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1 EL CÓMIC; POTENCIALIDADES DEL LENGUAJE GRAFICO E ILUSIÓN DE REALIDAD Una lectura crítica del Tintín de Hergé a partir de las ideas de E.H. Gombrich Medios y fines Con relativa frecuencia se afronta la interpretación de la obra de arte y la explicación de las distintas modalidades artísticas, no a partir de la creatividad o de la maestría del artífice, sino como resultado de fuerzas extrínsecas al mismo proceso creador: fuerzas sociales, económicas, culturales o históricas. El arte –en nuestro caso, la representación pictórica– sería la consecuencia de un determinado espíritu de la época, de ciertas mentalidades, de un clima cultural bien preciso. La evolución de los mecanismos de representación habría que entenderla como un reflejo de los cambios en el sistema social o en el marco cultural o histórico. Sin querer negar la influencia de esos factores, hemos de indicar que la evolución de los medios de expresión gráficos –técnicas, recursos, modos y habilidades– al servicio de unos fines precisos, tiene una lógica de desenvolvimiento propia; una cierta autonomía respecto al marco cultural y social en el que se manifiesta. Podríamos decir que en la mayoría de los casos el marco social y cultural influye en los fines del arte y tan sólo indirectamente en los mecanismos de creación artística que conservan sus medios y potencialidades. En la caricatura y en el cómic –dos modalidades gráficas de reciente implantación en la historia de la representación– podemos observar este fenómeno. Nacieron para cumplir unos fines y propósitos que el marco social y cultural les impuso. Así, es distinto el fin de la caricatura al servicio de la propaganda política –origen de este arte a finales del siglo XVIII y principios del XIX– que la caricatura destinada al divertimento infantil o de los adultos. De igual forma, el cómic destinado a adultos se diferencia radicalmente del destinado a los niños y jóvenes en su trama, construcción e ingenios gráficos utilizados. En esta intervención pretendemos, en consecuencia, abordar el estudio del cómic, no en cuanto una manifestación cultural y social, o como un fenómeno de comunicación en relación con los mass-media, sino a partir de algunos componentes específicamente artísticos, como son los convencionalismos gráficos utilizados para cumplir su misión y

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EL CÓMIC; POTENCIALIDADES DEL LENGUAJE GRAFICO E ILUSIÓN DE REALIDAD

Una lectura crítica del Tintín de Hergé a partir de las ideas de E.H. Gombrich

Medios y fines

Con relativa frecuencia se afronta la interpretación de la obra de arte y la explicación de las distintas modalidades artísticas, no a partir de la creatividad o de la maestría del artífice, sino como resultado de fuerzas extrínsecas al mismo proceso creador: fuerzas sociales, económicas, culturales o históricas. El arte –en nuestro caso, la representación pictórica– sería la consecuencia de un determinado espíritu de la época, de ciertas mentalidades, de un clima cultural bien preciso. La evolución de los mecanismos de representación habría que entenderla como un reflejo de los cambios en el sistema social o en el marco cultural o histórico.

Sin querer negar la influencia de esos factores, hemos de indicar que la evolución de los medios de expresión gráficos –técnicas, recursos, modos y habilidades– al servicio de unos fines precisos, tiene una lógica de desenvolvimiento propia; una cierta autonomía respecto al marco cultural y social en el que se manifiesta. Podríamos decir que en la mayoría de los casos el marco social y cultural influye en los fines del arte y tan sólo indirectamente en los mecanismos de creación artística que conservan sus medios y potencialidades.

En la caricatura y en el cómic –dos modalidades gráficas de reciente implantación en la historia de la representación– podemos observar este fenómeno. Nacieron para cumplir unos fines y propósitos que el marco social y cultural les impuso. Así, es distinto el fin de la caricatura al servicio de la propaganda política –origen de este arte a finales del siglo XVIII y principios del XIX– que la caricatura destinada al divertimento infantil o de los adultos. De igual forma, el cómic destinado a adultos se diferencia radicalmente del destinado a los niños y jóvenes en su trama, construcción e ingenios gráficos utilizados.

En esta intervención pretendemos, en consecuencia, abordar el estudio del cómic, no en cuanto una manifestación cultural y social, o como un fenómeno de comunicación en relación con los mass-media, sino a partir de algunos componentes específicamente artísticos, como son los convencionalismos gráficos utilizados para cumplir su misión y

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los ingenios –altamente desarrollados– que nos permiten hablar de parecidos y de ilusión de realidad. En este sentido, el fin último de esta conferencia es el de recuperar la «capacidad de admiración» ante una modalidad gráfica que con todo el derecho puede reclamar para sí el título de manifestación artística1.

Para ilustrar con abundancia de imágenes las nociones sobre las que versará este discurso, hemos acudido a un cómic ya clásico, el Tintín de Georges Remi (más conocido con el seudónimo de Hergé). Los personajes de Hergé, a medio camino entre el dibujo infantil y la caricatura culta, permiten estudiar los convencionalismos y los ingenios gráficos más usuales en el cómic, algunos de ellos específicos de este gran autor. Las aplicaciones pedagógicas son evidentes, al incidir en lo que algunos denominan como un «nuevo lenguaje» de gran incidencia en el mundo del niño.

El poder de la caricatura

Conviene recordar, antes de abordar el estudio que nos ocupa, que la ilusión de realidad que se alcanza a través de un dibujo o de una pintura, lejos de ser un asunto trivial es un hecho muy complejo. Si esto sucede con un dibujo o una pintura realista, mucho más prodigioso es el efecto de la caricatura o del dibujo esquemático utilizado en el cómic para evocar o expresar una realidad por medio de escuetos trazos de lápiz.

Si nos preguntasen la razón por la que identificamos los elementos de un dibujo, reconociendo elementos del mundo real –personas y objetos– en una representación bidimensional, seguramente responderíamos que los elementos de ese dibujo se parecen a la realidad que evocan. Aunque la respuesta parece obvia, convendría reflexionar sobre lo que queremos decir con la palabra parece, pues hablando con precisión, en ningún caso deberíamos referimos a un parecido entre un objeto y un dibujo. Ambas realidades son completamente distintas, la una es bidimensional mientras que la otra es un volumen tridimensional. Tan sólo podemos hablar de parecidos al referimos a la copia de dibujos; pues un dibujo sí puede parecerse más o menos a otro dibujo; ya que la tarea gráfica se reduce a una transposición literal de cada línea o cada mancha sobre el papel; sin embargo esta tarea es imposible de realizar ante un objeto real. Por ello, la relación entre dibujo y realidad no es una cuestión de parecidos, sino más bien de equivalencias entre la información recibida de la realidad y aquella otra que captamos en el dibujo.

Para ejemplificar estas precisiones, pensemos por un momento en un personaje del cómic, en el héroe de los álbumes de Hergé, el joven periodista Tintín (fig. 1). Con seguridad todos nos atreveríamos a decir que este personaje es un joven porque se parece realmente a un joven. Lo incorrecto de esta afirmación se pondría de manifiesto en el supuesto imaginario de que dicho personaje se nos apareciera por la calle y se acercara a nosotros. Es indudable que en ese momento creeríamos sufrir una pesadilla o estar soñando; y es posible que el personaje, de por sí simpático y amable, se tornase en un ser perverso y amenazador.

1 El presente ensayo supone una adaptación de las ideas del profesor E.H. Gombrich al estudio de los recursos gráficos del cómic. Dado el carácter de esta conferencia, hemos prescindido del aparato crítico y de las citas. La mayoría de los conceptos empleados en este análisis se encuentran en las siguientes obras de Gombrich: Arte e Ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica, G. Gili, Barcelona 1982 [1960]; Meditaciones sobre un caballo de juguete y otros ensayos sobre la teoría del arte, Seix Barral, Barcelona 1968 [1963]; La imagen y el ojo. Nuevos estudios sobre la psicología de la representación pictórica, Alianza, Madrid 1987 [1982].

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Efectivamente, el personaje en cuestión, si lo enfrentamos con el mundo real, resultaría un ser sin volumen; algo plano difícil de identificar; no tiene ojos, sino dos puntos negros; la nariz, a pesar del movimiento y representación en escorzo, se mantiene idéntica de forma; las orejas apenas son tales; la boca tan sólo una convergencia curva de dos líneas, etc.

Puede que algunos intenten resolver esta cuestión manifestando que este personaje en realidad no es más que una simplificación o una abstracción de un joven o un hombre; al igual que se suele indicar que los dibujos que realizan los niños de corta edad son abstracciones o dibujos esencializados de objetos y seres reales. Pero mucho me temo que esta respuesta nos llevaría a un callejón sin salida, habida cuenta de la tinta que se ha vertido sobre la compleja cuestión del dibujo infantil, y de las últimas conclusiones de estos trabajos, que vienen a rechazar los planteamientos basados en las «abstracciones» o en los dibujos conceptuales que expresan más lo que se «conoce» o se «sabe» que lo que se «ve».

Con objeto de no entrar –al menos por el momento– en tan compleja cuestión, y utilizando con todas las reservas el calificativo «parecido», creo que una respuesta más aproximada a la antes propuesta sería que un dibujo, en cierta manera difícil de precisar, se parece a la realidad, aunque la realidad en modo alguno se parece a un dibujo. Efectivamente, todos tenemos la experiencia de haber visto la caricatura de un amigo o de un conocido; aun admitiendo que no existe equivalencia figurativa entre la representación y el personaje representado, debemos asumir que de un modo misterioso existe un gran parecido; y es del todo posible que ese parecido se acentúe y se afiance cuanto más nos detenemos en su contemplación. Por eso podemos decir que esa caricatura tiene un gran parecido con la persona caricaturizada.

Ahora bien, es tal el poder que el dibujo y la caricatura ejercen sobre nuestra mente y sus mecanismos de memoria y reconocimiento, que pueden condicionamos nuestra percepción. Cuántas veces, tras haber gozado de la contemplación de una buena caricatura, no podemos evitar el ver las facciones del caricaturizado a través de los rasgos exagerados del dibujo humorístico. La caricatura nos enseña o permite descubrir fisonomías inesperadas en aquellos conocidos caricaturizados, y no podemos dejar de ver a aquella persona con cara de loro o con aspecto de bulldog. En estos casos también sería lícito el afirmar que la realidad se parece al dibujo; el personaje a su caricatura.

En cualquier caso y para ir centrando el tema, debemos volver a recordar que, aunque la relación entre la realidad y los dibujos no es una cuestión de parecidos, los dibujos permiten y facilitan un reconocimiento inmediato, una fácil interpretación de los trazos y manchas realizados sobre el papel. Es un hecho objetivo que reconocemos en un dibujo, sin esfuerzo alguno, la realidad que evoca; sea ésta una persona, un animal, un objeto o un paisaje.

Todo esto nos debe llevar a pensar que las categorías de reconocimiento que utiliza nuestra mente son más amplias de lo que pensábamos. La niña que dibuja con toscos garabatos nos dirá, si le preguntamos, que ese dibujo es un hombre; y es posible que para su imaginación el dibujo no represente un hombre, sino que, de alguna manera misteriosa, pertenezca a la clase hombre que ha aprendido a distinguir.

En cierta manera, nosotros los adultos seguimos conservando esa flexibilidad en nuestras categorías de reconocimiento. La clase hombre que empleamos en nuestra comprensión de la realidad permite acoger una gran variedad de seres, desde el hombre real, al hombre de nieve, a una caricatura o a un dibujo de un hombre. De igual forma, la clase de los ratones incluyen los reales, pero también a Mickey Mouse o a Jerry, el

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eterno pequeño compañero del gato Tom. Si nos preguntasen qué es lo que estamos viendo, responderíamos sin dudarlo que se trata de unos simpáticos ratones; a no ser que con mayor familiaridad respondiésemos que se trataba de Mickey o de Jerry.

Nuestras categorías de reconocimiento, como estamos viendo, son reacias a los compartimentos estancos, admiten una flexibilidad tal que, mediante el uso de la metáfora, nos permiten relacionar y unir las realidades más heterogéneas. Es este poder de la metáfora, como mecanismo articulador de nuestra mente y en cuanto pauta de reconocimiento, el que ha hecho posible el dibujo, la caricatura y todo aquello que denominamos como arte. Al fin y al cabo, quién es Tintín, sino una metáfora del joven héroe, limpio, valiente, entregado y desinteresado.

Aunque este tema de la metáfora puede despertar su interés con promesas de inesperadas consecuencias, debemos. centramos en la representación gráfica y en el dibujo del cómic. Por ello, la pregunta pertinente sería: ¿qué grado de verosimilitud tienen esas categorías de reconocimiento?

Categorías de reconocimiento

Se suele afirmar que las distintas modalidades de representación gráfica pueden asimilarse con los distintos lenguajes que permiten una comunicación, sea ésta visual, oral o escrita. En este sentido, como todo lenguaje, el dibujo del cómic –y cualquier otra manifestación gráfica– se basaría en un juego más o menos complejo –según la riqueza del respectivo lenguaje– de convenciones artificiales asimiladas y, por tanto, fácilmente reconocibles en un entorno sociocultural determinado.

Si el cómic, en cuanto dibujo, es un lenguaje artificial, los mecanismos de comprensión de esta manifestación gráfica exigirían un conocimiento del código empleado. El reconocimiento del dibujo no sería más que un problema de interpretación de una serie de convenciones mutuamente relacionadas para formar un código artificial.

Podemos denominar la explicación aquí propuesta como una postura relativista –todo son convenciones artificiales–. Pero frente a ella, se opondrían aquellos autores que mantienen una postura completamente opuesta, que podremos denominar como realista. Para estos últimos autores, el dibujo no se basa en códigos convencionales, sino en «parecidos» objetivos que nos crean una adecuada sensación de realidad. Siguiendo a los autores clásicos nos dirán que un buen dibujo tiene la capacidad de «engañar el ojo», como ya se afirmaba en las anécdotas de los legendarios pintores griegos Zeúxis y Apeles, los cuales lograron engañar no sólo a los hombres, sino también a los caballos y gorriones.

La postura realista, por tanto, al negar la primacía de las convenciones, defiende que el reconocimiento presupone que existe una equivalencia entre la percepción del mundo real y la identificación de los motivos dibujados.

Debemos afirmar que –al igual que en la vieja controversia entre los nominalistas y los realistas– la realidad es más complicada que toda posible explicación, y se resiste a ser clasificada con categorías absolutas.

El profesor Ernst H. Gombrich acuñó, en un relevante trabajo dedicado a la psicología de la representación, dos paradigmas capaces de explicar las distintas modalidades gráficas, que denominó como el espejo y el mapa. En el mapa –en cuanto modalidad gráfica– todo son convenciones más o menos arbitrarias; reconocemos el tamaño de una ciudad mediante un grafismo cuya interpretación encontramos inserta en

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un lateral del mapa; de igual forma, unas líneas continuas de nivel nos indican las distintas alturas; determinadas tonalidades reflejan si el terreno es montañoso o llano; colores distintos señalan la existencia de estados o provincias diversos, etc.

Por el contrario, el paradigma del espejo sería el correlato del arte realista. La imagen reflejada en el espejo facilita el más adecuado reconocimiento de la realidad, provocando en el espectador, bajo condiciones especiales, una ilusión de realidad difícil –si no imposible– de refutar. El arte realista, intentando conseguir esta misma impresión, pretende lograr una serie de efectos ilusionistas, basados en el dibujo de las apariencias, capaces de provocar en el contemplador una perfecta simulación de la realidad.

Siguiendo con la distinción de Gombrich, debemos dilucidar si el cómic y la caricatura, en cuanto modalidades gráficas, caen bajo la esfera del espejo o del mapa. En principio cabe suponer que en la mayoría de los casos, el paradigma es el mapa, dado que su dibujo se basa en una gran abstracción, ausencia de las apariencias, descuido de los efectos más ilusionistas, gran número de convenciones, etc. No obstante, debemos señalar que existen ciertos tipos de cómics cuyos recursos gráficos se basan más en la analogía con el espejo y cuya definición y grado de verosimilitud es altamente eficaz para provocar aquella ilusión o simulación de la realidad. En el caso que nos sirve de ejemplo para estas reflexiones –los álbumes de Tintín–, al igual que en los dibujos magistrales de Walt Disney, los convencionalismos se acusan con una mayor fuerza, imponiéndose a veces sobre los grafismos en los que se procura una mayor verosimilitud. Una de las convenciones más usuales del cómic, en la que quizá ya no reparamos, es la inclusión de la voz en el grafismo por medio de los llamados «globos».

La verdad es que este convencionalismo, tan propio de la caricatura y del cómic, resultaría una aberración si apareciese en una pintura en la que se evocasen a una serie de personajes en actitud de diálogo. Pensemos por un momento en la Rendición de Breda para caer en la cuenta de lo absurdo que sería incluir unos «globos» indicativos de lo que los distintos personajes pensaban o decían; porque lo cierto es que la contemplación del cuadro sugiere que los personajes debían comunicarse entre sí y que la escena no era del todo muda. Por otra parte, el cómic permite la inclusión de palabras indicativas de ruidos inarticulados, gritos y canciones dentro de la imagen (fig. 2). En este sentido, las palabras y los «globos» del texto son eficaces convencionalismos capaces de lograr su fin.

Junto con estos convencionalismos más bien literarios –aunque involucrados en la imagen– existen otros más propiamente gráficos. Todos entendemos sin ningún esfuerzo que el indicativo tras haber recibido un personaje un fuerte golpe en la cabeza son una serie de estrellas que permanecen suspendidas en su torno (fig. 10). No es extraño que a un personaje cubierto con gorra o sombrero, si recibe un susto, se le represente con dicho sombrero suspendido unos centímetros por encima de su cabeza (fig. 4). Si dicho personaje manifiesta cólera y enfado proyectará a modo de rayos fulminantes que parten de sus ojos; si pronuncia insultos o frases malsonantes arrojará de su boca cuchillos o serpientes (fig. 5).

Sin embargo, lo que denominamos como «lenguaje del cómic» tiene sus límites en lo referente a los convencionalismos. Unos límites que se hacen evidentes en la representación de la figura humana y más en concreto, en el rostro y en los recursos para lograr una fisonomía expresiva del mismo.

Evidentemente, los rostros de los distintos personajes del cómic son

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extremadamente convencionales. Si nos fijamos en los rasgos que dibujan la cara del personaje central, nos podemos percatar del carácter selectivo y muy simplificado que utiliza Georges Remi. La cabeza de Tintín se reduce a un óvalo en el que se sitúan unos puntos a modo de ojos, y unas líneas curvas que simulan la boca, la nariz, las orejas y las cejas (fig. 1). Hergé, modificando sutilmente estas notaciones gráficas y situándolas en distintas posiciones del óvalo capaz, consigue caracterizar inequívocamente la expresión de alegría, asombro, tristeza, dolor, angustia, desesperación, éxtasis, perplejidad, miedo, susto, ira o pánico (fig. 3).

Pero, con todo, es conveniente señalar que el reconocimiento de un rostro mediante ese conjunto de rasgos mínimos no es un asunto de inculcación cultural, sino que es un fenómeno natural y espontáneo que debe descansar en profundas y enraizadas causas biológicas. Allí donde veamos dos puntos y una línea por debajo de los mismos, veremos inmediatamente una fisonomía. Tal es el poder de estos rasgos, que funcionan –provocando la respuesta del observador– aun en ausencia de las líneas que enmarcan el rostro o sitúan la nariz o las orejas. Podemos pensar, en consecuencia, que la representación realista del rostro humano tiene su origen en este conjunto de rasgos mínimos que permiten el reconocimiento inmediato de una fisonomía. Lentamente, y gracias a las sucesivas aportaciones de generaciones de artistas, se consiguió enriquecer estos recursos hasta lograr una gran complejidad y riqueza en la expresión del rostro, tal como podemos contemplar en los retratos de Rembrandt. Aquella distinción entre convencionalismos y recursos objetivos del arte realista no es tan nítida como pudiera parecer.

Revisando lo antes expresado, podríamos volver a planteamos el carácter convencional de los recursos del cómic. El «globo» –decíamos– es una convención artificial; pero pudiera ser que más que una invención fuere un descubrimiento eficaz para representar lo dicho por una persona. En la pintura religiosa anterior al Renacimiento es posible encontrar antecedentes de este recurso; el ángel Gabriel pronuncia las palabras de la Anunciación a la Virgen y éstas se indican con unas letras que parecen salir de su boca; en las caricaturas del siglo XVII y XIX vuelve a aparecer este recurso poniendo de manifiesto su eficacia. El cómic, en este sentido, sólo tuvo que mejorar esta notación gráfica y literaria introduciendo sutiles modificaciones, como pueden ser el apéndice que indica quién habla o la encadenación de «globos» para expresar el orden del diálogo. Es más, en este proceso evolutivo para lograr una mayor eficacia y una respuesta espontánea, los dibujantes del cómic lograron cargar de expresividad al mismo «globo». Una sucesión de pequeños «globos» en tamaño decreciente dirigiéndose al personaje, indica que éste está pensando más que hablando; si el contorno del «globo» está dentado, éste expresa furia o elevación en la voz; etc.

Por otra parte, el convencionalismo de las estrellas que indican el haber recibido un golpe es la consecuencia de una metáfora altamente expresiva, ya que aún seguimos diciendo que «recibí un golpe y vi las estrellas». Igualmente, solemos decir que alguien nos «fulminó con su mirada» o que al hablar «soltó sapos y culebras». No todo son convencionalismos; como decíamos anteriormente, nuestro mecanismo perceptivo es mucho más intrincado de lo que pudiéramos pensar, influyendo en nuestras categorías de reconocimiento del mundo visual, del lenguaje hablado o escrito, y en las distintas modalidades de la representación gráfica.

Evolución y mejora de los recursos

Lo que venimos denominando –con tantas reservas y matizaciones– como

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convenciones del cómic fueron alcanzadas mediante la experimentación, tanteo, crítica y mutación, en un proceso evolucionista que sigue las pautas darwinianas.

Nos podemos imaginar a un gran número de artistas, en los primeros años del siglo XX, intentando plasmar sobre el papel nuevos y eficaces recursos para lograr la finalidad de expresar en un número limitado de viñetas lo intrincado de la acción objeto de la narración. De entre todos estos recursos sólo los más eficaces para cumplir su fin han sobrevivido, insertos en la tradición del cómic, siendo comúnmente aceptados por el público –que los entiende de forma inequívoca y espontánea– y los distintos artistas. Por el contrario, otros recursos alguna vez empleados, fueron abandonados por resultar menos eficaces para cumplir el fin propuesto. Si admitimos esta explicación evolutiva –de mutación de recursos y supervivencia de los más eficaces– y la existencia de un carácter acumulativo de logros derivados de los ingenios gráficos de la pintura, deberemos admitir que más que de invención de recursos deberíamos hablar de descubrimientos de esquematismos gráficos que permiten el reconocimiento espontáneo de la realidad representada.

En este sentido, los convencionalismos artificiales pueden ser inventados en un momento histórico determinado, siendo asumidos por el público y artistas mediante un proceso de inculcación cultural. Por el contrario, los recursos del dibujo realista fueron descubiertos mediante la experimentación, tanteo, ajuste y corrección en el seno de una tradición milenaria que se enlaza con el dibujo de los primitivos y con esas tendencias primarias de identificar fisonomías en puntos y rayas trazados al azar.

Hemos hablado de un recurso o convencionalismo para expresar la sorpresa –el sombrero elevado–, pero existen otros recursos alguna vez descubiertos en este laborioso proceso, como puede ser el dibujar a un personaje saltando hacia atrás como consecuencia de un susto o sorpresa. Por otra parte, estos recursos no funcionarían si no fuesen acompañados de sutiles modificaciones de la fisonomía: la boca abierta, las cejas elevadas, etc. (fig. 4).

De igual forma, unas gotas de sudor en torno al rostro, indicarán esfuerzo, ansiedad o sorpresa (figs. 3, 6 y 12). Se trata de una notación gráfica enormemente eficaz, reflejo inconsciente de una experiencia personal: cuando nos esforzamos o nos encontramos en una situación angustiosa es posible que sudemos. La claridad del dibujo se facilita si estas gotas de sudor constituyen una especie de aureola, acusando con precisión la forma convencional de su contorno.

Otro recurso comúnmente utilizado son las líneas cinéticas que indican el movimiento de un objeto o la traslación de un punto a otro en el espacio (figs. 9 y 12). Se trata de un recurso propio del cómic que no aparece –sería una aberración– en la pintura. Su eficacia, en cuanto que permite una lectura espontánea, es bastante relevante. Su origen lo hemos de encontrar en nuestro mecanismo perceptivo; los objetos en movimiento presentan una estela de las invariantes de su forma que puede ser simulada con unas líneas cinéticas.

Relacionado con este último recurso no es difícil de encontrar en el cómic un ingenio gráfico que nos remite, sin duda alguna, a la fotografía de objetos en movimiento. Nos referimos al dibujo de una serie de invariantes formales de un objeto en movimiento (fig. 7). Es posible representar el movimiento brusco del brazo de un personaje, dibujando toda una serie de brazos que recorren el trayecto de dicho movimiento. Lo verdaderamente interesante en este recurso es que el lector no se equivoca en la interpretación de la viñeta; el personaje es un ser normal y no un monstruo de numerosas extremidades.

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Donde más deudas presentan los recursos gráficos del cómic con la tradición occidental del dibujo y de la pintura es en la expresión del rostro. En este caso, los descubrimientos eficaces fueron logrados hace varios siglos, y codificados con precisión en el siglo XVIII. El cómic los utiliza con una gran economía de medios.

Podemos ver cómo los distintos personajes de Hergé responden –según su personalidad– a esta serie de recursos. Los villanos suelen tener las cejas bajas, mientras que los personajes buenos, ingenuos o despistados las suelen tener elevadas (fig. 3). Indudablemente, estos recursos se asientan en la percepción del movimiento del ojo y de su entorno, ya que en esta parte del rostro, en su correcta interpretación, descansa gran parte de su expresividad, reflejando con distintos matices las variaciones del estado interior del hombre. Como bien indica el dicho popular, «el rostro es el espejo del alma».

Mientras que otras partes del rostro como son el mentón, las mejillas, las orejas y la nariz apenas indican cambios en la expresividad, es posible transmitir estas variaciones con la modificación de los recursos gráficos indicativos de la boca o del cabello. Los pelos de punta indican susto o terror; la boca abierta perplejidad; el castañeo de dientes miedo, etc. A todo ello habría que añadir los cambios en la coloración para indicar el pavor, la vergüenza o el pudor; la vinculación del miedo por medio de líneas temblonas, etc.

El rostro de los personajes, en consecuencia, ofrece la mayor parte de la información expresiva, de ahí su atento estudio por parte del artista. Convendría recordar aquí al magistral Walt Disney, quien con su lápiz consiguió auténticos milagros en la personificación y animación de los objetos más diversos. Gracias a su fantasía, Disney podía dotar de una personalidad expresiva a cualquier animal u objeto, fuese éste una serpiente, un ratón, un elefante, una flor, una seta, una tetera o un naipe. Es asombroso ver, asimismo, el grado de refinamiento alcanzado en la representación de la personalidad de sus personajes: la Dama y el Vagabundo, la pareja de dálmatas, la elefante madre de Dumbo, son sólo algunos ejemplos escogidos al azar.

La aportación del lector

Hasta ahora nos hemos referido a convencionalismos y recursos gráficos del cómic, intentando explicar lo difícil y equívoca que resulta la distinción entre códigos convencionales y mecanismos gráficos que permiten un reconocimiento espontáneo. Es hora pues, de hablar del lector y de su aportación en la interpretación y lectura de imágenes.

El primer concepto que me gustaría resaltar es el del equipo mental con el que se enfrenta todo posible lector del cómic. Crecemos en una cultura de imágenes; desde muy pequeños nos hemos acostumbrado a los anuncios basados en dibujos, a los dibujos animados, a las ilustraciones de libros y, desde luego, a los tebeos. Todo este amplio conjunto de conocimientos previos influye en nuestra interpretación del significado de este tipo de dibujos. Conocimientos y expectativas que, al estar mucho más desarrolladas en un lector habitual de cómics, le permite alcanzar una mayor calidad en su interpretación, percatándose de todo un conjunto de detalles que a otro lector menos habituado pudieran pasarle desapercibidos. El cómic, como cualquier otra manifestación artística, exige una cierta educación para saber entender y calibrar sus cualidades y matices, ofreciendo así un mayor disfrute en el contemplador y lector.

Las expectativas constituyen toda una serie de supuestos, anticipaciones e

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inferencias que influyen, condicionan y guían todo acto perceptivo. En el reconocimiento e interpretación de dibujos las expectativas juegan un papel prioritario, de tal manera que resulta difícil diferenciar la información que recibimos del exterior de aquella que inferimos con nuestras conjeturas e hipótesis de reconocimiento.

Al igual que en la percepción del mundo real, la percepción de dibujos implica un continuo contraste entre la información recibida y nuestras expectativas previas, intentando adecuar, mediante un proceso de sustitución gradual de falsas conjeturas –del que no somos conscientes–, nuestras anticipaciones con la realidad. En este sentido, las expectativas son consecuencia de todo un proceso educador de la visión, y están íntimamente relacionadas con nuestros conocimientos previos relativos a un medio gráfico y con la mayor o menor experiencia alcanzada en la lectura de imágenes.

Estas expectativas, junto con los conocimientos previos, son de una gran importancia en la interpretación del cómic, de tal forma que podríamos describir la percepción de estos dibujos como una percepción guiada por supuestos e inferencias. Suponemos a priori que las gotas de sudor o las estrellas indican esfuerzo y dolor, porque tenemos experiencia de haber interpretado con anterioridad estos recursos como indicadores expresivos de esos estados anímicos; es más, si en una viñeta vemos cómo un personaje recibe un golpe, presuponemos que en la siguiente aparezca orlado con dichas estrellas (fig. 10). De igual forma, identificamos el chorro de agua, proveniente de alguna inoportuna manguera, como una superficie de bordes irregulares ausente de color (fig. 6). Unos signos de interrogación o exclamación de gran tamaño significan siempre una gran sorpresa (fig. 11 y 15). Una línea en forma helicoidal situada sobre la cabeza de un personaje expresa que éste se ha desmayado o se encuentra aturdido o sin conocimiento (fig. 12).

Alguna de estas expectativas son consecuencia del reconocimientos inmediato de los convencionalismos gestuales del mundo real: el saludo con los brazos abiertos; las manos unidas en oración; gestos de súplica, etc. Al poder contar con expectativas y conocimientos acumulados, el dibujo del cómic puede explotar los recursos más heterogéneos. Por ejemplo, Hergé utiliza en sus álbumes una iconografía cristiana popular, basada en la personificación de ángeles y demonios, para mostrar el estado mental y espiritual de personajes sometidos a una tentación entre el bien y el mal (fig. 8).

Pero esta percepción guiada, basada en las expectativas, es además la base firme en la que se sustenta el carácter narrativo del cómic que, aunque sometido a viñetas de imágenes fijas, permite la ilusión de movimiento o el desenvolvimiento de una acción en el tiempo (fig. 13).

Es muy difícil distinguir entre lo que vemos y lo que imaginamos. La parte del observador en la lectura de imágenes es tan potente, que resulta prácticamente imposible poder indicar, tras la lectura de una página de un cómic, cómo eran las distintas imágenes recogidas en cada una de las viñetas. Somos capaces de describir la acción con un número suficiente de pormenores, pero no podemos indicar los hitos de la acción reducidos a las imágenes de cada viñeta, que sirven de pauta y orientación para la interpretación de la narración como una acción continuada (fig. 14).

El éxito de un buen dibujante de cómic está, en consecuencia, en lograr transmitir la mayor y más rica información, condensada en unas pocas viñetas, capaces de generar en nosotros toda una serie de inferencias que suplementamos a las imágenes, percibiendo en una hoja de papel mucho más de lo que el dibujante nos ha ofrecido.

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Hergé, en sus álbumes de Tintín, fue un auténtico maestro en la tarea de movilizar nuestro mecanismo perceptivo al servicio de la lectura de imágenes, pudiendo crear una auténtica ilusión de acción y movimiento con unas pocas imágenes estáticas correctamente encadenadas. Tropezones, caídas, resbalones, son magistralmente representados en las hojas de sus álbumes, llegando en ocasiones a poder narrar, en divertidos «gags», los sucesos más complicados que pudiéramos imaginar.

Hemos hablado de condensación de la información. Efectivamente, el carácter selectivo del cómic exige que cada viñeta sea altamente significativa, capaz de ofrecer una información nada ambigua que, en relación con la transmitida en otras viñetas, produzca la ilusión de realidad y el carácter lineal y verosímil de la narración (fig. 13).

Todos los recursos hasta ahora mencionados, hábilmente relacionados entre sí, actúan conjuntamente para ofrecemos la información necesaria. Información que como ya hemos señalado, depende tanto del dibujo como de las expectativas del lector.

La búsqueda del significado

Conviene retomar en este punto la discusión sobre el carácter convencional o realista de los recursos del dibujo y del cómic. Para ello, y tras haber hablado de expectativas y conocimientos previos, hemos de indicar que el principal criterio para estudiar la percepción de imágenes, es que no sólo percibimos formas –líneas o manchas sobre el papel–, sino que percibimos formas significantes, o formas con significados.

Todos hemos visto alguna vez las manchas del test de Rorschach, las cuales reciben distintas interpretaciones según las condiciones anímicas de los distintos observadores. Si nos preguntan por lo que representan, siempre seremos capaces de inferir una hipótesis sobre su significado. De igual forma, un óvalo con dos puntos y una línea debajo siempre se percibirá como un rostro. Por mucho que lo intentemos, no veremos trazos, sino rostros, porque toda percepción es la modificación de una hipótesis previa sobre un significado, y esos estímulos recibidos del exterior sólo encajan, por nuestro peculiar mecanismo perceptivo, con la hipótesis de una fisonomía (fig. 1).

Asimismo, podremos extraer todo tipo de significados a partir de un conjunto relacionado de líneas y manchas sobre el papel, dependiendo de la habilidad del dibujante para ofrecemos las pautas adecuadas, evitando las ambigüedades y ayudándose de nuestras expectativas previas. Además, el lector del cómic, como el observador de los dibujos animados, se encuentra en una situación activa, procurando captar el sentido de cada imagen o viñeta, de acuerdo con lo percibido en imágenes anteriores o con las suposiciones que cabe esperar dentro del contexto de la narración (fig. 16).

En este sentido, las estrellas que coronan la cabeza del golpeado indican dolor y aturdimiento y no tienen nada que ver con las estrellas del firmamento (fig. 10). Es indudable que de la boca del malhablado no salen serpientes o rayos, sino que estas formas no significan otra cosa sino insultos y frases agresivas; tan agresivas como pueden serio los reptiles venenosos y los rayos fulminantes (fig. 5).

En esta identificación espontánea del significado de las formas, líneas y manchas, se encuentra el fundamento del cómic y de la caricatura. Somos capaces de extraer un sentido a un número mínimo de rasgos. Y así, con un poco de ilusión –admitiendo las más disparatadas hipótesis o conjeturas– podremos ver en esos dibujos las criaturas más

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sorprendentes.

En esta búsqueda del significado radica, por tanto, la ilusión de realidad que percibimos en el cómic y en el dibujo animado. Una ilusión que exige siempre la suspensión de la critica o de la incredulidad, permitiéndonos entrar en la esfera del juego, donde los límites de la ficción y la realidad quedan difuminados. Por ello, un picaporte puede asumir una personalidad, o el perro Milú es capaz de reflexionar en voz alta o tener problemas de conciencia en su actuación (fig. 8). Esta suspensión de la incredulidad es mucho mayor en los niños y jóvenes que en los adultos, al no estar fuertemente desarrollado el sentido crítico. De ahí que sean estos los que con más placer disfrutan de ese mundo inventado e ilusorio del cómic, donde –en frase de Ernst Gombrich– el dibujo se parece a la realidad aunque la realidad no se parezca en nada a esos dibujos.

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