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El amigo Manso Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El amigo Manso

Benito Pérez Galdós

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-I-Yo no existo

Yo no existo... Y por si algún desconfiado oterco o maliciosillo no creyese lo que tan llana-mente digo, o exigiese algo de juramento paracreerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismotiempo protesto contra toda inclinación o ten-dencia a suponerme investido de los inequívo-cos atributos de la existencia real. Declaro queni siquiera soy el retrato de alguien, y prometoque si alguno de estos profundizadores del díase mete a buscar semejanzas entre mi yo sincarne ni hueso y cualquier individuo suscepti-ble de ser sometido a un ensayo de vivisección,he de salir a la defensa de mis fueros de mito,probando con testigos, traídos de donde meconvenga, que no soy, ni he sido, ni seré nuncanadie.

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Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para quelo entiendan mejor), una condenación artística,diabólica hechura del pensamiento humano(ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algode estilo, se pone a imitar con él las obras quecon la materia ha hecho Dios en el mundo físi-co; soy un ejemplar nuevo de estas falsificacio-nes del hombre que desde que el mundo esmundo andan por ahí vendidas en tabla poraquellos que yo llamo holgazanes, faltando atodo deber filial, y que el bondadoso vulgo de-nomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy,sueño de sueño y sombra de sombra, sospechade una posibilidad; y recreándome en mi noser, viendo transcurrir tontamente el tiempoinfinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande,llega a convertirse en entretenimiento, me pre-gunto si el no ser nadie equivale a ser todos, ysi mi falta de atributos personales equivale a laposesión de los atributos del ser. Cosa es estaque no he logrado poner en claro todavía, niquiera Dios que la ponga, para que no se des-

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vanezca la ilusión de orgullo que siempre miti-ga el frío aburrimiento de estos espacios de laidea. Aquí, señores, donde mora todo lo que noexiste, hay también vanidades, ¡pasmaos!, ¡hayclases, y cada intriga...! Tenemos antagonismostradicionales, privilegios, rebeldías, sopa bobay pronunciamientos. Muchas entidades queaquí estamos, podríamos decir, si viviéramos,que vivimos de milagro.

Y a escape me salgo de estos laberintos y memeto por la clara senda del lenguaje comúnpara explicar por qué motivo no teniendo vozhablo, y no teniendo manos trazo estas líneas,que llegarán, si hay cristiano que las lea, acomponer un libro. Vedme con aparienciahumana. Es que alguien me evoca, y por no séqué sutiles artes me pone como un forro corpo-ral y hace de mí un remedo o máscara de per-sona viviente, con todas las trazas y movimien-tos de ella. El que me saca de mis casillas y melleva a estos malos andares es un amigo...

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Orden, orden en la narración. Tengo yo unamigo que ha incurrido por sus pecados, quedeben de ser tantos en número como las arenasde la mar, en la pena infamante de escribir no-velas, así como otros cumplen, leyéndolas, lacondena o maldición divina. Este tal vino a míhace pocos días, hablome de sus trabajos, ycomo me dijera que había escrito ya treintavolúmenes, le tuve tanta lástima que no pudemostrarme insensible a sus acaloradas instan-cias. Reincidente en el feo delito de escribir, mepedía mi complicidad para añadir un volumena los treinta desafueros consabidos. Díjomeaquel buen presidiario, aquel inocente empe-dernido, que estaba encariñado con la idea deperpetrar un detenido crimen novelesco sobreel gran asunto de la educación; que había pre-meditado su plan; pero que faltándole datospara llevarlo adelante con la presteza mañosaque pone en todas sus fechorías, había pensadoaplazar esta obra para acometerla con bríocuando estuvieran en su mano las armas,

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herramientas, escalas, ganzúas, troqueles ydemás preciosos objetos pertinentes al caso;que entre tanto, no gustando de estar manosobre mano, quería emprender un trabajillo depoco aliento, y que sabedor de que yo poseíaun agradable y fácil asunto, venía a comprár-melo, ofreciéndome por él cuatro docenas degéneros literarios, pagaderas en cuatro plazos;una fanega de ideas pasadas, admirablementepuestas en lechos y que servían para todo, diezazumbres de licor sentimental, encabezado pa-ra resistir bien la exportación, y por último unagran partida de frases y fórmulas, hechas amolde y bien recortaditas, con más de una re-doma de mucílago para pegotes, acopladuras,compaginazgos, empalmes y armazones. Nome pareció mal trato, y acepté.

No sé qué garabatos trazó aquel perverso sinhiel delante de mí; no sé qué diabluras hechice-ras hizo... Creo que me zambulló en una gotade tinta; que dio fuego a un papel; que después

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fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien menea-dos en una redomita que olía detestablemente aazufre y otras drogas infernales... Poco despuéssalí de una llamarada roja, convertido en carnemortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.

-II-Yo soy Máximo Manso

Y tenía treinta cinco años cuando me pasó loque me pasó. Y si a esto añado que el caso esreciente y que muchos de los acontecimientosincluidos en este verdadero relato ocurrieronen menos de un año, quedarán satisfechos loslectores más exigentes en materias cronológi-cas. A los sentimentales he de disgustarles des-de el primer momento diciéndoles que soy doc-tor en dos facultades y catedrático de Instituto,por oposición, de una eminente asignatura queno quiero nombrar. He consagrado mi poca

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inteligencia y mi tiempo todo a los estudiosfilosóficos, encontrando en ellos los más purosdeleites de mi vida. Para mí es incomprensiblela aridez que la mayoría de las personas asegu-ra encontrar en esa deliciosa ciencia, siemprevieja y siempre nueva, maestra de todas lassabidurías y gobernadora visible o invisible dela humana existencia.

Será porque han querido penetrar en ella sinmétodo, que es la guía de sus tortuosos senos, oporque estudiándola superficialmente, hanvisto sus asperezas exteriores, antes de gustarla extraordinaria dulzura y suavidad de lo quedentro guarda. Por singular beneficio de minaturaleza, desde niño mostré especial queren-cia a los trabajos especulativos, a la investiga-ción de la verdad y al ejercicio de la razón, y atal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosí-sima de caer en manos de un hábil maestro quedesde luego me puso en el verdadero camino.¡Tan cierto es que de un buen modo de princi-

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piar emana el logro feliz de difíciles empresas,y que de un primer paso dado con acierto de-pende la seguridad y presteza de una largajornada!

Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunqueno me creo merecedor de este nombre, sóloaplicable a los insignes maestros del pensa-miento y de la vida. Discípulo soy no más, o sise quiere, humilde auxiliar de esa falange denobles artífices que siglo tras siglo han venidotallando en el bloque de la bestia humana lahermosa figura del hombre divino. Soy elaprendiz que aguza una herramienta, que man-tiene una pieza; pero la penetración activa, laaudacia fecunda, la fuerza potente y creadorame están vedadas como a los demás mortalesde mi tiempo. Soy un profesor de filas quecumplo enseñando a los demás lo que me hanenseñado a mí, trabajando sin tregua; reunien-do con método cariñoso lo que en torno a míveo, lo mismo la teoría sólida que el hecho vo-

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luble, así el fenómeno indubitable como lahipótesis atrevida; adelantando cada día con elpaso lento y seguro de las medianías; constru-yendo el saber propio con la suma del saber delos demás, y tratando por último de que lasideas adquiridas y el sistema con tanta dificul-tad labrado, no sean vana fábrica de viento yhumo, sino más bien una firme estructura de larealidad de mi vida con poderosos cimientos enmi conciencia. El predicador que no practica loque dice, no es predicador, sino un púlpito quehabla.

Ocupándome ahora de lo externo, diré queen mi aspecto general presento, según me handicho, las apariencias de un hombre sedentario,de estudios y de meditación. Pero antes que porcatedrático, muchos me tienen por letrado ocurial, y otros, fundándose en que carezco debuena barba y voy siempre afeitado, me hansupuesto cura liberal o actor, dos tipos de ex-traordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por

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bien parecido. Ahora creo que no lo soy tanto,al menos así me lo han manifestado directa oindirectamente varias personas. Soy de media-na estatura, que casi casi, con el progresivo re-bajamiento de la talla en la especie humana,puede pasar por gallarda; soy bien nutrido,fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Porel contrario, a consecuencia de los bien ordena-dos ejercicios gimnásticos, poseo bastante agi-lidad y salud inalterable. La miopía ingénita yel abuso de las lecturas nocturnas en mi niñezme obligan a usar vidrios. Por mucho tiempogasté quevedos, uso en que tiene más parte lapresunción que la conveniencia; pero al fin headoptado las gafas de oro, cuya comodidad nome canso de alabar, reconociendo que me enve-jecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro yabundante; mas he tenido singular empeño enno ser nunca melenudo, y me lo corto a lo quin-to, sacrificando a la sencillez un elemento deco-rativo que no suelen despreciar los que, comoyo, carecen de otros. Visto sin afectación,

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huyendo lo mismo de la novedad llamativa quede las ridiculeces de lo anticuado. Apuro miropa medianamente, con la cooperación dealgún sastre de portal, mi amigo; y me he acos-tumbrado de tal modo al uso del sombrero decopa, a quien el vulgo llama con doble sentidochistera, que no puedo pasarme sin él, ni aciertoa sustituirle con otras clases o familias de tapa-cabezas, por lo cual lo llevo hasta en verano, yaun en viaje me lo pondría muy sereno si notemiera caer en extravagancia. La capa no se mecae de los hombros en todo el invierno, y hastapara estudiar en mi gabinete me envuelvo enella, porque aborrezco los braseros y estufas. Yadije que mi salud es preciosa, y añado ahoraque no recuerdo haber comido nunca sin apeti-to. No soy gastrónomo; no entiendo palotadade refinados manjares ni de rarezas de cocina.Todo lo que me ponen delante me lo como, sinpreguntar al plato su abolengo ni escudriñarsus componentes; y en punto a preferencias,sólo tengo una que declaro sinceramente aun-

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que se refiere a cosa ordinaria, el cicer arietinum,que en romance llamamos garbanzo, y que,según enfadosos higienistas, es comida indiges-ta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas de-liciosos bolitas de carne vegetal no tienen, enopinión de mi paladar, que es para mí de granautoridad, sustitución posible, y no me conso-laría de perderlas, mayormente si desaparecíacon ellas el agua de Lozoya, que es mi vino. Nonecesito añadir que personalmente me tienensin cuidado los progresos de la filoxera, puesmis bodegas son los frescos manantiales de lasierra vecina. Únicamente del tinto y flojo hagoprudente uso, después de bien bautizado por eltabernero y confirmado por mí; pero de esostraidores vinos del Mediodía, no entra una gotaen mi cuerpo. Otra pincelada: no fumo.

Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en lapuerta de Covadonga y del monte de Auseba.La nacionalidad española y yo somos herma-nos, pues ambos nacimos al amparo de aque-

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llas eminentes montañas, cubiertas de verdortodo el año, en invierno encaperuzadas de nie-ve; con sus faldas alfombradas de yerba, susalturas llenas de robles y castaños, que se en-corvan como si estuvieran trepando por lapendiente arriba; con sus profundas, laberínti-cas y misteriosas cavidades selváticas, forma-das de espeso monte, por donde se pasean lososos, y sus empinadas cresterías de roca, pedes-tal de las nubes. Mi padre, farmacéutico delpueblo, era gran cazador y conocía palmo apalmo todo el país, desde Ribadesella a Pongay Tarna, y desde las Arriondas a los Urrieles.Cuando yo tuve edad para resistir el cansanciode estas expediciones, nos llevaba consigo a mihermano José María y a mí. Subimos a los Puer-tos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñame-llera, y en la grandiosa Liébana nos paseamospor las nubes.

Solo o acompañado por los chicos de miedad, iba muchas tardes a San Pedro de Villa-

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nueva, en cuyas piedras está esculpida la histo-ria tan breve como triste de aquel rey que fuecomido de un oso. Yo trepaba por las corroídascolumnas del pórtico bizantino y miraba decerca las figuras atónitas del Padre Eterno y delos Santos, toscas esculturas impregnadas de nosé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, yayudado de otros muchachos traviesos, les pin-taba con betún los ojos y los bigotes, con lo cuallas hacía más espantadas. Nos reíamos con es-to; pero cuando volvía yo a mi casa, me acor-daba de las figuras retocadas por mí y medormía con miedo de ellas y con ellas soñaba.Veía en mi sueño las manos chatas y simétricas,los pies como palmetas, las contorsiones decuerpos, los ojos saltándose del casco, y meponía a gritar y no me callaba hasta que mimadre no me llevaba a dormir con ella.

Yo no hacía lo que otros chicos perversos,que con un fuerte canto le quitaban la nariz aun apóstol o los dedos al Padre Eterno, y arran-

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caban los rabillos de los dragones de las gárgo-las, o ponían letreros indecentes encima de laslápidas votivas, cuyas sabias leyendas no en-tendíamos. Para jugar a la pelota, preferíamossiempre el pórtico bizantino a los demás murosdel pobre convento, porque no parecía que elPadre Eterno y su corte nos devolvían la pelotacon más presteza. El muchacho que capitanea-ba entonces la cuadrilla es hoy una de las per-sonas más respetables de Asturias y preside ¡ohironías de la vida!, la Comisión de Monumen-tos.

La naturaleza de los sitios en que pasé la in-fancia ha dejado para siempre en mi espírituimpresión tan profunda, que constantementenoto en mí algo que procede de la melancolía yamenidad de aquellos valles, de la grandeza deaquellas moles y cavidades, cuyos ecos repitenel primer balbucir de la historia patria, de aque-llas alturas en que el viajero cree andar por losaires sobre celajes de piedra. Esto, y el sonoro,

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pintoresco río, y el triste lago Nol, que es unmar ermitaño, y el solitario monasterio de SanPedro, tienen indudablemente algo mío, o esque tengo yo con ellos el parentesco de con-formación, no de sustancia, que el vaciado tienecon su molde. También parece que ha quedadosellada en mi vida la hondísima lástima que meinspiraba aquel rey que fue comido del oso.Siento como impresos o calcados en mi masaencefálica los capiteles que reproducen la terri-ble historia. En uno el joven se despide de sutierna esposa, en otro está acometiendo al fieroanimal, y más allá este se lo merienda. Cuandoyo hacía travesuras, mi padre me amenazabacon que vendría el oso a comerme como al se-ñor de Favila, y muchas noches tuve pesadillasy veía desfilar por delante de mí las espantablesfiguras de los capiteles. Por nada del mundome internaba solo dentro del monte; y aun hoysiempre que veo un oso me figuro por breveinstante que soy rey, y también si acierto a ver aun rey, me parece que hay en mí algo de oso.

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Mi padre murió antes de ser viejo. Queda-mos huérfanos José María, de veintidós años, yyo de quince. Tenía mi hermano más ambiciónde riquezas que de gloria, y se marchó a laHabana. Yo despuntaba por el desprecio de lasvanidades y por el prurito de la fama, y en micorta edad no había en el pueblo persona queme echase el pie adelante en ilustración. Pasabapor erudito, tenía muchos libros, y hasta el curame consultaba casos de filosofía y ciencias na-turales. Llegué a adquirir cierta presunciónpedantesca y un airecillo de autoridad de queposteriormente, a Dios gracias, me he curadopor completo. Mi madre estaba tonta conmigo,y siempre que la visitaba algún señor de cam-panillas, me hacía entrar en la sala, y con todasuerte de socaliñas me obligaba a mostrar misabiduría en historia o en literatura, hablandode cosas tales, que aquellas materias vinieran aencajar en la conversación. Las más de las vecesera preciso traerlas por los cabellos.

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Como teníamos para vivir con cierta holgu-ra, mi madre me trajo a Madrid, animándola aello la idea de que pronto se me abrirían aquífáciles y gloriosos caminos; y en efecto, despuésde ocuparme en olvidar lo que sabía para estu-diarlo de nuevo, vi nuevos y hermosos horizon-tes, trabé amistad con jóvenes de mérito y conafamados profesores, frecuenté círculos litera-rios, ensanché la esfera de mis lecturas y avancéconsiderablemente en mi carrera, hallándomemuy luego en disposición de ocupar una mo-desta plaza académica y de aspirar a otras me-jores. Mi madre tenía en Madrid buenas amis-tades, entre ellas la de García Grande y su se-ñora (que figuraron mucho tiempo en la Uniónliberal); pero estas relaciones influyeron pocoen mi vida, porque el fervor del estudio meaislaba de todo lo que no fuera el tráfago uni-versitario, y ni yo iba a sociedad, ni me gusta-ba, ni me hacía falta para nada.

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Estoy impaciente por hablar de mi ser moral,por la afición que tengo a la predilecta materiade mis estudios. Sin quererlo, se me va la plu-ma a donde la impulsa el particular gusto mío,y la dejo ir y aun le permito que trate este pun-to con sinceridad y crudeza, no escatimandomis alabanzas allí donde creo merecerlas. Decirque en materia de principios mi severidad llegahasta el punto de excitar la risa de algunos demis convecinos de planeta, parecerá jactancia;pero lo dicho dicho está y no habrá quien loborre de este papel. Constantemente me con-gratulo de este mi carácter templado, de lacondición subalterna de mi imaginación, de miespíritu observador y práctico, que me permitetomar las cosas como son realmente, no equi-vocarme jamás respecto a su verdadero tama-ño, medida y peso, y tener siempre bien tiran-tes las riendas de mí mismo.

Desde que empecé a dominar estos difícilesestudios, me propuse conseguir que mi razón

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fuese dueña y señora absoluta de mis actos, asíde los más importantes como de los más lige-ros; y tan bien me ha ido con este hermosoplan, que me admiro de que no lo sigan y ob-serven los hombres todos, estudiando la lógicade los hechos, para que su encadenamiento ysucesión sea eficaz jurisprudencia de la vida.Yo he sabido sofocar pasioncillas que me habr-ían hecho infeliz, y apetitos cuyo desorden lle-va a otros a la degradación. Estas laboriosasreformas me han adiestrado y robustecido paraobtener en la moral menuda una serie de victo-rias a cuál más importantes. Yo he conseguidouna regularidad de vida que muchos me envi-dian, una sobriedad que lleva en sí más deliciasque el desenfreno de todos los apetitos. Viciosnacientes como el fumar y el ir al café han sidoextirpados de raíz. El método reina en mí yordena mis actos y movimientos con una so-lemnidad que tiene algo de las leyes astronómi-cas. Este plan, estas batallas ganadas, esta so-briedad, este régimen, este movimiento de reloj

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que hace de los minutos dientes de rueda y deltiempo una grandiosa y bien pulimentada espi-ral, no podían menos de marcar, al proyectarsesobre la vida, esa fácil línea recta que se llamacelibato, estado sobre el cual es ocioso pronun-ciar sentencia absoluta, porque podrá ser im-perfectísimo o relativamente perfecto según lodetermine la acumulación de los hechos, esdecir, todo lo físico y moral que, arrastrado porlas corrientes de la vida, se va depositando yformando endurecidas capas o sedimentos dehábitos, preocupaciones, rutinas de esclavitudo de libertad.

Mi buena madre vivió conmigo en Madriddoce años, todo el tiempo que duraron mis es-tudios universitarios y el que pasé dedicado adesempeñar lecciones particulares y a darme aconocer con diversos escritos en periódicos yrevistas. Sería frío cuanto dijera del heroicotesón con que ayudaba mis esfuerzos aquellasingular mujer, ya infundiéndome valor y pa-

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ciencia, ya atendiendo con solícito esmero a mismaterialidades para que ni un instante me dis-trajese del estudio. Le debo cuanto soy, la vidaprimero, la posición social, y después otrosdones mayores, cuales son mis severos princi-pios, mis hábitos de trabajo, mi sobriedad. Porserle más deudor aún, también le debo la con-servación de una parte de la fortunita que dejómi padre, la cual supo ella defender con sueconomía, no gastando sino lo estrictamentepreciso para vivir y darme carrera como pobre.Vivíamos, pues, en decorosa indigencia; peroaquellas escaseces dieron a mi espíritu un tem-ple y un vigor que valen por todos los tesorosdel mundo.

Yo gané mi cátedra, y mi madre cumplió sumisión. Como si su vida fuera condicional y notuviese otro objeto que el de ponerme en lacátedra, cumplido este, falleció la que habíasido mi guía y mi luz en el trabajoso caminoque acababa de recorrer. Mi madre murió tran-

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quila y satisfecha. Yo no podía andar solo; pero¡cuán torpe me encontré en los primeros tiem-pos de mi soledad! Acostumbrado a consultarcon mi madre hasta las cosas más insignifican-tes, no acertaba a dar un paso, y andaba como atientas con recelosa timidez. El gran aprendiza-je que con ella había tenido no me bastaba, ysólo pude vencer mi torpeza recordando en lasmás leves ocasiones sus palabras, sus pensa-mientos y su conducta, que eran la misma pru-dencia.

Ocurrida esta gran desgracia, viví algúntiempo en casas de huéspedes; pero me fue tanmal, que tomé una casita en la cual viví seisaños, hasta que, por causa de derribo, tuve quemudarme a la que ocupo aún. Una excelentemujer, asturiana, amiga de mi madre, de inme-jorables condiciones y aptitudes se prestó a sermi ama de llaves. Poco a poco su diligenciapuso mi casa en un pie de comodidad, arreglo ylimpieza que me hicieron sumamente agrada-

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ble la vida de soltero, y esta es la hora en queno tengo un motivo de queja, ni cambiaría a miPetra por todas las amas que han gobernadocuras y servido canónigos en el mundo.

Tres años hace que vivo en la calle del Espí-ritu Santo, donde no falta ningún desagradableruido; pero me he acostumbrado a trabajar en-tre el bullicio del mercado, y aun parece que losgritos de las verduleras me estimulan a la me-ditación. Oigo la calle como si oyera el ritmodel mar, y creo (tal poder tiene la costumbre)que si me falta el ¡dos cuartitos escarola! no podr-ía preparar mis lecciones tan bien como laspreparo hoy.

-III-Voy a hablar de mi vecina

Y no hablo de las demás vecindades porqueno tienen relación con mi asunto. La que me

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ocupa es de gran importancia, y ruego a mislectores que por nada del mundo pasen por altoeste capítulo, aunque les vaya en ello una for-tuna, si bien no conviene que se entusiasmenpor lo de vecina, creyendo que aquí da principioun noviazgo, o que me voy a meter en enredossentimentales. No. Los idilios de balcón abalcón no entran en mi programa, ni lo quecuento es más que un caso vulgarísimo de lavida, origen de otros que quizá no lo sean tan-to.

En el piso bajo de mi casa había una carni-cería, establecimiento de los más antiguos deMadrid y que llevaba el nombre de la dinastíade los Ricos. Poseía esta acreditada tienda unatal doña Javiera, muy conocida en este barrio yen los limítrofes. Era hija de un Rico y su difun-to esposo era Peña, otra dinastía choricera, queha celebrado varias alianzas con la de los Ricos.Conocí a doña Javiera en una noche de veranodel 78, en que tuvimos en casa alarma de fuego,

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y anduvimos los vecinos todos escalera arriba yabajo, de piso en piso. Pareciome doña Javierauna excelente señora, y yo debí de parecerlepersona formal, digna por todos conceptos desu estimación, porque un día se metió en micasa (tercero derecha) sin anunciarse, y de bue-nas a primeras me colmó de elogios, llamán-dome el hombre modelo y el espejo de la juven-tud.

«No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso -medijo-. ¡Un hombre sin trapicheos, sin ningúnvicio, metidito toda la mañana en su casa; unhombre que no sale más que dos veces, tem-pranito a clase, por las tardes a paseo, y quegasta poco, se cuida la salud y no hace tonter-ías...! Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Man-so. Si a usted le debían poner en los altares...¡Virgen!, es la verdad, ¿para qué decir otra co-sa? Yo hablo todos los días de usted con cuan-tos me quieren oír y le pongo por modelo...Pero no nacen de estos hombres todos los días.

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Desde aquel la visité, y cuando entraba en sucasa (principal izquierda), me recibía poco me-nos que con palio.

«Yo no debiera abrir la boca delante de us-ted -me decía-, porque soy una ignorante, unapaleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedoestar callada. Usted me disimulará los dispara-tes que suelte y hará como que no los oye. Nocrea usted que yo desconozco mi ignorancia,no, Sr. de Manso. No tengo pretensiones desabia ni de instruida, porque sería ridículo,¿está usted? Digo lo que siento, lo que me saledel corazón, que es mi boca... Soy así, francota,natural, más clara que el agua; como que soy detierra de Ciudad-Rodrigo... Más vale ser así,que hablar con remilgos y plegar la boca, bus-cando vocablotes que una no sabe lo que signi-fican».

La honrada amistad entre aquella buena se-ñora y yo crecía rápidamente. Cuando yo baja-ba a su casa, me enseñaba sus lujosos vestidos

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de charra, el manteo, el jubón de terciopelo conmanga de codo, el dengue o rebociño, el pañue-lo bordado de lentejuelas, el picote morado, lamantilla de rocador, las horquillas de plata, lospendientes y collares de filigrana, todo primo-roso y castizo. Para que me acabara de pasmar,mostrábame luego sus pañuelos de Manila, queeran una riqueza. Un día que bajé, vi que habíapuesto en marco y colgado en la pared de lasala un retrato mío que publicó no sé qué pe-riódico ilustrado. Esto me hizo reír; y ella, con-gratulándose de lo que había hecho, me hizoreír más.

«He quitado a San Antonio para ponerle austed. Fuera santos y vengan catedráticos...Vamos, que el otro día, leyendo lo que de usteddecía el periódico, me daba un gozo...».

No me faltaba en las fiestas principales ni enmis días el regalito de chacina, jamón u otrosartículos apetitosos de lo mucho y bueno queen la tienda había, todo tan abundante, que no

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pudiendo consumirlo por mí solo, distribuíauna buena parte entre mis compañeros declaustro, alguno de los cuales, ardiente devotode la carne de cerdo, me daba bromas con mivecina.

Pero las finezas de doña Javiera no escond-ían pensamiento amoroso, ni eran totalmentedesinteresadas. Así me lo manifestó un día enque, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso,subió a mi casa, y sentándose con su habitualllaneza en un sillón de mi sala-despacho, sepuso a contemplar mi estantería de libros, re-matada por unos cuantos bustos de yeso. Esta-ba yo aquella mañana poniendo notas y prólo-go a una traducción del Sistema de Bellas Artesde Hegel, hecha por un amigo. Las ideas sobrelo bello llenaban mi mente y se revolvían enella, produciéndome ya tal confusión, que lavista de aquella señora fue para mi pensamien-to un placentero descanso. La miré y sentí quese me despejaba la cabeza, que volvía a reinar

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el orden en ella, como cuando entra el maestroen la sala de una escuela donde los chiquillosestán en huelga y broma. Mi vecina era la auto-ridad estética, y mis ideas, direlo de una vez, lapillería aprisionada que, en ausencia de la rea-lidad, se entrega a desordenados juegos y ca-briolas. Siempre me había parecido doña Javie-ra persona de buen ver; pero aquel día se meantojó hermosísima. La mantilla negra, el granpañolón de Manila, amarillo y rameado (puesvenía de ser madrina de bautizo de un chico delcarbonero), las joyas anticuadas, pero verdade-ramente ricas, de pura ley, vistosas, con mu-chas esmeraldas y fuertes golpes de filigrana,daban grandísimo realce a su blanca tez y a sunegro y bien peinado cabello. ¡Bendito seaHegel!. Todavía estaba doña Javiera en muybuena edad, y aunque la vida sedentaria le hab-ía hecho engrosar más de lo que ordena el Ma-estro en el capítulo de las proporciones, su ga-llarda estatura, su buena conformación, y re-parto de carnosidades, huecos y bultos casi casi

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hacían de aquel defecto una hermosura. Al mi-rarla destacándose sobre aquel fondo de li-brería, hallaba yo tan gracioso el contraste, queal punto se me ocurrió añadir a mis comenta-rios uno sobre la Ironía en las Bellas Artes.

«Estoy aquí mirando los padrotes», dijo, vol-viendo sus ojos a lo alto de la pared.

Los padrotes eran cuatro bustos compradospor mi madre en una tienda de yesos. Los habíaelegido sin ningún criterio, atendiendo sólo altamaño, y eran Demóstenes, Quevedo, MarcoAurelio y Julián Romea.

«Esos son los maestros de todo cuanto se sa-be -indicó la señora, llena de profundo respeto-.¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí... Virgen!¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nossabe tanto. Pero vamos a nuestro asunto.Atiéndame usted».

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No necesitaba que me lo advirtiese, porquetenía toda mi atención puesta en ella.

«Yo le tengo a usted mucha ley, Sr. de Man-so; usted es un hombre como hay pocos... mien-to, como no hay ninguno. Desde que le traté seme entró usted por el ojo derecho, se me metióen el cuerpo y se me aposentó en el corazón...».

Al decir esto rompió a reír, añadiendo:

«Pues no parece sino que le hago a usted elamor; y no es eso, Sr. de Manso. No lo digoporque usted no lo merezca, ¡Virgen!, puesaunque tiene usted cara de cura, y no es ofensa,no señor... Pero vamos al caso... Se ha quedadousted un poco pálido; se ha quedado usted másserio que un plato de habas».

Yo estaba un poquillo turbado, sin saber quédecir. Doña Javiera se explicó al fin con clari-dad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy na-tural y sencilla; pero que yo no esperaba en tal

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instante, sin duda, porque los diablillos queandaban dentro de mi cabeza jugando con lamateria estética y haciendo con ella mangas ycapirotes, me tenían apartado de la realidad; yestos mismos diablillos fueron causa de que mequedara confuso y aturdido cuando oí a doñaJaviera manifestar su pretensión, la cual era queme encargase de educar a su hijo.

«El chico -prosiguió ella, echándose atrás elmanto-, es de la piel de Satanás. Ahora va acumplir veintiún años. Es de buena ley, eso sí,tiene los mejores sentimientos del mundo, y sucorazón es de pasta de ángeles. Ni a martillazosentra en aquella cabeza un mal pensamiento.Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Suslibros son los ojos de las muchachas bonitas; subiblioteca los palcos de los teatros. Duerme lasmañanas, y las tardes se las pasa en el picadero,en el gimnasio, en eso que llaman... no sé cómo,el Ascatin, que es donde se patina con ruedas.El mejor día se me entra en casa con una pierna

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rota. Me gasta en ropa un caudal, y en convidara los gorrones de sus amiguitos otro tanto. Supasión es los novillos, las corridas de aficiona-dos, tentar becerros, derribar reses, y su orgullodemostrar mucho pecho, mucho coraje. Tienetanto amor propio, que el que le toque, ya tienepara un rato. ¡Virgen!... En fin, por sus cualida-des buenas y hasta por sus tonterías, parécemeque hay en él mucho de perfecto caballero; peroeste caballero hay que labrarlo, amigo D.Máximo, porque si no, mi hijo será un perfectoganso... Tanto le quiero, que no puedo hacercarrera de él, porque me enfado, ¿ve usted?,hago intención de reñirle, de pegarle, me pongofuriosa, me encolerizo a mí misma para no de-jarme embaucar; pero en estas viene el niño, seme pone delante con aquella carita de ángelpillo, me da dos besos, y ya estoy lela... Se mecae la baba, amigo Manso, y no puedo negarlenada... Yo conozco que le estoy echando a per-der, que no tengo carácter de madre... Puesoiga usted, se me ha ocurrido que para endere-

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zar a mi hijo y ponerle en camino y hacer de élun hombre, un gran señor, un caballero, noconviene llevarle la contraria, ni sujetarle porfuerza, sino... a ver si me explico... Convienearrearle poco a poco, irle guiando, ahora unhalago, después un palito, mucho ten con ten yestira y afloja, variarle poquito a poquito lasaficiones, despertarle el gusto por otras cosas,fingirle ceder para después apretar más fuerte,aquí te toco, aquí te dejo, ponerle un freno deseda, y si a mano viene, buscarle distraccionesque le enseñen algo, o hacerle de modo que laslecciones le diviertan... Si le pongo en manos deun profesorazo seco, él se reirá del profesor. Loque le hace falta es un maestro que, al mismotiempo que sea maestro, sea un buen amigo, uncompañero que a la chita callando y de sorpre-sa le vaya metiendo en la cabeza las buenasideas; que le presente la ciencia como cosa bo-nita y agradable; que no sea regañón, ni pesa-do, sino bondadoso, un alma de Dios con mu-cho pesquis; que se ría, si a mano viene, y tenga

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labia para hablar de cosas sabias con muchoaquel, metiéndolas por los ojos y por el co-razón».

Quedeme asombrado de ver cómo una mu-jer sin lecturas había comprendido tan admira-blemente el gran problema de la educación.Encantado de su charla, yo no le decía nada, ysólo le indicaba mi aquiescencia con expresivascabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábitoque he adquirido en clase cuando un alumnome contesta bien.

«Mi hijo -añadió la carnicera-, tiene y tendrásiempre con qué vivir. Aunque me esté mal eldecirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy detierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero queaprenda también a ser económico, arregladito,sin ser cicatero. No tengo a deshonra el pasarmi vida detrás de una tabla de carne. ¡Virgen!Pero no me gusta, amigo Manso, que mi hijosea carnicero, ni tratante en ganados, ni nadaque se roce con el cuerno, la cerda y la tripa.

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Tampoco me satisface que sea un vago, un pi-llastre, un cabeza vacía, uno de estos que des-pués de salir de la Universidad no saben nipersignarse. Yo quiero que sepa de todo lo quedebe saber un caballero que vive de sus rentas;yo quiero que no abra un palmo de boca cuan-do delante de él se hable de cosas de funda-mento... Y véase por dónde me han deparadoDios y la Virgen del Carmen el profesor quenecesito para mi pimpollo. Ese maestro, esesabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo...No, no se haga usted el chiquitito ni me pongalos ojos en blanco... Para que todo venga bien,mi Manolo tiene por usted unas simpatías...Como se ponga a hablar de nuestro vecino, noacaba. Y yo le digo: 'pues haz por parecerte a él,hombre, aunque no sea más que de lejos...'.Ayer le dije: 'Te voy a poner a estudiar tres ocuatro horas todos los días en casa del amigoManso', y se puso más contento... Le tengo ma-triculado en la Universidad; pero de cada ochodías, me falta siete a clase. Dice que le aburren

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los profesores y que le da sueño la cátedra. Enfin, Sr. D. Máximo, usted me lo toma por sucuenta o perdemos las amistades. En cuanto ahonorarios, usted es quien los ha de fijar... Ben-dito sea Dios que le trajo a usted a poner sunido en el tercero de mi casa... Lo que digo,amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cie-lo...».

Mucho me agradó la confianza que en míponía la buena señora, y por lo agradable de lamisión, así como por la honra que con ella mehacía, acepté. Resistime a tomar honorarios;pero doña Javiera opuso tal resistencia a migenerosidad, y se enojó tanto, que estuvo apunto de pegarme, y aun creo que me pegóalgo. Todo quedó convenido aquel mismo día,y desde el siguiente empezaron las lecciones.

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-IV-Manolito Peña, mi discípulo.

Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete,pero no lo puedo evitar) viuda. El estableci-miento había prosperado mucho en manos deldifunto, hombre de gran probidad, muy enten-dido en cuerno y cerda, sagaz negociante, caste-llano rancio, buen bebedor, con la pasión de lostoros llevada al delirio. Falleció de un cólicomiserere a los cincuenta años. Cuatro habíanpasado desde esta desgracia cuando yo conocía doña Javiera, que andaba a la sazón alrededorde los cuarenta; y por aquellos mismos días losmurmullos del barrio la suponían en relacionesilícitas con un tal Ponce, que había sido baríto-no de zarzuela, sujeto de chispa y de buenafigura, pero ya muy marchito; holgazán rema-tado, aunque blasonaba de ciertas habilidadesmecánicas que para nada servían, como no fue-ra para que él se impacientara y se aburrieran

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los demás. Todo el santo día lo pasaba estehombre en la casa de mi vecina, bien haciendoun palacio de cartón para rifarlo, bien constru-yendo una jaula tan grande y complicada, queno se acababa nunca. Era un retrato del Escorialhecho en alambre. Sabía hacer composturas ytenía máquina de calar, con la que confecciona-ba mil fruslerías de tabla, chapa y marfil, todoenmarañado y de mal gusto, frágil, inútil yjamás concluido.

Pero dejemos a Ponce y vengamos a midiscípulo. Era Manuel Peña de índole tan buenay de inteligencia tan despejada, que al puntocomprendí no me costaría gran trabajo quitarlesus malas mañas. Estas provenían del hervorde la sangre, de la generosidad e instintoshidalgos del muchacho, del prurito de lo idealque vigorosamente aparece en las almas jóve-nes; de su temperamento entre nervioso y san-guíneo; de su admirable salud y buen humor,que le ponían a salvo de melancolías, y por

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último, de la vanidad juvenil que en él desper-taban su hermosísima figura y agraciado rostro.

Mi complacencia era igual a la del escultorque recibe un perfecto trozo del mármol másfino para labrar una estatua. Desde el primerdía conocí que inspiraba a mi discípulo no sólorespeto, sino simpatías; feliz circunstancia, puesno es verdadero maestro el que no se hace que-rer de sus alumnos, ni hay enseñanza posiblesin la bendita amistad, que es el mejor conduc-tor de ideas entre hombre y hombre.

Buen cuidado tuve al principio de no hablara Manuel de estudios serios, y ni por casuali-dad le menté ninguna ciencia, ni menos filo-sofía, temeroso de que saliera escapado de midespacho. Hablábamos de cosas comunes, de lomismo que a él tanto le gustaba y yo había decombatir; obliguele a que se explicase con es-pontaneidad, mostrándome las facetas todas desu pensamiento, y yo al mismo tiempo, dando aaquellos asuntos su verdadero valor, procuraba

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presentarle el aspecto serio y trascendente quetienen todas las cosas humanas, por frívolasque parezcan.

De esta suerte las horas corrían, y a vecespasaba Manuel en mi casa la mayor parte deldía. De las determinaciones de su espíritu meparecieron más débiles el concepto y la voli-ción. En cambio noté que en la cooperaciónarmónica de sus variadas actividades funda-mentales, se determinaba con gran brío su espí-ritu como sentimiento, y eché de ver las venta-jas que yo podía obtener cultivando aquelladeterminación en el terreno estético. Excelenteplan. Sin vacilar ataqué por la brecha del arte laplaza de su ignorancia, seguro de que me facili-taría la entrada la imaginación, siempre traicio-nera y mal avenida con las penalidades de unlargo asedio.

Principié mi obra por los poetas. ¡Lástimagrande que el chico no supiera ni jota de latín,privándome de darle a conocer los tesoros de la

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poesía antigua! Confinados en nuestra lengua,la emprendimos con el Parnaso español, tanafortunadamente, que mi discípulo hallaba ennuestras conferencias vivísimo deleite. Yo leveía palidecer, inflamarse, reflejando en su carala tristeza o el entusiasmo, según que leíamos ycomentábamos este o el otro lírico, fray Luis deLeón, San Juan de la Cruz, o el enfático y rui-dosísimo Herrera. Pocas indicaciones me bas-taban al principio para hacerle comprender lobueno, y bien pronto se adelantaba él a mi críti-ca con pasmoso acierto. Era artista, sentía ar-dientemente la belleza, y aun sabía apreciar losprimores del estilo, a pesar de hallarse despo-seído en absoluto de conocimientos gramatica-les.

Más tarde estudiamos los poetas contem-poráneos, y en poco tiempo se familiarizó conellos. Su memoria era felicísima, y a lo mejor lesorprendía recitando con admirable sentidotrozos de poemas modernos, de leyendas famo-

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sas y de composiciones ligeras o graves. Razónhabía para esperar que mi discípulo, que de talmodo se identificaba con la poesía, fuera tam-bién poeta. Cierto día me trajo con gran miste-rio unas quintillas; las leí, pero me parecierontan malas, que le ordené no volviese a tutear alas musas en todos días de su vida, y que semantuviera con ellas en aquel buen término derespeto y cariño que imposibilita la familiari-dad. Yo le convencí de que no era de la familia,de que son cosas muy distintas sentir la bellezay expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio,me prometió no volver a ocuparse de otros ver-sos que de los ajenos.

Al comenzar nuestras conferencias me con-fesó ingenuamente que el Quijote le aburría;pero cuando dimos en él, después de bien es-tudiados los poetas, hallaba tal encanto en sulectura, que algunas veces le corrían las lágri-mas del tanto reír; otras se compadecía delhéroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de

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pena y lástima. Decíame que por las noches sedormía pensando en los sublimes atrevimientosy amargas desdichas del gran caballero, y queal despertar por las mañanas le venían ideas deimitarle, saliendo ahí con un plato en la cabeza.Era que, por privilegio de su noble alma, habíapenetrado el profundo sentido del libro en quecon más perfección están expresadas las gran-dezas y las debilidades del corazón humano.

Uno de los principales fines de mis leccionesdebía ser enseñar a Manuel a expresarse pormedio del lenguaje escrito, porque si en la con-versación se producía bien y con soltura, escri-biendo era una calamidad. Sus cartas dabanrisa. Usaba los giros más raros y la sintaxis másendiablada que puede imaginarse, y la pobrezade vocablos corría parejas en él con la carenciade criterio ortográfico. Conociendo que lateoría gramatical no le serviría de nada sin lapráctica, combiné los dos sistemas, obligándolea copiar trozos escogidos, no de los antiguos,

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cuya imitación es nociva, sino de los modernos,como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra yotros.

Y en tanto, para completar el estudio de lamañana, salíamos a pasear por las tardes, ejer-citándonos de cuerpo y alma, porque a untiempo caminábamos y aprendíamos. Esta es laeficaz enseñanza deambulatoria, que debierallamarse peripatética, no por lo que tenga dearistotélica, sino de paseante. De todo hablá-bamos, de lo que veíamos y de lo que se nosocurría. Los domingos íbamos al Museo delPrado, y allí nos extasiábamos viendo tantamaravilla. Al principio notaba yo cierto atur-dimiento en la manera de apreciar de mi discí-pulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pas-mosa claridad, y el gusto de las artes plásticasse desarrolló potente en él como se habíadesarrollado el de los poetas. Me decía: «anteshabía venido yo muchas veces al Museo; perono lo había visto hasta ahora».

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Yo gustaba de enseñarle todo prácticamenteusando ejemplos siempre que no tenía a midisposición la realidad viva, esa consumadadoctora que tiene por cátedra el mundo y porlibros sus infinitos fenómenos. En la esfera mo-ral, la experiencia ha hecho más adeptos quelos sermones, y la desgracia más cristianos queel catecismo. Si quería imbuirle algún principioartístico, procuraba hacerlo delante de una obrade arte. En lo moral, empleaba apólogos yparábolas y hasta demostraciones materiales, ylos fenómenos del orden físico los explicaba,siempre que podía, delante del fenómeno mis-mo. Esta era la parte más débil de mi pedagog-ía, porque, no poseyendo sino lo rudimentario,mis enseñanzas se concretaban a los hechosmetereológicos, y a trazar de ligero, comoquien corre sobre ascuas, la monografía delrayo, de la lluvia, de la nieve, con un poquitode arco iris y algunos pases de auroras borea-les. No me gustaba mucho meterme en estasaveriguaciones.

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Yo era feliz con esta vida, y veía con gozoaumentar el afecto que me tenía mi discípulo.¡Qué grandes victorias había alcanzado yo so-bre sus voluntariedades, sobre las rebeldías yasperezas de su carácter! Pero de esto hablarémás adelante. Ahora, para que no se crea queen mi vida todo eran rosas, voy a hablar dealgunas molestias y sinsabores, dando la prefe-rencia a una persona, a un cínife que frecuen-temente interrumpía la paz de mis estudios consus visitas, y chupaba la sangre acuñada de misbolsillos, después de zumbarme y marearmecon insufrible charla y aguda trompetilla. Merefiero a la infeliz señora de García Grande,unida siempre en mi memoria al tierno recuer-do de mi madre, que inspirada de su inagotablebondad, me dejó este regalo, este censo, estafastidiosa carga, contribución de sangre, dinero,tiempo y paciencia.

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-V-¿Quién podrá pintar a doña Cándida?

Nadie, absolutamente nadie. Pero como elintentarlo sólo es heroísmo, voy a ser héroe deesta empresa pictórica, que estaba guardadapara mí desde que el tal cínife describió suprimera curva graciosa en el aire y halagó lahumana oreja con el do sobre-agudo de sutrompetilla. Doña Cándida era viuda de GarcíaGrande, personaje que desempeñó segundos oterceros papeles en el período político llamadode la Unión liberal. Era de estos que no fatigana la posteridad ni a la fama, y que al morirsereciben el frío homenaje de los periódicos delpartido y son llamados probos, activos, celosos,concienzudos, inteligentes o cosa tal. GarcíaGrande había sido hombre de negocios, de es-tos que tienen una mano en la política menuday otra en los negocios gordos, un bifronte deesta raza inextinguible y fecundísima, que se

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reproduce y se cría en los grandes sedimentosfangurales del Congreso y la Bolsa; hombre sinideas, pero dotado de buenas formas, que su-plen a aquellas; apetitoso de riquezas fáciles; unsargentuelo de pandilla de esas que se formancon las subdivisiones parlamentarias; una nuli-dad barnizada, agiotista sin genio, orador sinestilo y político sin tacto, que no informaba sinodecoraba las situaciones; una sustancia antro-pomórfica, que bajo la acción de la política apa-reció cristalizada de distintas maneras, ya comogobernador de provincia, ya como administra-dor de patronatos, ahora de director general,después de gerente de un desbancado Banco ode un ferrocarril sin carriles.

En estos trotes, García Grande, cuya deter-minación psico-física acusaba dos formas pri-mordiales, linfatismo y vanidad, derrochó sufortuna, la de su mujer, y parte no chica de va-rios patrimonios ajenos, porque una sociedadanónima para asegurarnos la vida, de que fue

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director gerente, arrambló con las economías demedia generación, y allá se fue todo al hoyo.Decía que García Grande era honrado, perodébil. ¡Qué gracia! La debilidad y la honradezestán siempre mal avenidas, así como la humil-dad evangélica y el amor a los semejantes sue-len andar a la greña con aquel vigor de carácterque el manejo de fondos propios y particularesexige.

Sirva de disculpa a García Grande, aunqueno de consuelo a los que aseguraron sus vidasen él, la afirmación de que su eminente esposaera un ser providencial, hecho de encargo yenviado por Dios sobre las sociedades anóni-mas (¡designios misteriosos!) para dar en tierracon todos los capitales que se le pusieran delan-te y aun con los que se le pusieran detrás; que atodas partes convertía sus destructoras manosaquella bendita dama. Jamás vio Madrid mujermás disipadora, más apasionada del lujo, más

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frenética por todas las ruinosas vanidades de laedad presente.

Mi madre, que la conoció en sus buenostiempos, allá en los días, no sé si dichosos oadversos, del consolidado a 50, de la guerra deÁfrica, del no de Negrete, de las millonadas porventas de bienes nacionales, del ensanche de laPuerta del Sol, de Mario y la Grissi, de la omni-potencia de O'Donnell y del Ministerio largo;mi madre, repito, que fue muy amiga de estaseñora, me contaba que vivía en la opulenciarelativa de los ricos de ocasión. A su casa (unade las que fueron derribadas detrás de la Al-mudena para prolongar la calle de Bailén), ibamucha gente a comer, y se daban saraos y vela-das, tes, merendonas y asaltos. Las pretensio-nes aristocráticas de Cándida era tan extrema-das, que mientras vivió García Grande no dejóde atosigarle para que se proporcionase un títu-lo; pero él se mantuvo firme en esto, y conser-vando hacia la aristocracia el respeto que se ha

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perdido desde que han empezado a entrar enella a granel todos los ricos, no quiso adquirirtítulo, ni aun de los romanos, que según dicen,son muy arreglados.

Si mientras los dineros duraron la vanidad ydisipación de Cándida superaban a los derro-ches de la marquesa de Tellería, en la adversafortuna esta sabía defenderse heroicamente dela pobreza y enmascarar de dignidad su esca-sez, mientras que la amiga de mi madre hacíasu papel de pobre lastimosamente, y puesto elpie en la escala de la miseria, descendió conrapidez hasta un extremo parecido a la degra-dación. La de Tellería tenía ciertos hábitos, cier-tas delicadezas nativas que le ayudaban a disi-mular los quebrantos pecuniarios; mas doñaCándida, cuya educación debió de ser perversa,no sabía envolver sus apuros en el cendal denobleza y distinción que era en la otra especia-lidad notoria. Veinte años después de muertosu marido, y cuando Cándida, sin juventud, sin

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belleza, sin casa ni rentas, vivía poco menosque de limosna, no se podía aguantar su enfáti-co orgullo, ni su charla llena de pomposos em-bustes. Siempre estaba esperando el alza paravender unos títulos... siempre estaba en tratospara vender no sé qué tierras situadas más alláde Zamora... se iba a ver en el caso doloroso demalbaratar dos cuadros, uno de Ribera y otrode Pablo de Voss, un apóstol y una cacería...Títulos, ¡ah!, tierras, cuadros, estaban sólo en sumente soñadora. No abría la boca para hablarde cosa grave o insignificante, sin sacar a relu-cir nombres de marqueses y duques. En todaocasión salía su dignidad; de su infeliz estadohacía ridícula comedia, y lo que llamaba sudecoro era un velo de mentiras mal arrojadosobre lastimosos harapos. Tan transparente erael tal velo, que hasta los ciegos podían ver loque debajo estaba. Pedía limosna con artimañasy trampantojos, poniéndose con esto al nivel dela pobreza justiciable. Yo la conocía en el modode tirar de la campanilla cuando venía a esta

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casa. Llamaba de una manera imperiosa, decíaa la criada: «¿está ese?», y se colaba de rondón ami cuarto interrupiéndome en las peores oca-siones, pues la condenada parece que sabíaescoger los momentos en que más anhelosoestaba yo de soledad y quietud. Conociendo miflaqueza de coleccionar cachivaches, mi enemi-ga traía siempre un plato, estampa o fruslería, yme la mostraba diciéndome:

«A ver ¿cuánto te parece que darán por esto?Es hermosa pieza. Sé que la marquesa de Xdaría diez o doce duros; pero si lo quieres paratu coleccioncita, tómalo por cuatro, y dame lasgracias. Ya ves que por ti sacrifico mis inter-eses... una cosa atroz».

Me entraban ganas de ponerla en la calle;pero me acordaba de mi buena madre y delencargo solemne que me hizo poco antes demorir. Doña Cándida había tenido con ella, ensus días de prosperidad, exquisitas deferencias.Además de esto, García Grande, director de

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Administración local en 1859, salvó a mi padrede no sé qué gravísimo conflicto ocasionadopor cuestiones electorales. Mi madre, que enmaterias de agradecimiento alambicaba sumemoria para que ni en la eternidad se le olvi-dase el beneficio recibido, me recomendó ensus últimas horas que por ningún motivo deja-se de amparar como pudiese a la pobre viuda.Comprábale yo las baratijas; pero ella con inge-nio truhanesco hallaba medio de llevárselasjuntamente con el dinero. Variaba con increíblefecundidad los procedimientos de sus ferocesexacciones. A lo mejor entraba diciendo:

«¿Sabes? Mi administrador de Zamora meescribe que para la semana que entra me en-viará el primer plazo de esas tierras... ¿Pero note he dicho que al fin hallé comprador? Sí,hombre, atrasado estás de noticias... ¡Y si vierasen qué buenas condiciones!... El duque de X, micolindante, las toma para redondear su fincadel Espigal... En fin, tengo que mandar un po-

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der y hacer varios documentos, una cosaatroz... Préstame mil reales, que te los devol-veré la semana que entra sin falta».

Y luego, por disimular su ansiedad de metá-lico, tomaba un tonillo festivo y de gran mundo,exclamando:

«¡Qué atrocidad!... Parece increíble lo que hegastado en la reparación de los muebles de misala... Los tapiceros del día son unos bandidos...Una cosa atroz, hijo... ¡Ah! ¿No te lo he dicho?Sí, me parece que te lo he dicho...».

-¿Qué, señora?

-Que entre mi sobrina y yo estamos bordan-do un almohadón. Como para ti, hombre. Esatroz de bonito. La condesa de H y su hija lavizcondesa de M, lo vieron ayer y se quedaronencantadas. Por cierto que desean conocerte. Yoles dije que tú no vas a ninguna parte, que no

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piensas más que en tus libros y en tus discípu-los. Con que adiós, hijo, que lo pases bien.

Hacía que se marchaba, fingiendo una dis-tracción de buen tono, y a mí me parecía queveía el cielo abierto mirándola partir; mas des-de la puerta volvía, diciendo:

«¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das o noesos mil reales? La semana que viene te podréentregar un par de mil duros, si te hacen faltapara tus negocios... No, no me lo agradezcas...Si me haces un gran favor... ¿Dónde hallaríamayor seguridad para colocar mi dinero?».

-A mí no me hace falta nada -le decía yo.

Veníanseme a la boca las palabras: «vaya us-ted noramala, señora»; pero calculando que mepedía para el casero o para otra urgente necesi-dad, cedían mis ímpetus egoístas ante mi gene-rosa flaqueza y el recuerdo de mi madre, y ledaba la mitad de lo pedido.

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No pasaba el mes sin que volviese trayén-dome un viejo reloj o miniatura antigua de es-caso mérito.

«Me vas a hacer un favor. Acepta esto enmemoria mía. ¡Si vieras qué enferma estoy, unacosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sécómo explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni losmédicos tampoco. Cuando voy por la calle,parece que se derrumban sobre mí las paredesde las casas... Hace tantísimas noches que noduermo. No como más que alguna pechuguitade chocha, una tostadita de foie gras y a vecesmedia copita de Chablis».

Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada,no podía contener la risa.

«Para distraerme -continuaba-, estuve ano-che en el Real. Me subí al Paraíso, porque notenía ganas de vestirme. Desde arriba vi a laduquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar deParís... Con que volviendo a lo de antes: te re-

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galo esos objetos preciosos, porque yo me mue-ro, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarteesa memoria; son piezas de tan raro mérito, queel anticuario de la Carrera de San Jerónimo meha ofrecido dos mil reales por ellas».

-Pues llévelas usted al anticuario y cobre losdos mil, que no le vendrán mal.

-No me hagas ese desaire, hombre... ¡quéatrocidad! Acuérdate de tu buena madre quetanto me quiso.

Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabíadesempeñar su papel, que concluía por obse-quiarme con una lágrima.

«Cercana a la tumba -decía con patética voz-, parece que se enardecen mis afectos y que tequiero más, una cosa atroz... Adiós, hijo mío».

Levantábase pesadamente; pero al dar losprimeros pasos hacia la puerta, se metía las

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manos en el bolsillo, lanzaba una exclamaciónde contrariedad y sorpresa, y decía:

«¡Vaya... qué cabeza!, ¡qué atrocidad! ¿Puesno se me ha olvidado el portamonedas?... Ytenía que ir a la botica. Tendré que volver acasa y subir los noventa escalones... ¡Qué malaestoy, Dios mío! Dime, ¿tienes ahí tres duros?Te los mandaré esta tarde con Irenilla».

Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero undía de los muchos en que me embistió con estaestratagema, no pude contener el enfado y dijea mi cínife:

«Señora, cuando usted tenga falta, pídamecon verdad y sin comedias, pues tengo el deberde no dejarla morir de hambre... Me gusta laverdad en todo, y las farsas me incomodan».

Ella lo tomó a risa, diciéndome que misbromitas le hacían gracia, que su dignidad...¡una cosa atroz!, y no sé qué más.

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Después de que le eché tal filípica, parecio-me que había estado un poco fuerte, y sentívivos remordimientos, porque la pobreza tienesin duda cierto derecho a emplear para sus di-simulos los medios más extraños. La indigenciaes la gran propagadora de la mentira sobre latierra, y el estómago la fantasía de los embus-tes.

Doña Cándida había sido hermosa. En laprimera etapa de su miseria había defendidosus facciones de la lima del tiempo; pero ya enla época esta de las visitas y de los ataques a mimal defendido peculio, la vejez la redimía delcuidado de su figura, y no sólo había colgadolos pinceles, sino que ni aun se arreglaba conaquel esmero que más bien corresponde a ladecencia que a la presunción. Deplorable aban-dono revelaban su traje y peinado, hecho devarios crepés de diferentes colores, añadidos ypelotas como de lana, aspirando el conjunto aimitar la forma más en moda. Así como en su

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conducta no existía la dignidad de la pobreza,en su vestido no había el aseo y composturaque son el lujo, o mejor, el decoro de la miseria.El corte era de moda, pero las telas ajadas ysucias declaraban haber sufrido infinitas me-tamorfosis antes de llegar a aquel estado. Pre-fería harapos de un viso elegante, a una faldanueva de percal o mantón de lana. Tenía unvestido color de pasa de Corinto, que lo menos,lo menos, databa de los tiempos de la Vicalva-rada, y que con las transformaciones y el uso sehabía vuelto de un color así como de caoba, conciertos tornasoles, vetas o ráfagas que le dabanel mérito de una tela rarísima y milagrosa.

Usaba un tupido velo que a la luz solarofrecía todos los cambiantes del iris, por efectode los corpúsculos del polvo que se habían aga-rrado a sus urdimbres. En la sombra parecíauna masa de telarañas que velaban su frente,como si la cabeza anticuada de la señora hubie-ra estado expuesta a la soledad y abandono de

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un desván durante medio siglo. Sus dos manos,con guantes de color de ceniza, me producíanel efecto de un par de garras, cuando las veíavueltas hacia mí, mostrándome descosidas laspuntas de la cabritilla y dejando ver los agudosdedos. Sentía yo cierto descanso cuando lasveía esconderse por las dos bocas de un man-guito, cuya piel parecía haber servido para lim-piar suelos. De perfil tenía doña Cándida algode figura romana. Era mi cínife muy semejanteal Marco Aurelio de yeso que figuraba con losotros padrotes, sobre mi estantería. De frente noeran tan perceptibles las reminiscencias de subelleza. Brillaba en sus ojos no sé qué avidezinsana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamen-te secuestradoras, con más un movimiento decabeza siempre afirmativo, el cual, no sé porqué, me revelaba incorregible prurito de enga-ñar. La figura de sus modales era otra reminis-cencia que la hacía tolerable, y a veces agrada-ble, si bien no tanto que me hiciera desear susvisitas. El parecido con Marco Aurelio, que yo

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hice notar cierto día a mi discípulo, fue causade que este le diese aquel nombre romano; perodespués, confundiendo maliciosamente aquelemperador con otro, la llamaba Calígula.

Impresionada sin duda por la filípica que leeché aquel día, varió de sistema. Larga tempo-rada estuvo sin ir a mi casa sino muy contadasveces, y nunca me pedía dinero verbalmente.Para darme los golpes se valía de su sobrina, aquien mandaba a mi casa, portadora de un pa-pelito pidiéndome cualquier cantidad con estafórmula: «Haz el favor de prestarme tres o cua-tro duros, que te devolveré la semana que en-tra».

Las semanas de doña Cándida se compon-ían, como las de Daniel, de setenta semanas deaños o poco menos.

El sistema de poner el sablote en las inocen-tes manos de una niña, era prueba clara de laastucia y sagacidad de la vieja, porque, cono-

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ciendo mi grande amor a la infancia, calculabaque era imposible la negativa. Y tenía razón lamaldita; porque cuando yo veía entrar a la pos-tulante alargándome el papelito sin rodeos nisocaliñas, ya estaba echando mano a mi bolsilloo a la gaveta para adelantarme a la acción de lapobre niña y evitarle la pena de dar el fastidio-so recado.

-VI-Se llamaba Irene

Su palidez, su mirada un tanto errática y an-siosa, que parecía denotar falta de nutrición; suactitud cohibida y pudorosa, como si le ocasio-naran vivísimo disgusto las comisiones de sutía, me inspiraban mucha lástima. Así es queademás de la limosna, yo solía tener en mi me-sa algún repuesto de golosinas. Presumiendoque rara vez tendrían satisfacción en ella los

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vehementes apetitos infantiles, dábale aquellasgolosinas sin hacerla esperar, y ella las cogíacon no disimulada ansia, me daba tímidamentelas gracias, bajando los ojos, y en el mismo ins-tante empezaba a comérselas. Sospeché queeste apresuramiento en disfrutar de mi regalo,era por el temor de que si llegaba a su casa concaramelos o dulces en el bolsillo, doña Cándidaquerría participar de ellos. Más adelante supeque no me había equivocado al pensar de estemodo.

Me parece que la estoy mirando junto a mimesa escudriñando libros, cuartillas y papeles,y leyendo en todo lo que encontraba. Teníaentonces doce años y en poco más de tres habíavencido las dificultades de los primeros estu-dios en no sé qué colegio. Yo la mandaba leer, yme asombraba su entonación y seguridad asícomo lo bien que comprendía lo que leía, noextrañando palabra rara ni frase oscura. Cuan-do le rogaba que escribiese, para conocer su

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letra, ponía mi nombre con elegantes trazos decaligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático.

Hablando conmigo y respondiendo a mispreguntas sobre sus estudios, su vida y su des-tino probable, me mostraba un discernimientosuperior a sus años. Era el bosquejo de una mu-jer bella, honesta, inteligente. ¡Lástima grandeque por influencias nocivas se torciese aquelfeliz desarrollo o se malograse antes de llegar aconveniente madurez! Pero en el espíritu deella noté yo admirables medios de defensa yenergías embrionarias, que eran las bases de uncarácter recto. Su penetración era preciosísima,y hasta demostraba un conocimiento no super-ficial de las flaquezas y necedades de doñaCándida. Solía contarme con gracioso lenguaje,en el cual el candor infantil llevaba en sí unachispa de ironía, algunos lances de la pobreseñora, sin faltar al respeto y amor que le tenía.

La compasión que esta criatura me inspira-ba, crecía viéndola mal vestida y peor calzada.

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Durante muchos meses, que ahora se me repre-sentan años, vi en ella un como sombrero depaja, una especie de cesta deforme y abollada,con una cinta pálida, como el propio rostro deIrene, que caía por un lado del modo menosgracioso que puede imaginarse. Todo lo demásde su vestimenta era marchito, ajado, viejo, detercera o cuarta mano, con disimulos aquí y allíque aumentaban la fealdad. Tanto me desagra-daba ver en sus pies unas botas torcidas, gran-donas, destaconadas, que determiné cambiarleaquellas horribles lanchas por un par de boti-nas elegantes. Entregarle el dinero habría sidoinútil porque doña Cándida lo hubiera tomadopara sí. Mi diligente ama de llaves se encargóde llevar a Irene a una zapatería, y al poco ratome la trajo perfectamente calzada. Como le világrimas en los ojos, creí que las botinas, por sernuevas, le apretaban cruelmente; pero ella medijo que no, y que no. Y para que me conven-ciera de ello se puso a dar saltos y a correr por

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mi cuarto. Riendo, riendo se le secaron laslágrimas.

Algunos días el papelito, después de la peti-ción de dinero, traía esta nota:

«Te ruego que proporciones a Irene unagramática».

Y en otra ocasión:

«Irene tiene vergüenza de pedirte un librobonito que leer. A mí mándame una novelainteresante o, si lo tienes, un tomo de causascélebres».

Lo de los libros para Irene lo atendía yo conmuchísimo gusto. Pero su palidez, su miradaafanosa me revelaban necesidades de otro or-den, de esas que no se satisfacen con lecturas,ni admiten sofismas del espíritu: la necesidadorgánica, la imperiosa ley de la vida animal,que los hartos cumplimos sin poner atención en

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ella ni cuidarnos del sufrimiento con que laburlan o la trampean los menesterosos. ¡Cosa,en verdad, tristísima! Irene tenía hambre. Con-vencime de ello un día haciéndola comer con-migo. La pobrecita parecía que había estado unmes privada de todo alimento, según honrabalos platos. Sin faltar a la compostura, comió conapetito de gorrión, y no se hizo mucho de rogarpara llevarse envueltos en un papel, los postresque sobraron. De sobremesa parecía comoavergonzada de su voracidad; hablaba poco,acariciaba al gato, y después me pidió un librode estampas para entretenerse.

Era niña poco alborotadora y que no gustabade enredar. Fuera de aquella ocasión de lasbotas, nunca la vi saltando en mi cuarto, ni me-tiendo bulla. Generalmente se sentaba callada yjuiciosa como una mujer, o miraba una tras otralas láminas colgadas en la pared, o pasaba re-vista a los rótulos de la biblioteca, o cogía, pre-vio permiso mío, cualquier librote de ilustra-

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ciones o viajes para recrearse en los grabados.Tanto respeto me tenía, que ni aun se atrevía apreguntar, como otros niños: «¿qué es esto, quées lo otro?». O lo adivinaba todo, o se quedabacon las ganas de saberlo.

El día de mi santo vino a traerme una reloje-ra bordada por ella, y ¡caso inaudito!, aquel día,por consideración especial del cínife, no trajopapelito. En otras solemnidades me obsequiócon varias cosillas de labores y una cajita depapel cañamazo, que no conservo aún, porqueun día la cogió el gato por su cuenta y me lahizo pedazos. Yo correspondí a las finezas deIrene y a la compasión que me inspiraba,comprándole un vestidillo.

Esta inteligente y desgraciada niña no erasobrina de doña Cándida, sino de García Gran-de. Sus padres habían estado en buena posi-ción. Quedó huérfana en vida del esposo dedoña Cándida, el cual la trató como hija. Vinoel desastre con la muerte del asegurador de

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vidas; pero afortunadamente Irene no estaba enedad de apreciar el brusco paso de la bienan-danza a la adversidad. Conservola a su lado micínife, por no tener la criatura otros parientes. Yyo pregunto: ¿fue un mal o un bien para Irenehaber crecido entre escaseces y haberse educa-do en esa negra academia de la desgracia que aalgunos embrutece y a otros depura y avalora,según el natural de cada uno? Yo le preguntabasi estaba contenta de su suerte, y siempre merespondía que sí. Pero la tristeza quedespedían, como cualidad intrínseca y propia,sus bonitos ojos; aquella tristeza que a veces meparecía un efecto estético, producido por la luzy color de la pupila, a veces un resultado de losfenómenos de la expresión, por donde se nostransparentan los misterios del mundo moral,quizás revelaba uno de esos engaños cardinalesen que vivimos mucho tiempo, o quizás toda lavida, sin darnos cuenta de ello.

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A medida que el tiempo pasaba y que Irenecrecía, escaseaban sus visitas, lo que no signifi-caba mejoramiento de fortuna en doña Cándi-da, sino repugnancia de Irene a desempeñar lasinnobles misiones de la esquelita del petitorio.Desarrollado con la edad su amor propio, lapequeña venía a mi casa sólo para las exaccio-nes de cuantía, y las menudas las hacía la cria-da. Por último, rodando insensiblemente eltiempo, llegó un día en que todas las comisio-nes las desempeñaba la criada. Dejé de ver a lasobrina de mi cínife, aunque siempre por este ypor la muchacha tenía noticias de ella. Supe, alfin, con injustificada sorpresa, que llevaba trajebajo, cosa muy natural, pero que a mí me pare-ció extraña, por este rutinario olvido en quevivimos del crecimiento de todas las cosas y lamarcha del mundo. Me agradó mucho saberque Irene había entrado en la Escuela Normalde Maestras, no por sugestiones de su tía, sinopor idea propia, llevada del deseo de labrarseuna posición y de no depender de nadie. Había

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hecho exámenes brillantes y obtenido premios.Doña Cándida me ponderaba los varios talen-tos de su sobrina, que era el asombro de la es-cuela, una sabia, una filósofa, en fin, una cosaatroz...

Esta parte de mi relato viene a caer hacia1877. En este año me mudé de la sosegada callede Don Felipe a la bulliciosa del Espíritu Santo,y poco después conocí a doña Javiera, y em-prendí la educación de Manuel Peña, con todolo demás que, sacrificando el orden cronológicoal orden lógico, que es el mío, he contado antes.El tiempo como reloj que es, tiene sus arbitra-riedades; la lógica, por no tenerlas, es la llavedel saber y el relojero del tiempo.

-VII-Contento estaba yo de mi discípulo

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Porque algunas de sus brillantes facultadesse desarrollaban admirablemente con el estu-dio, mostrándome cada día nuevas riquezas. Lahistoria le encantaba y sabía encontrar en ellalas hermosas síntesis que son el principalhechizo y el mejor provecho de su estudio. Enlo que siempre le veía premioso era en expresarsu pensamiento por la escritura. ¡Lástima gran-de que pensando tan bien y a veces con tantaagudeza y originalidad, careciese de estilo, yque teniendo el don de asimilarse las ideas delos buenos escritores, fuese tan refractario a laforma literaria! Yo le mandaba que me hiciesememorias sobre cualquier punto de historia ode economía. Hechas en breve tiempo, me lasleía, y admirando en ellas la solidez del juicio,me exasperaba lo tosco y pedestre del lenguaje.Ni aun pude corregir en él las faltas ortográfi-cas, aunque a fuerza de constancia, mucho ade-lanté en esto.

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Para que se comprenda el tipo intelectual demi discípulo, faltaba sólo un detalle, que es elsiguiente: Mandábale yo que aquello mismotan bien pensado en las memorias y tan perver-samente escrito, me lo expresase en forma oral,y aquí era de ver a mi hombre transformado,dueño de sí, libre y a sus anchas como quien sedespoja de las cadenas que le oprimían. Poníasedelante de mí, y con el mayor despejo me pro-nunciaba un discurso en que sorprendían laabundancia de ideas, el acertado enlace, la gra-dación, el calor persuasivo, la influencia seduc-tora, la frase incorrecta pero facilísima, engaña-dora, llena de sonoridades simpáticas.

«Vamos -le dije con entusiasmo un día-. Estávisto que eres orador, y si te aplicas llegarás adonde han llegado pocos».

Entonces caí en la cuenta de que su verdade-ro estilo estaba en la conversación, y de que supensamiento no era susceptible de encarnarseen otra forma que en la oratoria. Ya empezaba a

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brillar en el diálogo su ingenio un tanto pa-radójico y controversista, y le seducían las cues-tiones palpitantes y positivas, manifestandohacia las especulativas repugnancia notoria.Esto lo vi más claro cuando quise enseñarlealgo de Filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Mano-lito bostezaba, no comprendía una palabra, noponía atención, hacía pajaritas, hasta que nopudiendo soportar más su aburrimiento, mesuplicaba por amor de Dios que suspendiesemis explicaciones, porque se ponía malo, sí, seponía nervioso y febril. Tan enérgicamente re-chazaba su espíritu esta clase de estudios, que,según decía, mi primera explicación sobre laindagación de un principio de certeza, había pro-ducido en su entendimiento efecto semejante alque en el cuerpo produce la toma de un vomi-tivo. Yo le instaba a reflexionar sobre la unidadreal entre el ser y el conocer, asegurándole quecuando se acostumbrase a los ejercicios de lareflexión, hallaría en ellos indecibles deleites;pero ni por esas. Él sostenía que cada vez que

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se había puesto a reflexionar sobre esto o sobrela conformidad esencial del pensamiento con lo pen-sado, se le nublaba por completo el entendi-miento, y le entraba un dolor de estómago tanpícaro, que suspendía las reflexiones y cerrabamaquinalmente el libro.

¡Refractario a la filosofía, rebelde al estilo!¡Pobre Manolito Peña! Si a medida que se rebe-laba contra la enseñanza filosófica no mehubiera asombrado con sus progresos en otrosramos del saber, mucho habría perdido eldiscípulo en el concepto del maestro. Lo únicoque pude conseguir de él en esta materia, fueque pusiese alguna atención en la historia de lafilosofía, pero mirándola más que un objeto decuriosidad y erudición que como objeto de co-nocimiento sistemático y de ciencia. Me enojabaque Manuel se educase así en el escepticismo.Grandes esfuerzos hice para evitarlo, pero conellos aumentaba su aversión a lo que él llamabala teología sin Dios. Ya por entonces gustaba de

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condenar o ensalzar las cosas con una frasepicante y epigramática. Era a veces oportunísi-mo, las más paradójico; pero esta manera dejuzgar con epigramas las cosas más serias privatanto en nuestros días, que casi casi se podíaasegurar que mi discípulo, poseyendo aquellacualidad, remataba y como que ponía la veletaal gallardo edificio de sus aptitudes. Observan-do estas, viendo lo que a Manuel faltaba, y loque en grado tan exceso tenía, me preguntabayo: «Este muchacho, ¿qué va a ser? ¿Será unhombre ligero o el más sólido de los hombres?¿Tendremos en él una de tantas eminencias sinprincipios, o la personificación del espíritupráctico y positivo?». Aturdido yo, no sabía quécontestarme.

Iba descubriendo además Manolito un donde gentes cual no he visto semejante en ningúnchico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatíasa toda persona con quien hablaba, y su gracia,su fácil expresión, su oportunidad, daban a su

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palabra una fuerza convincente y dominadoraque le abría las puertas de todos los corazones.Sabía ponerse al nivel intelectual de su interlo-cutor, hablando cada uno el lenguaje que lecorrespondía. Pero lo más digno de alabanza enél era su excelente corazón, cuyas expansionesiban frecuentemente más lejos de lo que losbuenos términos de la generosidad piden. Yotuve empeño en regularizar sus nobles senti-mientos y su espíritu de caridad, marcándolejuiciosos límites y reglas. También trabajé encorregirle el pernicioso hábito de gastar dinerotontamente, empleándolo en fruslerías tanpronto adquiridas como olvidadas. Imposibleme fue quitarle el vicio de fumar, por ser yaviejo en él; pero triunfé contra la maldita mañasuya de estar siempre chupando caramelos, delos cuales tenía lleno el bolsillo: Con esto y elfumar, se le quitaban las ganas de comer; y lopeor era que durante la lección me engolosina-ba a mí; y tal imperio tiene la costumbre y detal manera se apodera de nuestros flacos senti-

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dos cualquier vano apetito, que el día en que,por mi propio mandato, faltaron los caramelos,los echó mi lengua de menos, y casi casi memortificó aquella falta.

Cuánto me agradecía doña Javiera las re-formas obtenidas en la conducta de su hijo, nohay para qué decirlo. Las declaraciones de sugratitud venían a mí por Pascuas y otras festi-vidades en forma de jamones, morcillas y buti-farras, todo de lo mejor y abundantísimo; perotan grande economía resultaba a la señora dePeña de las restricciones impuestas por mí albolsillo filial, que aunque me regalase mediatienda, siempre salía ganando. Vestía Manuel-con elegancia y variedad, y jamás intenté mo-derarle mucho en esto, porque la composturade la persona es garantía de los buenos moda-les y un principio por sí de buena educación.Como el muchacho era rico y había de repre-sentar en el mundo papel muy airoso, debía deprepararse a ello, cultivando y ensayando des-

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de luego el aspecto, la forma, el buen parecer, elestilo, pues estilo es esto que da al carácter loque la frase al pensamiento, es decir, tono, cor-te, vigor y personalidad. Lo que no me gustabaera verle adoptar algunas veces, con caprichoelegante, las maneras y el traje de la gente tore-ra, para ir al encierro o a una expedición decampo o a visitar la dehesa en que pacen lostoros. Discusiones reñidas y un tanto agriastuvimos sobre esto; él se defendía con zalamer-ías, y yo, conociendo que debe dejarse a cadaedad, si no todo, parte de lo que le pertenece, yque además es locura prescindir del medio am-biente y del influjo local, transigía, dejando queel tiempo, con las exigencias serias de la vida,curara a mi discípulo de aquella pueril vani-dad.

Yo no cesaba de pensar en las dificultadescon que Manolito tendría que luchar para abrir-se paso en la sociedad y para ocupar en ella unpuesto conforme a sus altas dotes. ¡Delicada

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cuestión! Es evidentísimo que la democraciasocial ha echado entre nosotros profundas raí-ces, y a nadie se le pregunta quién es ni dedónde ha salido para admitirle en todas partesy festejarle y aplaudirle, siempre que tenga di-nero o talento. Todos conocemos a diferentespersonas de origen humildísimo que llegan alos primeros puestos, y aun se alían con lasrazas históricas. El dinero y el ingenio, sustitui-dos a menudo por sus similares, agio y travesu-ra, han roto aquí las barreras todas, estable-ciendo la confusión de clases en grado más altoy con aplicaciones más positivas que en lospaíses europeos donde la democracia, excluidade las costumbres, tiene representación en lasleyes. Bajo este punto de vista, y aparte de lagran desemejanza política, España se va pare-ciendo, cosa extraña, a los Estados-Unidos deAmérica, y como esta nación, va siendo un paísescéptico y utilitario, donde el espíritu funden-te y nivelador domina sobre todo. La historiatiene cada día entre nosotros menos valor de

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aplicación y está toda ella en las frías manos delarqueólogo, del curioso, del coleccionista y delerudito seco y monomaniaco. Las improvisa-ciones de fortuna y posición menudean, la tra-dición, quizás por haberse hecho odiosa conapelaciones a la fuerza, carece de prestigio, lalibertad de pensamiento toma un vuelo extra-ordinario, y las energías fatales de la época,riqueza y talento, extienden su inmenso impe-rio.

Pero esta transformación, con ser ya tanavanzada, no ha llegado al punto de excluirciertos miramientos, ciertos reparillos en lo quetoca a la admisión de personas de bajo origenen el ciclo céntrico, digámoslo así, de la Socie-dad. Si el bajo origen está lejano, aunque sola-mente lo separe el tiempo presente el espaciode un par de lustros, todo va bien, muy bien.Nuestra democracia es olvidadiza; pero no hallegado a ser ciega; así, cuando la bajeza estápresente y visible, cuesta algún trabajo disimu-

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larla con dinero. ¿Quién duda que en ciertosescudos de nobleza podría pintarse una piernade carnero, un pececillo o cualquier otro em-blema de baja industria? Pero el origen de estascasas se halla ya tan lejano, que nadie se cuidade él, mientras que en el caso de mi discípulo,aún subsistía abierto el plebeyo establecimien-to, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto,tan guapo, tan distinguido, tan noble en todo ypor todo, solía ser llamado entre sus compañe-ros de la Universidad el hijo de la carnicera.

Yo no hablaba con él de estas cosas; peropensaba mucho en ellas y temía penosas con-trariedades. Un día que hablábamos de su por-venir y de sus proyectos, me confesó que anda-ba algo enamorado de la hija del empresario dela Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. DoñaJaviera también lo supo y no pareció contraria-da. La niña de Vendesol era de honrada familia,heredera única de una gran fortuna, parecía deinmejorables condiciones morales, y en jerar-

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quía superaba a Manuel, pues si bien los Ven-desol habían sido carniceros, la tienda se cerrótreinta años ha, y luego fueron tratantes en ga-nado, contratistas de abastos en grande escala.Doña Javiera veía con gusto la inclinación de suhijo, y con su buen humor me decía:

«Esto parece cosa de la Providencia, amigoManso. La chica tiene parné, y en cuanto a no-bleza, allá se van cuernos con cuernos».

Respetando esta argumentación positivista ycornúpeta, creía yo que la edad de Manuel (queno pasaba de veintitrés años), no era aún pro-pia para el matrimonio, a lo cual me dijo la se-ñora de Peña que para casarse bien todas lasedades son buenas. Comprendí que aquel eraun asunto en el cual no debía entrometerme, yme callé. Me parecía que doña Javiera estabarabiando por entroncar con Vendesol, persona-je de bajísimo origen, que de niño había corridoy jugado con los pies descalzos en los arroyossangrientos de las calles de Candelario, pero

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cuya bajeza estaba ya redimida por treinta añosde posición rica, honrosa y respetado. La seño-ra y las hermanas de Vendesol vivían en un piede elegancia y las relaciones que a mi vecina,por motivos de tabla auténtica y visible, le es-taba aún vedado. No las conocía más que denombre y de vista doña Javiera; pero delirabapor tratarlas y ponerse a su nivel, cosa que aella le parecía muy fácil, teniendo dinero. PorPonce supe un día que se trataba de traspasar latienda, poniendo punto final al comercio decarne.

Manuel se enzarzaba más de día en día ensus amores, escatimando tiempo y atenciones alestudio. Dos años y medio llevábamos ya delecciones, y aunque no se habían enfriado ladedicada afición y el respeto que me tenía,nuestra comunidad intelectual era menos estre-cha y nuestras conferencias más breves. Nosveíamos diariamente, charlábamos de diversascosas, y mientras yo procuraba llevar su espíri-

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tu a las leyes generales, él no gustaba sino delos hechos y de las particularidades, prefirien-do siempre todo lo reciente y visible. Disputá-bamos a veces con calor, y decíamos algo sobrelas obras nuevas; pero ya no paseábamos jun-tos. Él salía todas las tardes a caballo y yo pa-seaba solo y a pie. Últimamente, ni en el Ateneonos veíamos por las noches, porque él iba alteatro muy a menudo y a la casa de Vendesol.

Notaba yo en mí cierta soledad, el tristevacío que deja la suspensión de una costumbre.Habíamos llegado a un punto en que debía darpor finalizada la dirección intelectual de midiscípulo, quien ya podía aprender por sí solotodo lo cognoscible, y aun aventajarme. Así lomanifesté a doña Javiera, que se mostró muyagradecida. La buena señora subía a acompa-ñarme a prima noche, y su conversación ex-halaba ciertos humos de vanidad, que hacíancontraste con su llaneza de otros días. La ideade emparentar con los de Vendesol empezaba a

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trastornarle el juicio, y como se sentía con fuer-zas pecuniarias para hacer frente a una situa-ción de lujo, su vanidad no parecía totalmenteinjustificada. Era por demás irónico el efectoque resultaba de la grandeza de sus proyectos ydel lenguaje con que los traducía, llamando,por vieja costumbre, al dinero parné, al figurardarse pisto. Ya más de una vez su hijo había in-tentado, con poco éxito, traer a su mamá a lasbuenas vías académicas en materia de lenguaje.

Unas cosas me las confiaba doña Javiera cla-ramente, y otras me las daba a entender condiscreción y gracia. Lo de quitar la tienda ylimpiarse para siempre de las manos la sangrede ternera, me lo manifestó palabra por pala-bra. Yo lo aprobaba, aunque para mis adentrosdecía que si la señora continuaba hablando deaquel modo, hallaría para lavarse las manos lamisma dificultad que halló lady Macbeth paralimpiarse las suyas. Indirectamente me declaróel propósito de legitimar sus relaciones con

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Ponce, y de conseguir algo que le decorase ensociedad y le diera visos de persona respetable,como por ejemplo, una crucecilla de cualquierorden, aunque fuera de la Beneficencia, un em-pleo o comisión de estas que llaman honorífi-cas.

Por aquellos días, que eran los de la prima-vera del año 80, volvió doña Cándida a darmesus picotazos personalmente. Ella y doña Javie-ra se encontraban en mi despacho, y no necesi-to decir lo que resultaba del rozamiento de dosnaturalezas tan distintas. Cada cual se despa-chaba a su gusto; la carnicera, toda desenfado yespontaneidad; la de García Grande, toda hin-chazón, embustería y fingimientos. Estaba deli-cadísima, perdida de los nervios. La habíanvisto Federico Rubio, Olavide y Martínez Moli-na, y por su dictamen, se iba a los baños de Spa.Doña Javiera le recetaba vino de Jerez y aguade hojas de naranjo agrio. Reíase doña Cándidadel empirismo médico, y preconizaba las aguas

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minerales. De aquí pasaba a hablar de sus via-jes, de sus relaciones, de duques y marqueses, yal fin, yo, que la conocía tan bien, concluía porsuponerla estampada en el Almanaque Gotha.

Cuando mi cínife y yo nos quedábamos so-los, dejaba el clarín de vanidad por la trompeti-lla de mosquito, y entre sollozos y mentiras medeclaraba sus necesidades. ¡Era una cosa atroz!Estaba esperando las rentas de Zamora, y¡aquel pícaro administrador!... ¡qué adminis-trador tan pícaro! Entre tanto no sabía cómoarreglarse para atender a los considerables gas-tos de Irene en la escuela de Institutrices, puessólo en libros le consumía la mayor parte de suhacienda. Todo, no obstante, lo daba por bienempleado, porque Irenilla era un prodigio, elasombro de los profesores y la gloria de la insti-tución. Para mayor ventaja suya, había caído enmanos de unas señoras extranjeras (doñaCándida no sabía bien si eran inglesas o france-sas), las cuales le habían tomado mucho cariño,

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le enseñaban mil primores de gusto y perfila-ban sus aptitudes de maestra, comunicándoleesos refinamientos de la educación y ese cultode la forma y del buen parecer, que son galaprincipal de la mujer sajona. Tenía ya diez ynueve años.

Tiempo hacía que yo no la había visto, y de-seaba verla para juzgar por mí mismo sus ade-lantos. Pero ella, por no sé qué mal entendidadelicadeza, por amor propio o por otra razónque se me ocultaba, no iba nunca a mi casa.Una mañana me la encontré en la calle, junto aun puesto de verduras. Estaba haciendo lacompra en compañía de la criada. Sorprendié-ronme su estatura airosa, su vestido humilde,pero aseadísimo, revelando en todo la virtuddel arreglo, que, sin duda, no le había enseñadosu tía. Claramente se mostraba en ella el nobletipo de la pobreza llevada con valentía y hastacon cariño. Mi primer intento fue saludarla;mas ella, como avergonzada, se recató de mí,

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haciendo como que no me veía, y volvió la carapara hablar con la verdulera. Respetando yoesta esquivez, seguí hacia mi cátedra, y al vol-ver la esquina de la calle del Tesoro ya me hab-ía olvidado del rostro siempre pálido y expre-sivo de Irene, de su esbelto talle, y no pensabamás que en la explicación de aquel día, que erala Relación recíproca entre la conciencia moral y lavoluntad.

-VIII-¡Ay mísero de mí!

¡Ay infelice! Mortal cien veces mísero, des-graciado entre todos los desgraciados, en mal-dita hora caíste de tu paraíso de tranquilidad ymétodo al infierno del barullo y del desordenmás espantosos. Humanos, someted vuestravida a un plan de oportuno trabajo y de regula-ridad placentera; acomodaos en vuestro capu-

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llo, como el hábil gusano; arreglad vuestrasfunciones todas, vuestros placeres, descansos ytareas a discreta medida para que a lo mejorvenga de fuera quien os desconcierte, obligán-doos a entrar en la general corriente, inquieta,desarreglada y presurosa... ¡Objetivismo milveces funesto que nos arrancas a las delicias dela reflexión, al goce del puro yo y de sus felicesproyecciones; que nos robas la grata sombra deuno mismo, o lo que es igual, nuestros hábitos, lafijeza y regularidad de nuestras horas, el aco-modamiento de nuestra casa!... Pero estas ex-clamaciones, aunque salidas del fondo del al-ma, no bastan a explicar el grande y radicalcambio que sobrevino en mis costumbres.

Oíd y temblad. Mi hermano, mi único her-mano, aquel que a los veintidós años se em-barcó para las Antillas en busca de fortuna, meanunció su propósito de regresar a España tra-yendo toda la familia. Veinte años había estadoen América probando distintas industrias y

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menesteres, pasando al principio muchos traba-jos, arruinado después por la insurrección yenriquecido al fin súbitamente por la guerramisma, infame aliada de la suerte.

Casó en Sagua la Grande con una mujer rica,y el capital de ambos representaba algunos mi-llones. ¿Qué cosa más prudente que dejar a laPerla de las Antillas arreglarse como pudiese, ytraer dinero y personas a Europa, donde uno yotras hallarían más seguridad? La educación delos hijos, el anhelo de ponerse a salvo de sobre-saltos y temores, y, por otra parte, la comezon-cilla de figurar un poco y de satisfacer ciertasvanidades, decidieron a mi hermano a tomartal resolución. Dos meses habían pasado desdeque me anunció su proyecto, cuando recibí untelegrama de Santander, participándome ¡ay!..lo que yo temía.

Diome la corazonada de que el arribo deaquel familión trastornaría mi existencia, y asíel natural gusto de abrazar a mi hermano se

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amargaba con el pensamiento de un molestísi-mo desbarajuste en mis costumbres. Corría elmes de Setiembre del 80. Una mañana recibí enla estación del Norte a José María con todo sucargamento, a saber: su mujer, sus tres niños,su suegra, su cuñada, con más un negrito comode catorce años, una mulatica, y por añadiduradiez y ocho baúles facturados en grande y pe-queña, catorce maletas de mano, once bultosmenores, cuatro butacas. El reino animal estabarepresentado por un loro en su jaula, un sinson-te en otra, dos tomeguines en ídem.

Ya tenía yo preparada la mitad de una fondapara meter este escuadrón. Acomodé a mi gen-te como pude, y mi hermano me manifestódesde el primer día la necesidad de tomar casa,un principal grande y espacioso donde cupieratoda la familia con tanto desahogo como en lasviviendas americanas. José María tiene seisaños más que yo; pero parece excederme enveinte. Cuando llegó, sorprendiome verle lleno

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de canas. Su cara era de color de tabaco, rugosay áspera, con cierta transparencia de alquitránque permitía ver lo amarillo de los tegumentosbajo el tinte resinoso de la epidermis. Estabatodo afeitado como yo. Traía ropa de fina alpa-ca, sombrero finísimo de Panamá, con cintanegra muy delgada, corbata tan estrecha comola cinta del sombrero, camisa de bordada pe-chera con botones de brillantes, los cuellos muyabiertos, y botas de charol con las puntas acha-flanadas. Lica (que este nombre daban a mihermana política), traía un vestido verde y rosa,y el de su hermana era azul con sombrero paji-zo. Ambas representaban, a mi parecer, em-blemáticamente la flora de aquellos risueñospaíses, el encanto de sus bosques poblados delindísimos pajarracos y de insectos vestidos contodos los colores del iris.

José María no tenía palabras, el primer día,más que para hablarme de nuestra hermosa ypoética Asturias, y me contó que la noche antes

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de llegar a Santander se le habían saltado laslágrimas al ver el faro de Ribadesella. Pagadoeste sentimental tributo a la madre patria, nosocupamos en buscar habitación. Me había caídoque hacer. Atareado con los exámenes de Se-tiembre, tenía que multiplicarme y fraccionarmi tiempo de un modo que me ocasionaba in-decibles molestias. Al fin encontramos unmagnífico principal en la calle de San Lorenzo,que rentaba cuarenta y cinco mil reales, concochera, nueve balcones a la calle, y muchísimacapacidad interior: era el arca de Noé que senecesitaba. Yo calculé los gastos de instalación,muebles y alfombras en diez mil duros, y JoséMaría no halló exagerada la cantidad. Loshechos y los números de los tapiceros me de-mostraron más tarde que yo me había quedadocorto, y que mi saber del conocimiento exteriory trascendente no llegaba hasta poseer clarasideas en materias de alfombrado y carruajes.

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Aún estuvo la familia en la fonda más de unmes, tiempo que se empleó en la transforma-ción de vestidos y en ataviarse según los usosde aquende los mares. Bandada de menestralesinvadió las habitaciones, y a todas horas seveían probaturas, elección de telas, cintas yadornos, y las modistas andaban por allí comoen casa propia. Proveyéronse las tres damas deabrigos recargados de pieles y algodones, por-que todo les parecía poco para el gran frío queesperaban y para defenderse de las pulmonías.A los quince días, todos, desde mi hermanohasta el pequeñuelo, no parecían los mismos.

Satisfechas estaban Lica y su mamá y her-mana de la metamorfosis conseguida, no sinarduas discusiones, consultas y algún supliciode cinturas; las tres alababan sin tasa la destre-za de las modistas y corseteras, y principalmen-te la baratura de todas las cosas, así trapos co-mo mano de obra. Tanto las entusiasmaba loarregladito de los precios, que iban de tienda en

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tienda comprando bagatelas, y todas las tardesvolvían a casa cargadas de diversos objetos,prendas falsas y chucherías de bazar. Los de-pendientes de las tiendas aparecían luego tra-yendo paquetes de cuanto Dios crió y perfec-cionó la industria en moldes, prensas y telares.Las docenas de guantes, las cajas de papel tim-brado, los bibelots, los abanicos, las flores con-trahechas, los estuchitos, paletas pintadas, pan-tallas y novedades de cristalería y porcelana,ofrecían sobre las mesas y consolas de la salaun conjunto algo fantástico. Francamente, yocreía que iban a poner tienda. También dabanfrecuentes asaltos a las confiterías, y en el gabi-nete tenían siempre una bandeja de dulces, porla necesidad en que Lica se veía de regalarse acada instante con golosinas, entreverando losconfites con las frutas, y a veces con algún pas-telillo o carne fiambre. Como se hallaba en es-tado de buena esperanza (y ya bastante avan-zada), los antojos sucedían a los antojos. Esverdad que su hermana, sin hallarse, ni mucho

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menos, en semejante estado, también los tenía,y a cada ratito decían una y otra: «Me apeteceuva, me apetece huevo hilado, me apetece pes-cado frito, me apetece merengue». Las campa-nillas de las habitaciones repicaban como sianduvieran por los altos alambres diablillosjuguetones, y los criados entraban y salían conplatos y bandejas, tan atareados los pobres, queme daba lástima verles. Las tres damas pasabanlas horas echadas indolentemente en sus mece-doras, con los vestidos que habían traído de lacalle, dale que dale a los abanicos si hacía calor,y muy envueltas en sus mantos, si hacía frío.Por la noche iban al teatro, luego tomaban cho-colate y se acostaban. Dormían la mañana, ycuando venía la peinadora, estaban tan muertasde sueño, que no había forma humana de quese levantaran. Vencida de su abrumadora pere-za, Lica, no queriendo levantarse ni dejar depeinarse, echaba la cabeza fuera de las almo-hadas, y en esta incómoda postura se dejabapeinar para seguir durmiendo.

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En tanto, las dos niñas y el pequeñuelo en-redaban solos en una pieza destinada a ellos y asus bulliciosas correrías. Cuidábanles la mulataRemedios y el negro Rupertito. Los gritos seoían desde la calle; jugaban al carro arrastrandosillas, y no pasaba día sin que rompieran algo orasgaran de medio a medio una cortina o des-vencijaran un mueble. A poco de llegar se re-volcaban casi en cueros sobre las alfombras,hasta que, habiendo refrescado el tiempo, se lesveía jugar vestidos con los costosos trajes depaño fino guarnecidos de pieles que les habíanhecho para salir a paseo.

Rupertito era tan travieso que no se podíahacer carrera de él. De la mañana a la noche nohacía más que jugar o asomarse al balcón paraver pasar los coches. Cuando sus amas le lla-maban para que les alcanzara alguna cosa, locual ocurría poco más o menos cada dos minu-tos, era preciso buscarle por toda la casa, ycuando le encontrábamos le traíamos por una

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oreja. Yo me encargaba de esta penosa comi-sión, tan desconforme con mis ideas abolicio-nistas, porque los ayes del morenito me moles-taban menos que el insufrible alarido de lasseñoras diciendo a toda hora: «Pícaro negro,tráeme mis zapatos; ven a apretarme el corsé;tráeme agua; alcánzame una horquilla, etc...».Un día le buscamos inútilmente por toda lacasa. «¿Dónde se habrá metido este condena-do?» decíamos mi hermano y yo, recorriendotodas las habitaciones, hasta que al fin le halla-mos en un cuarto oscuro. Su carilla de ébano seme pareció como un antropomorfismo de lastinieblas, que echaron de sí los dos globos blan-cos de los ojos, la dentadura ebúrnea y los la-bios de granate. Una voz ronquilla y apagadadecía estas palabras: «mucho fío, mucho fío».Sacámosle de allí. Era como si le sacáramos deun tintero, pues estaba arrebujado en unmantón negro de su ama. Aquel día se lecompró un chaleco rojo de Bayona, con el cualestaba muy en carácter. Era un buen chico, un

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alma inocente, fiel y bondadosa que me hacíapensar en los ángeles del fetichismo africano.

Casi todos los días tenía que quedarme acomer con la familia, lo cual era un cruel marti-rio para mí, pues en la mesa había más barulloque en el muelle de la Habana. Principiaba lafiesta por las disputas entre mi hermano y Licasobre lo que esta había de comer.

«Lica, toma carne. Esto es lo que te conviene.Cuídate, por Dios».

-¿Carne? ¡Qué asco!... Me apetece dulce deguinda. No quiero sopa.

-Niña, toma carne y vino.

-¡Qué chinchoso!... Quiero melón.

En tanto la niña Chucha (así llamaban a lasuegra de mi hermano), que desde el principiode la comida no había cesado de dirigir acerbascríticas a la cocina española, ponía los ojos en

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blanco para lanzar una exclamación y un suspi-ro, consagrados ambos a echar de menos elmoniato, la yuca, el ñame, la malanga y demásvegetales que componen la vianda. De repentela buena señora, mareada del estruendo que enla mesa había, llenaba un plato y se iba acomérselo a su cuarto. Distraído yo con estascosas, no advertía que una de las niñas, sentadajunto a mí, metía la mano en mi plato y cogía loque encontraba. Después me pasaba la manopor la cara llamándome tiito bonito. El chiquitíntiraba la servilleta en mitad de una gran fuentecon salsa, y luego la arrojaba húmeda sobre laalfombra. La otra niña pedía con atroces gritostodo aquello que en el momento no estaba en lamesa, y los papás seguían disertando sobre eltema de lo que más convenía al delicado tem-peramento y al crítico estado de Lica.

«Chinita, toma vino».

-¿Vino?, ¡qué asco!

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-Mujer, no bebas tanta agua.

-¡Jesús, qué chinchoso! Que me traigan azu-carillos.

-Carne, mujer, toma carne.

Y el chico salía a la defensa de su mamá, di-ciendo:

«Papá mapiango».

-Niño, si te cojo...

-Papá cochino...

-Yo quiero fideo con azúcar -chillaba unavocecita más allá.

-Me apetece garbanzo.

-¡Silencio, silencio! -gritaba José María dan-do fuertes golpes en la mesa con el mango delcuchillo.

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Una chuleta empapada en tomate volabahasta caer pringosa sobre la blanca pechera dela camisa del papá. Levantábase José Maríafurioso, y daba una tollina al nene; pegaba esteun brinco y salía, atronando la fonda con sulloro; enfadábase Lica; refunfuñaba su herma-na; aparecía la niña Chucha enojada porque cas-tigaban al nieto y se sentaba a la mesa para se-guir comiendo; llamaban a Rupertico, a la mu-lata, y en tanto yo no sabía a qué orden de ideasapelar, ni a qué filosofía encomendarme paraque se serenara mi espíritu.

Como todo el día estaba comiendo golosi-nas, Lica no hacía más que probar de cada platoy beber vasos de agua. Al fin saciaba en lospostres su apetito de cositas dulces y frescas.Servían el café, más negro que tinta; pero yo meresistía a introducir en mí aquel pícaro brebajepor temor a que me privara del sueño, y meimpacientaba y contaba las horas, esperando labendita de escapar a la calle.

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Luego venía el fumar, y allí me veríais entrepestíferas chimeneas, porque no sólo era mihermano el que chupaba, sino que Lica en-cendía su cigarrito y la niña Chucha se ponía enla boca un tabaco de a cuarta. El humo y elvaivén de las mecedoras, me ponían la cabezacomo un molino de viento, y aguantaba, y sos-tenía la conversación de mi hermano, que des-puntaba ya por la política, hasta que llegada lahora de la abolición de mi esclavitud, me des-pedía y me retiraba, enojado de tan miserablevida y suspirando por mi perdida libertad.Volvía mis tristes ojos a la historia, y no le per-donaba, no, a Cristóbal Colón que hubiera des-cubierto el Nuevo Mundo.

-IX-Mi hermano quiere consagrarse al país

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Instaláronse a mitad de Octubre en la casaalquilada, y el primer día se encendieron laschimeneas porque todos se morían de frío. Licaestaba fluxionada, su hermana Chita (Mercedi-tas) poco menos, y la niña Chucha, atacada desúbita nostalgia, pedía con lamentos elegiacosque la llevasen a su querida Sagua, porque semoría en Madrid de pena y frío. La casa estre-cha y no muy clara era tediosa cárcel para ella,y no cesaba de traer a la memoria las anchas,despejadas y abiertas viviendas del templadopaís en que había nacido. Víctima del mismomal, el expatriado sinsonte falleció a las prime-ras lluvias, y su dolorida dueña le hizo talesexequias de suspiros, que creíamos iba a seguirella el mismo camino. Uno de los tomeguines seescapó de la jaula y no se le volvió a ver más. Ala buena señora no había quien le quitara de lacabeza que el pobre pájaro se había ido de untirón a los perfumados bosques de su patria. ¡Sihubiera podido ella hacer otro tanto! ¡Pobredoña Jesusa, y qué lástima me daba! Su única

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distracción era contarme cosas de su benditatierra, explicarme cómo se hace el ajiaco, des-cribirme los bailes de los negros y el tañido dela maruga y el güiro, y por poco me enseña atocar el birimbao. No salía a la calle por temor aencontrarse con una pulmonía; no se movía desu butaca ni para comer. Rupertico le servía lacomida, y se iba comiendo por el camino lassobras que ella le daba.

En cambio, mi hermano, su mujer y su cu-ñada se iban adaptando asombrosamente a lanueva vida, al áspero clima y a la precipitacióny tumulto de nuestras costumbres. José María,principalmente, no echaba de menos nada de loque se había quedado del otro lado de los ma-res, y se le conocía la satisfacción que le causa-ba el verse tan obsequiado, y atraído por millisonjas y solicitaciones, que a la legua le dabana conocer como un centro metálico de primerorden. Hacía frecuentes viajes al Congreso, yme admiró verle buscar sus amistades entre

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diputados, periodistas y políticos, aunque fue-ran de quinta o sexta fila. Sus conversacionesempezaron a girar sobre el gastado eje de losasuntos públicos, y especialmente de los ultra-marinos, que son los más embrollados y sutilesque han fatigado el humano entendimiento. Noera preciso ser zahorí para ver en José María alhombre afanoso de hacer papeles y de figuraren un partidillo de los que se forman todos losdías por antojo de cualquier individuo que notiene otra cosa que hacer. Un día me le encontrémuy apurado en su despacho, hablando solo, ya mis preguntas contestó sinceramente que sesentía orador, que se desbordaban en su mentelas ideas, los argumentos y los planes, que se leocurrían frases sin número y combinaciones milque, a su juicio, eran dignas de ser comunica-das al país.

Al oír esto del país, díjele que debía empezarpor conocer bien al sujeto de quien tan ardien-temente se había enamorado, pues existe un

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país convencional, puramente hipotético, aquien se refieren todas nuestras campañas ytodas nuestras retóricas políticas, ente cuyarealidad sólo está en los temperamentos ávidosy en las cabezas ligeras de nuestras eminencias.Era necesario distinguir la patria apócrifa de laauténtica, buscando esta en su realidad palpi-tante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacerabstracción completa de los mil engaños quenos rodean, cerrar los oídos al bullicio de laprensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todoeste aparato decorativo y teatral, y luego darsecon alma y cuerpo a la reflexión asidua y a latenaz observación. Era preciso echar por tierraeste vano catafalco de pintado lienzo, y abrircimientos nuevos en las firmes entrañas delverdadero país, para que sobre ellos se asentarala construcción de un nuevo y sólido Estado.Díjome que no entendía bien mi sistema, y melo probó llamándome demoledor. Yo tuve queexplicarle que el uso de una figura arquitectó-nica, que siempre viene a la mano hablando de

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política, no significaba en mí inclinaciones de-magógicas. Mostreme indiferente en las formasde gobierno, y añadí que la política era y seríasiempre para mí un cuerpo de doctrina, un sa-bio y metódico conjunto de principios científi-cos y de reglas de arte, un organismo, en fin, yque, por lo tanto quedaban excluidos de misistema las contingencias personales, los subje-tivismos perniciosos, los modos escurridizos,las corruptelas de hecho y de lenguaje, las habi-lidades y agudezas que constituyen entre noso-tros todo el arte de gobernar.

Tan pronto aburrido de mi explicación comotomándola a risa, mi hermano bostezaba oyén-dome, y luego se reía, y llamándome con vul-gar sorna metafísico, me invitaba a enseñar misabiduría a los ángeles del cielo, pues los hom-bres, según él, no estaban hechos para cosa tanremontada y tan fuera de lo práctico. Despuésme consultó con mucha seriedad que a quépartido debería afiliarse, y le contesté que a

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cualquiera, pues todos son iguales en sushechos, y si no lo son en sus doctrinas, es por-que estas, que no le importan a nadie, no hansufrido análisis detenido. Luego, dándole unalección de sentido práctico, le aconsejé que seafiliara al partido más nuevo y fresquecito detodos, y él halló oportunísima la idea y dijo congozo: «Metafísico, has acertado».

Las relaciones de la familia aumentaban dedía en día, cosa sumamente natural, habiendoen la casa olor a dinero. Al mes de instalación,mi hermano tenía la mesa puesta y la puertaabierta para todas las notabilidades que quisie-ran honrarle. Las visitas sucedían a las visitas,las presentaciones a las presentaciones. Notardó en comprender el jefe de la familia quedebía desarraigar ciertas prácticas muy nocivasa su buen crédito, y así, en la mesa, cuandohabía convidados, que era los más días del año,reinaba un orden perfecto, no turbado por lasdisputas sobre carne y vino, ni por las rarezas

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de la niña Chucha, ni por las libertades de loschicos. Tomaron un buen jefe, un maestresala omozo de comedor, y aquello parecía otra cosa.El buen tono se iba apoderando poco a poco detodas las regiones de la casa y de los actos de lafamilia, y en las personas de Lica y Chita no eradonde menos se echaba de ver la transforma-ción y el rápido triunfo de las maneras europe-as. Mi cuñada supo contener un poco su pasiónpor las yemas, caramelos y bombones, y losniños, excluidos de la mesa general, comíansolos y aparte, bajo la dirección de la mulata.Conociendo su padre lo mal educados que es-taban, acudió a poner remedio a este grave mal,pues no sabían cosa alguna, ni comer, ni vestir-se, ni hablar, ni andar derechos. Lica deplorabatambién la incuria en que vivían sus hijos, y undía que hablaba de esto con su marido, volvioseeste a mí y me dijo: -«Es preciso que sin pérdi-da de tiempo me busques una institutriz».

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-X-Al punto me acordé de Irene

La cual para el caso venía como de encargo.¡Preciosa adquisición para mi familia y admira-ble partido para la huérfana! Contentísimo deser autor de este doble beneficio, aquella mismatarde hablé a doña Cándida. ¡Dios mío, cómo sepuso aquella mujer cuando supo que mi her-mano con toda su gente estaba en Madrid!Temí que la sacudida y traqueteo de sus dispa-rados nervios la ocasionaran un accidenteepiléptico, porque la vi echar de sus ojosrelámpagos de alegría; la vi retozona, febril,casi dispuesta a bailar, y de pronto, aquellasmuestras de loco júbilo se trocaron en furia, quedescargó sobre mí, diciendo a gritos:

«Pero, soso, sosón, ¿por qué no me has avi-sado antes?... ¿En qué piensas? Tú estás en Ba-bia».

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Yo sorprendí en su mirada destellos de suexcelso ingenio, conjunto admirable de la rapi-dez napoleónica, de la audacia de Roque Gui-nart y de la inventiva de un folletinista francés.¡Ay de las víctimas! Como el buitre desde elescueto picacho arroja la mirada a increíbledistancia y distingue la res muerta en el fondodel valle, así doña Cándida, desde su eminentepobreza, vio el provechoso esquilmo de la casade mi hermano y carne riquísima donde clavarel pico y la garra. La risa retozaba en sus labiostrémulos y su semblante todo denotaba un es-tado semejante a la inspiración del artista. Locade contento me dijo:

«¡Ay Máximo, cuánto te quiero! Eres el ángelde mi guarda».

No supe lo que me hacía al poner en comu-nicación al sanguinario Calígula con la inocentefamilia de mi hermano. Era ya tarde cuando caíen la cuenta de que, llevado de un sentimientocaritativo, había atraído sobre mis parientes

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una plaga mayor que las siete de Egipto juntas.Era yo el autor del mal, y me reía, no podíaevitarlo, me reía al ver entrar en la casa parahacer su primera visita a la representante de lacólera divina, puesta de veinticinco alfileres,radiante, amenazadora, con expresión de fieramajestad semejante a la que debía de tener Ati-la. No sé de dónde sacó las ropas que llevabaen aquella ocasión trágica. Creo que las alquilóen una casa de empeños con cuyos dueñostenía amistad, o que se las prestaron, o no séqué, pues hay siempre impenetrables misteriosen los modos y procedimientos de ciertos seres,y ni el más listo observador sorprende sus ma-ravillosas combinaciones. Lo que llevaba enci-ma, sin ser bueno, era pasable, y como la muypícara tenía cierto continente de señora princi-pal, daba un chasco a cualquiera, y ante los ojosinexpertos pasaba por persona de las que impe-raban en la sociedad y en la moda. Su nobleperfil romano y sus distinguidos ademaneshicieron aquel día papel más lucido que en to-

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da la temporada de los esplendores de GarcíaGrande en tiempo de la Unión Liberal.

Cuando vio a mi hermano, le abrazó de talmodo y tales sentimientos hizo, que yo creí quese desmayaba. Recordó a nuestra buena madrecon frases patéticas que hicieron llorar a JoséMaría, y se dejó decir que ella era una segundamadre para nosotros. En su conversación conLica y Chita se mostró tan discreta, tan delica-da, tan señora, que las cubanas se quedaronencantadas, embebecidas, y Lica me dijo des-pués que nunca había tratado a una personamás fina y amable. En aquella primera visitadio también doña Cándida rienda suelta a sussentimientos cariñosos con los niños, haciéndo-les toda suerte de mimos y zalamerías, y de-mostrándoles un amor que rayaba en idolatría.La niña Chucha tuvo un breve consuelo a sunostalgia en las tiernas expresiones de aquellaimprovisada amiga, que supo hablarle del ajia-co, poniendo en las nubes las comidas cubanas,

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y terminó con un parrafillo sobre enfermeda-des. Hasta José María cayó en la astuta red, yun rato después de haber salido Calígula, mepreguntaba si a los salones de doña Cándidaiba mucha gente notable, al oír lo cual me entróuna risa tan grande que creo oyeron mis carca-jadas los sordo-mudos que están en el inmedia-to colegio de la calle de San Mateo.

Al día siguiente se presentó de nuevo en lacasa mi cínife. Desde sus primeras charlas mos-trose muy confianzuda, y decía a las mujeres:«Si parece que nos hemos conocido toda la vi-da... Las miro a ustedes como si fueran hijasmías». Luego les contaba sucesos de su vida, yhablaba de sí misma y de sus males en términosque me llenaba de admiración su numenhiperbólico. Había detenido el viaje a sus pose-siones de Zamora para poder gozar de la com-pañía de tan simpática familia, y aunque susintereses habían sufrido bastante por culpa delos malos administradores, no quería salir de

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Madrid, porque sus amigas la marquesa de acáy la duquesa de allá la retenían. Sus dolenciaseran lastimosa epopeya, digna de que Homerose volviera Hipócrates para cantarlas. Por últi-mo, en aquel segundo día y en los siguientes(pues antes faltara el sol en el zenit que Calígu-la en la casa de Manso), demostró tal conoci-miento y arte en materia de modas, que fueconstituida en Consejo de Estado de Lica y Chi-ta, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cintasin previa opinión de la de García Grande.

«¡Pobrecitas! -les decía-, no entren ustedesen las tiendas a comprar nada. En seguida co-nocen que son americanas y les hacen pagar eldoble, una cosa atroz... Yo me encargo dehacerles las compras... No, no, hija, no hay queagradecer nada. Eso a mí no me cuesta trabajo;no tengo nada que hacer. Conozco a todos lostenderos, y como soy tan buena parroquiana,saco las cosas tan arregladas...».

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Para que mi hermano se previniera contralos peligros económicos a que estaba expuestala familia admitiendo los servicios de doñaCándida, le conté la dilatada y pintoresca histo-ria de los sablazos, con lo que se rió mucho, nodiciendo más sino: «¡Pobre señora!, ¡si mamá laviera en tal estado!...».

A los pocos días hablé con Lica del mismoasunto; pero ella, rebelándose contra lo quejuzgaba malicia mía, cortó mis amonestacionesdiciéndome con su lánguida expresión:

«No seas ponderativo... Tú tienes mala vo-luntad a la pobre niña Cándida. ¡Es más buenala pobre...! Sería riquísima si no fuera por losmalos administradores... ¡Será que el refaccio-nista le hace malas cuentas...! Luego es tan deli-cada la pobre... Ayer tuve que enfadarme conella para hacerle aceptar un favorcito, un pe-queño anticipo, hasta tanto que le vengan esasrentas del potrero... no es potrero, en fin, lo quesea. La pobre es más buena... No quería tomar-

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lo... ni por nada del mundo. Yo le pedí por laVirgen de la Caridad del Cobre que me hicierael favor de tomar aquella poca cosa... Veo quete ríes; no seas sencillo... ¡La pobre!... me ofendícon su resistencia y se me saltaron las lágrimas.Ella se echó a llorar entonces, y por fin se avinoa no desairarme».

Lica era una criatura celeste, un corazónseráfico. No conocía el mal; ignoraba cuánto defalaz y malicioso encierra el mundo, y a losdemás medía por la tasa de su propia inocenciay bondad. Yo contemplaba con tanto gozo co-mo asombro aquella flor pura de su alma, nocontaminada de ninguna maleza, y que ni si-quiera sospechaba que a su lado existía la ciza-ña. Me daba tanta lástima de turbar la paz deaquel virginal espíritu inoculándole el virus dela desconfianza, que decidí respetar su condi-ción ingenua, más propia para la vida en lasselvas que en las grandes ciudades, y no lehablé más del feroz Calígula.

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En tanto, Irene había tomado la dirección in-telectual, social y moral de las dos niñas y elpequeñuelo. Se les destinó, por acuerdo mío,un holgado aposento, donde todo el día estabala maestra a solas con los alumnitos, y en unahabitación cercana comían los cuatro. Yo previ-ne que todas las tardes salieran a paseo, noconsagrando al estudio sedentario más que lashoras de la mañana. La discreción, mesura,recato y laboriosidad de la joven maestra, ena-moraban a Lica que, en tocando a este punto,me echaba mil bendiciones por haber traído asu casa alhaja tan bella y de tal valor. Tambiénmi hermano estaba contentísimo, y yo me con-solaba así del mal que hice con llevarles la ca-lamidad de doña Cándida; y pensando en laútil abeja, olvidaba al chupador vampiro.

-XI-¿Cómo pintar mi confusión?

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¿Cómo describir mi trastorno y las molestiasmil que trajo a mi vida la que mi hermano lle-vaba? De nada me valía que yo me propusieseevadirme de aquella esfera, porque mis dicho-sos parientes me retenían a su lado casi todo eldía, unas veces para consultarme sobre cual-quiera asunto y matarme a preguntas, otraspara que les acompañase. Parecía que nadamarchaba en aquella casa sin mí, y que yo po-seía la universalidad de los conocimientos, da-tos y noticias. Pues, ¿y el obligado tributo decomer con ellos un día sí y otro no, cuando notodos los del mes?... Adiós mi dulce monotonía,mis libros, mis paseos, mi independencia, elrecreo de mis horas, acomodada cada cual parasu correspondiente tarea, su función o su des-canso. Pero lo que más me desconcertaba eranlas reuniones de aquella casa, pues habiéndomeacostumbrado desde algún tiempo atrás a reti-rarme temprano, las horas avanzadas de tertu-lia entre tanto ruido y oyendo tanta necedad,me producían malestar indecible. Además, el

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uso del frac ha sido siempre tan contrario a migusto, que de buena gana le desterraría del or-be; pero mi bendito hermano se había vueltotan ceremonioso, que no podía yo prescindir detan antipática vestimenta.

Ansioso de fama, José María bebía los vien-tos por decorar sus salones con todas las perso-nas notables y todas las familias distinguidasque se pudieran atraer; pero no lo conseguíafácilmente. Lica no había logrado hacersesimpática a la mayor parte de las familias cu-banas que en Madrid residen, y que en distin-ción y modales la superaban sin medida. Noveían su alma bondadosa, sino su rusticidad, sullaneza campestre y sus equivocaciones funes-tas en materia de requisitos sociales. A mis oí-dos llegaron ciertos rumores y chismes pocofavorables a la pobre Lica. Por toda la coloniacorrían anécdotas punzantes y muy crueles. Lomenos que decían de ella era que la habían cogi-do con lazo. Y tanta era la inocencia de la guajiri-

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ta, que no se desazonaba por hacer a veces ridí-culo papel, o no caía en ello. Ponía, sí, muchaatención a lo que mi hermano o yo le advertía-mos para que fuera adquiriendo ciertos perfilesy se adaptara a la nueva vida; y al poco tiemposu penetración natural triunfó un poco de suinveterada rudeza. El origen humildísimo, laeducación mala y la permanencia de Lica en unpueblo agreste del interior de la isla no erancircunstancias favorables para hacer de ella unadama europea. Y no obstante estos diversosantecedentes, la excelente esposa de mi herma-no, con el delicado instinto que completaba susvirtudes, iba entrando poco a poco en el nuevosendero y adquiría los disimulos, las delicade-zas, las prácticas sutiles y mañosas de la buenasociedad.

José María me suplicaba que le llevase buenagente, pero yo ¡triste de mí!, ¿a quién podíallevar, como no fuese a algún desapacible ca-tedrático, que iba a fastidiarse y a fastidiar a los

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demás? Es verdad que presenté a mi amadodiscípulo, a mi hijo espiritual, Manuel Peña,que fue muy bien recibido, no obstante suhumilde procedencia. Pero ¿cómo no, siademás de tener en su abono las tendenciasigualitarias de la sociedad moderna, se redimíapersonalmente de su bajo origen por ser el mássimpático, el más guapo, el más listo, el másairoso, el más inteligente y dominador quepodría imaginarse, en términos que descollabasobre todos los de su edad, y no había ningunoque le igualara?

Mi hermano simpatizó con él, tasándole enlo que valía; pero aún no estaba satisfecho eldueño de la casa, y a pesar de haberse afiliado aun partido que tiene en su escudo la democraciarampante, quería, ante todo, ver en su salón gen-te con título, aunque este fuese haitiano o pon-tificio, y hombres notables de la política, aun-que fueran de los más desacreditados. Los poe-tas y literatos famosos también le agradaban, y

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Lica estimaba particularmente a los primeros,porque para ella no había nada más deliciosoque el sonsonete del verso. No seré indiscretodiciendo que ella también pulsaba la lira, y queen su tierra había hecho natales y algunas déci-mas, que tenían todo el rústico candor del almade su autora y la aspereza salvaje de la mani-gua.

Desde las primeras reuniones se hizo amigode la casa y al poco tiempo llegó a ser concu-rrente infalible a ella, un poeta de los de trespor un cuarto...

-XII-¡Pero qué poeta!

Era de estos que entre los de su numerosaclase podía ser colocado, favoreciéndole mu-cho, en octavo o noveno lugar. Veinticincoaños, desparpajo, figura escueta, un nombre

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muy largo formado con diez palabras; un des-medido repertorio de composiciones varias,distribuidas por todos los albums de la cursiler-ía; soberbia y raquitismo componían las trescuartas partes de su persona: lo demás lohacían cuello estirado, barbas amarillentas yuna voz agria y dificultosa, como si manos imp-ías le estuvieran apretando el gaznate. Aquelpariente lejano de las musas (no vacilo en decir-lo groseramente) me reventaba. La idea pom-posa que de sí mismo tenía, su ignorancia abso-luta y el desenfado con que se ponía a hablar decuestiones de arte y crítica me causaban mareosy un malestar grande en todo el cuerpo. Vivíade un mísero empleíllo de seis mil reales, y taltono se daba, que a muchos hacía creer quellevaba sobre sí el peso de la Administración.Hay hombres que se pintan en un hecho, otrosen una frase. Este se pintaba en sus tarjetas.Parece que el Director General le había elegidopara que le escribiese las cartas, y estimando él

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esto como el mayor de los honores, redactabasus tarjetas así:

Francisco de Paula de la Costay Sainz del Bardal

JEFE DEL GABINETE PARTICULARDEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DIRECTOR

GENERAL DE BENEFICENCIA Y SANIDAD

Luego venían las señas: Aguardiente, 1.

Y a la cabeza de esta retahíla, la cruz de Car-los III, no porque él la tuviese, sino porque supadre había tenido la encomienda de dichaorden. Cuando este caballerito daba su tarjetapor cualquier motivo, le parecía a uno que re-cibía una biblioteca. Yo pensaba que si llegabaun día en que por artes del demonio hubiera deinscribirse el nombre de aquel poeta en el tem-plo del arte, se habría de coger un friso entero.

Actualmente han variado las tarjetas; pero lapersona no. Es de estos afortunados seres que

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concurren a todos los certámenes poéticos yjuegos florales que se celebran en los pueblos, yse ha ganado repetidas veces el pensamiento deoro o la violeta de plata. Sus odas son del do-minio de la farmacia por la virtud somnífera ypapaverácea que tienen; sus baladas son comoel diaquilón, sustancia admirable para resolverdiviesos. Hace pequeños poemas, fabrica poemasgrandes, recorta suspirillos germánicos y todo lodemás que cae debajo del fuero de la rima.Desvalija sin piedad a los demás poetas y timaideas; cuanto pasa por sus manos se hace vul-gar y necio, porque es el caño alambique pordonde los sublimes pensamientos se truecan ennecedades huecas. En todos los albums ponesus endechas expresando la duda o la melan-colía, o sonetos emolientes seguidos de metro ymedio de firma. Trae sofocados a los directoresde Ilustraciones para que le inserten sus versos,y se los insertan por ser gratuitos; pero no loslee nadie más que el autor, que es el público desí mismo.

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Este tipo, que aún suele visitarme y rega-larme alguna jaqueca o dolor de estómago, erauno de los principales ornamentos de los salo-nes de mi hermano, pues si este no le hacía ca-so, Lica y su hermana le traían en palmitas porla pícara inclinación que ambas tenían al verso.Excuso decir que a los dos días de conocimien-to, ya D. Francisco de Paula de la Costa y Sainzdel Bardal... ¡Dios nos asista!... les había com-puesto y dedicado una caterva de elegías, dolo-ras, meditaciones y nocturnos en que salían arelucir los cocoteros, manglares, hamacas, sin-sontes, cucuyos y la bonita languidez de lasamericanas.

Pero la gran adquisición de mi hermano fueD. Ramón María Pez. Cuando este hombre asis-tió a las reuniones, todas las demás figuras sequedaron en segundo término; toda luz palide-ció ante un astro de tal magnitud. Hasta el poe-ta sufrió algo de eclipse. Pez era el oráculo detoda aquella gente, y cuando se dignaba expre-

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sar su opinión sobre lo que había pasado aqueldía en el Congreso, sobre el arreglo de laHacienda o el uso de la regia prerrogativa,reinaba en torno de él un silencio tan respetuo-so que no lo tuvo igual Platón en el célebrejardín de Academos. El buen señor, diputadoministerial y encargado de una Dirección, teníatal idea de sí mismo, que sus palabras salíanrevestidas de autoridad sibilina. Obligado porlas exigencias sociales, yo no tenía más remedioque poner atención a sus huecos párrafos, queresonaban en mi espíritu con rumor semejanteal de un cascarón de huevo vacío cuando se caeal suelo y se aplasta por sí solo. La cortesía meobligaba a oírle; pero mi corazón le despreciabacomo despreciamos esa artimaña de feria quellaman la cabeza parlante. Él no debía de tenermegran estima; pero como hombre de mundo,afectaba respeto a los estudios serios que eranmi tarea constante. Así, siempre que venía ro-dando a la conversación algún grave tema, de-

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cía con cierta benevolencia un poquillo soca-rrona: «Eso, al amigo Manso...».

Llevado por Pez fue también Federico Cima-rra, hombre que conocen en Madrid hasta laspiedras, como le conocían antes los garitos,también diputado de la mayoría de estos queno hablan nunca, pero que saben intrigar porsetenta, y afectando independencia, andan acaza de todo negocio no limpio. Constituyenestos antes que una clase, una determinacióncancerosa, que secretamente se difunde portodo el cuerpo de la patria, desde la última al-dea hasta los Cuerpos Colegisladores. Hombrede malísimos antecedentes políticos y domésti-cos, pero admitido en todas partes y amigo detodo el mundo, solicitado por servicial y respe-tado por astuto, Cimarra no tenía las formasenfáticas del señor de Pez, antes bien erasimpático y ameno. Solíamos echar grandespárrafos, él mostrándome su escepticismo tanbrutal como chispeante, yo poniendo a las co-

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sas políticas algún comentario que concordaba,¡extraña cosa!, con los suyos. De esta clase degentes está lleno Madrid: son su flor y su esco-ria, porque al mismo tiempo le alegran y le pu-dren. No busquemos nunca la compañía deestos hombres más que para un rato de solaz;estudiémosles de lejos, porque estos apestadostienen notorio poder de contagio, y es fácil queel observador demasiado atento se encuentremanchado de su gangrenoso cinismo cuandomenos lo piense.

Y las recepciones de mi hermano ganaban enimportancia de día en día, y no un periodiquínque se salió con que allí reinaba el buen tono, ydijo que todos éramos muy distinguidos. JoséMaría vio con gozo que entraban títulos en sussalones, cosa que a mí nunca me pareció difícil.El primero a quien tuvimos el honor de recibirfue al conde de Casa-Bojío, hijo de los marque-ses de Tellería, casado con una cubana millona-ria y distinguidísima. Se esperaba que no tar-

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daría en ir también la marquesa de Tellería, yquizás quizás el marqués de Fúcar.

Pero lo más digno de consignarse y aun deser transmitido a la historia, es que en las tertu-lias de Manso nació una de las más ilustres aso-ciaciones que en estos tiempos se han formadoy que más dignifican a la humanidad. Me refie-ro a esa Sociedad general para socorro de los inváli-dos de la industria, que hoy parece tiene vidarobusta y presta eficaces servicios a los obrerosque se inutilizan por enfermedad o cualquieraccidente. Yo no sé de quién partió la idea, peroello es que tuvo feliz acogida, y en pocas no-ches se constituyó la junta de gobierno y sehicieron los estatutos. D. Ramón Pez, que to-cante a la estadística, a la administración, a labeneficencia, era un verdadero coloso, y com-binaba estas tres materias para sacar estadosllenos de números y de los números pasmosasenseñanzas, fue nombrado presidente. A Cima-rra hiciéronle vicepresidente, a mi hermano

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tesorero, y Sainz del Bardal, que era quien másmangoneaba en esto, se hizo a sí mismo secre-tario. ¡Que siempre, oh bondad de Dios, han deandar los poetas en estas cosas! Yo, por másque luché para no ser más que soldado raso enaquella batalla filantrópica, no pude evitar queme nombraran consiliario. No me molestaba elcargo ni su objeto, sino la negra suerte de tenerque bregar con el poeta y de sufrir a toda horala ingestión de sus increíbles necedades. Era sutrato como sucesivas absorciones de no sé quémiasmas morbosos. Yo me ponía malo conaquel dichoso hombre. Manuel Peña le odiabatanto, que le había puesto por nombre el tifus, yhuía de él como de un foco de intoxicación.

Y ya que hablo de Peña, diré que era muyconsiderado en la tertulia y que se apreciabansus méritos y condiciones. Algo y aun algos setransparentaba a veces del inconveniente de latabla de carne; pero la cortesía de todos, el tufi-llo democrático de algunos tertuliantes, y más

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que nada, la finura, corrección y caballerosidadde Peña, ponían las cosas en buen terreno. ¡Co-sa rara!, el que más parecía estimarnos a Peña ya mí era el cínico Cimarra, des preocupadísimo,apasionado, según decía, de la gente que vale.Era de estos que se burlan del saber y admirana los que saben. Pero no me gustó que el mismoCimarra fuese quien por primera vez dio enllamar a mi discípulo Peñita, diminutivo que lequedó fijo y estampado, y que, digan lo quequieran, siempre lleva en sí algo de desdén.

José María pasaba el día rumiando lo quepor la noche se había dicho en la tertulia, y nose ocupaba más que de fortificar sus ideas y deorganizarlas de modo que estuvieran confor-mes con el credo del partido.

«¿Qué te parece el partido?» me preguntabacon frecuencia.

Y yo le respondía que el partido era el mejorque hasta la fecha se había visto. A lo que él

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decía: «Yo quisiera que se organizase a loinglés... porque esto es lo verdaderamentepráctico, ¿eh? Es verdaderamente lamentableque aquí no estudie nadie la política inglesa yque vivamos en un tejer y destejer verdadera-mente estéril».

Yo le oía, y alabando a Dios, le daba cuerdapara que siguiese adelante en sus apreciacionesy me mostrase, como asunto de estudio, laasombrosa variedad de las manías humanas.

Volviendo alguna vez los ojos a los asuntosde su casa y de sus hijos, me decía:

«Bueno será que des una vuelta por el cuartode los chicos, ¿eh?... a ver qué tal se porta esainstitutriz verdaderamente notable».

Yo lo hacía de muy buen grado. Iba por unrato, y sin darme cuenta de ello, me pasaba allíun par de horas, inspeccionando las lecciones ycontemplando como un tonto a la maestra, cu-

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ya belleza, talento y sobriedad me agradabanen extremo.

-XIII-Siempre era pálida

Tan pálida como en su niñez, de buen talle,muy esbelta, delgada de cintura, de lo demásproporcionadísima, en todos sus contornos,admirable de forma, y con un aire... Sin ser unabelleza de primer orden, agradaba probable-mente a cuantos la veían, y con seguridad meagradaba a mí, y aun me encantaba un poqui-llo, para decirlo de una vez. Bien se podían po-ner reparos a sus facciones; pero, ¿qué rígidoprofesor de estética se atrevería a criticar suexpresión, aquella superficie temblorosa delalma, que se veía en toda ella y en ninguna par-te de ella, siempre y nunca, en los ojos y en eleco de la voz, donde estaba y donde no estaba,

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aquel viso del aire en derredor suyo, aquelhueco que dejaba cuando partía?... Era, hablan-do más llanamente, todo lo que en ella revelabael contento de su propia suerte, la serenidad ytemple del ánimo. Formando como el núcleo detodos estos modos de expresión, veía yo suconciencia pura y la rectitud de sus principiosmorales. La persona tiene su fondo y su estilo;aquel se ve en el carácter y en las acciones, estese observa no sólo en el lenguaje, sino en losmodales, en el vestir. El traje de Irene era co-rrecto, de moda y sin afectación, de una senci-llez y limpieza que triunfarían de la crítica másrebuscona.

Desde mis primeras visitas de inspección,sorprendiome el sensato juicio de la maestra, suexacto golpe de vista para apreciar las cosas deesta vida, y poner a respetuosa distancia lasque son de otra. Su aplomo declaraba una natu-raleza superior compuesta de maravillososequilibrios. Parecía una mujer del Norte, nacida

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y criada lejos de nuestro enervante clima y deeste dañino ambiente moral.

Desde que los chicos se dormían, Irene se re-tiraba a la habitación que Lica le había destina-do en la casa, y nadie la volvía a ver hasta el díasiguiente muy temprano. Por la mulata supeque parte de aquellas horas de la noche las em-pleaba en arreglar sus cosas y en reparar susvestidos; de aquí que su persona se mantuvierasiempre en aquel estado de compostura y aseo,que la realzaba del mismo modo que un cielopuro y diáfano realza un bello paisaje. Su hon-rada pobreza la obligaba a esto, y en verdad¿qué mejor escuela para llegar a la perfección?Este detalle me cautivaba, y fue, con el trato,grande motivo de la admiración que despertóen mí.

Otro encanto. Tenía finísimo tacto para tra-tar a los niños, que aunque de buena índole,eran, antes de caer en sus manos, voluntariosos,díscolos, y estaban llenos de los más feos resa-

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bios. ¿Cómo llegó a domar a aquellas tres fiere-citas? Con su penetración hizo milagros, con suinnata sabiduría de las condiciones de la infan-cia. Los pequeños, jamás castigados por ellacorporalmente, la querían con delirio. La per-suasión, la paciencia, la dulzura eran frutosnaturales de aquella alma privilegiada.

Un día que hablábamos de varias cosas, con-cluida la lección, traje a la memoria los tiemposen que Irene iba a mi casa. Me parecía verla aúngarabateando en mi mesa y revolviéndomelibros y cuartillas. Pues aunque no hice men-ción de los infaustos papelitos de doña Cándi-da, este recuerdo fue muy poco agradable a lamaestra. Lo conocí y varié al punto la conversa-ción.

Había yo cometido la torpeza de lastimar sudignidad, que aún debía de resentirse de lascrueles heridas hechas en ella por la degrada-ción postulante de su tía, por las escaseces de

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ambas y por el hambre de la pobre niña, malcalzada y peor vestida.

Más encantos. Noté que la imaginación teníaen ella lugar secundario. Su claro juicio sabíadescartar las cosas triviales y de relumbrón, yno se pagaba de fantasmagorías, como la mayorparte de las hembras. ¿Consistía esto en cuali-dades originales o en las enseñanzas de la des-gracia? Creo que en ambas cosas. Rara vez sor-prendí en sus palabras el entusiasmo, y este erasiempre por cosas grandes, serias y nobles. Heaquí la mujer perfecta, la mujer positiva, la mu-jer razón, contrapuesta a la mujer frivolidad, ala mujer capricho. Me encontraba en la situa-ción de aquel que después de vagar solitariopor desamparados y negros abismos, tropiezacon una mina de oro o de piedras preciosas y sefigura que la Naturaleza ha guardado aqueltesoro para que él lo goce, y lo coge, y a la ca-lladita se lo lleva a su casa; primero lo disfrutay aprecia a solas; después, publica su hallazgo

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para que todo el mundo lo alabe y sea motivode general maravilla y contento. Y de esta si-tuación mía nacieron pensamientos varios quea mí mismo me sorprendían poniéndome comofuera de mí y haciéndome como diferente a mímismo, en términos que noté un brioso movi-miento en mi voluntad, la cual se encabritó (nohallo otra palabra) como corcel no domado, yesparció por todo mi ser impulsos semejantes alos que en otro orden resultan de la plétorasanguínea, y...

-XIV-¿Pero cómo, Dios mío, nació en mí aquel

propósito?

¿Nació del sentimiento o de la razón? Hoymismo no lo sé, aunque trato de sondear elproblema, ayudado de la serenidad de espíritude que disfruto en este momento.

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«Esta joven es un tesoro» dije a mi hermanoy a Lica, que estaban muy contentos con losprogresos de las niñas.

En los días buenos, Irene y las tres criaturassalían a paseo. Yo cuidaba mucho de que no sealterara aquella costumbre, recomendada por lahigiene, y me agregaba a tan buena compañíalas más de las tardes, unas veces porque hacíapropósito de ello, otras porque los encontraba(no sé si casualmente) en la calle. Estas casuali-dades ocurrían con orden tan infalible, que de-jaron de serlo. Hablando con Irene, pude ob-servar que no era mujer con pretensiones desabia, sino que poseía la cultura apropiada a susexo y superior indisputablemente a toda laque pudieran mostrar las mujeres de nuestrotiempo. Tenía rudimentos de algunas ciencias,y siempre que hablaba de cosas de estudio lohacía con tanto tino, que más se la admirabapor lo que no quería saber que por lo que noignoraba.

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Nuestras conversaciones en aquellos gratospaseos eran de cosas generales, de aficiones, degustos y a veces del grado de instrucción que sedebe dar a las mujeres. Conformándose con miopinión y apartándose del dictamen de tantopropagandista indigesto, manifestando anti-patía a la sabiduría facultativa de las mujeres ya que anduviese en faldas el ejercicio de lasprofesiones propias del hombre; pero al mismotiempo vituperaba la ignorancia, superstición yatraso en que viven la mayor parte de las espa-ñolas, de lo que tanto ella como yo deducíamosque el toque está en hallar un buen términomedio.

Y a medida que me iba mostrando su inter-ior riquísimo, iba yo encontrando mayor con-sonancia y parentesco entre su alma y la mía.No le gustaban los toros, y aborrecía todo loque tuviera visos de cosa chulesca. Era profun-da y elevadamente religiosa; pero no rezona, nigustaba de pasar más de un rato en las iglesias.

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Adoraba las bellas artes y se dolía de no teneraptitud para cultivarlas. Tenía afanes de deco-rar bien el recinto donde viviese y de labrarse elagradable y cómodo rincón doméstico que losingleses llaman home. Sabía poner a raya el sen-timentalismo huero que desnaturaliza las cosasy evocar el sano criterio para juzgarlas, pesarlasy medirlas como realmente son.

Cuando hubo adquirido más franqueza, mecontaba algunas anécdotas de doña Cándida,que me hacían morir de risa. Comprendí cuán-to debió de sufrir la pobre joven en compañíade persona tan contraria a su natural recto y asus gustos delicados. Confianza tras confianza,fue contándome poco a poco, en sucesivos pa-seos y sesiones interesantes, cosas de su infan-cia y pormenores mil, que así revelaban su ta-lento como su exquisita sensibilidad.

Y en esto se echaron encima las Pascuas. Li-ca había dado a luz el 15 de Diciembre un ente-co niño de quien fui padrino y a quien pusimos

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por nombre Máximo. Mi hermano, gozoso delcrecimiento de la familia, se extremó tanto endar propinas y en hacer regalos, que yo estabaasustado y le aconsejé que se refrenara, porquelos excesos de su liberalidad tocaban ya en elmal gusto. Pero él, con tal de oír las manifesta-ciones de gratitud y de que se alabara su des-prendimiento, no vacilaba en exprimir sus bol-sillos. Aquellos días hubo en casa una reuniónmagna de la Sociedad para socorro de los inválidosde la industria, y se nombraron no sé cuántascomisiones y subcomisiones, las cuales eligie-ron sus respectivas ponencias para emitir pron-to y luminoso dictamen sobre los gravísimospuntos de doctrina y aplicación que se habíande tratar. ¡Bienaventurados obreros, y qué feli-ces iban a ser cuando aquella máquina, todavíano armada, echase a andar, llenando a Españacon su admirable movimiento y esparciendorayos de beneficencia por todas partes!

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Las tardes de la semana de Navidad, quepara algunos es tan alegre y para mí ha sidosiempre muy sosa, las pasábamos acompañan-do a Lica. Doña Cándida no faltaba nunca, ydemostraba a mi cuñada y a su niño una ternu-ra idolátrica, cuya última nota era quedarse acomer. La admiración táctica de Calígula por elcocinero de la casa, si discreta, no era nadaplatónica.

Una tarde se les antojó a los chicos ir al tea-tro, y como el de Martín está tan cerca y dabanEl Nacimiento del Hijo de Dios y La Degollación delos Inocentes, tomé un palco y nos fuimos allá,Irene, yo y la familia menuda. Chita, que sedispuso a ir también y llegó hasta la escaleracon un sombrerote tan grande que no se le veíala cara, se volvió adentro porque se sentía muyfluxionada. Yo estaba alegre aquella tarde, y elaspecto del teatro, poblado de criaturas de to-das edades y sexos, aumentaba mi regocijo, elcual no sé si provenía de una recóndita admira-

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ción de la fecundidad y aumento de la especiehumana. Hacía bastante calor allí dentro, y lasestrechas galerías, donde tanta gente se acomo-daba, parecían guirnaldas de cabezas humanas,entre las cuales descollaban las de los chiqui-llos. No he visto algazara como aquélla; arriba,uno pedía la teta, abajo berraqueaba otro, y enpalcos y butacas las pataditas, el palmoteo, yaquel continuo mover de caras, producían con-fusión, mareo y como un principio de demen-cia. Las luces rojizas del gas daban a aquel re-cinto, donde hervían ardientes apetitos de emo-ciones, tanta bulliciosa y febril impaciencia, nosé qué graciosa similitud con calderas inferna-les o con un infiernito de juego y miniatura,improvisado en el Limbo en una tarde de Car-naval.

Mucho terror causó a Pepito María ver saliral demonio, luego que se alzó el telón. Era elmás feo mamarracho que he visto en mi vida.El pobre niño escondía su cara para no verlo;

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sus hermanitas se reían, y él, excitado por todospara que perdiese el miedo, no se aventurabamás que a abrir un poquito de un ojo, hastaque, viendo los horribles cuernos del actor quehacía de demonio, los volvía a cerrar y pedíaque le sacaran de allí. Felizmente la salida deun ángel, armado de lanza y escudo, que concuatro palabras supo acoquinar al diablo y dar-le media docena de patadas, tranquilizó a Pepi-to, el cual se animó mucho oyendo las exclama-ciones de contento que de todos los puntos delteatro salían.

A medida que adelantaba la exposición deldrama, Irene y yo nos admirábamos de queasunto tan serio, poético y respetable, se pusie-ra en indecente farsa. Sale allí un templo conuna ceremonia del casamiento de la Virgen,que es lo que hay que ver y oír. El sacerdote,envuelto en una sábana con tiras de papel do-rado, tenía todo el empaque de un mozo decuerda que acabase de llegar de la esquina

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próxima. Vimos a San José, representado porun comiquejo de estos que lucen en los sainetesy que allí era más ridículo por la enfática gra-vedad que quería dar al tipo incoloro y pocoteatral del esposo de María; vimos a esta, queera una actriz de fisonomía graciosa, con másde maja que de señora, y que se esforzaba enponer cara inocente y dulzona. Vestida impro-piamente, no podía acomodar su desfiguradotalle de modo que desapareciesen los indiciosde próxima maternidad. Pero lo más repugnan-te de aquella farsa increíble era un pastor zafioy bestial, pretendiente a la mano de María, yque en la escena del templo y en el resto de laobra, se permitía groseras libertades de lengua-je a propósito de la mansedumbre de San José.Irene opinaba, como yo, que tales espectáculosno deben permitirse, y hacía consideracionesbien tristes sobre los sentimientos religiosos deun pueblo que semejantes caricaturas tolera yaplaude.

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Esto me llevó a hablarle del teatro en gene-ral, de su convencionalismo, de las falsedadesque le informan, y hablaba de esto, porque nose me ocurría la manera de introducir en laconversación otros temas más en armonía conel estado de mis sentimientos. Yo buscabafórmulas de transición y hallaba en mí increíbletorpeza. Creo que el calor, el bullicio de los en-treactos y el tedio de aquel sacrílego sainetónponían en mi mente un aturdimiento espanto-so. No sé qué fatal y desconocida fuerza mellevaba a no poder tratar más que asuntos co-munes, desabridos y áridos, como una lecciónde mi cátedra. La misma belleza y gracia deIrene, lejos de espolearme, ponía como un selloen mi boca, y en todo mi espíritu no sé qué mis-teriosas ligaduras.

Ignoro cómo rodó la conversación a cosas yhechos de su infancia. Irene me habló de supadre, que fue caballerizo; recordaba vagamen-te su uniforme con bordados, una pechera roja,

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un tricornio sobre una cara que se inclinabahacia ella, chiquitita, para darle besos. Recor-daba que en los albores de su conocimiento,todo respiraba junto a ella profundo respetohacia la Casa Real. Una tía suya paterna, máshumana que doña Cándida, la amaba entraña-blemente. Esta señora recibía una pensión de laCasa Real, porque su esposo, sus padres, abue-los y tatarabuelos habían sido también caballe-rizos, sumilleres, guardamangieres o no sé qué.El entusiasmo de esta señora por la regia fami-lia era una idolatría. Cuando sobrevino la revo-lución del 68, la tía de Irene perdió la pensión yel juicio, porque se volvió loca de pena, y alpoco tiempo murió, dejando a su tierna sobrinaen las garras de doña Cándida.

Verdaderamente, estas cosas tenían para míun interés secundario, y más cuando mi espíri-tu me atormentaba con la idea de una urgentemanifestación de sentimientos. Por naturalsimpatía, mi cabeza se asimilaba y hacía suyo

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aquel estado de congoja moral, y empezaba amolestarme con una obstrucción dolorosa. Ypermanecí callado en un ángulo del palco,mientras los chicos miraban embobecidos elcuadro de la Anunciación, el del Empadrona-miento y el viaje a Belén. Irene conoció en misilencio que me dolía la cabeza, y me dijo quesaliendo un poquito a la calle para que me di-era el aire se me quitaría.

Pero no quise salir, y durante el segundo en-treacto hablamos... ¿de qué?, pues del caballeri-zo, de la tía de Irene, que padecía jaqueca detres días, con vómito, delirio y síncope. Pocodespués, alzado otra vez el telón, vimos elmonte, la cascada de agua natural que caía de loalto del escenario, y escurría entre hojalata; lospastores y el rebaño vivo, compuesto de unadocena de blancos borregos. En aquel momentoparecía que se iba a hundir el teatro: tan locoentusiasmo suscitaban los chorros de agua y loscorderos. Yo, como artista, consideraba la índo-

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le de unos tiempos en que se hacen zarzuelasdel Nuevo Testamento, y luego, mientras sepresentaba a los admirados ojos de la chiqui-llería, de las criadas y nodrizas el bonito cuadrodel Portal, dejose ir mi mente a un orden dejuicios que no eran totalmente distintos de losanteriores. Viendo en caricatura los hechos mássagrados y puesto en farsa lo que la religiónllama misterio para hacerlo más respetable, sedespertó en mí un prurito de crítica que, a miparecer, no dejaba de relacionarse con el pícarodolor de cabeza, pues parecía que este lo esti-mulaba, dando a mi criterio pesimista la agu-deza de aquel filo que me cortaba el cráneo. Ylo más raro fue que mi crítica implacable secebaba en aquello que más admiraban mis ojosy que traía a mi espíritu tan risueñas esperan-zas. Sin duda aquel feo demonio que tantohabía asustado a Pepito, se metió en mí, porqueyo no cesaba de contemplar a Irene, no parasaciarme en la vista de sus perfecciones, sinopara buscarle defectos y encontrárselos en gran

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número; que esto era lo más grave. Su nariz meparecía de una incorrección escandalosa, suscejas demasiado tenues no permitían que lucie-ra bastante la proyección melancólica de susojos. ¿No era su boca quizás, o sin quizás, másgrande de lo conveniente? Luego dejaba corrermi despiadada regla por el cuello abajo y en-contraba que en tal o cual parte hacía el vestidodemasiados pliegues, que el corsé no acusabaperfiles estéticos, que la cintura se doblaba másde lo regular, y al mismo tiempo, ni había en sutraje el esmerado corte que, a mi juicio, debíatener, y sus guantes tenían una roturilla, y susorejas estaban demasiado rojas, no sé si por elcalor, y su sombrero era muy grande, y suscabellos... Pero ¿a qué seguir? Mi cruel observa-ción no perdonaba nada, iba a rebuscar los de-fectos hasta en las regiones menos visibles, y alhallarlos, cierta complacencia impía daba des-canso a mi espíritu y alivio a mi dolor de cabe-za... ¡Tontería grande aquel trabajo mío, y cómome reí de él más tarde! ¡Ni qué cosa humana

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habrá que a tal análisis resista! Pero es unadesdicha conocer el amargo placer de la crítica,y ser llevado por impulsos de la mente a des-hojar la misma flor que admiramos. Vale másser niño y mirar con loco asombro las imperfec-ciones de un rudo juguete, o sentar plaza parasiempre en la infantería del vulgo. Esto me lle-vaba a sospechar si el ideal estético será puroconvencionalismo, nacido de la finitud o de-terminación individual, y si tendrán razón lostontos al reírse de nosotros, o lo que es lo mis-mo, si los tontos serán en definitiva los discre-tos.

«¡Pobrecito Máximo! -me dijo de improvisoIrene, en el momento que caía el telón-. ¿No sealivia esa cabeza?».

Estas palabras me hicieron el efecto de undisciplinazo. Parece que me habían despertadode un letargo. La miré, pareciome entonces tanacabada como yo torpe, malicioso y zambo decuerpo y alma.

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«Me duele mucho... El calor..., el ruido...».

En aquel momento llamaban al autor, queno era San Lucas.

«Pues vámonos», dijo Irene.

Fue preciso hacer creer a las niñas que sehabía acabado todo. Pero Belica, la mayor, es-taba bien enterada del programa y nos decíamuy afligida: «Si falta la degollación...».

Irene las convenció de que no faltaba nada, ysalimos.

«Le pondré a usted paños de agua sedativa»me dijo la profesora al atravesar la calle de San-ta Águeda.

¡Me pondría paños! Al oírla me pareció, noya perfecta, sino puramente ideal, hermana osobrina de los ángeles que asisten en el Cielo alos santos achacosos y les dan el brazo para

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andar, y vendan y curan a los que fueron márti-res, cuando se les recrudecen sus heridas.

«El agua sedativa no me hace bien. Veremossi puedo dormir un poco».

-¿Se va usted a casa?

-No; me echaré en el sofá del despacho deJosé María.

Y así lo hice. Muy entrada la noche, cuandodesperté y me dieron una taza de té, ya despe-jada la cabeza, sentí vivos deseos de ver a Irene,pero no me atreví a preguntar por ella. Al salirpara retirarme a mi casa, doña Jesusa, como siadivinara mi pensamiento, me dijo:

«Esa niña, esa Irenita vale un Perú, es másbuena... Hasta hace un rato ha estado cosiendo.Ya se ha encerrado en su cuarto. ¿Pero creeráusted que duerme? Está leyendo acostada».

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Al pasar vi claridad en el montante de lapuerta. ¡Luz en su cuarto! ¿Qué leería?

-XV-¿Qué leería?

Este fue el objeto de mis profundas cavila-ciones en el tiempo que tardé en llegar a micasa, y aún me persiguió aquel enigma hastaque me dormí, después de leer yo también unrato. ¿Y cuál fue mi lectura? Abrí no sé qué li-bros de mi más ardiente devoción, y me hartéde poesía y de idealidad.

Al despertar volví a preguntarme: «¿Quéleería?». Y en clase, cuando explicaba mi lec-ción, veía por entre las cláusulas y pensamien-tos de esta, como se ve la luz por entre las ma-llas de un tamiz, la cuestión de lo que leía Irene.

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Cumplidos mis deberes profesionales, aqueldía, como casi todos, fui a almorzar a casa demi hermano; y ved aquí cómo llegó a sermeagradable aquella mansión que al principiotantas antipatías despertaba en mí, por el tras-torno que sus habitantes habían causado en miscostumbres. Pero yo empezaba a formarme unasegunda rutina de vida, acomodándome al me-dio local y atmosférico; que es ley que el mun-do sea nuestro molde y no nuestra hechura.

Favorecía mis visitas a aquella casa suproximidad a la mía, pues en seis minutos ycon sólo quinientos sesenta pasos salvaba yo ladistancia, por un itinerario que parecía caminocelestial, formado de las calles del Espíritu San-to, Corredera de San Pablo y calles de San Joa-quín, San Mateo y San Lorenzo. Esto era pa-searse por las páginas del Año Cristiano. ¡Y lacasa me parecía tan bonita, con sus nueve bal-cones de antepecho corridos, que semejabanpentagrama de música! ¡Y eran tan interesantes

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la tienda, muestra y escaparates del estuquistaque habitaba en el piso bajo! La gran escalerablanquecina me acogía con paternal agasajo, yal entrar salía a recibirme el huésped eterno yfijo de la casa, un fuerte olor de café retinto, quese asociaba entonces a todas las imágenes, ideasy sucesos de la familia, y aun hoy viene a for-mar en el fondo de mi memoria, siempre querepite aquellos días, como un ambiente senso-rio que envuelve y perfuma mis recuerdos.

El primero que aparecía ante mí era Ruperti-co haciendo cabriolas, besándome la mano yllamándome Taita. Aquel día me dijo:

«Mi ama Lica se ha levantado hoy».

Entré a verla. Allí estaba doña Cándida,hecha un caramelo de amabilidad, atendiendoa Lica, arreglándole las almohadas en el sillón,cerrando las puertas para que no le diera aire, yal mismo tiempo poniendo sus cinco sentidosen la criatura y en el ama. Las reglas y precep-

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tos que Calígula dictaba a cada momento paraque el niño y la nodriza no sufrieran el menorpercance, llenarían tantos volúmenes como laNovísima Recopilación. Ella había buscado el amay la había vestido, poniéndole más galones quea un féretro, collares rojos y todo lo demás queconstituye el traje de pasiega; ella le había mar-cado el régimen y regulaba las hartazgas quetomaba aquella humana vaca, de cuya voraci-dad no puede darse idea. Ella corría con todo lode ropitas, fajas y abrigos para mi tierno ahija-do.

«Tiene toda la cara de tu madre -me decía-, yeste se me figura que va a ser un sabio como tú.¿Pero has visto cosa más rica que este ángel?».

A mí me parecía bastante feo. Tenía por na-riz la trompeta que es característica de todos losMansos, y un aire de mal humor, un gesto avi-nagrado, un mohín tan displicente, que me lefiguraba echando pestes de los fastidiosos ob-sequios de doña Cándida.

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Esta se multiplicaba para atender a todo; ycomo al muchacho se le ocurriese dar uno deesos estornudos de pájaro que dan los niños, yaestaba mi cínife con las manos en la cabeza,cerrando puertas y riñéndonos, porque decíaque hacíamos aire al pasar. Cuando Maximínbostezaba, abriendo su desmedida boca sindientes, al punto gritaba ella: «¡Ama, la teta, lateta!».

Era el ama rolliza y montaraz, grande yhombruna, de color atezada, ojos grandes yterroríficos, que miraban absortos a las perso-nas como si nunca hubieran visto más queanimales. Se asombraba de todo, se expresabacon un como ladrido entre vascuence y caste-llano, que sólo mi cínife entendía, y si algo re-velaba su ruda carátula era la astucia y descon-fianza del salvaje. Cuando, obediente a la con-signa de doña Cándida, tomaba al chiquillopara alimentarle y se sacaba del pecho con difi-cultad un enorme zurrón negro, creía yo que

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aquello iba a sonar como las gaitas de mi país.Lica estaba muy contenta del ama, y cuandoesta no podía oírlo, decía doña Cándida, ra-diante de orgullo:

«No hay mujer como esta, no la hay... Le di-go a usted, Lica, que ha sido una adquisición...¡Gracias a mí, que la he buscado como panbendito!... Hija, estas gangas no se encuentran ala vuelta de la esquina. ¡Qué leche más rica! ¡Yqué formalota!... una cosa atroz ¿ha visto usted?No dice esta boca es mía».

Débil, más indolente que nunca, pero risue-ña y feliz, mi cuñada manifestaba su gratitudcon expresiones cariñosas, y Calígula le decía:

«¡Qué bien está usted!... ¡Qué bonito color!Vamos, está usted muy mona».

Y Lica me dijo, como siempre:

«Máximo, cuéntame cosas».

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-¿Qué cosas ha de contar este sosón? -zumbómi cínife con humor picaresco-. Que empiece aechar filosofías y nos dormimos todas.

A pesar de esta sátira, yo contaba cosas a Li-ca, le hablaba de teatros, actualidades y de lasnoticias de Cuba.

La peinadora entró a peinar a Chita que,mientras le arreglaban el pelo, me obligó a dar-le cuenta de todas las funciones que en la últi-ma quincena se habían dado en los teatros. Yo,que no había ido a ninguno, le decía lo que seme antojaba. Lo mismo Chita que mi cuñadatenían pasión por los dramas y antipatía a lamúsica y a las comedias de costumbres. Paraellas no había goce en ningún espectáculo si noveían brillar espadas y lanzas, y si no salían losactores muy bien cargados de barbas y vestidosde verde, o forrados de hojalata imitando ar-maduras. Odiaban la llaneza de la prosa, y sedormían cuando los actores no declamabancortando la frase con hipos y el sonajeo de las

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rimas. Compraba Chita todos los dramas delmoderno repertorio, y ambas hermanas losleían con deleite entre sorbos de café. Despuésse les veía esparcidos sobre la chimenea y elvelador, en las banquetas o en el suelo, a vecesenteros, otras partidos en actos o en escenas,cada pliego por su lado, revuelta la catástrofecon la prótasis y la anagnórisis con la peripecia.Aquel día, además del desbarajuste dramático,observé en el gabinete los desórdenes que, porser cotidianos, no me llamaban ya la atención.Sobre mesillas y taburetes se veían las tazas decafé, unas sucias, mostrando el sedimento deazúcar, otras a medio beber y frías como el hie-lo; sobre tal silla un sombrero de señora; unabrigo en el suelo; sobre la chimenea una bota;el devocionario encima de un plato y cuchari-llas de café dentro de un florerito de porcelana.

El gabinete estaba adornado a prisa y porcontrata, con objetos ricos y al mismo tiempovulgares, pagados al doble de su valor natural.

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Doña Cándida se había encargado del cortinajey de varias chucherías que sobre la chimeneaestaban, ofreciéndolas como una de esas gangasque rara vez se presentan. Un día que yo noestaba allí, acudió (creo que llevado tambiénpor Calígula) un mercader de objetos de arte, ysupo endosarle a Lica media docena de cuadrossin mérito, que a todos los de la casa parecieronadmirables por el rabioso y brillante color delos trajes, pintados con cierta habilidad. Habíaun reloj de música que a cada hora soltaba unatocata; pero a los ocho días se plantó, y no huboforma humana de que tocase más ni de quediese la hora. Y como los demás relojes de lacasa marchaban en espantosa anarquía, allí nose tenían nunca datos del tiempo, y había huel-ga de horas, e insurrección de minutos.

«Máximo, ¿qué hora es?... Chinito, llégate aver qué hace José María. No le he visto hoy.Todita la mañana ha estado en el despacho con

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Sainz del Bardal. Verdad que hoy es correo deCuba. Pero ya debe ser hora de almorzar».

En el despacho encontré a José María ata-readísimo con el correo de Cuba. AyudábaleSainz del Bardal, y entre los dos tenían escritasya cantidad de cartas bastante a cargar un va-por-correo.

«Ya sabes -me dijo mi hermano-, que creotener segura mi elección en uno de los distritosde la isla que están vacantes. El ministro se haempeñado en ello. Me tiene verdaderamenteacosado. Yo, ¿qué he de hacer?... Luego, de alláme escriben... Mira todas las cartas de Sagua;entérate... Dicen que sólo yo les inspiro con-fianza... Estoy verdaderamente agradecido aestos señores... Querido Sainz, descanse usted yvámonos a almorzar. Ea, camaradas, a la me-sa».

Almorzamos. Tan afanado estaba José Maríacon su elección y con la política, que ni en la

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mesa descansaba, y apoyando el periódico enuna copa, leía, como a bocados y a sorbos, lasesión del día anterior.

«Ese Cimarra -manifestó en su respiro-, eshombre verdaderamente notable. Dicen que esinmoral... Mira, tú; yo no quiero meterme en lavida privada, ¿eh? En la pública, Cimarra esverdaderamente activo, hábil, muy amigo desus amigos. Anoche estuvimos hasta las dos enel despacho del ministro... Y ahora que meacuerdo, hablamos de ti. Ya es hora de que pa-ses a una cátedra de Universidad, y bien podríaser que dentro de algún tiempo te calzaras laDirección de Instrucción Pública... Ea, ea, novengas con modestias ridículas. Eres verdade-ramente una calamidad. Con ese genio nuncasaldrás de tu pasito corto».

Y cuando mi hermano volvía a engolfarse enla lectura del periódico, que era uno de los delpartido, el poeta me tomaba por su cuenta, paracomunicarme, sin dejar de engullir, los progre-

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sos de la Sociedad filantrópica, de que era se-cretario. Ya había dado dictamen una de lascomisiones. Los debates serían reñidísimos.Había voto particular, y los pareceres de losvocales estaban muy divididos. Se trataba deun problema importante, sin cuya aclaración notenía la Sociedad fundamento sólido en quéapoyarse; se trataba de establecer el grado deeficacia que podría alcanzar la campaña fi-lantrópica, mientras no variasen las actualesrelaciones entre el capital y el trabajo, y nohubiese una disposición legislativa que de unavez para siempre...

El condenado quería hacerme un resumendel dictamen; pero yo le corté la palabra, portemor a que me hiciera daño el almuerzo. Vol-vimos al despacho. Sainz del Bardal, que sehabía prestado a ser secretario de su protector,continuó escribiendo cartas, y José María, mien-tras fumaba, me dejó ver con más claridad lasambiciones y vanidades que se habían desper-

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tado en él. Aunque hacía alarde de sencillez yretraimiento, bien se le conocía su anhelo denotoriedad política. ¡Bendito José! Me lo figu-raba en primera línea y a la cabeza de un parti-do, fracción o grupillo, que se llamaría de losMansistas. Cuando yo lo decía así, él se reía acarcajadas, demostrándome, a través de su jo-vialidad, el gusto que esta suposición le causa-ba.

«Todo me lo dan hecho -decía-, yo no memuevo, yo no pido nada. Pero se empeñan... Esverdaderamente honroso para mí, y estoy ver-daderamente agradecido... Anoche recibí unB.L.M. del ministro... Ese señor no me deja a solni sombra... Yo no busco a nadie; me buscan.Yo quiero estar metido en mi casa, y no me de-jan».

Estos alardes de modestia eran un nuevosíntoma de la intoxicación política que empe-zaba a padecer José, pues es muy propio de losambiciosos hacer el papel de que no buscan, ni

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piden, ni quieren salir de las cuatro paredes, ysiempre dan, como explicación de sus intrigas,la disculpa de que se les solicita y obliga a sergrandes hombres contra su voluntad. Con estesíntoma notaba yo en mi hermano el no menosclaro de usar constantemente ciertas formulillasy modos de decir de los políticos. La facilidadcon que se había asimilado estos dicharachos,probaba su vocación. Decía: «Estamos a ver ve-nir; los señores que se sientan en aquellos bancos;esto se va; lo primero es hacer país; hay mar de fon-do; las minorías tiran a dar, etc.». Llamaba cogidaa los fracasos parlamentarios de un orador, yenchiquerado al ministro que estaba bajo la ame-naza de una interpelación grave. Nuestro Con-greso, que tan alto está en la oratoria, tienetambién su estilo flamenco. A mi neófito no sele escapaba tampoco ninguno de los profundosapotegmas, que son la única muestra intelec-tual de muchas celebridades, como por ejem-plo: «Las cosas caen del lado a que se inclinan».

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En sus costumbres no se advertía menos suconversación rápida a un nuevo orden de ideasy de vida. Ya la pobre Lica había empezado aquejarse de las largas ausencias de su marido,el cual, siempre que no tenía convidados, comíafuera de casa, y entraba a las dos de la noche.Se había vuelto un si es no es áspero y gruñóndentro de casa, y exigentísimo en todo lo refe-rente a menudencias sociales y al aparato de lacasa. El menor descuido de la servidumbretraía sobre Lica agrias amonestaciones; y nodigo nada de los malísimos ratos que sufrió lapobrecita para corregirse de su rusticidad yolvidar todas las palabras de la Tierra, y nohablar ni pensar más que a la europea. Dócil yaplicada, la infeliz ponía tanta atención a lasfraternas de su marido que logró reformar susmodales y lenguaje, y ya no llamaba túnico alvestido, ni a las enaguas sayuelas, ni al polisónbullerengue. Por este mismo tiempo empezó arestituirse la dicción castellana en los nombresde todos, y ya no se le decía Lica, sino Manuela,

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y su hermana fue Mercedes, y la niña mayor,que se nombraba Isabel, como mi madre, no sellamó más Belica. Sólo la niña Chucha era re-fractaria a estas novedades, y no respondíacuando la llamaban doña Jesusa, porque dejarsu lengua, decía, era arrojar a las calles de Ma-drid lo último que le quedaba de su queridapatria.

Y aquella misma mañana observé en el des-pacho otros indicios de demencia que me die-ron mucha tristeza, porque ya no me quedabaduda de que el mal de José María era fulminan-te y de que pronto se perdería la esperanza desu remedio. Sobre la mesa había muestras degarabatos heráldicos hechos en distintos colo-res. Esto, unido a ciertos rumores que habíanllegado a mí y a las tonterías que escribió unrevistero de periódico, confirmó mis sospechas,y no pudiendo resistir la curiosidad, pregunté:

«¿Pero es cierto que vas a titularte?».

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-Yo no sé... si he de decirte la verdad... estascosas me fastidian... -repuso con turbación-. Esempeño de ellos, yo me resisto. Luego, los delpartido... lo han tomado como asunto propio...Es verdaderamente una tontería; ¿pero cómoles voy a decir que no? Sería verdaderamenteridículo... Si me hicieras el favor de no quitarmeel tiempo, camarada. Estamos verdaderamentesofocados con este dichoso correo de Cuba.

Dejele con sus cartas y su poeta secretario.Pronto sería yo hermano de un marqués deCasa-Manso o cosa tal. En verdad, esto me erade todo punto indiferente, y no debía preocu-parme semejante cosa; pero pensaba en elloporque venía a confirmar el diagnóstico quehice de la creciente locura de mi hermano. Lodel título era un fenómeno infalible en el proce-so psicológico, en la evolución mental de susvanidades. José reproducía en su desenvolvi-miento personal la serie de fenómenos genera-les que caracterizan a estas oligarquías eclécti-

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cas, producto de un estado de crisis intelectualy política que eslabona el mundo destruido conel que se está elaborando. Es curioso estudiar lafilosofía de la historia en el individuo, en elcorpúsculo, en la célula. Como las ciencias na-turales, aquella exige también el uso del mi-croscopio. Indudablemente, estas democraciasblasonadas; estas monarquías de transacciónsostenidas en el cabello de un artificio legal;este sistema de responsabilidades y de poderes,colocado sobre una cuerda floja y sostenido afuerza de balancines retóricos; esta sociedadque despedaza la aristocracia antigua y creaotra nueva con hombres que han pasado sujuventud detrás de un mostrador; estos Estadoslatinos que respiran a pulmón lleno el aire de laigualdad, llevando este principio no sólo a lasleyes sino a la formación de los ejércitos másformidables que ha visto el mundo; estos díasque vemos y en los cuales actuamos, siendotodos víctimas de resabios tiránicos y al mismotiempo señores de algo, partícipes de una sobe-

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ranía que lentamente se nos infiltra, todo, enfin, reclama y quizás anuncia un paso o trans-formación, que será la más grande que ha vistola historia. Mi hermano, que había fregado pla-tos, liado cigarrillos, azotado negros, vendidosombreros y zapatos, racionado tropas y trafi-cado en estiércoles, iba a entrar en esa escogidafalange de próceres, que son la imagen del po-der histórico inamovible y como su garantía ypermanencia y solidez. Digamos con el otro: «Oel universo se desquicia, o el hijo de Dios pere-ce».

Pensando en estas cosas fui al cuarto de Ire-ne, todo lo olvidé desde que la vi. Sin oír surespuesta a mi primer saludo, le pregunté:

-XVI-¿Qué leía usted anoche?

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Y como quien ve descubierto un secreto que-rido, se turbó, no supo responder, vaciló unmomento, dijo dos o tres frases evasivas, y a suvez me preguntó no sé qué cosa. Interpreté suturbación de un modo favorable a mi persona,y me dije: «Quizás leería algo mío». Pero alpunto pensé que no habiendo yo escrito ningu-na obra de entretenimiento, si algo mío leía,había de ser o la Memoria sobre la psicogénesis yla neurosis, o los Comentarios a Du-Bois-Raymond,o la Traducción de Wundt, o quizás los artículosrefutando el Transformismo y las locuras deHæckel. Precisamente la aridez de estas mate-rias venía a dar una sutil explicación al rubor ydisgusto que noté en el rostro de mi amiga,porque, «sin duda -calculé yo- no ha queridodecirme que leía estas cosas por no aparecerante mí como pedantesca y marisabidilla».

Las dos niñas corrieron hacia mí. Eran moní-simas, se llamaban mis novias y se disputabanmis besos. Pepito también corrió saltando a mi

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encuentro. Sólo tenía tres años; no estudiabanada aún, y le tenían allí para que estuvierasujeto y no alborotase en la casa. Era un gracio-so animalito que no pensaba más que en comer,y luchaba por la existencia de una manera furi-bunda. Cuando le preguntaba qué carreraquería seguir, respondía que la de confitero.Isabelita y Jesusita eran muy juiciosas; estudia-ban sus lecciones con amor y hacían sus palotescon ese esfuerzo infantil que pone en ejerciciolos músculos de la boca y de los ojos.

La habitación de estudio era la única de lacasa en que había orden y al propio tiempo lamenos clara, pues siempre se encendía luz enella a las tres de la tarde. ¡Qué hermoso tinte depoesía y de serenidad marmórea tomabas a misojos, maestra pálida, a la compuesta luz de lallama y de la claridad expirante del día! Por tisalía mi espíritu de su normal centro para lan-zarse a divagaciones pueriles y hacer cabriolas,impropias de todo ser bien educado. La estan-

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cia aquella había sido comedor y estaba forradade papel imitando roble con listones negrosclaveteados. En un testero estaba el pupitredonde las niñas escribían; no lejos del allí unamesa grande, un sofá de gutapercha y algunassillas negras. En la pared había algunos mapasnuevos, y dos viejísimos, de la Oceanía y de laTierra Santa, que yo recordaba haber visto en lacasa de doña Cándida. Es de suponer que micínife le endosaría aquellas dos piezas a Lica,haciéndolas pagar al precio de las demás gan-gas que a la casa llevaba.

«Vamos a ver, Isabel -decía Irene-, los verbosirregulares».

La ocasión y el sitio imponíanme la mayorseriedad; así, para aproximarme en espíritu aIrene, tenía que ayudarle en su tarea escolásti-ca, facilitándole la conjugación y declinación, ocompartiendo con ella las descripciones delmundo en la Geografía. La Historia Sagradanos consumía mucha parte del tiempo, y la vi-

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da de José y sus hermanos, contada por mí,tenía vivísimo encanto para las niñas, y aunpara la maestra. Luego venían las lecciones defrancés, y en los temas les ayudaba un poco, asícomo en la analogía y sintaxis castellanas, par-tes del saber en que la misma profesora, dígasecon imparcialidad, solía dormitar aliquando,como el buen Homero.

Mientras escribían, había un poco más de li-bertad. Isabel y Jesusa, al trazar sus letras, em-badurnaban los dedos de tinta. Pepito, a quienera preciso dar un lápiz y un papel para queestuviera callado, hacía rayas y jeroglíficos enun rincón, y a cada momento venía a enseñar-me sus obras, llamándolas caballos, burros ycasas. Irene descansaba, y cogiendo su labor defrivolité, se ponía a hacer nudos con la lanzade-ra, y yo a mirarle los dedos, que eran preciosos.Con aquel trabajillo se ayudaba, reforzando sumísero peculio. ¡Bendita laboriosidad, que erael remate o coronamiento glorioso de sus

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múltiples atractivos! Yo inspeccionaba las pla-nas de las niñas y decía a cada instante: «Másdelgado, niña; más grueso; aprieta ahora...».

De repente, un prurito irresistible del almame hacía volver hacia Irene y decirle:

«¿Está usted contenta con esta vida?».

Y ella alzaba los hombros, me miraba, son-reía, y... ¿Por qué negarlo, si quiero que la ver-dad más pura resplandezca en mi relato? Sí, meparecía sorprender en ella cansancio y aburri-miento. Pero sus palabras, llenas de profundosentido, me revelaban cuán pronto triunfaba lavoluntad de la flaqueza de ánimo.

«Es preciso tomar la vida como se presenta.Estoy contenta, Máximo, ¿qué más puedo de-sear por ahora?».

-Usted está llamada a grandes destinos, Ire-ne. Por Dios, Jesusita, no pintes, no pintes; haz

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el trazo con libertad, y salga lo que saliere. Sisale mal, se hace otro, y adelante... Las cualida-des superiores que resplandecen en usted...Pero Isabel, ¿a dónde vas con ese codo? ¿Loquieres poner en el techo? Anda, anda; pareceque vas a dar un abrazo a la mesa... No mojestanto la pluma, criatura. Estás chorreando tin-ta... Ese codo, ese codo... Pues sí, las cualidadessuperiores...

Y aquí me detuve, porque, a semejanza de loque la tarde anterior me había pasado en elteatro, sentí obstrucciones en mi mente, como siciertas y determinadas ideas no quisieran pres-tarse a ser expresadas y se escondieran convergüenza, huyendo de la palabra, que a tiro-nes quería echarlas fuera. El requiebro vulgarrepugnaba a mi espíritu, y no sé por qué inter-venía cruelmente en ello mi gusto literario. Ycomo al mismo tiempo no hallaba una fórmulaescogida, graciosa, de exquisita intención yoriginalidad que respondiese a mi pensamien-

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to, estableciendo insuperable diferencia entremi sensibilidad y la de los mozalbetes y estu-diantes, no tuve más remedio que adoptar elgrandioso estilo del silencio, poniendo de vezen cuando en él la pincelada de un elogio.

«Usted, Irene, es de lo más perfecto que co-nozco».

Ella siguió haciendo nudos y más nudos, yno respondió a mis alabanzas sino echándomeotras tan hiperbólicas que me ofendían. Segúnella, yo era el hombre acabado, el hombre sinpero, el hombre único. ¡Y cuidado con los elo-gios que hacían de mí todas las personas queme trataban!... No, no podía existir tal perfec-ción en la persona humana, y por fuerza habíande descubrir algún defectillo los que me trata-ran de cerca. Contestando a esto, creo que estu-ve oportuno y algo chispeante, decidiéndome alanzar algunas ideas preparatorias que ella, ami parecer, comprendió perfectamente. Nuevoselogios de Irene, dirigidos en particular a lo que

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ella calificaba de originalidad en mi ingenio.«Es usted tremendo», me dijo, y a esta frasesiguió prolongado silencio de ambos.

La tarde estaba hermosa, y salimos a paseo.No sé si fue aquella tarde u otra cuando meretiré a casa con la idea y el propósito de noprecipitarme en la realización de mi plan, hastaque el tiempo y un largo trato no me revelarancon toda claridad las condiciones del suelo quepisaba.

«No conviene ir demasiado aprisa -pensabayo-. El hecho, el hecho mismo me guiará, y laserie de fenómenos observados me trazará se-guro camino. Procedamos en este asunto graví-simo con el riguroso método que empleamoshasta en las cosas triviales. Así tendré la segu-ridad de no equivocarme. Poniendo un freno amis afectos, que se dejarían llevar de impetuosomovimiento, conviene observar más todavía.¿Acaso la conozco bien? No; cada día noto quehay algo en ella que permanece velado a mis

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ojos. Lo que más claro veo es su prodigiosotacto para no decir sino aquello que bien lecuadra, ocultando lo demás. Demos tiempo altiempo, que así como el trato ha de producir eldescubrimiento de las regiones morales queaún están entre brumas, la amistad que del tra-to resulte y el coloquio frecuente han de traerespontaneidades que le revelen a ella mispropósitos y a mí su aquiescencia, sin necesi-dad de esa palabrería de mal gusto que tantorepugna a mi organización intelectual y estéti-ca».

Tal como lo pensaba lo hice. Muchas maña-nas asistí a las lecciones y muchas tardes a lospaseos, mostrando indiferencia y aun seque-dad. La digna reserva de ella me agradaba máscada vez. Un día nos cogió un chaparrón en elRetiro. Tomé un coche, y con la estrechez con-siguiente nos metimos en él los cinco y nosfuimos a casa. Chorreábamos agua, y nuestrasropas estaban caladas. Yo tenía un gran disgus-

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to y el temor de que ella y los niños se constipa-sen.

«Por mí no tema usted -me dijo Irene-. Jamáshe estado mala. Yo tengo una salud... tremen-da».

¡Bendita Providencia que a tantos doneseminentes añadió en aquella criatura el de lasalud, para que respondiese mejor a los fineshumanos en la familia! El que tuviese la dichade ser esposo de aquella escogida entre las es-cogidas, no se vería en el caso de confiar lacrianza de sus hijos a una madre postiza y mer-cenaria; no vería entronizado en su casa esemonstruo que llaman nodriza, vilipendio de lamaternidad del siglo.

«Cuídese usted, cuídese usted -le dije conafán previsor-, para que su hermosa salud no sealtere nunca».

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Dos días estuve sin ir a casa de mi hermano.¿Fue casualidad o plan astuto? Crea el lector loque quiera. Mi metódico afecto tenía tambiénsus tácticas y algo se entendía de amorosas em-boscadas. Cuando fui, después de ausencia quetan larga me parecía, sorprendí en el rostro deIrene alegría muy viva.

«¡Qué caro se vende usted!» me dijo ponién-dose más pálida.

-Me parece -repliqué yo-, que hace siglosque no nos vemos. ¡He pensado tanto en us-ted!... Ayer hablamos... No nos vimos, y sinembargo, le dije a usted estas y estas cosas.

-Es usted... tremendo.

-No quisiera equivocarme; pero me pareceque noto en usted algo de tristeza... ¿Le ha pa-sado a usted algo desagradable?

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-No, no, nada -respondió con precipitación yun poco de sobresalto.

-Pues me parecía... No, no puede estar ustedsatisfecha de este género de vida, de esta rutinaimpropia de un alma superior.

-Ya se ve que no -dijo con vehemencia.

-Hábleme usted con franqueza, revéleme to-do lo que piense, y no me oculte nada... Estavida...

-Es tremenda.

-Usted merece otra cosa, y lo que usted me-rece lo tendrá. No puede ser de otra manera.

-Pues qué, ¿había de pasar toda mi juventudenseñando a hacer palotes?

-¿Y cuidando chiquillos...?

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-¿Y dando lecciones de lo que no entiendobien...?

Echó sobre los libros que en la próxima mesaestaban una mirada tan desdeñosa, que mepareció verles apenados y confundidos bajo elpeso de la excomunión mayor.

-Usted se aburre, ¿no es verdad? Usted esdemasiado inteligente, demasiado bella paravivir asalariada.

Me expresó con dulce mirada su gratitudpor lo bien que había interpretado sus senti-mientos.

-Esto se acabará, Irene. Yo respondo...

-Si no fuera por usted, Máximo -me dijo conexpresión de la más generosa amistad-, yahabría salido de aquí.

-Pero qué... ¿está usted descontenta de lafamilia?

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-No... es decir... pero no, no -murmuró con-tradiciéndose cuatro veces en seis palabras.

-Algo hay...

-No, no, digo a usted que no.

-Tiempo hace que nos conocemos. ¿Será po-sible que no tenga usted conmigo la confianzaque merezco...?

-Sí la tengo, la tendré -replicó animándose-.Usted es mi único amigo, mi protector... Us-ted...

¡Qué hermosa espontaneidad se pintaba ensu rostro! La verdad retozaba en su boca.

-Me interesa tanto usted, y su felicidad y suporvenir, que...

-Porque lo conozco así, tendré que consultarcon usted algunas cosas... tremendas...

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-¡Tremendas!

No daba yo gran importancia a este adjetivo,porque Irene lo usaba para todo.

-Y yo le juro a usted -añadió cruzando lasmanos y poniéndose bellísima, asombrosa desentimiento, de candor y de piedad...-. Yo juroque no haré sino lo que usted me mande.

-Pues...

El corazón se me salía con aquel pues... No séhasta dónde habría llegado yo, si no abriera lapuerta Lica en aquel momento.

«Máximo -dijo sin entrar-, llégate aquí, chi-nito...».

Quería que yo le redactase las invitacionesde aquella noche. ¡Pobre Lica, cómo me contra-rió con su inoportunidad! No volví a ver a Ireneaquella tarde; pero yo estaba tan contento comosi la tuviera delante y la oyese sin cesar. El dis-

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cursillo del cual no dije sino una palabra, sona-ba en mí como si cien veces se hubiera pronun-ciado y otras cien hubiera recibido de ella lahermosa aprobación que yo esperaba.

-XVII-La llevaba conmigo

Era como si la naturaleza de ella hubiera si-do inoculada milagrosamente en la mía. Lasentía compenetrada en mí, espíritu con espíri-tu; y esto me daba una alegría que se avivó porla noche, cuando fui a la reunión de jueves; yesta alegría radiosa salía de mí como inspira-ción chispeante, brotando de los labios, de losojos y aun creo que de los poros. Entrome desúbito un optimismo, algo semejante al delirioque le entra al calenturiento, y todo me parecíahermoso y placentero, como proyección de mímismo. Con todos hablé y todos se transfigura-

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ban a mis ojos, que, cual los de D. Quijote,hacían de las ventas castillos. Mi hermano mepareció un Bismarck; Cimarra se dejaba atrás aCatón; el poeta eclipsaba a Homero, Pez era unMaltus por la estadística, un Stuart Mill por lapolítica, y mi cuñada Manuela la mujer másaristocrática, más fina, más elegante y distin-guida que había pisado alfombras en el mundo.Para que se vea hasta qué aberraciones morbo-sas me condujo mi loco optimismo, diré que elpoeta mismo oyó de mis labios frases de bene-volencia, y que casi llegué a prometerle que meocuparía de sus versos en un próximo trabajocrítico. Esto le puso como fuera de sí, y rodan-do la conversación de personalidad en persona-lidad, afirmó que yo me dejaba muy atrás aKant, a Schelling y a todos los padres de la filo-sofía. Sus indignas lisonjas me abrieron los ojosy fueron correctivo de mi debilidad optimista.Yo creo que había en mí un desorden físico, nosé qué reblandecimiento de los órganos quemás relación tienen con la entereza de carácter.

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De mucho sirvió para restituirme a mi ser elinterminable solo que me dio Sainz del Bardal apropósito de los inmensos progresos de la So-ciedad de inválidos de la industria. En servicio deella desplegaba el poeta-secretario una activi-dad demente, febril, y se multiplicaba para or-ganizar los trabajos, para aumentar el númerode socios y alcanzar la protección del gobierno.Había logrado meter en ella a tres ex-ministrosy a otro personaje muy conocido en Madrid,propagandista infatigable que pronunciaba seisdiscursos por semana en distintas sociedades.Todo marchaba admirablemente, y marcharíamejor cuando los planes de los caritativos fun-dadores tuvieran completo desarrollo. Por depronto, se había acordado destinar los cuantio-sos fondos reunidos a imprimir los notabilísi-mos discursos que se pronunciaran en las tur-bulentas sesiones. Lástima grande que tan ad-mirables piezas de elocuencia se perdieran.Ante todo, España es el país clásico de la orato-ria. Los autores del voto particular y la mayoría

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de la comisión no habían logrado ponerse deacuerdo sobre aquel sutil tema; mas para salirdel paso, se había nombrado una comisión mix-ta, compuesta de individuos de la de propa-ganda y de la de aplicación para que redactasenel tema de nuevo. Reunida esta junta magna,acordó que lo primero que debía hacerse eraabrir un certamen poético, para premiar la me-jor oda al trabajo. El primer premio consistía encoliflor de oro e impresión de quinientos ejem-plares; el accesit en girasol de plata e impresiónde doscientos. Ya vi venir el nublado al ente-rarme de estos planes funestos, y en efecto, menombraron presidente del jurado. También sepensaba en una gran rifa, organizada por seño-ras, y en una soberbia y resonante velada, oquizás matinée, en la cual, después de leída porBardal la Memoria de los trabajos de la socie-dad, habría música, discursos y lectura de ver-sos, que son la sal de estos festejos filantrópi-cos.

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Como pude, me sacudí de encima al moscónque me aturdía, di una vuelta por los salones, yde repente sentí un golpecito en el hombro yuna simpática voz que me dijo:

«Hola, maestro... Le vi a usted con el tifus, yno quise acercarme».

-¡Ay! Peña, el ataque ha sido tan fuerte, quecreo tendré convalecencia para toda la noche...Sentémonos, siento una debilidad...

-Esa es la febris carnis... Yo no me rindo aSainz del Bardal. Cuando viene a hablarme, levuelvo la espalda. Si a pesar de eso me habla, leecho una rociada de ácido fénico, quiero decirque le llamo necio.

-Pero, hombre, ¿qué es de tu vida?

-Ya ve usted, maestro... vámonos de aquí.Achantémonos en ese gabinete.

-¿Qué me cuentas?

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-Nada de particular.

-¿Es cierto que no le haces la corte a AmaliaVendesol?

-¡Quia, maestro!... Si eso se acabó hace milaños. Es inaguantable. Unas exigencias, unassusceptibilidades... Verá usted; si un día dejabade pasar a caballo por su casa, ¡María Santísi-ma!, la que se armaba. Si en el Retiro me distra-ía y miraba para alguien... En fin, tiene peorgenio que su tía Rosaura, la que le sacó un ojo asu marido riñendo por celos. Yo he visto aAmalia morder un abanico y hacerlo en cin-cuenta pedazos... ¿por qué creerá usted?, por-que una noche no pude tomar butaca impar enla Comedia, y tuve que ponerme en las pares. Yqué educación la suya, amigo Manso. Escribegarabatos, dice pedrominio, y tiene un cariño alas haches...

-Como todas... como la mayoría... ¿Y es cier-to que te has dedicado a una de las de Pez?

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-Ahí están las dos. ¿Las ha visto usted? Meentretengo con ellas, con la menor principal-mente, que es graciosísima. Están bien educa-das, es decir, tienen un barniz...

-Eso es, nada más que un barniz. Ignorantodo lo ignorable; pero se les ha pegado algo delo que oyen, y parecen mujeres. No son, real-mente, más que muñecas, de las que dicen papáy mamá.

-Pero estas no dicen papá y mamá, sino mari-do, marido. La mayor, sobre todo, es muy des-pabilada. Cuidado que sabe unas cosas... Ano-che me quedé aterrado oyéndola. Hablandocon verdad, no sé si decirle a usted que sonmonísimas o muy cargantes. Hay en ellas algode los visos del tornasol o de los reflejos metáli-cos de una mayólica. A veces marean, a vecesdeslumbran; cansan y enamoran. Dan alegría yamor. La mayor, Adela, es de una vanidad queno se concibe. Yo creo que si un príncipe sedirige a ella, aún le parecerá poca cosa.

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-Verás cómo concluye por casarse con undistinguido teniente.

-Lo creo. Tiene un tupé la niña... Algo se leha pegado a la pequeña. Ya se ve. Con aquellatiesa mamá que parece figura arrancada a unatabla de la Edad Media...

-Con aquel soplado papá, que es el sincre-tismo de las pretensiones más enfáticas...

-¿Pero no le llama la atención el lujo de esagente?

-A mí, en materia de estupidez humana, na-da me llama ya la atención.

-Es un lujo imposible, misterioso. ¿Qué haydetrás de todo eso? Los cincuenta mil reales delseñor de Pez, y pare usted de contar.

-Madrid es un valle de problemas.

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-Yo creo que las pretensiones de las niñasdejan muy atrás a las de los papás. La ley deherencia se ha cumplido con exceso. Y no sé yoquién va a cargar con esos apuntes. El desgra-ciado que se case con cualquiera de ellas, yapuede hacer la cuenta que se casa con las mo-distas, con los tapiceros, con los empresarios deteatros, con Binder el de los coches, con Worthel de los trajes y con todos los arruinadores dela humanidad. Acostumbradas esas niñas allujo, ¿dónde encontrarán capital bastante fuertepara sostenerlo? Maestro, esto está perdido,aquí va a venir un desquiciamiento. Hablan dela juventud masculina y de su corrupción, desu alejamiento de la familia, de la tendenciaantidoméstica que determinan en nosotros elestudio, los cafés, los casinos... Pues, ¿y qué medice usted de las niñas? La frivolidad, el lujo ycierta precocidad de mal gusto imposibilitan ala doncella de estos países latinos para la cons-titución de las familias futuras. ¿Qué vendráaquí? ¿La destrucción de la familia, la organiza-

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ción de la sociedad sobre la base de un indivi-dualismo atomístico, el desenfreno de la varie-dad, sin unidad ni armonía, la patria potestaden la mujer...?

-Lo femenino eterno -dije yo gravemente-,tiene leyes que no puede dejar de cumplir. Noseas pesimista, ni generalices fundándote enhechos, que por múltiples que sean, no dejan deser aislados.

-¡Aislados!

-Conoces poco el mundo. Eres un niño. An-tes consistía la inocencia en el desconocimientodel mal; ahora, en plena edad de paradojas,suele ir unido el estado de inocencia al conoci-miento de todos los males y a la ignorancia delbien, del bien que luce poco y se esconde, comotodo lo que está en minoría. Créeme, créeme, tehablo con el corazón.

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Y tomando entre mis dedos (¡cómo meacuerdo de esto!) el ojal de la solapa de su frac,proseguí hablándole de este modo:

-Hay mucho tesoro, mucho bien, muchaventura que tú no ves, porque te tapa los ojos lainocencia, porque te ciega el vivo resplandordel mal. Hay seres excepcionales, criaturas pri-vilegiadas, dotadas de cuanto la Naturalezapuede crear de más perfecto, de cuanto la edu-cación puede ofrecer de más refinado y exquisi-to. Flaquearía por su base el santo, el sólidoprincipio de armonía, si así no fuera, y sin ar-monía, adiós variedad, adiós unidad suprema...

-No digo que no...

Y distraído, pero atento a mis palabras, semetió la mano en el bolsillo del faldón y sacóuna petaquilla.

«¡Ah!, ya no me acordaba que usted no fu-ma... Yo tengo unas ganas rabiosas de fumar.

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Con su permiso, maestro, me voy por ahí de-ntro a echar un pitillo. ¿Viene usted?».

No le seguí porque solicitaba mi curiosidadun grupo entusiasta que se había formado entorno de mi hermano. Parecíame oír felicitacio-nes, y el señor de Pez tenía un aire de protec-ción tal que no sé cómo todo el género humanono se arrojaba contrito y agradecido a sus plan-tas.

El motivo de tantos plácemes y de bullangatan estrepitosa era que se había recibido untelegrama de Cuba manifestando estar asegu-rada la elección de José María.

-XVIII-Verdaderamente, señores...

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Dijo mi hermano; y atascado en su exordiopor la obstrucción mental que padecía en losmomentos críticos, repitió al poco rato:

«Verdaderamente...».

Pudo al fin formular un premioso discursejo,cuyas cláusulas iban saliendo a golpecitos, co-mo el agua de una fuente en cuyo caño sehubiese atragantado una piedra. Acerqueme unpoco y oí frases sueltas, como: «Yo no quierosalir de mis cuatro paredes... porque también sepuede servir al país desde el rincón de una ca-sa... Pero estos señores se empeñan... A la be-nevolencia de estos señores debo... En fin, estoes para mí un verdadero sacrificio; pero estoyverdaderamente dispuesto a defender los sa-grados intereses...».

Desde entonces tomó el sarao un aspectopolítico que le daba extraordinario brillo. Habíatres ex-ministros y muchos diputados y perio-distas, que hablaban por los codos. La sala del

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tresillo parecía un rinconcito del Salón de Con-ferencias. Los que más bulla metían eran los dela democracia rampante, partido tan joven comoinquieto, al cual se había afiliado José, llevadode sus preferencias por todo lo que fuera tran-sacción.

El espíritu reconciliatorio de José llega hastael delirio, y sueña con acoplar y emparejar lascosas más heterogéneas. Esto, según él, es loverdaderamente inglés. Lo de la sucesiva serie detransacciones no se le cae de la boca: es su PadreNuestro político, y así, todo lo transige y siem-pre halla modo de aplicar sus ideales casamen-teros. No existe rivalidad histórica y fatal que élno se proponga resolver con un abrazo de Ver-gara. Eso es: abrácense como hermanos el sepa-ratismo y la nacionalidad, la insurrección y elejército, la monarquía y la república, la Iglesia yel libre examen, la aristocracia y la igualdad.Toda idea pura es para él una verdadera exagera-ción, y corta las cuestiones diciendo: basta de

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exclusivismos. Para él no conviene que haya ex-clusivismos en el arte, ni en religión, ni en filo-sofía. Toda idea, toda teoría artística o moraldebe ceder una parte de sus regios dominios ala teoría y a la idea contrarias. Lo bello deja deserlo si este fenómeno no cruza con lo vulgar elfamoso abrazo de Vergara. Jesús y los SantosPadres son unos exagerados y exclusivistas porno haber intentado un arreglito con la herejía.

Las majaderías de aquella gente me aburríantanto, que me alejé del salón y me interné en lacasa. Harto de poetas, periodistas y políticos,mi espíritu me pedía el descanso de un párrafocon doña Jesusa. En el lejano aposento donderesidía, estaba aquella noche, fija en su butaca,envuelta en su mantón y acompañada de Ru-pertico, a quien contaba cuentos.

«No me quiero acostar -me dijo-, porque elsambeque del salón y esta bulla de criados quevan y vienen no me dejan dormir. Esta casaparece un trapiche los jueves por la noche.

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¡Jesús qué terremoto! A usted no le gusta esto;ya lo sé. ¡Y qué gente tan comilona! Con el té,los dulces, los fiambres, las pastas, los heladosque se han comido ya, habría para mantener unejército. La pobre Lica no es para esto; si sigueasí va a perder la salud... Le contaré a usted lode anoche, si me promete ser reservado... Puestuvieron ella y José María una peleíta. ¡Jesúsqué jarana!... por si él entraba tarde, por si ellano sabía hacer los honores. Yo bien sé que Licaestá muy chiqueada. Pero José ha echado un ge-nio... No sé cuánta cosa sacaron: que él no pien-sa más que en sencilleces; que se pasa la nocheen el Casino, y quién sabe, quién sabe, si enotras partes peores... Parece que hay descubri-miento...».

Acercó su sillón al mío y casi al oído me dijo:

«Falditicas, ¿eh?... José María es como todos.Esta vida de Madrid... Tenemos calaveradas...Ya se ve... un hombre que va a ser diputado yministro... Hay en Madrid cada gancho... ¡Ay!,

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qué mujeres las de esta tierra; son capaces depervertir al cordero de San Juan. Yo les diría silas viera: «Grandísimas sinvergüenzas, ¿paraqué engatusáis a un padre de familia, a un sen-cillo, a un hombre tan bueno?... Porque JoséMaría ha sido muy bueno hasta ahora; peroniño, de algún tiempo acá, no le conocemos».

Yo defendí a mi hermano como pude y tran-quilicé a su suegra, tratando de hacerle com-prender que la licencia de nuestras costumbresestá más en la forma que en el fondo, y que nodebía tomar como señales de pecado ciertosdetalles corrientes... Fue lo único que me ocu-rrió.

«Yo -dijo ella, bajando más la voz-, no memeto en nada. Allá se entiendan; allá se leshaya. No me muevo de este sillón, porque notengo salud para nada. Aquí me acompaña Ru-perto. Esta noche, mientras allá reían y alboro-taban, Irene y yo hemos rezado el rosario y

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hemos hablado de cosas pasadas... ¿Pero dóndese ha ido ese ángel de Dios?».

Miraba a todos los lados de la pieza.

«¿Pero no se ha recogido aún? -pregunté-.Esto es contrario a sus costumbres».

-Calle, niño; si debe de andar por ahí. Algu-nos raros se va al corredor a ver un poquiticode la sala.

Ya iba yo a buscarla, cuando entró ella. Sufisonomía revelaba gozo y estaba menos pálida.Parecía agitada, con mucho brillo en los ojos yalgo de ardor en las mejillas como si volviesede una larga carrera.

«Irene, ¿qué tal? ¿Ha visto usted...?».

-Un poquito... desde el pasillo... ¡Qué lujo,qué trajes! Es cosa que deslumbra...

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-Yo creí que a estas horas... es la una... estabausted recogida.

-Me he quedado aquí para acompañar unpoco a doña Jesusa... Luego, es preciso ver algo,amigo Manso, ver algo de estas cosas que noconocemos.

-¡Oh!, es justo -dije pensando en lo muchoque luciría Irene si penetrara en los círculos dela sociedad elegante, y en el valor que susgrandes atractivos tomarían realzados por ellujo-. Pero es cuestión de carácter; ni a usted nia mí nos agrada esto. Por fortuna, estamos con-formados de manera que no echamos de menosestos ruidosos y brillantes placeres, y preferi-mos los goces tranquilos de la vida doméstica,el modesto pan de cada día con su natural mix-tura de pena y felicidad, siempre dentro delinalterable círculo del orden.

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«¡Jesús de mi alma!, ¡qué talento tiene estehombre, y qué bien dice las cosas!» exclamódoña Jesusa.

Irene se reía del entusiasmo de la niña Chu-cha, y con enérgicos movimientos de cabezadaba su aprobación a aquellos elogios.

«Máximo -dijo de súbito la señora-, ¿por quéno se casa usted? ¿A cuándo espera, niño?».

-Todavía hay tiempo, señora. Ya veremos...

-En veremos se le pasa a usted la vida.

Mirando a Irene, que atenta me miraba, ledije, por decir algo: «¿Y las niñas?».

-Han estado muy desveladas. Ya se ve... conla bulla... También han querido ver algo. Des-pués han estado jugando, de broma y fiesta,pasándose de una cama a otra y arrojándose lasalmohadas... Pero ya se han dormido.

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-¿Y usted no tiene sueño?

-Ni chispa.

-Pero es muy tarde.

-Me voy a mi cuarto.

-¿Va usted a leer? -dije siguiéndola y lleván-dole la luz.

-Es tardísimo... Veré si me duermo al mo-mento. Mañana...

-¿Mañana, qué?

-Digo que mañana será otro día.

-Eso no tiene duda.

-Y hablaremos de aquello...

-Hablaremos de aquello... -repetí sintiendoen mi pensamiento el estímulo que los novelis-

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tas llaman un mundo de ideas, y en mis labioscosquilleo de palabras impacientes.

Pero ella me quitó de las manos la luz, entróen su cuarto con una presteza que me parecíaresbaladiza, diome las buenas noches, y a pocosentí el ruido de la llave cerrando por dentro.Después dio un golpecito en la madera, comopara llamarme, si me alejaba, y dijo:

«Tráigame usted lo que me prometió».

-¿Qué, criatura? -le pregunté, sospechando,en un momento de ansiedad, que le había pro-metido mi vida toda entera.

-¡Qué memoria! La Gramática inglesa deAhn...

-¡Ah!, ya... bueno...

-Y los dos lápices de Fáber, números 2 y 3.

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-Vamos, acabe usted de pedir. Pida usted elsol y la luna...

-No sea usted tremendo... Abur.

-No se fatigue usted la imaginación con lalectura...

-Si me estoy durmiendo ya.

-Eso es, descansar... buenas noches.

-Pero qué, ¿todavía está usted ahí?, amigoManso.

-Creí que ya estaba usted dormida.

-Hombre, si estoy rezando... Adiós.

Retireme. Algo me daba que pensar aquelhumorismo de Irene, un poquito desconformecon la seriedad y mesura que yo había obser-vado en ella; pero reflexionando más, consideréque este fenómeno contingente no alteraba el

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hecho en sí, o mejor dicho, que un desentonopasajero y accidental no destruía la admirablearmonía de su carácter.

Era ya hora de abandonar la reunión; peroCimarra y mi hermano me entretuvieron, dan-do una batida en toda regla a mi modestia paraque consintiese en ser hombre político y enlanzarme con ellos por la única senda que con-duce a la prosperidad. Yo me resistí, alegandorazones de carácter, de conveniencia y de ideas.Cimarra me aseguraba que era posible facili-tarme la entrada en el Congreso, arreglándomeuno de los distritos que estaban vacantes. YaJosé había hecho algunas indicaciones al minis-tro, el cual había dicho: «¡Oh!, sí verdadera-mente...». Mi hermano se prestaba benévolo aarreglar la incompatibilidad de mis ideas con elrégimen oligárquico que hoy priva, y me inci-taba con empeño a ser hombre verdaderamentepráctico y a abandonar de una vez para siem-pre las utopías y exageraciones, buscando en el

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ancho campo de mi saber una fórmula de tran-sacción, una manera de reconciliar la teoría conel uso y el pensamiento con el hecho. De lamisma opinión era el marqués de Tellería, quese hallaba presente, encarnizado enemigo de lasutopías, hombre esencialmente práctico, y tanpráctico que vivía a costa del prójimo; santovarón que llamaba logomaquias a todo lo que noentendía. Este señor me dio después un solo,adulándome sin tasa y diciéndome, en conclu-sión, que los hombres como yo debían consa-grarse a defender los intereses de las clasesproductoras contra las amenazas del proleta-riado, las creencias venerandas de nuestrosmayores contra la irrupción de la barbarie libre-pensadora, y las buenas prácticas de gobiernocontra los delirios de los teóricos. Yo ocultabacon frases de cortesía el desprecio que me me-recía este sujeto, a quien de oídas conocía desdealgunos años atrás por lo que me había contadosu yerno y mi amigo León Roch. Al soltarme,me dijo:

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«Le voy a mandar a usted un folletito que hehecho, donde están todos los discursos, todoslos incidentes que motivó la proposición de leyque presenté al Senado sobre la vagancia. Mehará usted el favor de leerlo y decirme su opi-nión imparcial...».

Manuela, que se enteró de que me queríanenjaretar la diputación, no me ocultaba su gozo.Pero no le cabía en la cabeza mi resistencia aentrar por las vías políticas, y riñéndome pormi carácter retraído y mi amor a la vida oscura,me decía:

«Pero, chinito, no seas jollullo».

-XIX-El reloj del comedor dio las ocho

Haciendo el cómputo que el desorden de losrelojes de aquella casa exigía, resultaba que las

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ocho campanadas marcaban las tres. ¡Qué tar-de! Retirarme yo a casa a tal hora me parecíatan absurdo, una chanza, un criminal secuestrodel tiempo. Me veía como figura de pesadilla, ocomo si yo fuera otro y con ese otro estuvierasoñando en la plácida quietud de mi cama. Salí.La somnolencia me producía síntomas pareci-dos a los de la embriaguez. Cuando fui al co-medor para tomar un vaso de agua vi conasombro que aún había luz en el cuarto de Ire-ne. El rectángulo de claridad sobre la puertaatrajo mis miradas, y breve rato estuve clavadoen mitad del pasillo. «Pero ¿no me dijo ustedhace dos horas que tenía muchísimo sueño yque se iba a dormir en seguida?». Esto no lodije en voz alta. Hice la pregunta de espíritu aespíritu, porque dar voces a tal hora me parecíainconveniente. ¿Rezaba? ¿Qué hacía? ¿Leernovelas? ¿Devorar mis obras filosóficas...?

Bebiendo agua me tranquilicé sobre aquelpunto. En verdad, yo era un impertinente exi-

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giendo un método imposible en los actos deIrene. ¿Qué tenía de particular que apagase laluz dos horas más tarde de lo que había dicho?Podía ser que estuviera cosiendo sus vestidos, opreparando las lecciones del día siguiente...¡Las tres y media!... ¿Cuántas horas dormíaaquella criatura, que se levantaba a las siete?¡Deplorable costumbre la de calentarse el cere-bro en las horas de la noche! ¡Oh! Yo haríacumplir en mi familia con estricta rigidez lospreceptos de la higiene.

En el portal se me unió Peña. Embozados,acometimos el frío glacial de la calle.

«Maestro, ¿se va usted a su casa?».

-Desalmado, ¿a dónde he de ir? Y tú, ¿adónde vas?

-Yo no me acuesto todavía. Es temprano.

-¡Es temprano y van a dar las cuatro!

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Andando a prisa, le eché una filípica sobre eldesarreglo de sus costumbres y la antihigiénicade hacer de la noche día, motivo de tantas en-fermedades y del raquitismo de la generaciónpresente. Él se reía.

«Por respeto a usted, maestro -me dijo-, voya acompañarle hasta casa. Después me voy a laFarmacia».

-¡Y tu madre esperándote, desvelada y llenade temores! Manuel, no te conozco. Parecementira que seas mi discípulo.

-Buen barbián está usted, maestro... ¿Pues nose retira usted tan tarde como yo? En un me-tafísico, eso es imperdonable. ¡Si está ustedhecho un gomoso!... Concluirá usted por ir a lacátedra antes de acostarse y presentarse de fracante los alumnos. ¡Cómo cunde el mal ejem-plo!...

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Sus bromitas me desconcertaron un poco;pero no quise ceder.

«Mira, perdido -le dije tomándole por unbrazo-. Que quieras que no, te llevo a casa. Noirás a la Farmacia. Yo lo mando y tienes queobedecer a tu maestro».

-Transacción... Procuremos conciliarlo todo,como su hermano de usted. No iré a la Farma-cia; pero no puedo acostarme sin tomar algo.

-Pero, gandul, ¿no has cenado en casa deJosé?

-Sí... Distingamos; no es precisamente por-que tenga apetito. Es por aquello de ir a algunaparte.

-¿Y a dónde quieres ir?

-Renuncio a la Farmacia con tal de que ustedme acompañe a tomar buñuelos.

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-¿Dónde, libertino?

-Aquí, en la buñolería de la calle de San Joa-quín. Está fría la noche, y una copita de aguar-diente no viene mal.

-¿Estás loco? ¿Crees que yo...?

-Vamos, magister, sea usted amable. Ya veusted que por complacerle renuncio a ir a micírculo. Es cuestión de diez minutos. Luego nosiremos juntos a nuestra casita, como las perso-nas más arregladas del mundo.

Y tirando de mi capa, hizo tales esfuerzospor meterme consigo en aquel local innoble,que no pude resistirme, ni creí oportuno dispu-tar más con él por un acto que en verdad erainsignificante.

«¡Caprichoso!».

-Sentémonos, maestro.

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- XX -¡Me parecía mentira!

¡Yo sentado en el banco de una buñolería, alas cuatro de la mañana, teniendo delante unplato de churros y una copa de aguardiente!...Vamos, era para echarse a reír, y así lo hice.¿Quién se llamará dueño de sí, quién blasonaráde informar con la idea la vida, que no se veadesmentido, cuando menos lo piense, por ladespótica imposición de la misma vida y pormil fatalidades que salen a sorprendernos enlas encrucijadas de la sociedad, o nos secues-tran como cobardes ladrones? La pícara socie-dad, blandamente y como quien no hace nada,me había estafado mi serenidad filosófica, ytiempo llegaría, si Dios no lo remediaba, en queyo no hallaría en mí nada de lo que formó mivigorosa personalidad en días más venturosos.

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Estas reflexiones hacía yo, mirando a dosparejas que en las mesillas de en frente estaban,y asombrándome de verme en tal compañía.Eran cuatro artistas del género flamenco, dosmachos y dos hembras, que acababan de salirdel café-teatro de la esquina, donde cantabantodas las noches. Ellas eran graciosas, insolen-tes, la una gordinflona, espiritual la otra, ambascon mantones pardos, pañuelos a la cabeza,liados con desaliño y formando teja sobre lafrente; las manos bonitas, los pies calzados conperfección. De capa, pavero y chaqueta peluda,afeitados como curas, peinados como toreros,sin coleta, los hombres eran de lo más antipáti-co que puede verse en la Creación. Las cuatrovoces roncas sostenían un diálogo picado,zumbante y lleno de interjecciones, del cual nose entendían más que las groserías y barbaris-mos. Era la primera vez que yo me veía tancerca de semejantes tipos, y no les quitaba losojos.

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«¡Qué guapa es la gorda! -me dijo Manuel-.Maestro, veo que se entusiasma usted».

-¿Yo?...

-Si parece que se la quiere usted comer conlos ojos...

-No seas necio.

-Y ella no lo lleva a mal, maestro. También leecha a usted los ojazos. Esto que allá por otrasregiones se llama flirtation, se llama aquí tomarvaras.

-¿Has acabado ya de beber tu aguardiente,vicioso? -le dije con vivos deseos de salir de allí.

-¿Y usted no toma?

-¿Yo? Quita allá este asco, este veneno...

-¿Sabe usted, maestro, que estoy esta nocheasí como excitado de nervios, enardecido de

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sangre, y parece que una electricidad se mepasea por todo el cuerpo?... Siento apetito deacción, de violencia; no sé lo que pasa en mí...

Yo le miraba atentamente y reflexionaba so-bre aquel estado de mi discípulo, que era cosanueva en él, y desagradable para mí, que tantole quería.

«Porque, sí señor -siguió-; hay ocasiones enque nos es necesario hacer cualquier barbari-dad, como compensación de las tonterías y so-sadas que informan nuestra vida habitual; algoviolento, algo dramático. Suprima usted de lavida el elemento dramático, y adiós juventud.¿No le parece a usted que nos divertiríamos siahora armase yo camorra con esta gente?».

-¡Con estos...! Por Dios, Manuel, a ti te pasaalgo. Tú estás loco, o has bebido...

-Después de todo, ¿qué pasaría? Nada. Estaes gente cobarde. Iríamos todos a la prevención,

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y mañana, mejor dicho, hoy, faltaría usted aclase, y quizás tendrían que ir el rector y el de-cano a sacarle de las uñas de la policía.

-Si tuviera aquí palmeta y disciplinas, te tra-taría como trata un maestro de escuela al máspillo de sus alumnos. No mereces otra cosa.Desde que no estás bajo mi dirección has varia-do tanto, que a veces me cuesta trabajo conocer-te. Piensas y hablas tan bajamente, que me aflijoconsiderando la esterilidad de lo que te enseñé.

-¡Oh!, no -exclamó Peña con vehemencia,dándose una puñada sobre el corazón y unpalmetazo en la frente-. Algo queda. Muchohay aquí y aquí, maestro, que permanecerá portiempo infinito. Esta luz no se extinguirá jamás,y mientras haya espacio, mientras haya tiem-po...

Los cuatro flamencos se levantaron paramarcharse. Viendo el entusiasmo de Manuel,ellos se miraron asombrados, ellas sofocaban la

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risa. Se me parecieron a las dos célebres mozasque estaban a la puerta de la venta cuandollegó D. Quijote y dijo aquellas retumbantesexpresiones, que tanto disonaban del lugar y laocasión. Yo vi el cielo abierto cuando se fueronlos del cante, porque así no tenía Manuel conquién armar la trapisonda que deseaba.

La buñolería estaba pintada de rojo, a estilode las tabernas de Madrid. Las paredes sucias,forradas de un papel con casetones repetidos,llenos de pastorcitas, ofrecían una superficierameada y pringosa. Un mostrador chapeadode latón, varias sillas desvencijadas, un reloj yun calendario americano, que no sé para quéservían, formaban el mueblaje, y el vaho deaceite frito espesaba la atmósfera.

«Vámonos, Manuel; esto es un escándalo».

-Un ratito más...

-Yo me caigo de sueño.

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-Pues yo estoy tan desvelado, que se me fi-gura no he de dormir más en mi vida.

-A ti te pasa algo.

-Lo que dije a usted; que me anda, no sé sipor el cuerpo o por el alma, el prurito dramáti-co, dándome cosquillas y picazones. Yo quierohacer algo, magister, yo necesito acción. Estavida de tiesura social y de pasividad sosa mecansa, me aburre. Estoy en la edad dramática(voy a ser pedante), en el momento históricoque no vacilo en llamar florentino, porque sudeterminación es arte, pasiones, violencia. LosMédicis se me han metido en el cuerpo y se hanposesionado de él, como los diablillos queatormentan al endemoniado.

No pude menos de reír.

-Vamos a ver, ¿qué lees ahora, en qué teocupas?

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Leo a Maquiavelo. Su Historia de Florencia, suMandrágora, sus Comentarios a Tito Livio y suTratado del Príncipe son los libros más asombro-sos que han salido de manos del hombre.

-Mala, perversa lectura si no va precedida dela preparación conveniente. Es mi tema, queri-do Manuel; si no haces caso de mí, tu inteligen-cia se llenará de vicios. Dedícate al estudio delos principios generales...

-¡Oh, maestro, por favor, no siga usted! La fi-losofía me apesta. La metafísica no entra en mí.Es un juego de palabras. ¡La ontología! PorDios, aparte usted de mí ese cáliz emético.Cuando tomo una pócima de sustancia, ser ycausa, estoy malo tres días. Me gustan loshechos, la vida, las particularidades. No mehable usted de teorías, hábleme de sucesos, nome hable usted de sistema, hábleme de hom-bres. Maquiavelo me presenta el panorama ricoy verdadero de la naturaleza humana, y por éldoy a todos los filosofistas habidos y por haber.

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-Estamos haciendo el tonto, Peña; estamosdiscutiendo en una buñolería el tema radical yeterno. No profanemos la inteligencia, y vámo-nos a dormir... En otra ocasión discutiremos. Túhas variado mucho y has crecido lozano y vigo-roso, pero algo torcido. Yo necesito enderezar-te. Algo hay en ti que no me gusta, que no pro-cede de mis lecciones. Quizás alguna pasajeraflorescencia del espíritu, de esas que marcan elperíodo culminante de la juventud... En fin, sealo que quiera, vámonos ya.

Al fin logré que se levantara del tabernariobanquetillo.

«Voy a revelarle a usted un secreto -me dijocuando pasábamos junto al mercado, en cuyasgalerías y puestos algún rumor, alguna lucecillatriste anunciaban los primeros desperezos de lafaena del día-. Desde que estoy así...».

-¿Cómo?

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-Así, nervioso, excitado, con estos estímulosmusculares que me piden la violencia, la arbi-trariedad, el drama... Pues desde que estoy así,mis antipatías son tan atroces, que al que medesagrada le aborrezco con toda mi alma. ¿Sabeusted quién es la persona que más me carga decuantos hay sobre la tierra?

-¿Quién?

-Su hermano de usted, nuestro anfitrión deesta noche, el Sr. D. José María Manso, marquéspresunto, según dicen.

Lastimado de esta cruel antipatía, defendí ami hermano con calor, diciendo a Peña que siaquel tenía ciertas ridiculeces y manías erabueno y leal. Pero mi defensa exasperó más aljoven, el cual sostuvo que toda la rectitud ylealtad de José no valían dos pepinos. Sospechéque Manuel había oído en los corrillos políticosdel salón de mi hermano algún comentario pi-cante, alguna frase alusiva a su humildísimo

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origen, y que, mortificado por esto, confundíaen un solo aborrecimiento al dueño de la casa ya los murmuradores. Así se lo dije, y me con-fesó que, en efecto, había oído cosillas que las-timaban su dignidad horriblemente; pero queen este orden de agravios, el delincuente eraLeopoldito Tellería, marqués de Casa-Bojío, porlo cual mi buen amigo aguardaba una coyuntu-ra propicia para romperle el bautismo.

«¿Duelito tenemos? -dije, no pudiendo con-sentir que mi discípulo, a quien yo había incul-cado las más severas nociones de moral, meviniese hablando de resolver sus asuntos dehonor con el bárbaro e ineficaz procedimientodel desafío, herencia del vandalismo y de laignorancia».

-Usted no vive en el mundo, maestro-replicó él-. Su sombra de usted se pasea por elsalón de Manso; pero usted permanece en lagrandiosa Babia del pensamiento, donde todoes ontológico, donde el hombre es un ser in-

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corpóreo, sin sangre ni nervios, más hijo de laidea que de la historia y de la Naturaleza; unser que no tiene edad, ni patria, ni padres, ninovia. Diga usted lo que quiera; pero me pareceque si yo tuviera ocasión de ponerle la mano enla cara al marqués de Casa-Bojío, y de echarle alsuelo y de pasearme luego por su cuerpo, lle-garía a creer que el Universo está desequilibra-do y que el orden de la Naturaleza se ha des-truido... ¿Y lo creerá usted? Hay otro hombreque me incocora más que Leopoldito, y es elbenemérito hermano de mi maestro.

-¿Y también le vas a desafiar? ¿Pero estás lo-co? Anda... has declarado la guerra al génerohumano... Manuel, Manuel, niño, modera esosimpulsitos, o será preciso ponerte un chaleco defuerza. Estás hecho un pisaverde, un monstruode alfeñique, un calaverilla de estos que se esti-lan hoy, verdaderos muñecos desvergonzadosque representan el Don Juan con los trapos y lavoz de polichinela.

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Cuando subíamos la escalera, la señora dePeña abrió la puerta. Nunca se acostaba hastaque volvía de la calle su hijo. Aquella noche, lacélebre doña Javiera, soñolienta y mal humora-da por la tardanza del nene, nos echó un me-diano réspice a los dos.

«¡Ay, qué horas, qué horas de venir a casa!...Pero ¿también usted, amigo Manso, anda enestos pasos? Usted tan pacífico, tan casero, tanmadrugador, se descuelga aquí a las cuatro ymedia de la mañana. Vaya con el maestrito, conel padrote...».

-Este pillo, señora, este pillo es quien mepervierte.

-No, mamá; él a mí.

-¡Ay!, hijo, qué pálido estás... ¿qué tienes?¿Te ha pasado algo?

-Nada, mamá; no tengo nada.

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-¿Pero no entras a acostarte?

-Voy un momento arriba con el amigo Man-so. Quiero que me deje unos libros que necesi-to.

-¡Libros tú! -le dije, entrando en mi casa-.¿Para qué quieres libros?

-Para preparar mi discurso.

-¿Qué discurso? ¿Ahora sales con eso?

-Usted sí que está en Belén. ¿No le he dichoa usted que voy a hablar en la gran velada?

-¿Qué gran velada es esa?

-La que dará la Sociedad para socorro de los in-válidos de la Industria.

-¡Ah!, es verdad. ¿Sobre qué tema vas ahablar? Toma los libros que quieras...

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Yo me caía de sueño. Dejele en el despacho yme fui a mi alcoba, que era la pieza contigua.Desde mi cama le veía revolviendo en los estan-tes, tomando y dejando este o el otro libro.

Antes de dormirme le dije:

«Mañana me contarás los motivos de ese re-sentimiento que sientes contra mi pobre her-mano».

-No lo puedo decir, es un secreto... ¿Le pare-ce a usted que me lleve a Spencer?

-Hombre, llévate al moro Muza, y déjamedescansar.

Ya desvanecido en el primer sueño, le oí de-cir:

«Es un canalla, es un canalla».

Y dormido profundamente, en mi cerebro nohabía más reminiscencias de la vida exterior

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que aquellas palabras, rielando en la superficieoscura y temblorosa de mi sueño, como el ful-gor de las estrellas sobre el mar.

- XXI -Al día siguiente...

Pero antes quiero hacer una confidencia. Elhecho que voy a declarar me favorece poco, mepintará quizá como hombre vulgar, insensible alos delicados gustos de nuestra sociedad refor-mista; pero pongo mi deber de historiador pordelante de todo y así se apreciará por esta fran-queza la sinceridad de las demás partes de minarración. Vamos a ello. Las buenas comidas ylos platos selectos de la mesa de mi hermanollegaron a empacharme, y como transcurríansemanas enteras sin que pudiera librarme decomer allá, concluí por echar de menos mi habi-tual mesa humilde y el manjar preferente de

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ella, los garbanzos, que para mí, como he dichoantes, no tienen sustitución posible. El apetitode aquella legumbre me fue ganando, y llegó aser irresistible. Estaba yo como el fumador vi-cioso, cuando por mucho tiempo se ve privadode tabaco. Siempre que pasaba por la Correderade San Pablo y por la tienda de que soy parro-quiano, titulada la Aduana en comestibles, se meiban los ojos al gran saco de garbanzos coloca-do en la puerta, y no por verlos crudos se meantojaban menos sabrosos. No pudiendo refre-nar más mi deseo, resistime un día a comer conLica, y previne a Petra que me pusiera el cocidode reglamento. No tengo más que decir sinoque me desquité bárbaramente de la privaciónque había sufrido. Y ahora, adelante.

Al día siguiente encontré a mi hermano en elcuarto de estudio. Quería enterarse personal-mente de los adelantos de los niños. Festivo conla maestra y afectando hacia los alumnos unaseveridad enfática que me pareció fuera de lu-

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gar, el futuro marqués me estorbó para decir aIrene varias cosillas que pensadas llevaba. Aella la encontré cohibida y como atontada conla presencia, con las preguntas y con la amabi-lidad del amo de la casa. No daba pie con bolaen las lecciones, y las alumnas corregían a lamaestra. Para mayor desgracia, también meprivó mi hermano de pasear, llevándome, quequieras que no, a ver al director de InstrucciónPública para un asunto que no me interesaba.

Por fin me convencí de que José María noera un modelo de maridos. Varias veces mehabía hecho Lica algunas indicaciones sobreeste particular; pero me parecieron extravagan-cias y mimosidades. Una tarde ¡ay!, dispuso micuñada que Irene, los niños y el ama salieran enel coche. Mercedes había salido con sus amigas.Yo permanecí en la casa, pues aunque mi gustohabría sido ir al Retiro con Irene, no tuve másremedio que quedarme acompañando a Ma-nuela. Esta me manifestó vivos deseos de

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hablarme a solas, y yo dije para mí: «Prepárate,amigo Máximo; ya te cayó que hacer. Despabí-late y refresca tus conocimientos de ornamenta-ción doméstica y gastronomía suntuaria».

Pero Lica se ocupó muy poco de estas cosas,y parecía haber tomado en aborrecimiento lossaraos y los comistrajos, según el desprecio conque de ellos hablaba. Sus cuitas de esposa no lepermitían atender a tonterías de vanidad, yapenas hubo tocado el delicado punto dondeestaba su herida, comenzó a llorar. Oía yo susquejas, y no acertaba a darle ningún consueloeficaz. ¡Pobre Lica! Sus palabras exóticas, suscláusulas truncadas, a las que el dolor y la ver-dad daban persuasiva elocuencia; sus hipérbo-les americanas no se me han olvidado ni se meolvidarán nunca. Estaba muy brava; tenía elalma abrasada y la vida en salmuera con lascosas de Pepe María. Ya no le valía quejarse yllorar, porque él no hacía maldito caso de susquejas ni de sus lágrimas. Se había vuelto muy

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guachinango, muy pillo, y siempre encontrabapalabras para escaparse y aun para probar queno rompía un plato. Tenía olvidada a su mujer,olvidados a sus hijos; todo el santo día se lopasaba en la calle, y por la noche salía despuésde la reunión y ya no se le veía hasta el día si-guiente a la hora de almorzar. Marido y mujersólo cambiaban algunas palabras tocante a lainvitación, al té, a la comida, y pare usted decontar... Esto podría pasar si no hubiera otrascosas peores, faltas graves. José María estabaechado a perder; la compañía y el trato de Ci-marra le habían enciguatado; se había corrompi-do como la fruta sana al contacto de la podri-da... Ya no le quedaba duda a la pobrecita de laatroz infidelidad de su esposo. Ella se sentía tanafrentada, que sólo de pensarlo se le salían loscolores a la cara, y no encontraba palabras paracontarlo... Pero a mí se me podía decir todo. Sí;revolviendo una mañana los bolsillos de la ropade José María, había encontrado una carta deuna sinvergüenza... ¡Una carta pidiéndole dine-

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ro!... Se volvía loca pensando que la plata desus hijos iba a manos de una... Pero a la infelizesposa no le importaba la plata, sino la sinver-güencería... ¡Ay! Estaba bramando. Con ser ellauna persona decente, si cogiera delante a labribona que le robaba a su marido, le había dedar una buena soba y un par de galletas biendadas. ¡Ay qué Madrid, qué Madrid este! Valemás andar en comisión por el monte, vivir enun bohío, comer vianda, jutía y naranjas cajeles,que peinar a la moda, arrastrar cola, hablar finoy comer con ministros... Mejor estaba ella en subendita tierra que en Madrid. Allí era reina yseñora del pueblo; aquí no le hacían caso másque los que venían a comerle los codos, y des-pués de vivir a su costa se burlaban de ella.Luego esta vida, Señor, esta vida en que todo esforzarse una, fingir y ponerse en tormento parahacer todo a la moda de acá, y tener que olvi-dar las palabras cubanas para aprender otras, yaprender a saludar, a recibir, a mil tontadas yboberías... No, no; esto no iba con ella. Si José

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no se enmendaba, ella se plantaba de un saltoen su tierra, llevándose a sus hijos.

Yo la consolé diciéndole lo que tantas vecesme había dicho ella a mí, a saber, que no fueraponderativa. Su imaginación, hecha a las tintasy a las magnitudes tropicales, agrandaba lascosas. ¿No podría ser que la carta descubiertano tuviera la significación pecaminosa que ellaquería darle?... A esto me respondió con ciertasaclaraciones y datos que no me dejaron dudasacerca de los malos pasos de mi hermano. Suamistad con Cimarra, que había llegado a sermuy íntima, me anunciaba desastres sin cuentoy quizás rápidas mermas en el peculio del es-poso de Lica. Esta no concluyó sus confidenciascon lo que dejo escrito, sino que fue sacando arelucir otras grandes picardías del futuro mar-qués, que me dejaron absorto. En su propiacasa se atrevía el indigno a hacer cosas que re-sultaban en desdoro de toda la familia y princi-

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palmente de su digna esposa...¿Pues no tenía elatrevimiento de galantear a Irene...?

«¡A Irene!».

¡Sí, el muy...! La pobre Lica se ponía fuera desí al tocar este punto. No acertaba a expresar sufuror sino a medias palabras... ¡En su propiacasa, en su misma cara! Pues sí; era una perse-cución no bien disimulada... Últimamente lohacía con un descaro... Por las mañanas semetía en la salita de estudio y se estaba allí lashoras muertas... Una noche entró en el cuartode Irene, cuando esta se retiraba. En fin, ¿paraqué hablar más de una cosa tan desagradable?,la tarde anterior hubo una escena fuerte entremarido y mujer en la puerta misma... ¡Cómo sele atragantaban las palabras a la buena Lica!...en la puerta misma del cuartito de la institutriz.Era indudable que esta no alentaba ni poco nimucho el indecoroso galanteo del dueño de lacasa. Por el contrario, Irene no disimulaba supena; era una muchacha honesta, dignísima,

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que no podía tener responsabilidad de los atre-vimientos de un hombre tan... En fin, aquellamisma mañana Irene había manifestado a laseñora que deseaba salir de la casa. Ambashabían llorado... Era una buena de Dios... Ypara concluir, yo, Máximo Manso, el hombrerecto, el hombre sin tacha, el pensamiento de lafamilia, el filósofo, el sabio era llamado a arre-glarlo todo, haciendo ver a José la fealdad yatroces consecuencias de su conducta inicua;pintándole... yo no sé cuántas cosas dijo Licaque debía yo pintarle. La cuitada no guardaríarencor si su esposo se enmendaba, y estabadecidida a perdonarle, sí, a perdonarle de todocorazón, si volvía al buen camino, porque ellaquería mucho a su marido, y era toda alma,sentimiento, cariño, mimito y dulzura... Y ya nome dijo más, ni era preciso que más dijera, por-que bastante había sabido yo aquella tarde, ytenía materia sobrada para poner en ejerciciomis facultades de consejo.

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- XXII -Esto marcha

«Esto se complica -pensé al retirarme-.Henos aquí en plena evolución de los sucesos,asistiendo a su natural desarrollo y con el fataldeber de figurar en ellos, bien como simpletestigo, lo cual no es muy agradable a veces,bien como víctima, lo que es menos agradabletodavía. Ya tenemos que las energías morales, ollámense caracteres, actuando en la reducidaescena de un círculo doméstico o de un gruposocial, han concluido lo que podríamos llamaren términos dramáticos su período de prótasis,y ahora, maduradas y crecidas las talesenergías, principian a estorbarse y se disputanel espacio, dando origen a razonamientos pri-mero, a choques después, y quizás a furiosasembestidas. Tengamos calma y ojo certero.Conservemos la serenidad de espíritu que tanútil es en medio de una batalla, y si la suerte o

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las sugestiones de los demás o el propio interésno llevan a desempeñar el papel de general enjefe, procuremos llevar al terreno toda la tácticaaprendida en el estudio y todo el golpe de vistaadquirido en la topografía comparada del co-razón humano».

Desveláronme aquella noche la idea de loque pasaba y las presunciones de lo que pa-saría. Al día siguiente corrí a casa de mi her-mano y dije a Lica:

«Vigila tú a doña Cándida, que yo vigilaré aIrene».

Ella extrañó que yo recelase de Calígula, yme dijo que no sospechaba cosa mala de amigatan cariñosa y servicial.

«Cuidado, cuidado con esa mujer... -le res-pondí creyendo hallarme en lo firme-. A pesarde la protección que se le da en esta casa, micínife no ha variado de fortuna y se crea todos

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los días nuevas necesidades. Nada le basta, ymientras más tiene más quiere. Se le ha matadoel hambre, y ahora aspira a ciertas comodida-des que antes no tenía. Proporciónale las co-modidades y aspirará al lujo. Dale lujo y pre-tenderá la opulencia. Es insaciable. Sus apetitosadquieren con los años cierta ferocidad».

-Pero ¿qué tiene que ver, chinito...?

-Vigila, te digo; observa sin decir una pala-bra.

-¿Y tú observarás a Irene?

-Sí. La creo buena, la tengo por excepcionalentre las jóvenes del día. Es superior a cuantoconozco, es una maravilla; pero...

-A todo has de poner pero...

-¡Ay! Manuela, no sabes a qué tentacionesvive expuesta la virtud en nuestros días. Túfigúrate. Se dan casos de criaturas inocentes,

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angelicales, que en un momento de desfalleci-miento han cedido a una sugestión de vanidad,y desde la altura de su mérito casi sobrehuma-no han descendido al abismo del pecado. Laserpiente les ha mordido, inoculando en susangre pura el virus de un loco apetito. ¿Sabescuál? El lujo. El lujo es lo que antes se llamabael demonio, la serpiente, el ángel caído; porqueel lujo fue también querubín, fue arte, genero-sidad, realeza, y ahora es un maleficio mesocrá-tico, al alcance de la burguesía, pues con la in-dustria y las máquinas se han puesto en condi-ciones perfectas para corromper a todo el géne-ro humano, sin distinción de clases.

-Aguaita, Máximo; si quieres que te diga laverdad, no entiendo lo que has hablado; peroello será cierto, pues tú lo dices... Bueno; cuida-dito con la maestra...

Y en mi cerebro se estampó aquello de cui-dadito con la maestra, de tal modo, que sólo la

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idea de mi papel de vigía aumentaba mi suspi-cacia.

Porque en mí habían surgido terribles des-confianzas, ¿a qué negarlo? Mi fe en Irene sehabía quebrantado un poco, sin ningún motivoracional. Es que el procedimiento de duda quehe cultivado en mis estudios como punto deapoyo para llegar al descubrimiento de la ver-dad, sostiene en mi espíritu esta levadura demalicia, que es como el planteamiento de todoslos problemas. Así, en aquel caso, mientras másme mortificaba la duda, más quería yo dudar,seguro de la eficacia de este modo del pensa-miento; y de la misma manera que este ha rea-lizado grandes progresos por el camino de laduda, mi suspicacia sería precursora del triunfomoral de Irene, y tras de mi poca fe vendría laevidencia de su virtud, y tras de las pruebasrigurosas a que la sometería mi espíritu dehipótesis resultarían probadas racionalmentelas perfecciones de su alma preciosa. Por otra

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parte, aquel desasosiego en que yo estaba des-de que supe las acometidas de José, me revela-ba el profundo interés, el amor, digámoslo deuna vez, que Irene me inspiraba, y que hastaentonces podía haberse confundido ante miconciencia con cualquier aberración caprichosadel sentimiento o de los sentidos. Yo tenía ar-dientes celos; luego yo quería con igual ardor ala persona que los motivaba.

Lo primero que resolví fue no declarar a Ire-ne nada de lo que sentía, mientras no fuera pa-ra mí claro como la luz del sol que la maestraresistiría las torpes asechanzas de mi hermano.Entré a verla y hablarle. ¡Qué confusión tangrande se apoderó de mí al hallarla medita-bunda, tristísima, más pálida que nunca, comosi embargaran su alma graves y contradictoriospensamientos! ¿Qué le pasaba? Toda mi habili-dad y mi charla capciosa no consiguieron abrirel sagrario de su alma, ni sorprender por unafrase el misterio encerrado en ella. Aquel día

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funesto no la vi sonreír. Desmintió por comple-to la idea que yo tenía de su ecuanimidad y delreposo y sereno equilibrio de su carácter. Nopude obtener de ella más que monosílabos. Fijasu vista en la labor, hacía nudos y más nudos, yyo me figuraba que cada uno de estos era unergo de la enmarañada dialéctica que había ensu cabeza, porque indudablemente pensaba, ypensaba mucho, y discutía y ergotizaba y hacíaprodigios de sofística.

Muy mal impresionado me retiré a mi casa,y tan inquieto estuve, tan hostigado del recelo,de la curiosidad, que a la siguiente mañana,luego que concluyó la lección de los niños,abordé mi asunto y le dije:

«Ya sé todo lo que le pasa a usted. Manuelame ha contado las locuras de José María».

Oyome tranquila y se sonrió un poco. Yo es-peraba sorprender en ella turbación grande.

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«Su hermanito de usted -me contestó-, esmuy particular. Qué poco se parece a usted,amigo Manso. Son ustedes el día y la noche».

Y seguí hablando de mi hermano, de sucarácter ligero y vanidoso; le disculpé un poco;puse en las nubes a Lica, y...

Irene me interrumpió diciéndome:

«Aunque D. José no ha vuelto a entrar aquí,ni me ha dirigido una palabra desde la escenaaquella, me parece que no puedo seguir en estacasa».

No hice más que un signo de sorpresa, por-que me atreví a contestarle negativamente.Comprendí que tenía razón. Preguntele si elmotivo de la tristeza que había notado en ella eldía anterior tenía por causa las desagradablesgalanterías del amo de la casa, y me contestó:

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«Sí y no... sería largo de explicar, pues... sí yno».

¡Sí y no! Admirable fórmula para llegar alcolmo de la confusión o a la locura misma.

«Pero sea usted sincera conmigo. Usted meha dicho que me consultaría no sé qué asuntograve, y aun creo que dijo: 'Juro hacer lo queusted me mande'».

Entonces me miró muy atenta. Sus ojos pe-netraban en mi alma como una espada lumino-sa. Nunca me había parecido tan guapa, ni seme había revelado en ella, como entonces,aquella hermosura inteligente que los más ex-celsos artistas han sabido remedar en esas pin-turas alegóricas que representan la Teología ola Astronomía. Yo me sentí inferior a ella, taninferior que casi temblaba cuando le oí decir:

«Usted ha dudado de mí... Luego no es us-ted digno de que yo le consulte nada».

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Era verdad, era verdad. Mis preguntas cap-ciosas, mis inquisitoriales averiguaciones deldía anterior debieron de serle poco gratas. Suresentimiento me pareció bellísimo, y diometanto placer, que no pude ocultarle cuánto meagradaba aquel noble tesón suyo. Hícele decla-raciones de firme amistad; pero sin excedermeni dar a entender otra cosa, pues no era llegadala ocasión, ni había logrado yo la evidencia quebuscaba, aunque tenía el presentimiento de ella.

Salimos de paseo. Mostrose apacible y cor-dial; pero en nuestra conversación, en nuestrosescarceos y juegos de diálogo me manifestabaque algo había que no estaba dispuesta a reve-larme, y ese algo era lo que se me ponía a míentre ceja y ceja, mortificándome mucho.

«Yo haré méritos -le dije-, para ganar otravez su confianza y oír las consultillas que quie-re usted hacerme».

-Veremos. Por de pronto...

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-¿Qué?

-Por de pronto no me ametralle usted a pre-guntas. Quien mucho pregunta poco averigua.Tenga usted más paciencia, y confianza en miespontaneidad. En esto soy tremenda; quierodecir que cuando no me chistan me entran enmí deseos de contar algo. Y en cuanto a las con-sultillas, pierden toda su sal si no se hacen entiempo oportuno y cuando ellas solas se salendel corazón.

Esto me hizo reír, y cuando nos despedimosen casa de Lica, me reí más con esta salida deIrene.

«Para que haga usted más méritos, le voy apedir otro favor... ¡Cuánto le agradecería queme hiciera una notita, un resumen, pues, en unpapelito así... de la historia de España! ¿Creeráusted que se me confunden los once Alfonsos yno les distingo bien? Todos me parece que hanhecho lo mismo. Luego se me forma en la cabe-

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za una ensalada de Castilla con León, que no sélo que me pasa. ¿Hará usted la nota?...».

-Pero, criatura, ¿la historia de España en unpapelito?...

-Nada más que los once Alfonsos. De D. Pe-dro el Cruel para aca ya me las manejo bien...¡Qué cosa más aburrida!, ¡aquellas guerras demoros, siempre lo mismo, y luego los casamien-tos de el de acá con la de allá, y reinos que sejuntan, y reinos que se separan, y tanto Alfonsopara arriba y para abajo!... Es tremendo. Le soya usted franca. Si yo fuera el Gobierno supri-miría todo eso.

-¿La historia?

-Eso, eso que he dicho. No se enfade ustedpor estas herejías, y abur.

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-XXIII-¡La historia en un papelito!

¿Cuándo se ha visto extravagancia semejan-te? Me parece que menudean demasiado losantojos. Un día la Gramática de la Academia,que apenas entiende; otro día lápices y dibujosque no usa, primero las poesías en bable, des-pués la canción de Tosti, y ahora la historia delos Alfonsos en un papelito... Al demonio se leocurre... Vaya, vaya, que no es tan grande enella el dominio de la razón, que no hay en suespíritu la fijeza que imaginé ni aquel despreciode las frivolidades y caprichos que tanto meagradaba cuando en ella lo suponía. Pero loextraño es que no por perder a mis ojos algunade las raras cualidades de que la creí dotada,amengua la vivísima inclinación que sientohacia ella; al contrario... Parece que a medidaque es menos perfecta es más mujer, y mientras

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más se altera y rebaja el ideal soñado, más laquiero y...

Esto pensaba yo aquella noche. Hondamenteabstraído no asistía a la reunión. Ocupomecompletamente al otro día un asunto universi-tario, que me tuvo no sé cuántas horas deHerodes a Pilatos, desde el despacho del rectora la Dirección de Instrucción pública. Asistí auna comida dada por mis discípulos a tres ca-tedráticos, y antes de retirarme a mi casa di unavuelta por la de mi hermano, donde encontréuna gran novedad, que me refirió puntualmen-te Lica. La noche anterior habían cruzado pala-bras bastante agrias Manuel Peña y el marquésde Casa-Bojío. Fue cuestión de etiqueta quetrajo al punto la cuestión de clases, y pronta-mente la de personas; tres cuestiones que seencerraban en una, en la necesidad de que am-bos jóvenes se descrismaran a sablazos o a tirosen lo que llaman el campo del honor. La durezaprovocativa de las frases dichas por Peña en la

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malhadada disputa, y su resistencia a dar expli-caciones, hacían inevitable el duelo. Había que-rido José María arreglar el asunto hurgándoseel caletre para buscar fórmulas de transacción;que tal era su fuerte; mas por aquella vez elabrazo de Vergara no vendría, como en 1839,sino después de la efusión de sangre, y ya esta-ba todo concertado para el día siguiente muytemprano. Cimarra y no sé qué otro caballeritoeran padrinos de mi discípulo. El disgusto deLica era grande, y yo deploraba con toda mialma que un joven de talento claro y de sanasideas, educado por mí en el aborrecimiento dela barbarie humana, incurriera en la estúpidaflaqueza de desafiarse. Lo que yo hablé aquellanoche sobre este particular no es para contadoaquí. Estuve casi elocuente, y Lica aprobabacon toda su alma mis ideas, y se admiraba deque un criterio tan sano no triunfara en la so-ciedad anonadando el error y las preocupacio-nes.

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Grande era la pena que yo sentía aquella no-che para que no respondiera de malísimo gustoal insufrible y cada vez más pesado poeta, se-cretario de la sociedad de inválidos. Pero él, re-chazado fuertemente por mi desvío, volvía a lacarga con más empuje, y me acribillaba con susinhumanas pretensiones. Quería, ni más ni me-nos, que yo tomase parte en la gran velada quese estaba organizando, y que echase tambiénmi discursito, rivalizando con los demás orado-res que ya estaban comprometidos, entre loscuales los había de primera fuerza. Resistime atodo trance, me blindé con la razón de mi esca-so poder oratorio; pero ni aun esto me valía,porque mi hermano, Pez y otros dos gravesseñores (uno de ellos ex-ministro) que presen-tes estaban, me atacaron de flanco diciéndomeque no hacían falta discursos brillantes, sinosólidos y razonados; que con mi palabratendría la solemne fiesta una autoridad que nole darían los cantorrios y los discursos floridos;y por último, que la Sociedad, si yo la desairaba

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negándole mi valioso concurso vería en mi au-sencia de la velada un vacío imposible de llenarcon otro discurso ni con poesías ni con música.Estas lisonjas no hacían mella en mi rígidocarácter, y obstinadamente negué mi concurso.Díjome mi hermanito que yo era una calami-dad; llamome Lica jollullo, y la cabeza parlanteme agració con un juicio bastante duro acercadel poco sentido práctico de los filósofos y de laescasa ayuda que prestan al movimiento de lacivilización. El párrafo que este señor me echó,como una rociada de sabiduría, algo semejanteal vinagrillo aromático, parecía un artículo deperiódico, de esos que se escriben por el vulgoy para el vulgo, y que constituyen la escueladiaria y constante de la vulgaridad. No hicecaso, y me marché a casa.

Deseaba saber si Manuel Peña estaba en lasuya, y si doña Javiera se había enterado de lasandanzas caballerescas de su niño. Buensermón preparaba yo a mi discípulo, aunque en

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rigor de verdad, ya no había medio de retroce-der en el lance, y la feroz preocupación social,verruga de la cultura moderna y escándalo dela filosofía, sería inevitablemente respetada ycumplida. La idolatría del punto de honra meparece tan absurda hoy, como si a mis contem-poráneos les diera de repente la humorada derestablecer los sacrificios humanos y de inmolara sus semejantes en el altar de un muñeco debarro que presentase cualquier divinidad salva-je. Pero tal es la fuerza del medio social, que yo,con todo el vigor y pureza intolerante de misideas, no habría osado alejar a Peña del bárbaroterreno ni sugerirle la idea de faltar al empla-zamiento. ¿Qué más? Siendo quien soy, creoque no podría ni sabría eximirme de acudir alllamado campo del honor, si me viera impulsadoa ello por circunstancias excepcionales. No ol-videmos nunca los grandes ejemplos de la debi-lidad humana, mejor dicho, de transacciones dela conciencia, determinadas por el medio am-

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biente. Sócrates sacrificó un gallo a Esculapio,San Pedro negó a Jesús.

Doña Javiera no sabía nada. Manuel habíatenido el buen acuerdo de engañarla diciéndoleque iba a Toledo con unos amigos, y que novolvería hasta el día siguiente. Con esto, la po-bre señora estaba tranquila. Yo no lo estaba,pues aunque en la generalidad de los casos losduelos del día son verdaderos sainetes, y estaes la tendencia de todos los que intervienen enellos como padrinos o componedores, bienpodría suceder que las leyes físicas con su fata-lidad profundamente seria y enemiga de bro-mitas, nos regalasen una tragedia.

Desde muy temprano salí, al siguiente día,para enterarme de lo ocurrido, mas nada pudeaveriguar. A las diez no había entrado Peña ensu casa, lo que me puso en cuidado; pero doñaJaviera, sin sospechar cosa mala, decía:«Vendrá en el tren de la noche. Figúrese usted;en un día no tienen tiempo de ver nada, pues

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sólo en la catedral dicen que hay para una se-mana».

Corrí a casa de José, donde Lica, atrozmenteinmutada, me dio la tremenda noticia de quePeñita había matado al marqués de Casa-Bojío.Sentí pena y terror tan grandes, que no acertabaa hacer comentarios sobre tan lamentable suce-so, prueba evidente de la injusticia y barbariedel duelo. ¡Aquel joven, dotado de corazónnoble, de inteligencia tan clara y simpática,interesantísimo y amable por su figura, por sutrato, por las prendas todas de su alma, habíaasesinado a un infeliz inocente de todo delitoque no fuera el ser tonto!... ¿y por qué?, porunas cuantas palabras vanas comunes ybaldías, accidente de la voz y producto de latontería, ¡palabras que no tenían valor bastantepara que la naturaleza permitiera, por causa deellas, la muerte de un mosquito, ni el cambiomás insignificante en el estado de los seres!

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Pero ¡qué demonio!, la noticia la había traídoSainz del Bardal. ¿No era el conducto motivobastante para dudar...?

«Sí, sí -me dijo Lica-. Corre a enterarte en ca-sa de Cimarra. José María salió muy temprano.No le visto hoy. Dijo que no volvería hasta lanoche».

¡Que todos los demonios juntos, si es quehay demonios, o todos los genios del mal, si esque existe genio del mal fuera del alma huma-na, carguen con Sainz del Bardal, y le puncen yle rajen, y le pinchen y le corten, y le sajen yacribillen, y le arañen y le acogoten, y le estran-gulen y le muelan, y le pulvericen y le macha-quen hasta reducirle a pedacitos tan pequeñosque no puedan juntarse otra vez, y hasta lograrla imposibilidad de que vuelvan a existir en elmundo poetas de su ralea!... ¡Valiente susto nosdio el maldito!... ¿De dónde sacaste, infernalcriatura, que el escogido entre los escogidos,Manolo Peña, había quitado la preciosa vida al

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pobrecito Leopoldito, que por estar blindado desandeces, como lo está de conchas un galápago,tiene en su inútil condición garantías sólidas deinmortalidad? ¿En qué fuente bebiste, poetamiasmático, peste del Parnaso y sarampión delas Musas? ¿Quién te engañó, quién te sopló,trompa de sandeces? Si no pasó nada, si nohubo más sino que el filo del sable de Peña rozóla oreja derecha del espejo de los mentecatos yle hizo un rasguño, del cual brotaron obra decatorce gotas de sangre de Tellería, y como lacosa era a primera sangre, aquí paró el lance yambos caballeros se quedaron repletos dehonor hasta reventar, y luego se dieron las ma-nos, y el que hacía de médico sacó un pedacitode tafetán inglés y lo aplicó a la oreja de Te-llería, dejándosela como nueva, y todo quedóasí felizmente terminado para regocijo de lahumanidad y descrédito de las malditas ideasde la Edad Media que aún viven...

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Me contó todo el mismo Cimarra, haciendoardientes elogios de la serenidad, valor y gene-rosa bravura de Manuel Peña. Faltome tiempopara llevar la buena noticia a Lica, que se habíatomado ya cinco tazas de café para quitar elsusto. Doña Jesusa dio gracias a Dios en vozalta, Mercedes cantó de alegría, y hasta el ama,Rupertico y la mulata se alegraron de que nohubiera pasado nada.

Después de almorzar, entramos Manuela yyo en el cuarto de estudio para ver escribir a lasniñas. Recibionos Irene con viva alegría. ¿Porqué estaba tan poco pálida que casi casi eransonrosadas sus mejillas? La observé inquieta,con no sé qué viveza infantil en sus bellos ojos,decidora y de humor más festivo, pronto y ocu-rrente que de ordinario.

«Perdóneme usted -le dije-, pero he tenidomuchas ocupaciones y no he podido traerle lahistoria en un papelito...».

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-¡Ah, qué tontería! No se incomode usted...No merece la pena... La verdad; no sé cómousted me aguanta... Soy de lo más impertinen-te... En fin, como usted es tan bueno, y yo tanignorante, me permito a veces molestarle conpreguntas. Pero no haga usted caso de mí. ¿Noes verdad, señora, que no debe hacer caso?...

-¡Oh!, no, que trabaje, que le ayude, niña...Pues no faltaba más. ¿Para qué le sirve todo loque sabe?

-Pero qué soso, ¡qué soso es! -dijo Irenemirándome y riendo, fusilándome con el fuegode sus ojos y haciéndome temblar con esca-lofrío nervioso-. ¿Ve usted cómo no quiere to-mar parte en la velada?... Lo que yo digo, es delo más tremendo...

-¡Jollullo!

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-Pues tiene usted que hablar, sí, señor.Mándeselo usted, señora, mándeselo usted,pues no hace caso de nadie...

-Pues sí, tienes que hablar, Máximo.

-Se deslucirá la fiesta si no habla -añadióIrene-. Ya le he dicho: «Si usted no abre el pico,amigo Manso, yo no voy», y la señora ha pro-metido llevarme a un palquito de los de arriba.

-Sí, iremos a un palquito de los altos, dondepodamos estar con comodidad... Mamá diceque si hablas, irá también.

Una voz gangosa, lánguida, que arrastrabaperezosamente las sílabas, resonó en la puerta,murmurando:

«Tiene que hablar, sí señó...».

Era doña Jesusa que pasaba. Y al mismotiempo Isabelita se abrazaba a mis piernas y secolgaba de mis manos, chillando también:

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«Tienes que hablar, tiito».

Mirome Irene de un modo terrible y dulce...Debió de mirarme como siempre; pero mi espí-ritu, desencajado en aquellos días, estaba dis-puesto a la poesía y a las hipérboles, y lo menosque vio en los ojos de la maestra fue toda lamiel del monte Hymeto mezclada a toda laamargura de las olas del mar... Y de estos océa-nos agridulces emergían, como náufragos quese salvan en una pastilla, estas palabras de ací-bar y mazapán:

«Es preciso que hable... tiene usted quehablar...».

-XXIV-¡Tiene usted que hablar!

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Pues tengo que hablar; no hay más remedio.Hay en sus palabras no sé qué de imperioso, deirresistible, que corta la retirada a mi modestiay me deja indefenso y solo entre los ataques delos organizadores de la velada. Al fin sucum-biré... Es necesario hablar. ¿Y sobre qué?

Esto pensaba al retirarme aquella nochedespués de un paseo con Manuela, Irene y losniños, y cuando me acercaba a mi casa iba pen-sando qué orden de ideas elegiría para compo-ner un bonito discurso. Lo mismo fue entrar enmi despacho y ver mis libros, que se encendióde súbito mi mente y de ella brotó inspiraciónesplendorosa. El saber archivado en mi biblio-teca parecía venir a mí en rayos, como las vocescelestes que algunos pintores ponen en suscuadros, y yo sentí en mí aquellas voces, tonosy ecos distintos de la erudición, que me decíancada cual su idea o su frase. ¡Qué admirablediscurso el mío! ¡Panorama inmenso, síntesisgrandiosa, riqueza de particularidades! Ocu-

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rrióseme la exposición del concepto cristiano dela caridad, uno de los más bellos alcázares queha construido el pensamiento humano. Yo ana-lizaría la definición dogmática de aquella vir-tud teologal y sobrenatural por la que amamosa Dios por sí mismo y al prójimo como a noso-tros mismos por amor de Dios. Después memetería con los Santos Padres... ¡oh!, mi memo-ria no me era fiel en este punto; sólo recordabala gradación de San Francisco de Sales, quedice: «el hombre es la perfección del universo,el espíritu es la perfección del hombre, el amorla del espíritu y la caridad la del amor...». Des-pués de apurar bien la caridad católica, yo, pormedio de una transacción apoyada en la her-mosa frase de Newton: «sin la caridad la virtudes un nombre vano», me pasaría al campo fi-losófico; establecería el principio de fraterni-dad, y pasito a pasito me iría al terreno econó-mico político, donde las teorías sobre asistenciapública y socorros mutuos me darían materiariquísima... Luego la sociología... En fin, me

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sobraba asunto, tenía ideas con que hacer sietediscursos para siete veladas. La dificultad esta-ba en condensar. No hay nada más difícil quehablar poco de una cosa grande. Sólo los espíri-tus verdaderamente grandes tienen el secretode encerrar en el término de escasas palabrasespacios inmensurables. Así, yo estaba confuso;no sabía qué escoger entre tanta tesis, entre tanvariadas riquezas. Después de reflexionar largorato, vi claro, y consideré que sería el colmo dela pedantería sacar a relucir el dogmatismocristiano, los Santos Padres, la filosofía, la cien-cia social, la fraternidad y la economía política.Pareciome ridícula la fiebre de erudición queme entró al ver mi biblioteca y consideré a quélocos extravíos conduce la manía de hacina-miento de libros. La erudición es un vicio quetiene sus embriagueces. Librémonos de ella,mayormente en ciertos actos, y aprendamos elarte de llevar a cada sitio y a cada momento loque sea propio de uno y de otro y encaje enambos con maravillosa precisión. Volví la es-

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palda a mi biblioteca y me dije: «Cuidado, ami-go Manso, con lo que haces. Si en esa famosavelada te descuelgas con un mosaico de erudi-ción tediosa o con un catafalco de filosofía tras-cendente, el público se reirá de ti. Consideraque hablarás delante de un senado de señoras,que estas y los pollos y todas las demás perso-nas insustanciales que a tales fiestas asisten,estarán deseando que acabes pronto para oírtocar el violín o recitar una poesía. Prepara unaoración breve, discreta, con su golpecito desentimiento y su toque de galantería a las da-mas; es decir, que cuando se te escape algunafilosofía, eches luego una borlada de polvos dearroz. Di cosas claras, si puede ser, bonitas ysonoras. Proporciónate un par de metáforas,para lo cual no tienes más que hojear cualquierpoeta de los buenos. Sé muy breve; ensalzamucho a las señoras que se desviven arreglan-do funciones para los pobres; habla de genera-lidades fáciles de entender, y ten presente quesi te apartas tanto así de la línea del vulgo bien

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vestido que ha de oírte, harás un mal papel, ylos periódicos no te llamarán inspirado ni elo-cuente».

Esto me dije, y dicho esto me callé y me pusea comer, pues aquel día pude también evadir-me, por rara suerte, de la comida oficial de mihermano para consagrarme con sabrosa tran-quilidad a la olla doméstica.

La próxima velada y el compromiso quecontraje me tenían preocupado. No han sidonunca de mi gusto estas ceremonias, que conpretexto de un fin caritativo sirven para que seexhiban multitud de tipos ávidos de notorie-dad. Si algún tiempo antes me hubieran dicho:«vas a hablar en una velada caritativa» lo habr-ía juzgado tan absurdo como si dijeran: «vo-larás». Y sin embargo, ¡oh, Dios!, yo volé.

Pero un desasosiego mayor que este de pen-sar en mi discurso me entristeció por aquellosdías. Una tarde fui a casa de José María con

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intención decidida de ver a Irene y de hablarleun poco más explícitamente, porque mi propiareserva empezaba a atormentarme, y me can-saba del papel de observador que yo mismo mehabía impuesto. La determinación de senti-miento iba tomando tal fuerza en mí de día endía, que andaba la razón algo desconcertada,como autoridad que pierde su prestigio ante lainsolencia popular. Y doy por buena esta figu-ra, porque el sentimiento se expansionaba enmí al modo de un popular instinto, pidiendolibertad, vida, reformas, y mostrándome la con-ciencia de su valer y las muestras de su pujan-za, mientras la rutinaria y glacial razón hacíadébiles concesiones, evocaba el pasado a cadainstante y no soltaba el códice de sus ranciaspragmáticas. Yo estaba, pues, en plena revolu-ción, motivada por ley fatal de mi historia ínti-ma, por la tiranía de mí propio y por aquellamanera especial de absolutismo o inquisiciónfilosófica con que me había venido gobernandodesde la niñez.

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Aquel día, pues, el brío popular era terrible;se habían desbordado las masas, como sueledecirse en lenguaje revolucionario, y la Bastillade mis planes había sido tomada con estruendoy bullanga. Acordándome de Peña y de susideas sobre la necesidad de lo dramático encierta parte de la vida, me parecía que teníarazón. Era preciso ser joven una vez y permitiral espíritu algo de ese inevitable proceso refor-mador y educativo que en Historia se llamarevoluciones.

«Basta de sabidurías -me dije-; acábense losestudios de carácter, y las disecciones de pala-bras que me enredan en mil tormentosas suspi-cacias y cavilaciones. ¡Al hecho, a la cosa, al fin!Planteada la cuestión y manifestados mis dese-os, toda la claridad que haya en mí se repetiráen ella, y la veré y apreciaré mejor. Así no sepuede vivir. ¡Ay de aquel que en esto de muje-res imite al botánico que estudia una flor! ¡Ne-cio! Aspira su fragancia, contempla sus colores;

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pero no cuentes sus pistilos, no midas sus péta-los ni analices su cáliz, porque así, mientrasmás sepas más ignoras, y sabrás lo menos dig-no de saberse que guarda en sus inmensos ta-lleres la Naturaleza».

Así pensaba, y con estas ideas me fui dere-cho a su cuarto. ¡Desilusión! Irene no estaba.Las niñas tampoco. Lica salió a mi encuentro yme explicó el motivo de la ausencia de la maes-tra. Había ido a casa de su tía a arreglar suscosas. Parece que estaban de mudanza. DoñaCándida había tomado un cuartito muy mono yrecorría las almonedas para procurarse mue-bles baratos con que arreglarlo. Irene estaba enla antigua casa de mi cínife poniendo en ordensus objetos para la mudanza, y ayudando a sutía.

Quise ir allá, pero Lica me retuvo. Tenía quedarme cuenta de los malos ratos que estabapasando con el ama de cría, cuya bestial codi-cia, iracundo genio y feroces exigencias, no se

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podían soportar. Todos los días armaba pelote-ras con la mulata, y se ponía tan furiosa, que laleche se le echaba a perder, y mi buen ahijadose envenenaba paulatinamente. Cuanto veía sele antojaba, y como Manuela le hacía el gustoen todo, llegó un momento en que ni con faldasde terciopelo, ni con joyas falsas o finas se lapodía contentar. Cuando la contrariaban enalgo, ponía un hocico de a cuarta, y era precisoecharle memoriales para sacarle una palabra.No mostraba ningún cariño a su hijo postizo, yhablaba de marcharse a su casa con su hombre ylos sus mozucos. Varios objetos de valor que hab-ían desaparecido fueron descubiertos sigilosa-mente en el baúl de la bestia. Lica le tenía mie-do, temblaba delante de ella, y no se atrevía amostrarle carácter ni a contrariarla en lo másligero.

«Que se lleve todo -me decía lloriqueando, asolas los dos-, con tal de que críe al hijo de misentrañas. Ella es el ama, yo la criada: no me

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atrevo a resollar delante de ella por miedo deque haga una brutalidad y me mate al hijo».

-¡Buen punto te ha traído doña Cándida!¿Ves?, de mi cínife no puede salir cosa buena.

-Y doña Cándida, ¿qué culpa tiene?... ¡la po-bre!... No seas ponderativo... Si yo pudiera bus-car otra criandera sin que esta se maliciara,pues, y plantarla en la calle... ¡Ay! Máximo, túque eres tan bueno, ayúdame. No cuento paranada con José María. ¿Ese?... como si no existie-ra. No parece por aquí. Con que Máximo, chini-to...

-Pero Lica... y esa doña Cándida, ¿qué dice?

-Si ya apenas viene a casa... Desde que havendido las tierras de Zamora y tiene moneda...

-¡Dinero doña Cándida! -exclamé más asom-brado que si me dijeran que Manzanedo pedíalimosna-, dinero Calígula.

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-Sí, está rica: pues si vieras, niño... gasta másfantasías...

-¡Ay Lica, Lica!, yo te encargué que vigilarasbien a mi cínife. ¿Lo has hecho?

-Pero ven acá, ponderativo.

Yo no sabía qué pensar. La necesidad de vera Irene, y no sé qué instinto suspicaz, que meimpulsaba a observar de cerca los pasos de do-ña Cándida, lleváronme a la casa de esta. Lle-gué: mi espíritu estaba preñado de temores ydesconfianzas. Llamé repetidas veces tirando,hasta romperlo, del seboso cordón de aquellacampanilla ronca; pero nadie me respondía. Laportera gritó desde abajo que la señora y susobrina estaban en la otra casa. Pero, ¿dóndeestaba esa casa? Ni la portera ni los vecinos losabían.

Volví junto a Lica. Irene llegó muy tarde,cansada, ojerosa, más pálida que nunca. La

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nueva casa de su tía estaba en la barriada mo-derna de Santa Bárbara, con vistas a las Salesasy al Saladero. Tía y sobrina habían trabajadomucho aquella tarde.

«¡He cogido tanto polvo!... -me dijo Irene-.Estoy rendida de sueño y cansancio. Hasta ma-ñana, amigo Manso».

¡Hasta mañana! Y aquella mañana vino, ytambién desapareció Irene. Vivísima curiosidadme impelía hacia la nueva casa, alquilada yamueblada con el producto de aquellas tierrasde Zamora que no existían más que en el siem-pre inspirado numen del fiero Calígula.

Salí, recorrí las nuevas calles del barrio deSanta Bárbara; pero no di con la casa. Según mehabía dicho Irene, ni el edificio tenía númerotodavía, ni la calle nombre: pregunté en variosportales, subí a varios pisos, y en ninguno medaban razón. Parecíame viajar por una ciudadhumorística como las tierras de doña Cándida,

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y aun me ocurrió si el cuartito muy mono estaríaen uno de los yermos solares en que no se habíaedificado todavía. Volví hacia el centro. En lacalle de San Mateo, ya cerca de anochecer, meencontré a Manuel Peña, que me dijo: «Ahoravan la de García Grande y su sobrina por lacalle de Fuencarral».

Nos separamos después de haber habladoun momento de su discurso y del mío. Me fui acasa, volví a salir. Era de noche...

-XXV-Mis pensamientos me atormentaban...

Me atormentaron toda la noche dentro yfuera de mi casa. No sé cómo vino a mí aquellaimagen. La encontré, la vi pasar sola y acelera-da delante de mí por la otra acera, por la aceradel Tribunal de Cuentas. Yo estaba al amparode una de las acacias que adornan la puerta del

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Hospicio, y ella no me vio. La seguí. Iba apre-surada y como recelosa... A veces se deteníapara ver los escaparates. Cuando se paró delan-te de uno muy iluminado, la miré bien paracerciorarme de que era ella. Sí, ella era; llevabael vestido azul marinero, sombrero oscuro, co-mo un gran cuervo disecado, que daba sombraa cara. Su aire elegante y algo extranjero distin-guíala de todas las demás mujeres que iban porla calle.

Pasó junto a la esterería, junto al estanco, en-tretúvose un momento viendo las telas en elComercio del Catalán. Después acortó el paso;había descarrilado el tranvía, y un coche deplaza se había metido en la acera. El tumultoera grande. Ella miró un poco y pasó a la otraacera, alzándose ligeramente las faldas, porquehabía muchos charcos. Aquella tarde había llo-vido. Tomó la acera de los pares por junto a labotica dosimétrica, y siguió luego con algunaprisa, como persona que no quiere hacer espe-

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rar a otra. Pasó junto a la capilla del Arco deSanta María, y mirando hacia dentro, se per-signó. ¡También mojigata!... Siguió adelante.Crueles sospechas me mordían el corazón. Paraobservarla mejor, yo seguía por la acera contra-ria. Pasó por una esquina, luego por otra. De-túvose para reconocer una casa. En el ángulo seve el pilastrón de un registro de agua, y arribauna chapa verde de hierro con un letrero quedice: Viaje de la Alcubilla. Registro núm. 6, B. Arcanúm. 18, B. Leyó el letrero y yo también lo leí.Era el rótulo del infierno... Dio algunos pasos yse escurrió por el portal oscuro... Yo estabaanonadado, presa del más vivo terror, y sentíaagonías de muerte. Clavado en la acera de enfrente miraba al lóbrego, angosto y antipáticoportal, cuando llegó un coche y se paró tambiénallí. Abriose la portezuela, salió un hombre...¡Era mi hermano!...

Concluiré esta febril jornada diciendo con lacandidez de los autores de cuentos, después de

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que se han despachado a su gusto narrando losmás locos desatinos.

Entonces desperté. Todo había sido un sueño.

Pero este atroz sueño mío que me atormentóa la mañana, fue nacido de mis hipótesis de lanoche anterior, y llevaba en sí no sé qué proba-bilidad terrible. Me impresionó tanto, que des-pués recordaba el soñado paseo por la calle deFuencarral y me parecían tan claros sus acci-dentes como los de la misma verdad. No espuramente arbitrario y vano el mundo del sue-ño, y analizando con paciencia los fenómenoscerebrales que lo informan, se hallará quizásuna lógica recóndita. Y despierto me di a escu-driñar la relación que podría existir entre larealidad y la serie de impresiones que recibí. Siel sueño es el reposo intermitente del pensa-miento y de los órganos sensorios, ¿cómo penséy vi...? ¡Pero qué tontería! Me estaba yo tanfresco en la cama, interpretando sueños comoun Faraón, ¡y eran las nueve, y tenía que ir a

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clase, y después preparar mi discurso para lagran velada que habría de celebrarse aquellanoche!... Las cavilaciones de los dos pasadosdías no me habían permitido ocuparme de se-mejante cosa, y aún no tenía plan ni ideas clarassobre lo que había de decir. Como improvisa-dor, he sido y soy detestable. No quedaba,pues, más recurso que enjaretar de cualquiermodo una oracioncilla en los términos de fácilclaridad y sencillez que me habían parecidomás propios.

Tal empeño puse, que al anochecer estabatodo concluido satisfactoriamente. Había escri-to todo mi discurso y lo había leído tres o cua-tro veces en voz alta para fijar en mi espíritu, sino las frases todas, las partes principales de él yde su armónica estructura. Hecho esto, podíasalir del paso, pues fijando bien las ideas, esta-ba seguro de que no se me rebelaría el lenguaje.

Cuando llegó la hora, me vestí y ¡al teatrocon mi persona! Dígolo así, porque me llevé

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como quien lleva a un criminal que quiere es-caparse. Yo era polizonte de mí mismo, y nece-sité toda la fuerza de mi dignidad para no eva-dirme en mitad del camino y volverme a micasa; pero el yo autoridad tenía tan fuertementecogido y agarrotado al yo timidez, que este nose podía mover. Bien se conocía, en la proximi-dad del teatro, que en éste había aquella nochesolemnidad grande. Era aún temprano, y ya seagolpaba el público en las puertas. Aunque sehabían tomado precauciones para evitar la re-venta de billetes, diez o doce gandules con go-rra galonada entorpecían el paso, molestando atodo el mundo. Llegaban coches sin cesar, so-naban las portezuelas como disparos de armasde fuego, y cuando me venía al pensamientoque yo formaba parte del espectáculo que atraíatanta gente, se me paseaba por la espina dorsalun cosquilleo... El discurso se me borraba súbi-tamente del espíritu, y luego volvía a aparecerbien claro para eclipsarse de nuevo, como losletreros de gas encendidos sobre la puerta del

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teatro, y cuyas luces barría a intervalos el fuerteviento sin apagarlas.

No había dado dos pasos dentro del vestíbu-lo cuando tropecé con un objeto duro y atroz-mente movedizo. Era Sainz del Bardal, que semultiplicaba aquella noche como nunca; tal erasu actividad. En el espacio de un cuarto de horale vi en diferentes partes del coliseo, y llegué acreer que las energías reproductrices del uni-verso habían creado aquella noche una docenade Bardales para tormento y desesperación delhumano linaje. Él estaba en el escenario arre-glando la decoración, los atriles, el piano; él enel vestíbulo disponiendo los tiestos de plantasvivas que a última hora no habían sido biencolocados; él en los palcos saludando a no sécuántas familias; él adentro, afuera, arriba yabajo, y aun creo que le vi colgado de la lucernay saliendo por los agujeros de la caja de un con-trabajo. Una de las tantas veces que pasó juntoa mí, como exhalación, me dijo:

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«Arriba, en el palco segundo de proscenio,están Manuela, Mercedes, y... abur, abur».

Subí. Sorprendiome ver a Lica en lugar taneminente, en un palco que lindaba con el paraí-so. El público extrañaría seguramente no ver ala señora de Manso en uno de los prosceniosbajos. Parecía aquello una deserción, harto cho-cante tratándose de la dama en cuya casa sehabía organizado la fiesta. Cuando entré, Ireneestaba colgando los abrigos en el estrecho ante-palco. Saludome en voz baja, dulcísimamente,con algo como secreto o confidencia de amigoíntimo.

«Ya estaba yo con cuidado -dijo-, temiendoque usted...».

-¿Qué?

-Nos hiciera una jugarreta, y a última horano quisiera hablar.

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-¿Pero no prometí...?

-XXVI-Llevose el dedo a la boca imponiéndome si-

lencio

Su discreción me pareció encantadora. Pa-recía decirme: «Ya hablaremos largamente deello y de otras mil cosas agradables».

«¿No sabes? -me dijo Lica-. José María se hapuesto muy bravo, porque no he querido ir alpalco proscenio. Dice que esto es una gansada...Mejor; que rabie. No me da la gana de ponermeen evidencia. Aquí estamos muy bien... Aguaita,chinito: hemos venido de bata. No te chancees.Aquí vemos todo y nadie nos ve... ¡Jesús, cómoestá mi marido! Dice que no sirvo más que paravivir en un potrero... ¡Qué cosa! En fin, querabie».

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Mercedes miraba hacia las butacas, y aquelanimado panorama a vista de pájaro la descon-solaba un poco, por no encontrarse ella en me-dio de tanto brillo y hermosura. También esta-ba doña Jesusa; inaudito fenómeno, tan contra-rio a sus costumbres sedentarias.

«No he venido más que a oírle, niño -me dijocon toda la bondad del mundo-. Pues si no fue-ra porque usted se va a lucir, no me sacarían demi sillón ni toítas las Potencias celestiales».

Estaba la buena señora horriblemente vesti-da de día de fiesta, con gruesas y relumbrantesalhajas, y un medallón en el pecho con la foto-grafía de su difunto esposo, casi tan grandecomo un mediano plato. Yo no me había ente-rado hasta aquella noche de las facciones delpapá de Lica, que era un señor muy bien bar-bado, vestido de voluntario de Cuba.

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«Parece que hay solo de arpa», me dijo Mer-cedes ilusionada con los misteriosos atractivosdel programa.

-Creo que sí. Y también...

-¡Ah!, ¡los versos de Sainz de Bardal son máslindos!... -indicó Manuela-. Me los leyó estatarde. Hablan de Sócrates y de un tal... no sécómo.

-¿Y quién más recita?

-Creo que recitarán los principales actores.Voy a que Sainz del Bardal les mande a ustedesun programa.

Irene no despegaba los labios. Sentada tanlejos del antepecho como del fondo del palco,manteníase a decorosa distancia de Lica, acu-sando su inferioridad, pero sin dar a conocer nisombra de servilismo. Modesta y digna, mehabría cautivado en aquella ocasión, si entonces

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la hubiera visto por primera vez. Al salir vi enla penumbra roja del palco un objeto, una cosanegra, una cara... Me eché a reír, reconociendoa Rupertico, que me miraba y se apretaba lanariz con los dedos para contener sus carcaja-das. Estaba sentado en una banqueta, tieso,estirado por la circunspección y el respeto, sinatreverse a mover brazo ni pierna. No había enél más señales de vida que los ímpetus de risa,y para sofocarla se apretaba la boca con laspalmas de las manos.

«No hemos tenido más remedio que traerle -me dijo la niña Chucha-. ¡Ay!, ¡qué enemigo!Toda la tarde llorando porque quería venir aoírle».

«Yo creo que le da un accidente, si no letraemos -añadió Lica-. Nos tenía locas. 'Yoquiero oír a mi amo Máximo, yo quiero oír a miamo Máximo...'. Y llora que llora».

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Al tirarle de la oreja vi que en el rincón habíaun bulto envuelto en un pañuelo rojo. El negri-to, al observar que yo miraba aquello, acudiócon sus manos a acomodar el pañuelo y a ocul-tar lo que dentro estaba. Reía convulsivamente,y Lica y Mercedes reían también...

«Fresco, relambido, márchate, márchate, queaquí no haces falta -me dijo Lica-. Después deque hables vendrás a vernos».

En el escenario no se podía dar un paso.Sainz del Bardal y los que le habían ayudado enla organización, no supieron impedir que en-trase allí el que quisiese, y todo era desorden yapreturas. Periodistas que iban en busca depormenores para redactar sus crónicas, orado-res, los amigos de los oradores, músicos y todoslos amigos de los músicos, actores que habíande recitar y poetas que iban a que les recitaran,individuos afiliados a la Sociedad y multitudde personas a quienes nadie conocía llenaban elescenario. Sainz del Bardal, rojo como un can-

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grejo, y otro señor filántropo y discursista quetiene la especialidad de estas cosas, se esforza-ban por imponer orden y expulsaban galante-mente a los intrusos. A todas estas concluía lasinfonía, el telón se había corrido, y los indivi-duos de la junta ocupaban una fila de sillas,junto a pomposa mesa, tras la cual aparecía laimagen más grave de todas las imágenes ima-ginables, D. Ramón María Pez. Este señor debíapronunciar breves palabras, explicando el obje-to de la ceremonia, y dando las gracias a lasdistinguidísimas y eminentes personas que sehabían dignado cooperar a su esplendor en bien dela humanidad y de los pobres. Era la oratoria deeste señor acabado ejemplo del género ampulo-so, hueco y vacío, formado de pleonasmos yamplificaciones, revestido de hojarasca y mati-zado de pedacitos de talco, oratoria que sirve alas nulidades para hacer un breve papel parla-mentario, fatigar a los taquígrafos y macizar esainmensa pirámide papirácea que se llama elDiario de las Sesiones. Para descubrir una idea

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del señor Pez era preciso demoler a pico unparedón de palabras, y aún no había seguridadde encontrar cosa de provecho. Decía así:

«Es ciertamente laudable, es altamente con-solador, es en sumo grado lisonjero para nues-tra edad, para nuestro tiempo, para nuestrageneración, que tantas personas eminentes, quetantos varones ilustres en las artes y en las le-tras, que tantas glorias de la patria, en uno yotro ramo del saber, se presten, se ofrezcan, sebrinden a...». Todos estos miembros del discur-so iban perfectamente espaciados con enfáticaspausas, entre graves compases, con cadenciapomposa y campanuda que fatigaba como losmazos de un batán. No seguí prestándole aten-ción, porque necesitaba enterarme a prisa delorden de la fiesta, para ver cuál era mi puesto yen qué momento me tocaba ¡ay, Dios mío!, salira las candilejas.

El programa era vasto, inmenso, vario ycomplejo como ningún otro. A la legua se co-

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nocía que había andado en ello Sainz del Bardaly su destornillada cabeza. Hablaríamos uncélebre orador, Manuel Peña y yo; habría cuar-teto por eminencias del Conservatorio; leeríanversos de celebrados poetas tres actores de losmejorcitos. El único poeta que sería leído por símismo era Sainz del Bardal, quien por condi-ciones especiales de carácter no confiaba a bocaajena las hechuras de su ingenio. Habríaademás concierto de piano, desempeñado poruna señorita de doce años que era un prodigioen teclas; habría gran solo de arpa, tocada porun célebre profesor italiano que había llegado aMadrid pocos días antes. Por último, cantaríaun tenor del Real la célebre aria de Mozart Almio tesoro intanto, y entre el tenor y el barítonodespacharían el dúo I marinari... No sé si habíaalgo más. Creo que no.

Sainz del Bardal me notificó que mi puestoen el programa seguía inmediatamente al solode arpa, lo que me desconcertó un poco, mucho

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más cuando acerté a ver al solista, que parecíasujeto de mala sombra. Estaba en el fondo delescenario preparando su instrumento y rodea-do de una nube de músicos y gente italiana delReal. Mirándole yo, consideré supersticiosa-mente que en la compañía de aquel dichosohombre no podía haber cosa buena. Era bastan-te obeso, con cara de mujer gorda, el peinadoen dos cuernecitos muy monos, el bigote pe-queño y de moco retorcido, también en cuerne-cillos, y con dos chapitas en los carrillos queparecían de colorete.

Yo me paseaba solo esperando mi turno. Unnoticiero se me acercó y me dijo:

«¿Sobre qué va usted a hablar? ¿Quieredarme usted un extracto de su discurso?».

-Cuatro generalidades... en fin, ya lo verá us-ted.

-¡Qué poco feliz ha estado ese señor de Pez!

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Otro llegó y dijo:

«Ya se acabó el dies iræ. Es un piporro eseseñor de Pez... ¡Ah!, vea usted el arpa. ¡Quéfigura, amigo Manso! Pues si eso sonara...».

-Parece mentira -añadió un tercero, gomoso,discípulo mío por más señas, buen chico, ate-neísta...-. ¡Qué escándalo con los revendedores!Esto no pasa más que en España. El gobernadorha mandado detener a alguno. Sería curiososaber quién les había dado los billetes que no sehan vendido en el despacho y son todos perso-nales...

Poco a poco iban llegando conocidos, y seformaba animado corrillo junto a mí.

-Señor de Manso, ¿cuándo va usted?

-Después del arpa. ¡Lástima que mi discursosea tan pobre de arpegios!

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-Yo, a ser usted, hubiera pedido un lugarmás adelantado.

-¿Qué más da? Antes o después lo he dehacer bastante mal.

-¡Hombre, hombre, qué pillín es usted!...¿Con que mal?

-Ps...

-Demasiado sabe usted que...

-Quia. Si este buen señor no sabe lo que vale.

-Diga usted, Sr. de Manso, ¿le convendría austed darme su discurso para la Revista?... Lopondremos en el número 15, y después, si us-ted quiere, se le puede hacer una tirada corta...pues, un folletito.

-Quia, hombre, es demasiado breve.

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-¡Ah!, mejor... De todos modos, para la Re-vista ya me sirve.

-¿De qué se trata?

-De nada, señores, de nada. ¿Se puedehablar de cosas serias delante de esta gente,entre un solo de arpa y una tirada de versos?Cuatro generalidades...

-Ya sale el actor a leer el poema de XXX... Essoberbio. Me lo leyó su autor ayer tarde. Es unasombro...

-Sí; pero vean ustedes qué manera de leer.

-Ese hombre es un epiléptico. Se pone verde.

-Milagro será que no se le reviente una vena.

-Esa descripción del naufragio... ¿eh?

-Es la primera fuerza...

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-Y ahora el incendio de la cabaña... ¡Bravísi-mo!

-El poema es de barba de pato.

-¡Calzones, qué verso!

-Pero esa manera de declamar... ¡Ah!, los ac-tores italianos...

-En las transiciones saca una voz de vieja...

-¡Muy bien, muy bien!

Todos aplaudimos al final, rompiéndonoslas palmas de las manos. De las localidadesvenía un rumor de aplausos que parecía unatempestad. De pronto en el círculo amistoso,que se había formado alredor de mí, aparecióManuel Peña con las manos en los bolsillos y elsombrero echado atrás. Parecía un libertino quesalía de la ruleta.

-Hola perdis...

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-Maestro, dichoso usted que está tranquilo.

-Y tú ¿tienes miedo?...

-¿Miedo?... Estoy como el reo en capilla.

-¿Sobre qué vas a hablar?

-Sobre lo primero que se me ocurra.

-¿No has preparado nada?

-Este es lo más célebre... ¿Creerá usted, ami-go Manso, que esta mañana no tenía ni ideasiquiera del discurso que va a pronunciar?

-Ni la tengo ahora... Veremos lo que sale. Yome las arreglo de este modo. Esta tarde me heleído unos versos de Víctor Hugo y he tomadouna docena de imágenes.

-De esas de patrón de mico... ¿eh?

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-Cada imagen como la copa de un pino. Ycon esto me basta... Hablaré de las damas, de lainfluencia de la mujer en la historia, del Cris-tianismo...

-De la mujer cristiana, ¿eh?...

-Eso, y de la caridad... Mucho de la caridad...A ver señores, ¿quién dijo aquello de la caridadcorre a la desgracia como el agua al mar?

-Chateaubriand.

-No, hombre, me parece que es el Padre Gra-try.

-No, no. Usted, Manso, ¿sabe...?

-Pues no recuerdo...

-En fin, lo diré como mío.

-¡Ah!... esa frase es de Víctor Cousin...

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-Sea de quien fuere... usted, maestro, prontoentra.

-Detrás del arpa... Ahí va.

El italiano y su comitiva italianesca pasó jun-to a nosotros. Hacía mi benemérito predecesorgimnasia con los dedos, como si quisiera ras-guñar el aire.

Hubo un silencio expectante que me impre-sionó, haciéndome pensar que pronto se abriríaante mí la cavidad muda y temerosa de un si-lencio semejante. Después oyéronse pizzcatos.Parecían pellizcos dados al aire, el cual, cosqui-lloso, respondía con vibraciones de risa pueril.Luego oímos un rasgueado sonoro y firme co-mo el romper de una tela, después un caer degotas tenues, lluvia de soniditos duros, puntia-gudos, acerados, y al fin una racha musical,inmensa, flagelante, con armonías misteriosas.

«¡Caramba, que este hombre toca bien!».

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-¡Vaya!

-Ahora, ahora, ¡qué melodía! ¿Pero de dóndees esto?

-Es una fantasía sobre La Estrella del Norte.

-¡Qué dedos!

-Si parecen patas de araña corriendo por loshilos.

-¡Y cómo se sofoca el buen señor!... Mire us-ted, Manso, cómo se le mueven los cuernecitosdel pelo.

-Pero ¿han visto ustedes las cruces que tieneese hombre?

-¿Qué es eso del hombre? Si es la mujer conbarbas... esa que estaba en la feria...

-Ps... silencio, señores; esas risas...

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Cuando concluyó el solo y sonaron losaplausos, parecía que se me arrugaba el co-razón y que se me desvanecía la vista. Mi horahabía llegado. Di algunos pasos mecánicos.

«Todavía no. Va a repetir. Tocará otra pie-za».

-¡Qué placer!... cinco minutos de vida.

Para animarme, afecté alegría, despreocupa-ción y un valor que estaba muy lejos de tener.La reflexión de estos estímulos artificiales sueleser de momentánea eficacia. Y por último, llegóel segundo fatal. El italiano entró, volvió a salirllamado por el público, y al fin retirose definiti-vamente. Yo le vi limpiándose el sudor de suamoratado rostro, que parecía un lustroso to-mate y oí felicitaciones de los músicos que lerodeaban. Cuando rompí por medio de ellospara salir, las piernas me temblaban.

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Y me vi delante del dragón, como quien va aser tragado, pues las candilejas eran como den-tadura de fuego, las filas de butacas, surcos deuna lengua replegada, y el cóncavo espaciorojo, cálido y halitoso de la sala, la capacidadde una horrenda boca. Pero la vista misma delpeligro parecía restituirme mi valor y fortale-cerme. Verdaderamente, pensé, es una tonteríatener miedo a esa buena gente. Ni lo he dehacer tan mal que me ponga en ridículo...

Alcé la vista, y allá arriba, sobre el mal pin-tado celaje del techo, vi destacarse un grupo decabezas.

-XXVII-La de Irene domina a las otras tres

O, por lo menos, fue la que más claramentevi. Cuando principié, con voz no muy segura,me hacía visajes en los ojos el decorado pseudo-

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morisco de los palcos: la puntería de gemelos,así como el movimiento de tanto abanico medistraían. En uno de los proscenios bajos habíauna bendita señora cuyo abanico, de colosaltamaño, se cerraba y se abría a cada momentocon rasgueo impertinente. Parecía que me sub-rayaba algunas frases o que se reía de mí concarcajadas de trapo. ¡Maldito comentario! En elmomento de concluir una frase, cuando yo lasoltaba redonda y bien cortada, sonaba aquelras que me ponía los nervios como alambres...Pero no había más remedio que tener pacienciay seguir adelante, porque yo no podía decirle aaquella dama, como a un alumno de mi clase,«haga usted el favor de no enredar...».

Y seguí, seguí. Un miembro tras otro, frasesobre frase, el discursito iba saliendo, limpio,claro, correcto, con aquella facilidad que mehabía costado tanto trabajo. Iba saliendo, sí se-ñor, y no a disgusto mío, y a medida que lo ibapronunciando, mi facultad crítica decía: «no

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voy mal, no señor. Me estoy gustando, adelan-te...».

¿Qué diré de mi discurso? Copiarlo aquísería impertinente. Una de las muchas Revistasque tenemos y que se distinguen por su vanoempeño de hacer suscriciones, lo publicó ínte-gro, y allí puede verlo el curioso. No ofrecíagran novedad, no contenía ningún pensamien-to de primer orden. Era una disertación breve ysencilla, a propósito para esto que llamanpúblico, que es, como si dijéramos, una reuniónde muchos, de cuya suma resulta un nadie. To-do se reducía a unas cuantas consideracionessobre la indigencia, sus causas, sus relacionescon la ley, las costumbres y la industria. Luegoseguía una reseña de las instituciones benéficas,deteniéndome principalmente en las que tienenpor objeto la protección de la infancia. En estaparte logré poner en mi discurso una nota desentimiento que levantó lisonjeros murmullos.Pero lo demás fue severo, correcto, frío y exac-

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to. Cuanto dije era de lo que yo sabía, y sabíabien. Nada de conocimientos pegados con sali-va y adquiridos la noche anterior. Todo allí erasólido; el orden lógico reinaba en las variaspartes de mi obra, y no holgaban en ella frase nivocablo. La precisión y la verdad la informa-ban, y las amplificaciones y golpes de efectofaltaban en absoluto. Hago estos elogios de mímismo sin reparo alguno, porque me autoriza aello la franqueza con que declaro que no habíaen mi oración ni chispa de brillantez oratoria.Era como si leyese un sesudo y docto informe oun dictamen fiscal. Y el efecto de este defecto lonotaba yo claramente en el público. Sí, al travésde la urdimbre de mi discurso, como por losclaros de una tela, veía yo al dragoncillo de milcabezas, y observaba que en muchos palcos lasdamas y caballeros charlaban olvidados de míy haciendo tanto caso de lo que decía como delas nubes de antaño. En cambio vi un par decatedráticos en primera fila de butacas que meflechaban con el reflejo de sus gafas, y con mo-

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vimientos de cabeza apoyaban mis apreciacio-nes... Y el ras del dichoso abanico seguía rasgu-ñando la limpidez de mi lenguaje como puntade diamante que raya la superficie del cristal.

Se acercaba el fin. Mis conclusiones eran quelos institutos oficiales de beneficencia no re-suelven la cuestión del pauperismo sino engrado insignificante; que la iniciativa personal,que esas generosas agrupaciones que se formanal calor de la idea cristiana... en fin, mis conclu-siones ofrecían escasa novedad y el lector lassabe lo mismo que yo. Baste por ahora decirque terminé, cosa que yo deseaba ardientemen-te, y parte del público también. Un aplausomecánico, oficial, sin entusiasmo, pero con bas-tante simpatía y respeto, me despidió. Habíasalido bien, como yo esperaba y deseaba. Pormi parte, discreción y verdad; por la del públi-co, benevolencia y cortesía. Saludé satisfecho, yya me retiraba cuando...

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¿Qué era aquello que bajaba del techo vo-lando y agitando cintas? Era una cosa de todoscolores, un conjunto de ramos verdes, de cene-fas rojas... ¡Una corona, cielos vengadores! Fuetan mal arrojada que cayó sobre las candilejas.No sé quién la cogió; no sé quién me entregóaquella descomunal pieza de hojas de trapo, debellotas que parecían botones de librea, conmás cintajos que la moña de un toro, clavelescomo girasoles, letras doradas, y qué sé yo...Recibí aquella ofrenda extemporánea, y no sécómo la recibí. Me turbé tanto que no supe loque hacía, y por poco pongo la corona en lacabeza calva del señor de Pez, que me dijo alpasar: «Muy bien ganada, muy bien ganada».

Murmullos del público me declaraban que eldragoncillo, como yo, había considerado aque-lla demostración absolutamente impropia, in-oportuna y ridícula... Luego la habían arrojadotan mal... Me dieron ganas de tirarla en mediode las butacas.

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«Es obsequio de la familia», oí que decía nosé quién.

Me confundí mucho, y después me entróuna ira... ¡Ya comprendía lo que guardaba elpícaro negro dentro de aquel pañuelo! ¡Como silo viera! Debió de ser idea de la niña Cucha...

Me interné en el escenario con mi fastidiosacarga de hojarasca de trapo. En verdad, lo me-jor era tomarlo a risa, y así lo hice... Bien pron-to, mientras continuaba el programa con la pie-za de piano, se formó en torno mío el corrillode amigos, y oí las felicitaciones de unos, lassinceridades o malicias de otros.

«Muy bien, amigo Manso... Tales manos lohilaron».

-Me ha gustado mucho... pero mucho. No,no venga usted con modestias. Debe estar ustedsatisfecho.

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-¡Orador laureado!... nada menos.

-Qué lástima que no alzara usted un pocomás la voz. Desde la fila 11 apenas se oía.

-Muy bien, muy bien... Mil enhorabuenas...Un poquito más de calor no hubiera estadomal.

-¡Pero qué bien dicho... qué claridad!

-Vaya, vaya, y decía usted que era cosa lige-ra...

-Al pelo, Mansito, al pelo.

-Caballero Manso, bravísimo.

-Hombre, ya podías haber esforzado un po-co la voz, y dar nervio, dar nervio...

-Mira, para otra vez, mueve los brazos conmás garbo... Pero ha gustado mucho tu discur-

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so. Las señoras no lo han comprendido; pero lesha gustado...

-¿Con que coronita y todo...?

También vino el arpista a felicitarme, permi-tiéndose presentarse a sí mismo para tener l'o-nore de stringere la mano de un egregio professore...

Estas lisonjas me obligaron, mal de mi gra-do, a dedicar algunas frases al panegírico delarpa, a sus bellos efectos y a sus dificultades,poniendo a los profesores de este instrumentopor encima de todas las demás castas de músi-cos y danzantes.

Hablando con el italiano, con otros músicos,con algunos de mis amigos, me distraje de laspartes siguientes del programa; pero hastadonde estábamos venían, como olores errantesde un próximo zahumerio, algunas emanacio-nes retóricas de los versos que leía Sainz delBardal. Su declamación hinchada iba lanzando

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al aire bolas de jabón que admiraban las muje-res y los necios. Las bombillas estallaban, reso-nando de diversos modos, ya en tono grave, yaen el plañidero y sermonario; y entre el rumorde la cháchara que en derredor mío zumbaba,oíamos: creed y esperad... inmensidad sublime...místicos ensueños... salve, creencia santa. De variosvocablos sueltos y de frasecillas volantes cole-gimos que el señor del Bardal se guarecía bajo elmanto de la religión, que bogaba en el mar de lavida, que su alma rasgaba pujante el velo del mis-terio, y que el muy pillín iba a romper la cadenaque le ataba a la humana impureza. Tambiénoímos mucho de faros de esperanza, de puertos derefugio, de vientos bramadores y del golfo de laduda, lo que no significaba que Bardal se hubie-ra metido a patrón de lanchas, sino que le dabapor ahí, por embarcarse en la nave de su inspi-ración sin rumbo, y todo era naufragios retóri-cos y chubascos rimados.

«Si encallará de una vez este hombre...».

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-Dejarle que le dé al remo... Lástima que yano tengamos galeras.

-¡Y cómo me le aplauden!...

-Ya... Mientras exista el sexo femenino, lasMusas cotorronas tendrán alabarda segura... Elpúblico aplaude más estas vulgaridades que losversos sublimes de XXX. Así es el mundo.

-Así es el Arte... Vámonos que ya viene.

-¡Que viene Bardal! ¿Quién le aguanta aho-ra?

-Temo ponerme malo. Estoy perdido delestómago, y ese poeta emético siempre me pro-duce náuseas... Huyamos.

-Sálvese el que pueda.

Yo también me marché, temeroso de que meacometiera Bardal. Salí del escenario, y en elpasillo bajo encontré mucha gente que había

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salido a fumar, haciendo de la lectura del poetaun cómodo entreacto. Algunos me felicitaroncon frialdad; otros me miraron curiosos. Allísupe que el célebre orador que debía tomarparte en la velada se había excusado a últimahora por haber sido acometido de un cólico.Faltaban ya pocos números, y era indudableque parte del público se aburría soberanamen-te, y pensaba que a los autores de la velada noles venía mal su poquito de caridad, terminan-do la inhumana fiesta lo más pronto posible.

En la escalera encontré a mi hermano. An-daba visitando palcos, traía un ramito en unojal y estrujaba en su mano La Correspondencia.

«Has estado verdaderamente filósofo -medijo con pegadiza bondad-, pero con muchasmetafísicas que no entendemos los tristes mor-tales. Lástima que no hicieras uso de los datosde mortalidad que te dio Pez a última hora ydel tanto por ciento de indigentes por mil habi-tantes que acusan las principales capitales de

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Europa. Yo he estudiado la cuestión, y resultaque las escuelas de instrucción primaria nosofrecen 414 niños y 3/4 de niño por cada...».

-¿Has estado arriba, en el palco de la fami-lia? -le pregunté para cortar el hilo funesto desu estadística.

-No, ni pienso ir. ¡Buena la han hecho! ¿Teparece?... ¡Guindarse en ese palcucho! ¡Qué in-conveniencia, qué tontería y qué estupidez! Mimujer me pone en ridículo cien veces al día...Pues digo, ¿y a ti?... ¿Qué te ha parecido lo dela coronita?

La carcajada que soltó mi hermano trajo a miespíritu la imagen del malhadado obsequio querecibí, y no pude disimular el disgusto que estome causaba.

-Si es la gente más tonta... Apuesto que laidea fue de la niña Chucha. En cuanto a Manue-

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la, es verdaderamente la terquedad en figurahumana. Basta que yo desee una cosa...

Yo disculpé a Lica; él se incomodó; díjomeque yo, con mis tonterías de sabio, fomentaba laterquedad y los mimos de su esposa.

-Pero José...

-Tú eres otra calamidad, otra calamidad, en-tiéndelo bien. Nunca serás nada... porque noestás nunca en situación. ¿Ves tu discurso deesta noche, que es práctico y filosófico y todo loque quieras? Pues no ha gustado, ni entusias-mará nunca al público nada de lo que escribas,ni harás carrera, ni pasarás de triste catedrático,ni tendrás fama... Y tú, tú eres el que hace en micasa propaganda de modestia ridícula, de ño-ñerías filosóficas y de necedades metódicas.

-Ay, José, José...

-Lo dicho, camarada...

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En esto estábamos, cuando nos sorprendióun estrépito que de la sala del teatro venía. Alpronto nos asustamos. ¡Pero quia!... eran aplau-sos, aplausos furibundos que declaraban entu-siasmo vivísimo.

«Pero ¿qué pasa?».

Los pasillos se habían quedado vacíos. Todoel mundo acudía a su sitio para ver de qué pro-venía tal locura.

-XXVIII-Habla Peñita

Esto decían, y al punto, deseoso de oír a midiscípulo, dejé a mi hermano y subí al empina-do palco donde estaba la familia. Entré; nadievolvió la cara para ver quién entraba; tan em-bebecidas estaban las cuatro damas en contem-plar y oír al orador. Sólo el negro me miró, y

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acariciándome una mano, se pegó a mi costado.Acerqueme sin hacer ruido, y por encima de lascuatro cabezas miré al teatro. No he visto nuncagentío más atento, ni mayor grado de interés,totalmente dirigido a un punto. Verdad es quepocas veces he visto mayor ni más brillanteejemplo de la elocuencia humana. Fascinado ysorprendido estaba el público. Un joven con supalabra arrebatadora, don semi-divino en queconcurrían la elegancia de los conceptos, la au-dacia de las imágenes y el encanto físico de lavoz robusta y flexible, había cautivado y comoprendido en una red de simpatía la heterogé-nea masa de personas diversas, y en una mismaexclamación de gozo se confundían el necio y elsabio, la mujer y el hombre, los frívolos y losgraves. Él despertaba, con la vibración celestialde las cuerdas de su noble espíritu, los senti-mientos cardinales del alma humana, y no hab-ía un solo espectador que no respondiese a in-vocación tan admirable. Doña Jesusa se volvióhacia mí, y en su cara observé que estaba como

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lela. Hasta el pintado esposo que campeaba enel pecho de la señora, me pareció que se habíaentusiasmado en su placa de marfil o porcela-na. Mercedes me miró también, haciendo ungesto que quería decir: «esto sí que es bueno».Lica e Irene no movían la cabeza: la emoción lashabía hecho estatuas.

Por mi parte, debo declarar que la admira-ción que Manuel me causaba y el regocijo depresenciar triunfo tan grande del que habíasido mi discípulo, me ponían un nudo en lagarganta. Sí, yo podía tomar para mí una parte,siquiera pequeña, de la gloria que el divinomuchacho recogía a manos llenas aquella no-che. Si recibió de Naturaleza aquel extraordina-rio hechizo de la palabra, yo había labrado lapedrería de su grande ingenio, yo había dado asus dones nativos la vestidura del arte, sin lacual habrían parecido desaliñados y toscos, yole había enseñado lo que fueron y cómo se for-maron los grandes modelos, y sin duda de mí

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procedían muchos de los medios técnicos yelementales de que se valía para obtener tanadmirables efectos. Así, cuando al terminar unpárrafo estallaba en el público una tronada deaplausos, yo me rompía las manos y deseabaestar cerca del orador para estrecharle entre misbrazos.

¿Y de qué hablaba? No lo sé fijamente.Hablaba de todo y de nada. No concretaba, ysus elocuentes digresiones eran como una es-capatoria del espíritu y un paseo por regionesfantásticas. Y sin embargo, notábanse en él pu-jantes esfuerzos por encerrar su fantasía dentrode un plan lógico. Yo le veía sujetando con fir-me rienda el brioso caballo alado que en lasalturas se encabritaba, insensible al freno y allátigo. Con estar yo tan fascinado como los de-más oyentes, no dejaba de comprender que elbrillante discurso, sometido a la lectura, habríade presentar algunos puntos vulnerables y tan-tas contradicciones como párrafos. Mi entu-

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siasmo no embotaba en mí el don de análisis, y,temblando de gozo, hacía yo la disección delesqueleto lógico, vestido con la carne de tanopulentas galas... Pero, ¿qué importaba esto siel principal objeto del orador era conmover, yesto lo conseguía plenamente hasta el últimogrado? ¡Qué admirable estructura de frases,qué enumeraciones tan brillantes, qué manerade exponer, qué variedad de tonos y cadencias,qué secreto inimitable para someter la voz alsentido y obtener con la unión de ambos losmás sorprendentes efectos, qué matices tanvariados, y por último, qué accionar tan sobrioy elegante, qué dicción enérgica y dulce sindescomponerse nunca, sin incurrir en la decla-mación, sin salmodiar la frase! Las imágenessucedían a las imágenes, y aunque no todaseran de gran novedad, y aun había alguna queaparecía un poco mustia, como flor que ha sidomuy manoseada, el público, y yo también, lasencontrábamos admirables, frescas, bonitas.Algunas fueron de encantadora novedad.

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Pero, ¿de qué hablaba? De lo que él mismohabía dicho, del Cristianismo, de la redención yenaltecimiento de la mujer, de la libertad y unpoco de los ideales grandes del siglo XIX. Allísalieron a relucir Isabel la Católica dando susalhajas, Colón redondeando la civilización y Step-henson que, con la locomotora, ha emparentadolas partes del mundo. Allí oí algo de las catacum-bas, de Lincoln, el Cristo del negro, de las her-manas de la Caridad, del cielo de Andalucía, deNewton, de las Pirámides y de los caprichos deGoya, todo enlazado y tejido con tal arte, que eloyente le seguía de sorpresa en sorpresa, pas-mado y hechizado, a veces con fatiga de tantaluz, de tan variados tonos y de transiciones tangallardas.

Cuando concluyó, parecía que se desploma-ba el teatro, y que todo su maderamen crujía yse desarmaba con la vibración de las palmadas.Los más cercanos se abalanzaban hacía el esce-nario como si le quisieran abrazar, y las señoras

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se llevaban el pañuelo a los ojos para secarsealguna lágrima, por ser cosa corriente en ellasque toda emoción, y el entusiasmo mismo, lashaga llorar. Manuel se retiraba, y los aplausosle hacían volver a salir tres, cuatro, qué sé yocuántas veces. El señor de Pez, no queriendodejar de hacer algún papel conspicuo en tansolemne ocasión, sacaba de la mano al joven yle presentaba al público con paternal solicitud.Alguien decía: «es un niño»; otros, «qué prodi-gio», y yo gritaba a los vecinos del palcopróximo: «es mi discípulo, señores, es mi discí-pulo».

Lica se volvió a mí y me dijo:

«¡Qué lástima que no haya venido su mami-ta a oírle!».

Y doña Jesusa, suponiéndome desairado, memiró con benevolencia, y me dijo:

«También usted ha estado muy bien...».

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¡Y yo que no me acordaba de mi discurso, nide la funesta corona!

-¡Qué lástima que no hubiéramos traído dosguirnaldas!

-A propósito, Manuela, ¡qué inoportunas es-tuvisteis!...

-Calla, chinito, más mereces tú.

-Si es que Máximo -me dijo doña Jesusa, re-forzando su benevolencia porque me suponíatriste del bien ajeno-, estuvo también muy bue-no... Todos, todos han estado buenos...

Y la otra no decía nada. Cuando concluyeronlos aplausos, volvió a su asiento. La miré; teníalas mejillas encendidas; también había llorado.

«¡Qué bueno, qué bueno! -exclamaba Licasin cesar-. Este niño es un milagro. ¿Qué le haparecido a usted, Irene?».

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Irene me miró, y tuvo una frase celestial.

«Hace honor a su maestro».

-Este muchacho -afirmé yo-, será un granorador. Ya lo es. Parece que en él ha querido laNaturaleza hacer el hombre tipo de la épocapresente. Está cortado y moldeado para su si-glo, y encaja en éste como encaja en unamáquina su pieza principal.

-Ahí, en el palco de al lado, decía un señorque Manuel será ministro antes de diez años.

-Lo creo; será todo lo que quiera; es el niñomimado del destino. Todas las hadas le hanvisitado en su nacimiento...

-Me parece que debemos marcharnos. Yo es-toy muy cansada. ¿Y usted, mamá?

-Por mí, vámonos.

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-¿Y no oímos al tenor? -indicó Mercedes condesconsuelo.

-Niña, en el Real lo oiremos.

Levantáronse. Irene estaba en el antepalcodistribuyendo abrigos. Cuando todos se abriga-ron, también ella tomó el suyo. Yo atendí pri-mero a doña Jesusa, a Lica, a Mercedes, des-pués a ella que, con su alfiler en la boca, desdo-blaba el mantón para ponérselo. Irene me diolas gracias. No sé por qué se me antojó que llo-raba todavía. ¡Engaño de mis embusterosojos!... Salimos. El negrito se colgó de mi brazoobligándome a inclinarme del costado derecho.Todo era para alcanzar mi oído con su hociqui-llo y decirme con tímido secreto:

«Ninguno ha estado tan bien como taita. Miamo Máximo les gana a todos, y si dicen queno...».

-Calla, tonto.

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-Po que no lo entienden.

La necesidad de acompañar a la familia meprivó de ir al escenario para dar un estrechoabrazo a mi amado discípulo. Pero yo le veríapronto en su casa, y ahí hablaríamos largamen-te del colosal éxito de aquella noche...

¡Y mi corona que se había quedado en el es-cenario! Mejor: in mente se la regalaba yo alarpista. No apoyaba esta idea Lica, que me dijoal subir al coche:

«Bien dice Irene que eres un sosón... ¿Porqué no has traído la corona? ¿Crees que no lamereces?... Pues sí que la mereces. Fue ideamía, ¿qué te parece?».

-No, que fue idea mía -replicó prontamentela niña Chucha.

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-No reñir, señoras; quedemos en que fueidea de las dos, lo cual no impide que sea unaidea detestable.

-Mal agradecido.

-Relambido.

-Como no hubo tiempo, no pudimos escogeruna cosa mejor. Lica escogió las flores.

-Y yo las hojas verdes.

-Y yo, las cintas encarnadas.

-Pues todas, todas han tenido un gusto per-verso.

-Bueno, bueno, no te obsequiaremos más.

-¡Ay qué fantasioso!

Irene callaba. Iba junto a mí en el asiento de-lantero, y con el movimiento del coche su codo

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y el mío se frotaban ligeramente. Si fuera yomás inclinado a hacer retruécanos de pensa-miento, diría que de aquel rozamiento brotabanchispas, y que estas chispas corrían hacia micerebro a producir combustiones ideológicas oilusiones explosivas... Con el cuneo del coche sedurmió doña Jesusa. Lica se echó a reír, y dijo:

«Ya mamá está en la Bienaventuranza. ¿Yusted, Irene, se ha dormido también?».

-No señora -replicó la maestra con cierta se-quedad.

-Como está usted tan callada... Y tú, Máxi-mo, ¿qué tienes, que no hablas?

Advertí, entonces, que no había desplegadomis labios en un buen espacio de tiempo. No sési dije algo para responder a Lica. Llegamos,por fin, a casa. Nada aconteció digno de sercontado. Aburrimiento general y desfile decada persona hacia su habitación. Yo quise de-

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cir algo a Irene; la sentí detrás de mí cuando medespedía de doña Jesusa en el pasillo; volvime,di algunos pasos y ya había desaparecido. Fuial comedor... nada. En el gabinete de Manuela...tampoco. Pregunté a la mulata... La señoritaIrene se había encerrado en su cuarto... ¡Ay!,¡qué prisa, Dios mío!... Bien, bien, yo tambiénme retiro.

El negrito se me colgó del brazo para hacer-me inclinar y hablarme al oído. Siempre medecía sus cosas en secreto, con un susurro cari-ñoso que parecía infiltrar en mi espíritu el ex-tracto más puro de la inocencia humana. Suspalabras fueron breves y revelaban cándidoorgullo:

«Yo taje la corona de la tienda».

-Bueno, hombre, que te aproveche. Adiós.

Antes de subir a casa quise felicitar a doñaJaviera. La pobre señora estaba fuera de sí.

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También ella había ido al teatro, y presenciadodesde el paraíso el grandioso triunfo de su que-rido hijo. Este le había llevado un palco; peroella no quiso ocuparlo y lo cedió a unas amigas:temía que su amor maternal la arrastrase a de-mostraciones demasiado violentas, con lo quese pondría en ridículo. En el paraíso, acompa-ñada tan sólo de la criada, había llorado a susanchas, y cuando oyó los palmoteos y vio elloco entusiasmo del público, creyose transpor-tada al Cielo. A la conclusión, la buena señorahabía perdido el conocimiento, y por poco no lallevan a la casa de socorro. Abrazome con ar-diente alegría, diciéndome que yo, como maes-tro de aquel milagro de la Naturaleza, tenía lamejor parte de su victoria.

-Por allí no decían más sino: «Este muchachova a hacer la gran carrera... El mejor día me loponen de diputado y de ministro. Vaya unhombrecito...». Figúrese usted, amigo Manso, siestaría yo hueca. Se me caía la baba, y lloraba

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como una tonta. Me daban ganas de ponermeen pie y gritar desde la barandilla del paraíso:«Si es mi hijo, si le he parido y le he criado amis pechos...». La suerte que me desmayé... Enfin, yo estaba loca. El corazón se me había pues-to en la garganta... Por cierto que le vi a usteden un palco alto con las señoras. Yo le mirémuy mucho a ver si usted me columbraba, parahacerle una seña diciendo: «aquí estamos to-dos». Pero usted no miró... ¡Ah!, y ahora queme acuerdo. También usted habló muy reque-tebién. Allí, al lado mío, había un señor muydescontentadizo, que dijo tonterías de usted...Casi nos pegamos él y yo, y cuando le echaronla corona las del palco, grité: «a ese... bien,bien...». Si he de decirle la verdad, desde arribano se oyó nada de lo que usted dijo, porquecomo habla usted tan bajito... Es el caso quecomo oía tan mal me iba quedando dormida.Desperté asustada cuando le echaban a usted lacorona, y entonces di unas palmotadas... Des-pués vino el verso. ¡Y qué verso tan precioso!

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¡A mí me daba un gusto!... Esto de oír buenosversos es como si le hicieran a una cosquillas.Se ríe y se llora... no sé si me explico.

Y por aquí siguió charlando. Yo estaba fati-gadísimo y deseaba retirarme. Era muy tarde yManuel no venía. Deseaba yo verle aquellamisma noche para felicitarle con toda la efusiónde mi leal cariño; pero tardaba tanto, que mefui a mi cuarto tercero, y me recogí, ávido desilencio, de quietud, de descanso.

-XXIX-¡Oh, negra tristeza!

Fúnebre y pesado velo, ¿quién te echó sobremí? ¿Por qué os elevasteis lentos y pavorosossobre mi alma, pensamientos de muerte, comovapores que suben de la superficie de un lagocaldeado? Y vosotras, horas de la noche, ¿quéagravio recibisteis de mí para que me martiri-

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zarais una tras otra, implacables, pinchándomeel cerebro con vuestro compás de agudos minu-tos? Y tú, sueño, ¿por qué me mirabas con do-rados ojos de búho haciendo cosquillas en losmíos, y sin querer apagar con tu bendito soplola antorcha que ardía en mi mente? Pero a na-die debo increpar como a vosotros, argumentostenues de un raciocinio quisquilloso y sofísti-co...

Tú, imaginación, fuiste la causa de mis tor-mentos en aquella noche aciaga. Tú, haciendopajaritas con una idea y enredando toda la no-che; tú, la mal criada, la mimosa, la intrusa,fuiste quien recalentó mi cerebro, quien pusomis nervios como las cuerdas del arpa que oítocar en la velada. Y cuando yo creía tenertesujeta para siempre, cortaste el grillete; yjuntándote con el recelo, con el amor propio,otros pillos como tú, me manteasteis sin com-pasión, me lanzasteis al aire. Así amaneció mitriste espíritu rendido, contuso, ofreciendo todo

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lo que en él pudiera valer algo por un poco desueño...

La verdad es que no tenían explicación ra-cional mi desvelo y mis tristezas. Se equivoca elque atribuya aquella desazón a heridas delamor propio por el pasmoso éxito del discursode Manuel Peña comparado con el mío, que fueun éxito de benevolencia. Yo estaba, sí, muyarrepentido de haberme metido en veladas;pero no tenía celos de mi discípulo a quienquería entrañablemente, ni había pensado nun-ca disputarle el premio en la oratoria brillante.La causa de mi hondísima pena era un presen-timiento de desgracias que me dominaba so-breponiéndose a toda las energías que mi espí-ritu posee contra la superstición; era un cálculobasado en datos muy vagos, pero seductores, yque con lógica admirable llegaba a la más des-consoladora afirmación. En vano demostrabayo que los datos eran falsos; la imaginación mepresentaba al instante otros nuevos, marcados

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con el sello de la evidencia. Al levantarme, medije:

«Soy una especie de Leverrier de mi desdi-cha. Este célebre astrónomo descubrió al plane-ta Neptuno sin verle, sólo por la fuerza delcálculo, porque las desviaciones de la órbita deUrano le anunciaban la existencia de un cuerpoceleste hasta entonces no visto por humanosojos, y él, con su labor matemática, llegó a de-terminar la existencia de este lejano y misterio-so viajero del espacio. Del mismo modo yo adi-vino que por mi cielo anda un cuerpo descono-cido; no lo he visto, ni nadie me ha dado noti-cias de él; pero como el cálculo me dice queexiste, ahora voy a poner en práctica todas mismatemáticas para descubrirlo. Y lo descubriré;me lo profetiza la irregular trayectoria de Ura-no, el planeta querido, irregularidades que nopueden ser producidas sino por atraccionesfísicas. Esta pena profunda que siento consisteen que llega hasta mí la influencia de aquel

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cuerpo lejano y desconocido. Mi razón declarasu existencia. Falta que mis sentidos lo com-prueben, y lo comprobarán o me tendré porloco».

Esto dije, y me fui a mi cátedra, donde variosalumnos me felicitaron. Yo estaba tan triste,que no expliqué aquel día. Hice preguntas, y nosé si me contestaron bien o mal. Impaciente porir a la casa de mi hermano, abandoné la claseantes de que el bedel anunciara la hora. Cuan-do satisfice mi deseo, la primera persona aquien vi fue Manuela, que me dijo con misterio:

«Cosa nueva. Sabes que doña Cándida estáencerrada con José María en el despacho. Ne-gocios...».

Pobre José; de esta va a San Bernardino.

Cállate, niño. Si está más rica... Si ha vendi-do unas tierras...

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¡Tierras!... Será la que se le pegue a la suelade los zapatos. Lica, Lica, aquí hay algo... Voy adefender a José. Calígula es terrible; le habráembestido con mil mentiras, y como es tan ge-neroso...

-No, déjalos... Pero chitito; aquí viene la deGarcía Grande.

Era ella, sí; entró en el gabinete como recelo-sa, acomodándose algo en el luengo bolsillo desu traje. ¡Ah!, sin duda acariciaba su presa, elpingüe esquilmo de sus últimas depredaciones.¡Cómo revelaba su mirar verdoso la feroz codi-cia calmada, la reciente satisfacción de un rapazapetito!... Nos miró con postiza dulzura, sento-se majestuosa, y volviéndose a tocar el bolsillo,se dejó decir:

«Ya, ya negocié esas letras... ¡Es tan buenoJosé!... ¡Hola!, ¿estás ahí, sosón? Me han dichoque anoche estuviste medianillo. Parece que sedurmió el público en masa. Eso me han conta-

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do. El que parece que estuvo admirable fue esePeñilla... ese que es hijo de la carnicera tu veci-na... Vamos a otra cosa, Manolita; ¿sabe ustedque tengo que darle un disgusto?».

-¿A mí? ¿Qué? -exclamó mi pobre cuñadaasustadísima.

-Hija, creo que tendré que llevarme a Irene.Ya ve usted... Estoy tan sola y tan delicadita desalud... Luego mi posición ha variado tanto,que verdaderamente no está bien que Irene...me parece a mí... sea institutriz asalariada, te-niendo una tía...

-Rica.

-Rica no; pero que tiene lo necesario para vi-vir cómodamente. ¿No cree usted lo mismo?¿No cree usted que debo llevarla conmigo paraque me acompañe, para que me cuide?...

-Claro...

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-Es mi única familia; yo la he criado, ellaserá mi heredera... porque estoy tan mal, tanmal, Manuela, créalo usted...

Soltó una lágrima pequeñita, que se disolvióen una arruga y no se supo más de ella.

«Esto no quiere decir -prosiguió-, que yo melleve a Irene de prisa y corriendo; sería unacosa atroz. Puede estar aquí algunos días, paraque complete las lecciones... o si quiere ustedque se quede hasta que se le encuentre suceso-ra... Eso usted y ella lo decidirán. Está tan agra-decida, que... ya, ya le costará algunas lágrimassalir de aquí. Adora a las niñas».

Manuela estaba algo desorientada.

«¿Y el ama? -preguntó mi cínife, demostran-do vivísimo interés-. ¿Siguen los antojos ylas...?».

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-¡Ah! -exclamó Manuela-; no me hable usted,doña Cándida... Insoportable, insoportable. Esun demonio.

Dejelas hablando del ama, y corrí a dondeme impelía mi ardiente curiosidad. Estaba Irenedando la lección de Gramática, y la sorprendídiciendo con voz dulcísima: hubieras, habríais yhubieseis amado.

Mi ansiedad me quitaba el aliento, y apenaslo tuve para preguntarle:

-XXX-¿Con que se nos va usted?

-Sí -me dijo en tono resuelto, mirándome delleno, como si vaciara (así me parecía) todo elcontenido luminoso de sus ojos sobre mí.

-De veras. ¿Y cuándo?

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-Hoy mismo. Lo que ha de ser...

-¡Qué pícara!... ¿Pero tiene usted algún mo-tivo de descontento en la casa?

-No diga usted tonterías. ¡Descontenta yo dela casa! Diga usted agradecidísima.

-Entonces...

-Pero es preciso, amigo Manso. No se ha deestar toda la vida así. Y si tengo que salir de lacasa, ¿no vale más hacerlo de una vez? Cadadía que pase ha de serme más penoso... Puesnada, hago un esfuerzo, tomo mi resolución...

-¡Es tremendo!... -exclamé hecho un tonto, yrepitiendo su adjetivo favorito.

-Sí señor; me corto la coleta... de maestra-replicó echándose a reír.

¿No revelaba su rostro una alegría loca? Oasí era, o soy lo más torpe del mundo para leer

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tus signos, alma humana. Aquella alegría medesconcertó, porque habíamos llegado a unpunto en que todo desconcertaba, y sólo le dije:

-¿Hay proyectos...?

«Sí señor, tengo mis proyectillos... ¡y québuenos! ¿Pues qué? Creía usted que sólo lossabios tienen proyectos».

Las dos niñas, Isabel y Merceditas, nos mi-raban absortas, con sus abiertos libros en lasmanos y abandonadas estas sobre las rodillas.Saboreaban quizás aquel descanso en la lección,y de seguro nos habrían agradecido mucho quenos estuviéramos charlando todo el día.

«No, no, no. Yo celebro que usted tengaproyectos y que deje esta vida... Mucho hay quehablar sobre el particular... Pero siga usted lalección, que después...».

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-¿Hablaremos?... sí señor; yo también deseohablar con usted; pero es tanto lo que hay quedecir...

-Luego... aquí -dije, y en el momento que taldecía, me acordaba de la solemnidad con quelos actores suelen pronunciar aquellas palabrasen la escena.

De la manera más natural del mundo yo mevolvía melodramático. Creo que me puse páli-do y que me temblaba la voz.

«Aquí no...» indicó ella respondiendo a miturbación con la suya, y mirando a los chicos ya la Gramática, como solicitada por la concien-cia de sus deberes pedagógicos.

Y el aquí no salió de sus labios timbrado conun dulce tono de precaución amorosa. Era elsutil instinto de prudencia, que ya en la prime-ra travesura femenina suele aparecer tan

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desarrollado como si el uso de muchos años locultivara.

«Es verdad, aquí no», repetí.

Yo no tenía iniciativa. Ella la tenía toda, yme dijo:

«En mi casa, en mi nueva casa. ¿Pero no hade ir usted a visitarnos?».

-Mañana mismo.

-Poquito a poco. Ya le avisaré a usted.

-¿Pero será pronto?

-Creo que sí. Por ningún caso vaya usted an-tes de que yo le avise.

Y me dio sus señas escritas con lápiz en unpapelillo. Sentí susurro de voces junto a lapuerta, y los cuatro empezamos a conjugar conun fervor...

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Lica entró de muy mal talante. Oímos la vozde José María que se alejaba, y comprendí queentre marido y mujer había chamusquina...Pero mi hermano se fue a almorzar fuera, sus-pendiendo así las hostilidades, y cuando al-morzábamos Manuela y yo, esta, muy altanera,me dijo:

«Ya se fue doña Cándida. ¡Qué cosa!... Nun-ca he visto en ella tanta prisa para marcharse.Estaba deshecha. Con decirte que no ha queri-do quedarse a almorzar... Esto no se compren-de, el mundo se acaba. No sé qué tengo, Máxi-mo. Doña Cándida me ha dado que pensar hoy.Tenía tanta prisa... Yo le preguntaba sobre sunueva casa, y me respondía mudando la con-versación y hablando de otras cosas. Vaya, va-ya, como no salga verdad lo que tú dices, y re-sulte que es una fantasiosa...».

Yo me callé. No, no me callé; pero sólo dije:

«Pronto lo sabremos».

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Y ella, taciturna, siguió almorzando entresuspiros, y yo, meditabundo, apenas probébocado.

José María volvió más tarde. Las ocupacio-nes que tenía en su despacho parecían un pre-texto para estar en la casa a cierta hora. Mostro-se complaciente conmigo y con Manuela; masel artificio de su forzada bondad, se descubría ala legua. Nos dijo que el tiempo estaba magnífi-co, y enseñándonos billetes de invitación parano sé qué fiesta de caridad que había en losJardines del Retiro, nos animó a que fuéramos.Manuela no quiso ir ni yo tampoco.

«¿Y tú no vas?» preguntó a su marido.

-Ya ves. Tengo que hacer aquí.

Aparentemente tenía ocupaciones. En el re-cibimiento y en la sala había ración cumplidade pedigüeños de todas las categorías; los unosempleados cesantes, los otros pretendientes

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puros. Desde que mi hermano empezó a figu-rar, las nubes de la empleomanía descargabandiariamente sobre la casa abundosa lluvia depostulantes. Oficiales de intervención, guardasde montes, empleados de consumos, innume-rables tipos que habían sido, que eran o queríanser algo, venían sin cesar en solicitud de reco-mendación. Quién traía tarjeta de un amigo,quién carta, quién se presentaba a sí mismo.José María, cuyo egoísmo sabía burlar todaclase de molestias siempre que no le impulsaraa sobrellevarlas el amor propio, se quitaba deencima casi siempre, con mucho garbo, la eno-josa nube de pretendientes, y salía dejándolosplantados en el recibimiento o mandándolesvolver. Pero aquel día mi benéfico hermanoquiso dar indubitables pruebas de su interéspor las clases desheredadas, y fue recibiendouno por uno a los sitiadores dando a todos es-peranzas y alentando su necesidad o su ambi-ción.

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«Está bien: deme usted una nota... He dadola nota al ministro... Vea usted lo que me con-testa el director: me pide nota... Pero si olvidóusted ayer darme la nota... Creo que nos equi-vocamos al redactar la nota: de ahí viene que laDirección... Lo mejor es que mande usted otranota... Ya he tomado nota, hombre, ya he to-mado nota».

Y dando notas, y pidiendo notas, y ofrecién-dolas y transmitiéndolas se pasó el muy ladinotoda la tarde.

Entre tanto, Irene recogía sus cosas. Más dedos horas estuvo encerrada en su cuarto. Sólolas niñas la acompañaban, ayudándola a empa-quetar y hacer diversos líos. Poco después vi subaúl mundo en el pasillo atado con cuerdas.Cuando se despidió de Manuela, las lágrimashumedecían su rostro, y su nariz y carrillosestaban rojos. Las dos niñas, medrosas de supropia pena, se habían refugiado en la clase,donde lloraban a moco y baba.

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«¡Qué tontería!... -les dijo Irene, corriendo adarles el último beso-. Si vendré todos losdías...».

La despedida fue muy tierna; pero Manuelaestaba algo atolondrada, y no se había dejadovencer de la emoción lacrimosa. Serena despi-dió a la que había sido institutriz de sus hijas, yla acompañó hasta la puerta.

En aquel momento José María salió de sudespacho. Acabáronse todas las ocupaciones ylas notas todas como por encanto.

«¿Pero ya se va usted? -dijo muy gozoso-. Yotambién salgo. La llevaré a usted en mi coche».

-No, señor; gracias, no, de ninguna manera-replicó Irene echando a correr escaleras abajo-.Ruperto va conmigo.

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José María bajó tras ella. Manuela y yo nosacercamos a los cristales del balcón del gabinetepara ver...

En efecto, no pudiendo Irene evadir la ga-lantísima invitación de mi hermano, entró en elcoche, seguida de José; y al punto vimos partira escape la berlina hacia la calle de San Mateo.

«¡Has visto, has visto...!» exclamó Lica cla-vando en mí sus ojos llenos de ira, y corriendoa echarse en una mecedora.

-¿Qué? No formes juicios temerarios... To-davía...

-¿Qué todavía?... Esto es terrible... ¡Qué fres-co! La lleva en su coche... Por eso ha estadoaquí toda la tarde... esperando... ¡Máximo, quéafrenta, Jesús, qué infamia!... Si no lo hubieravisto... No te chancees... ya... Estoy brava, soyuna loba...

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Meciéndose, expresaba con paroxismo deindolencia su dolor, como otras lo expresan conviolentas sacudidas.

«Yo me muero, yo no puedo vivir así-exclamó rompiendo en llanto-. ¿Máximo, quéte parece?, en mi propia cara, delante de mí,estas finezas... Eso es no tener vergüenza, y lasinvergüencería no la perdono».

-Pero mujer, si no tienes otro motivo queese... cálmate. Veremos lo que pasa después...

-Bobo, yo adivino, y mis celos tienen mil ojos-me dijo meciéndose tan fuerte que creí que sevolcaba la mecedora-. Nada sé positivo, y sinembargo, algo hay, algo hay... Te dije que Ireneme parecía muy buena. ¡Guasa!, es que nosengañaba del modo más... Mira, yo he sorpren-dido en ella... ¡Ay!, yo soy tonta; pero sé cono-cer cuándo una mujer trae enredos consigo, pormucho que disimule. Irene nos engaña a todos.¡Es una hipócrita!

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-XXXI-¡Es una hipócrita!

Esto caía sobre mi mente como recio marti-llazo sobre el yunque, y hacía vibrar mi ser to-do.

«Pero, Lica, cálmate, razona...».

-Yo no calculo, tonto, yo siento, yo adivino,yo soy mujer.

-¿Qué has visto?

-Pues últimamente Irene daba muy mal laslecciones. Iba para atrás como los cangrejos.Todo lo enseñaba todo al revés... Una tarde...Ahora doy más importancia a estas cosas... lapillé leyendo una carta. Cuando entré la guardóprecipitadamente. Tenía los ojos encendidos...Luego este afán de ir a casa de su tía... ¡Qué

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fresco! Voy comprendiendo que también la tíaes buena lámpara...

-¡Leía una carta! Pero esa carta, ¿por quéhabía de ser de tu marido?

-Yo no sé... la vi de lejos, un momento... Fuecomo un relámpago... No vi las letras; pero mi-ra tú, me parecía ver aquellas pes y aquellashaches tan particulares que hace José María...Esa chica, esa... No, no, aquí hay algo, aquí hayalgo. Esta noche hablaré clarito a mi marido.Me voy para Cuba. Si él quiere mantener que-ridas, y arruinarse, y tirar el pan de mis hijos,yo soy madre, yo me voy a mi tierra, yo meahogo en esta tierra, yo no quiero que la gentese ría de mí, y que con mi dinero echen fantasíalas bribonas... ¡Mamá, mamá!

Y a punto que aparecía doña Jesusa, pesaday jadeante, Lica, la buena y pacífica Manuelacayó en un paroxismo de ira y celos tan violen-to, que allá nos vimos y deseamos para hacerla

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entrar en caja. Después de llorar copiosamenteen brazos de su madre, la cual daba cada gemi-do que partía el corazón, perdió el conocimien-to, y disparados sus nervios, empezó una zam-bra tal de convulsiones y estirar de brazos yencoger de piernas, que no podíamos sujetarla.Tan sólo el ama con su poderosa fuerza pudodomeñar los insubordinados músculos de lainfeliz esposa, y al fin se tranquilizó esta, y leadministramos, por fin de fiesta, una taza detila.

«Nos iremos, niña de mi alma -le decía doñaJesusa-, nos iremos para nuestra tierra, dondeno hay estos zambeques».

Toda la tarde y parte de la noche tuve queestar allí, acompañándola. Cuando me retiré,José María no había venido aún. Pero a la ma-ñana siguiente, cuando fui, después de la clase,a ver si ocurría un nuevo desastre, encontré aManuela muy sosegada. Su marido había en-trado tarde, y al verla tan afligida, le había da-

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do explicaciones que debieron de ser muy satis-factorias, porque la infeliz estaba bastantedesagraviada y casi alegre. Era la criatura másimpresionable del mundo, y cedía con tal ímpe-tu a las sensaciones del último instante, que pornada se enardecía, y por menos que nada sedesenojaba. El furor y el regocijo se sucedían enella llevados por una palabra, como lucecillasque con un soplo se apagan. Su credulidad eramás fuerte siempre que su suspicacia, y así nocomprendo cómo el bruto de José María noacertaba a tenerla siempre contenta. Aquel díalo consiguió, porque en los momentos críticosde la vida sabía el futuro marqués emplearalgún tacto o más bien marrullería. Él tambiénestaba festivo, y cuando hablamos del peligrosoasunto, me dijo:

«Parece que todos sois tontos en esta casa.Porque se me haya antojado decir dos bromas aIrene y la llevara ayer tarde en mi coche, se hade entender... Sois verdaderamente una cala-

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midad, y tú, sabio, hombre profundo, analiza-dor del corazón humano, ¿crees que si hubieramalicia en esto, había de manifestarla yo tan alas claras?».

-No, si yo no creo nada. Lo que haya de cier-to, al fin se ha de saber, porque ninguna cosamala se libra hoy del correctivo de la publici-dad, correctivo ligero ciertamente, y para algu-nos ilusorio, pero que tiene su valor, a falta deotros... Ya que de esto hablamos, ¿no podríasdar alguna luz en un asunto que me ha llenadode confusión? ¿No podrías decirme de dónde leha venido a doña Cándida esa fortunilla que lepermite poner casa y darse lustre?...

-Hombre, qué sé yo. Aquí me trajo unas le-tras a descontar... Le di el dinero. No es grancosa, una miseria. Sólo que ella pondera mu-cho, ya sabes, y cuenta las pesetas por duros,para gastarlas después como céntimos. Si he dedecirte de dónde provenían las letras, verdade-ramente no lo sé. Tierras vendidas, o no sé si

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unos censos... en fin, no lo sé, ni me importa.Supongo que la casa que ha puesto será algúncuartito alto con cuatro pingos... ¡Pobre seño-ra!... Vamos, ¿y qué dices de la sesión de ayer?Si vieras; salió el ministro con las manos en lacabeza, y el centro izquierdo quedó fundidocon el ángulo derecho... ¿Te has enterado de lasdeclaraciones de Cimarra? Nosotros...

-No me he enterado de nada.

-Y en el correo de pasado mañana debe venirmi acta. Si tú no fueras una calamidad, podríasaceptar los ofrecimientos que me ha hecho elministro.

-Hombre, déjame en paz... Volviendo a doñaCándida...

-Déjame tú en paz con doña Cándida.

Conocí que no era de su agrado aquel tema,y tomé nota.

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«¡Ah!... aquí tienes los periódicos que seocupan de la velada... Mira; este te llama con-cienzudo, que es el adjetivo que se aplica a losactores medianos. Aquel te pone en las nubes.Váyase lo uno por lo otro. Con respecto a Peña,están divididos los pareceres: todos convienenen que tiene una gran palabra, pero hay quiendice que si se exprime lo que dijo, no sale unagota de sustancia. ¿Quieres que te diga mi opi-nión? ¡Pues el tal Peñita me parece un papaga-yo! ¡Lo que vale aquí la oratoria brillante y esafacultad española de decir cosas bonitas que nosignifican nada práctico! Ya hablan de presen-tar diputado a Peñita y dispensarle la edad...Como si no tuviéramos aquí hombres graves,hombres encanecidos... Te lo digo con franque-za... me revienta ese niño y su manera dehablar... Lo que es en el púlpito no tendría igualpara hacer llorar a las viejas... pero en un Con-greso... ¡Hombre, por amor de Dios! Es verda-deramente lamentable que se hagan reputacio-nes así. Después de todo, ¿qué dijo? Las Cruza-

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das, Cristóbal Colón, las hermanas de la cari-dad con sus tocas blancas... Por amor de Dios,hombre, yo creo que concluiremos por hablaren verso, del verso se pasará a la música, y, porfin, las sesiones de nuestras Cámaras seránverdaderas óperas... Vete al Congreso de losEstados Unidos, oye y observa cómo se tratanallí las cuestiones. Hay orador que parece unborracho haciendo cuentas. Y sin embargo, ve aver los resultados prácticos... Es verdaderamen-te asombroso. Nada, nada, estos oradores deaquí, estas eminencias de veinte años, estostrovadores parlamentarios me atacan los ner-vios. Y lo que es el tal Peñita me revienta. Yo lepondría a picar piedra en una carretera, paraque aprendiese a ser hombre práctico. Y desdeluego a todo aquel que me hablase de idealeshumanos, de evoluciones, de palingenesia, lemandaría a descargar sacos al muelle de laHabana, o a arrancar mineral en Río Tinto paraque adquiriera un par de ideas sobre el trabajohumano. Por amor de Dios, hombre, no digas

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que no. Háganme autócrata, denme mañana unpoder arbitrario y facultades para hacer y des-hacer a mi gusto. Pues mi primera disposiciónsería crear un presidio de oradorcitos, filósofos,poetas, novelistas y demás calamidades, con lacual dejaría verdaderamente limpia y boyantela sociedad».

-¡José! -exclamé con efusión humorística yhasta con entusiasmo-, eres el mayor bruto queconozco.

-Y tú la octava plaga de Egipto.

-Y tú la burra de Balaam.

Parecíame que se amoscaba... Pues yo tam-bién.

-Pues todos en presidio, veríais qué bienquedaba esto.

-Sí, la nación sería un pesebre.

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-Eso... lo veríamos. Yo hablaría...

-Y dirías mu...

-Hombre, la vanidad, la suficiencia, el tupéde estos señores sabios es verdaderamente in-soportable. Ellos no hacen nada, ellos no sirvenpara nada; son un rebaño de idiotas...

Y se amoscaba más.

«Pero la vanidad del ignorante -dije yo-,además de insoportable es desastrosa, porquefunda y perfecciona la escuela de la vulgari-dad».

-Pues mira cómo estamos, gobernados portanto sabio.

-Mira cómo estamos, gobernados por tantonecio.

-No, señor.

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Se puso pálido.

-Pues sí señor.

Me puse rojo.

-Eres lo más...

-Y tú...

Trémulo de ira salió, cerrando la puerta contan furioso golpe, que retembló toda la casa. Ycuando nos vimos luego, evitaba el dirigirme lapalabra, y estaba muy serio conmigo. Por miparte, no conservaba de aquella disputa puerilmás que la desazón que su recuerdo me pro-ducía, unida a un poquillo de remordimiento.Deploraba que por cuatro tonterías se hubieraalterado la buena armonía y comunicación fra-ternal que entre los dos debía existir siempre, ysi hubiera sorprendido en él la más ligera incli-nación a olvidar la reyerta, me habría apresu-rado a celebrar cordiales y duraderas paces.

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Pero José estaba torvo, cejijunto, y al pasar jun-to a mí, no se dignaba mirarme.

-XXXII-Entre mi hermano y yo fluctuaba una nube

¿Saldría de ella el rayo? Mi propósito eraevitarlo a todo trance. Hablé de esto con Lica,que en el breve espacio de un día había vuelto acaer en sus inquietudes y tristezas. La reconci-liación matrimonial había sido de tan mengua-dos efectos, que no tardó el espectro de la dis-cordia en anularla pronto, erigiéndose él mismosobre el altar del destronado himeneo. Durantetodo el día que siguió a la trivial disputa,acompañé a mi hermana política, escuchandocon paciencia sus quejas que eran intermina-bles... Sí; ya no la engañaría más, ya iba apren-diendo ella las picardías. Ya no volvería a em-baucarla con cuatro palabras y dos cariñitos...

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Por fuerza había algo en la vida de su esposoque le sacaba de quicio. José no era el José deotros tiempos.

Con estas jeremiadas entreteníamos lashoras de la tarde y de la noche, que eran largasy tristes, porque Lica había suprimido la reu-nión, y no recibía a nadie. José María no se pre-sentaba en la casa sino breves momentos, por-que había recibido su acta, la había presentadoal Congreso, había jurado, le habían elegidopresidente de la comisión de melazas, y el buenrepresentante del país, consagrado en cuerpo yalma a los sagrados deberes del padrazgo par-lamentario y político, no tenía tiempo para na-da. En esto transcurrieron cuatro días, que fue-ron para mí pesados y fastidiosos, porque Ireneno me había dado el prometido aviso o veniapara ir a su casa; y yo, con mi delicada escrupu-losidad, no quería infringir de ningún modouna indicación que me parecía mandato. Mepasaba la mayor parte del día acompañando a

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la olvidada y digna esposa de José María, lacual, entre las salmodias de su agravio, aprove-chaba mi constante presencia en la casa parainclinarme a ser su pariente, casándome con suhermana. ¡Proyecto tan bondadoso como infe-cundo! Reconociendo yo como el primero lasexcelentes cualidades de Mercedes, no sentía nila más ligera inclinación amorosa hacia ella, yademás se me figuraba que le hacía muy pocagracia para marido y menos para novio.

Rompían, por cierto muy desagradablemen-te, la monotonía de nuestros coloquios los ma-los ratos que nos daba el ama con su bestialcodicia, sus fierezas y el peligro constante enque estaba Maximín de quedarse en ayunas. Yomaldecía a las nodrizas, y hubiera dado no séqué por poder hacer justicia en aquella, másanimal que cuantas nos envían montes encar-tados y pasiegos, de todos los desafueros quecometen las de su oficio. Lica y yo temíamos

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una desgracia, y en efecto, el golpe vinohallándonos desprevenidos para recibirlo.

Me disponía a salir una mañana para ir aclase, cuando se me presenta Ruperto sofocadí-simo.

«Niña Lica que vaya usted pronto allá. Elama de cría se ha marchado hace un rato. Elniño no tiene qué mamar...».

-¿No lo dije?... Esto sí que es bueno... ¿Y elseñorito José María, qué hace?

-Mi amo no fue esta noche a casa. El lacayoha salido a buscarle... Mi ama que vaya ustedpronto... para que le busque otra criandera...

-Yo... ¿y dónde la busco yo?... ¡Pero vamosallá!... ¿Y la señorita Manuela qué hace?

-Llorar. Le están dando al nene leche conuna botella. Pero el nene no hace más que ra-biar.

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-Bueno, bueno... Ahora busque usted unama...

Bajaba la escalera, cuando una muchachaque subía me dio una carta. ¡Fuerzas de la Na-turaleza! Era de Irene. Rasgué, abrí, desdoblé,leí, tembloroso como la débil caña sobre la cualse desata el huracán:

«Venga usted hoy mismo, amigo Manso. Siusted no viene, no se lo perdonará nunca suamiga...- Irene».

La escritura era indecisa, como hecha preci-pitadamente por mano impulsada del miedo ydel peligro...

¡Dios misericordioso! ¡Tantas cosas sobre untriste mortal en un solo momento! Buscar ama,ir al socorro de Irene... porque indudablementehabía que socorrerla... ¿contra quién? Habíapeligro... ¿de qué?

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«¿Qué tiene usted, Mansito?» me dijo doñaJaviera, que volvía de misa.

-Pues poca cosa... Figúrese usted, señora...Buscar un ama... volar al socorro...

-¿Hay fuego?...

-No, señora; no hay más sino que el ama...

-¿El ama del niño de su hermano? No haypeste como esas mujeres. Yo, mire usted, aun-que estaba muy delicada, no quise dejar decriar a mi Manolo. Y los médicos me decían quepor ningún caso. Y mi marido me reñía. Puesbien saludable ha salido mi hijo, y yo... ya ustedve.

-Usted no sabría de alguna...

-Veremos, veremos; voy a echarme a la ca-lle... Y a propósito, amigo Manso, ¿ha visto us-ted a Manuel anoche?

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-¿Qué he de ver, señora?

-Esta es la hora que no ha venido a casa.Creo que tuvieron cena en Fornos... ¡Ay quéchico! ¡Pero qué afanado está usted!... Pobre D.Máximo, ¡qué sin comerlo ni beberlo!... Apren-da, aprenda usted para cuando sea padre.

-Señora, si usted tuviera la bondad de bus-carme por ahí una de esas bestias feroces quellaman amas de cría...

-Sí, voy a ello... Espere usted: la vecina medijo que conocía... Ya, sí... es una chica primeri-za, criada de servir, que se desgració. Estaba encasa de un concejal que hace la estadística denacidos... hombre viudo, y que debía tener in-terés en que se aumentara la población... Voyallá... Creo que tiene la gran leche; es morenota,fresconaza... un poco ladrona. También sé deuna muy sílfide, una traviatona que bailaba enCapellanes, casada; pero que no vive con sumarido. Sabe muchos cantares para dormir a

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los niños, y tiene aires de persona fina... Puesno me quito la mantilla y echo a correr. Vayausted por otro lado. No deje usted de ir a laConcepción Jerónima, a casa de Matías, dondevan a parar todas las burras de leche que vie-nen a buscar cría. Es aquello, según dicen, unafábrica de amas y un almacén de ganado. Ea,hombre, no se quede usted lelo; coja usted LaCorrespondencia y lea los anuncios. Ama paracasa de los padres. ¿Ve usted? Váyase pronto alGobierno Civil donde está el reconocimiento...Si encuentra usted alguna, no se fíe de aparien-cias: llévese un médico. Escójala cerril, fea yhombruna... Pechos negros y largos. Muchocuidado con las bonitas, que suelen ser las peo-res... No dejen de examinar la leche, y fíjense enla buena dentadura. Yo voy por otro lado; avi-saré lo que encuentre. Abur.

Diome esperanzas la solicitud de aquellabuena señora. Y yo, ¿a dónde acudiría primero?No había que vacilar y corrí a casa de Manuela,

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pensando en Irene, en su carta garabateada aprisa, y no cesaba de ver la trémula mano tra-zando los renglones, y me figuraba a la maestraamenazada de no sé qué fieros vestiglos. Y entanto mis alumnos se quedaban sin clase aqueldía, que me tocaba explicar El interior contenidodel Bien.

Encontré a Manuela desesperada. Con miahijado sobre las rodillas, rodeada de su madrey hermana, era la figura más lastimosa y patéti-ca de aquel cuadro de desolación. Maximínchillaba como un becerro; Lica se empeñaba enque chupara de la redoma; apartaba él con fu-riosos ademanes aquella cosa fría y desapaci-ble, y en tanto, las tres aturdidas mujeres invo-caban a todos los santos de la Corte celestial. Sehabían mandado recados a varias casas amigaspara que diesen noticia de alguna nodriza, pero¡ay!, la familia confiaba principalmente en mí,en mi rara bondad y en mi corazón humanita-rio.

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-XXXIII-¡Dichoso corazón humanitario!

Eras un adminículo de universal aplicación,maquinilla puesta al servicio de los demás;eras, más propiamente, un fiel sacerdote de loque llamamos el otroísmo, religión harto des-usada. Si dabas flores, te faltaba tiempo paraponerlas en el vaso de la generosidad, abierto atodo el mundo; si echabas espinas, te las metíasen el bolsillo del egoísmo, y te pinchabas solo...Esto pensaba, camino del Gobierno de provin-cia, lugar seguro para encontrar lo que hacíafalta a mi ahijadito. Antes había tratado de vera Augusto Miquis, joven y acreditado médico,amigo mío. No le encontré, pero sus amigos medijeron que quizás le hallaría en el Gobiernocivil. Afortunadamente estaba encargado delreconocimiento de amas. Esta feliz coincidenciame animó mucho; di por salvado a Maximín, ysin tardanza me personé en aquella paternal

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oficina, ejemplo que, con otros muchos, viene aconfirmar la vigilancia omnímoda de nuestraadministración y lo desgraciados que seríamossi ella no cuidase de todo lo que nos concierne,llevándonos en sus amorosos brazos desde lacuna al sepulcro. Con decir que por darnos to-do nos daba hasta la teta, está dicho. Yo habíavisto la administración-médico, la administra-ción-maestro, y otras muchas variantes de tansabio instituto; pero no conocía la administra-ción-nodriza. Así, quedeme pasmado al entraren aquella gran pieza, nada clara ni pulcra, yver el escuadrón mamífero, alineado en losbancos fijos de la pared, mientras dos facultati-vos, uno de los cuales era Augusto, hacían elreconocimiento. El antipático ganado inspirabarepulsión grande, y mi primer pensamiento fuepara considerar la horrible desnaturalización ysordidez de aquella gente. Las que habían to-mado por oficio semejante industria se distin-guían al primer golpe de vista de las que, poruna combinación de desgracia y pobreza, fue-

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ron a tan indignos tratos. Las había acompaña-das de padres codiciosos, otras de maridos osocios. Rarísimas eran las caras bonitas, y do-minaba en las filas la fealdad, sombreada deexpresión de astucia. Era la escoria de las ciu-dades mezclada con la hez de las aldeas. Vipescuezos regordetes con sartas de coral, orejasnegruzcas con pendientes de filigrana; muchopañuelo rojo de indiana tapando mal la redon-dez de la mercancía; refajos de paño negro re-dondos, huecos, inflados como si ocultaran unbombo de lotería; medias negras, abarcas, zapa-tos cortos, botinas y pies descalzos. Faltaban enla pared los escudos de Pas, Santa María deNieva, Riofrío, Cabuérniga y Cebreros, y comoinscripción ornamental, el endecasílabo deaquel poeta culterano que, no teniendo otracosa que cantar, cantó la nodriza, y la llamólugarteniente del pezón materno.

Entraban personas que, como yo, iban enbusca del remedio de un niño, y se oían contra-

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taciones y regateos. Había lugarteniente queelogiaba su género como un vinatero el conte-nido de sus pellejos. Había exploraciones deque en otro lugar se espantaría el recato, curio-so de durezas para distinguir lo muscular de loadiposo, y, como en el mercado de caballos, sedecía veamos los dientes, y se observaba el aire, laandadura, el alzar y mover las patas. ¡Permitie-ra Dios que no os hubiera visto en tal cantidad,flácidos ubres, aquí saliendo con vergüenza deentre bien puestos cendales, allí surgiendo degolpe como pelota de goma por la abertura deun pañuelo rojo, y que no os mirara estrujadospor los dedos experimentadores del profesor ode la partera! En un lado el facultativo exami-naba aréolas; en otro Miquis, después de rebus-car vestigios de pasadas herejías, cogía el lac-toscopio y poniendo en él la preciosa sustanciade nuestra vida, miraba junto a la ventana, altrasluz, la delgadísima lámina líquida, entrecristales extendida.

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«En esta, todo es agua... -decía-; esta talcual... mayor cantidad de glóbulos lácteos...Hola, amigo Manso, ¿qué busca usted por estosbarrios?».

-Vengo por una... y pronto, amigo Miquis.Deme usted lo mejor que haya, y a cualquierprecio.

-¿Se ha casado usted o se ha hecho padre dehijos ajenos?

-Más bien lo segundo... Tengo mucha prisa,Augusto; me están esperando...

-Esto no es cosa de juego; espere usted, ami-guito.

Me miró, sin apartar de su ojo derecho elmaldito instrumento, con tan picaresca malicia,que me hizo reír, aunque no tenía ganas debromas.

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Y cuando preparaba el adminículo paraechar en él nuevo licor, me amenazó con ro-ciarme, diciendo:

«Si no se quita usted de delante...».

¡Maldito Miquis! Siempre había de estar defiesta, sin tener en cuenta la gravedad de lascircunstancias.

«Querido, que tengo prisa...».

-Más tengo yo. ¿Le parece a usted que esagradable este viaje diario por la vía láctea?...Estoy deseando soltar los trastos y que vengaotro. Luego nos queda el examen químico conel lacto-butirómetro... Porque hay falsificacio-nes, amigo. ¿Ve usted? Las hay que son cartu-chos de veneno, y aquí velamos por la infancia.Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, la genera-ción futura va ser bonita, sí señor; se van a di-vertir los del siglo veinte, que será el siglo delas lagartijas.

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-Pero Miquis, que es tarde, y...

-A ver, Sánchez, Sánchez.

Sánchez, que era el otro médico, se acercó.

«A ver, aquella, la que vimos antes. Es laúnica res que vale algo. La segoviana... ahí está,la que tiene una oreja menos, porque se la co-mió un cerdo cuando era niña».

-¿Es buena?

-Bastante buena, primeriza, inocentísima.Me ha contado que era pastora. No recuerda dedónde le vino la desgracia, ni sabe quién fue elMelibeo... Esta gente es así. Suele resultar quelas ignorantonas saben más que Merlín. Allíestá. Vea usted qué facciones, jamás lavadas...Creo que para salir del paso... ¿Es para un so-brinito de usted?

-Y ahijado por más señas.

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-A veces más vale un padrino que un pa-dre... Diga usted, ¿es cierto que José María se hahecho hombre de distracciones?... Ahora le veotodos los días. Es vecino mío.

-¡Vecino de usted!

-Sí; vivo allá por Santa Bárbara. En el tercerode mi casa se nos ha metido hace tres días unaseñora...

-¡Doña Cándida! -murmuré, sintiendo que lamalicia de Miquis se infiltraba en mi corazón,cual mortífera ponzoña.

-Mi mujer me ha contado que la vio subircon una joven. ¿Es hija suya?

-Sobrina.

-Bonita. Su hermano de usted va todas lastardes... Eso me han dicho. Cuando nos encon-tramos en la escalera, hace como que no meconoce, y no me saluda.

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-Mi hermano es muy particular...

Y diciéndolo me puse torvo, y cayeron alsuelo mis miradas con pesadez melancólica, yse quedó embargado mi espíritu de tal modoque dejé de ver el reconocimiento, el antipáticorebaño y los médicos...

«Aquí la tiene usted -me dijo aquel señorSánchez, bondadosísimo, presentándome unahumana fiera, vestida de paño pardo, rodeadade refajo verdinegro que la asemejaba a unapeonza dando vueltas-. Es buena. No haga us-ted caso de esto de la oreja. Es que se la comióun cerdo cuando niña. Por lo demás, buenasangre... buena dentadura. A ver, chica, enseñalas herramientas. No hay señales de mal infec-cioso».

Y mirándola apenas, me dispuse a llevárme-la conmigo. Ella graznó algo, mas no lo entendí.Como aldeano que tira del ronzal para llevarseel animalito que ha comprado en la feria, así

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tiré de la manta de lana que la pastora llevabasobre sus hombros, y dije: «vamos».

«Abur, Manso».

-Miquis, abur, y muchas gracias.

Al salir, observé que el ronzal arrastraba,con la bestia, otras de su misma especie, a sa-ber: un padre, involucrado también en pañopardo, como el oso en su lana, con sombreroredondo y abarcas de cuero; una madre, engas-tada en el eje de una esfera de refajos verdes,amarillos, negros, con rollos de pelo en las sie-nes; dos hermanitos de color de bellota seca,vestidos de estameña recamada de fango, su-cios, salvajes, el uno con gorra de piel y el otrocon una como banasta a la cabeza.

Y en la calle el venerable cafre que hacía depadre, me paró y ladró así:

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«Diga, caballero, ¿cuánto va a dar a la moci-ca?».

-Porque somos gente honrada -regurgitó lamamá silvestre-. Mi Regustiana no va a cual-quier parte.

-Señor -bramó uno de los muchachos-.¿Quiéreme por criado?

-Oiga, señor -añadió el autor de los días deRegustiana-. ¿Es casa grande?

-Tan grande que tiene nueve balcones y másde cuarenta puertas.

Cinco bocas se abrieron de par en par.

-¿Y a dónde es? ¿Y cuánto le va a dar a lamocica?

-Se le pagará bien. Verán ustedes qué señoratan buena.

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-¿Es buena la señora? Llévenos pronto.

-Ahora mismo. Y les voy a llevar en coche.

Abrí la portezuela. Consideré las fumigacio-nes a que debía someterse después el vehículo,si llevaba todo aquel rústico cargamento...

-No, conmigo no van más que la chica y lamadre. Los hombres que vayan a pie.

-No, señorito, llévenos a todos -exclamaron acoro, con el tono plañidero de los mendigos queasaltan las diligencias.

-No, lo que es sin mí no va mi hija-manifestó gravemente el papá, con aspavien-tos de dignidad.

-¡Llévenos a todos!... Yo me monto atrás -dijo uno de los chicos-. Diga, señor ¿me tomarápor criado?

-Y yo alante -gritó el otro.

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-Diga, señor, ¿y cuánto me dará?

Me aturdían estrujándome, porque hablabanmás con las patas delanteras que con la boca,me sofocaban con sus preguntas, con sus ges-tos, y al fin, deseando concluir pronto, carguécon todos y los llevé a casa de mi hermano.

Cuando entré, me reía de mí mismo y de lafigura que hacía pastoreando aquel rebaño.Tuve intención de decir: «ahí queda eso», ymarcharme a donde me solicitaban mi curiosi-dad y mi afán; pero esto hubiera sido muy in-conveniente, y me detuve hasta ver qué tal re-cibía Máximo a su nueva mamá, y cómo sedesenvolvía Manuela con los indómitos padresy hermanitos de la tal Robustiana. Atenta micuñada a la necesidad de su hijo, y a ver si to-maba bien el pecho, no se cuidaba de la colaque el ama traía. Sentado en el recibimiento, elpadre aguardaba con tiesa compostura el resul-tado de la prueba; los chicos huían por los pasi-llos, aterrados de la vista de Ruperto; y la ma-

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dre, sin separarse de su moza, examinaba todolo que veía con miradas de espanto y júbilo, yestaba como suspensa y encantada. Tan mara-villosa era la casa a sus ojos, que sin duda sefiguraba estar en los palacios del Rey.

Y Maximín, ¡oh Virgen de la Buena Leche!,chupaba, y veíamos con gozo sus buenas dis-posiciones gastronómicas y aquella codiciaegoísta con que se agarraba al negro seno, te-meroso de que se lo quitaran. Lica lloraba decontento.

«Eres un ángel del Cielo, Máximo. Si no espor ti... ¡Qué mujer me has traído! Ya la quieromás... Tiene ángel. En seguida la vamos a ponercomo una reina. ¿Y su madre?...¡qué buena es!¿Y su padre? Un santo. ¿Y los hermanitos?,¡unos pobrecillos! Ya he dicho que les den dealmorzar a todos... ¡los pobres!... ¡Me da unalástima!... Es preciso protegerlos bien, sí. Medijo la madre que no tienen nada de comer, que

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no ha llovido nada, que no cogen nada y tienenque pedir limosna... ¡Gente mejor...!».

Todo esto me parecía muy bien. Yo no hacíafalta allí... Andando. Pasillos, escaleras, calle,¡qué largos me parecíais!

-XXXIV-¡Y al fin entré por tu puerta, casa misteriosa!

Y subí tu escalera nuevecita, estucada,oliendo todavía a pintura, fresco el barniz delas puertas y del pasamanos. En el principal viuna placa de cobre que decía: Doctor Miquis.Consulta de 4 a 6; más arriba encontré un carbo-nero que bajaba, luego el panadero con su granbanasta, una oficiala de modista de sombreroscon la caja de muestras, y a todos les pregunta-ba con el pensamiento: «¿venís de allá?».

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Y al fin tiré del botón de aquel timbre, queme asustó al sonar vibrante, y abriome la puer-ta una criada desconocida que no me fuesimpática y me pareció, no sé por qué, avechu-cho de mal agüero. Y heme aquí en una salitaclara, tan nueva que parecía que yo la estrenabaen aquel momento. De muebles estaba tal cual,pues no había más que tres sillas y un sofá; pe-ro en las paredes vi lujosas cortinas, y entre losdos balcones una bonita consola con candela-bros y reloj de bronce. Se conocía que la instala-ción no estaba concluida, ni mucho menos. Asíme lo manifestó doña Cándida, que majestuosase dejó ver, acompañada de una sonrisa protec-cionista, por la gran puerta del gabinete.

«Pero, chico... me da vergüenza de recibirteasí... Si esto parece una escuela de danzantes.Estos tapiceros, ¡qué calmosos!, una cosa atroz.Desde el 17 están con los muebles, y ya ves; quehoy, que mañana. Espera, hombre, espera: no tesientes en esa silla, que está rota... Cuidado,

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cuidadito; tampoco en esa otra, que está unpoco derrengada».

Dirigime a la tercera.

«Aguarda, aguarda. Esa también... Melchorate traerá una butaca del gabinete... ¡Melcho-ra!...».

Dios y Melchora quisieron que yo al fin mesentara.

«¿Irene...?» le pregunté.

-Quizás no la puedas ver... Está algo delica-da...

Toda mi atención, toda mi perspicacia, miarte todo de leer en las fisonomías no me pa-recían de bastante fuerza para descifrar el je-roglífico moral que con fruncimiento de múscu-los, cruzamiento de arrugas, pestañeo, pucheri-to de labios y una postiza sonrisilla se trazabaen el rostro egipcio de doña Cándida. O yo era

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un ser completamente idiota o detrás de lososcuros renglones de aquel semblante antiguohabía algún sublime sentido. ¡Desgraciado demí que no podía entenderlo! Y ponía al rojo misfacultades todas para que, llegando al últimogrado de su poder y sutileza, me dieran la claveque deseaba.

«Con que delicada...» murmuré, pasándomela mano por los ojos.

Mi cínife iba a decir algo, cuando Irene sepresentó. ¡Qué admirable aparición!

«¿Qué tal te encuentras, hijita?» le preguntósu tía, en quien sorprendí disgusto.

-Bien -replicó secamente Irene-. Y usted,Máximo, qué caro se vende.

¡Maldito Calígula! Sin género de duda, quer-ía desviarme de mi objeto, distraerme, interpo-

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nerse entre Irene y yo con pretextos rebusca-dos.

«¡Ah! -exclamó con aspavientos que me cau-saron frío-, ¿no has visto lo que dicen de ti losperiódicos?... Te ponen en las nubes. Mira, Ire-ne, trae La Correspondencia de la mañana. Allíestá sobre mi cómoda».

Irene salió. Observé (yo lo observaba todo)que tardaba más tiempo del que se necesitapara traer un papel que está sobre una cómoda.Vino al fin, trajo el periódico y me lo puso de-lante. Sobre el periódico había un papelito pe-queño, y en él, escritas con lápiz y al parecerrápidamente, estas palabras: Ha venido ustedtarde. Nunca hace las cosas a tiempo. No puedohablar delante de mi tía. Me pasan cosas tremendas.Despídase usted diciendo que no vuelve en una se-mana y vuelva después de las tres.

Haciendo que leía La Correspondencia guardécon disimulo el papelejo. Irene me parecía

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desmejoradísima. Palidez suma y tristeza con-firmaban, diluidas en la tinta suave de su sem-blante, la veracidad de aquellas cosas tremen-das. Y yo, puesto en guardia con lo que el papeldecía, hablé de lo que no me importaba, de loalegre de la casa, de sus buenas vistas y...

«¿Pero no sabes, Máximo -me dijo Calígulade improviso-, que anoche hemos tenido ladro-nes en casa? ¡Qué susto, Dios mío!».

-¡Señora!

-Ladrones, sí, lo que oyes... una cosa atroz.Esa Melchora que duerme como un palo, diceque no oyó ni vio nada... Te contaré... Yo duer-mo ahora muy mal... estos tunantes de ner-vios... Serían las dos de la madrugada, cuandosentí ruido en una puerta. Levanteme, llamé aIrene... Esta asegura que dormía profundamen-te... Yo tenía un miedo... ya puedes figurarte.En fin, que alboroté toda la casa. Melchora diceque yo veo fantasmas... Podrá ser que mis ner-

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vios... pero juraría que a la claridad de la luna...porque no encontré los malditos fósforos... a laclaridad de la luna vi un hombre que escapa-ba...

-¿Por la ventana?

-No, por la puerta de la escalera.

Miré a Irene para ver qué decía sobre lasfantásticas apariciones, pero en aquel momentose levantaba y salía diciendo:

«Han llamado, tía; creo que será la modista».

-¿Pero no está Melchora?... Pues, sí, Máximo,hemos pasado un susto... La pobre Irene, al oírmis gritos, salió despavorida. Busca los fósforospor aquí y por allí... nada. Melchora se reía denosotras y decía que estábamos locas...

-¿Pero usted vio...?

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-Hombre, que vi... La suerte es que no noshan robado nada. He registrado, y ni una hila-cha me falta... cosa atroz.

-Resultado, que esos ladrones no robaríanmás que los fósforos...

Esto lo dije, dejando que mi espíritu, espo-leado por su pesimismo, se precipitara en lasmás extravagantes cavilaciones. Despeñada mimente, no conocía ningún camino derecho.¿Sería verdad lo que doña Cándida contaba?...Y si no lo era, ¿qué interés, qué malicia, quéfin...?

Pero mi primer cuidado debía ser cumplir elprograma consignado con lápiz trémulo por lamano de la institutriz. Retireme diciendo queno volvería hasta dentro de una semana, y pasélas horas que para la misteriosa cita faltaban,discurriendo por la Castellana, el barrio de Sa-lamanca y Recoletos. A las tres y media tiraba

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otra vez del timbre, y la misma Irene abría lapuerta. Estábamos solos.

«¡Gracias a Dios! -le dije sentándome en elmismo sillón que algunas horas antes habíasacado Melchora para mí y que aún estaba en elmismo sitio...-. Al fin me puede usted decir quécosas tremendas son esas...».

-¡Y tan tremendas!...

¡Qué temblor el de sus labios, qué falta deaire en sus pulmones, qué palidez mortal y quétimbre de pánico y duelo el de su voz al decir-me:

«¡Si usted no me salva, si usted no me prue-ba que se interesa por esta huérfana desgracia-da...!».

No sé, no sé lo que pasó en mi interior. Laefusión de mi oculto cariño, que se expansiona-ba y se venía fuera, cual oprimido gas que en-

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cuentra de súbito mil puntos de salida, hallabaobstáculos en el temor de aquella soledad trai-cionera, en el comedimiento que me parecíaexigido por las circunstancias; y así, cuando lasmás vulgares reglas de romanticismo pedíanque me pusiera de rodillas y soltara uno deesos apasionados ternos que tanto efecto hacenen el teatro, mi timidez tan sólo supo decir delmodo más soso posible:

«Veremos eso, veremos eso...».

Y lo dije cerrando los ojos y moviendo la ca-beza, mohín de cátedra, que la costumbre hahecho más fuerte que mi voluntad.

«¿Pero usted no lo adivina?... ¿usted nocomprende que mi tía me tiene aquí prisionerapara venderme a D. José? Esta es la cosa mástremenda que se ha visto. ¿Quién ha puestoesta casa? D. José. ¿Quién ha amueblado aquelgabinetito? D. José. ¿Quién viene aquí las tardesy las noches a ofrecerme veinte mil regalos,

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cositas, porvenires, qué sé yo, villas y castillos?D. José. ¿Quién me persigue con su amor empa-lagoso, quién me acosa sin dejarme respirar? D.José. He tenido la desgracia de que ese señor seenamore de mí como un loco, y aquí me tieneusted puesta entre lo que más odio, que es suhermanito de usted, y la necesidad de matar-me, porque estoy decidida a quitarme la vida,amigo Manso, y como hoy mismo no encuentreusted medio de librarme de esto, lo juro, sí, lojuro, me tiro a la calle por ese balcón».

Petrificado la oí; balbuciente le dije:

«Lo sospechaba. Si usted no me hubieraprohibido venir acá desde el primer día, quizásle habría evitado muchos disgustos».

-Es que yo...

Al argumentarme, había tropezado en unavelada y misteriosa idea, quizás en la mismaque a mí me faltaba para ver aquel asunto con

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completa claridad. Ocurrióseme entonces unargumento decisivo.

«Vamos a ver, Irene -le dije procurando to-mar un tono muy paternal-. ¿Por qué tenía us-ted tanta prisa en salir de la casa, donde nodebía temer las asechanzas de mi hermano?¿No consideraba usted, en su buen juicio, quedoña Cándida al poner esta casita y traerla austed, la traía a una ratonera? Yo lo sospeché;mas no me era posible intervenir en asunto tandelicado... ¿Por qué le faltó a usted tiempo paraabandonar aquella colocación honrada y tran-quila?».

-Allí también me perseguía.

-Pero allí precisamente tenía usted podero-sas defensas contra él, mientras que aquí...

-Porque mi tía me engañó.

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-Imposible. Doña Cándida no puede enga-ñar a nadie. Es como las actrices viejas y endecadencia que no consiguen producir ilusiónninguna en quien las ve representar. Por laatrocidad excesiva de sus embustes, esta infelizseñora se vende a sí misma, apenas empieza adesempeñar sus innobles papeles. Su loco ape-tito de dinero ha corrompido en ella hasta lossentimientos que más resisten a la corrupción.Yo creí que usted no caería en semejante lazo,tan torpemente preparado. Usted misma se halanzado al abismo... Y no se justifique ahoracon razones rebuscadas; llénese usted de valory dígame el motivo grande, capital, que ha te-nido para abandonar aquella casa. Ese motivono lo sé, pero lo sospecho. Venga esa declara-ción, o me faltará la fe en usted que me es nece-saria para salir a su defensa. Nada hay máserróneo, Irene, que la mitad de la verdad. Yo nopuedo patrocinar la causa de una persona, cuyaconciencia no se me manifiesta sino por indica-ciones incompletas y vagas. No quiero evitar

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un mal y proteger neciamente la caída en otropeor. Desde el momento en que usted llama aun abogado en su defensa, muéstrele todos loslados de su asunto; no le oculte nada; infúndalecon su franqueza el valor y la convicción que él,a causa de sus dudas, no tiene. Una personaque la ha tratado a usted de cerca me ha dicho:«no te fíes de ella, es una hipócrita». Arrán-queme usted las raicillas que estas palabras hanechado en mi pensamiento, y ya me tiene ustedpronto a servirla como jamás hombre alguno haservido a mujer desvalida.

Esto le dije; estuve elocuente, y un si es no essutil o caballeroso. A medida que hablaba,comprendí el grandísimo efecto que cada pala-bra hacía en su espíritu turbado, y antes determinar, observela desasosegada, luego afligi-da, al fin llena de temor.

Yo creía hallarme en terreno firme.

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«Reconoce usted -le dije en tono de amigo-,que antes de pedirme mi ayuda para salir de laratonera, debe declararme alguna cosa, ¿no eseso?, ¿alguna cosa que nada tiene que ver conmi hermano?... Digamos, para mayor claridad,que es como un mundo aparte».

Humildemente dolorida inclinó su cabeza, ycomo próxima a sucumbir, respondió:

«Sí, señor».

Esta afirmación respetuosa me lastimó en elalma, como si me la hendieran de arriba abajo,con formidable sacudida. Sentí un hundimientocolosal dentro de mí, algo como al caer de lavida, la total ruina mía interior. Costome traba-jo sumo sobreponerme a la aflicción... No laquería mirar, abatida delante de mí, con no séqué decaimiento de suicida y resignación deculpable. Conté y medí las palabras para decir-le:

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«Puesto que eso que necesito saber no es nipuede ser vergonzoso, no me tenga usted enascuas más tiempo».

¡Dios mío, nunca dijera yo tal cosa! La viacometida repentinamente de horrible congo-ja... Su cara fue el dolor mismo, después la ver-güenza, después el terror... Rompió a llorarcomo una Magdalena, levantose del asiento,echó a correr, huyó despavorida y desaparecióde la sala.

No supe qué hacer; quedeme perplejo yfrío... Sentí sus gemidos en la habitación cerca-na. Dudé lo que haría, y al fin corrí allá. Encon-trela arrojada con abandono en un sillón, apo-yada la cabeza sobre el frío mármol de una con-sola, llorando a mares.

«No quiero verla a usted así... no hay motivopara eso... -murmuré, conteniéndome para nollorar como ella-. Usted se juzga quizás con másrigor del que debe... Desde luego yo...».

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Con la mano derecha se cubría el rostro, ycon la izquierda hizo un movimiento para apar-tarme.

«Déjeme usted... Manso... yo no merezco...».

-¿Qué, criatura?

-Que usted me... proteja. Soy la más desgra-ciada...

Y más llanto, y más.

«Pero sea usted juiciosa... Veamos la cues-tión; examinémosla fríamente...».

Esta tontería que dije, no hizo, como es desuponer, ningún efecto. Y ella con la izquierdamano me quería alejar.

«No, no me marcharé... No faltaba más...Ahora menos que nunca».

-Yo no merezco... Me he portado tan mal...

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-Pero hija mía...

No pudiendo calmar su horroroso duelo, niarrancarle una palabra explícita, volví a la sala,donde estuve paseándome no sé cuánto tiem-po. Al dar la vuelta me veía en el espejo consemblante tétrico y los brazos cruzados, y mecausaba miedo. No sé las curvas que describí nilos pensamientos que revolví. Creo que anduvelo necesario para dar la vuelta al mundo, y quepensé cuanto puede irradiar en su giro infinitola mente humana. Los gemidos no concluían, niaquella tristísima situación parecía tener térmi-no. De pronto sonó el picaporte: alguien entra-ba. Sentí la voz de Melchora armonizada áspe-ramente con la de doña Cándida. Al fin llegabala maldita; ¡buena le esperaba!... Entró...

No sé pintar el asombro de la señora deGarcía Grande al abrir la puerta de la sala yverme. Con rápido chispazo de su vista perspi-cua debió de conocer mi enojo y la tormentaque le amenazaba. Por mi parte, nunca me pa-

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reció más odiosa su faz de emperador romano,que, con la decadencia, tocaba en la caricatura,ni me enfadaron tanto su nariz de caballete, suscejas rectilíneas, su acentuada boca, su barbaredondita y su gruesa papada a lo Vitelio que lecolgaba ya demasiadamente, y con el hablar letemblaba y parecía servirle de depósito de losembustes. Su primer pensamiento y palabrafueron:

«Pero qué... ¿se te olvidó algo?...».

No le respondí. Mi cólera me puso una mor-daza... La papada de doña Cándida temblaba ysus cejas culebrearon. Acercose a la puerta delgabinete, abriola, vio a su sobrina consternada,y mirome después. Tuvo miedo, y de tanto te-mer, no pudo decirme nada. Yo seguía paseán-dome, y el silencio y las miradas suplían conventaja entre los dos a cuanto pudiera expresarla voz... Pasado el primer momento de enojo,debió Calígula pedir fuerzas a su malicia, por-que me pareció que se envalentonaba. Después

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de gruñir, con artificio de cólera digna, sentose,y sin mirarme se permitió decir:

«Me gusta... Como si cada cual no supiera loque tiene que hacer en su casa, sin necesidad deque vengan los extraños a mangonear...».

Entre ahogarla y afrontar su descaro conventajosa actitud de ironía y desprecio, preferíesto último. Entrome una risa nerviosa, fácildesahogo de la cólera que me amargaba el co-razón y los labios, y con todo el desdén delmundo dije a mi cínife:

-XXXV-Proxenetes

-¿Qué, hombre?

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-Proxenetes. Se lo digo a usted en griego paramayor claridad.

-¡Ay!, estos señores sabios ni siquiera parainsultarnos saben hablar como la gente.

-Alguien vendrá que le hablará a usted másclaro que el agua.

-¿Quién?

-El juez de primera instancia.

Ni con risitas, ni con un gesto desdeñosopudo disimular su terror. Yo seguía paseándo-me. Siguió larga pausa, durante la cual vi queel fiero Calígula batía compases con una manosobre el brazo del sillón... Su ingenio debió deinspirarle el cómodo partido de desviar el asun-to, ingiriendo otro completamente extraño, enel cual podía hacer el papel de víctima.

«Tú siempre tan inoportuno y tan... filosófi-co. Vienes aquí cuando no se te llama, y haces

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aspavientos. Mejor te ocuparas de lo que másnos importa a todos, y no me pusieras en mallugar, como lo has hecho hoy... Sí: porque dehaber sabido lo que pasaba, de haber sabidoque Maximín se quedó sin ama, ¿cómo nohubiera volado yo a casa de Lica para buscarleal instante otra?... ¡Ay, qué apunte eres! Comosi yo no existiera... Es hasta una falta de respe-to, sí señor. Bien sabes que tengo tanto interéscomo tú, como la misma Manuela... Franca-mente, este olvido me ha llegado al alma. ¡Y tútan sabio como siempre! En vez de correr enbusca mía y contarme lo que pasaba, te fuiste alGobierno civil para buscar por ti mismo... Ya,ya sé que llevaste a la casa una familia de ca-fres... Precisamente conozco un ama que notiene precio. Véase aquí lo que se saca de inte-resarse por los demás: desaires y más desaires».

Y yo, pasea que pasearás... La oía comoquien oye llover sandeces.

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«Luego se espantan de que se nos agrie elcarácter, de que un disgusto tras otro, y porañadidura, los achaques y males nerviosospongan a una infeliz mujer en el estado moralmás triste del mundo. De aquí resultan cosasque parecen distintas de lo que son. Cada unaen su casa hace lo que le acomoda, siempredentro del límite de los deberes y de la digni-dad a que las personas de cierta clase no po-demos faltar nunca. Viene luego cualquiera queno está en antecedentes, y por lo primero queve, juzga y sentencia de plano sin enterarse.Una chica mimosa y llorona contribuye con sustonterías a embrollar la cuestión; el sabio seacalora, se pone a hacer papeles caballerescos...y si mediara una explicación, todos quedaríanen buen lugar...».

Aquel zumbido me mortificaba de un modoindecible. No me podía contener.

«Señora...».

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-¡Qué!

-¿Quiere usted hacer el favor de callarse?

-¡Qué falta de respeto! ¿Quieres tú hacer elfavor de marcharte? Estoy en mi casa... Muchoestimo a tu familia, mucho quise a tu madre,aquel ángel del cielo, aquella criatura sinigual... ¡Ah!, no os parecéis a ella, y si resucitaray se nos presentase aquí, me juzgaría comomerezco... Digo que mucho la quise, y muchovale para mí su recuerdo al hallarme delante detu descortesía; pero esta puede llegar a ser talque no pueda perdonarla... Porque esto es unainiquidad, Máximo; una cosa atroz. Lo quehaces conmigo no tiene nombre. ¡Venir a insul-tarme a mi propia casa!... sin respetar mis ca-nas... sin acordarte de aquella santa...

La papada se movía tanto que parecían agi-tarse impacientes dentro de ella todas las far-sas, todos los embustes y trampantojos almace-nados para un año. Al mismo tiempo pugnaba

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Calígula por traer a su defensa un destacamen-to de lágrimas, que al fin, tras grandes esfuer-zos, asomaron a sus ojos.

«Nunca -gimió, sonándose con estrépito pa-ra aumentar artificialmente el caudal lacrimato-rio-, nunca hubiera creído tal cosa de ti. Medebes, si no otra cosa, respeto. Y antes de for-mar malos juicios de esta desgraciada, a quienpodrías considerar como tu segunda madre,debes informarte bien, preguntarme... Yo estoypronta a responder a todo, a sacarte de dudas...¿Quieres saber por qué llora Irene? Pues no selo preguntes a ella, pregúntamelo a mí, que telo diré. Estas muchachas de hoy no son comolas de mi tiempo, tan recogidas, tan sumisas.¡Quia!, una cosa atroz... No hay vigilancia bas-tante para impedir que hagan mil coqueterías yenredos. ¿Quieres que te la pinte en dos pala-bras?... Pues es una mosquita muerta... No locreerás, sé que no lo vas a creer y que descar-garás tu furor contra mí. Pero mi deber es antes

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que todo, y el interés que me tomo por ella.Allí, en la propia casa de Lica, donde la suje-ción parecía ser tan grande como en un conven-to, la muy picarona, ¿lo creerás?, pues sí, teníaun novio. No hay como estas tontuelas paraocultar las cosas. Ni Lica ni tú, ni yo que ibaallá todos los días, sospechábamos nada... ¿Quéhabíamos de sospechar viendo aquella modes-tia, aquella conformidad mansa, aquella cosi-ta... así...? Pero estas mansas son de la piel deBarrabás para esconder sus líos. ¡Un novio!Cuando nos mudamos lo descubrí, y si quieresque te lo pruebe...».

La ira que se encendió súbitamente en míera tal, que me desconocí en aquel instante,pues en ninguna época de mi vida me habíasentido transformado como entonces en un serbrutal, tosco y de vulgares inclinaciones a lavenganza y a todo lo bajo y torpe. Cómo selevantaron en mi alma revuelta aquellos sedi-mentos, no lo sé.

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-¿Quieres que te lo pruebe? -repitió doñaCándida a la manera de las hienas, sorpren-diendo, con su feliz instinto, mi momentáneabajeza, y creyendo que la suya permanentepodría hallar en mí fugaz acogida-. ¿Quieresque te lo pruebe?... Cuando nos mudamos, enaquel desorden de los baúles, sorprendí unpaquete de cartas... no tienen firma... ¿cono-cerás tú...?

Afianzó las manos en los brazos del sillónpara levantarse. Vacilé un momento... ¡Dios!¡Descubrir el misterioso enigma, saber el fin...!¡No, por aquel medio jamás!

«Señora, no se mueva usted -grité con brío,ya repuesto en mi normal ser-. No quiero vernada».

-Tú quizás sepas... Algún moscón de los mu-chos que van a aquella casa... La pícara mulataera quien traía y llevaba las cartitas... ¿Perocómo se las componen estas criaturas para en-

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volver en tan gran misterio sus picardías...? Yoestoy aterrada, y de seguro voy a sucumbir afuerza de disgustos... Esta criatura, a quien heconsagrado mi vida... ¡Oh! Máximo, tú no com-prendes este dolor atroz este dolor de una ma-dre, porque madre soy para ella, madre solícitay siempre sacrificada... Y ya ves qué pago...

Otra vez su cinismo agotaba mi paciencia.

Yo no la miraba, porque su semblante mehería. Éranme particularmente antipáticas lapapada trémula y la despejada frente cesárica,en la cual ondulaban las arrugas de un modoraro, como se enroscan y se retuercen los gusa-nos al caer en el fuego.

«Señora, hágame usted el favor de callarse».

-Bien, lloraré sola, me lamentaré sola. ¿A tiqué te importa, caballero andante y filósofoaventurero?

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Y en aquel punto los dolorosos gemidos deIrene se oyeron de nuevo... El corazón se medividía ante aquella angustia secreta, apenasdeclarada, que venía a combinarse dentro de mícon otra angustia mayor. El dolor mío se agita-ba entre accidentes de despecho y enojo, comollama entre tizones. Me embargaba tanto, quedaba perplejidades a mi voluntad y yo no sabíaqué hacer. Pensé acudir a Irene, que parecíasufrir gravísimo paroxismo; pero no sé quérepugnancia me alejaba de ella. Doña Cándidase levantó, diciendo con agridulce voz:

-La pobrecita está tan afligida... Es que la hereñido... No me puedo contener. Es precisodarle una taza de tila.

Dejome solo. Y yo pasea que pasearás. Merodeaba una atmósfera de drama. Presentía laviolencia, lo que en el mundo artificioso delteatro se llama la situación... ¡Tilín!, ¡el timbre,la puerta!... ¡Mi hermano!...

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- XXXVI -¡Esta es la mía!

Los segundos que tardó en aparecer en la sa-la, ¡cómo se deslizaron pavorosos!... Entró, y alverme... No, jamás ha sufrido un hombre des-concierto semejante. Yo me sentí fuerte y dueñode mis facultades para operar con ellas comome conviniera... Mereciera o no la mosquitamuerta mi ardiente defensa, ¿qué me importa-ba? Yo, caballero del bien, me disponía a daruna batalla a su enemigo, que era también elmío. A la carga, pues, y luego veríamos.

La sorpresa pudo en José más que la turba-ción, y se le escapó decirme:

«¿Qué demonios buscas aquí?».

Advertí en él esfuerzos inauditos para ponerconcierto en sus ideas, disimular su cogida ycubrir el flanco de su amor propio:

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«¡Ah! -exclamó fingiéndose asombrado-.¡Qué casualidad! Los dos venimos de visita...nos encontramos... Es verdad; te dije que pen-saba venir».

Y el tunante no caía en la cuenta de que nonos hablábamos desde la disputilla, siendo portanto imposible que me hubiera avisado suvisita. Viéndose cogido en su red, cambió detáctica. Inició torpemente dos o tres temas deconversación (a punto que Melchora traía otrabutaca, por no ser suficiente una para los dos);pero desde las primeras palabras se aturullabay confundía. Dejose ver por la puerta del gabi-nete doña Cándida, tan turbada como mi her-mano, y más con la papada que con la voz nosdijo:

«Dispénsenme los Mansitos; pero estoy tanocupada... Vuelvo...».

Y desapareció como espectro que tiene pocasganas de ser evocado. Las tenía tan grandes mi

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hermano de hacerme creer que a la casa veníapor vez primera, que no quiso esperar la se-gunda aparición del espectro para decirle agritos:

«Al fin me tiene usted por aquí...».

Pero notando mi empaque severo, me mirómucho. Estábamos sentados el uno frente alotro.

«Pues sí, es bonita la casa. No la había visto.¿Habías estado tú aquí?».

-Es la primera vez.

-Muy fría la sesión de esta tarde... La discu-sión de presupuestos sumamente lánguida.Tres diputados en el salón de sesiones. Pero enlas secciones hemos tenido mar de fondo. Hayun tacto de codos que Dios tirita. Es verdade-ramente escandaloso lo que pasa, y luego con laplancha que se tiró ayer el ministro de Gracia y

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Justicia... La Comisión de melazas no ha dadoaún dictamen. Tendremos voto particular deSánchez Alcudia, que se empeña en protegerlos alfajores de su tierra...

Y yo callaba. Él debía de estar sobre ascuasviendo mi torvo silencio. Presagiaba sin dudauna escena ruda y quiso debilitarme anticipa-damente con la lisonja.

«¡Ah!, se me olvidaba -dijo tomando lamáscara de la risa, que le sentaba como al Cris-to las pistolas-. Tengo que darte las gracias. Yame contó Manuela. El pobre Maximín, si no espor ti, se nos muere hoy. Anoche no pude ir entoda la noche a casa, porque... es verdadera-mente cargante. Hasta las dos y media estuveen la comisión de melazas. Luego fui con Bojíoa cenar a casa de su padre el marqués de Te-llería. El pobre señor se agravó tanto anocheque tuvimos que quedarnos allí varios amigos...¡Cuánto sentí esta mañana, al ir a casa, lo quehabía pasado con la tunante del ama! Parece

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que es buena la que llevaste... Pero, mira, allíme encontré un familión... El padre me abordócon aire marrullero y me dijo: 'Ya sé que el se-ñor marqués va para menistro. Si quisiera daralgo a estos probecitos de Dios...'. Empezó a pe-dir. Figúrate, no quiere nada el angelito. Vecontando: el estanco del pueblo y el sello parasu hijo mayor; para el segundo la cartería, ypara sí propio la cobranza de contribuciones, lavara de alcalde, el remate de consumos y laadministración de obras pías... Yo me desterni-llaba de risa y Sainz del Bardal le prometióproponerle para una mitra».

Con fuertes carcajadas celebraba José la gra-cia del cuento... Y yo siempre callado, serio.Estaba impaciente, deshecho, porque no queríaromper el fuego hasta que estuviera delante elemperador Vitelio. Pero probablemente la tai-mada había hecho propósito de no presentarse,dejando que los Mansitos se despacharan solosa su gusto. De repente se levantó José. Le había

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entrado súbito afán de admirar las dos grandesláminas que doña Cándida había colgado en lapared de su salita.

«¿Pero has visto esto? Es un grabado verda-deramente magnífico. Naufragio del navíoINTRÉPIDO delante de las rocas de Saint-Maló.¡Qué olas! Parece que le salpican a uno a la ca-ra. ¿Y este otro? Naufragio de la Medusa, por Ge-ricault... Pero aquí todo son naufragios. En estoel reloj dio las once. Eran las cinco».

-Allá se va este reloj con los de mi casa-observó mi hermano sentándose-. Todos pare-cen de reblandecimiento de la médula catali-na... Pues señor, me gusta este modo de recibirvisitas. Si no se presenta pronto doña Cándida,me voy.

Farsas, puras farsas. Bien conocía él que enla casa pasaba algo grave. Mi inopinada pre-sencia, mi silencio sombrío le causaban miedo,por lo que pensó en ponerse en salvo.

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«¿Tú te quedas?».

-Sí, y tú también.

-Hombre, eso es mucho decir.

-Tenemos que hablar.

-¿Tienes algo que decirme?

-Algo, sí.

-Pues mira, no se conoce. Hace un cuarto dehora que estoy aquí.

-Yo quería que estuviese presente doñaCándida; pero ya que esa señora tiene vergüen-za de ponerse delante de los dos...

José palideció. Hice propósito de explanarmi interpelación con todo el comedimiento po-sible y de no hacer lógica con violencia ni ma-notadas. Mi enemigo era mi hermano. ¡Difícil ypeligroso lance!

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«Pues dímelo pronto», indicó él, festivo afuerza de contracciones de músculos.

-En dos palabras. Has estado haciendo lafarsa de que venías aquí por primera vez,cuando vienes todas las tardes y noches, desdeque vive aquí doña Cándida. Entre esta señora,a quien voy a recomendar al juez del distrito, ytú, padre de familia y representante de la na-ción, habéis armado una trampa... poco digna,quiero ser prudente en las calificaciones... unatrampa contra esa pobre joven honrada, sinpadres ni pariente alguno...

-No sigas, no sigas -dijo mi hermano, echán-doselas de espíritu fuerte-. Eres verdaderamen-te un caballero andante. ¿Eres tú padre, herma-no, esposo o siquiera novio...? Y si no lo eres,¿para qué te metes a juzgar lo que no conoces?¿Vienes en calidad de filántropo?

-Vengo en calidad de indiferente. Soy elprimero que pasa, un hombre que oye gritos de

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angustia y acude a prestar socorro a... quienquiera que sea. Hablo con el título de personahumana, el único que se necesita para entrardonde martirizan, y desempeñar las primerasdiligencias de protección mientras llegan Dios yla justicia terrestre. No tengo más que decirsobre mi derecho a intervenir aquí.

-Pero vamos a ver... es preciso poner las co-sas... -balbució José enredado en el laberinto desus confusos conceptos, sin saber por dóndesalir-. Tú no puedes hacerte cargo... Lo primeroque hay que tener en cuenta...

-Es que tu conducta ha sido impropia de uncaballero y más impropia aún de un padre defamilia. En tu misma casa trataste de pervertir ala que era maestra de tus hijos. No conseguistenada... ¿Pues qué, creías, gran tonto, que no haymás...? Pero tú necesitabas emplear ciertas per-fidias. Allá no era posible. Te confabulaste conesta desgraciada mujer, te valiste de su ferozcodicia, armasteis entre ambos el lazo... Pero ya

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ves, ni con tus visitas, ni con tus regalos, ni contus promesas, ni con tus amabilidades, que sontan empalagosas como la comisión de melazas,has conseguido tu objeto. Acosada por ti y ma-niatada por su tía, la víctima ha encontrado ensu virtud fuerzas bastantes para defenderse...

-Pero, hombre, escúchame, déjame hablar unpoco... Hay que presentar las cosas como son...Te diré... Tú te pones a filosofar, y abur... Cosaabsurda... Aguarda... oye.

-No proceden así los caballeros. Si tienes pa-siones, véncelas; si no puedes vencerlas, tramp-éalas con dignidad. En resumidas cuentas...

-En resumidas cuentas, tú no te has entera-do... Por amor de Dios, Máximo, estás hablandoahí... y no es eso, no es eso...

-Pues, ¿qué es?...

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Tal era su atontamiento, que no acertaba asalir del ovillo de conceptos en que se habíaenvuelto. Tenía la boca seca, el rostro encendi-do, y fumaba cigarrillos con nerviosa presteza.Ofreciome uno, y le dije:

-Pero, hombre, ¿ahora vienes a saber que nofumo ni he fumado en mi vida?

-Es verdad; pues vamos a ver... Yo he venidoaquí la otra tarde por casualidad, cuando salíde la comisión... Pero no es eso. Lo primero esdefinir bien... porque así, presentadas las cosascon ese aparato de moral... Aquí no hay lo quecrees... Empezaré por decirte que Irene... No esque piense mal de ella... Tú no estás enterado...Y ya se ve, cuando sin estar en autos... En cuan-to a caballerosidad, yo te aseguro que nadie meha dado lecciones todavía... Y vamos al caso...Por amor de Dios, hombre...

-Al caso, sí. Mira, José María; descubierta lapoco noble conspiración fraguada por ti y doña

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Cándida, y desarrollada con sus ideas y tu di-nero...

-Poco a poco... De que yo ampare a los des-validos, no se deduce... Ven a razones, hombre.Aquí no somos filósofos, pero sabemos razo-nar... Porque tú... Entendámonos...

-Sí, entendámonos. Descubierto el plan poconoble, no puedes salir adelante, José. Dalo porfrustrado. Haz cuenta que en una jugada debolsa perdiste el dinero que has dado a doñaCándida. Esto se acabó. No hay más quehablar. En este juego prohibido se ha presenta-do la policía, y poniendo el bastón sobre la me-sa, ha dicho: «Ténganse a la justicia». La policíasoy yo. Estoy pronto a indultar, si esto se dapor concluido. Estoy pronto a hacer un escar-miento si esto sigue.

-Dale, dale... Si no comprendes... Eres ver-daderamente testarudo... Déjame que te expli-

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que... No hay que tomar las cosas tan por loalto... ¡dale!...

-¿Sabes cuáles son mis armas? La publici-dad, el escándalo son espadas de dos filos quehieren a ti y a mi protegida. Pero no importa: esinocente. Dios cuidará de ella. Te amenazo,pues, con la publicidad, con el escándalo, yademás con el juez.

-Dale, si no es eso...

-¿Cómo que no es eso?... Veremos. Ten pre-sente lo que acabo de decir: el juez...

-¿Pero qué juez ni qué niño muerto?

-En cambio, si esto se queda así, si me pro-metes no volver a poner los pies en esta casa,habrá paz; tu mujer no sabrá nada, y puedesdedicarte tranquilamente a la vida pública.

-Hombre, te estoy oyendo -gritó mi hermanoenvalentonándose mucho y cruzándose de bra-

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zos-, y no sé qué pensar... ¡Estamos bonitos!...¿Qué significa esto? Te he oído con paciencia;pero yo no la tengo... Con que es decir que yosoy un criminal, un no sé qué, un... Tus filosof-ías me apestan... No habrá más remedio quetomarlo a risa... Y en último caso, ¿a qué se re-duce todo?... A nada, a una bobada... Tantabulla, tanta ponderación y tanta soflama poruna cosa sin maldita importancia. Estos sabiosson verdaderamente idiotas... Que se me hayaantojado decir cuatro tonterías a Irene... ¡Poramor de Dios, hombre!, que aquí en esta casa lehaya dicho también cuatro tonterías, o cinco...¡por amor de Dios!, ¿es eso motivo?... Ni sécómo te escucho...

-Quedamos en que esto se acabó -dije, gozo-so de verle batiéndose en retirada.

-Pero si no se ha empezado, si no hay nada,si todo es figuración tuya... Francamente, yo nosé cómo te aguantan tus amigos... Si te casaras,tu mujer se tiraría por el viaducto y tus hijos te

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maldecirían. Eres muy plantillero, el colmo de laimpertinencia, de la pedantería y del entrome-timiento. Vamos, que si no conociera tus bue-nas cualidades...

-Quedamos en que no volverás más aquí.

-Eres tonto... Como si yo tuviera algún in-terés en ello... Eso bien lo puedes creer, y si hayalgo aquí que me ha costado el dinero, interpré-talo con más caridad, hombre, atribúyelo acompasión de esta desgraciada familia. Dimetú, ¿los beneficios se hacen públicamente o concierto recato? Al menos yo he aprendido que lacaridad debe practicarse en silencio. Vosotroslos filósofos lo entendéis de otro modo.

-Eres un santo... Vamos, ¿a qué concluyespor pedir que te canonicen...?

-Y cuando yo me intereso por los desvalidos,cuando les ayudo a vencer las dificultades deeste mundo, hago las cosas completas, no me

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quedo a la mitad del camino. Poco me importaque después venga la calumnia a desfigurarmis acciones... Yo desprecio la calumnia. Cuan-do mi conciencia está tranquila...

No lo pude remediar: rompí a reír, viendoque el muy farsante, acalorándose más con elpapel que representaba, pretendía nada menosque darme a mí la feísima parte de calumnia-dor. Y quería sacar partido de su falsa posición,y tornándose en juez, me decía:

«Y vamos a ver, camaradita, ¿quién me ase-gura que tú, con esos aires caballerescos, y esasprotecciones y esas cosas sublimes, no vienesaquí con una intención solapada...? Me pareceque eres de los que las matan callando. Esosería bueno: que quien sólo ha tenido propósi-tos benéficos y caritativos pase por hombrecorrompido, tramposo y malo, y que el señoritofilósofo, sabio y profesor de moral sea el ver-dadero perseguidor de la honra de las donce-llas puras... Verdaderamente...».

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Se puso delante de mí, y con su bastón ibamarcando sus palabras más arriba de mi cabe-za, sin tocarme, se entiende.

«Yo te he visto caracoleando en el cuarto deIrene, haciéndola la rueda en el paseo, como unpavito real, muy hueco y filosófico; yo te hevisto relamido y sumamente pedante y travia-tesco junto a ella... Es verdad que nunca sos-peché que te pudiera querer... Eres muy antipá-tico...».

Y se fue delante del espejo a estirarse el cue-llo de la camisa y acomodarse la corbata, queandaba un poco descarriada.

«Si saldremos ahora con que un señor ca-tedrático de moral anda enamorado... ¡Poramor de Dios, hombre!... Con esa cara de cura yesa respetable fisonomía, pues no parece sinoque detrás de cada vidrio de tus gafas estánPlatón y Aristóteles... y con esa cortedad degenio... Por María Santísima, Máximo, no hagas

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el oso... Tú no sirves para eso: nunca gustarás alas mujeres».

Aun siendo tan poco autorizado quien lashacía, aquellas burlas me mortificaban.

«Yo no comprendo el interés ridículo que tetomas por la pobrecita Irene, que de seguro sereirá de ti bajo aquella capita de bondad... por-que eso sí; otra que tenga mejores modos y quesepa esconder tan bien sus picardías...».

Se paseaba por la sala haciendo molinete conel bastón.

«Mira, José -le dije-, haz el favor de marchar-te de una vez. Abandona el campo, y déjanosen paz. Si te empeñas en ser pesado, yo me em-peñaré en ser inflexible. Te he cogido en tupropio lazo; no tienes defensa contra mí.Márchate; este disgustillo se acabó, y desdemañana seremos hermanos».

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-No, no, si en mí no hay disgusto, ni despe-cho... -balbució contradiciendo sus palabras conla expresión colérica de su semblante-. ¿Creesque doy importancia a tus majaderías? No,hombre, no hago caso: mi conciencia está tran-quila... He sabido amparar a una familia des-graciada: veremos lo que haces tú ahora... Memarcharé...

-Pues de una vez...

-Te dejo en plena posesión de tu papel dedesfacedor de agravios. Trabajo te mando, ca-maradita, porque no es oro todo lo que reluce.Y no es que yo quiera agraviar a la pobre Irene.Yo me he interesado por ella, no como un sabiofilósofo, sino como un buen padre, como unhermano. Que viene doña Cándida a contarmeque ha descubierto paquetes de cartas... Bueno,¡cosas de chicas!, es natural que se enamoren decualquier pelagatos... es natural que lo disimu-len, que hagan mil tapujos y tonterías... Quedoña Cándida me dice: «Irene llora; a Irene le

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pasa algo; Irene anda en malos pasos». Bueno:la juventud, la ilusión... cosas de niñas que leennovelas. No doy importancia a tales boberías...Que yo mismo observo a cierta persona ron-dando la casa por las tardes, por las noches...¡Qué le hemos de hacer! Mientras haya coque-tas, habrá gomosos. He tenido ganas de andar agalletas con uno, mejor dicho, de aplacarle elresuello. Pero eso tú lo harás ahora, tú, el señorde la protección caballeresca. Veremos si conrociadas de moral ahuyentas al enemiguito.Échale los espejuelos encima, y saca el Cristo, oel Sócrates. O si no, otra cosa...

Se echó a reír como un condenado.

«Otra cosa. Trae al juez, hombre, trae a esejuez con que me amenazabas, y dile: 'señorjuez, aquí tiene usted a un novio de mi futura:métalo usted en la cárcel, y a mí mándeme a untonticomio...'. Eso es, eso. Aquí te quiero ver,escopeta».

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Francamente... le iba a contestar algo; peropensé que era más digno no contestarle nada.

«Y yo me marcho. Te obedezco, hermanito.Aquí te quedas. Ya me contarás y nos reire-mos».

Le vi dispuesto a marcharse. Algo me ocu-rrió entonces que decir; pero me callé para quese fuera de una vez. Salió sin decirme nada,tarareando una musiquilla, pero con la rabia enel corazón. Alegreme de este resultado, porquemi objeto estaba conseguido, y conociendo aJosé María como le conocía yo, bien podía ase-gurarse que daba por perdido el juego. Su mie-do al escándalo me garantizaba su vencimientoy abandono de sus planes. Por el momento yohabía triunfado, y lo mejor era que había con-seguido mi objeto sin gritería ni violencia. Nohabía habido drama, cosa en extremo lisonjerapara todos.

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José me conocía; debía comprender que encaso de reincidencia, yo daría el escándalo, in-tervendría la justicia, se enteraría Manuela. Eraprobable que esta pidiera la separación de bie-nes, y se marchara a Cuba... El marrullero, elhombre práctico no podía menos de detenerseante la amenaza de estos peligros verdadera-mente terribles. ¡Campaña ganada, y ganadasin batalla, por la prematura retirada del ene-migo, antes convencido que derrotado! O estoes estrategia sublime, o no sé lo que es.

-XXXVII-Anochecía

La propia doña Cándida trajo en sus vene-rables manos una luz con pantalla, y poniéndo-la sobre la mesa, me dijo con voz temerosa ycascada:

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«Ya se ha ido... ¡Jesús!, yo creí que íbamos atener función gorda... Pero ambos sois muyprudentes, y entre buenos hermanos... La pobreniña...».

-¿Qué?

-Le ha entrado fiebre; pero una fiebre inten-sa. Ya la hemos acostado. ¿Quieres pasar a ver-la?... Se ha calmado un poco; pero hace un ratodeliraba y decía mil disparates.

-Que suba Miquis.

-Le hemos dado un cocimiento de flor demalva. Creo que le conviene sudar. Anochedebió constiparse horriblemente cuando aque-lla alarma de los ladrones...

-Que suba Miquis...

-Creo que no será preciso. Siéntate. Pareceque estás así como perplejo. Delirando hace unrato, Irene te nombraba.

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-Pero que suba Miquis...

-Le llamaremos si es preciso... ¿Quieres en-trar a verla? Parece que duerme ahora. Mañanale diré que pasaste a verla y se alegrará mucho.¡Qué sería de nosotras sin ti!

Tanta melosidad me ponía en ascuas. Pasé algabinete, que se comunicaba con la alcoba porun gran hueco entre columnas de hierro pinta-das de blanco y oro, manera arquitectónica queestá muy en boga en las construcciones nuevas.En aquella entrada me detuve. La alcoba estabacasi a oscuras, pero pude ver el cuerpo de Irenemodelado en esbozo por las ropas blancas dellecho. Era como una escultura cuya cabeza es-tuviese concluida y el tronco solamente desbas-tado. La veía de espaldas; se había vuelto haciala pared, y de sus brazos no asomaba nada. Surespiración era fatigosa y febril, acompañadade un cuchicheo que más parecía rezo que deli-rio. Me hacía pensar en el rumorcillo de unafuente de poca agua que mana entre yerbas y

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rompe melancólicamente el silencio del bosque.Puse atención para entender alguna sílaba; pero¡cosa extraña!, siempre que yo sutilizaba miatención y mi oído, ella callaba... Volvía; eraimposible entender nada de aquella música delespíritu.

«La pobrecita tiene una gran pena -me dijodoña Cándida al oído-. El motivo, ve a saber-lo...».

-Ya... ¿le parece a usted poco...?

-No, no es sólo por la cuestión de tu herma-no... ¡Qué delirio el suyo!... Nada menos que depuñales, de venenos y de revólveres hablaba,como herramientas para quitarse la vida.

Acerqueme un poco paso a paso; la curiosi-dad me empujaba, la delicadeza me detenía...Al fin la vi de cerca. Tenía el rostro encendido,la boca entreabierta, el cabello suelto, encres-pado, anilloso y formando un gran nimbo ne-

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gro, partido en dos, alrededor de la cabeza. Decerca, el cuchicheo era tan ininteligible como delejos; diálogo misterioso entre el alma y el sue-ño.

Me retiré alarmado, y en la sala puse cuatroletras a Miquis sobre una tarjeta, rogándole quesubiera. Hecho esto, pensé en irme a comer ami casa, con propósito de volver más tarde.Adivinó mi pensamiento Calígula, y muy obse-quiosa y acaramelada me dijo:

«Si quieres, puedes quedarte a comer con-migo. No te daré las cosas ricas que hay en tucasa...».

-Gracias.

-Mal agradecido... La culpa la tiene quien tequiere y te obsequia. Bien sabes que para mí nohay mayor gusto que verte en mi casa.

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Tanta finura me alarmó. No contaba conella.

«Pero siéntate... ¿Qué prisa tienes?... Nopuedes figurarte cuánto me alegro de que tudichoso hermano haya desfilado... Ahora tepuedo hablar con franqueza, Máximo. ¡Ay!, nostenía acosadas... una cosa atroz».

La miré para recrearme en su cinismo y vercon qué rasgos y matices se traduce en el rostrohumano aquel excepcional modo del espíritu.

«Porque hazte cargo... empeñado en que esapobre criatura le ha de querer... como si el que-rer fuera cosa de aquí me llego... Pero tú nopuedes figurarte qué arrumacos, qué agonías,qué frenesí el suyo... Se pasaba las horasmirándola como un bobo, y echándole unasflores tan cursis... Luego venían los regalos;todas las tardes traía una cosa nueva, joyita,caprichillo, baratija. Y a cada rato... ¡tilín!, undependiente de tal tienda con dos vestidos...

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¡tilín!, un mozo con sombreros... Esto parecía lacasa de San Antonio Abad, el de las tentacio-nes. La pobre Irene, firme y heroica, ha sufridomucho, y yo también porque... ya puedes su-poner mi dificilísima situación. Yo no podíacoger a José María por un brazo y ponerlo en lacalle. Le debo favores... es como de la familia.Te digo que hemos pasado la pena negra. Ireni-lla le ponía cara de hereje; últimamente hasta leinsultaba. No sabes; tiene un genio de lo másatroz... En cuanto a los regalos, allí están todostirados. Algunos se han roto. Por cierto que porempeño de José María... es tan pesado... se hantraído algunas cosas, que vendrán a cobrar,y...».

La miraba, la observaba con verdadero pla-cer, cosa que parecerá imposible, pero que esverdad. Era yo como el naturalista que de im-proviso se encuentra, entre las hojarascas quepisa, con un desconocido tipo o especie de rep-til, con feísimo coleóptero o baboso y repug-

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nante molusco. Poco afectado por la mala trazadel hallazgo, no piensa más que en lo extrañodel animalejo, se regocija viendo las ondulacio-nes que hace en el fango, o las materias fétidasque suelta o los agudos rejos con que amenaza,y no sólo se complace en esto, sino en conside-rar la sorpresa de los demás sabios cuando élles muestre su descubrimiento. Así observabayo a doña Cándida, con interés de psicólogo, yantes de horrorizarme de sus ondulaciones,rejos, antenas, babas, elictros, zancas, me asom-braba del infinito poder, de la inagotable fe-cundidad de la Naturaleza. No sé si en estacrisis de admiración moví la mano con algo deinstinto protector hacia mis bolsillos, porque lacélebre papada se estremeció mucho, anun-ciando una fuerte emisión de risa. La señora,con buenísimo humor, me dijo:

«Hombre, no seas tonto... Pues qué, ¿creíasque te iba a pedir dinero?... ¡Ay qué gracioso!...No, tranquilízate. Que te vuelva el alma al

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cuerpo. No estamos ahora en ese caso. Es ver-dad que José María me debe un piquillo...».

Al oír que mi hermano le debía un piquillo...vamos, no rompí a reír con gana porque miespíritu se hallaba en el estado más congojosodel mundo. Pero me hizo tanta gracia, que mereí un poco. Era motivo para alegrar un cemen-terio o para hacer bailar a un carro fúnebre.

«Pues es preciso que le pague a usted... nofaltaba más».

-Hombre, no; no quiero cuestiones. Ya sabesque tratándose de los de la familia... Estoy acos-tumbrada a sacrificarme... No hablemos de eso.Además, no me hace falta por ahora. Sólo en elcaso de que esa siguiera enferma...

-Creo que esto pasará pronto -dije en voz al-ta; y para mis adentros:- Ya te siento zumbar,cínife.

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-¿Estará buena mañana? ¡Dios lo quiera!¡Pobre niña! Cuando pasaban dos, tres días yno venías a vernos, la observaba yo tan triste...Eso sí, en poniéndose a hablar de Máximo noacaba. Y a cualquiera se la doy yo. Un hombrecomo tú, una celebridad... y luego con tus cua-lidades eminentes. Eres el número uno de loshombres...

-¡Oh! Gracias... Que me sonrojo...

-Te digo la verdad. Cuando Irene sepa el in-terés que te has tomado por ella, se va a volverloca, loca en toda la extensión de la palabra.

-En toda la extensión de la palabra nada me-nos... Será una cosa atroz...

-A buen seguro que si hubieras sido tú el delos obsequios...

¡Oh!, no podía oír más. Le corté la palabra.Una de dos: o ella se callaba o yo le pegaba. Fue

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preciso conseguir lo primero, y para esto elmejor medio era alejarme de la esfera de acciónde su papada y salir al aire libre. ¡Terrible cosael desear salir y el desear y necesitar volver!Irene me atraía, Calígula me alejaba. En un solopunto estaban mi interés vivo y mi repugnanciamás honda, mi Cielo y mi Purgatorio... Salípensando en diversas cosas, todas a cuál mástristes; pasadas, presentes y futuras. Nuncahabía sentido en mi cabeza obstrucción seme-jante. Parecíame, usando un símil materialista,que las ideas no cabían en ella, y que se mesalían por los ojos y los oídos. En este laberintodominaba una evidencia muy desconsoladora,en la cual la verdad era luz que alumbraba miespíritu y llama que me freía los sesos. Porprimera vez en mi vida bendije la ilusión, in-digna comedia del alma, que nos hace dichosos,y dije: «¡Bienaventurados los que padecen en-gaño de los sentidos o ceguera del entendi-miento, porque ellos viven consolados!...».Aquella evidencia había venido en su momento

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histórico fatal, cual modificación de anterioresestados de espíritu; yo la veía proceder de missuspicacias, como viene la espiga del tallo y eltallo de la simiente. Del mismo modo el árbolde la duda suele dar la flor de la certeza. ¡Flornegra, amargo fruto, destinado al maldecidopaladar del hombre de estudio! Otra vez hayque decir que sea mil veces bienaventurado elrústico que crece como una caña y vive me-ciéndose en el seno blando de la mentira... In-daguemos. Naturaleza pródiga ha puesto difi-cultades y peligros en la averiguación de susleyes, y de mil modos da a conocer que no legusta ser investigada por el hombre. Parece quedesea la ignorancia, y con ella la felicidad desus hijos. Pero estos, es decir, los hombres seempeñan en saber más de la cuenta; han inven-tado el progreso, la filosofía, la experimenta-ción, el arte y otros instrumentos malignos, conlos cuales se han puesto a roturar el mundo, yde lo que era un cómodo Limbo, han hecho unInfierno de inquietudes y disputas... Por eso...

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Iba yo muy engolfado en estas impuras filo-sofías pesimistas, impropias de mí, lo confieso,cuando tropecé... Fue como un choque violentí-simo con duro y pesado objeto, choque pura-mente moral, pues no tuve contusión, ni micuerpo llegó a tocar a aquel otro, que era el deun hombre más joven que yo, más alto que yo,de partes, calidades y preeminencias físicassuperiores de todo en todo a las mías. Quede-me parado ante él y él ante mí, sin hablarnos,ambos algo cohibidos. La conmoción del cho-que había sido en él tan grande como en mí... Yde pronto subió a mis labios, del corazón, no séqué hiel más amarga que la amargura, y la es-cupí en estas palabras:

«¡Manuel...!, ¿a dónde vas por aquí?».

Le traspasé con miradas, me sentí dotado deuna lucidez sobrehumana, comprendí todo loque se dice de los taumaturgos y de los seresprivilegiados, a quienes un conjunto de hechosy circunstancias da el privilegio de la adivina-

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ción. Leí a mi hombre de una ojeada, le leí co-mo si fuera un cartel de los que estaban pega-dos en la próxima esquina.

Y él, vacilando como todo el que no estádiestro en mentir, me contestó:

«Pues... precisamente... iba a casa de Miquis,a consultarle».

-¿Estás enfermo?

-La garganta... siempre la garganta.

-¿Con que la garganta...?

Le agarré un brazo con mi mano, que se mefiguraba tenaza, y le dije:

-¡Farsa!, tú no ibas a consultar con Miquis.Esta no es hora de consulta.

-Pero como es amigo...

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-¡Manuel, Manuel!...

Le atravesé de parte a parte otra vez con mismiradas. Después me ha contado que se quedóyerto. Ocurriome decirle una cosa que le des-concertó sobremanera, y fue esto:

«Bien, yo también soy amigo de Miquis;iremos juntos, te esperaré, y después que con-sultes, saldremos, porque tengo que hablarte».

-No... pero... bueno... en fin, si usted quiere...¿Tanta prisa tiene?... vamos; no, no...

-XXXVIII-¡Ah!, traidor, embustero!

¡Tú eres, tú, pollo maldito, orador gomoso,niño bonito de todos los demonios; tú eres, tú,el ladrón de mi esperanza; tú, el que pérfida-mente me ha tomado la delantera; tú, el que

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está ya de vuelta cuando yo apenas empiezo aandar! Lo sospechaba; pero no lo creía: ahora locreo, lo siento, lo veo, y aún me parece que lodudo. ¡Has tronchado mi dicha, has cerrado micamino, mozalbete infame, y quiero ahogarte,sí, te ahogo...!

Esto que parece natural, en el estado de miánimo, y que encajaba a maravilla en mi deso-lada situación, debí decirlo sin duda, aco-modándome a las conveniencias y tradicionesdramáticas del caso; pero no, no lo dije. Al verque con su aturdimiento confirmaba Manuelsus mentiras, le traté con el mayor despreciodel mundo, diciéndole:

-No quiero molestarte. Ve solo...

Y seguí mi camino. A los pocos pasos lesentí venir detrás de mí, y oí su voz:

-Maestro, maestro...

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-¿Qué quieres?

Esto pasaba en medio de la calle de Hortale-za, allí donde empalma con ella la del Barqui-llo, y por poco nos coge a los dos el tranvía quebajaba.

-¿Qué quieres? -repetí cuando pasó el peli-gro.

-Me voy con usted... Tengo que decirle...

Tomome el brazo con su amable confianzade otros días. Yo no pude menos de exclamar:

-¡Hipócrita!...

-¿Por qué?... -me respondió con frescura-.Hablaremos... Yo sé dónde ha estado usted hoydos veces; primero por la mañana, despuéstoda la tarde.

¡Darle a conocer mi despecho, mi confusión,el estado tristísimo en que me había puesto la

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evidencia adquirida recientemente...!, imposi-ble. Era preciso afectar dos cosas: conocimientocompleto del asunto, y poco interés en él. ComoCatón, cuando se desgarraba el vientre con lasuñas, padecí horriblemente al decirle:

«Eres un calavera, un libertino; mereces...».

-Maestro, ha llegado la hora de la franqueza-manifestó él con desenvoltura-. ¿Por quién hasabido usted esto?

Y con afectada serenidad ¡Dios sabe lo queme costó afectarla!, le respondí:

«Necio; ¿por quién lo había de saber? Porella misma».

-¡Ah!, ya... Habíamos convenido en revelar austed nuestro secreto. Disputábamos sobrequién lo haría. Ella: «díselo tú». Yo: «tú debesdecírselo».

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Este tuteo, esta discusión en la intimidadamorosa me envenenaba la sangre. Tragué mu-cha saliva para poder replicar:

-Ella ha tenido conmigo una confianza no-bilísima, y me ha declarado lo que yo sospe-chaba ya.

-Lo sospechaba usted... Es posible. Sin em-bargo, maestro, habíamos tomado toda clase deprecauciones para que nadie descubriera nues-tro secreto. Así es más sabroso...

«¡Mala cabeza!...».

Tuve que hacer poderoso esfuerzo para nollenarle de vituperios... Ardiente curiosidad sedespertó en mí, y en vez de injurias, dirigile nosé cuántas interrogaciones... ¡Qué fúnebres yterribles fuisteis apareciendo ante mí, noticias,antecedentes y detalles de aquel hecho! Contemor os sospeché, con espanto os vi confirma-dos. Os oí en boca del traidor, como versículos

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del Dies iræ, y a medida que ibais formando elcatafalco de mi juicio completo, mi alma secubría de luto. Tú, idea de cómo principióaquella novela de amor; tú, noticia de lo quehicieron los muy pícaros para guardarla enprofundo misterio; y tú, en fin, imagen de laviva pasión de ella, os presentasteis a mi espíri-tu como calaveras peladas y pavorosas, ya es-pantándome con el mirar profundo de vuestroshuecos álveos, ya erizándome el cabello convuestro reír seco y roce de mandíbulas... Enestas cosas llegábamos a mi casa, entrábamos,subíamos. ¡Muerte y materialismo! CuandoManuel me dijo: «Está loca por mí», yo apretétan fuertemente el pasamanos de hierro, queme pareció sentirlo ceder, como blanda cera,entre mis dedos.

Y en mi cuarto miré a mi discípulo, que sehabía sentado en mi sillón, como esperandoque yo le hiciera más preguntas. Le vi como elmás odioso, como el más antipático, como el

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más aborrecible de los seres. ¡Arrojarle de micasa...! No; esto me habría vendido, y yo queríaconservar mi máscara de invulnerabilidad...Pero sí, le arrojaría con buenos modos.

«Manuel -le dije-. Esta noche tengo muchoque hacer... Un maldito prólogo para esa tra-ducción de Spencer... Tendré que velar... Tesuplico que no me distraigas, porque si empe-zamos a charlar, se nos iría la noche tontamen-te».

-¿Va usted a trabajar después de comer?

-Es preciso.

-¿No sale usted?

-No...

-Pues le dejaré a usted solo... Para concluir,amigo Manso, con lo que veníamos diciendo...esto traerá cola, quiero decir que esto no es un

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pasajero accidente en mi vida; esto no es unaaventura; esto es serio, profundamente serio.

-De modo que también tú... -le pregunté sin-tiendo cierto alivio.

Se sujetó la cabeza con ambas manos, apo-yando los codos en la mesa, y miró un libroabierto que por casualidad estaba allí.

«También yo -murmuró-, estoy loco porella».

Dio un gran suspiro. La luz iluminaba am-pliamente su rostro, un tanto pálido y excesi-vamente abatido.

«Es preciso declararlo todo, querido maes-tro. Voy a necesitar de sus consejos, de su útilamistad. Esto, que al principio tomé por pasa-tiempo, ha venido rodando, rodando, a ser lacosa más grave del mundo... Tengo la concien-cia alborotada, y la imaginación hecha un

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volcán... Tengo que hablar de esto con mi ma-dre...».

-Harás bien.

Como de costumbre, el gato saltó a sus rodi-llas. Cuando se trata de decir una cosa difícil,de esas que se resisten a venir a los labios, nadaes tan socorrido, nada ayuda tanto al premiosoalumbramiento como la operación maquinal deacariciar un gato. Manuel le daba pases y máspases en el lomo, y el buen animalito, con elrabo tieso y los nervios excitados, se subía porel brazo izquierdo de mi discípulo hasta rozarlecon su cuerpo la cara... Y yo, deseando disimu-lar a todo trance mi profundo interés en aquelnegocio, sentía que el gato no hubiese venido ajugar conmigo, porque también (creédmelo apie juntillas) la mejor ayuda para ocultar la agi-tación de nuestro ánimo es el mecánico entrete-nimiento de hacer fiestas a un gato.

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«Vea usted... maestro... Parece mentira cómose van eslabonando las cosas; cómo paso a pa-so, de tontería en tontería, se llega a lo que pa-recía más lejano, más imposible...».

No sabiendo qué hacer, me puse a hojear unlibro, y después a revolver papeles, haciendocomo que buscaba un objeto perdido; y dabamanotadas sobre la mesa...

«Si me hallo más comprometido de lo queparece, maestro, la culpa la tiene su hermanode usted. Por algo me fue este señor tan antipá-tico desde que usted me presentó en su casa...».

-También tú tienes unas cosas... -gruñí, poraquello de que estar completamente mudo noera propio de un buen disimular.

Cogí un papel, y como si este fuera lo quebuscaba, me puse a leerlo con fingida atención.Era el prospecto de una zapatería, que no sécómo había ido allí.

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«¡Su hermano de usted!... ¡qué punto! Entreél y la García Grande, Doña Cosa Atroz... ¿Us-ted sabe la que tenían armada los dos contra mipobre...?».

-Hombre, sí -dije con murmurio, que másdebía parecer gemido-. Lo sé... pero no se pue-de juzgar así de las intenciones.

-¿Cómo que no?... A poco más la sitian porhambre... La suerte que yo... Hace tres nochessalí de mi casa decidido a armar el escándaloH... Estaba fuera de mí, querido Manso; desea-ba hacer cualquier barbaridad...

-¡Drama, violencia!... la pasión juvenil...

Estas palabras sueltas y sin sentido salían demí como burbujas de un líquido que hierve. Misemblante debía de parecer una mascarilla deyeso; pero yo me ponía delante el papeluchopara que Manuel no me viera, y por delante demis ojos pasaban, cual bufones cojos, unos ren-

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gloncillos diciendo: «botinas de chagrin, paraseñora, 54 reales», o cosa por el estilo.

«Aquella noche llevé un revólver... Yo habíacomprado a Melchora, la criada. Me metí en lacasa... Me escondí... Si llega a presentarse suhermano de usted... le mato...».

Volví a mirar a Manuel, en cuyo rostro vi ladecisión juvenil, el brío del amor, y cuanto depoético y romancesco puede encerrar el espíritudel hombre. Pareciome un caballero caldero-niano con su espada, chambergo y ropilla; y yoa su lado... ¡Oh!, genios de la ilusión, apartad lavista de mí, la figura más triste y desabrida delmundo.

«Pero mi hermano no fue...».

-Le esperamos. Todos dormían. La noche es-taba hermosísima. Callandito salimos al balcón.¡Qué noche, qué cielo estrellado!, ¡qué silencioen las alturas!... y luego las sombras entrecorta-

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das de las calles, y el roncar de Madrid, soño-liento, enroscándose en su suelo salpicado deluces de gas... Maestro, hay momentos en lavida que...

Di una vuelta sobre mí mismo, como veletaabofeteada por el viento... Inclineme para reco-ger un papel que no se había caído...

«Hay momentos, maestro... Parece mentiraque toda la esencia de la vida, Dios, la inmorta-lidad, la belleza, el mundo moral todo entero, laidea pura, la forma acabada quepan en un solovaso y se puedan gustar de un sorbo...».

Se me presentaba ocasión de decir algohumorístico que aliviara mi espíritu. Así lohice, y de mi amargura brotó esta chanza:

«Metafísico estás... y poeta de redomilla...».

Debí de reírme como los que suben al patí-bulo. Y haciendo como que me picaba horri-

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blemente el cuello, me volví y me hice un ovillopara aplacar con el roce de mis dedos la co-mezón. Creo que me hice sangre, mientras Ma-nuel decía:

«A la mañana siguiente volví...».

-¿Con revólver?...

-Se me olvidó llevarlo... La pasión me tras-tornaba el juicio. Ni peligros, ni obstáculos veíayo...

Como una máquina de hablar, como el fríometal del teléfono que habla lo que le apunta laelectricidad, así dije yo: «Romeo y Julieta», sinsaber de dónde me habían venido aquellas pa-labras, porque mi cerebro se había quedadovacío.

«Estuve hasta la madrugada; todos dormían.Al escaparme, ya cuando aclaraba el día, hice

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un poco de ruido, y salió doña Cándida gritan-do: '¡ladrones!'».

Esto lo oí desde mi alcoba, adonde fui a bus-car refugio, huyendo de un vengativo impulsoque brotó en mí... Casi rompo a gritar y decla-ro... ¡Mengua insigne para mí vender un secretoque debe bajar al sepulcro conmigo! Sudé gotasenormes, frías y pesadas como las del MonteOlivete y en la oscuridad de mi alcoba, dondeseguí haciendo el papel de que buscaba algo,me apabullé con mis propias manos, y grité ensilencio de agonía: «¡aniquílate, alma, antes quedescubrirte!». Creo que di dos o tres vueltas enla oscura habitación, y transcurrió un espaciode tiempo en el cual no sé a punto fijo lo quehice, porque positivamente perdí la razón y elconocimiento de mí mismo. Recuerdo tan sólovocablos sueltos, ideas incompletas que meescarbaban la mente, y es probable que dijera:«ladrones... doña Cándida no encontrar fósfo-ros...» o bien otros disparates por el estilo.

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Cuando recobré mi juicio, aparecí en el des-pacho, miré a Manuel... Petra, mi ama de llaves,entraba en aquel momento...

«Travesuras de gravísimas consecuencias-dije con voz campanuda-. Petra, la comida».

Manuel miró su reloj y yo miré el mío.

«Yo tengo las ocho y veinte... voy adelanta-do».

-Yo las ocho y siete... voy atrasado. ¿Quierescomer?

-Gracias. ¿Y qué me aconseja usted?

-La cosa es grave... Hay que pensarlo...

Sentí que me serenaba un tanto. Declaromeél entonces algo que no sé si me fue agradable openoso en tan crítico momento. Mis ideas esta-ban trastrocadas, mis sentimientos barajados endesorden; unas y otros aparecían fuera de

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tiempo. Anarquía loca reinaba en mi espíritu, ymi razón, hecha un ovillo, se escondía dondenadie podía encontrarla. Alegreme de ver queManuel tenía prisa; prometile que hablaríamosdel mismo asunto otro día, y se fue...

-XXXIX-Quedeme solo delante de mi sopa

Y vi desfilar en ordenado tropel, por delantede mí, los garbanzos redondos con su nariz depico, y después una olorosa carne estofada, aquien siguieron pasa de Málaga, bollo de no sédónde y mostillo de no sé qué parte. No puedo,al llegar aquí, ocultar un hecho que me parecióentonces, y aun hoy me lo parece, rarísimo,fenomenal y extraordinario. Bien quisiera yo, alcontar que comí, aparecer conforme con lo quees uso y costumbre en estos casos, es decir, pin-tarme desganado y con más ánimos para vomi-

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tar el corazón que para comerme un garbanzo;pero mi amor a la verdad me impone el deberde manifestar que tuve apetito y que comí co-mo todos los días. Fuese porque almorcé poco opor otra causa, lo cierto es que hice honor a losplatos. Bien se me alcanza que esto resulta encontradicción con lo que afirman los autoresmás graves que han hablado de cosas de amor,y aun los fisiólogos que han estudiado el para-lelismo de las funciones corporales con losfenómenos afectivos; pero sea lo que quiera,como pasó lo cuento, y saque cada cual las con-secuencias que guste. Lo único que revelaba mitrastorno era la distracción con que comí, yaquello de no saber lo que entraba por mi boca.De donde deduzco que hay mucho que hablarsobre la parte que toma el espíritu en la diges-tión. Punto y aparte.

En mi despacho pasé luego horas tristísimasy pesadas. Ni podía hallar consuelo en la lectu-ra, ni ningún autor por grande que fuera, lo-

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graba cautivar mi alma, apartándola de la con-templación de su desdicha. A ella se apegabacon ardiente fervor, como el fanático al dogmaque idolatra. Y no había medio de separarla. Sicon esfuerzos de imaginación se lograba entre-tenerla un poco, llevándola engañada a otrasesferas, ella se escapaba bonitamente y por mis-teriosos caminos se volvía a su objeto... Yaavanzaba la noche, y cuando parecía que lasenergías mismas del dolor se cansaban, entro-me aplanamiento de nervios y marasmo men-tal. Todo era entonces sensaciones fúnebres,ideas de próxima muerte... A la madrugada,excitado mi cerebro con la falta de sueño, estasideas de muerte llegaron a ser en mí verdaderamanía con su convicción correspondiente. An-tojóseme que iba a amanecer muerto, y me en-tretenía en considerar la sorpresa que recibiríanmis amigos al saber la triste nueva y el dueloque harían las personas que verdaderamenteme estimaban. ¡Y yo, tranquilo, observandoeste duelo y aquella sorpresa desde el ámbito

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misterioso de la muerte! Figurábame estar ab-solutamente ausente de todo lo conocido hastaahora, pero continuando conocedor de mímismo en una esfera, región o espacio comple-tamente privado de las propiedades generalesde la física. ¡Meditación morbosa, fiebre delvacío, yo no sabía lo que era aquello...! Despuéspensaba en las frases que emplearían los perió-dicos para dar cuenta de mi inopinado falleci-miento. Entre otras cosas, y después de echar-me ese incienso ordinario, corriente, de fórmu-la, y que parece traído de la tienda, como elespliego que usa el vulgo, dirían poco más omenos: «Este triste suceso sorprendió tanto mása los amigos del Sr. Manso, cuanto que este sehabía dedicado el día anterior a sus habitualesocupaciones en perfecto estado de salud, sehabía retirado a su casa a la hora de costumbre,había comido con apetito...».

Nada, nada; el apetito que por desgracia tu-ve desentonaba el lúgubre cuadro que mi fan-

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tasía trazaba en aquella hora de la madrugada,propicia al delirio y a la fiebre. Sobre mi mesase encontrarían algunas cuartillas del prólogo aSpencer que había empezado a escribir... Mispanegiristas llamarían a aquel incompleto escri-to el canto del cisne... Cuando pensaba en esto,cuando pensaba también que se celebraría enmi honor una velada literaria con versos y dis-cursos, me entraban vivas ganas de no morir-me, o de resucitar, si es que ya muerto estaba,para que no exhibieran y dieran lustre a costamía Sainz del Bardal y los demás poetillas, ora-dorzuelos y muñidores de veladas... Nada, na-da, ¡a vivir!

Con estas cosas me dormí profundamente.¡Bendito sueño, y cómo reparó mis fuerzas físi-cas y morales, y cómo templó todo lo que en míestaba destemplado, y qué equilibrios restable-ció, y qué frescura y aplomo concedió a mi sertodo! Levanteme algo tarde, pero sintiendo enmi cabeza despejo, lucidez, y mucha energía

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moral. Usando una figura de género místico ymuy bella, aunque algo gastada por el uso detantas manos de poetas y teólogos, diré quealgún ángel había descendido a mí y consolá-dome durante mi sueño. Y, no obstante, yo norecordaba haber soñado nada... Si acaso, si aca-so, tuve ligerísima sensación de que se celebra-ban veladas en honor mío.

La energía moral, cierta robustez hercúleaque advertí en mi conciencia, dábanme fuerzasfísicas, agilidad, actividad... Fui a clase: teníadeseos de explicar, y subí a mi cátedra con se-creta confianza en que lo haría bastante bien.Ideas mil, vigorosas y claras, acudían a mi men-te, como disputándose la primacía de la exte-riorización. Bien, bien. Quisiera conservar loque expliqué aquel día. Me sentía fecundo ycon una facilidad de expresión que me causabaasombro.

«El hombre es un microcosmos. Su naturale-za contiene en admirable compendio todo el

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organismo del universo en sus variados órde-nes...

»Y no sólo en el desarrollo total de la vidademuestra el hombre ser como una reducción oesbozo del universo sino que a veces se ve pal-pablemente esto en un acto solo, en uno de esosactos que ocurren diariamente y que por suaparente insignificancia apenas merecen aten-ción...

»Existe perfecta unión entre la sociedad y lafilosofía. El filósofo actúa constantemente en lasociedad, y la metafísica es el aire moral querespiran los espíritus sin conocerlo, como lospulmones respiran el atmosférico.

»A veces el hecho aislado, corriente, ofrece,bien analizado, un reflejo de la síntesis univer-sal, como cualquier espejillo retrata toda lagrandeza del cielo.

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»El filósofo actúa en la sociedad de un modomisterioso. Es el maquinista interior y recatadode este gran escenario. Su misión es el trabajoconstante en la investigación de la verdad.

»El filósofo descubre la verdad; pero no go-za de ella. El Cristo es la imagen augusta yeterna de la filosofía, que sufre persecución ymuere, aunque sólo por tres días, para resucitarluego y seguir consagrada al gobierno delmundo.

»El hombre de pensamiento descubre laVerdad; pero quien goza de ella y utiliza suscelestiales dones es el hombre de acción, elhombre de mundo, que vive en las particulari-dades, en las contingencias y en el ajetreo de loshechos comunes.

»Considerada en su conjunto y unidad, la fi-losofía es el triunfo lento o rápido de la razónsobre el mal y la ignorancia.

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»Al fin, lo que debe ser es. La razón de lascosas triunfa de todo.

»Desde su oscuro retiro, el sacerdote de larazón, privado de los encantos de la vida y dela juventud, lo gobierna todo con fuerza secre-ta. Él sabe ceder al hombre de mundo, al frívo-lo, al perezoso de espíritu las riquezas superfi-ciales y transitorias, y se queda en posesión delo eterno y profundo. Se halla colocado entredos esferas igualmente grandes: el mundo exte-rior y su conciencia.

»La conciencia es creadora, atemperante yreparadora. Si se la compara a un árbol, debedecirse que da flores preciosísimas, cuya fra-gancia trasciende a todo lo exterior. Sus frutosno son la desabrida poma del egoísmo, sino unrico manjar que se reparte a todo el que tienehambre.

»Estas flores y frutos suplen en la sociedadla falta de un principio de organización. Porque

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la sociedad actual sufre el mal del individua-lismo. No hay síntesis. La total ruina vendrápronto si no existiese el principio reconstructi-vo y vigilante de la conciencia...».

Y tanto hablé que concluí por sufrir ligeroaturdimiento. Observé que algunos chicos bos-tezaban; pero otros me oían con gran atención.Algunos de estos pedantuelos que todo lo quie-ren saber en un día y que son harto pegajosos ymarean al profesor con preguntillas, me dijeronal salir que no habían entendido bien; a lo querespondí, entre bromas y veras, que ya lo iríanentendiendo a fuerza de cardenales, si eranescogidos, y si no, que muy bien se podían pa-sar sin entenderlo. Llamaba yo escogidos a losque tienen la piel delicada para apreciar bienlos palmetazos, pellizcos y carrilladas que da elgrande y próvido maestro de escuela, pues alos señores que tienen sus almas forradas concuero semejante al del rinoceronte, ni con dis-ciplinas les entra una sola letra.

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-XL-Mentira, mentira.

Dígolo porque ahora trae mi narración cosastan estupendas, que no las va a creer nadie. Yno porque en ellas entre ni un adarme de in-grediente maravilloso, ni tenga el artificio másparte que la necesaria para presentar agradabley bien ataviada la verdad, sino porque esta,haciéndose tan juguetona como la loca de lacasa, dispuso una serie de acontecimientos apa-rentemente contrarios a las propias leyes deella, de la misma verdad, con lo que padecínuevas confusiones. Empezó la fiesta por aque-llo de tener apetito fuera de sazón, contravi-niendo todo lo que ordenan la idealidad, lafinura en cosas de comer y hasta el buen gusto;después vino lo de volverme yo elocuente enmi cátedra; luego pasó una cosa muy rara: Do-ña Javiera se me presentó en mi casa a decirmeque había roto toda clase de relaciones con

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aquel marido provisional y temporero que lla-maban Ponce. Era, según ella decía, hombreordinario, gastador, vicioso. Tiempo hacía quela señora estaba harta de él, y al fin todo acabó.Arrepentidísima de aquella larga distracción demal género, la señora pensaba hacerla olvidarcon una vida arregladísima, de intachables apa-riencias. El porvenir de su hijo, que entraba enel mundo rodeado de esperanzas, lo exigía así.Ya la carnicería había sido traspasada, y tal esla fuerza reparatriz del olvido, que aun la mis-ma doña Javiera no se acordaba de haber pesa-do chuletas en su vida. El mundo y las relacio-nes hacían lo mismo. No hay cosa que tan pron-to entre en la historia como un pasado mercan-til que al huir ha dejado dinero. Yo observé enmi amiga visibles esfuerzos por plegar la boca,hablar bajito, escoger vocablos finos y evitar undejo demasiado popular. Su vestido respondíabien a este plan de regeneración, que había em-pezado por tormento de lengua y gimnasia delaringe. Todo ello me parecía muy bien. La se-

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ñora, sumamente expansiva conmigo, me dijoque parte de su capital había sido empleado encomprar una casa, hermosa finca, allá por losholgados barrios próximos al Retiro. Se reser-vaba el principal y las cocheras, y alquilaría lodemás. Yo le daría un disgusto si no aceptabaun tercerito muy mono que me destinaba, y queme alquilaría en el mismo precio del de la calledel Espíritu Santo.

«Gracias, muchas gracias... no sé cómo pa-gar...».

La señora tenía algo más que decirme. Aque-llos días, encontrándose muy sola, se había en-tretenido en hacer pantallas de plumas, cosabonita y vistosa, y tenía el gusto de ofrecermeuna.

«¡Oh!, gracias, gracias. Está preciosísima...Vaya que tiene usted unas manos...».

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Aún había más. La señora, sentándose con-fiadamente en mi sillón, frente al estante coro-nado de padrotes, me manifestó que no teníalímites el agradecimiento que hacia mí sentíapor haber abierto en su hijo con mi enseñanzala brillante senda...

«Señora... por Dios... yo... No hable ustedmás...».

Y no parecía sino que cuantos conocían aManuel se disputaban el enaltecerlo y abrirlepaso. Ni la misma envidia, con ser tan podero-sa, podía nada contra él. Se lo disputaban todaslas academias y corporaciones; en lo sucesivono habría velada que no contara con él para sucompleto lucimiento, y ya se hablaba de dis-pensarle la edad para admitirle en el Congreso.Pez y Cimarra le habían ofrecido un distrito;era seguro que Manuel sería pronto un oradorparlamentario de p y p y doble h, y al cabo dealgunos años ministro. La señora pensaba po-

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ner su nueva casa en altísimo pie de elegancia ylujo, porque...

«Ya puede usted figurarse, amigo Manso,que mi hijo tendrá que dar tes, y el mejor día seme casa con alguna hija de un título... A mí nome gustan oropeles, ni sirvo para hacer el ran-dibú; como soy tan llanota... pero no tendré másremedio que violentarme para que mi hijo nodesmerezca».

Todo me parecía muy bien, incluso la perso-na de doña Javiera, que estaba, como dicen losrevisteros de salones hablando de las damasentradas en edad, más hermosa cada día. Allíera cierta la hipérbole. Por doña Javiera parecíaque no pasaban años, y los que pasaban, eranseguramente años negativos que iban mar-chando al revés de los años de todo el mundo,y la aproximaban a la juventud.

La señora, que no acababa nunca de expo-nerme sus confianzas, diome el encargo de ex-

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plorar a Manuel para ver si se descubría el mo-tivo de que anduviera tan ensimismado poraquellos días, de que pasaba fuera de casa granparte de la noche, cuando no toda ella, y de susmelancolías, inapetencia y desabrimiento decarácter.

«Por supuesto, a mí no me la da... Esto esenamoramiento, o soy tan pava que no entien-do... Me han dicho que en la casa de su herma-no de usted y en otras a donde ha ido mi Mano-lo, todas las pollas se morían por él, empezan-do por las hijas de los duques y marqueses...».

Todavía le quedaba a mi vecina algo por de-cir; y era que cualquier cosa que se me ofrecie-se...

«No tiene usted más que mandarme un re-cadito. La verdad es, amigo Manso, que estáusted muy mal servido. Esa Petra es buena mu-jer, pero muy tosca, y no le cabe en la cabeza la

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casa de un caballero. Usted necesita mejor ser-vicio, otro tren, otro... no sé si me explico».

«Señora, mis medios...».

-Qué medios, ni medios... Usted merece más;un hombre tan notable, una gloria del país nodebe vivir así...

Y temiendo sin duda ir demasiado lejos ensu delicado y solícito interés por mí, se retiró,después de convidarme a comer para el díasiguiente, que era domingo.

Esto que he referido entra en la lista de lascosas que entonces me parecieron tan inve-rosímiles como mi apetito de la noche anterior;pero aún hubo otro fenómeno más raro, y fueque en casa de José encontré a este y a Manuelapartiendo un piñón. Creeríase, Dios del Cielo,que ni la más ligera nube había empañado nun-ca el sol de la concordia entre marido mujer.Ella estaba alegre, él festivo, aunque me pareció

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observarle receloso y como en expectativa, bajoaquel capisayo de jovialidad. A mí me trató conun afecto, con una dulzura que nunca habíaempleado conmigo. Corrió a cerrar una puertapor temor a que con el aire que violentamenteentraba me constipase. Aquel día todo eraplácemes. El ama se portaba bien. El médico dela familia la declaraba excelente lechera, y aun-que el familión continuaba en la casa viviendoa mesa y mantel, todavía no había ocurridoningún disgusto. Ocupadas en vestir a Robus-tiana con la librea de pasiega, las tres damas nohacían más que revolver telas, escoger galonesy disputar sobre si sería azul o encarnado. Decualquier modo que fuese, mi adquisición hab-ía de asemejarse mucho, luego que la vistieran,a la engalanada vaca que ha obtenido el primerpremio en la exposición de ganados.

En el momento que estuvimos solos, díjomeLica:

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«No sé qué le ha pasado a José María queestá hecho un guante conmigo. Todo es 'mimujercita por aquí y por allá'. Ahora quiere quehagamos viaje a París. Mira, no me alegro dehacerlo sino por traerte un buen regalo, porejemplo, un ajuar completo de tocador de hom-bre, como uno que he visto ayer, en que todaslas piezas tienen pintado el cuerno de la abun-dancia... No sé, no sé, algún buen ángel ha to-cado el corazón a José María. ¡Qué complacien-te, qué amable! Pero no me fío, y siempre estoyen ascuas cuando lo veo tan cambambero...».

Después de tal inverosimilitud, viene la másgrande y fenomenal de todas las de aquel día.Esta sí que es gorda. Estoy seguro que nadieque me lea tendrá tragaderas bastante grandespara ella; pero yo la digo, y protesto de la ver-dad de su mentira con toda mi energía. Pásme-se el que aún tenga fuerzas para pasmarse. Elabsurdo es que aquel día doña Cándida mesacó dinero. ¡Se comprende que su peregrino

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cacumen hallara trazas y su audacia valor parapedírmelo; pero que yo se lo diera!... ¡Si meresistía yo mismo a creerlo, aunque me lo com-probaban con su elocuente vaciedad mis apu-rados bolsillos!... Ello fue no sé cómo, una em-boscada, un lazo, un secuestro. Las circunstan-cias hicieron gran parte, mi debilidad lo demás.Renuncio a detallar el hecho con pormenoresque suplirá el buen juicio de los que al leer seespeluznen considerando que pueden verse entrotes semejantes.

Al retirarme la noche anterior, la noche fatal,prometí volver. No lo hice porque después delas confianzas de Peña me había entrado ciertarepugnancia de aquella casa y de sus habitan-tes. Fui cuando fui, por un vivo ímpetu de miconciencia. Padecí mucho cuando se me pre-sentó Irene, cuya vista renovó en mí las turba-ciones pasadas; pero ya entonces tenía yo en miespíritu fuerza poderosa con que ocultarlas.Ella estaba sumamente desmejorada, repuesta

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ya de la fiebre, pero sufriendo sus efectos, y yome preguntaba confuso: ¿La debilidad y la pe-na aumentan su belleza o la destruyen casi porcompleto? ¿Está interesantísima, tal como elconvencionalismo plástico exige, o completa-mente despoetizada? El desquiciamiento quehabía en mí era causa de que por momentos laviese en el primer concepto, por momentos enel segundo. Cuando me saludó, su voz tembla-ba tanto que casi no entendí lo que me dijo.Vergonzosa y cohibida, se sentó junto a mí y sepuso a revolver una cesta de costura mientrasyo me informaba de si había subido Miquis yde lo que había prescrito. Doña Cándida cara-coleaba junto a los dos, ferozmente amable.Con la frescura que tan bien cuadraba contraella, le dije:

«Ahora me va usted a hacer el favor de de-jarnos solos a Irene y a mí, que tenemos quehablar. Estese usted por ahí fuera todo el tiem-po que guste; mientras más mejor».

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-¡Qué cosas tienes!... abur, abur. No quieresestorbos...

Y se fue riendo. Irene y yo nos quedamos so-los en el gabinetito donde había muchas cosasen desorden, y otras como arrinconadas enforma condenatoria. Miré todo aquello; des-pués, alzando los ojos a la vidriera del balcón,vi un canario en bonita y pintorreada jaula.

«Ese es obsequio especial de D. José a mitía», me dijo Irene buscando en la conversacióncorriente un fácil medio de hablar sin turbarse.

-¿Y usted, qué tal se encuentra? -le pregunté,como hacen esas preguntas los médicos.

-Regular... perfectamente...

-¿Cómo entendemos eso? ¡Regular y perfec-tamente!

-Es bonito este canario... si lo oyera ustedcantar...

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-Como si lo oyera... A quien quiero oír can-tar es a usted... Si usted me hiciera el favor desentarse en esa butaca y contestarme a dos otres preguntas...

-Ahora mismo, amigo Manso... Déjeme us-ted buscar una cosa que estaba cosiendo parami tía. Es una bata que deshizo y volvió a ar-mar, y luego desbarató para hacerla de nuevo.Esta es la tercera edición de la bata... Aguardeusted... aquí tengo ya mi costura.

-XLI-La pícara se sentó con la espalda a la luz

Había entornado las maderas del balcón pa-ra atenuar la viva claridad del día, y de estamanera su rostro estaba en sombra. Todos estosprocedimientos denotaban su práctica en el artedel disimulo.

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«Vamos a ver, ¿cuándo vio usted por prime-ra vez a Manuel Peña?».

Inclinado el rostro sobre la costura, yo nopodía verla bien mientras me contestaba conhumilde voz de escolar:

«Una noche, cuando entró con usted en elcomedor a tomar un refresco...».

-¿Habló él con usted en aquellos días?

-No señor... Una tarde... yo entraba del pa-seo con las niñas, él salía, bajaba la escalera...No sé cómo tropecé y me caí.

-Una tarde... Y yo, ¿dónde estaba esa tarde?

-Se había quedado usted en el portal,hablando con un catedrático amigo suyo.

-Y poco más o menos, ¿cuándo ocurrió eso?

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-Antes de Navidad... Después le vi otra tar-de que salí con Ruperto. Él me siguió, em-peñándose en hablar conmigo. Me dijo muchastonterías. Yo iba tan sofocada; no sabía quéhacer... Al día siguiente...

-Le escribió a usted una carta, que sin dudaera larga. Se la mandó a usted con la mulata.¡Estas razas mezcladas son terribles!... Ustedleyó su carta a media noche, encerrada en sucuarto.

-Es cierto -respondió, sin levantar los ojos desu costura-. ¿Cómo lo sabe usted?

-Y otras noches también pasó usted largashoras leyendo cartas de Manuel y contestándo-las. Se acostaba usted muy tarde...

Tardó mucho la contestación, que fue unhumilde «sí, señor».

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«Y en las noches de gran reunión solían us-tedes verse a escape en el pasillo, por algunaspartes no bien alumbrado...».

Con leve sonrisa me contestó afirmativa-mente. Y vedme ahí convertido en el hombremás bondadoso y paternal del mundo, comoesos viejos componedores que salen en añejascomedias, y cuya exclusiva misión es echarbendiciones y arreglar a todo el mundo. Sinsaber bien qué razones espirituales me llevabanal desempeño de este papel, me dejé mover demi bondad y le dije:

«Se trata aquí de un buen amigo mío ydiscípulo a quien quiero mucho; pero no leperdono el secreto que ha guardado en esto.Quizás haya sido usted la más empeñada enrodear de sombras sus amores... Es usted muysecretera. Hace tiempo que lo he conocido. Nohe sido engañado por completo. Yo observabaen usted los síntomas del trastorno, y tenía porseguro que en su vida había algo más de lo que

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constituye la vida ordinaria. Y para prueba deque no me engañó la maestra, voy a ayudarlaen su confesión, como hacen los curas viejoscon los chicos tímidos que por primera vez vanal confesonario. Usted vio a Manuel, que es delos chicos más simpáticos que pueden ofrecersea la contemplación de una joven apasionada.Ambos se agradaron, se ofrecieron con mutuoplacer el regalo de las miradas, se comunicarondespués por cartas, y en este comercio epistolaren que se cambia alma por alma, la de usted,que es la de que ahora tratamos, se fue empa-pando en ese rocío de dulzura ideal que des-ciende del cielo... No dirá usted que no estoypoético. Sigo adelante. Las cartas, algún diálogocorto, y por lo corto más intenso; las miradasfurtivas, por lo escasas más fulminantes, ibansosteniendo en ambos la pasión primera, en lacual, quiero y debo reconocerlo, todo era ternu-ra, honestidad, nobleza, los fines más puros ylegítimos del alma humana... Las cualidades deManuel debían de producir en usted efectos de

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otro orden, porque siendo él un joven de granporvenir, y que ya ocupa excelente posición enel mundo, usted debía de sentir halagado suamor propio, debía de sentir además algúnestímulo de ambición... ¿por qué no declararlofrancamente? La enamorada gustaría de en-cuadrar sus sueños amorosos dentro de unmarco de positivismo... así, así, como suena...las cosas claritas... y añadir a lo ideal una cosaextremadamente hermosa también, cual es serla mujer de un hombre notable, rico y rodeadode preeminencias mundanas».

La vi acercar más la cabeza a la costura,acercarla tanto que casi se iba a meter la agujapor los ojos. De estos se deslizó una lágrimaque fue a refrescar la séptima edición de la batade Calígula. Ni una palabra dijo Irene; mas consu silencio yo me envalentonaba, y seguí:

«Todavía su espíritu de usted no había ad-quirido fijeza; amaba, pero sin llegar a ese afec-to exaltado que no admite contradicción, y que

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suele proponerse el dilema de la victoria o lamuerte. Pasaban días, y con las cartitas, las mi-radas y alguna que otra palabreja se alimentabaesa pasión, sin llegar a mayores. Pero había dellegar la crisis, el momento en que usted per-diera la chaveta, como se suele decir, y esa cri-sis, ese momento vinieron con la velada, aque-lla famosa noche en que vio usted a su ídolorodeado de todo el prestigio de su talento, ba-ñado en luz de gloria... Aquella noche firmóManuel su pacto con la suerte, abrió de par enpar las puertas de su brillante porvenir... ¡Quéhermosura, Irene, qué dicha infinita suponerseunida para siempre al héroe de aquella fiesta, alorador insigne, al que ha de ser pronto diputa-do, ministro...!».

Esta vez herí tan en lo vivo, que no fue unalágrima, sino un torrente lo que bajó a inundarla metamorfoseada bata. Irene se llevó el pa-ñuelo a los ojos, y con voz de ahogo me dijo:

«Sabe usted... más que Dios...».

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-Quedamos en que aquella noche perdió us-ted la chaveta -añadí bromeando-. Sigamosahora. Desde aquel momento le entró a miamiga el desasosiego de un querer ya indoma-ble y abrumador. Su alma aspiraba ya con sedfuriosa a la satisfacción de su ardiente anhelo.La persona querida se salía ya de los términosde persona humana para ser criatura sobrena-tural. Se interesaba igualmente su corazón deusted, su mente, su fantasía proyectista. Ma-nuel era el ángel de sus sueños, el marido rico ycélebre... Me parece que me explico... Pareceque estoy leyendo un libro, y sin embargo, nohago más que generalizar... Paciencia, y hablaréun momento más. Entonces nació en usted eldeseo de salir de la casa de mi hermano... ¿Meequivoco? Usted necesitaba resolver pronto elproblema de su destino. Manuel se declararíamás amante después de la velada, y probable-mente incitaría a su amada a procurarse inde-pendencia. Usted se sintió con bríos de activi-dad. Su instinto de mujer, su corazón, su talen-

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to no le permitían un triste papel pasivo. Erapreciso dar algunos pasos y alargar la manopara coger los tesoros que ofrecía la Providen-cia... Pero ahora tenemos una cosa muy singu-lar. ¿Es la Providencia o el Demonio quien,permitiendo la trampa armada por mi herma-no, le facilita a usted lo que ardientemente des-ea, que es salir de la casa, adquirir libertad ycomunicarse fácilmente con Manuel? Al fin y alcabo, los dos deben tener cierto agradecimientoa José María, que puso esta casa, y a doñaCándida, que trajo aquí a su sobrina para repe-tir confabulados el pasaje de las tentaciones deSan Antón. Usted vino a la ratonera sin sospe-char lo que había en ella; usted también creyóla patraña de que mi cínife había variado defortuna... Bueno: consigue usted su objeto; sepone al habla con Manuel, que soborna a lacriada, y se mete aquí. Las sugestiones de mihermano producen momentánea contrariedad.Para vencerla me llama usted a mí. Intervengo.Quito de en medio el gran estorbo. Manuel,

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entre bastidores, triunfa en toda la línea. ¿Yahora qué queda por hacer? Manuel y ustedhan de decidirlo.

Esto último que dije lo dije a gritos, porqueel canario empezó a cantar tan fuerte que mivoz apenas se oía. Ella se levantó alterada; nosabía qué hacer... Volviose al pájaro, le mandócallar, y viendo que no obedecía, me dijo:

«No callará mientras no cierre el balcón».

Y diciéndolo, entornó tanto las maderas, quenos quedamos casi a oscuras. Lo que quería lamuy pícara era estar en penumbra para que nose le viera la alteración ruborosa de su semblan-te... En vez de volver a tomar la costura, que eratan sólo un pretexto para no mirarme de frente,sentose en una banqueta que en el ángulo de lapieza estaba, y siguió el lloriqueo.

No quise hacerle por el momento más pre-guntas. Mi procedimiento de confesión interro-

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gatoria y deductiva no podía ser empleado de-licadamente en lo que aún restaba por declarar.En realidad, nada estaba ya oculto, y yo veíatan clara la historia toda, cual si la hubiese leídoen un libro. La historia tenía un final triste yembrollado; mejor dicho, no tenía final, y esta-ba como los pleitos pendientes de sentencia.Esta podía ser feliz o atrozmente desdichada.¿Me correspondía intervenir en ella, o, por elcontrario, debería yo evadirme lindamente de-jando que los criminales se arreglaran comopudieran?... ¡Pobre Manso!, o yo no entendíanada de penas humanas, o Irene esperaba demí un salvador y providencial auxilio. Muchotiempo pasó hasta el momento en que me dijo,sin dejar de llorar:

«Usted lo sabe todo. Parece que adivina...».

Este descomedido elogio me llevó a haceruna observación sobre mí mismo. No quieroguardármela, porque es de mucho interés, yquizás sirva de explicación a aparentes contra-

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dicciones de mi vida. Yo, que tan torpe habíasido en aquel asunto de Irene, cuando ante míno tenía más que hechos particulares y aisla-dos, acababa de mostrar gran perspicacia escu-driñando y apreciando aquellos mismos hechosdesde la altura de la generalización. No supeconocer sino por vagas sospechas lo que pasabaentre Irene y mi discípulo, y en cambio, desdeque tuve noticia cierta de una sola parte deaquel sucedido, lo vi y comprendí todo hastaen sus últimos detalles, y pude presentar a Ire-ne un cuadro de sus propios sentimientos y aundenunciarle sus propios secretos. Aquella faltade habilidad mundana y esta sobra de destrezageneralizadora, provienen de la diferencia quehay entre mi razón práctica y mi razón pura; launa incapaz, como facultad de persona alejadadel vivir activo, la otra expeditísima como doncultivado en el estudio. Todo lo que dije a Ireneal confesarla, y que tanto la pasmó, fue dichoen teoría, fundándome en conocimientosacadémicos del espíritu humano. ¡Ella me lla-

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maba adivino, cuando en realidad no mostrabamás que memoria y aprovechamiento! ¡Bonitoespíritu de adivinación tenía este triste pensa-dor de cosas pensadas antes por otros; este teó-rico que con sus sutilezas, sus métodos y sustimideces había estado haciendo charadas ide-ológicas alrededor de su ídolo, mientras el serverdaderamente humano, desordenado en suespíritu, voluntarioso en sus afectos, descono-cedor del método, pero dotado del instinto delos hechos, de corazón valeroso y alientosdramáticos, se iba derecho al objeto y lo aco-metía!... Ved en mí al estratégico de gabineteque en su vida ha olido la pólvora y que se con-sagra con metódica pachorra a estudiar las pa-ralelas de la plaza que se propone tomar; y veden Peñita al soldado raso que jamás ha cogidoun libro del arte, y mientras el otro calcula, selanza él espada en mano a la plaza, y la asalta ytoma a degüello... Esto es de lo más triste...

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Sacome de mis reflexiones Irene, que dejó dellorar para obsequiarme con nuevas lisonjas.Helas aquí:

«Usted no tiene precio... Es la persona mejordel mundo... Manuel le respeta a usted tanto,que para él no hay autoridad como la del amigoManso... Si ahora le dice usted que es de nochese lo creerá. No hace más que lo que usted lemande».

-Te veo venir, palomita -pensé sonriendo enmi interior-. Ahora quieres que yo te case...Temes, y lo temes con razón, que haya incon-venientes... Primero: doña Javiera se opondrá;segundo: el mismo Manuel... (estos soldadosrasos son así...) después de su triunfo y dehaber tomado la plaza con tanto brío, no tendrágran empeño en conservarla. Es de la escuelade Bonaparte... Veo, Irenita, que no pierdesripio... ¿Con que yo mediador, yo diplomático,yo componedor y casamentero...? Es lo que mefaltaba.

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Díjele esto en espíritu, que es como se dicenciertas cosas. Y en aquel punto pareciome oírruido en la puerta que a la sala daba. Otraprueba de mis facultades adivinatorias. DoñaCándida estaba tras las frágiles maderas, oyen-do lo que decíamos. Para cerciorarme, abrí lapuerta. Desconcertada al verse sorprendida, laseñora hizo como que limpiaba la puerta conun gran zorro que en la mano traía.

«Hoy sí que no te nos escapas, Máximo», medijo.

-Pues qué, señora, ¿me va usted a enjaular?

-No; es que hoy tienes que quedarte a comercon nosotras.

Desde el rincón en que estaba, Irene me hizoseñales afirmativas con la cabeza.

-Bueno -respondí.

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-No tendrás las cosas ricas de tu casa... Di-me, ¿te gustan los pichones? Porque tengo pi-chones.

-A mí me gusta todo.

-Ayer me han regalado una anguila, ¿te gus-ta?

-¿Qué más anguila que usted?

No; esto también lo dije en espíritu... Luegose tocó el bolsillo, donde sonaban muchas lla-ves. Yo temblé como la espiga en el tallo.

«Tengo que salir a buscar algunas cosas...Mira, Irene te va a hacer un pastel que a ti tegusta mucho».

Miré a Irene, que se apretaba la boca con elpañuelo, muerta de risa, y con las lágrimas co-rriendo todavía por sus pálidas mejillas. ¡Pastelde risa y llanto, qué amargo eras!

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-XLII-¡Qué amargo!

«Yo tengo que salir. Melchora vendrá pronto-dijo Calígula entrando-. ¿Pero qué tienes, ni-ña?, ¿por qué lloras? ¿La has reñido, Máximo?...Nada, nada, tonterías. Vete a la cocina y te dis-traerás. ¿Harás el pastel? Mira, Máximo te ayu-dará, que de todo entiende... ¿Sabes lo quepuedes hacer también? Sacar la vajilla, mantel,servilletas; ahí está todo en el baúl grande. To-ma las llaves. Distráete, tonta, ¿qué es eso? ¡AyMáximo, en diciendo que vienes tú aquí, estajoven filosófica se desconcierta!... Por supuesto,Máximo, que a ti no te gusta el cocido. Te voy adar de comer a la francesa. ¡Verás qué bien!,una cosa atroz... Oye, Irene, la lumbre está en-cendida. Todo va a ser frito, asado, y nada decazuela ni guisotes. Vamos, que ya quedaráacostumbrado el mocito para volver otro día.

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Abur, abur. Cuidado, Irene, que al volver, melo encuentre todo arreglado».

«¡Qué cosas tiene mi tía! -me dijo Irenecuando nos quedamos solos-. Le va a matar austed de hambre. Aquí no hay nada, ni tenedo-res... Eso que mi tía llama la vajilla son unoscuantos platos desiguales que aún están en losbaúles. ¡El comedor! Falta que haya mesa paralos tres. Hasta ahora hemos comido en un vela-dorcito de hierro que tiene una pata menos yque hay que calzarlo con una caja de galletas...Se va usted a divertir... Le juro a usted que yopreferiría mil veces comer el rancho de un hos-picio a vivir más tiempo con mi tía.

No olvidaré nunca la expresión de antipatía,de horror, de asco que vi en su semblante.

«Pues usted ha venido aquí por su gusto...Vuelvo a mi tema».

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-Sí; pero creí venir de paso -me respondiócon una decisión que me parecía nueva en ella-.Vine como se va a una estación de ferro-carrilpara tomar el tren.

Y luego arrogante, altiva, como no la habíavisto nunca, revelándome una energía que mepasmó, me dijo:

«Créalo usted, pronto saldré de aquí, o casa-da o muerta».

Me dejó frío...

«Pero, en fin, Irene, será preciso que nos re-solvamos a ayudar a doña Cándida. Si no, esfácil que al levantarnos de la mesa, tengamosque ir a comer a una fonda».

Echose a reír. Hízome seña de que la siguie-ra. Me enseñó el comedor, que era una piezadigna del mayor estudio. Viejo estante de librossin cristales y con cortinillas verdes hacía de

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aparador; pero no se vaya a creer que allí esta-ba la vajilla, a no ser que por tal se conceptua-ran dos avecillas disecadas, dos tinteros de co-bre, una cabeza de palo semejante a la que usanlos peluqueros para exhibir sus trabajos, unperro de porcelana, dos o tres platos de dudosomérito, una zapatilla mora, un puño de espada,una ratonera y otras baratijas, que eran lo quela señora no había podido vender de sus anti-guos ajuares.

«Este es el museo de mi tía -dijo Ireneburlándose-. Ahora, explaye usted sus miradaspor esta suntuosa salle à manger. Ella dice que esdel gusto de la renaissance por esas dos arquitastalladas que tiene ahí, y por aquel cuadro de lacacería. Ambas cosas se hallan en tan mal esta-do, que nada ha podido sacar por ellas... Veaqué estilo nuevo de mueblaje. Es moda vieja esade sentarse en sillas para comer. Aquí nos sen-tamos en baúles y cajas, y ponemos la mesa,¿dónde dirá usted?... En días de gran ceremo-

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nia, en el veladorcillo que se trae del gabinete;en días comunes, sobre una tabla que se colocaencima de los brazos de aquel sillón. Hoy es díade demasiada suntuosidad, y voy a traer lamesa de la cocina. No tema usted que hagafalta allí: la cocina funciona poco en esta casa, yhoy me parece que harán el gasto los fiambres.Esto está montado a la alta escuela, amigoManso... Aprenda usted para cuando se case...».

Bien comprendía yo el horror de Irene a lacasa de su tía, y aquella enérgica frase: «omuerta o...». Ella me la quitó de la boca pararemacharla así:

«¿Comprende usted ahora lo que le dije hacepoco? ¿Vivir así es vivir?... Y si yo no me ocupode salvarme, de abrirme un camino, ¿quién lova a hacer?».

-¡Es verdad, es verdad!

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-¡Yo he pensado tanto en esto, he caviladotanto...! Difícil es abrirse un camino, en las cir-cunstancias mías... una pobre chica sola, sinpadres, sin guía...

Complacíame mucho verla tan expansiva.

«Ahora, si usted quiere -añadió-, vamos atraer la mesa de la cocina. Amigo, es precisotrabajar. Si no...».

Llevome a la cocina, que me sorprendió pordos cosas, por su mucha limpieza y porque nose veía allí, fuera del caldero que a la lumbreestaba y que despedía rumoroso vapor, ningúnsíntoma, señal, ni indicio de cosa comestible.

«Eso sí -observó Irene-, hay que hacer justi-cia a mi tía. Todo el día se lo lleva fregoteandola cocina. A ver, Manso, coja usted por ahí».

-Yo la llevaré solo... Si puedo muy bien...

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-No, no, que quiero hacer ejercicio. Me gustaesto. Obedezca usted... coja por ese lado.

Levantamos la mesa, y andando yo haciaatrás, pasito a paso, ella riendo, yo también,llevamos nuestra carga al comedor.

«Bueno... Ahora manteles, vajilla... Hay queabrir esos baúles... Pruebe usted las llaves, puessólo mi tía entiende bien esto. Todavía no sehan vaciado los baúles en que se trajo todocuando la mudanza».

-Vengan esas llaves... abriremos.

Después de diversas y no fáciles probaturas,abrimos los tres baúles y dimos con aquel enque la loza estaba. Fue preciso para extraerla delo profundo sacar antes el Año Cristiano en docetomos, algunas colchas, un bastidor de bordar yno sé qué más.

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-Vaya, vaya... ya tenemos platos... la sope-ra... precisamente es lo que menos se necesita...pero venga... En fin, no está del todo mal. En loque hay escasez es en el ramo de cubiertos... Mitía y yo con un par de tenedores nos arregla-mos; pero no sé si nuestro convidado... ¡Ah!, sí,en el otro baúl, allí donde están las escrituras delas fincas que fueron de mi tía, los papeles vie-jos y documentos, debe de haber un juego decubiertos... Y si no, en el museo está una dagaque dicen es de Toledo...

Yo no podía contener la risa... Y por fin, lamesa fue puesta, y no quedó mal. El mantellimpio, recién comprado, y alguna cristaleríanueva dábanle excelente aspecto.

«Ahora falta lo principal -dijo Irene-. Vere-mos cómo sale del paso... Será una comediagraciosa, tremenda... Fíjese usted en lo que diráal entrar... Como si lo oyera...».

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Fatigada del trabajo, se sentó en una de lasdos sillas que yo traje de diferentes regiones dela casa, y apoyó el codo desnudo en la mesa yla sien en el puño, dedicándose a observar lasrayas del mantel. Yo, en pie al otro extremo,observaba las de la bata de ella, de color claro,veraniega y tan almidonada, que por dondequiera que iba, la tela tiesa producía vibracio-nes extrañas y una música... Dejemos esto.

«Le parece a usted, le parece si esta vida, siesta casa son para desear seguir en ella... ¿Noestá justificado que yo, por cualquier medio,quiera emanciparme?... Y lo más particular esque así me he criado. Pero es tan distinto migenio; soy tan contraria a este desorden, a estamiseria, como si hubiera estado toda mi vida enpalacios...».

Esto me dijo sin mirarme. Y yo a ella:

«Medios tenía usted de sobra para emanci-parse, como joven de mérito. Usted no debía

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dudar que se emanciparía, sin precipitarse pormalos caminos».

-Los caminos, amigo Manso, se nos ponendelante, y hay que seguirlos. No sé si es Dios oquién es el que los abre. Vea usted... le voy acontar...

Y no ya un codo, sino los dos puso sobre lamesa, y vuelta hacia mí, frente a frente, manerade esfinge, me hizo estas revelaciones que noolvidaré nunca:

«Pues mire usted, cuando yo era chiquita,cuando yo iba a la escuela, ¿sabe usted lo quepensaba y cuáles eran mis ilusiones?... No sé siesto dependía de ver la aplicación de otras ni-ñas o de lo mucho que quería a mi maestra...Pues bien, mis ilusiones eran instruirme mu-cho, aprender de todas las cosas, saber lo quesaben los hombres... ¡qué tontería! Y me apliquétanto que llegué a tomar un barniz... tremen-do... La vocación de profesora durome hasta

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que salí de la escuela de institutrices. Entoncesme pareció que me asomaba a la puerta delmundo y que lo veía todo, y me decía: «¿quévoy yo a hacer aquí con mis sabidurías...?». No,yo no tenía vocación para maestra, aunque otracosa pareciera. Cuando habló usted a mi tíapara que fuera yo a educar a las niñas de donJosé, acepté con gozo, no porque me gustara eloficio, sino por salir de esta cárcel tremenda,por perder de vista esto y respirar otra atmósfe-ra. Allí descansé, estaba al menos tranquila;pero mi imaginación no descansaba...».

¡Error de los errores! ¡Y yo que, juzgándolapor su apariencia, la creía dominada por larazón, pobre de fantasía; yo que vi en ella lamujer del Norte, igual, equilibrada, estudiosa,seria, sin caprichos!!... Pero atendamos ahora.

«Yo he sido siempre muy metida en mímisma, amigo Manso. Así es que no se me co-noce bien lo que pienso. ¡Me gusta tanto estaryo a solas conmigo pensando mis cosas, sin que

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nadie se entrometa a averiguar lo que anda pormi cabeza...! En casa de D. José yo cumplía bienmis deberes de maestra, yo ganaba mi pan;pero ¡ay!, si supiera usted, amigo, lo que pa-decía para vencer mi tristeza y mi resistencia aenseñar... ¡qué cargante oficio! ¡Enseñar gramá-tica y aritmética! Lidiar con chicos ajenos,aguantar sus pesadeces... Se necesita unheroísmo tremendo y ese heroísmo yo lo hetenido... Pero estaba llena de esperanza, confia-ba en Dios, y me decía: 'aguanta, aguanta unpoco más, que Dios te sacará de esto y te llevaráa donde debes estar...'».

¡Error, crasa y estúpida equivocación! Y yoque la tenía por... Pero chitón, y oigamos.

«¡Y qué agradecida estaba yo al interés queusted se tomaba por mí! Pero como yo meguardaba de contarle a usted mis pensamien-tos, usted no me comprendía bien... Usted veíay admiraba en mí a la maestra, mientras yoaborrecía los libros; no puede usted figurarse lo

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que los aborrecía y lo que ahora los aborrezco...Hablo de esas tremendas gramáticas, aritméti-cas y geografías...».

¡Y yo que creía...! ¡Y para esto, santo Dios,nos sirve el estudio! Para equívocarnos respectoa todo lo que es individual y del corazón... Yola oía y me pasmaba de la magnitud de miserrores. Pero no me gusta declararlos y confesarmis torpezas. Al contrario, podía en aquel mo-mento mostrarme agudo, pues con los datospositivos y de verdad que acababa de obtenerpodía filosofar otra vez a mis anchas, como lohabía hecho lucidamente una hora antes.

«Mire usted, Irene -le dije envalentonándo-me mucho y empleando ese acento, esa seguri-dad que siempre tengo cuando generalizo-. Loque usted acaba de decirme no me sorprendemucho. Yo, sin comprender bien lo que ustedpensaba, advertía que el fondo difería muchí-simo de la superficie. Tenemos cierta prácticaen estas cosas, ¿me entiende usted? Así es que a

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todos los engañaría usted menos a mí... La an-tipatía a los libros de enseñanza no estaba tanbien disimulada como otros secretos de ustedmás o menos tremendos. Y tanto lo creo así,que me parece podría seguir y marcar, sinequivocarme, la evolución, así decimos, de supensamiento. Usted nació con delicados gustos,con instintos de señora principal, con aptitudesde esas que llamo sociales, y que constituyen elarte de agradar, de vivir bien, de conversar, dehacer honores y de recibirlos, todo con exquisi-ta gracia y delicadeza. Faltan las condicionesatmosféricas para desarrollar esos instintos yesas aptitudes; y por lo mismo que le faltan,usted las desea, aspira a ellas, sueña con ellas...y véase por qué inesperado camino se las depa-ra la Providencia. Cumple usted fatalmente laley asignada a la juventud y a la belleza; ustedcae en eso que antes se llamaba las redes delamor... cosa muy natural; pero que, a más denatural, resulta ahora oportunísima, porque...Hablemos con claridad. Si Manuel se casa con

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Irene, como creo, y tal es su deber, tendrá Irenelo que desea, será usted lo que debe ser... vayausted contando: esposa de un hombre notable;señora de una excelente casa, donde podrá dar-se toda la importancia que quiera; dueña de milcomodidades, coche, criados, palco...».

«Cállese usted, cállese», me dijo poniéndoseroja, y echándose a reír y escondiendo la cara.

-No, si esto no quiere decir que vaya ustedpor malos caminos. Al contrario, la mayor cul-tura trae, generalmente, mayores ventajas en elorden moral. Será usted una excelente madrede familia, una buena esposa, una señora bené-fica, distinguidísima, que sirva de modelo...Lucirá usted...

-Cállese usted, cállese usted...

Y la perspicacia que en época anterior mehabía faltado para comprenderla, la tuve en-tonces para ver claramente toda la extensión de

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sus ambiciones burguesas, tan desconformescon el ideal que yo me había forjado. En el fon-do de aquellos pruritos de sociabilidad ¡habíatanto de común y rutinario...! Irene, tal comoentonces se me revelaba, era una persona deesas que llamaríamos de distinción vulgar, unadama de tantas, hecha por el patrón corriente,formada según el modelo de mediocridad en elgusto y hasta en la honradez, que constituye elrelleno de la sociedad actual. ¡Cuánto más altoy noble el tipo mío!, la Irene que yo había vistodesde la cumbre de mis generalizaciones; aqueltipo que partía de una infancia consagrada a losestudios graves y terminaba en la mujer esen-cialmente práctica y educadora; aquella Miner-va coetánea en que todo era comedimiento,aplomo, verdad, rectitud, razón, orden, higie-ne...

«Lo que yo aseguro a usted -me dijo-, es quemis deseos han sido siempre los deseos másnobles del mundo. Yo quiero ser feliz como lo

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son otras... ¿Hay alguien que no desee ser feliz?No... Pues yo he visto a otras que se han casadocon jóvenes de mérito y de buena posición.¿Por qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo hepedido a Dios, Manso. Para que me concedieraesto, he rezado tanto a Dios y a la Virgen...».

¡También santurrona!... Era lo que me falta-ba ya para el completo desengaño... Horror delestudio; ambición de figurar en la numerosaclase de la aristocracia ordinaria; secreto entu-siasmo por cosas triviales; devoción insana queconsiste en pedir a Dios carretelas, un hotelito ysaneadas rentas; pasión exaltada, debilidad deespíritu y elasticidad de conciencia: he aquí loque iba saliendo a medida que se descubría; ysobre todas estas imperfecciones, descollaba,dominándolas y al mismo tiempo protegiéndo-las de la curiosidad, un arte incomparable parael disimulo, arte con el cual supo mi amiga pre-sentárseme con caracteres absolutamente con-trarios a los que tenía. ¿Dónde estaba aquel

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contento de la propia suerte, la serenidad ytemple de ánimo, la conciencia pura, el exactogolpe de vista para apreciar las cosas de la vi-da?, ¿dónde aquel reposo y los maravillososequilibrios de mujer del Norte que en ella vi, ypor cuyas calidades, así como por otras, se meantojó la más perfecta criatura de cuantas habíayo visto sobre la tierra? ¡Ay!, aquellas prendasestaban en mis libros; producto fueron de mifacultad pensadora y sintetizante, de mi tratofrecuente con la unidad y las grandes leyes, deaquel funesto don de apreciar arque-tipos y nopersonas. ¡Y todo para que el muñeco fabricadopor mí se rompiera más tarde en mis propiasmanos, dejándome en el mayor desconsuelo!...No sé a dónde habría llegado yo con mis la-mentaciones internas si no apareciera doñaCándida cuando menos la esperábamos...

«¡Ah!... ¡angelitos! Veo que habéis trabajobien... la mesa puesta... ¡Jesús qué lujo! ¿Pero esverdad, Máximo, que te quedas a comer? Yo

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creí... como eres tan raro, nunca has queridosentarte a mi mesa...».

Irene sofocaba la risa. Yo no sé lo que dije.

«No es que no tenga qué darte. Por si comíascon nosotros he traído aquí...».

De un pañuelo empezó a sacar varias cosasenvueltas en papeles, un trozo de pavo trufado,un pastelón, lengua escarlata, cabeza de jabalí yotros fiambres... Cuando pasó Calígula a la co-cina para traer platos en que poner su compra,Irene me dijo con expresión desdeñosa:

«Ahí tiene usted a mi tía... Cuando llega di-nero a sus manos compra fiambres y no comeotra cosa. Dice que no puede perder la costum-bre de las buenas comidas, y sólo cuando estáen la miseria pone una olla al fuego...».

Un momento después nos asomábamos Ire-ne y yo al balcón. Había que esperar algún

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tiempo para que la comida estuviese dispuesta,y no sabíamos cómo pasar el rato, porque niella ni yo teníamos muchas ganas de hablar.

«Dígame usted, Irene -le pregunté con in-terés profundo-. Si Manuel tuviese ahora unmal pensamiento y...».

No me dejó concluir. Respondiome con unagrandísima descomposición de su semblanteque anunciaba dolor y vergüenza, y despuésme dijo:

«Me mata usted sólo con suponerlo... Si Ma-nuel... Me moriría de pena...».

-¿Y si no se moría usted?... pues se dan ca-sos...

-Me mataría... tengo fuerzas para matarme yvolverme a matar, si no quedaba bien muerta...Usted no me conoce...

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¡Y qué verdad! Pero ya empezaba a conocer-la, sí.

Doña Cándida nos desconcertó presentán-dose de improviso para decirme:

«Te tengo una botella de Champagne queme regalaron el año pasado... ¡Verás qué buena!Ya pronto comemos. Melchora ha venido ya, yal momento va a freír la carne y hacer la torti-lla».

-¡Tortilla para comer... tía!

-¿Tú qué sabes, tonta? No me gustan bazo-fias... aborrezco las ollas. ¿No eres de mi opi-nión, Máximo?

-Sí señora; todo lo que usted quiera...

-Dentro de un momento ya podéis venir.¿Qué hora es?

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¡Qué banquete más triste! Faltaban en él lasdos cosas que hacen agradable la mesa, es de-cir, alegría y comida. Nos sirvió primero Mel-chora una desabrida tortilla, que verdadera-mente no sé cómo la pude pasar. Luego vino unplato de carne, escaso y seco, al cual dio doñaCándida el retumbante apodo de filet à la Mare-challe.

«Es riquísimo, Máximo. Aquí tienes un platoque nadie sabe hacerlo ya en Madrid más queyo...».

-Cuando digo que se van perdiendo las tra-diciones culinarias.

Irene me hacía guiños, gestos y mohinesgraciosísimos para burlarse de la comida, de sutía y de la menguada mesa, en la cual no apare-cieron ni en efigie los pichones y la anguilaanunciados.

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«Aquí tienes un pavo trufado -declaró Calí-gula-, que lo ha hecho expresamente para mí elseñor de Lhardy... Luego te daré un platito a lafrancesa, que te gustará mucho... Vamos, des-tapa la botella de Champagne...».

-Pero, señora, si esto es sidra, y no de la me-jor...

-Te digo que es del propio Duc de Montebello.Tú entenderás de filosofía; pero no de bebidas...

-Pero qué... ¿vamos a comer otra tortilla?

-Es el platito de que te hablé... haricaut à lasauce provençale... Lo hace Melchora a maravilla.

-Si usted me permite una franqueza, señora,le diré que esto me parece una cataplasma...pero en fin, se puede pasar...

-¡Mal agradecido!... Prueba este pastel... Ire-ne, ¿no comes?... Así es todos los días; se man-tiene del aire como los pájaros.

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Y en efecto, Irene apenas comía más que pany un poco del famoso filet à la Marechalle. Con-siderando su sobriedad, pasé a reflexionar otravez sobre el tema eterno.

«Quién sabe -me dije-, si una crítica comple-tamente sana y fría podría llevarte a declararque aquellas supuestas, soñadas y rebuscadasperfecciones constituirían, caso de ser reales, elestado más imperfecto del mundo... Eso de lamujer-razón que tanto te entusiasmaba, ¿noserá un necio juego del pensamiento? Hay re-truécanos de ideas como los hay de palabras...Ponte en el terreno firme de la realidad y hazun estudio serio de la mujer-mujer... Estos queahora te parecen defectos, ¿no serán las mani-festaciones naturales del temperamento, de laedad, del medio ambiente?... ¿De dónde sacasteaquel tipo septentrional más frío que el hielo,compuesto no de pasiones, virtudes, debilida-des y prendas diferentes, sino de capítulos delibro y de hojas de Enciclopedia? Observa aho-

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ra la verdad palpitante, y no vengas con refun-fuños de una moral de cátedra a llamar gravesdefectos a los que en realidad son tan sólo acci-dentes humanos, partes y modos de la verdadnatural que en todo se manifiesta. La pasión espropio fruto de la juventud, y el arte de disimu-lar que tanto te espeluzna es una forma decarácter adquirida en el estado de soledad enque ha vivido esa criatura, sin padres, sin apo-yo alguno. Un poderoso instinto de defensa leha dado ese arte, con el cual sabe suplir la faltade amparo natural de la familia. Ese disimuloha sido su gran arma en la lucha por la vida. Seha defendido del mundo con su reserva. Y esaambición que tanto te desagrada no es más queun producto del mismo desamparo en que havivido. Se ha acostumbrado a deberlo todo a símisma, y de ahí ha venido el prurito de em-prenderlo todo por sí misma. Arrastrada por lapasión, ha tenido flaquezas lamentables. Suagudeza y su prudencia han sido vencidas porel temperamento... Hay que considerar lo ex-

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traordinario de las seducciones con que lucha-ba. Enamorada, la atraía el galán de sus sueños;pobre, la atraía el joven de posición. ¡Amor sa-tisfecho y miseria remediada! Estos grandesimanes, ¿a quién no llevan tras sí? El espírituutilitario de la actual sociedad no podía menosde hacer sentir su influjo en ella. He aquí unahuérfana desamparada que se abre camino, ysu pasión esconde un genio práctico de primerorden...».

¡No sé qué más pensé! Levanteme de aquellaantipática mesa, hastiado de alimentos fríos ydesabridos, de las sillas que rechinaban amena-zando desbaratarse, de los cuchillos a los cualesse les caía del mango, y de aquella anfitrionisainsoportable, cuyas farsas rayaban ya en lo ma-ravilloso.

Irene me acompañó a la sala; nos sentamos,pero no hablábamos nada. Caía la tarde y nosrodeaban sombras melancólicas. La tristeza dehaber estado todo el día sin ver al objeto de su

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cariño la tenía muda y tétrica. Y a mí me poníalo mismo un nuevo trastorno de que fui acome-tido a consecuencia de lo que arriba dije. Con-sistía mi nuevo mal en que al representármeladespojada de aquellas perfecciones con que lavistió mi pensamiento, me interesaba muchomás, la quería más, en una palabra, llegando asentir por ella ferviente idolatría. ¡Contradic-ción extraña! Perfecta, la quise a la moda Pe-trarquista, con fríos alientos sentimentales quehabrían sido capaces de hacerme escribir sone-tos. Imperfecta, la adoraba con nuevo y atrope-llado afecto, más fuerte que yo y que todas misfilosofías.

Aquella pasión suya terminada en flaquezade carácter; aquella reserva interesantísima,que permitía suponer siempre un más allá enlos horizontes de su alma; aquella decisión detriunfar o morir; aquel mismo resabio utilitario,todo me enamoraba en ella. Hasta su graciosamuletilla, aquella pobreza de estilo por la cual

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llamaba tremendas a todas las cosas, me encan-taba. ¡Oh!, ¡cuánto más valía ser lo que fue Ma-nuel, ser hombre, ser Adán, que lo que yo habíasido, el ángel armado con la espada del métododefendiendo la puerta del paraíso de la razón!...Pero ya era tarde.

Y en aquella oscuridad, a la cual llegabantímidas luces del crepúsculo y el amarillo res-plandor de los faroles públicos, la vi tan sobe-ranamente guapa, que tuve miedo de mí mis-mo y me dije: «es necesario que yo salga deaquí, no sea que mi sentimiento se sobrepongaa mi razón y diga o haga las tonterías de quehasta ahora, a Dios gracias, me he visto libre».Y en efecto, peligros noté en mí de ponerme enridículo, si permitía salir alguna parte de laprocesión que por dentro andaba. Yo me sentíamozalbete, calaverilla y un si es no es cursi...Dije tres o cuatro frases de fórmula y memarché... porque si no me marchaba... Casos sehan visto de caracteres profundamente serios

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que en un momento infeliz han caído de golpeen los sumideros de la tontería.

-XLIII-Doña Javiera me acometió con furor

Hízome temblar de espanto, porque su cóle-ra era para mí hasta entonces desconocida, ysiempre había yo visto en ella mucho ángel,afabilidad y suma tolerancia. Lo mismo fueentrar yo en la casa, a las seis del domingo, quecorrió hacia mí con gesto amenazador, tomomede un brazo, llevome a su gabinete, cerró...

«Pero señora...».

Yo no comprendía, ni en el primer momentosupe dar a sus bruscos modos la interpretaciónmás conveniente. Creí que me quería sacar losojos; creí después que se sacaba los suyos. Ges-ticulaba como actriz de la legua, y respirando

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con gran fatiga, no acertaba a expresarse sinocon monosílabos y entrecortadas cláusulas:

«Estoy... volada... Me muero, me ahogo...Amigo Manso, ¿no sabe usted lo que me pa-sa?... No resisto, me muero... ¿No sabe usted?...Manuel, ¡qué pillo, qué ingrato hijo!...».

-Pero señora...

-¿Le parece a usted lo que ha hecho?... Es pa-ra matarlo... Pues se quiere casar con una maes-tra de escuela...

Y al decir maestra de escuela alzaba la voz conalarido de agonía, como el que recibe el golpede gracia...

«Alguna pazpuerca muerta de hambre...¡qué afrenta, Virgen, re-Virgen!... Parece menti-ra, un chico como él, tan listo, de tanto mérito...Vamos, esto es cosa de Barrabás... o castigo,castigo de Dios... Señor de Manso, ¿no se in-

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digna usted, no salta bufando? Hombre, ustedes de piedra, usted no siente... ¿Pero usted se hahecho cargo?... ¡Una maestra de escuela!... deesas que enseñan a los mocosos el p a pa... Si ledigo a usted que estoy volada... a mí me va adar algo... no sé cómo no le hice así y le retorcíel pescuezo cuando me lo dijo... Ahí tiene ustedun hombre perdido... adiós carrera, adiós por-venir... ¡Jesús, Jesús! Y usted no se sulfura, us-ted tan tranquilo...».

«Señora, vamos a comer. Serénese usted ydespués hablaremos».

El criado anunció que la comida estaba dis-puesta. Antes de pasar al comedor, mi veciname dijo del modo más solemne del mundo:

«En el señor de Manso confío. Usted es miesperanza, mi salvación».

-Yo...

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-Nada, nada. Usted es para mi hijo lo quellaman un oráculo. ¿No se dice así?

-Así se dice.

-Pues si usted no le quita de la cabeza esagansada, perderemos las amistades.

Estaba escrito que todo lo malo y desagra-dable de aquellos días me pasara al tiempo decomer en mesa ajena. Y la de doña Javiera separecía bien poco a la de doña Cándida en lariqueza de los manjares y régimen del servicio.Contraste mayor no se podía ver. La mesa demi vecina ofrecía desmedida abundancia, va-riedad de manjares sabrosos y recargados, ser-vidos en vajilla nueva y de relumbrón. Erafestín más propio de gigantes glotones que degastrónomos delicados. Y las consecuencias delberrinche no se conocían ni poco ni mucho en elapetito de la señora de Peña, a quien observéaquel día tan bien dispuesta como los demásdel año a no dejarse morir de hambre. Lo poco

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que habló fue para incitarme a que me atracasede todo, diciéndome que no comía nada, paraelogiar a su cocinera y para reprender a Manuelporque hablaba demasiado alto y nos aturdía atodos. Este entró cuando ya habíamos tomadola sopa. Venía sumamente jovial. Le conocí quehabía visto a su víctima; mas no pude suponerdónde ni cómo. Probablemente habría sido enla misma casa caligulense, pues no era difícilpara Manuel embaucar a doña Cándida y aunprescindir completamente de ella. Durante todala comida, doña Javiera no perdía ripio parareñir a su hijo, fulminando contra él los rayosde sus bellos ojos o los de sus frases agudas ymortificantes. A mí me traía en palmitas, queríaque de todo comiese, cosa imposible, y meatendía y me obsequiaba con cariñosa finura.Cuando me despedí, después de hablar un po-co sobre el consabido conflicto, le dije:

«Déjelo usted de mi cuenta... yo lo arre-glaré».

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Y ella: «En usted confío. Dios le bendiga porla buena obra que va a hacer... Cada vez que lopienso... ¡Una maestra de escuela! Estoy abo-chornada. ¡Qué dirá la gente!... Será cosa de nopoder salir a la calle».

Y cuando salí y vi a Manuel que entraba ensu cuarto, le indiqué que le esperaba en mi ca-sa. Doña Javiera salió conmigo a la escalera, yen voz bajita, con semblante esperanzado yrisueño, me dijo:

«Eso es; póngale usted las peras a cuarto.Duro con él... Dígale usted que no quiero maes-tras ni literatas en mi casa, y que mire por suporvenir, por su carrera... Como si no tuvierahijas de marqueses para elegir... Y lo que es yome muero si se casa con esa... A mí que no mevenga con mimos, porque no le perdono...».

-Yo lo arreglaré, yo lo arreglaré.

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-XLIV-Mi venganza

Cuando Manuel se presentó ante mí, pareceque tenía gran impaciencia por decirme: «¿hahablado usted con mamá?».

-Sí, tu mamá está furiosa. No le entra en lacabeza que te cases con Irene -le respondí-; y laverdad es que no le falta razón. Ahora pareceque os vais a poner en pie de aristócratas, y teconvendría una buena boda. Ya ves que la po-bre Irene...

-Es pobre y humilde; pero yo la quiero.

El gato saltó sobre mis rodillas. ¡Con quégusto lo acariciaba...!, y al compás de aquellospases por el lomo del nervioso animal, ¡qué depensamientos brotaban en mí, todos luminososy cargados de razón!... Formé un plan y lo puseen práctica al instante.

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-Dime con franqueza lo que piensas... Perono me ocultes nada; la verdad, la verdad puraquiero.

-Déme usted consejos.

-¿Consejos? Venga primero lo que tú sientes,lo que deseas...

-Pues yo, querido maestro, si usted me pre-gunta lo que siento, le diré con toda franquezaque estoy como fuera de mí de enamorado y deilusionado; pero si usted me pregunta si hehecho propósito de casarme, le contestaré conla misma sinceridad que no he podido adquirirtodavía una idea fija sobre esto. Es una cosagrave. Por todas partes no se oye otra cosa quediatribas contra el matrimonio. Luego tan jóve-nes ambos... Hay que pensarlo y medirlo todo,amigo Manso.

«¿Tienes algún recelo -le dije violentándomemucho para aparecer sereno-, de que Irene,

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esposa tuya, no corresponda a tus ilusiones, aese tu entusiasmo de hoy...?».

-Eso no, no tengo recelo... O porque la quie-ro mucho y me ciega la pasión, o porque ella esde lo más perfecto que existe, me parece que hede ser feliz con ella...

-Entonces...

-Además, ya ve usted... la oposición de mimadre. Usted conoce a Irene, la ha tratado encasa de D. José. ¿Qué idea tiene usted de ella?

-La misma que tú.

-Es tan buena, tiene tanto talento... Nada,nada, amigo Manso, yo me embarco con ella.

-¿Crees que no te pesará?...

-Me hace usted dudar... Por Dios. Preguntausted de un modo y da unos flechazos con esosojos... Qué sé yo si me pesará o no... Considere

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usted la época en que vivimos, las mudanzasgrandísimas que ocurren en la vida. Las ideas,los sentimientos, las leyes mismas, todo está enrevolución. No vivimos en época estable. Losfenómenos sociales, a cuál más inesperado ysorprendente, se suceden sin interrupción. Diréque la sociedad es un barco. Vienen vientos dedonde menos se espera, y se levanta cada ola...

Yo meditaba.

«¡Casarme! ¿Qué me aconseja usted?...».

-¿Serás capaz de hacer lo que yo te mande?

-Juro que sí -me dijo con entereza-. No haynadie en el mundo que tenga sobre mí dominiotan grande como el que tiene mi maestro.

-¿Y si te digo que no te cases?...

-Si me dice usted que no me case -murmurómuy confuso mirando al suelo y poniendo pun-

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to a su perplejidad con un suspiro-, también loharé...

-¿Y si además de decirte que no te cases, temando que rompas absolutamente con ella y nola veas más?

-Eso ya...

-Pues eso, eso. No te aconsejaré términosmedios. No esperes de mí sino determinacionesradicales. De no casarte, rompimiento definiti-vo. Aconsejar otra cosa, sería en mí predicar laignominia y autorizar el vicio.

-Pero ya ve usted que eso... renunciar, aban-donar... Usted no puede inspirarme una villan-ía.

-Pues cásate.

-Si realmente...

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-Yo concedo que por circunstancias especia-les te resistas a unirte a ella con lazos que durantoda la vida. Yo convengo en que podrías con-siderar este casorio como un entorpecimientoen tu carrera... Podrías aguardar a que dentrode algún tiempo, cuando tu notoriedad fueramayor, se te presentara un partido brillantísi-mo, una de estas ricas herederas que se pirranporque las llamen ministras... Eres mediana-mente rico; pero tu fortuna no es tan considera-ble, que puedas aspirar a satisfacer las exigen-cias, mayores cada día, de la vida moderna. Lariqueza general crece como espuma y las com-petencias de lujo llegan a lo increíble. Dentro dediez o quince años quizás te consideres pobre, yquién sabe, quién sabe si las posiciones oficialesque ocupes ofrezcan un peligro a tu moralidad.Piénsalo bien, Manuel, mira a lo futuro, y no tedejes arrastrar de un capricho que dura unascuantas semanas. Ten por seguro que si te dis-pensan la edad, entrarás en el Congreso antesde tres meses. Al año, ya tus grandes facultades

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de orador te habrán proporcionado algunostriunfos. Te lucirás en las comisiones y en losgrandes debates políticos. Puede ser que a losdos años de aprendizaje seas lugarteniente deun jefe de partido, o coronel de un batalloncitode dragones. De seguro acaudillarás prontouno de esos puñados de valientes que son ladesesperación del gobierno. Te veo subsecreta-rio a los veinte y seis años, y ministro antes delos treinta. Entonces... figúrate: un matrimoniocon cualquier rica heredera americana o espa-ñola remachará tu fortuna, y... no te quiero de-cir lo que esto valdrá para ti...

Él me miraba atento y pasmado. Yo, firmeen mi propósito, continué así:

«Ahora examinemos el otro término de lacuestión. La pobre Irene... Es una buena chica,un ángel; pero no nos dejemos arrastrar delsentimentalismo. De estos casos de desdichaestá lleno el mundo. La que cae, cae, y adivinaquién te dio... Supongamos que tú, inspirándo-

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te ahora en ideas de positivismo das por termi-nada la novela de tus amores, la rematas degolpe y porrazo, como el escritor cansado queno tiene ganas de pensar un desenlace. Lavíctima llorará mucho; pero los ríos de lágrimasson los que al fin resisten menos a las grandessequías. Al dolor más vivo dale un buen veranoy verás... Todo pasa, y el consuelo es ley delmundo moral. ¿Qué es el universo? Una suce-sión de endurecimientos, de enfriamientos, detransformaciones que obedecen a la supremaley del olvido. Pues bien, la joven se oculta, sedesmejora; pasa un año, pasan dos, y ya es otramujer. Está más guapa, tiene más talento y se-ducciones mayores. ¿Qué sucede? Que ni ellase acuerda de ti, ni tú de ella. Es verdad que supobreza la impulsaría quizás a la degradación;pero no te importe, que la Providencia vela porlos menesterosos, y esa discreta y bonita jovenencontrará un hombre honrado y bueno que laampare, uno de estos solterones que se acomo-

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dan a la calladita con los restos del naufra-gio...».

-Por vida de las ánimas -gritó Peña conímpetu, sin dejarme acabar-, que si no le tuvie-ra a usted por el hombre más formal del mun-do, creería que está hablando en broma. Es im-posible que usted...

Lo que yo decía hubiera sido insigne perfi-dia, si no fuera táctica, que mi discípulo descu-brió antes de tiempo. Anticipándose a mi estra-tagema, me descubría lo que yo quería descu-brir. No me quedaba duda de la rectitud de sucorazón...

«No siga usted -exclamó levantándose-. Yome marcho: no puedo oír ciertas cosas...».

Y yo entonces me fui derecho a él, le puseambas manos sobre los hombros, hícele caer enel asiento. Cada cual quedó en su lugar conestas palabras mías:

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«Manuel, esperaba de ti lo que me has mani-festado. Al suponer que yo bromeaba, veo quesabes juzgarme. No estaba seguro de tu modode pensar, y te armé una argumentación cap-ciosa. Ahora me toca a mí hablar con el co-razón... ¿Quieres un consejo? Pues allá va... Nisé cómo has esperado a pedírmelo; no sé cómohas creído que fuera de tu conciencia hallaríasla norma de tu conducta... Para concluir: si note casas, pierdes mi amistad; tu maestro acabópara ti. Toda la estimación que te tengo serámenosprecio, y no me acordaré de ti sino paramaldecir el tiempo en que te tuve por amigo...».

Me dio un abrazo. En su efusión no dijo másque esto:

-XLV-Mi madre...

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-Déjala de mi cuenta... Yo la aplacaréhaciéndole ver... Ella no conoce a Irene, no sabesu mérito. Le diré que la memoria de mi madreme impone la obligación de tomar bajo mi am-paro a esa pobre huérfana, de cuya familia tienela mía antiguas deudas de gratitud... Sí, lo de-claro: sépanlo tú y tu madre. La maestra deescuela es ahora mi hermana; su desgracia memueve a darle este título y con él mi proteccióndeclarada, que irá hasta donde lo exijan elhonor de un hombre y el decoro de una familia.

Yo me entusiasmaba, y a cada palabra meocurrían otras más enérgicas.

«Las preocupaciones de tu madre son ridícu-las. Dejémonos de abolengos, pues si a ellosfuéramos, cuál malparados quedaríais tú, tumadre y todos los Peñas de Candelario».

-Sí -gritó él con entusiasmo-, abajo los abo-lengos.

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-Y no hablemos de entorpecimiento en tu ca-rrera... ¡Si te llevas un tesoro; si es tu futuracapaz de empujarte hasta donde no podríasllegar quizás con tu talento...! Sí; que tiene ellapocos bríos en gracia de Dios. Manuel, nohagas caso de tu mamá; ten mucha flema. DoñaJaviera cederá; déjala de mi cuenta...

Lo que después hablamos no tiene impor-tancia. Quedeme solo, y entre triste y alegre. Vique lo que había hecho era bueno, y esto medaba una satisfacción bastante grande parasofocar a ratos mis penas pensando sobre ellas.

Y aunque doña Javiera subió aquella mismanoche a preguntarme el resultado de la confe-rencia, no quise hablarle explícitamente:

«Convencido, señora, convencido», fue loúnico que le dije.

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Ella insistía que yo estaba mal cuidado en mihabitación de soltero con ama de llaves, a ma-nera de presbítero.

«Usted no quiere seguir mi consejo, y lo va apasar mal, amigo Manso... Esto no parece lacasa de un profesor eminente. ¿Qué le pone acomer esa Petra? Bodrios y fruslerías; alimentospobres que no dan sustancia al cerebro... Sitendré que venir yo todos los días a ponerle decomer... Luego necesita usted una casa mejor.¡Ah!, señor mío, en la calle de Alfonso XII esta-remos bien. Yo me encargo de arreglarle a us-ted su cuartito, y ponérselo como un primor.No, no venga usted dando las gracias... Soymuy llanota, y usted se lo merece. No faltabamás...».

Estas finezas se repitieron dos o tres veces,hasta que un día, sabedora mi vecina de la reso-lución de su hijo y de mi consejo, se me pre-sentó cual pantera africana, y después de albo-rotar con retahíla de espantables imprecacio-

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nes, se me puso delante, gesticuló mucho pa-sando una y otra vez sus manos muy cerca demis ojos, y al fin pude entender lo siguiente:

«Con que usted... Miren el falsillo, el tram-poso; en vez de predicar a Manuel para quitarlede la cabeza su barbaridad, le predica para queme traiga a casa a la maestra... Señor Manso, esusted un mamarracho».

Y con la confianza que solía tomarme, co-rrespondiendo a las suyas, me atreví a respon-derle:

«El mamarracho ha sido usted, señora doñaJaviera, al suponer que yo podría aconsejar a suhijo cosa contraria al honor».

-No hable usted así, que estoy volada...

-Vuele usted todo lo que quiera, pero en esteasunto no me oirá usted hablar de otra manera.

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-Pero Sr. D. Máximo... ¿qué se ha figuradousted?, ¿que mi hijo está ahí para que me loatrape la primera esguízara...?

-Poco a poco, señora. Por mucha que sea lanobleza de usted, no logrará hacer pasar porcualquier cosa a mi protegida, porque sepa us-ted que Irene es mi protegida, hija] de un caba-llero principalísimo que prestó a mi padregrandes servicios. Soy agradecido, y esa señori-ta huérfana no sufrirá desaires de ningún mo-coso mientras yo viva.

-¡Eh!, ¡eh!, aquí tenemos al caballero quijote-ro... ¿Sabe usted que se va volviendo cargante?Mi hijo...

-Vale menos que ella.

-Vale más, más, óigalo usted, más.

Y a cada sílaba alzaba la poderosa voz. Susgritos me ponían nervioso.

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«Bonito servicio me ha hecho usted... Y loque es ahora... de verano, amigo Manso».

-Por mi parte, de la estación que usted guste.Los chicos se casarán, y en paz.

-No le doy la licencia -exclamó doña Javierapuesta en jarras.

-Se la dará usted.

Y a pesar del furor de mi amiga y vecina, yo,sereno ante ella, no podía vencer cierta inclina-ción a tratar humorísticamente aquel gravetema.

-Vaya, vaya... con los humos de esta señora...¿Es su hijo de usted algún Coburgo Gotha?...

-No ponga usted motes, caballero. Si somosgotas o no somos gotas, a usted no le importa.Y por lo que valga, sepa que de muchas gotitasse compone el mar. No hay orgullo en mi casa,pero sí honradez.

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-Pues también la hay en la mía... Vaya, vaya.Cuando se lleva el niño una verdadera joya,una mujer sin igual, un prodigio de talento, debelleza, de virtud... hija de un caballerizo...

-¡Hija de un caballerizo!... -repitió la ex-carnicera con cierto aturdimiento-, de esos mo-nigotes que van al lado del coche real... brin-cando sobre la silla... Si digo... Vivir para ver...

-Y el mejor día, sépalo usted, señora de Pe-ña, me voy al ministerio de Estado, revuelvo elarchivo de la cancillería, y le saco a mi protegi-da un título de baronesa como una casa...Chúpate esa.

-¿De veras, hombre? -dijo ella mezclando ala cólera un grano de risa-. Con que baronesa...Algo tendrá el agua cuando la bendicen...

-Sí señora...

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-Ella será todo lo baronesa que usted quiera;pero si apuesta a fea, no hay quien la gane. Nola he visto más que una vez después que esprofesora... qué alones, ¡bendito Dios! Es unpalo vestido. Cosa más sin gracia no se ha visto.Parece una de esas traviatonas... No sé cómo miniño ha tenido el antojo...

-Ha tenido muy buen gusto. La que lo tieneperverso es usted.

-No me gustan las personas sabias... ¡Una li-cenciada!, ¡qué asco! La sabiduría es para loshombres, la sal para las mujeres.

Diciendo esto, parecíame algo desenojada.

«Siga usted, siga usted -me dijo-, elogiando asu ahijada. Es de las que destetaron con vina-gre... Si la veo entrar en mi casa, creo que me daun repelón...».

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-No será usted tan fiera... La admitirá usted,y al poco tiempo la querrá muchísimo.

«¿De veras...? -exclamó con deje chulesco-.Voy viendo que el señor catedrático no ha in-ventado la pólvora y es primo hermano del queasó la manteca».

-Qué le hemos de hacer... Por de pronto vausted a hacerme el favor de mandar a su criadaque me planche dos camisas. Petra está mala...

«¡Ay!, sí, señor», respondió con oficiosa soli-citud, levantándose.

-Otro favorcito... Aquí tengo mi americana, ala cual le faltan botones...

-Sí, sí, sí, venga.

Empezó a dar vueltas por mi habitación co-mo buscando quehaceres.

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«Más favorcitos: Aquí tengo unas camisasque no recibirían mal un cuello nuevo».

-Ya lo creo; venga.

-Y aquí me tiene usted hoy, sin saber lo quehe de comer...

-¡Virgen!, no faltaba más. Baje usted... o lemandaré lo que guste...

-Bajaré... Hoy no me vendría mal que subie-ra una chica a arreglar un poco esto... La pobrePetra...

-Subiré yo misma. ¿Qué más?

-Que es preciso dar la licencia a Manuel.

La risa, la complacencia, su deseo anhelantede servirme luchaban con su inexplicable orgu-llo; pero me hacía gracia oírle decir entre risue-ña y enojada:

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«No me da la gana... Pues me gusta...».

-Vaya, que sí lo hará usted.

-Me llevo esto.

Aludía a mi ropa, que recogió con diligencia,y examinaba con ojos de mujer hacendosa.

«Subiré en seguida... Traeré una de las chi-cas para que me ayude. ¡Virgen, cómo está estacasa! Pero verá usted, verá usted qué pronto laponemos como el lucero del alba».

Y desde la puerta me miró de un modo par-ticular.

«Aquello, aquello...» le grité.

-Que no me da la gana... Usted tiene ganasde oírme. El buen señor es pesadito...

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-XLVI-¿Se casaron?

Pues ya lo creo. ¿No se habían de casar, siesto era la solución lógica y necesaria? Con-ciencia y naturaleza la pedían con diversos gri-tos. Yo tuve empeño particular en conseguirlo.Agradecida a mí debía vivir la tórtola profesoratoda su vida, pues sin el pronto auxilio delbuenazo de Manso, es seguro que no hubierapodido realizarse el salvamento que se deseaba.Porque indudablemente Manuel Peña estabaindeciso aquella noche que le amonesté, y si erapoderosa su pasión, también lo eran sus perple-jidades, sus preocupaciones, y la influencia quesobre él tenían amigotes casquivanos y suamante mamá. Así, tengo el orgullo de haberresuelto, en sentido del bien y con sólo cuatropalabras apuntadas al corazón, aquel difícilpleito. No me gusta elogiarme, y sigo mi narra-ción... Pero como no quiero atropellar los acon-

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tecimientos, retrocedo un poco para decir queno habían pasado veinte minutos desde quepartió mi vecina diciendo aquello de Pesadito,etc., cuando sonó la campanilla.

Una criada.- La señora que baje usted a verunos muebles.

«Bueno; que allá voy, que me estoy vistien-do».

Al poco rato: tilín...

«La señora que haga usted el favor de bajar aver unas cortinas».

Era que la de Peña, ocupada en hacer com-pras para arreglar su nueva casa, no se decidíaen la elección de cosa alguna sin previa consul-ta conmigo. Yo era para ella el resumen de todala humana sabiduría en cuanto Dios crió y dejóde criar. Mayormente en cuestiones de gusto,mis caprichos eran leyes.

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Bajé. Toda la sala estaba llena de muebles delujo, comprados en famosas tiendas, y unfrancés tapicero presentaba muestras de corti-najes, portieres y telas diversas.

«¿Qué le parece, Sr. de Manso? A ver, decidausted... ¿Estas sillotas no son demasiado gran-des? Esto para el Papa será bueno. ¡Qué cosasinventan! ¿Pues y estas otras que parecen dealambre? Si me siento en ellas, adiós mi dine-ro... Y todo desigual; cada pieza es de diferenteforma y color. A mí me gustan cosas que haganjuego... Estas cortinas, Sr. de Manso, parecentela de casullas; pero la moda lo manda...».

Sobre todo di mi opinión, y la señora, muycomplacida, renunció a adquirir muchos obje-tos de dudoso gusto, a los cuales puse mi veto.

«Si quiere usted darse una vuelta por lanueva casa, amigo D. Máximo... -me dijo mástarde-. Porque yo no sé lo que harán los pinto-res si no hay una persona de gusto que les di-

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ga... pues... Yo mandé que en el comedor mepintaran muchas liebres, codornices muertas yalgún ciervo difunto. No sé lo que harán. Dicenque ahora se adornan los comedores con platospegados en el techo. Antes los platos se usabanpara comer. No entiendo esas modas nuevas.Usted me aconsejará. Lo mejor es que se planteusted en la casa y lo dirija todo a su gusto...Eso; disponga a su antojo, y quite y ponga loque le parezca... Me figuro que en los salonesserá moda también colgar las sillas del techo... yponer las arañas en el suelo... Mire usted, Sr. deManso, se me ocurre una cosa. Esta tarde notiene usted nada que hacer. ¿Vámonos a la casanueva? Ahora me van a traer el coche que hecomprado. Lo estreno hoy, lo estrenaremos, yusted me dirá si es de buen gusto, si tiene losmuelles blanditos y si los caballos son guapeto-nes... Verá usted qué casa, aunque aquello estátodo revuelto y lleno de yeso y basura. Virgen,¡qué calma la de esos pintores y estuquistas! Yave usted: aquí he tenido que meter todos los

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muebles, y está la sala tan atestada, que no sepuede dar paso en ella. ¿Con que vamos allá?».

A todo accedí. La señora fue a vestirse. Alpoco rato me mandó llamar para que viese unabata que le probaba la modista.

«Me parece muy bien, señora. Le cae a ustedque ni...».

-Que ni pintada. Eso ya lo sabía yo... A mítodo me cae bien. ¿No es verdad, Mansito? To-davía doy yo quince y raya a más de cuatrofarolonas que van por ahí.

Y al quitarse la bata probada, quedó la seño-ra un poco menos vestida de lo que es uso ycostumbre, sobre todo delante de caballerosextraños.

«¡Eh!, no se vaya usted, hombre; confianza,confianza. Ya saben todos que no soy gazmoña.

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¿Qué se me ve?, nada. Ya estaba usted enteradode que por mis barrios...».

Al decir por mis barrios, se pasaba suavemen-te las manos por los hermosos, blancos y re-dondeados hombros. Y continuó la frase así:

«...no se usan almacenes de huesos... Eso sedeja para ciertas sílfides que yo me sé... ¡Quéalones! En fin, no quiero enfadarme».

Vistiose prontamente.

«Lo que es sombrero -me dijo mirándomecomo si se mirara al espejo-, no pienso ponér-melo. Mi cara no pide teja... ¿no es verdad?...Venga la mantilla, Andrea... Date prisa, mujer,que está el señor catedrático esperando».

Decidido a complacerla, la acompañé, estre-nando coche y dándonos mucho tono por aque-llas calles de Dios. Yo me reía y ella también.Por el camino, la conversación ofreciome opor-

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tunidad para decirle algo de la famosa licencia,y al oírme se enfadó, aunque no tanto comoantes, alzando demasiado la voz.

«Vamos, que me está usted buscando el ge-nio... Pues le tengo fuertecillo. Si vuelvo a oírhablar de la maestra... ¿A que mando parar elcoche y le pongo a usted en medio del arro-yo...?».

En la casa vi horrores. Había puertas pinta-das de azul, techos por donde corrían ciervos,angelitos dorados en los zócalos, muchos vi-drios de colores por todas partes, papeles defollaje verde con cenefa de amaranto, bellotasde plata en las jambas, rosetones con ninfastísicas o hidrópicas, cisnes nadando en sulfatode hierro, y otras mil herejías. Para la extirpa-ción general de ellos habría sido preciso ungran auto de fe. Era tarde ya para hacerlo, ysólo pude disponer algo que remendara y co-rrigiera el daño; pero sin dejar de hacer a mi

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vecina cumplidos elogios del decorado de susuntuosa vivienda.

También estuvimos a ver la que me destina-ba, que me pareció muy bonita. Doña Javierahizo la distribución previa, anticipándose a misgustos y deseos.

«Aquí el despacho; la librería en este testero;allí la cama del señor de Manso, bien resguar-dada del aire y lejos del ruido de la escalera;acá el lavabo. Voy a ponerle tubería con grifopara más comodidad... Asomémonos. Estas síque son vistas. Así, cuando usted tenga la cabe-za pesada de tanto estudiar, se asoma al mira-dor, y se traga con los ojos todo el Retiro. Desdeaquí puede mi señor catedrático hacer el amor ala ermita de los Ángeles que se ve allá lejos, ydiscutir a bramidos con el león del Retiro...».

La verdad era que yo estaba profundamenteagradecido a mi cariñosa providente vecina. Nopude menos de manifestárselo así... Pero en

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cuanto tocaba, aunque de soslayo, la temidacuestión, ya estaba la señora hecha un basilisco.No obstante, al día siguiente encontrela másamansada. Ya no decía: la maestra de escuela,sino esa pobre joven... Por la tarde, cuando laseñora y sus criadas estaban arreglando micuarto, volví a la carga y me dijo sin irritarse:

«Es usted más sobón... Lo que usted no con-siga con su machaca, machaca, no lo consiguenadie... Pero no, no me dejo engatusar... Nohablemos más de ello. Si sigue usted, me vue-lo...».

-Pero señora...

-Callarse la boca. Si me enfado, cojo el zo-rro... y por la puerta se va a la calle.

Me amenazaba con echarme de mi propiacasa. Y parecía que había tomado posesión deella, mirándola como suya, y disponiendo detodo a su antojo. No podía quejarme, porque

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con pretexto de la enfermedad de Petra, queestaba medio baldada, doña Javiera y sus cria-das habían puesto mi casa como el oro. Nuncahabía visto en derredor mío tanto arreglo ylimpieza. Daba gusto ver mi ropa y mis modes-tos ajuares. En varias partes de la casa, sobre lachimenea y en mi lavabo, sorprendí algunosobjetos de lujo y de utilidad que no me perte-necían. La señora de Peña los había subido desu casa, obsequiándome discretamente conellos.

A medida que su amabilidad me proporcio-naba nuevas ocasiones de complacerla, dismi-nuían sus voladuras con motivo de la licencia, yal fin, tuve tal maña para agradarla y compla-cerla, ora dándole dictamen sobre sus aprestosde lujo, ora dejándome cuidar y atender, queuna tarde me dijo:

«Para no oírle más, Mansito... que se casen...Lo que usted no consiga de mí... Tiene usted lasombra de Dios para proteger niñas».

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-XLVII-No me dejaba a sol ni sombra

Bendiciones mil a mi cariñosa vecina, quesin duda se había propuesto hacerme agradablela vida y reconciliarme con lo humano. ¡Ley delas compensaciones, te desconocerán los quearrastran una vida árida, en las estepas del es-tudio; pero los que una vez entraron en las fres-cas vegas de la realidad...! Abajo las metafísi-cas, y sigamos.

Fatigadillo estaba yo una mañana cuando...tilín. Era Ruperto, que me pareció más negroque la misma usura.

«Mi ama, que vaya luego...».

-Ya me cayó que hacer. ¿Qué ocurre? Voy alinstante.

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Hallé a Lica muy alarmada porque en el lar-go espacio de tres días no había ido yo a sucasa. En verdad era caso extraño; me disculpécon mis quehaceres, y ella me puso de ingrato ydescastado que no había por donde cogerme.

«Pues verás para lo que te he llamado, chini-to. Es preciso que acompañes a D. Pedro...».

-¿Y quién es D. Pedro?

-¡Ay qué fresco! Es el padre de Robustiana,ese señor tan bueno... Es preciso que le busquespapeleta para ver la Historia Natural.

-¡Qué más Historia Natural que él y toda sufamilia!

-No seas sencillo. Es un buen sujeto.Acompáñale a ver Madrid, pues el pobre señorno ha visto nada. A uno de los chicos hay quecolocarlo...

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-A todos los colocaremos... en medio de lacalle.

-¡Chinchoso! El ama es muy buena. Máximo,buena mano tuviste... Si no hay otro como tú...

-¿Y José María?

-¿Ese? Otra vez en lo mismo. Ya no se le vepor aquí. Parece que lo del marquesado está yahecho.

-Saludo a la señá marquesa.

-A mí... esas cosas...

No obstante su modestia y bondad, lo de lacorona le gustaba. La humanidad es como lahan hecho, o como se ha hecho ella misma. Nohay idea que la tuerza.

«Yo quiero mi tranquilidad -añadió-. JoséMaría está cada vez más relambido... pero conunas ausencias, chinito... Ya se acabó lo de la

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comisión de melazas, y ahora entra lo de la co-misión de mascabados».

A poco vimos aparecer a mi hermano, y loprimero que me dijo, de muy mal talante, fueesto:

«Mira, Máximo, tú que has traído aquí estatribu salvaje, a ver cómo nos libras de ella. Estoes la langosta, la filoxera; no sé ya qué hacer.Me vuelven loco. También tú tienes unas co-sas... El uno pide papeletas, y me va a buscar alCongreso, la otra pide destinos para sus doslobatos... En fin, encárgate tú, que los trajiste,de sacudir de aquí esta plaga».

«Los pobres -murmuró Lica-, son tan bue-nos...».

-Pues ponerles en la calle -indiqué yo.

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-¡No, no, que se le retira la leche! -exclamócon espanto Manuela-. Habla bajo, por Dios...Pueden oír...

Hablando bajito, quise dar una noticia desensación, y anuncié la boda de Manuel Peña.Manuela se persignó diferentes veces. Mi her-mano, atrozmente inmutado, no dijo más que:

«Ya lo sabía».

Disimulaba medianamente su ira, tomandoun periódico, dejándolo, encendiendo cigarri-llos. Después, como, al ir a su despacho, trope-zara en el pasillo con el célebre D. Pedro, quesombrero en mano le pedía no sé qué gollería,montó en súbita cólera, sin poder contenerse...

«Oiga usted, don espantajo -le dijo a gritos-,¿cree usted que estoy yo aquí para aguantar susnecedades? A la calle todo el mundo; váyaseusted al momento de mi casa, y llévese toda surecua...».

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¡Dios mío la que se armó! El titulado D. Pe-dro o tío Pedro, pues sólo mi cuñada le daba eldon, dijo que a él no le faltaba nadie; su dignaesposa se atrevió a sostener que ella era tanseñora como la señora; los chicos salieron esca-pados por la escalera abajo, y Robustiana em-pezó a llorar a lágrima viva. Muerta de miedoestaba Lica, que casi de rodillas me pidió pusie-ra paz en aquella gente y librara a mi ahijadode un nuevo y grandísimo peligro. En tantosentíamos a José María dando patadas en sucuarto, en compañía de Sainz del Bardal, aquien llamaba idiota por no sé que descuido enla redacción de una carta.

«Al fin se le hace justicia», pensé; y no tuvemás remedio que amansar a D. Pedro y a sumujer, diciéndoles mil cosas blandas y corteses,y llevándoles aquella misma tarde a ver la His-toria Natural. A los chicos tuve que comprarlesbotas, sombreros, petacas y bollos. Lica hizo unbuen regalo a la madre del ama. Yo llevé al café

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por la noche al hotentote del papá; y por fin, aldía siguiente, con obsequios y mercedes sinnúmero, buenas palabras y mi promesa formalde conseguir la cartería y estanco del pueblopara el hijo mayor, logramos empaquetarles enel tren, pagándoles el viaje y dándoles opulentamerienda para el camino.

¡Cuándo acabarían mis dolorosos esfuerzosen pro de los demás!

«Esto es una cosa atroz -dije para mí, paro-diando a doña Cándida-. Bienaventurado esaquel que enciende una vela a la caridad y otraal egoísmo».

-XLVIII-La boda se celebró

Era un martes... Como me agrada pocohablar de esto, lo dejaré por ahora. Algo hay,

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anterior al acto de la boda, que no merece elolvido. Por ejemplo: doña Cándida, enterada delos proyectos de Manuel por este mismo, violos cielos abiertos y en ellos un delicioso porve-nir de parasitismo en casa de los Peñas. Contodo, no podía contravenir mi cínife la ley de sucarácter, que exigía farsas extraordinarias enaquella ocasión culminante, y así, había queverla y oírla el día en que fue a casa de Lica «adesahogar su pena, a buscar consuelos en elseno de la amistad...».

Porque la sola idea de que iba a vivir sepa-rada de la inocente criatura, la llenaba de con-goja. ¿Qué seria de ella ya, a su edad, privadade la dulce compañía de su queridísima sobri-na... única persona que de los García Grandequedaba ya en el mundo? Pero el Señor sabía loque se hacía al quitarle aquel gusto, aquel apo-yo moral... Nacemos para padecer, y padecien-do morimos... Por supuesto, ella sabía dominarsu pena y aun atenuarla, considerando la buena

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suerte de la chica. ¡Oh!, sí, lo principal era queIrene se casara bien, aunque su tía se murierade dolor al perder la compañía... ¡Y que no llo-raría poco la pobre niña al separarse de su tíapara irse a vivir con un hombre!... Era tan tími-da, tan apocadita... Una cosa no le gustaba a micínife, y era el origen poco hidalgo de Peña.Reconocía sus buenas prendas, su talento, subrillante porvenir; pero ¡ay!... la carne, la car-ne... Irene se casaba con uno de los tres enemi-gos del alma. No se puede una acostumbrar aciertas cosas, por más que hablen de las lucesdel siglo, de la igualdad y de la aristocracia deltalento... En fin, era una cosa atroz; y la señora,que por bondad y tolerancia trataría a Manuelcomo a un hijo, estaba resuelta a no tragar adoña Javiera, porque realmente hay cosas queestán por encima de las fuerzas humanas... Ellatransigía con el chico; pero con la mamá... ¡im-posible! Si al menos no fuera tan ordinaria...¡Quia!, no podía, no podía vencer Calígula susescrúpulos... o si se quiere, dígase preocupacio-

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nes. Fuese lo que quiera, tenía los nervios muydelicados, la sensibilidad muy exquisita parapoder sufrir el roce con ciertas personas... No,cada uno en su casa y Dios en la de todos... Porlo demás, excusado es decir que todo cuanto laseñora de García Grande tenía era para su so-brina. Hasta las preciosidades y objetos raros yartísticos, que conservaba como recuerdo de lafamilia, se los iba a ceder... ¿Para qué queríanada ella ya?... Maravillas tenía aún en sus co-fres, que harían gran papel en la casa de losjóvenes esposos... Y el sobrante de sus rentas...también para ellos. ¡Válgame Dios!, su sobrinanecesitaría de ella más que ella de su sobrina, yocasión había de llegar en que la señora sacaraa Irene de algunos apuritos.

Oyendo esto, Lica se puso triste y la niñaChucha se secó una lágrima. Quedose doñaCándida a almorzar y desde aquel día reanudóla serie de sus diarias visitas a la casa, entrandoen una era de parasitismo, que no acabará ya

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sino con la funesta existencia de aquel mons-truo de los enredos y cocodrilo de las bolsas.

Yo me había propuesto no ver más a Irene,porque no viéndola estaba más tranquilo; peroun día se empeñó Manuel en llevarme allá, y nopude evitarlo. La que fue maestra de niños ydespués lo había sido mía en ciertas cosas, sealegró mucho de verme, y no lo disimulaba.Pero su gozo era de orden de los sentimientosfraternales y no podía ser sospechoso al jovenPeñita que, a su modo, también participaba deél. Hablamos largo rato de diversas cosas: ellame mostraba la variedad y extensión de susimperfecciones, encendiendo más en mí, alapreciar cada defecto, el vivo desconsuelo quellenaba mi alma... Habló de mil tonterías gra-ciosas y cada una de estas era como afilada sae-ta que me traspasaba. Su frívolo gozo recaíagota a gota sobre mi corazón como ponzoña...

Un gran escozor sentía yo en mí desde elfamoso descubrimiento; sospechaba y temía

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que Irene, dotada indudablemente de muchaperspicacia, conociese el apasionamiento y des-varío que tuve por ella en secreto, con lo cual ycon mi desaire, recibido en la sombra, debía deestar yo a sus ojos en la situación más ridículadel mundo. Esto me acongojaba, me ponía ner-vioso. A ratos me decía:

«¿Qué haré yo para quitarle de la cabeza esaidea? Y de que tiene tal idea no me cabe duda...Es más lista que Cardona y sabe más que todoslos tragadores de bibliotecas que existimos en elmundo. Imposible, imposible que dejara decomprender mi... Y si lo comprendió, ¡cómo sereirá del pobre Manso, cómo se reirán los dosen la intimidad de sus soledades deliciosas...! Sime fuese posible arrancarle ese pensamiento, oal menos sembrar en su mente otros que, alcrecer, lo ahogaran y comprimieran...».

Y ella, cuando hablaba conmigo, bondadosahasta no más, me miraba con ojos que a mí meparecían llegar hasta lo más lejano y escondido

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de mi ser. Luego tenían sus labios una sonrisitairónica que confirmaba mi temor y me inquie-taba más. Cuando me miraba de aquel modo,yo creía oírla hablar así en su interior:

«Te leo, Manso; te leo como si fueras un li-bro escrito en la más clara de las lenguas. Y asícomo te leo ahora, te leí cuando me hacías elamor a estilo filosófico, pobre hombre...».

Pensar esto, y sentir que subía toda la sangrea mi cerebro, era todo uno. Buscaba coyunturade destruir, aunque fuera con sofismas, la tre-menda idea de mi amiga, y al fin... No sé cómovino rodando la conversación. Creo que Peñitadijo que yo debía casarme. Ella lo apoyó. Vi elúnico cabello de una feliz ocasión, y me agarréa él.

«¡Casarme yo!... No he pensado nunca en talcosa... Los que nos consagramos al estudio va-mos adquiriendo desde la niñez el endureci-miento... Quiero decir, que nos encontramos

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curas sin sospecharlo... La rutina del celibatoacaba por crear un estado permanente de indi-ferencia hacia todo lo que no sea los goces cal-mosos de la amistad».

Poco seguro de la idea, yo no podía encon-trar bien tampoco las frases.

«Porque... llegamos a no conocer otro senti-miento que el de la amistad... Es que el estudiotorna para sí todas las fuerzas afectivas, y nosapasionamos de una teoría, de un problema...La mujer pasa a nuestro lado como un proble-ma que pertenece a otro mundo, a otra ramadel saber y que no nos interesa. He intentado aveces cambiar la constitución de mi espíritu,incitándole a beber en los manantiales de don-de, para otros, afluyen tantas corrientes de vi-da, y no he podido conseguirlo... Ni quiero nime hace falta. Me considero en la falange delsacerdocio eterno y humano. También el celiba-to es humano, y ha servido en todos los siglospara demostrar las excelencias del espíritu».

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¿Conseguí algo con estas paparruchas? Parahacer más efecto, hablé con Irene del tiempo enque ella daba lecciones a mis sobrinitas y delcariño paternal que me había inspirado. Ya seve... la semejanza de nuestras profesiones, elcompañerismo... Nada, nada, no pasaba.

Yo la veía mirarme, y podía jurar que decíapara sí:

«No cuela, Mansito, no cuela. Conste queperdiste la chaveta como el último de los estu-diantes, y ahora, ni con toda la filosofía delmundo, me has de hacer creer otra cosa. Lasmaestras de escuela sabemos más que los me-tafísicos, y estos no engañan ya a nadie másque a sí mismos».

-XLIX-Aquel día me puse malo

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¡Qué casualidad! Me refiero al día de la bo-da. Yo no quise ir... Convengamos en que meentró un fuerte pasmo que me retuvo en cama.Llovía mucho. Del cielo caía una tristeza gris,en hilos fríos que susurraban azotando el suelo.Por doña Javiera, que subió a verme cuandoconcluyó todo, supe que no había ocurrido na-da de particular, más que la obligada ceremo-nia, los latines, la curiosidad de los concurren-tes, el almuerzo en la casa nueva y la partida delos dichosos para no sé dónde... Creo que paraBiarritz o para Burgos o Burdeos. Ello era cosaque empezaba con B. La paradita no hace alcaso. Me levanté en seguida, completamenterestablecido, con asombro de doña Javiera, queme notificó su resolución de vivir desde el si-guiente día en la nueva casa. Hablamos de Ire-ne, y mi vecina me confesó que empezaba aserle agradable, que yo tenía quizás razón alelogiarla, y que si su hijo era feliz, poco le im-portaba lo demás. Contome que a Manolo lemiraban todas las chicas con una envidia... ¡Va-

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nidad materna que no hacía daño a nadie! Des-pués de almorzar se habían ido los dos solos ala estación, en su coche, tan bien agasajaditos,entre pieles... ¡Manolo estaba tan guapo...! Valíainfinitamente más que ella. Manolo daba la hora.La pícara maestra debía tener más talento queMerlín, porque había sabido pescar al mucha-cho más bonito y de más mérito de todas lasEspañas.

¡Virgen!, ¡y cuánto lloró doña Cándida!... Mihermano José también había cogido un pasmoaquel día y no pudo ir. Estaba la señá marquesa,Lica por otro nombre, con su mamá y hermana,y además otras muchas personas notables. Lode la notabilidad no se me alcanzaba, y así lomanifesté con mal humor a mi vecina. Ella in-sistió en designar como eminencias a todos losconcurrentes; discutimos, y yo concluí dicién-dole:

«¿Apostamos a que estaba también el negroRuperto?».

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-Y bien guapo; parecía una persona servidaen tinta de calamares... Eso; búrlese usted... yaverá D. Máximo ir gente grande a mi casa,cuando Manolo empiece a figurar, y demostees... Será aquello un pueblo...

No recuerdo cuánto más charló su expeditae incansable lengua. Para consolarse de su so-ledad, empezó a disponer la mudanza desdeaquel día. Aprovechando dos que estuve deexpedición en Toledo con varios amigos, lamisma doña Javiera hizo la mudanza de todosmis muebles, libros y demás enseres, con tantadiligencia y esmero, que al volver encontré rea-lizada la instalación y ocupé sin molestia deningún género mi nueva vivienda. En realidad,yo no tenía con qué pagar tantos beneficios yaquella creciente adhesión, que parecía salirseya de los comunes términos de la amistad. Ycomo, por desgracia, mi antigua sirvienta segu-ía paralizada de una pierna, y de la otra nomuy sana, mi casa continuaba en manos de la

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señora de Peña, que a todo atendía con extre-mada solicitud, dando motivo a murmuracio-nes de maliciosos amigos y vecinos. Yo me reíade estas picardihuelas y un día hablé franca-mente de ellas.

«Déjeles usted que hablen -me dijo con me-nos desparpajo del que solía tener, antes bienalgo turbada-. Riámonos del mundo. A ustedno le hacen los honores que merece, ni le apre-cian en lo que vale... Pues a mí me da la ganade hacerlo y de traer a mi señor D. Máximo aqué quieres boca. Es justicia, nada más que jus-ticia, y estoy por decir que es indemnización...¿se dice así? Estas palabras finas me ponensiempre en cuidado, por temor de soltar unabarbaridad...».

Lo que mi vecina me dijo me afectó mucho,hízome pensar y sentir, y ha quedado porsiempre grabado en mi memoria. ¿Provenía suafecto de esa admiración secreta, inexplicableque suele despertar en la gente ordinaria el

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hombre dedicado al estudio? He visto raros ynotabilísimos ejemplos de esto. Doña Javierahabía puesto en circulación un extraño apo-tegma: La sabiduría es la sal de los hombres. Cual-quiera que fuese el sentido de tal dicharacho,yo atribuía los obsequios de mi vecina a sutemperamento un tanto acalorado, a su sensibi-lidad caprichosa que tomaba vigor de la reno-vación de los afectos. Por eso me decía yo: «lepasará esto, y llegará un día en que no seacuerde de mí». Pero no pasaba, no; por el con-trario, la veía yo buscando la intimidad, yapropiándose cada vez mayor parte de todo lomío, principalmente en los órdenes moral ydoméstico, que son la llave de la familiaridad.Y acostumbrado a aquella blanda compañía, aaquella diligente cooperación en todo lo másimportante de mi vida, llegué a considerar quesi me faltaba la amistad fervorosa de mi vecina,había de echarla muy de menos. Por eso, insen-siblemente arrastrado, me dejaba llevar por la

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pendiente, sin ocuparme de calcular a dóndellegaría.

No quiero dejar de contar ahora el regresode Manuel y su esposa, después de habersedivertido de lo lindo en su excursión de amor.Según me dijo doña Javiera, no se les podíaaguantar de empalagosos y amartelados. Tantose habían hartado de la famosa miel. En con-ciencia yo deseaba que les durara aquel dulceestado lo más posible. Irene me pareció másguapa, más gruesa, de buen color y excelentesalud. Doña Javiera, que todo lo confiaba, medijo un día:

«Parece que hay nietos por la costa. En cuan-to yo vea que los menudea, pongo casa aparte.No quiero hospicios en la mía».

Irene me trataba siempre con la considera-ción más fina. Aunque nada debía sorprender-me, yo me admiraba de verla tan conforme altipo de la muchedumbre, de verla más distinta

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cada vez ¡Dios mío!, del ideal... ¿Pues no se dioa organizar, con otras señoras, rifas benéficas yfunciones y veladas para sacar dinero y emple-arlo en hospitalitos que no se acaban nunca?También la vi presidiendo una junta de señoraspostulantes, y su marido me dijo que le gastabaalgún dinero en novenas y festejos eclesiásticos.Para que nada faltase, un domingo por la tardela vi graciosamente ataviada de negra mantilla,peina y claveles. Iba a los toros, y preguntándo-le yo si se divertía en esa fiesta salvaje, me con-testó que le había tomado afición y que si nofuera por el triste espectáculo de los caballosheridos, se entusiasmaría en la plaza como enninguna parte...

Sentencia final: era como todas. Los tiempos,la raza, el ambiente no se desmentían en ella.Como si lo viera... desde que se casó no habíavuelto a coger un libro.

Pero hagámosle justicia. En su casa desple-gaba la que fue maestra cualidades eminentes.

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No sólo había introducido en la mansión de losPeñas un gusto desconocido, teniendo que sos-tener más de una controversia con su suegra,sino que también supo mostrarse altamentedotada como una señora de gobierno. Con estoy su tacto exquisito, unas veces cediendo, otrasresistiendo, supo conquistar poco a poco elafecto de su mamá política. Tenía, sin género deduda, grandes dotes de manejo social y artemaravilloso de tratar a las personas. Manuelempezó a recibir en su salón, por las noches, avarias personas de viso y a otras que aspirabana tenerlo.

Cómo trataba Irene a los distintos persona-jes; cómo atraía a los de importancia; cómo em-baucaba a los necios, cómo sacaba partido detodo en provecho de su marido, era cosa quemaravillaba. Yo veía esto con pasmo, y doñaJaviera estaba asustada.

«Es de la piel del diablo -me dijo un día-, sa-be más que usted».

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¡Verdad más grande que un templo y quetodos los templos del mundo! Lo más graciosoes que doña Javiera, que siempre había domi-nado a cuantos con ella vivían, fue poco a pocodominada por su nuera... Casi casi le tenía cier-to respeto parecido al miedo. A solas la señoray yo, hablábamos de las recepciones de Irene, ynos hacíamos cruces.

«Esta nació para hacer gran papel».

-Buena adquisición hizo Manolito, ¿no lo di-je?

-Como siga así y no se tuerza...

-¡Oh!, si ella es buena, es un ángel...

Y a veces nos consolábamos mutuamentecon tímidas murmuraciones.

«Veremos lo que dura. No me gustan tantostes, tanto recibir, tanto exhibirse».

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-Pues ni a mí tampoco... Quiera Dios...

-Se ven unas cosas...

¡Execrable ligereza la nuestra! Ella y él seamaban tiernamente. El amor, la juventud, laatmósfera social cargada de apetitos, lisonjas yvanidades criaban en aquellas almas felices laambición, desarrollándola conforme al uso mo-derno de este pecado, es decir, con las limita-ciones de la moral casera y de las convenien-cias. Esto era tan natural como la salida del sol,y yo haría muy bien en guardar para otra oca-sión mis refunfuños profesionales, porque nivenían al caso ni hubieran producido más re-sultado que hacerme pasar por impertinente ypedantesco. Las purezas y refinamientos demoral caen en la vida de toda esta gente conuna impropiedad cómica. Y no digo nadatratándose de la vida política, en la cual entróManuel con pie derecho, desde que recibió desus electores el acta de diputado. Mi discípulo,con gran beneplácito de sus enemigos y secreto

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entusiasmo de su esposa, entraba en una esferaen la cual el devoto del bien, o se hace inmunecubriéndose con máscara de hipócrita o caeredondo al suelo, muerto de asfixia.

-L-¡Que vivan, que gocen! Yo me voy.

Para ellos vida, juventud, riquezas, contento,amigos, aplauso, goces delirio, éxito... para mívejez prematura, monotonía, tristeza, soledad,indiferencia, tormento y olvido. Cada día mealejaba yo más de aquel centro de alegrías quepara mí era como ambiente impropio de miespíritu enfermo. Me ahogaba en él. Además deesto, cada vez que veía delante de mí a la jovenseñora de Peña, mujer de mi discípulo, aunqueno discípula, sino más bien maestra mía, meentraba tal congoja y abatimiento que no podíavivir. Y si por acaso la conversación me hacía

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encontrar en ella un nuevo defectillo, el descu-brimiento era combustible añadido a mi llamainterior. Cuanto menos perfecta más humana, ycuanto más humana más divinizada por miloco espíritu, al quien había desquiciado parasiempre de sus firmes polos aquel fanatismoidolátrico, bárbara devoción hacia un fetichecon alma. Todos los días buscaba mil pretextospara no bajar a comer, para no asistir a las reu-niones, para no acompañarles a paseo, porqueverla y sentirme cambiado y lleno de tonteríasy debilidades era una misma cosa. El influjo deestos trastornos llegó a formar en mí una nuevamodalidad. Yo no era yo, o por lo menos, yo nome parecía a mí mismo. Era a ratos sombradesfigurada del señor de Manso como las quehace el sol a la caída de la tarde, estirando loscuerpos cual se estira una cuerda de goma.

«¿Pero qué tiene usted?» me dijo un día do-ña Javiera.

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-Nada señora, yo no tengo nada. Por esoprecisamente me voy. Entre dos vacíos, prefieroel otro.

-Se queda usted como una vela.

-Esto quiere decir que ha llegado la hora demi desaparición de entre los vivos. He dado mifruto y estoy de más. Todo lo que ha cumplidosu ley, desaparece.

-Pues el fruto de usted no lo veo, amigoManso.

-Es posible. Lo que se ve, señora doña Javie-ra, es la parte menos importante de lo que exis-te. Invisible es todo lo grande, toda ley, todacausa, todo elemento activo. Nuestros ojos,¿qué son más que microscopios?

-¿Quiere usted que llame un médico? -medijo la señora muy alarmada.

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-Es como si cuando una flor se deshoja y sepudre llamara usted al jardinero. Coja ustedunas tijeras y córteme. Ya la luz, el agua, el aire,no rezan conmigo. Pertenezco a los insectos.

-Vaya usted a tomar baños.

-De eternidad los tomaré pronto.

-Nada, nada; yo llamo a un médico.

-No es preciso; ya siento los efectos del grannarcótico; voy a tomar postura...

Doña Javiera se echó a llorar. ¡Me quería tan-to! Aquel mismo día vino Miquis acompañadode un célebre alienista, que me hizo varias pre-guntas a que no contesté. Cuando los vi salir,me reí tanto, que doña Javiera se asustó más yme manifestó de un modo franco el vivísimoafecto con que me honraba. Yo la oía cual sioyera un elogio fúnebre pronunciado en lo altode un púlpito y en frente de mi catafalco... Y tal

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era mi anhelo de descanso, que no me levantémás. Prodigome sin tasa mi vecina los cuidadosmás tiernos, y una mañana, solitos los dos, ro-deados de gran silencio, ella aterrada, yo sere-no, me morí como un pájaro.

El mismo perverso amigo que me había lle-vado al mundo sacome de él, repitiendo el con-juro de marras y las hechicerías diablescas de laredoma, la gota de tinta y el papel quemado,que habían precedido a mi encarnación.

«Hombre de Dios -le dije-; ¿quiere ustedacabar de una vez conmigo y recoger esta carnemortal en que para divertirse me ha metido?Cosa más sin gracia...».

Al deslizarme de entre sus dedos, envueltoen llamarada roja, el sosiego me dio a entenderque había dejado de ser hombre.

Los alaridos de pena que dio mi amiga al verque yo había partido para siempre, despertaron

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a todos los de la casa; subieron algunos vecinos,entre ellos Manuel, y todos convinieron en queera una lástima que yo hubiera dejado de figu-rar entre los vivos... Y tan bien me iba en minuevo ser que tuve más lástima de ellos queellos de mí, y hasta me reí viéndolos tan afana-dos por mi ausencia. ¡Pobre gente! Me llorabanfamilia y amigos, y algunos de estos fueron alas redacciones de los periódicos a dedicarmesentidas frases. En cuanto lo supo Sainz del Bar-dal, agarró la pluma y me enjaretó ¡ay!, unaelegía, con la cual yo y mis colegas del Limbonos hemos divertido mucho. Aquí llegan todasestas cosas y se aprecian en su verdadero valor.

A mi hermano, Lica, Mercedes, doña Jesusay Ruperto les duró la aflicción qué sé yo cuán-tos días. Manuel se puso tan amarillo, que pa-recía estar malo; Irene derramó algunas lágri-mas y estuvo dos semanas como asustada, cre-yendo que me veía asomar por las puertas, le-vantar las cortinas y pasar como sombra por

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todos los sitios oscuros de la casa. Ni que lamataran, entraba de noche sola en su cuarto.¡También supersticiosa!

Pero todos se fueron consolando. Quien sequedó la última fue mi doña Javiera del alma,tan buena, tan llanota, tan espontánea. Segúndatos que han llegado a mi noticia, más de unavez fue a visitar el sitio donde está enterrado elque fue mi cuerpo, con una piedra encima y unrótulo que decía que yo había sido muy sabio.

De doña Cándida sé que oyó algunos cente-nares de misas, y que siempre que entraba encasa de Peña, donde diariamente desempeñabael papel de la langosta en los feraces campos,me había de nombrar suspirando, para mante-ner vivo el recuerdo de mis virtudes. A mi noti-cia ha llegado, por no sé qué chismografía deserafines, que no se puede calcular ya el dineroque le han dado para misas por mi reposo, elcual dinero suma tanto, que si se aplicara porlos demás, ya estaría vacío el Purgatorio. De las

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casas de mi hermano y de Peña saca la señoracon estos giros de ultratumba mediana rentillapara ayudarse. No hablo de la admiración quenos causa a todos los que estamos aquí el fe-cundo ingenio de Calígula, porque debe supo-nerse.

Y a medida que el tiempo pasa se van olvi-dando todos de mí, que es un gusto. Lo másparticular es que de cuanto escribí y enseñéapenas quedan huellas, y es cosa de graciosísi-mo efecto en estas regiones el ver que mientrasun devoto amigo o ferviente discípulo nos lla-ma en plena sesión de cualquier academia elinolvidable Manso, si se va a indagar dónde estála memoria de nuestro saber, no se encuentrarastro ni sombra de ella. El olvido es completoy real, aunque el uso inconsiderado de las fra-ses de molde dé ocasión a creer lo contrario.Diferentes veces he descendido a los cerebros(pues nos está concedida la preciosa facultad devisitar el pensamiento de los que viven), y me-

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tiéndome en las entendederas de muchos quefueron alumnos míos, he buscado en ellos misideas. Poco, y no de lo mejor, ha sido lo descu-bierto en estas inspecciones encefálicas, y parallegar a encontrar eso poco y malo, ha sido pre-ciso levantar, con ayuda de otros espíritus en-trometidos, los nuevos depósitos de ideas másoriginales, más recientes, traídas un día y otropor la lectura, el estudio o la experiencia.

De conocimientos experimentales he halladograndísima copia en Manuel Peña. Lo que yo leenseñé apenas se distingue bajo el espeso fárra-go de adquisiciones tan luminosas como prácti-cas, obtenidas en el Congreso y en los combatesde la vida política, que es la vida de la acciónpura y de la gimnástica volitiva. Manuel haceprodigios en el arte que podríamos llamar demecánica civil, pues no hay otro que le aventajeen conocer y manejar fuerzas, en buscar hábilesresultados, en vencer pesos, en combinar mate-riales, en dar saltos arriesgados y estupendos.

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También he dado una vuelta por el vasto inter-ior de cierta persona, sin encontrar nada departicular, más que el desarrollo y madurez delo que ya conocía. En cierta ocasión sorprendíuna huella de pensamiento mío o de cosa mía,no sé lo que era, y me entró tal susto y congojaque hui, como alimaña sorprendida en inhabi-tados desvanes. Después vine a entender queera un simple recuerdo frío, mezclado de cálcu-lo aritmético. Por el teléfono que tenemos meenteré de esta frase:

«No, tía, ya no más misas. Decididamenteborro ese renglón».

Rara vez hacía excursiones hacia la partedonde está el pensar de mi hermano José. Noencontraba allí más que ideas vulgares, rutina-rias y convencionales. Todo tenía el sello deadquisición fresca y pegadiza, pronto a desapa-recer cuando llegara nueva remesa, productoinsípido de la conversación o lectura de la no-che precedente. Como etiqueta de un frasco,

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estaba allí el lema de Moralidad y economías. Joséno pensaba más, ni sabía hablar de otra cosa.

Como si hubiera encontrado la piedra filoso-fal, se detiene aún en aquel punto supremo dela humana sabiduría. ¡Moralidad y economías!Con esta receta ha reunido en torno suyo ungrupo de sonámbulos que le tienen por emi-nencia, y lo más gracioso es que entre el públicoque se ocupa de estas cosas sin entenderlas, haganado mi hermano simpatías ardientes y unprestigio que le encamina derecho al poder.¿Será ministro? Me lo temo. Para llegar máspronto ha fundado un periodicazo, que le cues-ta mucho dinero y que no tiene más lectoresque los individuos del grupo sonambulesco.Sainz del Bardal lo dirige y se lo escribe casitodo, con lo cual está dicho que es el tal diariode lo más enfadoso, pesado y amodorrante quepuede concebirse. De los grandes atracones queha tomado el miasmático poeta para cumplir sutarea, contrajo una enfermedad que le puso en

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la frontera de estos espacios. Cuando lo supi-mos, se armó gran alboroto aquí y nos amoti-namos todos los huéspedes, conjurándonospara impedirle la entrada por cuantos mediosestuvieran en nuestro poder. Dios, bondadosí-simo, dispuso alargarle la vida terrestre, con loque se aplacó nuestra furia y los de por allá sealegraron. Propio de la omnipotente sabiduríaes saber contentar a todos.

Un día que me quedé dormido en una nube,soñé que vivía y que estaba comiendo en casade doña Cándida. ¡Aberración morbosa de miespíritu que aún no está libre de influenciasterrestres! Desperté acongojadísimo y hubo depasar algún tiempo antes de recobrar el plácidoreposo de esta bendita existencia en la cual seadquiere lentamente, hasta llegar a poseerlo enabsoluto, un desdén soberano hacia todas lasacciones, pasos y afanes de los seres que todav-ía no han concluido el gran plantón de vivir

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terrestre y hacen, con no poca molestia, la ante-sala del nuestro.

¡Dichoso estado y regiones dichosas estas enque puedo mirar a Irene, a mi hermano, a Peña,a doña Javiera, a Calígula, a Lica y demás des-graciadas figurillas con el mismo desdén conque el hombre maduro ve los juguetes que leentretuvieron cuando era niño!

Madrid.- Enero-Abril de 1882.

FIN DE LA NOVELA