El beso de la luna

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1 3. El beso de la luna El tren se fue alejando de la estación que la vio dormir tantas noches en soledad. Con su mochila cargada de pequeñas cosas y los recuerdos se fue acurrucando contra la ventana. La fue empañando con su exhalación, un tanto entrecortada por las lágrimas, perdiendo la mirada, clavada sobre aquellos grises tristes de una estación que se iba desdibujando. Se arremolonó en el asiento al compás del ritmo que el andar del ferrocarril marcaba en sus oídos y, como tantas veces, se durmió sin que la bocina provocara siquiera una leve excitación en su cuerpo. Estaba cansada. Había esperado mucho tiempo el regreso de los suyos. Había leído las noticias de los diarios que los viajeros arrojaban en el tacho de la basura, el título de la primera plana del 14 de junio: “El tren dejará de pasar por Cielo Mío el 10 de julio”. Aquel título vaticinó un desastre en su vida. “¿Y ahora qué?”, nadie regresaría. Los días pasarían, pero nadie regresaría. No llegaba a pensar en la posibilidad que regresaran en auto o en micro. Para Lohana tenía que ser en tren y el tren ya no pasaría más por Cielo Mío. Por eso tomó la decisión y se armó de una fortaleza mayor aún de la que cada día juntaba para no desesperarse por la ausencia de noticias de los suyos. Y se planteó salir, partir con las ganas de andar, solo por andar y ver qué pasaba más allá de su Cielo Mío adorado y entrañable. Y en ese andar, quizá, poder encontrarse con ellos, los suyos, esos que jamás volvieron, porque el abuelo les había dicho: “nunca miren para atrás”. Buscó recostarse mejor sobre su mochila. Sacó una manzana para comer más tarde y así no calentarla ni aplastarla al apoyarse para intentar dormir un poco. Su mirada, perenne; retazos de una vida que ya no quiere repetir. Partió una noche cálida de julio, a pesar de los previos días fríos. Depositó su morral sobre su cuerpo, cruzadas las tiras de izquierda a derecha, como la remera de River, el club de sus amores. Llevaba en su morral las hierbas refrescantes que solía beber con agua y limón cada tarde de calor, y su yerba, especialmente cosechada por ella, que cada día degustaba en los matecitos que solía cebar a orillas del Arroyo del Cristal.

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La historia es tierna, dulce, natural. Me gusta que sea como un instante que cuente una historia. Instantes comunes que cualquiera sea capaz de vivir. Romántico, pero no cursi. Dulce, pero no empalagoso. Me gusta que buscando a sus familiares, encuentre otra cosa. /Neyda Pitt -Editora-.

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El beso de la luna

El tren se fue alejando de la estación que la vio dormir tantas noches en

soledad. Con su mochila cargada de pequeñas cosas y los recuerdos se fue acurrucando contra la ventana. La fue empañando con su exhalación, un tanto entrecortada por las lágrimas, perdiendo la mirada, clavada sobre aquellos grises tristes de una estación que se iba desdibujando. Se arremolonó en el asiento al compás del ritmo que el andar del ferrocarril marcaba en sus oídos y, como tantas veces, se durmió sin que la bocina provocara siquiera una leve excitación en su cuerpo. Estaba cansada.

Había esperado mucho tiempo el regreso de los suyos. Había leído las noticias de los diarios que los viajeros arrojaban en el tacho de la basura, el título de la primera plana del 14 de junio: “El tren dejará de pasar por Cielo Mío el 10 de julio”. Aquel título vaticinó un desastre en su vida. “¿Y ahora qué?”, nadie regresaría. Los días pasarían, pero nadie regresaría. No llegaba a pensar en la posibilidad que regresaran en auto o en micro. Para Lohana tenía que ser en tren y el tren ya no pasaría más por Cielo Mío. Por eso tomó la decisión y se armó de una fortaleza mayor aún de la que cada día juntaba para no desesperarse por la ausencia de noticias de los suyos. Y se planteó salir, partir con las ganas de andar, solo por andar y ver qué pasaba más allá de su Cielo Mío adorado y entrañable. Y en ese andar, quizá, poder encontrarse con ellos, los suyos, esos que jamás volvieron, porque el abuelo les había dicho: “nunca miren para atrás”.

Buscó recostarse mejor sobre su mochila. Sacó una manzana para comer más tarde y así no calentarla ni aplastarla al apoyarse para intentar dormir un poco. Su mirada, perenne; retazos de una vida que ya no quiere repetir.

Partió una noche cálida de julio, a pesar de los previos días fríos. Depositó su morral sobre su cuerpo, cruzadas las tiras de izquierda a derecha, como la remera de River, el club de sus amores. Llevaba en su morral las hierbas refrescantes que solía beber con agua y limón cada tarde de calor, y su yerba, especialmente cosechada por ella, que cada día degustaba en los matecitos que solía cebar a orillas del Arroyo del Cristal.

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Esa noche se durmió tranquila, no pensó en horarios y mucho menos que algún perro la molestaría lamiéndole las mejillas, invitándola a jugar en la helada cortante de Cielo Mío. No, esta vez no. Esta vez, esta noche, dormiría relajada, mp5 en sus orejas para despertar al alba llegando a algún lugar dónde empezar a preguntar por los suyos y comenzar la búsqueda.

El guarda prometió despertarla para que pudiera ver, desde las alturas, el cruce del mal llamado río Tuerto, que se perdía en las ligeras corrientes que desbordaban allá, a lo lejos, con el valle que se precipitaba en el infinito, en las “montañas verdeamarronadas”, como solía decir, y despuntaban en cumbres nevadas que acariciaban al sol. Pensó que si tal vez pasaran por allí de noche podría observar el mismo romance entre la montaña y la luna, a la que siempre hacía alusión su abuelo: “allí en lo alto todo puede suceder, mi niña, la luna y la montaña se tocan allí. Si algún día llegas a verlas, sentirás la palma del amor en tu cuello y serás feliz por siempre”.

Se durmió apenas empezó a escuchar la primera canción en sus oídos. Soñó, como hacía tiempo no lo hacía. Soñó con su alegría futura, con su ilusionado presente y más soñó con sus hermosos recuerdos de una familia unida, fragmentada después por la partida de quienes se animaron emprender la aventura de intentar ver más allá, tras la muerte de su amado nono. “Hay que salir al sol”, decía su abuelo y a Lohana eso se le quedó grabado. Su abuelo se internaba en el bosque a cortar leña para las fogatas del día, que incluían la pava, la comida del mediodía y el fueguito vespertino, cuando el frío empezaba a molestar y las vacas y ovejas dejaban de pastar para descansar. Sin embargo, los pregones de su abuelo no habían calado en ella hasta este instante. Antes, sentía que no podía, que no debía despegar. “¿Y la casa… y la tumba… y los animales…? ¿Quién cuidaría de ellos?”. Se contentaba con lo que tenía. Le bastaba con unas hierbas refrescantes por la tarde y los matecitos cada dos horas. Hasta que se dio cuenta que el resto no pensó lo mismo y se fueron alejando más y más, en cada ocasión que se presentó. Siguieron los consejos del abuelo, salieron al sol y descubrieron nuevos mundos que ella no hubiera sabido cómo afrontar, aunque los había soñado siempre. Había preparado valijas más de diez veces, pero no pudo envalentonarse más que hasta la plaza, a diez cuadras de su rancho y a dos de la estación. Más cuando el titular del diario anunció el cierre del ramal a Cielo Mío sintió que era su última oportunidad para salir a buscar ese sol del que tanto hablaba el nono y reencontrarse con los suyos. O con ella misma. Sabía que la travesía sería difícil, pero nunca pensó que ese sol que debía hallar llegaría de un modo que, sin embargo, no la sorprendería en absoluto.

“¡Se merecía algo semejante!”. Imaginó así un titular, en un futuro cercano hablando sobre ella, en la portada de Gazeta de Cielo Mío. No es que esperara mucho más que encontrarse con alguien de los suyos, “pero bueno, en los sueños

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todo vale”. De verdad lo quería. Y estaba tan regocijada que se desplomó en el asiento, feliz, despatarrada hacia el lugar de al lado que, vacío, le permitió estirarse más por sus piernas largas. Esa noche pudo sentirse libre, esperanzada en sus sueños. Durmió tranquila hasta que un sacudón la despertó sobresaltada.

Era el guardia chequeando los pasajes. Ya habían parado en la última de las estaciones más importantes de la región, antes de empinar la marcha hacia las alturas. Benito, que la conocía muy bien, le acarició la cabeza, como para que siguiera dormitando un rato más, algo que hizo por espacio de dos horas. El intenso calor que dominaba el ambiente la incomodaba y la hacía dar vueltas hacia un lado, por un rato, y hacia el otro. No lograba encontrar la posición ideal. Finalmente pestañeó y Doris, que estaba sentada frente a ella, le sonrió y le convidó con un mate.

–¡Uh! Gracias...

Se desesperó antes de recoger la calabaza de boca ancha y degustar el primero de los amargos que compartirían a lo largo del viaje.

Doris era de contextura baja, pelo corto -no rapado-, con dos mechas en su costado derecho, lila y verde. De labios finos, nariz en sintonía con su rostro y ojos pardos. Su sonrisa resaltaba a sus bellos rasgos faciales, destacando como un campo de lavanda lo hace en el medio de una cosecha de habas. Eso pensó Lohana de Doris. Y se rio mientras su cara se despistaba en la ventana, para no sonrojarse frente a la cebadora.

–¿Hacia dónde vas?...

Doris tomó la iniciativa y le convidó con un muffin que su tía abuela Dora le había preparado.

–... ¿o tu destino es incierto como el mío?

Lohana levantó sus hombros.

–¿No sabés a dónde vas? Es decir, ¿podés bajarte en cualquier parte?

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–Sí, entendí. La verdad es que estoy yendo hacia un nuevo sol. Hacia el sol, bah...

–Hacia el oeste entonces...

–No lo sé... pero voy... allá voy...

Eso “del nuevo sol” lo entendió. ¿Era un guiño? Se quedó dubitativa. Pero pensó que Doris estaba llevando a cabo las utopías de su abuelo, estaba saliendo al sol, uno nuevo sol, y sol al fin.

–No estoy huyendo de la policía ni de mi familia o un amor. Solo busco libertad, algo bueno para darme.

Por un buen rato permanecieron en silencio. Mate para una, mate para la otra. Los muffin se iban acabando aunque servían de excusa para evitar un diálogo más comprometido.

–Sabías que en un rato, cuando estemos bien alto, podremos ver a la luna tocarse con las montañas.

–Como en un beso eterno.

–Podría decirse...

–Lo he visto. Es un momento sublime, único, universal. Es cuando sabemos que estamos ante lo máximo y, sin embargo, muy poca gente lo ve. O duermen... O hablan y no miran para afuera. O simplemente miran, pero no lo ven.

–Contame, ¿es tan así como me lo describió mi abuelo?

–No sé que te contó tu abuelo, pero te aseguro que es mágico.

Lohana se quedó pensativa. Si su abuelo le había contado que ver el eterno beso de la luna a la montaña auguraba felicidad para quienes lo presenciaran, ¿cómo es que Doris estaba sola si también lo había visto? No lo sabía con certeza, pero una chica tan joven, tan bella, sin un rumbo aparente, que había estado en el momento del roce, debería estar acompañada de un amor o yendo a encontrarlo. ¿Por qué estaba sola? Quería, pero no se animaba a preguntarle. Así que fingió entender todo y se limitó a esperar la llegada del tren a la máxima altura.

Doris, de la nada, comenzó a contarle sobre su propósito. Le dijo que había regresado a su pueblo, Rincón de los Cielos, que distaba unos 120 km más al norte de Cielo Mío, y que había emprendido el viaje porque sabía que el tren no regresaría otra vez y le parecía que era un momento oportuno para visitar a su familia. No tenía planes inmediatos de regresar a su casa, en plena ciudad, porque tenía una semana y media más de vacaciones. Pensaba bajarse en cualquier pueblo y recorrer sus calles, alguna posada, disfrutar de las empanadas típicas del lugar o de los guisos que tanto la reconfortaban, que no abundaban en las

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grandes urbes y menos con el gusto y la consistencia que tenían los preparados en cualquier fonda de pueblo. Estaba ávida por hallar su nuevo sol, en eso hacía mucho hincapié. Pero Lohana no entendía bien a lo que Doris se refería. De todas formas, seguía su relato con acentuado interés.

El tren se detuvo por espacio de veinticinco minutos en el pueblo previo hacia la cima. Decidieron bajar a estirar las piernas un rato. Lohana se puso una campera inflable. Doris un suéter tejido por su madre. Lohana tomó su morral en la mano. Doris encendió un cigarrillo. Lohana desistió la invitación y se dirigió directamente al sector de baños. Volvió diez minutos después con el pelo mojado, el rostro refrescado y con un dulce perfume sobre sí. Fue el turno de Doris, que tardó un poco más. Volvió con su camisa en la mano. Se había dejado solo la remera debajo del suéter. Encendió otro Lucky convertible que no pudo terminar por el silbato de Benito que anunciaba la partida. Subieron. Doris se sacó el suéter, dejando al descubierto una remera blanca que denotaba la ausencia de sostén.

–¿Otros verdes?

–Y muffins...

Las chicas volvieron a dialogar. Lohana no podía evitar mirar los pechos de su compañera de viaje, refulgentes en la remera. Para disimular puso música, pero el volumen que salía de los auriculares no alcanzaba a matizar la velada ni superar el chu-chu chu-chu, chu-chu chu-chu del ferrocarril. Doris lo solucionó prendiendo su b8.

Celador de sueños dejame entrar...

celador que levantas las manos para bailar..

Ay chinita no llores vamo' pa Licho Cruz

donde está la alegía para hacerte reir.

No me digas que no, no me digas que no...

Celador de sueños haceme bailar...

negro haceme bailar, negro haceme bailar...

Fue un momento intenso, en la que ambas comenzaron a cantar...

Celador de sueños haceme cantar...

negro haceme cantar, negro haceme cantar...

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Doris le tomó la mano, la invitó a pararse y bailar. Más que bailar danzaron al compás del candombe. Los vidrios empañados no permitían ver hacia el exterior. Ellas danzaron y cantaron, como hermanas abrazadas, como amigas desde siempre. Lohana sentía que ese sol del que su abuelo le había hablado tantas veces se había posado sobre el tren. De repente se detuvo. En seco. Doris detuvo su celular. Lohana bajó la mirada.

–Esto es demasiado bueno. ¿Qué va a pasar cuando lleguemos? Ni siquiera a vos te fue bien luego de ver el beso entre la luna y la montaña.

–¿Qué decís?

–Nada. No me hagas caso.

En ese instante, el tren paró, como para distraer la incomodidad en la que estaban sumidas. Doris se apresuró a limpiar la ventana con su camisa. La inmensidad lo dominaba todo. Solo la luna, hidalga conquistadora de la montaña, estaba a punto de besarla. Ellas, mirando juntas lo inmenso del dominio, y la nada. Y el todo que era la montaña estirando su cuello para lograr el roce perfecto de una intensa y sonriente luna, sedienta de estrellar sus labios sobre esta, y desaparecer.

–Es hermoso. Como siempre lo imaginé.

–Hoy es... gloriosamente más bello que cuando la vi por primera vez...

–La gloria... sí...

–... hace dos semanas.

–Entonces...

–Todos tienen derecho a una segunda oportunidad.

–Entonces...

–Quizá es verdad. Los augurios de felicidad de tu abuelo son de verdad.

Lohana se apoyó sobre el vidrio para mirar mejor. Doris juntó sus manos sobre el hombro derecho de Lohana, palma derecha sobre tarso izquierdo, y recostó su pera sobre estas. Comenzó a silbar la canción que habían danzado antes. El tren comenzó a avanzar a paso lento, la montaña se fue alejando, con el mejor vestido de colores puros. Lohana giró su rostro hacia Doris que permaneció silbando a escasos centímetros de su boca. Y ella, la intensa luna blanca, como si estuviera entrando, pero detrás de la montaña, se robaba el último suspiro de luz.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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