7

Ser pobre en espíritu significa saber que tanto buenos como malos, justos e injustos, moros y cristianos, estamos vivos por la gracia de Dios. Es saber que el premio

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fue ganado por Cristo y que él está dispuesto a dártelo. Por gracia.

Jesús dijo:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:3).

¿Eres tú un pobre en espíritu? ¿Tienes a Jesús en tu corazón? ¿Te has encontrado y confrontado con el hombre del Getsemaní? Si no lo has hecho te invito a que lo hagas hoy. El te dará ese espíritu, esa humildad, ese concepto correcto de ti mismo y de tu función en esta tierra que te permitirá entrar en su reino.

1Marco A. Almazán, «Gastos Superfluos», El cañón de largo alcance (México: Editorial Jus, 1981), pp. 61-64.

2Joseph Henry Thayer, A Greek Lexicon of the New Testament (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, ND) sv «ptojós», p. 557.

3Ibid., sv pénes, pp 499, 500.4Michael H. Crosby, Spirituality of the Beatitudes

[Matthew’s Vision for the Church in an Unjust World], (Maryknoll, NY: Orbis Books, 2005), p. 43.

5«Religion and Ethics», por Albert Schweitzer de A Treasury of Albert Schweitzer, Ed. Thomas Kiernan. Philosophical Library, Inc., 1965. Citado en Collegiate Quarterly, 28 Sep 1980, p. 11.

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6Mark Twain, «Open Letter to Com. Vanderbilt», Collected Tales, Sketches, Speeches, & Essay: Volume One: 1852-1890 (University of California Press, 1992), p. 207.

7C. S. Lewis, Mere Christianity (New York: The MacMillan Company, 1958), pp. 96, 97.

8Erik Kolbell, What Jesus Meant: The Beatitudes and a Meaningful Life (Louisville: Westminster John Knox Press, 2003), p. 32.

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Harold S. Kushner, en la introducción de su libro Cuando le pasan cosas malas a la gente buena, comparte con nosotros su tragedia:

Nuestro hijo Aarón recién había cumplido tres años cuando nació nuestra hija Ariel. Aarón era un niño brillante y feliz que antes de los dos años de edad podía identificar una docena de dinosaurios diferentes y le podía explicar pacientemente a un adulto que los dinosaurios se habían extinguido. Mi esposa y yo nos habíamos preocupado por su salud desde el momento que dejó de ganar peso a la edad de ocho meses y desde el tiempo que su pelo se le empezó a caer después de que cumplió un año. Doctores prominentes lo habían examinado, le habían dado nombres complicados a su condición, y habían asegurado que sería muy bajito cuando creciera pero que sería normal en todo lo demás. Poco antes del nacimiento de nuestra hija, nos mudamos de Nueva York a un suburbio de Boston,

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donde yo llegué a ser el rabino de la congregación [judía] local. Descubrimos que el pediatra local estaba haciendo una investigación acerca de niños con problemas de crecimiento, así que le llevamos a Aarón. Dos meses más tarde —el día que nuestra hija nació— el [doctor] visitó a mi esposa en el hospital y nos dijo que la condición de nuestro hijo se llamaba progeria, «envejecimiento rápido». Nos dijo que Aarón nunca crecería más de tres pies de altura, no iba a tener pelo en su cabeza o su cuerpo, se iba a mirar como un viejito mientras era un niño, y que moriría entre los 12 y los 15 años de edad. ¿Cómo puede uno recibir ese tipo de noticias? Yo era un joven e inexperimentado rabino, que no estaba familiarizado con el proceso de aflicción como llegaría a estarlo, y lo que sentí mayormente ese día fue un profundo y doloroso sentimiento de injusticia. No tenía sentido. Yo había sido una buena persona. Había tratado de hacer lo correcto ante los ojos de Dios. Más que eso, estaba viviendo una vida más religiosa que la mayoría de las personas que yo conocía, personas que tenían familias grandes y saludables. Creía que estaba siguiendo los caminos de Dios y haciendo su obra. ¿Cómo le podía pasar esto a mi familia? Si Dios existía, si era mínimamente justo, ni siquiera amoroso y perdonador, ¿cómo me podía hacer esto a mí? Y aún si me pudiese persuadir que merecía este castigo por algún pecado de negligencia o de orgullo del cual no estaba consciente, ¿por qué tenía que sufrir Aarón? El era un niño inocente,

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un niño de tres años, feliz y saliente. ¿Por qué tenía que sufrir dolor físico y psicológico cada día de su vida? ¿Por qué teníamos que ser observados y señalados con el dedo doquiera que fuésemos? ¿Por qué tenía el que ser condenado a crecer como adolescente, ver otros niños y niñas comenzar a noviar, y darse cuenta que el nunca va a conocer el matrimonio, o lo que es ser padre? Simplemente no tenía sentido. Como la mayoría de la gente, mi esposa y yo habíamos crecido con la imagen de un Dios que es la figura de un padre sabio y todopoderoso que nos trataría tal y como lo harían nuestros padres terrenales, o aún mejor. Si éramos obedientes y dignos, el nos recompensaría. Si nos desviábamos del camino, el nos disciplinaría, de mala gana pero firmemente. El nos protegería para que no nos hiriésemos o de que nos hiriésemos a nosotros mismos y vería que obtuviésemos todo lo que merecíamos en esta vida. Como la mayoría de la gente, estaba consciente de las tragedias humanas que oscurecen el paisaje —los jóvenes que mueren en accidentes automovilísticos, las personas amorosas y felices que sufren enfermedades paralizadoras, los hijos retardados de vecinos y parientes de los cuales se habla en voz muy baja. Pero todos esos casos nunca me llevaron a preguntarme acerca de la justicia de Dios, o a poner en duda su equidad. Siempre asumí que él sabía más del mundo que yo. Entonces llegó el día en el hospital cuando el doctor nos plantó el caso de Aarón y nos explicó que quería decir progeria. Estaba en contradicción

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a todo lo que yo había creído. Unicamente podía repetir vez tras vez en mi mente: «Esto no puede estar pasando. Así no se supone que funcione el mundo». Tragedias como esta se suponía que le pasasen a la gente egoísta y deshonesta, a quienes yo, como rabino, trataría de confortar asegurándoles el amor perdonador de Dios. ¿Cómo me podía estar pasando a mí, a mi hijo, si lo que yo creía del mundo era verdad? Leí recientemente acerca de una madre Israelí que, cada año en el cumpleaños de su hijo, abandonaba la fiesta de su cumpleaños para ir a llorar en la privacidad de su cuarto, porque su hijo estaba ahora un año más cercano de hacer el servicio militar, un año más cerca de poner su vida en peligro, posiblemente un año más cerca para convertirse en uno de los miles de padres Israelíes que tendrían que estar ante la tumba de un hijo muerto en el campo de batalla. Leí eso y supe exactamente como me sentía. Cada año, en el cumpleaños de Aarón, mi esposa y yo celebrábamos. Nos gozábamos en su crecimiento y en sus habilidades. pero nos congelaba el conocimiento que cada año que pasaba nos llevaba más cerca del día en que sería arrebatado de nosotros.1

Pocos estaremos completamente familiarizados con las palabras y los sentimientos de este rabino, pero todos sabemos lo que es el llanto. Todos hemos tenido que tragar una lágrima amarga ante una tumba, ante una tragedia, ante una pérdida, ante un fracaso, ante una decepción. Desde el día que nacemos estamos marcados por el llanto y el dolor. Pareciera que esta vida esta saturada de ratos

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de llanto y ratos de más llanto. Los momentos felices son tan breves que casi no nos damos cuenta de ellos. El poeta español Miguel Hernández lo puso así:

Umbrío por la pena, casi bruno, porque la pena tizna cuando estalla, donde yo no me hallo no se halla hombre más apenado que ninguno. Pena con pena y pena desayuno, pena es mi paz y pena mi batalla, perro que no me deja ni se calla, siempre a su dueño fiel, pero importuno. Cardos, penas, me ponen su corona, cardos, penas, me azuzan sus leopardos y no me dejan bueno hueso alguno. No podrá con la pena mi persona circundada de penas y de cardos… ¡Cuánto penar para morirse uno!2

Las palabras de Jesús a este respecto fueron:

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación (Mateo 5:4).

Cuando hablamos de llorar nos estamos refiriendo a todo tipo de dolor y pena, angustia y desesperación. Porque el llanto puede venir vestido de diferentes trajes y con varios colores. Si fuésemos a tomar este pasaje literalmente entonces mientras más lloramos tenemos más esperanza de ser consolados. Quizás… Pero no todas las penas son iguales ni todos los llantos. Hay ciertas penas que son comunes a todas la humanidad, tanto de creyentes como de incrédulos. Algunas de estas son

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justas y legítimas. Penas por las cuales el Señor toma su tiempo y cuidado. Pero también hay penas anormales e ilegítimas, producidas por las pasiones pecaminosas. Las penas ilegítimas son aquellas que sienten los que ven sus planes pecaminosos frustrados, o las de quienes tienen su afecto y lealtad apuntado en la dirección incorrecta. A este tipo de personas el Señor no les provee consolación alguna. En la Biblia leemos por ejemplo que

estaba Amnón angustiado hasta enfermarse por Tamar su hermana, pues por ser ella virgen, le parecía a Amnón que sería difícil hacerle cosa alguna (2 Samuel 13:2).

La angustia de Amnón no era sino un deseo incestuoso hacia su hermana. Otros llevan una pena legítima a extremos ilegítimos. Cuando una persona se angustia tanto y por tanto tiempo sobre una pena que no le permite actuar normalmente, su pena se convierte en pecaminosa y destructiva. Este tipo de pena está relacionado con culpa, es esencialmente egoísta. Para el cristiano no es sino una señal de falta de confianza en Dios. Es el tipo de angustia que encontramos en el caso del rey David cuando su hijo Absalón fue muerto (2 Sam 18:33). Vamos ahora a ver las penas legítimas. Se trata de aquellas penas que requieren ser expresadas, que necesitan encontrar una válvula de escape para que nuestra vida pueda volver a la normalidad. Se trata de esos casos en los cuales las lágrimas cumplen una función desinfectante, porque de lo contrario la infección emotiva contaminaría todo el cuerpo y la mente.

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Así encontramos que Abraham lloró por la muerte de Sara:

Y murió Sara en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por Sara y a llorarla (Génesis 23:2).

Abraham no lloró la muerte de Sara por falta de fe, sino porque había perdido la compañía de su compañera. Había perdido a su amada. Abraham tenía el derecho de llorarla. Pero después de haber hecho esto, continuó viviendo. Continuó andando con el Señor. También leemos que nuestro Señor lloró ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35).

No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo que Jesús lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto el pesar humano como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba por Lázaro, pues iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos de los que estaban ahora llorando por Lázaro maquinarían pronto la muerte de aquel que era la resurrección y la vida.3

Jesús también lloró ante la ciudad de Jerusalén, que se negaba a reconocer al Mesías en su medio:

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! (Mateo 23:37).

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El llanto del cual Jesús está hablando en las bienaventuranzas no tiene que ver con ninguno de estos dos tipos de penas, legítimas o ilegítimas. Por supuesto, aquellos que lloran legítimamente son consolados de parte de Dios, pero no es de eso de lo que está hablando Jesús. El Señor no se está refiriendo al dolor circunstancial. Cuando hablamos de las bienaventuranzas, dijimos que makários es la felicidad que permanece a pesar de las circunstancias. Esa felicidad que permanece a pesar de las condiciones. Lo mismo se trata aquí con relación al sufrimiento, con relación al dolor, con relación a la tristeza. Jesús está hablando de la tristeza que es según Dios. El dolor que sienten aquellos que le aman, que le pertenecen. Se trata de la tristeza que únicamente los que conocen al Señor pueden experimentar con relación al mundo. El apóstol Pablo lo puso de esta manera:

Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte. Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! (2 Corintios 7:10,11).

Este es el tipo de tristeza del cual Jesús está hablando. Pena por el pecado, dolor por la condición del mundo, llanto por que el mensaje del Señor es rechazado. Se trata de la tristeza que lleva al arrepentimiento. La tristeza que es según Dios está ligada al arrepentimiento y el arrepentimiento está ligado al pecado. Ya hicimos claro que la única manera de entrar en el reino de los cielos es reconociendo nuestra insignificancia,

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nuestra inutilidad. La única manera como podemos ir a Jesús es vacíos, para poder ser llenados por su espíritu. Tenemos que humillarnos y reconocer nuestra pobreza porque sin ello no podemos entrar en el reino de los cielos. El primer principio que obtenemos de esta bienaventuranza es que necesitamos despertar a la espantosa realidad del pecado y sentirnos tristes ante el mismo. Pero de nuevo esta tristeza tiene que ser tanto interna como externa. Tiene que haber un reconocimiento de la realidad del mundo de pecado y tiene que haber un esfuerzo decidido por hacer nuestra parte. Muchas veces somos como aquella mujer que su esposo había comprado una buena cantidad de seguro de vida nombrándola como su beneficiaria. El hombre se murió un día y la mujer recibió una enorme suma de la compañía de seguros. Lo primero que la mujer hizo fue ir de compras. Compró todo un ajuar de ropas de luto. Todo de la mejor calidad. Todo de lo más caro. Después que hubo hecho sus compras invitó a sus amigas para que viniesen a admirar su ropero. Al ver tanta ropa de color negro, una de sus amigas le hizo una observación: —¿Para qué compraste ropa interior de color negro? —Hija, cuando yo me pongo de luto, ¡me pongo completamente de luto!— le respondió la viuda inmediatamente. Algunas veces somos como esa viuda. Reconocemos los problemas y aprovechamos las circunstancias a lo máximo… para nuestro beneficio. Nos olvidamos de Dios. ¡Es necesario tener a Dios en cuenta! El reconocimiento tiene que ser total. En su libro El costo del discipulado, Dietrich Bonhoeffer nos lo pinta de esta manera:

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Por «llorar» Jesús, por supuesto, quiere decir vivir sin lo que el mundo llama paz y prosperidad: El quiere decir rehusar a estar en sintonía con el mundo o a acomodarse a sus estándares. Tales hombres lloran por el mundo, por su culpa, su destino y su fortuna. Mientras el mundo celebra fiestas ellos observan y mientras el mundo canta: «Traigan rosas mientras puedan», ellos lloran. Ven que por toda la jovialidad abordo, el barco se está empezando a hundir. El mundo sueña en progresar, en poder y en futuro, pero los discípulos meditan en el fin, el juicio final, y la venida del reino. A tales alturas el mundo no podrá elevarse. Y de esta manera los discípulos son extranjeros en el mundo, son huéspedes no-bienvenidos que disturban la paz. ¡Can razón el mundo los rechaza!

Ellos simplemente llevan a cuestas el sufrimiento que les viene conforme tratan de seguir a Jesús, y lo llevan a cuestas por su causa. La tristeza no puede cansarlos o gastarlos, no los puede amargar o quebrantarlos bajo la carga; nada de eso, pues ellos llevan a cuestas su tristeza en la fuerza de Aquel que los lleva a cuestas, quien llevó el sufrimiento de todo el mundo a la cruz… Así ellos encuentran su hogar con el Señor crucificado tanto aquí como en la eternidad.4

Pero llorar no es aún suficiente. Tenemos que hacer algo. Es aquí donde tú haces la diferencia. El mundo no va a cambiar hasta que cambies tú. Pero una vez que hayas cambiado, tienes que luchar para mejorarlo. Aquí es donde tienes que actuar externamente. Es tu acción en el mundo la que habla del impacto que Jesús ha hecho

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en tu corazón. Es cuando tu extiendes la mano y tocas a los que están alrededor tuyo que tu llanto se convierte en una fuente de colores. Puedes pasarte toda la vida llorando y no va a hacer ninguna diferencia… porque el llanto no es literal. El llanto tiene que ser interno y la acción externa. Elie Wiesel, un sobreviviente de los campos de concentración nazis ha dicho que «lo opuesto de la vida no es la muerte, sino la indiferencia». No podemos ser indiferentes. Tenemos que actuar.

La vida se afirma en el dolor porque dolerse quiere decir que algo ha revuelto nuestras pasiones, nos ha pedido que nos preocupemos por algo, nos ha dado el valor de darle una parte de nuestro corazón. Amar es doloroso porque se arriesga a perder; la indiferencia es trágica porque no arriesga nada.5

¿Estás tu llorando por el mundo? ¿Estás consciente del mundo de pecado en el que vives? ¿Te das cuenta que está yendo paso a paso hacia su propia destrucción? Si la respuesta es sí, la siguiente pregunta es: ¿Qué estás haciendo por el mundo en el mundo? ¿Estás muy conforme sabiendo que tienes el consuelo del Señor? Únicamente podemos recibir el consuelo del Señor en la medida que nos portamos como el Señor del consuelo. Únicamente. Llorar no es suficiente. Tienes que actuar. Tienes que hacer un impacto en tu comunidad, en tu vecindario, en tu familia. Tienes que convertirte tanto interna como externamente. El segundo principio que obtenemos de este pasaje es que tenemos que tomar las cosas en serio. El reino de los

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cielos no es para tomarse a la ligera. No es para jugar. No es para divertirse. No es para pasar un buen rato. Es un asunto de vida o muerte. Tiene que ser tomado en serio. Joni Eareckson Tada, que no era ajena al gran sufrimiento, escribe: «Fuiste hecho con un propósito, que es hacer que Dios sea real para los que te rodean».6

El Nuevo Testamento usa nueve palabras diferentes para hablar de la tristeza, reflejando lo común que ésta es en la vida del hombre. El dolor está entretejido en la naturaleza del hombre y sus situaciones. La historia del mundo es una historia anegada de lágrimas. De las nueve palabras para describir la tristeza, la palabra que se usa en este pasaje (Mat 5:4), es penthéo. Quiere decir llorar. Es la más fuerte, la más severa, la más dura de todas las nueve. Representa el dolor del corazón más profundo. Estaba generalmente designada para describir la tristeza que siente alguien cuando un ser querido moría. En el Antiguo Testamento es usada en la Septuaginta para describir la tristeza de Jacob cuando le dijeron que José había muerto (Gén 37:34). En el Nuevo Testamento también es usada para describir la tristeza de los discípulos antes que se enterasen que Jesús había resucitado (Mat 16:10). En ambos casos algo drástico había sucedido. En ambos casos se trataba de la pérdida de un ser querido. Ambos casos eran para ser tomados en serio. De la misma manera el reino de los cielos tiene que ser tomado en serio. Por si no lo sabes, yo no soy serio por naturaleza. Me gusta bromear. Me gusta que la gente se ría. Pero una cosa es reírse y otra cosa es burlarse. Una cosa es ser alegre y otra cosa es tomar las cosas a la ligera. Todo tiene su tiempo. Este es el tiempo de tomar las cosas en serio. Este es el tiempo de pensar en nuestra condición. Este es el tiempo de hacer una decisión.

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Este es el tiempo de decidir si nuestro blanco es ser felices y satisfechos de acuerdo al mundo o glorificar a Dios. Esto es un tanto cuanto contradictorio, como las bienaventuranzas, porque estamos acostumbrados a buscar siempre la felicidad y las complacencias. Nuestra mentalidad occidental nos lleva a buscar el confort. Nos matamos hasta el cansancio para estar felices y satisfechos. Pero nos olvidamos que lo más importante es glorificar a Dios en nuestra vida. En tercer lugar este pasaje nos dice que tenemos que centrar nuestra atención en Dios. No es en el mundo o en el pecado que debemos de concentrarnos. No es en nosotros. No es en el pecado. Tenemos que concentrarnos en Dios quien únicamente puede perdonar nuestros pecados y cambiar nuestra vida. Esta es la actitud que encontramos en Romanos 7. Se ha debatido mucho sobre este pasaje. Hay quienes dicen que se trata de Pablo antes de convertirse y quienes dicen que es después de su conversión. Yo creo que es este último. Tu puedes creer lo que quieras. ¿Por qué creo esto? Porque me parece que es la experiencia de todos nosotros. Porque encuentro que aunque se nos promete hoy victoria sobre el pecado, no se nos da hoy. Dios nos podría quitar la inclinación a pecar una vez que aceptamos a Jesús, pero no lo hace. No nos convierte en robots. No deja el libre albedrío. Hace algunas semanas atrás escuché en las noticias de un tipo que había sido castrado por haber abusado de unos menores. Después de la operación fue puesto en libertad. Ese fue su castigo. Ahora fue detenido de nuevo porque el hombre había asaltado sexualmente a otros menores. ¿Cómo pudo ser esto? Se preguntaban las autoridades, hasta que descubrieron que el hombre había

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estado tomando hormonas para volver a sentir el placer sexual perdido en la operación. Ser cristiano no significa haber perdido el gusto por el pecado, significa haber sido perdonados y tener la actitud mental correcta. La marca de un cristianismo maduro no es una vida sin pecado, sino una creciente consciencia de pecado.

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1:8, 9).

¡Únicamente en el cielo vamos a vivir sin pecado! Es por eso que tenemos que fijarnos en Dios. Dios es quien tiene la solución a nuestros pecados. Es Dios a quien tenemos que acudir. Es en el en quien nos tenemos que fijar. Por último, cuando lloramos al darnos cuenta de la condición del mundo y de nuestra propia condición, recibimos la consolación del Señor. Este consuelo no es para todo el que llora, sino para el que llora a causa del pecado. La consolación del Señor está reservada para los de corazón contrito. Esta consolación no la recibimos al fin de este mundo, sino cuando nos encontramos con Jesús cara a cara. La consolación está en el futuro en el sentido que recibimos la bendición después que obedecemos; la consolación viene después del llanto. De esta manera, cuando lloramos continuamente sobre el pecado, somos consolados continuamente, somos bendecidos continuamente. Es esto lo que nos hace felices. La felicidad viene a los

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que están tristes porque su tristeza es según Dios y les proporciona la consolación que Dios está dispuesto a dar. Jesús nos dice:

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar (Mateo 11:28).

Lo podríamos parafrasear:

Venid a mí todos los que habéis llorado a causa del pecado y sentís la tristeza que es según Dios, y yo os consolaré…

Por supuesto, Cristo te quiere consolar. El Señor quiere darte la felicidad que tu corazón necesita. ¿Estás listo para recibirla? El Señor te la dará en la medida que tu corazón se empobrece y llora a causa del pecado. ¿Está tu corazón llorando? ¿Por qué está llorando? Si está llorando por la causa correcta, el Señor te consolará. Pon tu vida en sus manos. El la va a transformar. Te lo prometo. Porque él lo prometió.

1Harold S. Kushner, When Bad Things Happen to Good People (New York: Avon Books, 1981), pp. 1-4.

2Miguel Hernández, El rayo que no cesa (Argentina: Espasa-Calpe Argentina, S.A., 1949), p. 107.

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3Elena White, El deseado de todas las gentes (Mountain View, CA: Pacific Press Publishing Associatin, 1975), p. 490. 4Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship (New York: McMillan, 1963), pp. 121,122.

5Erik Kolbell, What Jesus Meant: The Beatitudes and a Meaningful Life (Louisville: Westminster John Knox Press, 2003), p. 32. 6Joni Eareckson Tada, When Is It Right to Die? (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1992), 118.

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El Papa había ordenado que todos los judíos tenían que salir de Roma. el edicto al parecer era irrevocable. La población judía en Roma estaba asustadísima y no sabía qué hacer. El

Consejo de Rabinos llamó a una sesión de emergencia para tratar el asunto. Después de debatir por algunas horas, se nombró un comité para ir a hablar con el Papa. El Papa recibió a los emisarios, quienes pidieron clemencia de parte del soberano. Después de deliberar un poco con sus cardenales el Papa consintió que los judíos se podían quedar en Roma si ganaban en un debate público. El debate sería contra el mismo Papa y él sería el juez que determinaría el ganador. Los emisarios se apresuraron a llevar las condiciones papales al resto del grupo. Cuando escucharon los términos se llenaron de júbilo y empezaron a celebrar. Pero, uno de los rabinos, de súbito preguntó: —¿Quién va a ser el que va a debatir con el Papa? Todos quedaron en silencio y miraron hacia el Rabino Principal de la Sinagoga. —¡Ni hablar! —gritó este—. Ni de loco que estuviera.

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Yo no voy. —Pero, ¿quién va a ir? —preguntaron otros. Las miradas de todos se posaron ahora en el secretario de la Congregación. —¿Yo? —aulló el secretario— No, por el amor de Dios, yo no. Yo no se debatir… Me pongo nervioso… Se me traba la lengua… No, yo no. ¡Qué vaya otro! ¡qué vaya otro! ¡yo no voy! Las miradas del Consejo se posaron entonces en el Escriba Principal, quien tragó saliva y se desmayó. Las miradas de todos se volvieron hacia el Rabino principal de nuevo pero este rehusó firmemente. —¡Todavía soy joven! ¡Aún tengo mucho que dar! ¡No sean crueles! ¡Yo no, por favor, yo no! Los judíos estaban desesperados. Y ahora, ¿quién nos podrá defender? Limpiando el balcón de la sinagoga estaba el conserje, quien había contemplado asombrado todo este debate. —Yo iré —dijo de pronto. Todos los judíos miraron hacia el balcón, del cual bajaba con paso lento pero seguro el conserje. —¿Tú? —dijeron a coro todos los reunidos. —Sí, yo… —repuso el conserje.—¿Estás delirando? ¿Estás loco? ¿Cómo vas a ir tú? —atajó uno de los reunidos. —Bueno… —contestó el conserje— Ninguno de ustedes quiere ir… Y, si alguien tiene que comparecer ante el Papa, yo estoy dispuesto a hacerlo… —Es verdad —dijeron los judíos a coro—. Después de todo el Papa no te conoce… ¿Estás seguro que quieres ir? —Que me despierten a media noche y me lo pregunten —repuso el conserje. Así que los rabinos se reunieron y dieron consejos al

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conserje de cómo debía hablar y qué cosas decir cuando estuviese ante el Papa. Por fin llegó el día señalado. La plaza de San Pedro estaba repleta de gente. Las noticias del debate se habían esparcido por toda Italia. «El Papa va a debatir con el más sabio de los judíos». Ante la pompa pontifica digna del momento, tomó su lugar el Papa con todo su séquito de Cardenales y Obispos. Era un espectáculo que hacía a la gente derramar babas, aunque tuvieran la boca cerrada. Después que el cortejo papal tomó lugar, entraron los judíos. Desde el mayor hasta el menor entraron con toda dignidad pero tímidamente. Al último entró el conserje, vestido con ropajes rabínicos. El Papa tomó su puesto y el judío tomó el suyo. Al sonar las fanfarrias papales el debate se inició. Para empezar el Papa señaló con un dedo hacia el cielo. El judío con el mismo dedo señaló hacia la tierra. Después el Papa señaló con el dedo índice al judío. El judío señaló con tres dedos hacia el Papa. El Papa sacó una manzana de entre sus ropas y, poniéndola en la palma de su mano, la mostró al judío. El judío sacó de entre sus ropas un pedazo de matzo, el pan sin levadura, plano como galleta, que comen los judíos, y se lo mostró al Papa en la palma de su mano. —¡Los judíos ganan! ¡Se pueden quedar en Roma! —exclamó el Papa. Diciendo esto, se dirigió hacia sus aposentos, seguido por todo su séquito. No es necesario decir que todos querían saber qué había sido aquello. Una vez en su cámara papal, uno de los cardenales le preguntó: —Su Señoría, ¿podría explicarnos en que consistió el debate? —Bueno… —repuso el Pontífice— Estos judíos son mucho más sabios de lo que creíamos. Por lo menos el

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rabino con el que me debatí tiene que ser el más educado y sabio, con el puesto más elevado en toda Europa, si no en todo el mundo… —Sí, pero, ¡qué fue el debate! —insistieron los cardenales. —Para empezar yo quise probar su teología. Con un dedo en alto yo le indiqué que hay un solo Dios en el universo. A esto este gran maestro judío me respondió que es cierto, pero, señalando con su dedo me dijo que el diablo está en la tierra… Después le pregunté acerca de la trinidad. Señalándolo con mi dedo le hice saber que ese Dios es uno solo. El me contestó que ese Dios era uno pero en tres personas. —Y ¿qué fue eso de la manzana? —le interrumpió un cardenal. —Bueno… Ustedes saben que últimamente andan por allí diciendo que la tierra es redonda… Bueno, yo quise saber qué es lo que ellos creen. Pero me indicó que la tierra es plana como un matzo… Así que ganaron. ¡Ese judío es un gran entendido de la Biblia y de la filosofía! Por otro lado, todos los judíos estaban celebrando la victoria de su campeón. Pero también querían saber que era lo que había pasado. Llevaron al conserje a la sinagoga y le preguntaron qué había sido el debate, pues tampoco habían entendido. —Naaa… —replicó el conserje— Fue algo muy simple y sencillo… Primero el Papa con un dedo en alto me dijo: «Los judíos se tienen que ir de Roma». Y yo le contesté, apuntando hacia el suelo: «No señor, aquí nos quedamos». Después me dijo que primero se caía muerto antes que nos quedáramos. Yo le dije que se iba a caer muerto tres veces, pero que nos íbamos a quedar… Después el sacó su almuerzo y yo saqué el mío…1

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Creo que esta historia ilustra vivamente lo que el apóstol Pablo escribiera a los Corintios:

Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia (1 Corintios 1:26-29).

Dios no necesita fuerza ni número. El es capaz de hacerlo todo él solo y de usar a aquellos que nos parecen más insignificantes. Cuando nosotros nos sentimos más arriba, superiores, con más capacidades, con más educación, con más talentos, Dios nos dice: «Hazte a un lado, no me haces falta». Porque Dios puede usar al menos educado, al menos talentoso, al más humilde… si pone su vida en sus manos. Con frecuencia nos sentimos desanimados. Nos sentimos incompetentes. Y nos preguntamos, ¿para qué vine a este mundo? ¿para ser un don nadie? Mientras queramos salir de ser un don nadie por nuestra propia iniciativa nunca lo vamos a conseguir. Cuando ponemos nuestra inutilidad en sus manos, Dios nos usa como instrumentos para mostrar al hombre que es él quien está detrás de todas las cosas. Dios te puede usar y hacer maravillas contigo, si tan solo se lo permites.

Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los

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hombres (1 Corintios 1:25).

Es en este mismo contexto que las bienaventuranzas nos hablan. Jesús nos dice:

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad (Mateo 5:5).

Para nosotros, como en los días de Jesús, esto es un poco contradictorio. Vivimos en una época en la que la ley del más fuerte es la que se impone. El que está más armado es el que ríe al último y el que ríe mejor. Hay que aplicar siempre la ley de la ventaja. El mundo se rige cada día por la regla de oro: «Quien tiene el oro, pone las reglas». Si no eres astuto te comen el mandado… Y Jesús nos está diciendo que seamos mansos. Este tema lo encontramos también en otros pasajes. El apóstol Santiago contrasta la mansedumbre con la inmundicia y la abundancia de malicia:

Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas (Santiago 1:21).

No es de asombrar que el apóstol Pablo cataloga a la mansedumbre como fruto del espíritu:

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley (Gálatas 5:22, 23).

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Y como parte de la vestimenta del cristiano:

Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia… (Colosenses 3:12).

Estos y otros pasajes más en las Escrituras nos enseñan que la mansedumbre es una característica por medio de la cual las promesas de Dios de darnos sus bendiciones nos llegan a nosotros. No es una característica humana. Es el resultado de la acción sobrenatural de Dios en nuestra vida. La palabra mansedumbre es la traducción de la palabra griega práos, que básicamente quiere decir apacible o suave.

El término algunas veces se usaba para describir una medicina confortante o una brisa suave. Se usaba para describir a los potrillos y a otros animales cuyo espíritus naturalmente salvajes eran amansados por un domador para que pudiesen ser útiles para el trabajo. Como una actitud humana significaba ser dócil de espíritu, humilde, sumiso, calmado, de corazón tierno.2

Ser manso no significa lo que la gente piensa. No significa ser de espíritu débil. No significa debilidad o indolencia. No quiere decir que uno sea cobarde.

La mansedumbre es una actitud del corazón, la mente y la vida que prepara el camino para la santificación. «Mansedumbre» hacia Dios significa

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que aceptamos su voluntad y su trato con nosotros como bueno, y nos sometemos a él en todas las cosas sin tardanza.2

El primer principio que quiero que obtengamos de todo esto es que ser manso es esencialmente tener una opinión correcta de nosotros mismos. Barclay pone esta bienaventuranza de esta manera:

Bienaventurado el hombre que está siempre enojado cuando tiene que estarlo y que nunca está enojado cuando no tiene que estarlo.3

Ser manso es conocerte a ti mismo. Es poner tu vida en contacto con el Altísimo y darte cuenta de cuando tienes que ser de una manera y cuando ser de otra. Ser cristiano no significa ser monótono, sino activo. Significa tener los sentidos abiertos para poder gozar tanto de una tarde lluviosa de otoño como de una hermosa mañana de primavera. Es poder gozarse en un paisaje desértico y de una caída de agua en las montañas. Es darse cuenta que todo tiene su lugar. Moisés y Abraham fueron mansos y humildes cuando se dieron cuenta y reconocieron que tenían que depender de Dios porque sin él no podía triunfar. Ser mansos significa, pues, verte tal y como eres lejos de Jesús. Significa dejar de gloriarte a ti mismo y dar la gloria a Dios por lo que hace a través de ti. Significa reconocer que en ti no hay nada digno, nada de que estar orgulloso. Significa estar dispuesto de corazón a ser el más humilde de los servidores. Significa no estar luchando por un puesto o por un título. De esas cosas Dios se encargará… a su tiempo.

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La persona mansa no se compadece de sí misma, no busca la simpatía de otros. Se cuenta de un vagabundo profesional que llegó a la zona residencial de una ciudad y buscó la mejor casa. Sentada en el pórtico del frente de su casa estaba una señora de alcurnia, elegantemente tomando té y leyendo. El vagabundo, para ganar la simpatía de la dama, se postró de rodillas y empezó a comer el pasto frente a la casa. —¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó la dama de sociedad, alarmada. —Estoy comiendo, señora —respondió el vagabundo—. Tengo tanta hambre que puedo comer pasto… —¡Pobre hombre! —exclamó la dama, su rostro lleno de simpatía hacia el vagabundo— ¿Podría venir por la puerta de atrás? —hizo una pausa y continuó— El pasto es más alto en la parte de atrás… ¡La persona que es mansa no necesita buscar simpatía! No necesita que los demás se compadezcan de ella. No necesita escuchar tampoco elogios de ningún tipo. La persona que es mansa no se molesta ni se asusta cuando otros la censuran. La persona que es mansa tiene toda su confianza puesta en Jesús. En segundo lugar, ser manso significa estar dispuesto a ser guiado por el Espíritu Santo. El rey David escribió:

Confía en Jehová, y haz el bien; y habitarás en la tierra, y te apacentarás de la verdad.

Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.

Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará.

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Exhibirá tu justicia como la luz, y tu derecho como el medio día.

Guarda silencio ante Jehová, y espera en él.No te alteres con motivo del que prospera en su

camino, por el hombre que hace maldades (Salmo 37:3-7).

Y después termina diciendo:

Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí.

Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz (vs. 10, 11).

¿Quiénes son los mansos, según el Salmo 37? Los que confían en el Señor. Los que permiten ser guiados por su Espíritu. Los que ponen su confianza en él y le permiten hacer con su vida lo que Dios tenga planeado. Son aquellos que se gozan en los planes del Señor y que ponen su confianza en él. Estos son los mansos, los felices, de acuerdo con Jesús. Estos son los que heredarán la tierra. Por supuesto, estar dispuestos a ser guiados por Dios es el resultado directo de aquel que tiene la opinión correcta de sí mismo. El Salmo 25 nos dice:

Encaminará a los humildes por el juicio,y enseñará a los mansos su carrera (v. 9).

Mansedumbre es entonces una disposición del corazón que es susceptible a la dirección del Espíritu Santo. Esta disposición es lo contrario a un espíritu altanero que se rebela a la voluntad divina. Se trata entonces de un

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espíritu que sigue a Dios no porque tiene que obedecerle, sino porque quiere hacerlo. Se trata de una actitud de fe que confía que Dios sabe lo que es mejor. Es una actitud que no hace preguntas. Es una actitud que está dispuesta a obedecer. Es la clase de actitud que está constantemente a la espera de una orden. Pero debemos de tener siempre presente que la orden debe de proceder de Dios. La obediencia debe de estar dirigida a quien no nos guiará a hacer lo incorrecto. A quien tiene el bien supremo por sobre todas las cosas. En las palabras de Jim Forest:

Comprendida bíblicamente, la mansedumbre significa hacer decisiones y ejercitar la fuerza con un punto de referencia divino y no social. La mansedumbre no tiene nada que ver con la obediencia ciega a los gobernantes de cualquier país donde te toque vivir, a los jefes en nuestro trabajo, o complacer a esa fuerza todavía más poderosa, aquellos con quienes nos codeamos. Los cristianos mansos no permiten ser zarandeados por la marea del poder político o ser guiados por el olor del dinero. Tales personas a la deriva se han apartado de su conciencia, de la voz de Dios en sus corazones, y han despilfarrado la libertad que Dios les ha proveído. La mansedumbre es un atributo del seguidor de Cristo, cualquiera que sean los riesgos.4

Elena White, en el libro La Educación lo puso de esta manera:

La mayor necesidad del mundo es la de hombres

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que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos.5

En tercer lugar ser manso significa control propio, o «control divino».

Un hombre «manso» tiene el yo bajo completo control. Por medio de la auto exaltación nuestros primeros padres perdieron el reino que les fue confiado; por medio de la mansedumbre lo podemos reconquistar.6

Control propio. Quizás el más difícil de todos los controles. Es curioso que el hombre pueda controlar enormes cantidades de agua, que pueda controlar enormes cantidades de electricidad, que pueda controlar enormes barcos, inmensas ciudades, pero no se pueda controlar a sí mismo. El apóstol Santiago tuvo esta misma queja:

Porque toda la naturaleza de bestias, de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal (Santiago 3:7, 8).

Y lo mismo podríamos aplicar a nuestra naturaleza.

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porque así como la lengua, todo nuestro ser pareciera ser insujetable, incontrolable. No queremos o no nos sabemos controlar. Con frecuencia reconocemos nuestra situación, como Jesús nos pide en las bienaventuranzas. Reconocemos que somos indignos. Reconocemos que somos pordioseros. Reconocemos que nuestra vida está llena de pecado. Reconocemos que somos un trapo de inmundicia. Y lo podemos decir frente a quien sea. Yo mismo te puedo decir ahora mismo que soy el peor de los hombres. Te puedo decir que soy un pecador empedernido. Te puedo decir que no soy digno del perdón divino. Lo puedo reconocer. Y soy perfectamente honesto… Yo lo puedo decir. Tu lo puedes decir… de ti mismo. ¡Guárdate de decirlo de otro! ¿Por qué? Porque reconocemos para adentro. Porque nos molesta que otro nos diga la verdad. Lo reconozco yo. Tú, ¿para qué te metes en lo que no es tuyo? ¡Y nos insultamos! Estamos dispuestos a pelearnos con quien sea. Juramos que eso es asunto nuestro. De nadie más. Pues bien, ser verdaderamente manso es estar dispuesto a reconocerlo cuando los demás también se dan cuenta. Ser manso es saber que los demás lo saben y lo están diciendo y actuar con la misma suavidad, con la misma actitud, que si nos estuvieran elogiando. Significa controlar nuestra furia y nuestro enojo. Significa no echarle en cara a la otra persona sus verdades. Significa reconocer la verdad tanto interna como externamente. Y no hacer nada contra la otra persona, cuando podríamos hacerlo. El mayor ejemplo de mansedumbre fue nuestro Señor Jesucristo. El es la personificación misma de lo que es ser manso. El apóstol Pablo nos invita:

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Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Filipenses 2:5-8).

¡Qué ejemplo de mansedumbre! ¿Te has medido con Jesús últimamente? ¿Crees que eres manso? tienes que serlo, si deseas heredar la tierra.

Un día Dios va a reclamar completamente su dominio terrenal y aquellos que han llegado a ser sus hijos por medio de la fe en su Hijo reinarán ese dominio con él. Y los únicos que lleguen a ser sus hijos y los sujetos de su reino divino son aquellos que son mansos, aquellos que son humildes, porque comprenden su pecaminosidad y su indignidad y ponen su vida en las manos de la misericordia de Dios.7

¿Estás tu poniendo tu vida en las manos de Dios? Si quieres heredar la tierra tienes que ir a Jesús y ponerte completamente bajo su misericordia. La recompensa es grande. Es para todos. Y es para ti particularmente. Jesús quiere que reines con él en la tierra nueva. Jesús te la quiere dar.

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1Isaac Asimov, Treasury of Humor (New York, NY: Houghton Mifflin Company, 1971), pp. 40-42. 2John MacArthur, Jr. The MacArthur New Testament Commentary, Matthew 1-7 (Chicago: Moody Press, 1985), p. 170.

3Seventh-day Adventist Bible Commentary, vol 5, pp. 325, 326.

4William Barclay, Matthew, p. 91.5Jim Forest, The Ladder of the Beatitudes (Maryknoll,

NY: Orbis Books, 2003), pp. 49, 50.6Elena White, La Educación (Pacific Press, 2001), p.

58.7Adventist Commentary, Ibid., p. 326.8MacArthur, Ibid., p. 174.

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Una tarde, después de un largo viaje entre las montañas, Jesús y Pedro pararon ante la casa de cierta mujer y le pidieron hospedaje por esa noche. La mujer los miró de pie a cabeza

y les contestó: —Mi casa no es albergue de vagabundos. —Por el amor de Dios, señora… —repuso Pedro. Pero la mujer les cerró la puerta en sus narices. Tan quisquilloso como siempre, Pedro miró al Señor para ver como iba a reaccionar. El estaba seguro de qué era lo que había que hacer con esa mujer. Pero el Señor lo ignoró y siguió caminando a una casa más humilde que estaba toda negra de tizne. Dentro de la casa una mujercita estaba hilando junto al fuego. —Señora, ¿podría ser tan amable de darnos posada por esta noche? Hemos venido viajando por largo rato y no tenemos fuerza para seguir adelante. —¡Por supuesto! ¡Qué se haga la voluntad de Dios! No se detengan, buenos hombres. Además, ¿a dónde más podrían ir, pues ya se hizo completamente noche? Haré lo poco que pueda para que estén cómodos. Mientras tanto,

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vengan y caliéntense un poco junto al fuego. Apuesto que también tienen hambre… —No está usted muy lejos de la verdad —le respondió Pedro. Así que la mujercita, que se llamaba doña Catina, echó unos cuantos leños al fuego y empezó a hacer la cena—sopa y los frijoles más tiernos, para el gusto de Pedro, y un poquito de miel que mantenía colgando de las vigas de la casa. Después los llevó a dormir en la paja. —Una buena mujer —dijo Pedro, estirándose de contento. Muy temprano por la mañana, después de haberse despedido de doña Catina, el Señor le dijo: —Señora, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto se marcharon. La mujercita se sentó una vez más a hilar, e hiló e hiló e hiló todo aquel día. La lanzadora fue y vino en el urdimbre y la casa se llenó de ropa, ropa, ropa; salía por la puerta y por las ventanas, apilándose hasta el techo de la casa. Al caer la tarde la vecina Giacoma fue a visitar a doña Catina. La vecina Giacoma era la mujer que les había cerrado la puerta en las narices a Jesús y a Pedro. Vio toda la ropa y no dejó a doña Catina respirar por un minuto hasta que la mujercita le hubo contado toda la historia. Al enterarse que los dos extranjeros que ella no había querido recibir eran los responsables de la prosperidad de su vecina, sentía ganas de darse puntapiés. —¿Sabes si esos dos extranjeros van a regresar?—le preguntó a doña Catina. —Creo que sí. Dijeron que únicamente iban a ir al valle abajo. —Bueno, si regresan, mándalos a mi casa, por favor,

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para que me puedan hacer un favor también… —Con mucho gusto, vecina. Así que cuando llegó la noche y los dos viajeros llegaron a su casa, doña Catina les dijo: —Para decirles la verdad, mi casa está demasiado llena para recibirlos esta noche. Pero vayan a casa de Giacoma, mi vecina, es esa casa allá abajo, y ella se va a desvivir por atenderlos. Pedro, que nunca olvidaba cosa alguna, hizo una mueca fea y estaba a punto de decir lo que pensaba de la vecina Giacoma. El Señor, sin embargo, le señaló que se callara y fueron a la otra casa. Esta vez la mujer hizo un gran escándalo por su visita. —¡Buenas noches! ¡Buenas noches! ¿Tuvieron los señores un buen viaje? Pero pasen, por favor, pasen… Somos gente pobre, pero somos todo corazón. ¿Por qué no se acercan al fuego y se calientan un poco? Les voy a hacer cena ahora mismo… Así que, en medio de todo este alboroto, el Señor y Pedro cenaron y durmieron en casa de Giacoma, la vecina, y se preparaban para despedirse a la mañana siguiente mientras la mujer seguía haciendo todo tipo de honores y de gestos de atención. —Señora —le dijo el Señor—, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto, se marcharon. —¡Ahora les voy a mostrar lo que yo puedo hacer —se dijo con regocijo la vecina mientras se enrollaba las mangas— Voy a hilar el doble de ropa de lo que hiló doña Catina…Pero antes de sentarse en la rueca, para no tener que interrumpir sus labores más tarde, decidió ir corriendo a la letrina para vaciar su vejiga. Llegó a la letrina y

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empezó —y le parecía que lo estaba haciendo muy de prisa— pero no podía terminar. —¡Oh, misericordia! ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué no puedo terminar? ¿Comería algo que me hizo daño? ¡Santos cielos! Pero… no puede ser que… Media hora más tarde trató de levantarse e ir a la rueca. Por supuesto, tuvo que volver corriendo a la letrina de nuevo. Y allí se pasó todo el día. El resultado fue algo muy distinto a la ropa. Es un milagro que el río no se desbordó.1

Aquí tenemos el caso de Giacoma y Catina. Mientras que Giacoma actuaba por la recompensa, Catina obtuvo su recompensa por su actitud. Giacoma hacía las cosas con la mirada fija en lo que recibiría. Tenía muchas ambiciones. Tenía muchos planes. Y se llevó un chasco. Catina ni siquiera esperaba algo. Simplemente actuó como sabía que era lo mejor actuar. Simplemente fue ella misma, sin tapujos y sin pretensiones. Se dejó llevar por su buen corazón. Y se llevó una sorpresa. Ambas se llevaron una sorpresa. Pero para una fue agradable y para la otra desagradable. Creo que lo mismo nos pasa cuando nos fijamos en la recompensa antes que poner nuestra mira en el Señor de la recompensa. ¡Qué diferente sería nuestra vida si actuásemos movidos por intenciones nobles! ¡Qué chascos nos evitaríamos si fuésemos genuinos continuamente! El problema creo está en que somos cristianos y seguimos al Señor porque vamos tras los panes y los peces. Yo me pregunto, ¿sería que seguiríamos al Señor aunque no hubiera panes y peces al final de la jornada? Sería hermoso si como el poeta pudiéramos decir:

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No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera que aunque no hubiese cielo yo te amara y aunque no hubiese infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara lo mismo que te quiero, te quisiera.2

Un tremendo cambio se va a efectuar en nuestras vidas cuando sigamos al Señor no por la recompensa prometida, ni por el castigo temido. Cuando seamos cristianos porque lo queremos ser, no porque tenemos que serlo. Creo que a esto se estaba refiriendo el Señor cuando dijo:

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:6).

Después de habernos dicho que tenemos que reconocer nuestra insignificancia, después que hemos reconocido nuestra pecaminosidad, después de habernos dicho que tenemos que reconocer la parte que nos toca en esta tierra, el Señor nos dice que nuestra parte es ser hambrientos y tener sed. El doctor D. Martyn Lloyd-Jones tiene razón:

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Esta bienaventuranza de nuevo sigue lógicamente a las demás; se trata de una conclusión a la cual nos llevan las otras. Es la conclusión lógica a la cual arriban, y es algo por lo cual deberíamos estar profundamente agradecidos a Dios. No conozco una prueba mejor a la cual alguien se pueda someter en todo asunto de la profesión cristiana que este verso. Si este verso es para tí una de las declaraciones más benditas en toda la Escritura, puedes estar seguro que eres un cristiano; si no lo es, entonces mejor examina de nuevo tus creencias.3

¿Será entonces que Dios quiere que estemos completamente hambrientos? Si ese es el caso la gente en Etiopía nos llevan la ventaja. No conozco a nadie que tenga más hambre y sed que ellos. Pero, ¿será que Jesús se está refiriendo a ese tipo de hambre? La palabra traducida en nuestra Biblia como hambre es una palabra que tiene el sentido de un deseo intenso. Y la palabra traducida como sed quizás es una palabra más fuerte aún. Creo que únicamente aquellos que viven en el desierto pueden comprender todo el significado de esa palabra. Para tener una mejor idea basta con tener en cuenta que en los días de Jesús las cisternas de agua eran objeto de vida o muerte.4

El apóstol Pablo nos aclara que

…el reino de los cielos no es comida, ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Romanos14:17).

Entonces Jesús no puede estar hablando de comida

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y bebida literal. El mismo no dejó a la gente irse con hambre. El mismo alimentó a la multitud. El mismo se preocupó por su satisfacción física. Un poco más adelante, en el mismo evangelio de Mateo, leemos:

Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces [que los discípulos le habían dado], y levantando los ojos al cielo, bendijo y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños (Mateo 14:19-21).

Jesús no podía, entonces, estarse refiriendo a hambre y sed física. No podía referirse a hambre y sed física porque en él estaba el poder de satisfacer esa necesidad. El primer principio que quiero que notemos es que Dios quiere que tu dejes de preocuparte por tu condición física y te preocupes por tu espiritualidad. Dios nunca abandona a sus hijos. Dios no te va a dejar morir de hambre. Tienes que poner tu mira en las cosas que son más importantes. Comida y bebida no es lo más importante en el reino de los cielos. La Biblia está plagada de citas donde se nos muestra el cuidado de Dios en este sentido. Dios no abandonó a Israel en el desierto, le dio de comer y beber.

Entonces clamaron a Jehová en su angustia,y los libró de sus aflicciones (Salmo 107:6).

¿Cuáles eran sus aflicciones? ¡Hambre y sed! El Señor

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sabía cuales eran sus necesidades y él las suplió:

No tuvieron sed; les hizo brotar agua de la piedra; abrió la peña y corrieron las aguas (Isaías 48:21).

Nehemías, de esto mismo, también nos dice:

Les diste pan del cielo en su hambre, y en su sed les sacaste agua de la peña (Nehemías 9:15).

¿Hay algo imposible para Dios? ¡Por supuesto que no! Entonces, ¿vas tu a preocuparte por lo que comes y bebes? ¿Vas a poner tu atención en las cosas pasajeras de este mundo y descuidar lo que de verdad importa? Creo que explicando esta misma bienaventuranza, Jesús se lo puso claro a sus discípulos:

Por lo tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido…? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas os serán añadidas (Mateo 6:25, 31-33).

Es Dios quien tiene cuidado de tus necesidades materiales. Pon las cosas más importantes en primer lugar. Si tu mayor preocupación es estar en el reino, pon eso en primer lugar en tu vida. No te enredes con preocupaciones sobre tus

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necesidades materiales. Pon la preocupación en las manos de Dios. Un soldado francés, en la Segunda Guerra Mundial, llevaba consigo una receta para la preocupación: «De dos cosas, una es cierta. O estás en el frente, o estás en la retaguardia. Si estás en el frente, de dos cosas una es cierta. O estás expuesto al peligro, o estás en un lugar seguro. Si estás expuesto al peligro, de dos cosas una es cierta. O caes herido, o no caes herido. Si caes herido, de dos cosas una es cierta. O te recuperas o te mueres. Si te recuperas, no hay para qué preocuparse. Si te mueres, no vas a poder preocuparte. Así que, ¿para qué preocuparse?» Si Dios está en control de tu vida, ¿para que preocuparte? Tienes que preocuparte si Dios no está en control de tu vida. Entonces las cosas si están serias. Ese es el siguiente punto. Despreocúpate de las cosas externas, Dios se ocupará de ellas, a su tiempo. Pon tu mirada en las cosas que de verdad importan. Aquí es donde contestamos la pregunta: ¿qué es, entonces, tener hambre y sed, según Cristo? Martín Lutero lo pone de esta manera:

Donde hay gente que honestamente decide hacer lo que es correcto gustosamente y desea encontrarse involucrada en las obras y en los caminos correctos —tal gente tiene «hambre y sed de justicia.» Si este fuera el caso, no habría bellaquería ni injusticia, sino una alegre justicia y bendición sobre la tierra… No es por accidente que [Jesús] usa el término «hambre y sed de justicia.» Haciendo esto [Jesús] trata de señalar que esto requiere una gran honestidad, un gran deseo, una ansiedad, una diligencia incesante y que donde

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esta hambre y esta sed no están presentes, todo lo demás falla.5

Esta bienaventuranza habla de un fuerte deseo, de una fuerza interna que apasionadamente mueve a todo tu ser. Tiene que ver con la ambición de la mejor clase, la que tiene por objeto honrar, obedecer y glorificar a Dios al participar de su justicia. Esta bienaventuranza contrasta el espíritu de aquel que anda según lo que el mundo espera y promete. Tiene que ver con una transformación de gustos y carácter. Tiene que ver con un cambio de metas en tu vida. Tiene que ver con una doblegación de tu ego. Aquel que siente hambre y sed de justicia no sabe lo que es el egoísmo. Así como nuestro cuerpo siente hambre y sed que tienen que ser saciadas físicamente para sobrevivir, así nos dice Jesús que nuestra alma requiere alimento espiritual. Así como algunas veces nuestro ser tiene hambre de fama y sed de prestigio, lo cual podemos conseguir en el mundo, así nuestra alma tiene que sentir hambre y sed de encontrarse con el Señor, de hacer aquello que él desea que hagamos. No podemos negar que toda hambre, buena o mala, tiene su alimento. Hay pan y agua para el que tiene su boca hambrienta y sedienta. Hay luz para el que tiene los ojos hambrientos. Hay libros para el que tiene el intelecto hambriento. ¿Por qué se nos hace difícil creer que también hay un alimento que puede llenar nuestra alma? Ese alimento está únicamente en Cristo. Es Cristo quien puede saciar nuestra hambre y nuestra sed. A la mujer samaritana Jesús le dijo:

Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y el te daría

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agua viva… cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le dare, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en el una fuente de agua que salte para vida eterna (Juan 4:10,13,14).

En el griego hay una regla gramatical según la cual los verbos tener hambre y tener sed son seguidos por sustantivos en el caso genitivo. Este es el caso que se expresa con la preposición «de» en español. Así un caso genitivo es cuando decimos «amor de Dios,» «objeto de fe», «acto de amor», etc. Los griegos expresarían el hambre y la sed diciendo: «Tengo hambre por de comida», «siento sed por de agua». Los griegos usaban el caso genitivo en lo que se llama caso genitivo paritivo. Y lo mismo hacemos en nuestro idioma. Cuando nosotros, al igual que los griegos, hablamos de tener hambre por comida, hablamos de un poco de comida, no de toda la comida. Cuando estamos a la mesa, decimos: «Dame el pan,» cuando queremos que nos den todo el pan. Por otra parte decimos: «Dame un pan,» cuando queremos tan solo una tajada o parte del mismo. Lo curioso está que en este pasaje el griego no esta en genitivo. Mateo 5:6 está en acusativo. En otras palabras, Jesús no está hablando de tener hambre por un poco de la justicia de Dios, sino de tener hambre por toda la justicia de Dios. Barclay lo ha puesto así:

Bienaventurado el hombre que siente ansias por toda la justicia como un hombre hambriento ansía la comida, y un hombre muriendo de sed ansía

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el agua, porque ese hombre será verdaderamente saciado.6

Estamos entonces hablando de una actitud que no se conforma con un poco, sino que lo desea todo de Dios. Se trata de una actitud que depende de Dios no únicamente por el sustento físico sino por el sustento espiritual. Una actitud que lo pone todo en las manos de Dios porque de el lo espera todo. Es una actitud no conformista. Es una actitud exigente. Porque eso es lo que Dios quiere. El nos lo quiere dar todo. Nos quiere colmar de bendiciones. En tercer lugar, sentir hambre y sed como el Señor desea es rendir nuestra vida incondicionalmente a él. La mayoría de nosotros nunca a confrontado un hambre y una sed que haya puesto en peligro su vida. Pensamos en hambre cuando dejamos una comida sin comer o dos. Pensamos que tenemos sed cuando tenemos que esperar una hora hasta llegar a comprar un refresco helado. Pero el hambre y la sed de la cual Jesús está hablando es mucho más que eso.

Durante la liberación de Palestina en la Primera Guerra Mundial, una fuerza combinada de soldados británicos, australianos y neo-zelandeses estaban persiguiendo a los turcos que iban en retirada por el desierto. Conforme las tropas aliadas marchaban hacia el norte más allá de Beersheba, empezaron a dejar muy atrás la caravana de camellos que les proveía agua. Cuando se les acabó el agua, las bocas de los soldados se agrietaban de resequedad, les dolía la cabeza, se empezaban a marear y se desmayaban. Los ojos se les ponían rojos, los labios se les inflamaban y se tornaban morados,

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y veían espejismos. Sabían que si no llegaban a los pozos de Sheriah al caer la noche, miles de ellos morirían—como ya habían muerto cientos de ellos. Peleando, literalmente, por sus vidas, lograron sacar a los turcos de Sheriah. Mientras se distribuía el agua de las grandes cisternas de piedra, los que estaban en mejor condición física tuvieron que presentarse en posición de firmes y esperar a que los heridos y aquellos que tenían que hacer guardia bebiesen primero. Pasaron horas hasta que el último hombre hubo bebido agua. Durante todo ese tiempo los soldados estuvieron a no más de 20 pies de miles de galones de agua, tomar de la cual era la pasión que los había consumido por muchos agonizantes días. Se dice que uno de los oficiales presentes informó: «Creo que todos aprendimos nuestra primera verdadera lección bíblica en la marcha de Beersheba a los pozos de Sheriah. Si esa misma fuera nuestra sed de Dios, por justicia, por hacer su voluntad en nuestras vidas, un deseo consumidor, que nos envuelva totalmente, que nos preocupe, ¡qué tan ricos seríamos en el Espíritu!»7

Cuando nuestra hambre y nuestra sed sean genuinas, no pondremos condiciones. Entonces nos daremos cuenta, como los soldados aliados, que en Dios está la respuesta y tenemos que esperar. Entonces nos daremos cuenta que él sabe cuando nos conviene. Entonces vamos a aceptar su justicia en cualquier forma y tiempo en que el nos la proporcione. Porque entonces vamos a saber que lo más poco de Dios es más grande que lo que el mundo nos

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pueda ofrecer. Es entonces que vamos a dejar de añorar por logros terrenales Vamos a poner a un lado la idea que tengo que ser alguien y alcanzar algo. Vamos a olvidarnos de las metas y vamos a poner nuestra vida fija en el Señor. Y el Señor nos saciará. El Señor no nos olvida. El nos tiene siempre presentes.

Mi pueblo será saciado de bien, dice Jehová (Jeremías 31:14).

¿Cuál es tu condición? ¿Estás preocupado por las cosas de este mundo? ¿Tienes hambre de fama, prestigio, puestos, honor, gloria? El mundo te la puede saciar. ¿Tienes hambre por el reino de los cielos? Eso únicamente Dios te lo puede satisfacer… si vienes a él.

1Italo Calvino, Italian Folktales (New York: Pantheon Books, 1980), pp. 125-127.

2Este soneto a sido adjudicado a varios poetas españoles. Tanto San Juan de la Cruz como Santa Teresa de Jesús están en la lista de los posibles autores del mismo.

3D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon of the Mount (Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans, 1967), vol. 1, pp. 73, 74.

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4The Interpreter’s Bible, vol VII (Nashville, TN: Abingdon, 1978), p. 283.

5Martin Luther, The Sermon on the Mount, Luther’s Works, vol 21 (Saint Louis, MO: Concordia Publishing House, 1956), pp. 26, 27.

6Barclay, Matthew, vol 1, p. 102.7E. M. Blailock, «Water»; Eternity (August 1966, p.

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Mucho antes que amaneciera, un viernes por la mañana, vi a un hombre joven, apuesto y fuerte, caminando por las callejuelas de nuestra ciudad. Iba tirando de una vieja

carreta llena de ropas nuevas y brillantes, e iba gritando con voz clara de tenor: «¡Trapos!» Ah, el aire estaba sucio y la primera luz mugrosa para haber cruzado música tan dulce. «¡Trapos! ¡Trapos nuevos por viejos! ¡Tomo tus trapos cansados! ¡Trapos!» «Esto si que está raro», pensé, porque el hombre tenía seis pies de alto, sus brazos eran como ramas de árbol, fuertes y musculosos, y en sus ojos brillaba la inteligencia. «¿No podría encontrar otro trabajo mejor que este? ¿No podría ser otra cosa, que un trapero en un barrio de la ciudad?» Lo seguí. Mi curiosidad me hizo seguirlo. Y no fui chasqueado. Pronto el Trapero vio a una mujer que estaba sentada en su pórtico trasero. Estaba llorando en su pañuelo, suspirando y derramando miles de lágrimas. Sus rodillas

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y sus codos hacían una X triste. Sus hombros temblaban. Su corazón estaba quebrantado. El Trapero detuvo su carreta. Sin hacer ruido, caminó hacia la mujer, evitando pisar las latas, muñecos muertos y pañales. «Dame tu trapo», le dijo dulcemente, «y yo te daré otro». Tomó el pañuelo de los ojos de la mujer. Ella levantó los ojos hacia él y el puso en la palma de su mano una tela de lino tan limpia y tan nueva que brillaba. Ella parpadeó de el regalo al Trapero. El entonces empezó a tirar de su carreta de nuevo, el Trapero hizo entonces algo muy extraño: puso el pañuelo manchado de la mujer en su propia cara; y entonces él empezó a llorar, a sollozar tan lastimeramente como ella lo había hecho, sus hombros estaban temblando. Pero ella quedó sin una sola lágrima. «Esto es maravilloso», me dije a mí mismo, y seguí al Trapero sollozante como un niño que no puede dejar de contemplar un misterio. «¡Trapos! ¡Trapos! ¡Trapos nuevos por viejos!» Después de un rato, cuando el cielo se veía gris detrás de los tejados y yo podía distinguir las cortinas rotas colgando de ventanas negras, el Trapero llegó ante una niña que tenía la cabeza envuelta con una venda, cuyos ojos estaban vacíos. Su venda estaba empapada en sangre. Un hilito de sangre corría por sus mejillas. El Trapero miró a esta niña con piedad y sacó un hermoso bonete amarillo de su carreta. «Dame tu trapo», le dijo, trazando un hilito de sangre en su propia mejilla, «y yo te daré el mío». La niña únicamente podía contemplarlo mientras aflojaba la venda, la removía y se la ataba en su propia

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cabeza. El puso el bonete en la cabeza de la niña. No pude menos que jadear por lo que ví: ¡Con el vendaje fue la herida! Por la frente empezó a correr sangre más espesa y oscura —¡su propia sangre! «¡Trapos! ¡Trapos! ¡Tomo trapos viejos!» lloró el sollozante, sangrante, fuerte, inteligente Trapero. El sol lastimaba ahora tanto el cielo como mis ojos; el Trapero parecía estar cada vez con más y más prisa. «¿Vas a trabajar?» le preguntó a un hombre que estaba recostado contra un poste de teléfono. El hombre sacudió su cabeza negativamente. El Trapero le siguió preguntando: «¿Tienes trabajo?» «¿Estás loco?» se mofó el otro. Se retiró del poste, revelando la manga derecha de su chamarra —plana, el puño metido en el bolsillo. No tenía brazo. «Bueno», dijo el Trapero. «Dame tu chamarra y yo te daré la mía». ¡Había tal autoridad en su calmada voz! El hombre sin un brazo se quitó la chamarra. El Trapero hizo lo mismo—y temblé ante lo que vi: El brazo del Trapero permaneció en la manga, y cuando el otro se la puso, tenía dos brazos buenos, gruesos como ramas de árbol; pero el Trapero únicamente tenía uno. «Ve a trabajar», le dijo. Después de eso encontró a un borracho, yaciendo inconscientemente bajo una manta del ejército, un hombre viejo, jorobado, mustio y enfermo. El Trapero tomó la manta y la envolvió en su propio cuerpo, pero le dejó ropas nuevas al borracho. Tenía ahora que correr para poder ir al paso del Trapero. Aunque estaba llorando incontrolablemente, sangrando a borbollones de la frente, tirando de la carreta con un brazo, trastabillando de borracho, cayendo

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vez tras vez, exhausto, viejo, viejo y enfermo, podía ir a una velocidad terrible. Con piernas de araña se deslizaba saltando por las callejuelas de la ciudad, una milla tras otra, hasta que llegó a las afueras, y continuó avanzando. Lloré al contemplar el cambio de este hombre. Me dolía ver su dolor. Pero necesitaba ver a donde iba con tanta prisa, quizás para saber qué era lo que le hacía hacer aquello.El viejito Trapero —llegó al basurero. Llegó a donde estaban las pilas de basura. Yo quise ayudarle pero vacilé y me escondí. Subió una loma. Con tormentosa labor aclaró un espacio en la loma. Suspiró. Se recostó. Puso el pañuelo y la chamarra como almohada. Cubrió sus huesos con la manta del ejército. Y se murió. ¡Oh, cómo lloré al presenciar esa muerte! Me tiré dentro de un auto abandonado y aullé como quien no tiene esperanza —porque había llegado a amar al Trapero. Todas las demás caras se habían desvanecido ante la maravilla de este hombre, yo lo apreciaba; pero se murió. Me quedé dormido entre sollozos. No sabía —¿cómo iba yo a saberlo?— que dormí durante la noche del viernes y del sábado también. Pero entonces, el domingo por la mañana, fui despertado violentamente. Luz —luz pura, dura, demandante— golpeaba contra mi cara agria y yo parpadeé, y miré, y ví la última y la primer maravilla de todas. Allí estaba el Trapero, doblando su manta de lo más cuidadosamente, una cicatriz en su frente, ¡pero estaba vivo! Y, además de eso, ¡con salud! No había señal de pena ni de edad, y todos los trapos que había reunido brillaban de limpios. Entonces bajé la cabeza y, temblando por todo lo que había visto, me dirijí hacia el Trapero. Le dije mi nombre

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con vergüenza, porque daba pena a su lado. Me quité todas mis ropas en ese lugar y le dije de todo corazón: «Vísteme». Me vistió. El Señor puso trapos nuevos en mí y soy una maravilla a su lado. ¡El Trapero, el Trapero, el Cristo!1

Me parece que esa historia es fascinante. Pero también siempre encuentro la historia de Jesús fascinante. La historia de Jesús nunca dejará de maravillarme. La historia de Dios hecho hombre que viene a esta tierra a mostrarnos su misericordia. Encuentro que en Jesús Dios nos mostró lo que él en verdad es no por sus palabras, no por sus enseñanzas, no por sus preceptos, no por sus mandatos, sino por su acción. Esa acción desinteresada que le llevó a una cruz a morir por tí y por mí. Creo, entonces, que Jesús estaba hablando por experiencia propia cuando dijo:

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mateo 5:7).

La palabra misericordioso (eleémon) ocurre treinta veces en la Septuaginta (el Antiguo Testamento griego). De estas treinta veces que aparece la palabra, 25 se usan para describir a Dios, 1 no es muy clara y 4 de ellas se refieren a seres humanos. En el Nuevo Testamento la encontramos únicamente en este pasaje y en Hebreos:

Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo (Hebreos 2:17).

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La Biblia presenta, por lo general, el concepto de misericordia desde dos puntos de vista. En primer lugar, apunta hacia el perdón que se otorga cuando alguien ha hecho algo incorrecto. Así, cuando Moisés le pide al Señor que le muestre su gloria, y al concederle el Señor esta petición, Moisés exclama:

¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado… (Exodo 34:6, 7).

Isaías, llamando a los pecadores al arrepentimiento, nos dice:

Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar (Isaías 55:7).

En ambos casos el texto indica claramente que se trata de un perdón, de una misericordia, que tiene que ver con acciones incorrectas. Se trata de misericordia para aquel que se vuelve de su pecado. En segundo lugar, la Biblia nos presenta la misericordia que se manifiesta a aquellos que están en necesidad. El tipo de misericordia que no tiene que ver con acciones de rebelión o pecado, sino el tipo de misericordia que se manifiesta a aquellos menos afortunados. La misericordia que se manifiesta no por las acciones sino por las situaciones o condiciones humanas. Encontramos así al

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rey David que exclama:

Mas tú, Dios misericordioso y clemente,lento para la ira, y grande en misericordia y verdad,mírame, y ten misericordia de mí; da tu poder a tu siervoy guarda al hijo de tu sierva (Salmo 86:15, 16).

El profeta Ezequiel, pone las siguientes palabras en la boca del Señor, con relación a la restauración de Israel del cautiverio babilónico:

Por tanto así ha dicho Jehová el Señor: Ahora volveré la cautividad de Jacob, y tendré misericordia de toda la casa de Israel, y me mostraré celoso por mi santo nombre (Ezequiel 39:25).

Claramente vemos en estos textos que se trata de misericordia de la mejor calidad debido a la condición de uno como menor, como indigno no por algo que ha hecho, sino por las circunstancias. Se trata de compasión por los demás debido al estado en que se encuentran. El primer principio que obtenemos de todo esto es, entonces, que la misericordia es primordialmente un atributo divino. No es un atributo humano. Se trata de un elemento que únicamente Dios posee innatamente. Puesto que el pecado hiere ultimadamente a Dios y puesto que ninguno de nosotros puede estar en mejor condición que Dios, la misericordia únicamente procede de Dios. Dios es quien tiene la capacidad, y sólo él, de mostrar verdadera misericordia. Es en Dios en quien se genera,

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es Dios quien es la fuente de la misma. Es una cualidad divina. Y, como tal, nos es proporcionada en la medida que nos acercamos a él. En la medida que nuestra vida entra en relación con Dios, proporcionalmente la misericordia va hallando cabida en nuestro ser. Llegamos a ser misericordiosos cuando nos encontramos con Dios y nos unimos a él. Cuando mi propósito y el propósito de Dios es uno y el mismo, cuando mi voluntad y la voluntad de Dios son una y la misma, llego a ser misericordioso. No antes. Jesús vino a esta tierra para mostrar la misericordia de Dios. Siendo Dios mismo, podía rebelar el carácter de Dios por medio de sus acciones. Cuando Jesús sanó a la suegra de Pedro, en Mateo 8:15, estaba mostrando la misericordia de Dios. Cuando alimentó a la multitud, en Lucas 9, estaba mostrando la misericordia de Dios. Cuando sanó a un ciego de nacimiento, en Juan 9, estaba mostrando la misericordia de Dios. El Talmund, el comentario judío del Pentateuco, cita al rabino Gamaliel de haber dicho: «Cuando tú tengas misericordia, Dios tendrá misericordia de ti, y si tu no tienes misericordia, Dios tampoco tendrá misericordia de ti». Pero esta no era la actitud de los judíos en los días de Jesús. Estudiaban la Biblia y el Talmund, pero no mostraban misericordia. Pretendían conocer a Dios, pero sus acciones los desenmascaraban. Conocer a Dios es actuar como el actúa. Tener a Cristo en tu corazón es, entonces, mostrar sus divinidad brillando por medio de ti. El Dr. Guelich tiene razón:

En la medida que experimentamos la misericordia de Dios y respondemos con ternura hacia los demás, la misericordia de Dios está trabajando en

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nosotros, afectando a los demás. Hay una relación, por lo tanto, en la cual tu habilidad de mostrar misericordia es proporcional a haberla recibido.2

La verdadera misericordia proviene únicamente de Dios. Si tu vienes al Señor él está dispuesto a dártela. Está dispuesto a dártela en el sentido que tu la necesitas, que a ti te hace falta, que es para ti. También está dispuesto a dártela para que la distribuyas entre los demás. Tú y yo necesitamos la misericordia divina tanto como aquel tipo que estaba perdido en la sierra de Durango. Después de dar vueltas manejando de un lado para otro, se encontró a un campesino que estaba sentado frente a su casa. —Oiga, ¿cómo puedo llegar a Durango? —No se, nunca he ido a Durango —le contestó el campesino con toda la calma del mundo. —Bueno… entonces, dígame, ¿a dónde lleva este camino? —No se—repuso de nuevo —, nunca he ido por ese camino muy lejos de aquí… —Dígame entonces cuál es la ciudad más cercana, al menos… —el hombre estaba ya un poco molesto y desesperado. —¡Quién sabe! Yo nunca he ido a la ciudad… Ya bastante impacientado el tipo perdido le dice por último: —Usted no sabe mucho de nada… —¡Ajá! ¡Pero no estoy perdido! ¿Estás perdido cuando hablamos de la misericordia de Dios? ¿La has experimentado? Cristo te la quiere dar hoy, sin importar tu vida, sin importar tu condición, el te la quiere dar.

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El segundo principio está entrelazado con todo esto mismo que hemos visto. Recibir la misericordia divina resulta en la manifestación de misericordia en tu vida. La misericordia divina tiene que ser reflejada en ti, si de verdad la tienes. Dios no nos da su misericordia para que la guardemos, sino para que la empleemos. El haber recibido misericordia se va a manifestar en tu actitud. Aquí vamos ahora a definir lo que es misericordia.

¿Qué es misericordia? La pregunta nos trae la imagen de la Cruz Roja a la mente, porque misericordia es el espíritu de la Cruz Roja en el mundo. La misericordia nos llama cada vez y en cada lugar que hay sufrimiento. Tiene compasión y socorre a toda criatura, no únicamente al hombre. Se abstiene de deportes crueles lo mismo que de lenguaje cruel. Pone a un lado la crueldad aún cuando se trate de castigos merecidos… Pero la misericordia es un movimiento más profundo que la Cruz Roja, la verdadera misericordia no es únicamente restaurar el cuerpo del hombre y olvidar su espíritu…3

Ser misericordioso, entonces, significa satisfacer las necesidades de aquellos menos afortunados que nosotros. No es simplemente un sentimiento de compasión, no se trata de un simple «Dios esté contigo, que el Señor te bendiga». Se trata de una práctica. Tiene que ver con un extender la mano para ayudar a otros. Ser misericordioso es dar de comer al hambriento, es consolar a los tristes, es amar a los que los demás rechazan, es perdonar a los que nos ofenden, es acompañar a los que están solos, es escuchar a los que necesitan abrirle su corazón a alguien.

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Es orar por los demás porque así como suplimos sus necesidades físicas Dios supla sus necesidades espirituales. Hasta ahora las demás bienaventuranzas tenían que ver con Dios y con nuestra relación con él. Esta bienaventuranza tiene que ver con Dios y con nuestra relación y reacción hacia los demás. El sentido de las primeras cuatro era vertical, El sentido de esta y las demás bienaventuranzas es horizontal. Jesús no únicamente sermoneó. Tan pronto termina el sermón del monte, leemos que sanó a un leproso (Mat 8:1-5), que sanó al siervo de un centurión (Mat 8:5-13), que sanó a la suegra de Pedro (Mat 8:14-17), que sacó el demonio de los endemoniados gadarenos (Mat 8:28-34), que sanó a un paralítico (Mat 9:1-8). Jesús combinaba sus palabras con sus acciones. Este mundo no únicamente tiene hambre de sermones, también tiene necesidades materiales. Este mundo está plagado de hombres y mujeres con hambre literal. Hombres y mujeres que te necesitan. Hombres y mujeres que necesitan ver la misericordia de Dios brillando por medio de ti.

Es una noche lluviosa. Es tarde. Vas rumbo a casa y tu auto está calientito. Ha sido un largo viaje. Tus focos alumbran la figura de una mujer y dos niños parados al lado de un auto estacionado. Está empapada de pie a cabeza. Te dices a tí mismo que todo está bien: probablemente está esperando a su esposo que regrese con ayuda. ¿O será que alguien te ha puesto una trampa? Después de todo tu has escuchado ese tipo de historias.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?Tu amigo tiene problemas con la tarea de

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matemáticas. Te pidió que le ayudes después de la cena. Tu sabes que «ayudarle» para él significa que le des todas las respuestas para ahorrar tiempo. Otros le han ayudado antes. El quiere que tu le ayudes esta noche.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?Te encuentras en una sección de la ciudad a la

cual no vas muy a menudo. Empieza a oscurecer cuando estacionas tu auto frente a la tienda que tu jefe te recomendó fueras porque ahí tenían las piezas de tu auto que necesitabas. Cuando sales de la tienda un hombre con ropa sucia y desordenada te pide que le des una-ayudita-por-el-amor-de-Dios-para-echarse-un-taco. El aliento le huele más a Tequila Cuervo que a smog.

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?Es tarde. Después de haber lavado y planchado

toda la ropa, te preparaste un sándwich y te sientas con un refresco a ver Topacio. Es la única —le juro pastor que es la única— telenovela que ves. Pero tu vecina toca a la puerta y quiere que le enseñes a hacer chiles rellenos. La pobre gringa quiere impresionar a sus parientes y ha venido con sartenes, chiles, queso y cuanto hay…

Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?Sabes que tu mejor amigo está enamorado de

una chica que es nueva en la escuela. Es increíble. Es inteligente, es bonita, es fascinante. Pero hay algunas cosas en su pasado que te hacen pensar que quizás no sería una buena influencia para tu amigo. Tu amigo te pide que le presentes esta chica. ¿Deberías decirle lo que sabes? ¿Deberías advertirlo?

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Pregunto: ¿Cómo respondería la misericordia?4

El tercer principio es que tienes que verte a ti mismo y a los demás a través de los ojos de Dios. El hecho que Dios manifiesta su misericordia sobre ti no te pone en una mejor perspectiva que los demás. Sigues siendo un simple pecador, inmerecedor de la misericordia divina. No tienes ningún derecho sobre la gracia de Dios. No eres mejor que nadie más. Tienes que verte a ti mismo tal y como eres, a través de los ojos de Dios. Y a los demás de la misma manera. Este pasaje no nos está diciendo que por nuestra misericordia ganamos la salvación. No somos salvos por ser misericordiosos. Aún dependemos de la gracia salvífica de Dios, antes de ser verdaderamente misericordiosos. No podemos labrar nuestro camino hacia el cielo por nuestra profesión de misericordia. Dios no da la misericordia como un mérito, el nos da su misericordia por gracia, porque la necesitamos, no porque la hemos ganado.Tenemos que estar conscientes de eso. Es un don. Es gratuita. No la merecemos. Martín Lutero, comentando en este pasaje, ha escrito:

Los únicos alumnos [que la misericordia] encuentra son aquellos que están listos a prenderse de Cristo y creer en él. Ellos saben que no hay ninguna santidad en ellos… [que] no hay comparación entre nuestra misericordia y la misericordia de Dios, o entre nuestras posesiones y las posesiones eternas en el reino de los cielos.5

Creer que podemos entrar en el reino de los cielos sin habernos arrepentido de nuestros pecados,

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es soñar despiertos. La idea que podemos recibir la misericordia divina sin reconocer nuestra situación es una falsa pretensión, es equivalente a pecado. En lugar de misericordia encontraremos castigo y en lugar de recompensa eterna, destrucción eterna. Pretender que nuestros actos de misericordia nos acercan a Dios es una blasfemia y una ofensa a la santidad de Dios. Si no venimos a Dios no podemos clamar como nuestra la misericordia que tiene prometida a los que vienen a él. Jesús quiere darte la misericordia divina sin medida. Quiere darte su misericordia abundantemente. Te la ofrece hoy. Para que tu la derrames hoy a tu alrededor.

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12).

¡Dios nos quiere hacer sus hijos! ¡Qué tremendo honor!

Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Juan 3:2).

1Walter Wangerin, Jr., Ragman and Other Cries of Faith (San Francisco: Harper & Row, Publishers, 1984), pp. 3-6.

2Guelich, Sermon on the Mount, p. 89.

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3The Interpreter’s Bible (Nashville, TN: Abingdon, 1978). p. 284.

4Erich Graham, «The Impact of the ‘M’ Factor», Collegiate Quarterly, 7 Nov 1980, p. 58.

5Martin Luther, Sermon on the Mount, p. 31.

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Hace algún tiempo atrás, había un terapeuta de la voz… un maestro de escuela que era un terapeuta de la voz y cuya compasión por los niños sordos era tan grande que hizo

los planes para un gran invento. Su invento, dijo el terapeuta, «oiría» por los sordos… haría las ondas sónicas visibles, indentificables, a aquellos que no las pudieran captar de otra manera. Si la máquina de este terapeuta tenía éxito, sus pequeños alumnos sordos podrían ver el habla como los demás la oían. La máquina fue un fracaso. Casi. Porque, en el proceso del tiempo, ese aparato fracasado llegó a ser el teléfono de hoy. El terapeuta de la voz… el maestro de escuela que empezó a trabajar con los niños sordos… era Alejandro Graham Bell. Pero tan solo crees que conoces el resto de la historia… Si es cierto que detrás de cada gran hombre está una mujer, entonces esto es doblemente cierto en el caso de Alejandro. Hubo dos mujeres en la vida de Aleck… dos damas que le inspiraron grandemente: su madre y su esposa.

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La madre de Bell, Eliza, era una maestra. Ella encaminó la atención infantil de Alejandro a la acústica y particularmente al estudio de el habla. Cada vez que Alejandro iniciaba alguno de sus proyectos o diversiones juveniles, Eliza estuvo siempre allí para animarlo. Pero nunca interfirió en los mismos. Nunca estorbó su camino. Ella sabía que Aleck tendría que descubrir algunas cosas por sí mismo. Y él las descubrió. No tardó mucho tiempo antes que el y su hermano inventasen una máquina que pudiese hablar. Tenía pulmones y cuerdas vocales, una boca y una lengua. ¿Cuál fue su primera palabra? «Mamá,» por supuesto. Sí, no puede haber duda que la «Ma Bell» original fue una maravillosa inspiración para el joven Aleck. De hecho, tan preocupados estaban los padres de Aleck que este hablase inglés sin acento, que cuando el joven finalmente vino a enseñar en una escuela de Boston, nadie se dio cuenta que había nacido en Escocia. Aquí es donde entra Mabel Hubbard… la segunda dama en la vida de Bell… su futura esposa. El padre de Mabel fue uno de los primeros conocidos de Aleck en Boston. Ella, la hija joven y hermosa, había regresado recientemente de una escuela en Alemania. De aquí en adelante la historia de Alejandro Graham Bell y Mabel Hubbard se entreteje como un tapete romántico de las novelas del siglo XIX. Ella, joven, hermosa, rica. El, brillante, ardiente, pobre. Juntos encontraron los obstáculos tradicionalmente románticos de las objeciones de los padres, la desesperación, la ridiculización de su ingenio. Y así, finalmente triunfaron. Fama y fortuna fueron suyos. Y sí, vivieron felices para siempre. El padre de Mabel llegó

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a ser el primer director de Bell Telephone Company, en 1877. De Bell y su esposa se dijo una vez que: Su historia es tan completamente inocente y encantadora como una historia lo puede ser. Era cierto, Mabel, como la madre de Aleck, Eliza, inspiraba a Bell por medio de su amor y de su devoción hacia él… y quizás, en muchas maneras, por medio de algo más. El principal interés de Alejandro Bell era el habla y la terapia del habla. Su ocupación, primordialmente, era su trabajo con aquellos que no podían oir. ¿No era irónico, entonces, que sus amados estudiantes nunca se pudieran beneficiar por su más celebrada invención, el teléfono? Sí, y es todavía más irónico cuando uno considera que las dos damas de Bell, las dos mujeres de su vida… su madre y su esposa… las dos mujeres que lo inspiraron más… nunca pudieron apreciarlo tampoco. Porque también ellas… su madre y su esposa… ellas, también… eran sordas.1

Son pocos aquellos que sienten en sus venas el fuego consumidor que los impulsa a actos de bondad en beneficio de la humanidad. Todos nos sentimos atraídos a algunas personas. Por esas personas estaríamos dispuestos al mayor acto de heroísmo. Por esas personas tenemos un desinterés que nos lleva a actos sublimes. Esas personas nos motivan y nos llevas a actos geniales y sobre-humanos. Pero, cuando se trata de ayudas humanitarias a desconocidos, nos opacamos y nos apocamos. No nos sentimos movidos. Nuestra visión se nubla. Nos acobardamos. Los motivos de Cristo no fueron nunca como nuestros motivos. El nunca fue parcial con nadie. Si bien es cierto hubo quienes fueron más allegados a él, no fue porque él

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los escogió así, sino que ellos lo escogieron a él. Los motivos de Jesús, al lidiar con los demás, siempre fueron imparciales, siempre fueron limpios, siempre fueron honestos, siempre fueron puros. Jesús hablaba de sí mismo, cuando dijo:

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios (Mateo 5:8).

La palabra traducida corazón, es la palabra griega kardía, de donde obtenemos la palabra cardíaco y otros términos similares. En las Escrituras, lo mismo que en nuestro hablar cotidiano, el corazón es usado metafóricamente para representar a la persona. Se usa para describir el proceso racional que te hace ser quien eres. Incluye tus emociones y tus sentimientos. El corazón viene siendo entonces el centro del control de tu mente, de la voluntad y de las emociones. Cuando decimos que una persona «tiene un corazón de piedra», no queremos decir que su corazón es duro, literalmente. Lo que queremos dar a entender es que sus sentimientos son toscos, que no es sensitiva a las necesidades de otros. Lo mismo queremos decir cuando nos referimos a alguien que «no tiene corazón.» Las únicas personas sin corazón que yo conozco son los tipos esos a quienes les pusieron corazones artificiales. El primer principio que quiero que veamos de esta bienaventuranza es que ser limpios de corazón, o pureza de corazón, es una realidad interna. No se trata de un evento exterior. No es algo que consigues por tu actitud externa. Se efectúa, se lleva a cabo, dentro de ti. El sabio Salomón nos dice:

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Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es el [hombre] (Proverbios 23:7).

Cuando se habla del corazón, se habla de la persona en toda su totalidad. No es una parte solamente, el corazón, sino todo lo que tu eres. Y lo que tu eres empieza por lo que tu piensas. A fin de cuentas es tu cabeza la que dicta lo que tu eres. Son tus pensamientos, la suma total de tus experiencias, lo que determina lo que tú eres y lo que tú haces. Ser limpio de corazón involucra una actitud de perfecta sinceridad, lealtad e integridad delante de Dios. Sobre todo cuando tomamos en cuenta que en realidad de Dios no podemos esconder nada. El no solo ve tu profesión externa, también ve tu corazón. Jesús lo puso muy claro:

¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas (Mateo 12:34, 35).

Lo que tu eres por dentro se manifiesta inevitablemente por fuera. El doctor D. Martyn Lloyd-Jones, nos dice que Jesús

no nos encomienda a los intelectuales; su interés está en el corazón. En otras palabras tenemos que recordarnos de nuevo que la fe cristiana es ultimadamente no únicamente una cuestión de doctrina o comprensión de el intelecto, es una condición del corazón…

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Esta bienaventuranza no es una declaración que indica que la fe cristiana es algo primordialmente emocional, o intelectual, o que tiene que ver con la voluntad. En lo absoluto. El corazón en la Escritura incluye los tres. Es el centro del ser humano y de su personalidad; es la fuente de la cual todo fluye. Incluye la mente; incluye la voluntad; incluye el corazón. «Bienaventurados los limpios de corazón;» bienaventurados son aquellos que son puros, no tan solo en la superficie, sino en el centro de su ser y en la raíz de toda actividad. Es tan profundo como eso. Eso es lo primero. El evangelio siempre lo enfatiza. Tiene que empezar con el corazón.2

Cuando tu corazón es limpio tus acciones lo muestran. Tu comportamiento viene siendo consistente con tu carácter. Jesús usó un símil de la naturaleza para hacernos ver esto:

No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto. Porque cada árbol se conoce por su fruto; pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca (Lucas 6:43-45).

Si tu corazón es limpio no te tienes que forzar para vivir una vida limpia, pura, honesta. ¡Es el producto natural de lo que tú eres! Pero, si tu corazón no es limpio, los demás no pueden sino darse cuenta. Por más

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que trates de esconderlo, se te nota. Se te nota porque, tarde o temprano, vas a ser sorprendido sin la guardia levantada. Y los demás se van a chasquear de ti. Puedes pretender. Puedes presentar una fachada diferente a lo que eres y engañar a los demás, pero de Dios no te puedes esconder. Si esa es tu situación, tienes que hacer algo. Tienes que hacer un cambio en tu vida antes que sea demasiado obvio. Tienes que dejar de pretender antes que te pase como le pasó a un pastor que llegó un sábado a la iglesia con un dedo vendado. Después del culto uno de los hermanos le preguntó qué le había pasado en el dedo. —Me estaba afeitando esta mañana —dijo el pastor—, y mi mente estaba en el sermón, así que accidentalmente me corté el dedo. —¡Qué lástima! —repuso el hermano—. Espero que la próxima vez tenga su mente en el dedo y corte el sermón. Es embarazoso cuando los demás se dan cuenta de tu ineficacia como cristiano. Pero todavía hay tiempo. Todavía hay oportunidad de cambiar. Todavía hay tiempo antes que el Señor nos considere como en los días del diluvio cuando el Señor

vio que la maldad de los hombres era mucha sobre la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal (Génesis 6:5).

Ser de limpio corazón es tener la misma actitud de David, de quien el Señor nos dice que era «un varón conforme a su corazón» (1 Samuel 13:14). ¿Qué es lo que hacía la diferencia en David? David no era un santo. Tenía sus problemas y sus pecados. Es más, tenía terribles pecados. Pero su corazón estaba con el Señor.

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Únicamente un corazón limpio puede exclamar:

Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti,Oh, Jehová, roca mía, y redentor mío (Salmo 19:14).

Únicamente aquel que ha puesto su vida en armonía con Dios, y le ha entregado su corazón, puede decir:

Escudríñame, oh Jehová, y pruébame;Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón (Salmo 26:2).

¡David está poniendo su corazón, su vida, bajo el control divino! Si David lo pudo hacer, también tu lo puedes hacer. También tu puedes ser un hombre o una mujer conforme el corazón del Señor. Pero tu cambio tiene que empezar por dentro. Tiene que haber una renovación interna antes que se pueda notar externamente. En segundo lugar, tienes que reconocer que únicamente Dios puede hacer limpio tu corazón. Puedes tratar todo lo que quieras, pero no lo vas a conseguir por ti mismo. La pureza del corazón proviene únicamente de Dios. Dos hombres ya entrados en años, ambos solteros empedernidos, estaban platicando. La plática fue de política a deportes y terminó en recetas de cocina. —Una vez compré uno de esos libros de recetas—dijo uno de ellos—, pero nunca pude hacer nada. —Demasiado trabajo, ¿he? —¡Exactamente! Cada vez que quería seguir una receta, empezaba de la misma manera: «Tome un traste limpio…» ¡Así que hasta allí llegaba! Tu puedes limpiar los platos y tu casa, pero no puedes

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limpiar tu corazón. Esa es una tarea que únicamente Dios puede lograr. Pero tienes que reconocer tres cosas. Primero: La impureza en nuestros corazones es lo que nos separa de Dios. Isaías lo pone así:

He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oir; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oir (Isaías 59:1, 2).

Mientras no reconozcamos nuestra situación pecaminosa no podemos ir con Dios. Son nuestros pecados los que nos separan de él… si no los reconocemos y los confesamos. La diferencia entre el rey David y nosotros no es que el no pecaba, sino que estaba listo y dispuesto a reconocer sus faltas. De nuevo, esto es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Cómo y cuándo reconocemos nuestra condición? ¿Hay acaso una serie de palabras «mágicas» que podemos repetir? ¿Cómo se si he reconocido mi condición? Después de todo, soy cristiano. Voy a la iglesia regularmente. Retorno a Dios su diezmo. Doy, de vez en cuando, estudios bíblicos. No le soy infiel a mi familia… El punto aquí es que no tiene que ver contigo. No tiene que ver con la forma como eres. Tiene que ver con la forma como Dios te ve. Tiene que ver con la forma como ves a Dios.

No tenemos que ser egoístas descarados para haber hecho de nuestro yo una preocupación más

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importante que Dios. No necesitamos tener cuadros tamaño natural de nosotros mismos y postrarnos en adoración ante ellos cada mañana. Podemos ser cristianos honestos que de cierta forma sentimos hambre por Dios. Pero si hemos de buscar pureza de corazón, debemos de admitir honestamente que sentimos hambre por muchas otras cosas además de sentir hambre por Dios. Nuestras almas están divididas por deseos en competencia —deseos que con frecuencia son egoístas.3

Segundo: La medida con qué compararnos es Dios mismo. No es otro ser humano. Es el mismo Dios Todopoderoso. David, comprendiendo esto, exclama:

¿Quién subirá al monte de Jehová?¿Y quién estará en su lugar santo?El limpio de manos y puro de corazón;el que no ha elevado su alma a cosas vanas,ni jurado con engaño (Salmo 24:3, 4).

En otras palabras, ¿quién eres tu para ponerte al tu-con-tu con el Señor? ¿Cómo puedes venir delante de su presencia por tu propio mérito? Tienes que tener las manos y el corazón limpios. Esto únicamente Dios lo puede hacer… no tu. Tercero: El blanco por alcanzar es la perfección. Jesús lo dijo muy claramente:

Sed pues vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:48).

Podemos dar la explicación que queramos, pero el

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blanco es aún el mismo. Jesús nunca lo hizo ni lo puso más fácil.

El ideal del cristiano es llegar a ser como Cristo. Se abre delante de nosotros un camino para el avance constante. Tenemos un objeto que ganar, un blanco que alcanzar, esto incluye todo lo bueno, puro, noble y elevado. Debería haber un continuo esfuerzo y un constante progreso hacia arriba y hacia adelante, hacia la perfección del carácter.4

¿Cuál es el cambio que Dios produce en nosotros? 1) Nos da una nueva naturaleza (Rom 6:4, 5); 2) llegamos a ser una nueva criatura (2 Cor 5:17); y 3) el pecado sigue habitando en nuestra carne pero no en nuestro corazón (Rom 7:15, 18, 19-24). Dios nos toma como suyos y nos transforma. tu ya no sigues siendo tu ni yo sigo siendo yo. Experimentamos el nuevo nacimiento. Se efectúa una transformación que los demás no pueden dejar de notar.Cuando vamos a Dios reconociendo nuestra impotencia y nuestra pecaminosidad, Dios purifica nuestros corazones judicialmente: cuando creemos (Rom 4:5); prácticamente: cuando permitimos ser guiados por el Espíritu Santo (2 Cor 7:1; 1 Ped 1:14-16); y finalmente: cuando estemos delante de su presencia por la eternidad (1 Juan 3:2). Entonces podremos ir ante Dios con un corazón puro. ¿Quiere decir esto que ya no tendremos más pecado? ¿Quiere decir que no vamos a pecar más? De ninguna manera. El doctor Schuller lo pone mucho mejor que yo lo pudiera poner:

Después de todo esto, ¿qué quiere decir limpio de corazón? ¿Quiere decir que no tenemos pecado? Por supuesto que no. Si eso es lo que quiere

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decir, Jesús nos hubiese estado dando una tarea que estaba destinada al fracaso. Tu no estás sin pecado. Ninguno de nosotros está sin pecado en absoluto… un campo limpio no es uno que simplemente ha sido recién arado de tal manera que no tiene hiervas. No, un campo puro es uno productivo —donde crece el maíz, las piñas y las naranjas.5

Lo mismo es verdad en nuestras vidas…

El tercer punto que quiero que consideremos es que tener un corazón limpio hace todo lo demás limpio. Donde está un corazón limpio todo lo demás está limpio. Cuando Dios hace su obra en tu vida la transformación es total. La palabra traducida como «limpio,» es la palabra griega katharos, de donde viene la palabra catarsis. El significado básico de esta palabra es hacer algo puro al limpiarlo de la tierra, de la suciedad, de la contaminación. Catarsis es un término usado en psicología para indicar el acto de limpiar la mente o las emociones. La palabra griega está relacionada con la palabra latina castus, de donde viene nuestra palabra casto. Algo casto es algo honesto, algo juicioso, virtuoso, limpio. Esta palabra (katharos) aparece 28 veces en el Nuevo Testamente y diez veces es traducida como «limpio». cuando se usa para el lino, quiere decir el lino blanco; cuando se usa para el oro, se refiere al oro fino, refinado; cuando se usa para el vidrio, se refiere al vidrio limpio. Tiene el sentido de rectitud mental y de unilateralidad de motivos. Tener el corazón limpio implica más que ser sincero. Tus motivos pueden ser sinceros, pero te pueden guiar al

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pecado. Los sacerdotes de Baal que se opusieron a Elías eran sinceros. Era con toda sinceridad que se herían. Ellos creían en su Dios. De todo corazón creían que su Dios era capaz de hacer descender fuego del cielo (1 Re 18:28). Pero su sinceridad no era lo que Dios quería. Su sinceridad no era capaz de hacerles ver el error en que estaban. Puedes comer clavos con toda sinceridad, creyendo que eso te va a salvar. Puedes beber gasolina con toda sinceridad. Te puedes desangrar hasta morir, con toda sinceridad, creyendo que eso hace méritos ante Dios. Pero no es suficiente.

En el juicio final, los hombres no serán condenados porque creyeron concienzudamente una mentira, sino porque no creyeron la verdad, porque descuidaron la oportunidad de aprender la verdad.6

Aquellos cuyos corazones han sido limpiados por el Señor, le siguen. Están incondicionalmente bajo su autoridad. Ni siquiera se les ocurre hacer alguna cosa que no esté de acuerdo a su voluntad divina. Tienen un solo Señor y un solo Maestro. Saben bien que

ninguno puede servir a dos Señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro (Mateo 6:26).

Su mente está en las cosas del Señor. Esto, repito, no los hace exentos de pecado. El apóstol Pablo es un caso típico de esto (Rom 7). El andar con el Señor no los exime de pecado. Perfección únicamente la encontraremos en el cielo. Lo que Dios ve en ti y en mi es qué es lo que motiva tus acciones y las mías. ¿Es la pureza lo que buscas?

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¿Hacia dónde te llevan tus pasos con más frecuencia? ¿Hacia donde está yendo tu vida? ¿Es pura tu vida? ¿O es pura bajada? En colegio tomé una clase de familia cristiana y uno de los temas era con relación al noviazgo. Para saber si la persona que nos llenaba el ojo era la que nos convenía para compañera o compañero de nuestra vida, había varias preguntas que hacer: Cómo se portaba con los demás. Cuales eran sus gustos. Cual era su relación con las autoridades. El último punto era: ¿Es pura su vida? Nosotros le añadimos: ¿Es pura subida o pura bajada? Si tu le das tu vida al Señor el puede hacer que sea pura subida. El puede correr por tus venas. El puede poner tu corazón en la dirección correcta. El puede limpiar la basura que se ha acumulado en tu corazón y reemplazarla con una promesa. Vas entonces a sentir el poder de Dios corriendo por tus venas. Vas a sentir que tu corazón se renueva. Vas a nacer de nuevo. Dios no solo va a estar contigo, va a estar en ti (1 Juan 4:15). Por último, tener un corazón limpio tiene su recompensa. Una vez que Dios haya renovado tu vida, puedes presentarte delante de él y eres aceptado como su hijo. El mensaje de la Biblia es que Dios está en control de los eventos humanos. Dios, al fin, recompensa la lealtad y la dedicación… pero toma su tiempo. Ultimadamente Dios da su recompensa a sus hijos… cuando él lo considera que es apropiado. Aquellos que van buscando las gratificaciones del mundo las van a encontrar, así como aquellos que buscan a Dios le van a encontrar. Pero los logros mundanales se esfuman en la nada cuando los ponemos en comparación con las glorias eternas. Buechner lo ha puesto de una manera muy interesante:

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Escuchar tu nombre inesperadamente. Tener un buen sueño. La coincidencia extraña. El momento que trae lágrimas a tus ojos. La persona que trae vida a tu existencia. Quizás hasta los eventos más pequeños tienen las claves más importantes. Si estamos buscando a Dios, como sospecho lo hacemos todos incluso si no lo pondríamos de esa manera y no usaríamos tal lenguaje, probablemente la razón por la cual no lo hemos encontrado es que no estamos buscando en el lugar debido.7

Buscar a Dios en el lugar debido. Porque para encontrarlo, tenemos que buscarlo. Y cuando lo encuentras él cambia tu vida. No solamente te acepta tal como eres, sino que te hace ver las cosas a través de su perspectiva. Te hace su hijo.

Tenemos que tener presente que esta recompensa es inmerecida. Es la gracia de Dios quien renueva tu corazón y lo hace limpio. Es la gracia de Dios que te permite verle. La Biblia enseña que nadie puede ver a Dios cara a cara:

Dijo [Dios]: No podrás ver mi rostro; porque no me verá el hombre y vivirá (Exodo 33:20).

Pero Dios se le apareció a Abraham (Gén 33); se encontró con Moisés cara a cara (Deut 34:10); y mostró su gloria a Isaías (Isa 6:1, 5). No era por sus méritos. Era por gracia. Era Dios condescendiendo a permitirles le vieran. De la misma manera Dios quiere permitirte ver su rostro. La Madre Teresa escribió:

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Gozo. Gozo es oración. Gozo es fuerza. Gozo es amor. Dios ama al dador alegre. El que da más es quien da gozo. La mejor manera de mostrar mi gratitud a Dios es aceptándolo todo, aun mis problemas, con gozo. Un corazón gozoso es el resultado normal de un corazón que está ardiendo con amor. Nunca dejes que nada te llene de tristeza hasta el punto que te haga olvidar por un momento el gozo del Cristo resucitado…

Todos añoramos el cielo, donde está Dios. Pero está en nuestro poder estar en el cielo con Dios ahora mismo, en este mismo momento. Pero estar en casa con Dios ahora significa amar a los que no se pueden amar como él lo hace, ayudar a los necesitados como el lo hace, dar como el da, servir a los solitarios como el sirve, rescatar a los que perecen como el rescata. Esto es mi Cristo. Así es como yo vivo.8

¿Tienes tu a Jesús en tu corazón? ¿Es tu experiencia la misma que la experiencia de la Madre Teresa? ¿Estás buscando a Dios o estás buscando al mundo? Si buscas a Dios vas a encontralo. Si buscas al mundo, ya sabes que lo vas a encontrar. ¿Quieres estar en el cielo? ¿Quieres recibir la recompensa de aquellos que tienen limpio el corazón y ver a Dios? Tienes que recibirlo en tu corazón y expresarlo en tus acciones. Es el gozo más grande que nadie puede tener.

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1Paul Aurandt, Paul Harvey’s The Rest of the Story (New York: Bantam Books, 1981), pp. 174-176.

2Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, vol 1, p. 109.3Cameron Lee, Unexpected Blessing [Living the

Countercultural Reality of the Beatitudes] (Downers Grove, IL: InterVasrity Press, 2004), p. 149.

4Elena G. de White, Testimonies for the Church (Mountain View, CA: Pacific Press Publishing Association, 1975), vol 8, p. 64.

5Robert Schuller, The Be (Happy) Attitutdes (Waco, TX: Word Books, 1985), pp. 160,162.

6Elena G. de White, Patriarcas y Profetas (Mountain View, CA: Pacific Press Publishing Association, 1977), p. 38.

7Frederick Buechner, The Clown in the Belfry (San Francisco: Harper Collins, 1992), p. 26. 7Mother Teresa of Calcutta, A gift for God, Prayers and Meditations (San Francisco: Harper & Row, Publishers, 1975) pp. 77, 78.

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Tu ejemplo: El Dios de Paz

Hace mucho tiempo atrás vivía un rey. Este era un rey sabio y maravilloso. También era un rey amable y amoroso. A este rey le gustaba dar regalos. No

necesitaba ninguna razón para dar sus regalos; los daba porque quería. Sentía gran placer al hacer a su pueblo feliz. A algunos de sus súbditos el rey dio tierras con montañas y arroyuelos. A otros dio campos prósperos y ríos. Otros recibieron tierras rodeadas de aguas que estaban colmadas de peces. La gente amaba a su rey. Se gozaban de los regalos que les daba. Eran muy felices. Fueron muy felices, más bien, hasta que quisieron más. «Esto no es suficiente. Danos más. Tu eres el rey. ¡Tú tienes todo!» gritaron. El rey era tan bueno y tan amable que no se enojó. En lugar de enojarse, enseñó a la gente con las montañas como cortar los árboles y como hacer fuego con la leña. Ahora podían hacer muchas cosas con el regalo del fuego. Enseñó a la gente con los campos como arar y plantar nuevos frutos en la tierra. Ahora podía cosechar mucha comida.

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Para la gente junto a las aguas, hizo botes, para que pudiesen encontrar las muchas clases de peces. Y fueron lejos sobre el agua. Pronto la gente con el fuego dijeron a los demás: «El rey nos ama más porque nos regaló el fuego.» «¡Oh, no! El nos ama más porque nos ayudó a sembrar comida,» contestaron los dueños de los campos. «¡Son unos bobos!» dijo la gente de los botes. «El rey nos ama más porque nos permite viajar lejos sobre las aguas mientras ustedes tienen que quedarse en la tierra.» Todo este argüendeo molestó mucho al rey. No le agradaba escuchar a su pueblo discutir. Lo ponía muy triste. Al fin, no lo pudo soportar más y dijo: «Mi gente, los amo a todos. Y deseo que aprendan a amarse los unos a los otros. En lugar de estar discutiendo y peleando, ¿por qué no comparten lo que les he dado?» La gente se asombró de escucharle decir esto. Sacudieron sus cabezas con incredulidad. «¿Compartir? ¿Quieres que compartamos?» «Así mismo. Eso es lo que yo he hecho. He compartido mis regalos con ustedes. Ahora les pido que compartan los unos con los otros. ¿Es eso tan difícil?» preguntó el rey. La gente agachó sus cabezas. No podían ver al rey; no se podían ver unos a otros. Sí, el rey les había pedido algo muy difícil. Les había pedido que dejasen de pensar en ellos mismos y que pensasen en los demás. La gente pensó y pensó acerca de este asunto de compartir. ¡Qué cosa tan difícil había pedido el rey!1

Esa historia pareciera ser la historia de la humanidad a lo largo de los siglos. Difícilmente ha habido una ocasión cuando los unos no hemos sentido envidia de los otros. Difícilmente ha habido un período en el cual los unos

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no nos hemos sentido superiores a los otros. Desde la historia de Caín y Abel, pasando por Cortés y Moctezuma, hasta Sadam Hussein y los kurdos, siempre ha habido este problema: No nos podemos llevar los unos con los otros. Es tan general este problema que pareciera difícil encontrar a quien se le apliquen las palabras de Jesús:

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9).

Para que te hagas una idea de qué tan difícil es encontrar este tipo de personas, de acuerdo al Canadian Army Journal, un ex-presidente de la Academia Noruega de Ciencias, ayudado por historiadores de Inglaterra, Egipto, Alemania e India descubrieron lo siguiente: Desde el año 3600 A.C. el mundo ha conocido únicamente 292 años de paz. Durante este mismo período hubo 14,531 guerras, grandes y pequeñas, en las cuales 3,640,000,000 gentes han perecido. El valor de la destrucción es suficiente para pagar una franja de oro alrededor del mundo de 156 kilómetros de ancho por 10 metros de grosor. Desde el año 650 A.C. han habido 1,656 amenazas de guerra, de las cuales solo 16 no se llevaron a cabo. Otro estudio, llevado a cabo por Gustave Valbert y cuyo reportaje apareció en la Gazeta de Moscú, indica que del año 1496 A.C. al año 1861 A.D., en 3,358 años han habido 227 años de paz y 3,130 años de guerra, ó 13 años de guerra por cada año de paz. En los últimos tres siglos han habido 286 guerras en Europa.2

¡Pareciera que no sabemos vivir sin estar en guerra! Y es bajo estas circunstancias que todavía Jesús da su bienaventuranza a aquellos que son pacificadores. En un mundo de guerra y discención, Jesús nos llama

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a ser pacificadores. ¡Una misión imposible! ¿O será que es imposible? ¿Qué es lo que espera Jesús en realidad de nosotros? ¿Qué es lo que quiso decir con esta bienaventuranza? ¿Qué o quién es un pacificador? En primer lugar, un pacificador es aquel que tiene una opinión correcta de Dios. Esto significa que comprende cabalmente cual es la causa de la guerra. Hay que admitirlo, la razón por la cual estamos siempre en guerra es porque no nos podemos llevar unos con otros. La razón por la cual no nos podemos llevar unos con otros es porque Dios no está en nosotros. Las guerras se acabarán cuando Dios esté en nosotros. Únicamente entonces habrá paz. Pero Dios no está en este mundo. Dios es la fuente de la paz, mientras Dios no esté presente, no se podrá conseguir. Podemos tratar por todos los medios de conseguir paz, pero mientras Dios no esté presente, en vano hacemos cualquier esfuerzo. El Señor lo dice muy claramente:

Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasara por vuestro país (Levítico 26:6).

Los esfuerzos humanos han fallado miserablemente en conseguir la paz. Desde la Liga de las Naciones hasta las Naciones Unidas, no se ha podido conseguir la paz. Porque solo Dios puede darla. Pero mientras Dios está dispuesto a proporcionarnos paz (ver 1 Reyes 2:33; Salmo 29:11), los hombres se preparan para la guerra. Se cuenta que al principio de la Segunda Guerra Mundial el oficial a cargo del comando británico en lo profundo del África recibió un mensaje telegráfico de su oficial superior:

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«Se declaró guerra. Arreste todos los extranjeros enemigos en su distrito.» Rápidamente un mensaje de retorno fue enviado: «He arrestado siete alemanes, tres belgas, dos franceses, dos italianos, un austriaco y un americano. Favor de informarme contra quién estamos en guerra». Siempre estamos listos para la guerra. ¿Por qué? Porque Dios no está en nosotros. Aquel que tiene a Dios en su corazón no puede ser sino un pacificador. Dios es Dios de paz, no de guerra. Aquel en quien Cristo ha entrado a morar en su corazón no puede sino aborrecer la guerra. La paz es el resultado lógico de su relación con Jesús. El pacificador sabe esto. Sabe que en sólo en Cristo puede dejar de haber discordia y guerra. Sólo en Cristo puede haber paz. Tiene presente las palabras de Pablo:

Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (Efesios 2:13, 14).

¡Cristo es nuestra paz! Es el quien la provee. No puede ser hayada de otra forma o por otro medio. Los judíos del tiempo de Pablo consideraban a los no judíos como indignos. Ellos eran el pueblo escogido. Esto daba motivo a muchos problemas tanto raciales, políticos, sociales y culturales. Cristo vino a derrumbar esos preceptos, esa «pared intermedia de separación.» ¿Por qué es que la gente hace guerra? ¡Por esas mismas ideas! Porque tienen diferentes conceptos raciales, políticos, sociales y culturales. Hitler pensaba que los alemanes eran superiores.

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Los soviéticos pensaban que el comunismo era mejor. Los americanos piensan que su forma de vida es superior. Los mexicanos pensamos que no hay como la comida con chile para darle gusto a la vida. ¿El resultado? Guerra… cuando Cristo no está en el corazón. Pero cuando Cristo está en el corazón, el resultado siempre es paz. Una paz que emana directamente de Dios. De hecho, ese es uno de los nombres de Dios, paz:

Y edificó allí Gedeón altar a Jehová, y lo llamó Jehová-shalom; el cual permanece hasta hoy en Ofra de los abiezeritas (Jueces 6:24).

Jehová-shalóm. ¿Sabes qué quiere decir ese nombre? Nosotros cuando saludamos a alguien decimos: «Buenos días,» «Buenas tardes,» o «Buenas noches.» Los judíos usan tan solo una palabra para cualquier saludo. Esa palabra es shalom. ¿Qué quiere decir? Quiere decir paz. Jehová-shalom entonces es Jehová-paz. ¿Te das cuenta? Dios es la fuente de la paz y Cristo la manifestación de la misma.

Paz es la palabra clave en el ministerio de Jesús. Vino a establecerla, su mensaje la explicó, su muerte la compró, y su presencia resucitada la proporciona. Las predicciones mesiánicas fueron que sería Príncipe de Paz (Isa 9:6). Los ángeles que anunciaron su nacimiento cantaron: «¡En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Luc 2:14). Su palabra constante de absolución a los pecadores era: «Ve en paz.» Poco antes de ser crucificado, el último testamento del Señor fue: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como

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el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (Juan 14:27). Cuando el Señor volvió [con sus discípulos] después de la resurrección, su primera palabra a ellos fue: «Shalom.» Paz. La vida de Jesús estuvo saturada con su misión de traer la paz de Dios e iniciar la sanadora relación de paz con Dios.3

La misión de Jesús fue la de traer la paz de Dios. Cegados por sus propios conceptos humanos, los judíos de su tiempo no pudieron ver en el al Mesías de paz y buscaban al Mesías que les liberaría del yugo gentil. No pudieron leer y entender el pasaje del profeta Zacarías donde describía su misión pacificadora:

Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna. Y de Efraín destruiré los carros, y los caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán quebrados; y hablará paz a las naciones, y su señorío será de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra (Zacarías 9:9, 10).

¡Esa era la misión de Jesús! Traer paz. Pero no estuvieron listos para recibirla. El seguidor de Jesús experimenta esa paz. Sabe que viene de Jesús, que él es la única fuente de la misma. En segundo lugar, la persona pacificadora tiene una opinión correcta de sí mismo. El saber que Dios es el producto de la paz en su corazón le da la seguridad que necesita. Esa persona está en paz con sí misma. El salmista lo puso así:

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Mucha paz tienen los que aman tu ley,Y no hay para ellos tropiezo (Salmo 119:65).

Estar con Dios significa tener paz. Estar consciente de esa paz y ser un pacificador es el resultado inmediato. Lo primordial es que tal persona comprende que la paz de la cual Jesús habla es más que la ausencia de conflicto y guerra, sino la presencia de justicia. Únicamente la justicia puede producir la relación que puede traer dos pecadores juntos. Tenemos que reconocer que se requiere un milagro para que dos pecadores vivan en paz. Esto es cierto en el ámbito de las naciones como del hogar. Para poder vivir en paz, tiene que estar la justicia de Cristo presente. Podemos dejar de pelear sin la justicia, pero no podemos vivir en paz a menos que la tengamos. La justicia no únicamente detiene el pleito, sino que inicia un proceso de saneamiento. En otras palabras, tus pleitos con tus padres o con tu conyuge pueden haber terminado, pero muchas veces también termina tu relación. O te vas de la casa o te divorcias. Muerto el perro se acaba la rabia. ¿Es esa la solución? Es la actitud de esconder la cabeza bajo la arena, como la avestruz. Cristo no únicamente hace que terminen las peleas sino que nos permite vivir en armonía, en paz. Recuerda que él es la fuente de la paz. Ser un pacificador significa entonces haber encontrado la paz de Dios y ser puro. Santiago lo pone así:

Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía (Santiago 3:17).

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Y el apóstol Pablo la pone a la altura de la santidad:

Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

La cosa se está poniendo seria. Ser pacificador involucra vivir puramente y en santidad. Hasta ahora siempre había creído que era asunto de creer, amar y obedecer, pero ahora se trata de vivir. Precisamente, de vivir. Ser un pacificador significa el uso total de nuestras facultades con ese propósito: ser la paz del mundo lo mismo que Jesús. Vivir en santidad es vivir en paz. Ser pacificador es más todavía, es un requisito para entrar en el cielo. Después de todo, ¿cuál es la causa de la guerra? En la isla Guadalcanal, en el Pacífico del Sur, se llevó a cabo terrible batalla entre los japoneses y los americanos en la Segunda Guerra Mundial. Después de la batalla, se cuenta de un caníbal que le preguntó a un oficial americano: «¿Quién se come toda esa enorme cantidad de carne humana producida por la guerra?» El oficial le respondió que la gente blanca no se come sus enemigos muertos. «¡Qué bárbaros son ustedes!» exclamó el caníbal con horror, «¡Matar a tanta gente sin ningún propósito!» ¿La causa de la guerra, los pleitos, las peleas, las discenciones, las discordias? ¿Qué otra cosa puede ser sino el pecado? Únicamente el hombre experimenta el pecado directamente. Únicamente el hombre hace guerra por el simple gusto de hacer guerra. Únicamente el hombre permite que el pecado enturbie su relación con los demás y destruya la paz. Únicamente el hombre mantiene rencor y destruye a sus enemigos por gusto. Y es que no hay mayor enemigo de la paz, tanto personal como nacional, que el pecado.

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Por eso es que «no hay paz para los malos» (Isaías 48:22). Porque su corazón es engañoso y perverso (Jer 17:9). Porque se glorían del pecado y se convierten en sus víctimas. Mientras no tengamos plena consciencia de esto no puede haber un cambio. Mientras no identifiquemos al enemigo dentro de nuestro corazón no podremos ser pacificadores. No podremos entrar en el reino. Es necesario que las malas nuevas del evangelio vengan primero que las buenas nuevas. No es hasta que uno se confronta con su pecado, que puede encontrar la paz que el Salvador le ofrece. Hasta que te confrontes con todas tus falsas ideas y conceptos no puedes recibir la verdad. Hasta que reconozcas tu enemistad con Dios, no puedes recibir su paz. En tercer lugar, una persona pacificadora tiene la opinión correcta del mundo. El conocimiento que Dios es la fuente de la paz y que el enemigo de la paz es el pecado les lleva a darse cuenta que el mundo real tiene sus problemas. Sabe que la vida no es fácil, es cruel. Comprende perfectamente las palabras de Jesús:

No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada (Mateo 10:34).

¿No es esto contradictorio? Si Jesús es la fuente de la paz, ¿por qué dijo esto? Cristo es el Príncipe de Paz que vino a traer esa misma paz. Sin embargo, cuando aceptas la paz de Dios el mundo no te ve con buenos ojos, te considera su enemigo (ver 1 Juan 3:12,13). Cristo vino a ponernos en paz con Dios pero al hacer esto nos pone en desarmonía con aquellos que rechazan su oferta. Como cristianos no

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debemos nunca buscar, o estar satisfechos, con la paz que es el resultado de ceder al mal. Para el verdadero cristiano no hay tal cosa como paz a cualquier costo. Aquel que no está dispuesto a perturbar en el nombre de Dios no puede ser un pacificador. Aceptar cualquier otra cosa menor que la verdad de Dios y su justicia es traición —esto únicamente anima a los pecadores en su camino y los aleja del reino de los cielos. Aquellos que en el nombre del amor o de la bondad y la compasión tratan de testificar cediendo a las normas establecidas en la Palabra de Dios encontraran que su obra los está separando de la fuente de verdad en lugar de llevarlos a ella. El pacificador no va a permitir que un solo gato se atraviese si está en contra de la verdad de Dios; no va a proteger apariencias si son injustas o perversas. No está dispuesto a conseguir la paz a cualquier precio. La paz de Dios tiene un precio alto y él lo sabe. Dios únicamente da su paz a su manera. Ser un pacificador es el resultado de vivir de una manera santa y llamar a otros a la verdad del evangelio. El cristiano sabe que en el mundo encontrará problemas. Pero también sabe que Cristo tiene la solución de esos problemas. Saber que en el mundo hay problemas no le desalienta porque sabe que no va a vencer al mundo por sus esfuerzos. Tiene a uno que pelea sus batallas. Tiene a uno que le proporciona siempre la victoria. Tiene la ayuda de uno que siempre ha salido victorioso. Sabe que el Señor hace las cosas a sus tiempo. Confía en la promesa del Señor:

Y curaron la herida de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz. ¿Se ha avergonzado de haber hecho abominación? Ciertamente no se han avergonzado en lo más

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mínimo, ni supieron avergonzarse; caerán, por tanto, entre los que caigan; cuando los castigue caerán, dice Jehová (Jeremías 8:11, 12).

Es cierto, en el mundo las cosas son difíciles. En el mundo encontramos enemistad. El mundo nos odia. Pero nuestra confianza está puesta en uno que dará a cada quien lo que se merece… a su tiempo. Para los pacificadores es la promesa y la seguridad de paz. Para quienes desobedecen solo quedan «celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa» (Santiago 3:16). Aquel que no conoce a Dios puede conocer la calma, pero no puede conocer ni experimentar la paz. La paz no es una realidad en sus vidas porque «el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz» (Santiago 3:18). Esos son los que conocen a Cristo. Por último, una persona pacificadora tiene una opinión práctica de su tarea. Los mensajeros de paz son creyentes en Jesucristo. Únicamente ellos pueden ser pacificadores. Únicamente quienes pertenecen al hacedor de la paz pueden ser mensajeros de paz. El apóstol Pablo nos dice que «a paz nos llamó Dios» (1 Cor 7:15) y que «todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5:18). El ministerio de la reconciliación es la labor de ser pacificadores. A quienes Dios ha llamado a su paz, también ha llamado a hacer paz. Ser pacificador significa entonces no únicamente decirlo, sino hacerlo. No es asunto de arengar y filosofar sobre la paz, sino de hacer la paz. Ser pacificador es no conformarse con la teoría. Ser pacificador es estar desconforme con aquellos que ven los problemas y no hacen nada para solverlos. El motivo que le mueve es

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la relación práctica del mensaje de Jesús a la realidad práctica. Esa relación práctica le permite ver cada situación a la luz del Evangelio. Uno de los grandes problemas de los cristianos es nuestra tendencia a desasociar los aspectos comunes de nuestra existencia con las verdades eternas. Nos hace falta poner más atención a las cosas comunes de la vida en su relación al reino de los cielos. El reino de los cielos se mide para cada uno de nosotros en relación a los minúsculos eventos diarios de trascendencia aparentemente insignificante. No son los momentos de magnificencia los que nos llevarán al reino, sino los comunes. Tenemos que tenerlo presente. Como hijos de Dios, nuestra tarea como pacificadores consiste en convertirnos en un puente. Nuestro esfuerzo tiene que ser el hacer la paz entre los demás. Nuestro esfuerzo debe de proveer sostén a quienes no tienen conocimiento de las verdades eternas. Para eso tenemos que asegurarnos que nosotros mismos estamos bien asentados. Únicamente cuando tu y yo estamos bien firmes en Cristo, podemos ayudar a los demás a construir y edificar. Los pacificadores tienen que ser firmes antes de poder ser una influencia positiva. San Agustín, una de las figuras gigantes del cristianismo, relata como su madre no únicamente tenía un carácter pacífico, sino que llevaba paz a dondequiera que iba:

Había otro gran talento que le diste a tu sierva en cuyo seno me creaste, oh Dios, mi misericordia. Cada vez que podía, actuaba como pacificadora entre las almas en conflicto por algún pleito. Cuando los malentendidos están a flor de piel y el odio crudo e indigerido, con frecuencia se manifiesta en la presencia de un amigo, para calumniar a algún

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enemigo ausente. Pero si alguna mujer iniciaba una amarga diatriba contra otra [mujer] en presencia de mi madre, nunca repitió a la otra persona lo que se había dicho, excepto aquellas cosas que fueran a reconciliarlas…

Después continúa diciéndonos:Y aquel hombre que ama a sus semejantes no

debiera de conformarse con contenerse de enojarse o de aumentar la enemistad entre otros hombres por el mal que hablan: debiera hacer lo mejor que puede en poner un fin a los pleitos por medio de palabras amables. Así actuaba mi madre, quien aprendió en la escuela del corazón, donde fuiste su maestro secreto.4

Dios fue quien enseñó a Mónica, la madre de San Agustín, a ser una pacificadora. Dios tiene que ser quien te enseñe. Antes que algo pueda suceder en tu experiencia, tienes que hacer de Jesús tu Maestro. Solamente entonces podrás llevar la paz a dondequiera que vayas. Entonces serás llamado hijo de Dios.

1Sandra J. Carrubba, «The Generous King,» Insight, 18 January 1983, p. 18. 2Signs of the Times (Rocksville, MD: Assurance Publishers, 1984), p. 1571. 3Lloyd J. Ogilvie, Congratulations, God Believes in You (Waco, TX: Word Books, 1984), p. 103. 4Saint Augustine, Confessions (New York: Penguin Books, 1983), pp. 195, 196.

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Busco la Gran Luz Blanca de Sorbán», declaró Aldino el Joven al extraño vestido con una capa marrón que acababa de encontrar en el sendero. «¿Y por qué buscas esa Luz Blanca?» le

preguntó el extraño desde la capucha de su capa. «Porque me dará el coraje y la fuerza para afrontar cualquier problema», replicó Aldino. «¿Y cómo crees que es esa Gran Luz Blanca de Sorbán?» preguntó de nuevo el extraño. «He escuchado que está en una esfera», explicó Aldino, «como cristal, pero también como una nube y resplandece con una brillantez blanca, irradiando todos los colores del arco iris que están dentro de sí misma. ¿Me podrías dirigir hacia esa luz?» «Sí, puedo», dijo el extraño mientras sacaba un objeto brillante debajo de los muchos pliegues de su capa, «pero el camino es difícil y tienes que cruzar el Pantano de la Desesperación. Toma esta navaja contigo. Corta todo tipo de lianas que te impidan el camino. También, cada vez que tu camino se divida, toma el sendero hacia la derecha, excepto cuando sea ancho y cubierto de grama.

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Si el sendero hacia la derecha es ancho y lleno de grama, toma el sendero hacia la izquierda. Estás a punto de llegar a la entrada de el Pantano de la Desesperación. El sendero pronto se tornará angosto y difícil». Aldino pronto estuvo caminando sobre troncos de árboles caídos y saltando de roca en roca para evitar caer en las aguas sucias, borbotántes, negras y vaporosamente apestosas a azufre que estaban a cada lado del sendero. En un punto se encontró con una pared gigantesca de lianas tan gruesas como sus brazos y se desanimó sobremanera. Estaba seguro que su navaja sería inútil contra lianas tan grandes. Con coraje atacó una de las lianas, preparado para fracasar, pero, para su mucha sorpresa, la navaja cortó como un cuchillo caliente en la mantequilla. Aldino cortó su camino fácilmente con la navaja y pronto el sendero llegó a un claro remanso. Sentado en una roca sobre un pequeño promontorio, Aldino de nuevo se encontró con el extraño de la capa. Esta vez el extraño le dijo que tendría que ir a través de las Grutas Laberínticas y le dio un rectángulo de vidrio que, cuando se frotaba, daba una luz amarilla. Con espíritu temerario, Aldino avanzó hacia las oscuras y frías cavernas. Primero el camino era malo y dificultoso, después se tornó húmedo, resbaladizo y empinado. Varias veces, Aldino pensó que no podía avanzar más, pero usó la luz y pudo salir de el laberinto. Cuando salió, fue saludado de nuevo por el extraño. Aldino estaba ahora enojado. Obviamente el extraño había conocido rutas mejores, más rápidas y seguras para cruzar el Pantano de la Desesperación y las Grutas Laberínticas. «¡Estoy fastidiado contigo!» gritó Aldino. «Dos veces me has dirigido en medio de senderos peligrosos, haciéndome

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creer que al final de cada uno de ellos iba a encontrar la Luz de Sorbán. Y cada vez lo único que he encontrado es a ti, esperándome». «Lo que dices es cierto», dijo el extraño, «pero tu comprensión es incompleta. Para que sepas yo soy la Gran Luz Blanca de Sorbán. ¿No te he dado el coraje y la fuerza para afrontar cada desafío?»1

Tenemos que admitir que de todas las peticiones que nos hace el Evangelio, la más difícil de todas es aquella que tiene que ver con sufrimiento corporal. Estamos dispuestos a dejar padre, madre, hermanos, cónyuges, hijos, casa, posesiones y patria por el Evangelio. De alguna manera nos hace sentir bien el considerarnos desposeídos por causa del Señor. Si bien no nos quejamos ante Dios por su pobreza, es cuando los problemas tocan nuestra carne que nos inquietamos. De todas nuestras posesiones la más valiosa es la que llevamos puesta. Guardamos la piel porque cuando nos llega hasta allí lo sentimos. Después de describirnos el carácter que debiera encontrarse entre sus seguidores, Jesús añadió las más paradógica de todas las bienaventuranzas:

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas, que fueron antes de vosotros (Mateo 5:10-12).

Esta bienaventuranza completa el cuadro, pero el Señor

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bien podía haber terminado con la séptima bienaventuranza, ya que la octava es completamente diferente a las demás. Las primeras siete tienen que ver con el carácter, esta con la condición de sus seguidores; las primeras siete tienen que ver con la calidad interna de sus almas, esta con su relación externa. Las primeras siete pueden ser desarrolladas en el espíritu, sin ninguna conexión con el mundo, pero esta indica que el Señor esperaba que sus seguidores estarían en el mundo.

El énfasis principal con que se inicia el Sermón del Monte llega a su clímax con esta seria verdad: quienes viven fielmente de acuerdo a las primeras siete bienaventuranzas, están garantizados a experimentar en algún momento la octava. Quienes viven en forma correcta inevitablemente serán perseguidos por causa de la justicia. La piedad engendra hostilidad y antagonismo de parte del mundo. ¡El distintivo final de una persona feliz es la persecución! Los hijos del reino son rechazados por el mundo. Los santos son singularmente bienaventurados, pero tienen que pagar su precio.2

Esta bienaventuranza nos dice que al ser cristianos, vamos ser considerados como enemigos por el mundo. Jesús nos dice no únicamente que esperemos persecución por su causa para asustarnos. Jesús era práctico. Jesús nos está diciendo la verdad porque esa fue su propia experiencia. Jesús fue pobre en espíritu, lloró y sufrió por el pecado del mundo, fue humilde, tuvo hambre y sed de justicia, fue misericordioso y puro de corazón y vino a hacer paz. Fueron esas las cualidades que lo llevaron a la cruz. Pero quiero que tengas claro qué es lo que esta

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bienaventuranza no está diciendo. No dice: «Bienaventurados los que son perseguidos porque sus costumbres son raras». No dice: «Bienaventurados los que son difíciles llevarse con ellos». Con frecuencia nos encontramos con cristianos que sufren persecución por su propia culpa, por su manera de ser. Ser cristiano no significa ser tosco. No significa portarnos de tal manera que reprochamos a todos su forma de vivir. No significa que vamos a hablar de Jesús ocho horas diarias a nuestros compañeros de trabajo. No significa que todos los días vamos a tratar de «convertir» a nuestro cónyuge (1 Pedro 3:1). No significa que le vamos a hacer la vida imposible a los que viven en nuestro hogar porque no son cristianos. Esta bienaventuranza tampoco dice: «Bienaventurados los que son perseguidos porque son fanáticos». El fanatismo nos puede llevar a la persecución, pero el fanatismo nunca es recomendado en la Biblia. Jesús mismo se levantó en abierta oposición a la religión fanática de los escribas y los fariseos. No es para ti la bienaventuranza si eres perseguido por ser fanático. Jesús tampoco dijo: «Bienaventurados los que son perseguidos por una causa noble». Una cosa es ser perseguidos por una causa noble y otra ser perseguidos por causa de la justicia. Hay muchas causas nobles hoy en día. Una causa noble es la preservación de los parques nacionales. Una causa noble es la de promover la protección del oso panda. Una causa noble es la de conseguir fondos para el estudio de la deterioración de la capa de ozono en la atmósfera. Pero eso no es suficiente. Si eres perseguido por una causa noble, que no sea la justicia divina, no tienes parte en esta bienaventuranza. Algunos de nosotros corremos el riesgo de desarrollar un espíritu de mártir. Se nos sube que somos un Osama Bin-Laden. ¡Nos encantaría

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que la gente nos tomase como mártires! Si ese es tu espíritu, estás en el bando equivocado. Y Jesús tampoco dijo: «Bienaventurados los que son perseguidos porque son buenos, nobles y sacrificados». Todas estas características, aunque loables, no son suficientes. No somos bienaventurados porque sufrimos por nuestra bondad o nobleza. Es más difícil que alguien sea perseguido por estas causas. La persecución a la que Jesús se está refiriendo tiene que ver con nuestra relación con él. Es bienaventurado el que es perseguido por ser como Jesús, no porque es raro, no porque es fanático, no porque guía una causa noble, no por su bondad y su nobleza. Jesús dijo:

Si el mundo os aborrece, sabed que a mi me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Juan 15:18-20 pp).

La persecución que cuenta para el reino de los cielos tiene que ver con el mismo reino de los cielos. También puedes ser perseguido por asuntos de este mundo. Por supuesto. Pero así como eres perseguido por el mundo, puedes ser ensalzado por el mundo. Cuando el mundo te persigue por causa de la justicia, únicamente Dios te recompensa, nunca el mundo.

¿Sabemos que es ser perseguido por causa de la justicia? Para ser como [Jesús] tenemos que

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hacernos luz; la luz siempre expone las tinieblas, y las tinieblas, por lo tanto, siempre odian la luz. No hemos de ser ofensivos; no hemos de ser necios; no hemos de ser torpes; no hemos ni siquiera de hacer alarde de nuestra fe cristiana. No hemos de hacer nada que produzca persecución. Solamente ser como Jesús hace que la persecución sea inevitable.3

Esta bienaventuranza nos dice, en segundo lugar, que ser cristiano significa no tener la misma actitud del mundo. Nuestro Señor se colocó a sí mismo siempre en oposición a la persecución, a las injurias y a las falsas acusaciones. La persecución de que son objetos los que tienen que ver con el reino de los cielos tienen que ver con estas tres áreas. Como discípulos de Jesús, vamos a sufrir persecución, injurias y falsas acusaciones. No que vayamos a sufrir esto constantemente. No. Esta bienaventuranza no nos habla de constante persecución. Lo que nos dice es que cada vez que suframos por causa de la justicia, por causa de nuestra fe, no deberíamos sorprendernos ni molestarnos contra Dios. Por otra parte, Jesús y sus apóstoles no fueron perseguidos, ridiculizados y calumniados constantemente. Gozaron de tiempos de paz y popularidad. Nuestra responsabilidad no es buscar la persecución, sino estar dispuestos a soportarla cuando viene por causa de nuestra fe en Cristo. Significa también que así como no deseamos ser perseguidos, tampoco hemos de perseguir. Tristemente este no ha sido el caso. Un escritor adventista comenta:

Debería indicarse de nuevo que este registro [de persecución religiosa] no da cabida alguna para acusar a ningún grupo o personaje contemporáneo. El registro histórico es una acusación contra

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la pecaminosa naturaleza humana. Tanto los protestantes como los católicos han perseguido. Los registros de los principios de la reforma en Suiza, Alemania, Inglaterra, y en otras partes tienen abundante evidencia que la «carne» protestante ha sido tan cruel como la católica cuando las circunstancias lo permitieron. Los comienzos de la América protestante también incluyen numerosas ilustraciones de este mismo hecho. Cada vez que hay odio en vez de amor, reina el espíritu del anticristo, cualquiera sea su profesión [religiosa].4

En la parábola de la cizaña registrada en Mateo 13, los siervos preguntaron al dueño del campo sobre la cizaña: «¿Quieres, pues, que vayamos y la arranquemos?» Pero él les dice: «No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo» (Mateo 13:28, 29). La misión de los cristianos no es la de perseguir a los herejes. El juzgar está en las manos de Dios. Como sus hijos Dios no nos ha instituido como defensores de la fe. No me encuentro cómodo cada vez que alguien me invita a tener un «debate amistoso» con un testigo de Jehová. La verdad es que no me gusta. Nadie gana. Nuestra función no es ir a «probar» a otros que están equivocados. Nuestra función no es ir a ridiculizar a otros sus creencias. Nuestra función es actuar como Jesús. Al mismo tiempo que no nos gusta ser perseguidos, no hemos de reprender a los demás por su religión. Esta puede tomar muchas formas. Puedes burlarte de los demás por sus creencias. Puedes negarte a participar en sus cultos. Puedes obligarlos a asistir a tus reuniones porque tú sí tienes la verdad. Lo puedes hacer. Pero ese no fue el espíritu de Cristo. Cristo no insultó a nadie. No se burló

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de nadie por sus creencias religiosas, aunque pudo haberlo hecho. Nunca ridiculizó a los escribas y fariseos. Nunca se burló del joven rico por su falta de comprensión. Siempre actuó con amor. Así debemos actuar tú y yo. Por último, esta bienaventuranza nos dice que seguir a Jesús significa tener la mejor compañía, la de los profetas. Encontramos en las Escrituras, por ejemplo, a Elías que fue perseguido por Acab y Jezabel (1 Reyes 18:7-10; 19:2); y a Jeremías que fue perseguido por los demás en su pueblo (Jeremías 15:20; 17:18; 18:18; 20:2; etc.). Es con hombres tales que el Señor nos equipara cuando somos perseguidos. No se sabe quien es el autor del siguiente sueño, pero el soñador desconocido podría ser cualquiera de nosotros:

Vi en un sueño que estaba en medio de la Ciudad Celestial —aunque no podría decir cómo y cuándo llegué allí. Yo era uno en la gran multitud que ningún hombre podría contar, de todos los países y pueblos, tiempos y edades. De alguna manera descubrí que el santo que estaba al lado mío había estado en el cielo por más de 1860 años. «¿Quién eres?» le pregunté. (Ambos hablábamos el mismo lenguaje de la Canaán celestial, así que yo le entendí y el me entendió).«Yo fui un cristiano romano», me dijo. «Viví en los días del apóstol Pablo, fui uno de los que murieron en las persecuciones de Nerón. Fui cubierto de brea, atado a una estaca y prendido fuego para alumbrar el jardín de Nerón».«¡Qué horrible!» exclamé. «No», dijo, «me sentí gozoso de poder hacer algo por Jesús. El murió en la cruz por mi». El hombre al otro lado mío habló entonces:

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«Yo he estado en el cielo solamente unos doscientos años. Vengo de una isla en el Pacífico del Sur —Erromanga. John Williams, un misionero, vino y me enseñó de Jesús, yo también aprendí a amarlo. La gente de mi tierra mataron al misionero, me tomaron y me ataron. Fui golpeado hasta que desmayé y pensaron que estaba muerto. Al otro día me golpearon en la cabeza, me cocinaron y me comieron». «¡Qué horrible!» exclamé de nuevo. «No», contestó, «estaba contento de morir como un cristiano. Los misioneros me habían dicho que Jesús fue azotado y coronado con espinas en mi lugar». Entonces los dos me preguntaron: «¿Qué sufriste tu por él? ¿O fuiste tu uno de los que vendió lo que tenía para enviar a hombres como John Williams para enseñarle a otros de Jesús?» No pude hablar. Mientras ambos me miraban con unos ojos tristes, me desperté. ¡Era solo un sueño! Pero permanecí despierto en mi cama por horas, pensando en el dinero que había gastado en mis deleites; o toda mi ropa, mi auto, mis muchos lujos; y me di cuenta que no había sabido lo que significaban las palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Marcos 8:34).5

No es seguro que los planes que Dios tenga para ti incluya el martirio. No es seguro que los planes que Dios tenga para ti sea perecer en una mazmorra fría, húmeda y maloliente. No es seguro que el Señor tenga en sus planes para ti el ser quemado vivo. Satanás ha refinado

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sus métodos. Se ha puesto al día. En lugar de persecución y sufrimiento te puede estar dando complacencia y comodidad. Es en la complacencia y en la comodidad que hemos perdido más de una batalla. Es en la complacencia y la comodidad que tu y yo podemos perder el reino de los cielos. Si hasta ahora la hemos pasado bien. Si hasta ahora nuestra experiencia cristiana no se ha visto manchada por el escarnio, la persecución y la difamación, podemos darle gracias a Dios. Podemos darle gracias a Dios por que nos ha librado de esa experiencia. Por otra parte, si nos está preparando el camino para pasar por esa prueba, tenemos que prepararnos hoy. No es en la complacencia que los éxitos se forjan. No es en el sofá que se preparan los atletas. No es frente a la televisión que los grandes inventos salieron a luz. No es en la complacencia y la comodidad que nos hemos de preparar para el reino. Tiene que ser ante el altar de la oración y el estudio de la Palabra. Tiene que haber un conocimiento y una dedicación a Cristo. Aquel día el Señor vendrá a llamar a los suyos. Pondrá las cabras a un lado y las ovejas a otro. Tu estarás en ese grupo. ¿En cuál? ¿En el de las cabras o en el de las ovejas? La decisión la haces hoy… mientras haya tiempo.

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1Tom Robbins, «The Light of Sorban», Collegiate Quarterly, 1984, p. 115. 2MacArthur, Matthew, p. 220. 3D. Martyn Lloyd-Jones, Sermon on the Mount, p. 137. 4Desmond Ford, Daniel (Nashville, TN: Southern Publishing Association, 1978) p. 153. 5Paul Lee Tan, Signs of the Times, pp. 992, 993.

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