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Lecturas para 3º ESO
El diablo de la botella, de Robert Lewis Stevenson. 1889, en Samoa.
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad
es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de
nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande
yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía
y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de
primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la
isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le
ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se
embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas
personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que
está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho
dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que
se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando,
«y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan
preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a
la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien
acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban
como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas
resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la
excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba
mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se
ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y
de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba
amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el
hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para
que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—.
¿No le gustaría ver las habitaciones?
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Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado;
todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran
admiración.
—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra
parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga
usted más que suspirar?
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo
semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún
dinero, ¿no es cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará
más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en
el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa?—preguntó Keawe.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que
aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y
esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho
más de una pinta. Aquí la tiene usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda
con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche,
con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se
movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.
—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando Keawe se echó a reír, añadió—:
¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta
que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.
—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como
al tacto se diría que es de cristal.
—Es de cristal—replicó el hombre, suspirando más hondamente que nunca—,
pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la
sombra que vemos moverse es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un
hombre compra esta botella el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa
persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San
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Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias a su
virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capitán
Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también él la
vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella
desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento
con lo que tiene, acaba por sucederle algo.
—Y sin embargo, ¿habla usted de venderla?—dijo Keawe.
—Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—.
Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la
vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente;
porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para siempre en el
infierno.
—Sí que es un inconveniente, no cabe duda—exclamó Keawe—. Y no quisiera
verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa,
gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es
condenarme.
—No vaya usted tan deprisa, amigo mío—contestó el hombre—. Todo lo que
tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla
después a alguna otra persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su
vida cómodamente.
—Pues yo observo dos cosas—dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el
tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la
botella demasiado barata.
—Ya le he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud
está empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una
desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barata, tengo que
explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando
Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el
primero que la compró por muchos millones de dólares; pero sólo puede
venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por lo mismo que se
ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una
paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el
paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la
compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué
noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa
centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí.
Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece
una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la gente supone que uno
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está bromeando. Y segundo..., pero como eso no corre prisa que lo sepa, no
hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que tiene que venderla
por moneda acuñada.
—¿Cómo sé que todo eso es verdad? —preguntó Keawe.
—Hay algo que puede usted comprobar inmediata mente—replicó el otro—.
Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares
vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que
consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.
—¿No me está engañando?—dijo Keawe.
El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
—Bueno; me arriesgaré a eso—dijo Keawe—, porque no me puede pasar nada
malo.
Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó la botella.
—Diablo de la botella—dijo Keawe—, quiero recobrar mis cincuenta dólares.
Y, efectivamente, apenas había terminado la frase cuando su bolsillo pesaba ya
lo mismo que antes.
—No hay duda de que es una botella maravillosa —dijo Keawe.
—Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡que el diablo le acompañe!—
dijo el hombre.
—Un momento—dijo Keawe—, yo ya me he divertido bastante. Tenga su
botella.
—La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué —replicó el hombre,
frotándose las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo
único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañará a Keawe hasta la
puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a
pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que
haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre
me haya engañado.» Lo primero que hizo fue contar el dinero, la suma era
exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile.
«Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»
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Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas
de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe
puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí
estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había
dejado. Miró por tercera vez y después dobló una esquina; pero apenas lo
había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa que el largo
cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el
bolsillo de su chaqueta de piloto.
—Parece que también esto es verdad—dijo Keawe.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y
retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el
corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho
seguía tan entero como al empezar.
—Este corcho es distinto de todos los demás—dijo Keawe, e inmediatamente
empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.
Camino del puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de
islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas
de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En
seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien
dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la
botella era muy curiosa: ninguna boca humana había soplado nunca un vidrio
como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos que los que brillaban
bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la que daba vueltas en
su centro; de manera que, después de regatear durante un rato a la manera de
los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe por
sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.
—Ahora—dijo Keawe—he vendido por sesenta dólares lo que compré por
cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis
dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que
había llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.
—¿Qué te sucede—le preguntó Lopaka—que miras el baúl tan fijamente?
Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el
secreto y se lo contó todo.
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—Es un asunto muy extraño—dijo Lopaka—, y me temo que vas a tener
dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes
asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los beneficios.
Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo
mismo te compraré la botella porque a mí me gustaría tener un velero y
dedicarme a comerciar entre las islas.
—No es eso lo que me interesa—dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un
jardín en la costa de Kona donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta,
y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes,
y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas, exactamente igual que
la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con balcones alrededor,
como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin preocupaciones de ninguna
clase y divertirme con mis amigos y parientes.
—Bien—dijo Lopaka—, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta
verdad, como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho, y pediré
una goleta.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco
regresó a Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas
habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que
inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.
—No sé por qué me estás dando el pésame—dijo Keawe.
—¿Es posible que no te hayas enterado—dijo el amigo—de que tu tío, aquel
hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien
parecido, se ha ahogado en el mar?
Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvidó de la
botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calmó un
poco, le habló así:
—¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el distrito de Kaü?
—No—dijo Keawe—; en Kaü no: están en la zona de las montañas, un poco al
sur de Hookena.
—Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas?—preguntó Lopaka.
—Así es—dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.
—No—dijo Lopaka—; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si todo
esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la
casa.
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—Si es así—exclamó Keawe—, la botella me hace un flaco servicio matando a
mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio así donde vi la
casa con la imaginación.
—La casa, sin embargo, todavía no está construida —dijo Lopaka.
—¡Y probablemente no lo estará nunca!—dijo Keawe—, porque si bien mi tío
tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo para que yo viva
cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.
—Vayamos al abogado—dijo Lopaka—. Porque yo sigo pensando lo mismo.
Al hablar con el abogado se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho
enormemente rico en los últimos días y que le dejaba dinero en abundancia.
—¡Ya tienes el dinero para la casa!—exclamó Lopaka.
—Si está usted pensando en construir una casa—dijo el abogado—, aquí está la
tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.
—¡Cada vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos
obedeciendo órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de
casas sobre la mesa.
—Usted desea algo fuera de lo corriente—dijo el arquitecto—. ¿Qué le parece
esto?
Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba
exactamente lo que él había visto con la imaginación.
«Esta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta
cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo
bueno junto con lo malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba
amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las
figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por
hacerlo todo.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió la pluma e hizo un cálculo; y al
terminar pidió exactamente la suma que Keawe había heredado.
Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.
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«Está bien claro», pensó Keawe, «que voy a tener esta casa, tanto si quiero
como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo
estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo
esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá que acepte lo
bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento.
Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían
decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto, y dejarían que el
arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como
mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la
respiración, porque había jurado que no formularía más deseos, ni recibiría más
favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El
arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en
el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho
exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima,
el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la
lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño.
Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un
huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por
delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una
bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y
balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan
claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas
clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con
marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más
hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo
pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de
las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de
extraordinaria calidad, relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que
movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos
los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los
ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes
habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan
amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio;
y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde
llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores,
o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la
empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana
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aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo
la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.
—Bien —preguntó Lopaka—, ¿está todo tal como lo habías planeado?
—No hay palabras para expresarlo—contestó Keawe—. Es mejor de lo que
había soñado y estoy que reviento de satisfacción.
—Sólo queda una cosa por considerar—dijo Lopaka—; todo esto puede haber
sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya
tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría
puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé; pero creo que
no deberías negarme una prueba más.
—He jurado que no aceptaré más favores—dijo Keawe—. Creo que ya estoy
suficientemente comprometido.
—No pensaba en un favor—replicó Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo
de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de
qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido
del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo
aquí mismo y después de eso te compraré la botella.
—Sólo hay una cosa que me da miedo—dijo Keawe—. El diablo puede ser una
cosa horrible de ver; y si le pones ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana
de quedarte con la botella.
—Soy una persona de palabra—dijo Lopaka—. Y aquí dejo el dinero, entre los
dos.
—Muy bien —replicó Keawe—. Yo también siento curiosidad. De manera que,
vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan
rápido como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo
completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera
algo que decir o hallaran la voz para decirlo; luego Lopaka empujó el dinero
hacia Keawe y recogió la botella.
—Soy hombre de palabra —dijo—, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario
no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi goleta y unos dólares
para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan pronto como pueda.
Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.
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—Lopaka—dijo Keawe—, procura no pensar demasiado mal de mí; sé que es de
noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es
un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el
rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas
llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier
cuadro o adorno de casa que te guste; después quiero que marches
inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.
—Keawe—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadarían por una cosa así;
sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la
palabra y comprar la botella, y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al
camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces
más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y
una botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy
asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios
que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos
al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al
balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de
la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de
otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y
rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo de
aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan
agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y
Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás;
allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos de
Honolulu; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para
enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por
todas partes; la llamaban Ka-Hale Nui— la Casa Grande—en todo Kona; y a
veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino
que se pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el
cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una
mañana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón
con la casa que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y
cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a
uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que
pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy deprisa, porque estaba impaciente
por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche de aquel día era la
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noche en que los muertos de antaño salen por los alrededores de Kona; y el
haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe tuviera muy pocos
deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de Honaunau, al mirar
a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la orilla del mar;
parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en ello.
Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después
su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura la joven había terminado de
arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al camino con
su holoku rojo; el baño la había revigorizado y los ojos le brillaban, llenos de
amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
—Creía conocer a todo el mundo en esta zona—dijo él. ¿Cómo es que a ti no te
conozco?
—Soy Kokua, hija de Kiano—respondió la muchacha—, y acabo de regresar de
Oahu. ¿Quién es usted?
—Te lo diré dentro de un poco—dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero
no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es
posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una
respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír esto Kokua se echó a reír.
—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted,
¿está casado?
—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en
casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado
aquí junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha
ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres
saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que
cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa
de tu padre y mañana hablaré con el.
Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.
—Kokua—dijo Keawe—, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una
respuesta favorable; así que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y
luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del
sombrero.
Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio la bienvenida a
Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se lo quedó mirando,
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porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no hace falta decir
que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y
la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y estuvo
burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente Keawe
habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la muchacha.
—Kokua —dijo él—, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y
todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo
una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y muy poco
en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a
verme, dilo cuanto antes.
—No—dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada
más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una
flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden
dar en el blanco. Las cosas habían ido deprisa pero también habían ido lejos y
el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba
su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que
sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En
cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña bajo el risco
donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe
cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los muertos.
Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y
comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara
cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; y
Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto
de la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que
cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida
no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo
lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi
bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el lecho de la cámara
nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y
mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las
habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado
chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y
el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se llenaba de agua;
y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el
canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato, luego alzó la voz para
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preguntarle a Keawe si toda iba bien, y Keawe le respondió «Sí», y le mandó
que se fuera a la cama, pero ya no se oyó cantar más en la Casa
Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su
amo pasear sin descanso por los balcones.
Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse,
descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del líquen sobre
una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras
manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy
triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y
separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre
enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la situación
de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había conquistado
aquella misma mañana, y que veía ahora quebrantarse todas sus esperanzas en
un momento, como se quiebra un trozo de cristal?
Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera, luego se levantó de un salto
dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar por el balcón, de
un lado a otro, como alguien que está desesperado.
«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía
Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas,
situada tan en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor para ir a
Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir
allí, lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido, qué pecado pesa
sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokua cuando salía del
mar a la caída de la tarde? ¡Kokua, la que me ha robado el alma! ¡Kokua, la luz
de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá nunca más vuelva a
verla ni a acariciarla con mano amorosa, esa es la razón, Kokua, ¡por ti me
lamento!»
Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría
haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a
sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que
perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo
hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella
con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni a exponerla
a ningún peligro.
Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y
recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel
pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.
14
Lecturas para 3º ESO
«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una
cosa horrible y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las
llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de
casarme con Kokua? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir
una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a Kokua?».
Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a
Honolulu. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor
que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas
tenía de perder de vista.»
No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le atragantaba; pero
mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor,
se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las tumbas.
Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras bocas
de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres ya de
dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día anterior y se
sintió lleno de asombro. Finalmente llego a Hookena y, como de costumbre,
todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En el
cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y
contándose las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y
permaneció en medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas,
y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban
en su garganta.
—Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido—se decían unos a
otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco
estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen
por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte
delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü; pero Keawe se sentó lejos
de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa
de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la
sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku rojo no mayor
que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah, reina
de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»
Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y
los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por
costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el
día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe
seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de
una jaula.
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Lecturas para 3º ESO
Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe
bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había
convertido en propietario de una goleta—no había otra mejor en las islas—y se
había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola-Pola, de
manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un
amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su
nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y
que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que
pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del
abogado.
La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones;
el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.
—¿Qué puedo hacer por usted?—dijo el abogado.
—Usted es amigo de Lopaka—replicó Keawe—, y Lopaka me compró un objeto
que quizá usted pueda ayudarme a localizar.
El rostro del abogado se ensombreció.
—No voy a fingir que ignoro de qué me habla, míster Keawe—dijo—, aunque se
trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo
darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá
consiga averiguar algo.
A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será
mejor no repetirlo. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a
diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién
estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque,
claro está, cuando alguien aludía al motivo de su visita, sus rostros se
ensombrecían.
«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes
nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos
rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que
deseaban y han podido librarse después de ese maldito recipiente. Cuando vea
mejillas sin color y oiga suspiros, sabré que estoy cerca de la botella.»
Sucedió que finalmente le recomendaron que fuera a ver a un haole en
Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena,
Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y
luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño un escalofrío de
esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía delante de él a
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Lecturas para 3º ESO
un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas ojeras,
prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le
ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.
—He venido a comprar la botella—dijo.
Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse
contra la pared.
—¡La botella!—susurró—. ¡Comprar la botella!
Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe
por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos de vino.
—A su salud—dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su
época de marinero—. Sí—añadió—, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el
precio que tiene ahora?
Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe
como si fuera un fantasma.
—El precio—dijo—. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?
—Por eso se lo pregunto—replicó Keawe—. Pero ¿qué es lo que tanto le
preocupa? ¿Qué sucede con el precio?
—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, Mr.
Keawe—dijo el joven tartamudeando.
—Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le
costó a usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
—Dos centavos—dijo.
—¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede
venderla por uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el
que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo de la
botella se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían
de llevarlo a las llamas del infierno
El joven de Beritania Street se puso de rodillas.
—¡Cómprela, por el amor de Dios!—exclamó—. Puede quedarse también con
toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado
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Lecturas para 3º ESO
fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido; hubiera
acabado en la cárcel.
—Pobre criatura—dijo Keawe—; fue usted capaz de arriesgar su alma en una
aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que
yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la
botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la
vuelta de estos cinco centavos.
Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón;
la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su
cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad Y,
efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del
hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue
que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le
importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokua; no pensaba más que
en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y
no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las
llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los
ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que
tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí,
entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a
Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un
fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la
orquesta tocó Hiki-ao-ao, una canción que él había cantado con Kokua, y
aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto
con lo malo.»
Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible se
casó con Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.
Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan
pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y
oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto
que la muchacha se había entregado a él por completo; su corazón latía más
deprisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe, y estaba hecha de tal
manera de la cabeza a los pies que nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era
afable por naturaleza. De sus labios salían siempre palabras cariñosas. Le
gustaba mucho cantar y cuando recorría la Casa Resplandeciente gorjeando
como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había en los tres pisos.
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Lecturas para 3º ESO
Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en un
rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella;
después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en
uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus
sonrisas con el alma llena de angustia.
Pero llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se
hicieron menos frecuentes y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino
que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la
anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en
la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más
horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse
condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo una cara
sonriente Pero un día, andando por la casa sin hacer ruido, escuchó sollozos
como de un niño y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que
están perdidos.
—Haces bien lamentándote en esta casa, Kokua—dijo Keawe—. Y, sin embargo,
daría media vida para que pudieras ser feliz.
—¡Feliz!—exclamó ella—. Keawe, cuando vivías solo en la Casa
Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu felicidad; tu
boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandecía como
la aurora. Después te casaste con la pobre Kokua y el buen Dios sabrá qué es
lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a sonreír. ¿Qué es lo que me
pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi marido. ¿Qué es lo que me pasa
que arrojo esta nube sobre él?
—Pobre Kokua—dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano;
pero ella la apartó—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. ¡Pobre niñita mía! ¡Y yo
que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo.
Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que
te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún
te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al contemplarte.
Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.
—¿Has hecho eso por mí?—exclamó Kokua—. Entonces, ¡qué me importa
nada!—y, abrazándole, se echó a llorar.
—¡Querida mía!—dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del
infierno, ¡a mí sí que me importa!
—No digas eso—respondió ella—; ningún hombre puede condenarse por amar
a Kokua si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que
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Lecturas para 3º ESO
te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor
y crees que yo no moriría por salvarte?
—¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia?—
exclamó él—. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día
de mi condenación.
—Tú no sabes nada—dijo ella—. Yo me eduqué en un colegio de Honolulu; no
soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No
me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero
americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio
centavo. ¡Qué lástima! —exclamó en seguida—; eso no lo hace mucho mejor,
porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a
nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una
moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente
cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor.
Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que
zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un
céntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los
compradores. ¡Vamos, Keawe mío! Bésame y no te preocupes más. Kokua te
defenderá.
—¡Regalo de Dios! —exclamó Keawe—. ¡No creo que el Señor me castigue por
desear algo tan bueno!
Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus
manos.
Muy de mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos.
Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina;
luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.
—Porque—dijo—si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer en la botella?
Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro;
sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y
tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de
encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado una
esperanza, parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y
respirar ya no era una obligación penosa. El terror sin embargo no andaba muy
lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la
esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego
abrasador del infierno.
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Lecturas para 3º ESO
Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo
el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la
verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu
en el Hall y de allí a San Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en San
Francisco se embarcaron en el bergantín correo, el Tropic Bird, camino de
Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas del sur. Llegaron allí,
después de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente,
y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus
palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas blancas
de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las
montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.
Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una
situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de
dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y
caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la botella en su poder,
porque Kokua era más atrevida que Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba
al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares De esta forma pronto
se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus
paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de
Kokua fueron tema de muchas conversaciones.
Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad semejante a la de
Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en
condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en
cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer a la gente
de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una fuente
de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los peligros
de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en absoluto y
se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más sombríos y,
adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y de Kokua,
considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de
hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el
mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa
que a Kokua le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz al
pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo en
rechazar sus proposiciones.
Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la
noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no
intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no
podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban
la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de
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Lecturas para 3º ESO
la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de irse a descansar.
Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se adormilaba, al
despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubría
que estaba solo, porque el otro había huído de la casa y de la proximidad de la
botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la playa a la
luz de la luna.
Así fue como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había
marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se
asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas.
Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la botella sobre el
suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes árboles de la avenida
mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio de todo esto Kokua
tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido decir si se trataba
de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte y que
le desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y
contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe
con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar
aquellos gemidos.
La primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida
comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su esposa
como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel
momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokua retrocedió, volviendo otra
vez al interior de la casa.
«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien
se enfrenta con la condenación eterna; la maldición recayó sobre su alma y no
sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco
digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de
sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera,
iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora
nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he
preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto;
ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis amigos
que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar al
de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca! »
Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada.
Cogió el cambio, los preciosos céntimos que siempre tenían al alcance de la
mano, porque es una moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a
una oficina del Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento
trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no
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Lecturas para 3º ESO
sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un
árbol.
—Buen hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan
fría?
El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró
enterarse de que era viejo y pobre y un extranjero en la isla.
—¿Me haría usted un favor?—dijo Kokua—. De extranjero a extranjera y de
anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de Hawaii?
—Ah—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que
también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu
perversidad nada conseguirá contra mí.
—Siéntese aquí—le dijo Kokua—, y déjeme que le cuente una historia.
Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.
—Y yo soy su esposa—dijo Kokua al terminar—; la esposa que Keawe compró a
cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella,
no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré aquí
esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a
comprar por tres. ¡Y que el Señor dé fortaleza a una pobre muchacha!
—Si trataras de engañarme —dijo el anciano—, creo que Dios te mataría.
—¡Sí que lo haría!—exclamó Kokua—. No le quepa duda. No podría ser tan
malvada. Dios no lo consentiría.
—Dame los cuatro céntimos y espérame aquí—dijo el anciano.
Ahora bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle todo su valor desapareció.
El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno
estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y
le parecían las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera
tenido fuerzas, habría echado a correr y de no faltarle el aliento habría gritado;
pero fue incapaz de hacer nada y se quedó temblando en la avenida como una
niñita muy asustada.
Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.
—He hecho lo que me pediste—dijo al llegar junto a ella—. Tu marido se ha
quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la noche.
Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokua.
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Lecturas para 3º ESO
—Antes de dármela —jadeó Kokua— aprovéchese también de lo bueno: pida
verse libre de su tos.
—Soy muy viejo—replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para
aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella?
¿Acaso dudas?
—¡No, no dudo!—exclamó Kokua—. Pero me faltan las fuerzas. Espere un
momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en
presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!
El anciano miró a Kokua afectuosamente.
—¡Pobre niña! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me
quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este
mundo, y, en cuanto al otro...
—¡Démela! —jadeó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como
para eso? Deme la botella.
—Que Dios te bendiga, hija mía—dijo el anciano.
Kokua ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar
por la avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos
los caminos le daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas
veces iba andando y otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el
polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que había oído sobre el infierno le
volvía ahora a la imaginación, contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba
con el acre olor del humo y sentía deshacerse su carne sobre los carbones
encendidos.
Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía
igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokua se detuvo a
contemplar su rostro.
—Ahora, esposo mío—dijo—, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podrás
cantar y reír. Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no
volverá a dormir tranquila, ni a cantar ni a divertirse.
Después Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan
grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.
Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la buena noticia. Era
como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la
aflicción de Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las
palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se encargaba de
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Lecturas para 3º ESO
decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba a darse
cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokua lo veía y le oía como si
se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y se
llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su
marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado
monstruoso.
Mientras tanto Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii,
le daba las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en
realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe empezó a reírse del viejo que
había sido lo suficientemente estúpido como para comprar la botella.
—Parecía un anciano respetable—dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las
apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo réprobo?
—Esposo mío—dijo Kokua humildemente—, su intención puede haber sido
buena.
Keawe se echó a reír muy enfadado.
—¡Tonterías! —exclamó acto seguido—. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y
estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro
céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda margen y
todo el asunto empieza a oler a chamusquina... —dijo Keawe,
estremeciéndose—. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía
que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así;
nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa
botella se la llevará consigo a la tumba.
—¿No es una cosa terrible, esposo mío dijo Kokua—, que la salvación propia
signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría
tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría
por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las
palabras de Kokua.
—¡Tonterías! —exclamó—. Puedes sentirte llena de melancolía si así lo deseas.
Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena esposa. Si
pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.
Luego salió y Kokua se quedó sola.
¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se
daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí
estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no
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Lecturas para 3º ESO
había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido
abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.
Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a
quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con
indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.
A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.
—Estoy enferma, esposo mío—dijo ella—. No tengo ganas de nada.
Perdóname, pero no me divertiría.
Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le
entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua
tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.
—¡Eso es lo que piensas de verdad—exclamó—, y ése es el afecto que me
tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se
arriesgó por tu amor y ¡tú no tienes ganas de nada! Kokua, tu corazón es un
corazón desleal.
Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por
la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego
alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido
contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario
en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a
los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy
pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.
—¡Eh, tú! —dijo el contramaestre—, siempre estás diciendo que eres rico. Que
tienes una botella o alguna tontería parecida.
—Si—dijo Keawe—, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi
mujer, que es la que lo guarda.
—Ese no es un buen sistema, compañero—dijo el contramaestre—. Nunca
confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas
de vista.
Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había
enturbiado el cerebro.
26
Lecturas para 3º ESO
«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle
tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan
fácilmente. La pillaré in fraganti.
De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre
que le esperara en la esquina junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la
avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una
luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abrió con mucho
cuidado la puerta de atrás y miró dentro.
Kokua estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una
botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y
mientras la contemplaba, Kokua se retorcía las manos.
Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz
de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de
que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco;
y al pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se
esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros
rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo
que le ardieran las mejillas
«Tengo que asegurarme de esto», pensó.
De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo
haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta
principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en
una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.
—He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día —dijo Keawe—. He
encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo a por más dinero
para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.
Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua
estaba demasiado preocupada para darse cuenta.
—Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío —dijo ella con voz
temblorosa.
—Ya sé que hago bien en todo—dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y
cogiendo el dinero. Pero también miró detrás, en el rincón donde guardaba la
botella, pero la botella no estaba allí.
Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse
como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y
27
Lecturas para 3º ESO
que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó; «es ella
la que ha comprado la botella.»
Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la
cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si
fuera agua de pozo.
—Kokua—dijo Keawe—, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna.
Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros—añadió, riendo sin mucho
entusiasmo—. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de
marcharme.
Un momento después Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba
mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! exclamó ella.
—Ojalá que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro—dijo Keawe; acto
seguido volvió a marcharse.
Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un
céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún
deseo de seguir bebiendo. Puesto que su mujer había dado su alma por él,
Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra
cosa.
En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.
—Mi mujer tiene la botella—dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se
habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.
—¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio?—exclamó el
contramaestre.
—Pongámonos bajo el farol—dijo Keawe—. ¿Tengo aspecto de estar
bromeando?
—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si
vinieras de un entierro.
—Escúchame, entonces—dijo Keawe—; aquí tienes dos céntimos; entra en la
casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la
entregará inmediatamente. Tráemela aquí y yo te la volveré a comprar por un
céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma
inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de
que soy yo quien te envía.
28
Lecturas para 3º ESO
—Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?—quiso saber el contramaestre.
—Nada malo te sucedería aunque fuera así—respondió Keawe.
—Tienes razón, compañero—dijo el contramaestre.
—Y si dudas de mí—añadió Keawe—puedes hacer la prueba. Tan pronto como
salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero,
o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y
comprobarás en seguida el poder de la botella.
—Muy bien, kanaka—dijo el contramaestre—. Haré la prueba; pero si te estás
divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con
una barra de hierro.
De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó
esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokua había esperado la noche
anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de
vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.
Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se
acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la
voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión
de estar mucho más borracho que antes.
El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la
luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella
en la mano; y aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago
mientras cruzaba el círculo iluminado.
—Ya veo que la has conseguido—dijo Keawe.
—¡Quietas las manos! —gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás—. Si
te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme,
¿no es cierto?
—¿Qué significa esto?—exclamó Keawe.
—¿Qué significa? —repitió el contramaestre—. Que esta botella es una cosa
extraordinaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido
por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no
te la voy a dar por uno.
—¿Quieres decir que no la vendes?—jadeó Keawe.
—¡Claro que no!—exclamó el contramaestre—. Pero te dejaré echar un trago de
ron, si quieres.
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Lecturas para 3º ESO
—Has de saber—dijo Keawe—que el hombre que tiene esa botella terminará en
el infierno.
—Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—; y
esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No,
señor! —exclamó de nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir
buscándote otra.
—¿Es posible que sea verdad todo esto?—exclamó Keawe—. ¡Por tu propio
bien, te lo ruego, véndemela!
—No me importa nada lo que digas—replicó el contramaestre—. Me tomaste
por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me
lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!
Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la
botella desaparece de esta historia.
Pero Keawe corrió a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande
fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que
colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.
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Lecturas para 3º ESO
El gato negro
de Edgar Allan Poe
Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin
embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis
sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente
loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no
sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato
deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie
de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han
aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de
esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror;
pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barrocas. Tal vez
más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar
común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable
que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una
serie normal de causas y de efectos naturalísimos.
La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan
notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis
amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me
permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo
pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de
comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi
carácter, y cuando fui un hombre hice de ella una de mis principales fuentes de
gozo. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la
explicación de la naturaleza o intensidad de los gozos que eso puede producir.
En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo
que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de
comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.
Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición
semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos
domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más
agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro,
conejos, un mono pequeño y un gato.
31
Lecturas para 3º ESO
Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una
sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa,
hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia
popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No
quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo
consigno sencillamente porque lo recuerdo.
Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de
comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba
trabajo impedirle que me siguiera por la calle.
Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi
temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la
intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me
hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos.
Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con
violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio
de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba.
Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la
consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún
escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por
casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi
mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el
tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco
huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de
uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi
presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la
mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un
furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de
pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad
superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi
ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre
animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor,
me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado
los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror,
mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era
un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a
32
Lecturas para 3º ESO
sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi
acción.
Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es
cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se
daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como
debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me
quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella
manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente.
Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para
mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu
del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.
No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es
uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles
primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién
no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por
la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una
constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la
ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?
Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El
vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y
últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal.
Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo
ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas,
con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque
sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado
motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al
hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma
inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la
misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.
En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me
despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La
casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y
yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y
me entregué desde entonces a la desesperación.
No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la
atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar
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Lecturas para 3º ESO
cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las
ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían
derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior,
situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi
lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho
que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se
congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro
con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño",
"singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un
bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco
gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa.
Rodeaba el cuello del animal una cuerda.
Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más
que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por
fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado
en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido
inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por
alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta.
Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de
las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso
recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el
amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.
Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi
conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella
profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos
meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en
mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al
remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en
torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito
de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.
Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando
atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno
de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más
importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del
tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me
acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como
Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un
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Lecturas para 3º ESO
solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca
aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.
Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con
fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era
pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su
adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le
había visto hasta entonces.
Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se
mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en
cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se
encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo
de mi mujer.
Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues,
precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué
sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba.
Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta
convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de
vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo
maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con
violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror
indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa
presencia.
Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice
a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también
él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia
contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía
grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo
característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.
Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón
directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender
al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba,
acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus
caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y
casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa,
trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera
querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer
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Lecturas para 3º ESO
crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del
animal.
Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería
muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta
celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que
me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías
más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había
llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he
hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño
y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal,
aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta,
gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo
tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez
rigurosa de contornos.
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo.
Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y
repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme
de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen
¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de
muerte y agonía!
Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la
Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con
desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a
imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de
noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día,
dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños
lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa
sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no
podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.
Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames
pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames
de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó
hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer,
sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La
mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones
de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
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Lecturas para 3º ESO
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio
en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la
escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me
exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el
espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al
animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la
mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo
esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella
el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar
siquiera un gemido.
Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el
cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día
ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi
mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y
arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la
cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí
embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y
encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me
detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo
en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus
víctimas.
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los
muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho
tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no
dejó endurecer la humedad.
Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una
chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de
la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los
ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de
forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.
No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los
ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared
interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo
toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables,
me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía
distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.
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Lecturas para 3º ESO
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba
la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los
escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi
trabajo no ha sido infructuoso".
Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan
tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel
momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero
parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase
alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor.
Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que
trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se
presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa,
durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato
en mi alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo.
Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había
abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi
dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa
acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones.
También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía
descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.
Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó
inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo
a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable
del escondite, no experimenté ninguna turbación.
Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado
hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva.
No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la
inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta,
cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro.
Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era
demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la
viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y
hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.
—Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para
mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos
ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
38
Lecturas para 3º ESO
señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que
hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo
asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se
van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que
tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique
tras el cual yacía la esposa de mi corazón.
¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me
respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y
encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un
prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano, un
alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar
del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los
condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y,
tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse
en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento
después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un
golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada,
apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se
posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora
voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.
39
Lecturas para 3º ESO
El ruido de un trueno,
de Ray Bradbury
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente.
Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED
ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando
hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa,
mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de
diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-.
Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe
disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una
multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a
la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante
de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era
como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los
años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas.
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un
instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la
carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas
salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire,
las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará
volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se
elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas
se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras
como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la
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Lecturas para 3º ESO
fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al
comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro
delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace
pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo
de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese
ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista,
anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted,
bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente,
querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar
evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única
preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la
historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos
dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro.
El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos
a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender.
Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y
más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí.
Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su
disposición.
41
Lecturas para 3º ESO
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia
el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego
día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055,
2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos
de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el
asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los
brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros
cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente,
Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y
los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos
dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal.
No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los
dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron
soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían
hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los
viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de
safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a
hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde
que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta
y cinco años antes del presidente Keith.
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Lecturas para 3º ESO
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre
pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho.
Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un
árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que
toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero.
Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una
multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos
gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas
húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al
gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para
conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado.
Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un
coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución
de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un
ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón
aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón
de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan
esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta
de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies
enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al
caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones
de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay
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Lecturas para 3º ESO
en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero
usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber
pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el
hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda
desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De
ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a
este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente.
Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre
el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra
y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese
hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la
matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea
para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise
usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como
un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no
cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga
cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores
infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones
de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá
nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo.
O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto
aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en
la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres
colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O
aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un
cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo
mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo
sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras
no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en
un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho
cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han
sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de
oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
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Lecturas para 3º ESO
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje,
enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió
a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia,
observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se
acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir
aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba
la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que
le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió
nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo
más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos
animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué
cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían
haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos
éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas
confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a
ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en
un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra
llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro.
No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si
cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos
con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a
dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el
mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como
lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas
alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril.
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Lecturas para 3º ESO
Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle,
bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se
le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la
pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el
Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha
pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no
existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no
nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels.
Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -
comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De
pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
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Lecturas para 3º ESO
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez
metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando
las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata
inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas
cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera,
como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de
carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos
brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres
como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la
cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el
cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los
ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre.
Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis
hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando
huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos
deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez
toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de
reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si
fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El
arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos
locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
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Lecturas para 3º ESO
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le
devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y
ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas
verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos
insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando
el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne
cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que
saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he
equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es
demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un
gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito
terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y
llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un
olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el
rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la
jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y
se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
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Lecturas para 3º ESO
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran
palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en
nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó
como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como
cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto
rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes.
Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el
Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en
su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron
alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los
rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus
mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la
garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas
nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron
mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la
pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance,
de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había
encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis
se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja
metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne
sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que
morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y
los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una
glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una
locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se
abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia
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Lecturas para 3º ESO
carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados
antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó.
Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco
que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí
donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y
las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su
equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al
lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino
en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el
monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados
trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí,
temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no
volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
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Lecturas para 3º ESO
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de
perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos!
¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué
multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie
dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al
gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al
tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado
misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos
en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar
aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi
cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los
pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la
montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue,
arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos
hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas.
Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo
inmóvil.
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Lecturas para 3º ESO
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una
fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492.
1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels
se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente
durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué
quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo
listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo
hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el
mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo
como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
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Lecturas para 3º ESO
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan
leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba
allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario,
del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se
estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con
todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno
de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un
grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de
este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo
escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de
mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá
de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el
mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE
NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de
sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa,
muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos
los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de
un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a
través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no
podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante.
¿Podía?
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Lecturas para 3º ESO
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese
condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre
de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos
temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales,
a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez?
¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis
gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.