Ebony Clark - Matrimonio de conveniencia.pdf
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Matrimonio de
conveniencia
Ebony Clark
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Capitulo 1
Cordelia miró con recelo al hombre que acababa de entrar. No había cambiado nada a pesar de los años transcurridos. Seguía teniendo aquella expresión casi diabólica que un día la había hecho estremecer de terror. La misma mirada penetrante e insolente que ahora se clavaba en ella mientras tomaba asiento para ultimar con los abogados los detalles de su abominable negocio. Le pareció aún más despreciable el hecho de que hubiera exigido su presencia allí cuando apenas había tenido tiempo de llorar la muerte de su padre. Sin embargo, decidió que no le daría la satisfacción de verla débil y vencida. Irguió la barbilla en un gesto altanero y desvió la mirada hacia la ventana.
Recordó con tristeza los acontecimientos que días anteriores la habían precipitado a aquella situación. Samuel Hernshaw había sido un hombre recto y honrado. Había inculcado en sus hijos su mismo sentido de la honestidad y les había enseñado a vivir sus vidas sin avergonzarse por los errores que pudieran cometer. Sí, había sido un buen padre. Quizá era por ello la sorprendía que jamás les hubiera hablado de los problemas económicos que atravesaba. Quizá por ello la noticia de que todo cuanto había sido de su familia, perteneciera ahora a aquel hombre miserable, la llenaba de rabia. Espió de soslayo su rostro impasible y le odió con todas sus fuerzas una
vez más. Maldito mil veces. Maldito por arrebatarle todo cuanto amaba, incluida su propia libertad. Ni volviendo a nacer podría llegar a comprender los motivos que Ian O’Hara podía tener para planear una venganza tan cruel contra ellos. ¿Hasta que punto podía llegar a odiar una persona? ¿Era posible que alguien fuese tan monstruoso como para no sentir la más mínima compasión hacia quien sufre un dolor tan profundo como el que ella sentía en ese instante? Estaba segura de que el señor O’Hara era el mismísimo demonio. Se había convencido de ello hacía muchos años, la primera vez que le había
visto. Había sido en la fiesta de cumpleaños de su hermana menor. Lynn estaba radiante ese día, con su vestido nuevo ondeando al compás de la música y una docena de admiradores revoloteando a su alrededor. Benjamin, su hermano, la vigilaba todo el tiempo. Por aquel entonces, ella contaba dieciocho años de edad. Todo era nuevo para ella. Todo era hermoso, emocionante. Todo, excepto aquellos ojos grises que la fulminaban desde el
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otro lado del salón. Le había preguntado a Benjamin quién era el hombre que la observaba en silencio, analizando cada uno de sus movimientos desde la distancia. –Es el nuevo fichaje de papá. –había contestado Benjamin con cierto
resentimiento– Un irlandés presumido. Pero dice papá que es un genio para los negocios. Le ayuda a tratar con los trabajadores, es organizado y meticuloso y sabe hacerse respetar. Y por lo que dicen, su trabajo está siendo brillante. Cordelia había notado el matiz de envidia en las palabras de Benjamin. El
siempre había sido el proyecto inacabado de su padre. Decía que era holgazán e irresponsable. Que no tenía olfato para los negocios y que carecía del sentido común que caracterizaba a sus hermanas. En realidad, Benjamin siempre había sido la causa de alguna disputa en la familia y con la llegada de un nuevo rival, la cosa había empeorado. Cordelia había mantenido hasta el último segundo la esperanza de que
Benjamin cambiara algún día. Por desgracia, aquel trágico accidente había impedido que su hermano cumpliera sus expectativas de convertirse en el hombre que todos esperaban que fuera. Pero mucho antes de que aquello sucediera, él y el señor O’Hara habían tenido sus diferencias. Aquel mismo día, durante la fiesta de Lynn, él se había acercado hasta ellos para presentarse. Benjamin se había mostrado descortés y O’Hara, por su parte, había sido
arrogante y despiadado. Le trató del mismo modo desconsiderado que Benjamin utilizaba con él y finalmente, su hermano se retiró de la fiesta maldiciendo entre dientes. Cordelia no había entendido nada entonces. No entendía que un perfecto desconocido le hiciera reproches a Benjamin sobre su forma de llevar algunos asuntos en los negocios de la familia. Los rumores que circulaban en torno a O’Hara y a la competencia que ambos mantenían, no eran tranquilizadores. Solo después, comprendería los motivos. Una vez solos, O’Hara no apartaba de ella sus ojos, como un ave de rapiña
que acorrala a su presa antes de hacerse con el botín. Para Ian O’Hara, ella era el botín. Y era tal vez lo que más la había sorprendido en su inexperiencia. Cordelia no era especialmente atractiva. No era una mujer a la que todos admiraran al pasar. No era Lynn, que se movía deliciosamente y era el centro de atención donde quiera que fuera. Pero allí estaba él. Observándola, incomodándola…
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–Cordelia Hernshaw. –extendió su mano por educación y él presionó ligeramente sus dedos, apartándolos de inmediato al ver como ella torcía los labios con disgusto– No nos habían presentado. –Así es –la voz de O’Hara era grave al hablar y Cordelia sentía como si la
acariciara con manos invisibles. –Ardía en deseos de conocer a la encantadora señorita Hernshaw. Cordelia percibió la burla en sus palabras. –Entonces se ha equivocado de pleno, señor… –O’Hara. Ian O’Hara. ¿Por qué lo dice? –Porque ella es la “encantadora señorita Hernshaw”, señor O’Hara. –señaló
a Lynn, que en aquellos momentos aceptaba la copa de ponche que su admirador preferido le traía– Es Lynn, mi hermana. Supongo que los comentarios halagadores que ha escuchado se refieren a ella. Y sin esperar respuesta, le había dejado plantado, refugiándose en la
tranquilidad de la terraza. Le gustaba estar sola, pasar desapercibida para el resto del mundo y disfrutar de su propia compañía. Claro que el desagradable señor O’Hara no estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto. La siguió y ella se volvió sobresaltada al notar su presencia tras ella. Apenas podía moverse sin que sus cuerpos se rozaran, así que se quedó muy quieta, rezando porque alguna de las hermosas mujeres de la fiesta reclamara su atención. Aunque a juzgar por sus modales, dudaba que ninguna mujer hubiera querido acompañarle. –No me interesa su hermana –comentó muy cerca de su oído– La señorita
Lynn me parece una flor artificial que se exhibe al mejor postor. –¿Qué quiere? –le espetó con nerviosismo, consciente del temblor que
comenzaba a recorrer sus rodillas. Su enorme estatura y su expresión maliciosa la inquietaban. La forma en que la ofendía al hablar así de Lynn la inquietaba– ¿No ha tenido bastante con humillar a mi hermano? ¿No es bastante que le obligue a esforzarse el doble cada día para ganarse el respeto de mi padre? –Así que se trata de eso… –él frunció el ceño– Ya veo que su hermano la ha
puesto en guardia contra mí. ¿Eso es lo que le ha contado, que intento arrebatarle el respeto de su padre? –No ha sido Benjamín –replicó– Por aquí, señor O’Hara, nadie le considera
una joya precisamente. Es bien sabido que trata por todos los medios de impresionar a mi padre. Y quizá lo consiga. Pero, ¿sabe una cosa? Usted no es más que un empleado. No es nadie. No tiene derecho a regañar a Benjamin. Y no tiene derecho a hablarnos como si nos conociera de toda la vida.
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El apretó la mandíbula con fuerza y su rostro enrojecía a medida que asimilaba lo que ella le decía. –Entiendo –sus pupilas brillaban intensamente– Solo soy un patán
pretencioso, ¿no es así? –Es usted quien lo dice –Cordelia levantó la barbilla, orgullosa. –Pero no lo niega. –No, no lo niego. –Ya veo –O’Hara colocó ambas manos sobre el barandal, acorralándola en
el interior del círculo que formaban los fuertes brazos alrededor de su cuerpo– Y supongo que tampoco soy lo bastante bueno para reclamar de usted una sonrisa amable. –En efecto. –Y por supuesto, no soy lo bastante bueno como para que considere la idea
de bailar conmigo –él se burlaba nuevamente. Cordelia sabía muy bien que solo quería ponerla nerviosa y castigarla por
haberle devuelto a la realidad. Y la realidad es que el señor O’Hara no era mejor que cualquier otro hombre que se acercara a ella con aires de grandeza. No le contradijo. Si quería pensar que ella era una señorita presumida que despreciaba a las personas por su condición social, podía hacerlo. No le importaba la opinión de Ian O’Hara. –Otra vez ha acertado –afirmó con una sonrisa superficial– Si me
disculpa… Pero él no se apartaba y Cordelia se mordió los labios, indignada. –La disculpo, señorita Hernshaw –O’Hara entrecerró los párpados y acercó
su rostro al de ella para que pudiera escucharle– Pero sepa que también los patanes pretenciosos tenemos nuestro corazoncito. Cuídese mucho de romperlos con sus ademanes de niña bien o puede que tenga que arrepentirse de ello algún día. –¿Cómo dice? –ella no salía de su asombro. ¿Quién era en realidad Ian O’Hara? ¿Con qué autoridad la aconsejaba, o
peor aún, la amenazaba en su propia casa? O’Hara no quiso explicar el sentido de sus palabras. Desapareció y esa fue
la última vez que le había visto… hasta entonces. Su advertencia adquiría significado ahora. Ian O’Hara había tomado la revancha por las ofensas que pertenecían al pasado. Sin embargo, aquello era el presente. La escena que se desarrollaba en el despacho de abogados, era el presente. La escena anterior, en la pequeña capilla, era el presente. Y por más que la realidad le revolviera el estómago, todo era muy real. No había vuelta atrás, todo estaba decidido.
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Cordelia Hernshaw acababa de zanjar aquel asunto del modo más conveniente para Lynn y para el resto. Y el hombre que le sonreía con insolencia al otro lado de la estancia, el hombre al que odiaba por encima de cualquier odio racional, era desde ese día su marido. Trató de no pensar en ello mientras se dirigían de camino hacia la casa que
ambos compartirían a partir de entonces. Pero era difícil no hacerlo. Las imágenes estaban demasiado frescas en su memoria. Solo unos meses antes, Ian O’Hara se había presentado nuevamente ante
su familia. Su padre ya estaba lo bastante enfermo para no discutir y aceptar obedientemente lo que él le ofrecía. Cordelia no podía creer que él y O’Hara hubieran mantenido en secreto aquella extraña relación durante los años que siguieron a su repentina marcha. Y finalmente, Samuel Hernshaw había confesado a sus hijas la verdad. El destino había querido que O’Hara hiciera fortuna por sus propios
medios. Eso había sucedido después que su padre le echara de sus tierras bajo la acusación de apropiarse de una buena cantidad de dinero. No había sabido más de él hasta que la situación había tocado fondo. Y ese había sido el momento que O’Hara había aprovechado para comprar las tierras de su padre. Por mucho tiempo, se había mantenido a la sombra, aguardando el instante
perfecto para consumar su venganza. Esperando el momento para presentarse y hacerla tragar las palabras que le había dicho en el pasado. Pero una vez fallecido su padre, Ian O’Hara no había perdido el tiempo. Cerró los ojos con fuerza, intentando apartar el recuerdo de su mente.
O’Hara había sido claro y conciso. El era el dueño. El amo y señor. Ya se comportaba como tal mientras la observaba con descaro al relatarle los planes que tenía para ella. –La situación es muy simple, señorita Hernshaw –había dicho con tono
falsamente afectado– Puede afrontar los hechos con entereza o echarse a llorar como la niña mimada que es. En realidad, no me importa. Pero sea como sea, no quiero que piense que he venido a arrebatarles sus vidas sin ofrecerle al menos una oportunidad. –¿Una oportunidad? –Cordelia lo había preguntado aún a sabiendas que
no iba a gustarle escucharlo. –Eso es. Una oportunidad –repitió él con impaciencia y añadió misterioso–
Tal vez usted tenga algo que pueda interesarme.
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–¿Bromea? –ella le miró espantada. Sin lugar a dudas, Ian O’Hara no tenía conciencia. Añadió con sarcasmo– Nos ha quitado nuestra casa, nuestras tierras… ¿Acaso le parece que tenemos algo más que pueda serle útil, señor O’Hara? –Querida, estas tierras ya estaban antes de que usted y su rimbombante
familia llegaran. No me convierta en el usurpador de algo que ustedes, los ingleses, usurparon hace años. Pero volviendo a su pregunta de antes, sí creo que aún hay algo que pueda interesarme. Su posición –él lo soltó de repente y sonrió al ver como ella abría los ojos desmesuradamente. –¿Nuestra posición? –Eso he dicho, señorita Hernshaw –repitió y encogió los hombros como si
no le importara lo más mínimo que ella le mirara con desprecio– Como bien dijo en una ocasión, nadie me considera una joya por aquí. Quizá me convenga que me relacionen con alguien a quien respeten. Alguien cuyo apellido infunda confianza. Alguien como usted, señorita Hernshaw. –No se cómo… –Cordelia no comprendía. –No sea tan inocente, querida –la zarandeó con súbita brusquedad para
hacerla reaccionar– Ya ha visto como me mira su hermana. Le gusto. Me ve como al terrible villano de toda esta historia. Y ya sabe que los villanos despertamos un interés morboso en las mujeres. Eso me beneficia sin duda. Necesito una esposa respetable, un hogar respetable y unos cuantos vecinos que me inviten a sus fiestas y hagan florecer el negocio. Lynn parece perfecta. Hermosa y distinguida como una princesita de cuento. Pero emocionalmente inestable, inmadura. Usted, sin embargo… Es perfecta para ese papel. Cordelia abrió la boca, pero fue incapaz de hablar. –¿Bien, qué me dice? –Yo… –¡Por el amor de Dios! –gritó sin reparos– No sea remilgada. –Usted… ¿pretende comprarme… es eso? –inquirió perpleja. –Básicamente, sí –respondió con total naturalidad a pesar de lo
descabellado de su propuesta. –¿Y si le digo que por mi, usted y sus pretensiones pueden irse al diablo? –
le desafió con rabia, conteniendo el impulso de abofetearle– No estoy en venta, maldito gusano presuntuoso. –En ese caso, señorita Hernshaw, me veré obligado a comportarme como el
patán miserable que soy –anunció con un rictus cínico en los labios– Cortejaré a su hermana. Me casaré con ella y la haré tan infeliz que deseará estar en su lugar, créame. Y entretanto, me ocuparé de poner en venta todo lo que tenga
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valor para usted. La casa, las tierras… Todo. Las personas que trabajaban para su padre en la plantación de café y el servicio serán despedidos. Y luego, usted podrá explicarle a todas esas buenas gentes porqué han perdido su empleo. Incluso puede convencerlos de que era un sacrificio demasiado grande convertirse en la esposa de un hombre repugnante y seguir disfrutando de una cómoda situación económica para usted y su hermana. Seguro que lo comprenderán. – No habla en serio… –balbuceó. –Oh, sí que lo hago, querida –pasó los dedos por la mejilla de ella y
Cordelia se apartó. Sonrió con aquella risa seca y desprovista de humor que ella había empezado a odiar– Muy en serio. Pero no tiene que darme una respuesta inmediatamente. –Qué considerado –murmuró, aunque él pudo oírla y esta vez su risa fue
mucho más despiadada. –Píenselo bien, querida. Piense en su pobre hermana, cayendo de su bonito
pedestal y comprando la prensa para leer los anuncios de trabajo. Piense en como se sentirá, desprovista de los lujos y las comodidades que siempre la han rodeado. Piense en usted misma. Ni siquiera es lo bastante hermosa para cazar un buen marido. Ya era invisible para los hombres antes, cuando la luz cegadora de la belleza de Lynn la reducía en aquel elegante salón –su sarcasmo no conocía límites– ¿Qué cree que sucederá ahora, que no tiene nada que ofrecer más que su propia y orgullosa personita? ¿Cree que le lloverán propuestas de matrimonio? Y si eso no la preocupa, piense entonces en toda esa gente que perderá su empleo. ¿Le parece justo que sean desgraciados solo porque no soy de su agrado? –Se ha vuelto loco –dijo con los ojos brillantes a causa de las lágrimas. Las
contuvo con dificultad, dispuesta a demostrarle que no era una cría que se abandonaba a una rabieta. –No lo creo, querida. Solo soy realista. Y usted aceptaría enseguida mi
oferta si también lo fuera. –¿Casarme con usted? –Cordelia sintió que la cabeza le daba vueltas. –Y recuperar su vida. La vida de Lynn. Es tentador, ¿no le parece? Durante unos minutos interminables, Cordelia evaluó mentalmente las
consecuencias de aquella catástrofe. No podía ocuparse de Lynn y de ella misma. Pero aún, Lynn no aceptaría quedar en la pobreza pudiendo tener la oportunidad de recuperar cuanto había sido suyo. Conociendo a su hermana, sabía que aceptaría casarse con aquel miserable antes que perderse una sola
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fiesta en la ciudad. Tenía que evitarlo como fuera, costara lo que costara. Clavó los ojos chispeantes en él. –¿Jura por Dios que la dejará en paz? –preguntó con voz entrecortada. –Le doy mi palabra de honor, señorita Hernshaw. Ya le dije una vez que no
estaba interesado en ella –parecía sincero. Todo lo sincero que podía ser una alimaña como él, pensó Cordelia. –¿Jura que todo volverá a ser como antes, que no pondrá nada a la venta?
¿Conservará la plantación y las tierras y no hará que despidan a nadie? ¿Lo jura por su honor, si es que lo ha tenido alguna vez? –Lo juro, querida. ¿Quiere que lo haga sobre una Biblia para sentirse
mejor? –dijo mordaz– Le prometo que usted y su hermana conservarán su casa y todo lo demás. “Todo menos mi dignidad”, Cordelia se dejó caer sobre una silla con
expresión derrotada. –Está bien. Acepto –susurró fijando la vista en sus pies– Pero aún tiene que
prometerme algo más. –¿Aún hay más, querida? –O’Hara arqueó las cejas, aparentemente
divertido por su actitud– Está siendo harto ambiciosa para lo poco que recibiré a cambio, ¿no le parece? –Jure que no pondrá sus repugnantes pezuñas sobre mí –lo dijo con voz
tan clara y firme que él no pudo evitar lanzar una carcajada de sorpresa. –¿Un casto matrimonio de conveniencia, señorita Hernshaw? –se burló y
caminó despacio hacia la puerta sin dejar de reír– Como desee, querida. Pero va a ser muy aburrido, se lo advierto. Cordelia abandonó de un salto su asiento y le siguió hasta la puerta,
impidiendo que desapareciera sin concederle aquel último y crucial juramento. –¿Señor O’Hara? –le retó con la mirada. En el fondo de su corazón, deseaba
que él deshiciera su trato y la liberara de aquella enorme responsabilidad que había depositado en sus hombros. –De acuerdo, mi querida Cordelia. Lo juro. Y al decirlo, sus palabras sellaron un pacto del que se arrepentiría. Del que
ya se arrepentía en el instante en que ambos atravesaban la entrada de su elegante hogar como marido y mujer. Solo que ninguno de los dos parecía feliz. No parecían unos recién casados. Porque no había amor en aquella unión. Solo había un mutuo interés que la hacía sentir tan despreciable como él. Cordelia supo que jamás se arrepentiría lo bastante de su decisión.
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Capitulo 2 –No dormiré ahí –Cordelia se volvió, cubriéndose con la bata al escuchar
como la puerta se abría con brusquedad. O’Hara estaba furioso y ella conocía bien los motivos. Había hecho que la señora Craig, su ama de llaves de toda la vida, preparara un cuarto de invitados para él. Al parecer, O’Hara no compartía su opinión al respecto– No vas a avergonzarme delante de todos enviándome en nuestra noche de bodas a un cuarto para invitados. No soy tu invitado, querida. Soy tu esposo. Tu amante y flamante marido, ¿recuerdas? –Le mostró con rabia la alianza que ella misma había colocado hacía solo unas horas en su dedo– Espero que sepas entender algo tan sencillo como eso, querida mía –gritó sin importarle que el resto de las personas de la casa pudieran oírle– Porque no tengo intención de pasar la noche en otro lugar que no sea aquí. Cordelia le dio la espalda y comenzó a cepillarse el cabello como si el
hombre que permanecía de pie tras ella fuera tan importante como un insecto. A decir verdad, no creía que existiera insecto alguno que pudiera provocarle tanto asco. – ¿Has escuchado lo que he dicho, Cordelia?– insistió él, suavizando el
tono de voz al acercar sus labios a la nuca femenina. Ella sacudió la cabeza, molesta por el atrevimiento de su caricia. – Perfectamente – dejó caer ruidosamente el cepillo sobre el tocador. Le
miraba a través del espejo, vigilando sus movimientos. La proximidad de aquel hombre siempre conseguía inquietarla. Ella no era cobarde. Nunca lo había sido. Pero había algo en él, en el modo en que la miraba…Suspiró, fingiendo indiferencia y cansancio– Haz lo que quieras. De todas formas, ibas a hacerlo. Te gusta salirte con la tuya, sin importarte nada ni nadie que no seas tú mismo, ¿no es así? No necesitas mi aprobación. Si quieres dormir aquí, hazlo. Pero no esperes que comparta la cama contigo. – ¿Y qué piensas hacer, Cordelia, fingir que no existo hasta que amanezca?–
se mofó y su expresión se volvió más seria al ver como ella cogía una de las almohadas y sacaba un par de mantas del armario. Las tendió en el suelo y se las mostró con una sonrisa– ¿Me tomas el pelo, querida? – Si puedo soportar llevar tu abominable apellido – le informó
alegremente– también puedo soportar la dureza de este suelo.
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El sujetó su mano con fuerza, obligándole a mirarle directamente a la cara. La empujó sobre la cama sin vacilaciones y se quedó de pie, contemplándola como si se debatiera entre el deseo de humillarla o de tomarla contra su voluntad. Ambas cosas significaban lo mismo para ella. El resultado sería que el odio que sentía hacia él aumentaría más si es que eso era posible. – Te comportas como una niña, querida – se sentó junto a ella y recorrió
con su dedo índice la línea de su cuello, arrastrando con lentitud la tela que cubría sus hombros y dejándolos al descubierto. El brillo de sus ojos le decía que no era completamente inmune a aquella visión. Ella podía no ser tan hermosa como Lynn. Pero en ese instante, el hombre la deseaba como nunca antes había deseado a otra mujer. Lo atribuyó a su expresión orgullosa que le desafiaba, que le retaba a comportarse como una bestia sin sentimientos. Sin embargo, no quería ser aquella bestia para ella. No quería proporcionar a la engreída señorita Cordelia otro motivo para despreciarle. Sonrió a medias– Pero no eres una niña, ¿no es cierto? Eres una mujer. Y ahora mismo, te preguntas como sería estar con un hombre… ¿Me equivoco? Cordelia se cubrió nuevamente, furiosa porque una parte de ella había
reaccionado al contacto de sus manos. Se dijo que no podía dominar cada fibra de su ser y se sintió avergonzada y enfadada por ello. – ¿Das por sentado que no lo se ya?– preguntó y la reacción del hombre no
se hizo esperar. Observó con cierto temor como las mandíbulas de él se tensaban al escucharla. A pesar de todo, se alegró de poder herirle, aunque solo fuera en su ego– Oh, por favor… ¿De verdad creías que te llevabas una esposa pura y virginal al altar? Ahora tú eres el remilgado, señor O’Hara. – Mientes – su tono era peligrosamente suave al hablar. – ¿De veras? Te diré una cosa, esposo mío…– colocó una expresión teatral
en su rostro y le recordó sus insultos– Incluso para alguien invisible como yo, el sexo resulta sumamente atractivo. Me considero afortunada por haber conocido los placeres de la carne antes de que pusieras tu maldito anillo en mi dedo. Así no tendré que lamentarme por lo que me pierdo durante el tiempo que dure nuestro conveniente acuerdo. Ian levantó una mano y ella se tapó la cara, convencida de que iba a
golpearla. Pero él solo apartó un mechón rebelde que caía sobre sus labios y Cordelia enrojeció de vergüenza. – Me siento tentado a averiguar si dices la verdad– sus ojos acariciaron
cada centímetro de su piel y fue peor que si la tocara físicamente. Cordelia contuvo la respiración– Pero no esta noche. Ahora solo quiero dormir. Y tú…
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mi descarada y atrevida mujercita, puedes hacer lo que te venga en gana. Salvo salir de esta habitación. – ¿Vas a encerrarme?– inquirió simulando que no le tenía miedo. – Por supuesto que no, mi vida– él imitaba su tono de voz– Pero ni por un
momento, creas que vas a atravesar esa puerta para que todos sepan que no ha habido noche de bodas. Cordelia saltó de la cama y esperó a que él se desvistiera, evitando mirarle.
Tuvo que confesar que el cuerpo desnudo de él ejercía una malsana atracción sobre sus ojos. Pero se mantuvo firme. Y cuando él apagó la luz y escuchó su respiración acompasada que le indicaba que estaba dormido, se tendió en el suelo y se envolvió en las mantas. No era tan terrible, pensó. Y aunque intentaba convencerse de lo cómodo que era aquel suelo duro y frío, la imagen de Ian O’Hara yaciendo plácidamente sobre su cama, la enfurecía. – Buenas noches, querida –le oyó murmurar y se aplastó la almohada
contra la cara para no escuchar su risa irónica. Lynn se levantó más tarde que nunca aquella mañana. Cordelia ya la
conocía lo bastante para saber que era su forma de decirle que no aprobaba lo que había hecho. Aún no la había perdonado por tomar aquella decisión sin consultárselo. Pero, ¿qué más podía hacer?, pensó Cordelia, mientras observaba como su hermana bostezaba ruidosamente para hacer notar su llegada al comedor. La vio echar una breve ojeada a su alrededor y encoger los hombros con indiferencia al descubrir que estaban solas. – Será mejor que te sientes– le indicó Cordelia, señalando la silla vacía
junto a la suya. Por pura rebeldía infantil, Lynn ocupó la silla más alejada en la mesa y masticó con expresión aburrida una tostada. Cordelia la regañó con la mirada– Lynn… Tenemos que hablar. – ¿De qué? – Ya lo sabes. – Ah, déjame recordar…– Lynn se mostraba soberbia como nunca– ¿Te
parece que hablemos de tu precipitado matrimonio con ese don nadie? ¿O prefieres que empecemos por hablar de cómo tu recién estrenado esposo nos ha arrebatado todo cuanto poseíamos? – Lynn… – Oh, no quiero saber nada– se levantó de un salto, estiró los brazos para
desperezarse y miró por la ventana– Un día precioso, ¿no te parece? Creo que me iré de compras. Eso hará que me sienta mejor.
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– Precisamente, eso es algo de lo que tenemos que hablar– Cordelia no quería parecer insensible. Pero era necesario que establecieran un orden de prioridades si no querían que el negocio familiar se hundiera nuevamente. Y por otro lado, no tenía la más mínima intención de probar la teoría del señor O’Hara acerca de dos señoritas mimadas y despilfarradoras– Lynn… No puedes pasar el día gastando dinero a manos llenas y comprando cosas que la mayoría de las veces ni siquiera te pones. Eso tiene que terminar. Lo comprendes, ¿verdad? – ¿Es lo que te ha dicho él?– los ojos de Lynn brillaban de indignación–
¿Acaba de llegar y se atreve a darnos órdenes en nuestra propia casa… con nuestro propio dinero? – No se trata de eso y lo sabes– replicó, sintiéndose herida por el modo
superficial en que Lynn siempre lo resolvía todo– Pero en estos momentos, no podemos permitirnos ciertos derroches inútiles. ¿Acaso no tienes suficientes vestidos, zapatos y joyas? No necesitas nada de eso para estar más bonita. En realidad, eres tan bonita que estarías preciosa incluso vestida con harapos. – ¿En serio?– las mejillas de Lynn habían enrojecido visiblemente a causa
de la furia– ¿Qué se supone que debo hacer, hermanita? ¿Darte las gracias y colocarme un delantal? ¿Eso esperas, que sea vuestra criada? – ¡Claro que no!– Cordelia se acercó a ella y la zarandeó por los hombros,
tratando de tranquilizarla– Por todos los Santos… ¿te has vuelto loca? Solo digo que debemos estar unidas y ser un poco sensatas, eso es todo. – ¿Y arrodillarnos cada vez que él de una palmada?– Lynn se zafó de sus
brazos con violencia– Para ti es muy fácil, hermanita. Pero yo no pienso tolerar que ese irlandés traidor me diga lo que tengo que hacer. De hecho… –Cordelia desvió la mirada hacia donde Lynn clavaba sus ojos en ese instante– Ya he pensado el modo de librarme de él– sonrió con malicia – Por ahí viene Brian Foxworth. – ¿Vas a salir con Brian?– Cordelia apretó los labios, contrariada por la
actitud de su hermana– Dijiste que le despreciabas. Que no era lo bastante bueno para ti. – Eso era antes de convertirme en la pariente pobre del detestable
Heathcliff y su amante– comentó con crueldad. Obviamente, alguien le había estado contando cosas muy desagradables acerca de él y aunque odiaba reconocerlo, la curiosidad la embargó al escucharla. Lynn volvió a sonreír al ver como ella arqueaba las cejas– Vamos, no pongas esa cara… ¿Es que todavía no lo sabes? Pobre Cordelia…
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– Lynn, basta– suplicó, intentando cambiar de tema. Supo que en esta ocasión, era mejor no saber ciertas cosas. – ¿No quieres oírlo?– insistió ella, movida por el súbito deseo de herirla– Te
lo contaré de todas formas, Cordelia. Es mejor que lo sepas todo de él antes de que te hagas demasiadas ilusiones. – ¿De qué estás hablando?– la espetó, enfadada y temerosa al mismo
tiempo por los secretos que ansiaba desvelarle. – Qué pena, Cordelia. Parece que eres la única persona en esta ciudad que
no conoce los rumores que circulan en torno a tu esposo.– Lynn se detuvo para analizar la reacción que provocaban sus palabras.– Al parecer, mi querido cuñado tiene grandes y sobrados motivos para querer establecerse por aquí. No es que crea todos los chismes que cuentan, pero… Algunas personas muy importantes de nuestro círculo social, juran que el señor Ian O’Hara desciende de una larga estirpe de rufianes, piratas y asaltadores de caminos, la mayoría de los cuales acabaron en la horca o huidos de Irlanda cuando pudieron escapar de la justicia. Por ese motivo, el señor O’Hara no desea regresar a su país. Y por ese motivo, le arrebató su fortuna a nuestro padre, ya que él carece de fortuna propia que se conozca. – Lo has inventado todo, Lynn…– le reprochó con inseguridad– El compró
las deudas de nuestro padre… – Sí, lo hizo. Tal vez con el dinero que su familia logró ocultar de la
piratería– Lynn se encogió de hombros– Pero no me importa, ¿sabes? Porque voy a casarme con Brian y no tendré que volver a verle nunca más. Sin embargo tú, querida Cordelia… Tendrás que vivir con él y con sus fantasmas el resto de tus días. Que Dios se apiade de tu alma. – Lynn, no puedes…– Cordelia la abrazó fuertemente– Todo cuanto he
hecho… Ha sido por ti, ¿no lo entiendes? – Y te lo agradezco– Lynn se soltó, rabiosa– Pero no voy a quedarme para
ver como ese patán me da órdenes y controla hasta la última moneda que gasto. – ¿Y qué piensas hacer? ¿Casarte con Brian solo por interés?– la acusó. – ¿Porqué no? Es lo mismo que tú has hecho, Cordelia– se defendió con
fiereza– ¿O vas a decirme que estás completamente enamorada de ese miserable? – Yo solo quería… – Protegerme, lo se– por un momento, Cordelia creyó ver un resquicio de
remordimiento en los ojos de su hermana. Se alegró de que Lynn recapacitara– Ay, Cordelia… Ya se que soy una egoísta y que no puedes
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comprenderme… Pero no puedo evitarlo. Esta ya no es nuestra casa. Nada de lo que hay aquí es nuestro. Y no puedo soportarlo. – Saldremos adelante, Lynn… Yo cuidaré de ti– Cordelia supo al escuchar
la voz de Foxworth atravesando el salón, que Lynn también había tomado su propia decisión. La miró con tristeza– No vas a cambiar de opinión, ¿no es cierto? – No– Lynn la abrazó impulsivamente– ¿Podrás perdonarme por las cosas
malas que he dicho? – ¿Serás sincera y me responderás con honestidad si te pregunto si has
mentido en algo? Lynn asintió con la barbilla. Ahora sollozaba en silencio, arrepentida por su
ataque de ira anterior. – Te prometo que todo lo que te he contado es la verdad. Al menos, la
verdad que conozco– contestó con voz trémula– ¿Me perdonas, Cordelia? Solo quiero seguir como antes… Ya me conoces. No soy una luchadora como tú. No sirvo para ser comedida, ni humilde, ni todas esas virtudes que tú tienes y yo no. Necesito levantarme por la mañana y sentir que puedo coger lo que quiera sin preocuparme de cuanto cuesta o cuanto lo necesito… ¿Te parezco una persona horrible por ello? – Lynn… Por supuesto que no– la besó y la arrastró hacia la escalera al
escuchar los pasos que se acercaban– Será mejor que subas a vestirte. Tu pretendiente está a punto de entrar. ¿No querrás que te sorprenda con estas fachas, verdad? Lynn la besó fugazmente antes de desaparecer. Cordelia no se lo dijo. Creía
que cometía un terrible error, pero era justo que cada cual aprendiera de sus propios errores. Ella tendría que hacerlo si las historias que circulaban sobre O’Hara eran ciertas. Pero por el momento, no quiso pensar en eso. Recibió a Brian con amabilidad y le invitó a tomar un aperitivo mientras esperaban a Lynn. Aunque durante todo el tiempo, no pudo apartar de su mente las palabras de su hermana. Y casi podía sentir que los fantasmas a los que se había referido, la atormentaban ya sin remedio. –¿Cenaremos solos? Cordelia ignoró su pregunta y concentró toda su atención en el contenido
de su plato. No le apetecía hablar de ello. El había pasado el día entero en la fábrica y Lynn había aprovechado su ausencia para preparar rápidamente su equipaje. Había sido todo tan rápido que ni siquiera se había despedido como era debido. Ella y Brian le habían comunicado esa misma mañana que partían
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hacia América para casarse y comenzar una nueva vida allí. La familia de Brian disponía de una pequeña fortuna que habían empleado en establecer su propio negocio en aquel país y aunque la entristecía que Lynn la dejase, se alegraba porque sospechaba que su hermana tendría todo cuanto necesitara. Bueno, tal vez no todo. La conocía bien. Sabía que no amaba a Brian. Pero quizá con el tiempo… Brian era un buen hombre. Lynn podría amarle fácilmente si se lo propusiera. Sin embargo, ella… Observó con disimulo el semblante serio de su esposo. – Te he hecho una pregunta, querida– el tono imperativo de él indicaba que
no estaba de humor para silencios que se traducían en un claro mensaje de indiferencia. – Lynn se ha ido– respondió, soltando de repente el tenedor– Ella y Brian
Foxworth van a casarse. En estos momentos, zarpan en un barco hacia América. ¿Satisfecho? – Qué inesperado. Y precipitado, ¿no te parece?– Ian continuó masticando
el guiso de ternera que la señora Craig había cocinado para ellos. Al cabo de unos segundos, volvió a mirarla, reparando en que ella había dejado de probar bocado y mantenía la vista fija en el mantel que cubría la mesa– ¿Apruebas ese matrimonio? – No tengo que aprobarlo, señor O’Hara– ella le llamaba así para
molestarle intencionadamente. Sabía que aquella formalidad entre ellos le enervaba y disfrutaba enormemente con ello– Solo tengo que aceptarlo. – Pero, ¿lo apruebas?– insistió. – No es asunto tuyo– hizo ademán de levantarse. – Aún no he terminado– él la fulminó con la mirada y Cordelia volvió a
acomodarse en su asiento– ¿Estás furiosa conmigo porque tu hermana ha huido con ese idiota de Brian Foxworth, Cordelia? – No. Estoy furiosa porque se ha ido porque no te soporta. Lo mismo que
yo, querido– le corrigió con falsa dulzura. – Entonces, quizá deberías haber hecho tus maletas y huir con ella, ¿no te
parece?– Ian dejó caer su cubierto con la misma brusquedad con que Cordelia lo había hecho antes. Estaba tan furioso que apenas podía contener el deseo de arrojar el guiso a la cara de la mujer. Pero en lugar de eso, apretó las mandíbulas y esperó inútilmente una disculpa. – ¿Es una invitación?– Cordelia le sostuvo la mirada, aparentando una
seguridad que en realidad no sentía. El no contestó. Se limitó a llenar su copa nuevamente y Cordelia frunció el
ceño en actitud desaprobadora al comprobar la etiqueta de la botella. Sin
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duda, el señor O’Hara disfrutaba enormemente degustando el vino de crianza que su padre había guardado celosamente para las ocasiones especiales. Le odió aún más por ello. El despreciaba abiertamente todas aquellas cosas que formaban parte de su vida. Y lo hacía solo para humillarla. – ¿Piensas emborracharte cada noche?– le preguntó con desdén. Ian hizo
chocar su copa contra la de ella en un gesto burlón que la hizo enrojecer de rabia. – Tu padre tenía un gusto exquisito– comentó en el mismo tono– Y en
respuesta a tu pregunta. Si. Pienso beber cuanto quiera cada vez que quiera, dado que esta botella, como el resto en esta casa, me pertenece. – ¿Incluida yo?– inquirió Cordelia con resentimiento. – Incluida tú, querida– y apuró de un trago el contenido de su copa sin
dejar de observarla a través del cristal. – No voy a compartir mi dormitorio con un patán borracho que apesta a
alcohol, te lo advierto.– la voz le temblaba de rabia al hablar. – ¿Y porqué no?– Ian se mostraba frío y controlado, pero aquel brillo en el
fondo de sus pupilas, indicaba que no estaba tan tranquilo como aparentaba.– Ladrón, prófugo, borracho… ¿qué más da, en realidad? Supongo, querida, que a estas alturas no irás a portarte como una chiquilla remilgada. – No se de qué… – ¿No lo sabes? Permite que te ayude, querida mía…– Ian rebuscó en sus
bolsillos y extendiendo con teatral ceremonia una arrugada cuartilla, comenzó a leer.– “Querida Cordelia: todo cuanto te conté sobre O’Hara es la pura verdad. Ese hombre no es más que un vulgar ladrón…” Ian hizo una pausa y omitió la siguiente frase cargada de adjetivos
ofensivos hacia su persona. La miró un instante y Cordelia contuvo la respiración al percibir el inmenso odio que había en ellos. – “Por favor, haz tu equipaje y reúnete con nosotros en cuanto te sea
posible.– siguió él con voz clara a pesar de su furia.– Se sensata, Cordelia. El nunca te hará feliz. Perdona todas las cosas crueles que te he dicho. No tenía valor para disculparme contigo. Pero quiero que sepas que siempre estarás en mi corazón… Te quiere, Lynn”… Cordelia se inclinó sobre la mesa y trató de arrebatarle la carta. Pero Ian fue
más rápido y la sujetó por la muñeca, obligándola a levantarse y rodear la mesa para situarla junto a él. – ¿Cómo te atreves a hurgar entre mis cosas?– le espetó, aunque él no la
soltó. Por el contrario, la presión de sus dedos se hizo más intensa y Cordelia emitió un ligero gemido de dolor. Solo entonces, los dedos de él aflojaron
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levemente el lazo que la mantenía presa.– ¿Es lo que me espera siendo tu esposa? ¿Me privas de mi intimidad además de privarme de mi libertad? ¿Eso soy para ti, O’Hara, una prisionera? – Al parecer, eso es lo que eres para tu frívola y mimada hermana.– matizó
él y con un brusco movimiento, la sentó sobre sus rodillas. – ¡Suéltame, maldito seas!– gritó y él la inmovilizó colocando sus fuertes
brazos sobre el pecho de ella. Cordelia moderó su tono, consciente de que él no obedecería a más órdenes que las que salían de sus propios labios. Añadió con firmeza.– Por favor. – ¿Y porqué habría de hacerlo?– Ian reía, en el fondo conmovido por los
inútiles esfuerzos de la mujer por escapar de aquella íntima postura.– Solo soy un gusano miserable sin escrúpulos ni modales. Un ladrón de fortunas, un monstruoso y despiadado carcelero… Entonces, querida Cordelia, ¿por qué habría de atender a tu petición cuando lo que realmente deseo es castigarte por tus conspiraciones? Cordelia sintió que le faltaba el aliento para responder a su pregunta.
Aquella proximidad la turbaba y no quería sentirse turbada. No ante él. No a causa de él. – Porque te lo estoy pidiendo amablemente.– dijo con suavidad y al
momento, los brazos que la retenían se abrieron para dejarla marchar. Cordelia se irguió de un salto y vio como él hacía lo mismo. Se enfrentó al hombre con la barbilla alzada y la mirada serena, reprimiendo las ganas de llorar.– Gracias. Ian se inclinó e hizo una reverencia que en cualquier otro hombre hubiera
sido un gesto galante. En cualquier hombre excepto en él. Para Ian, era solo su forma de decirle que había ganado y que una vez más, le complacía haber arrancado una súplica desesperada de los labios femeninos. – No vuelvas a tocarme.– le advirtió Cordelia con voz sorprendentemente
clara. – ¿Es una amenaza, querida?– Ian entrecerró los párpados, evaluando
mentalmente las posibilidades de que ella huyera en mitad de la noche para reunirse con su estúpida hermana. – Piensa lo que quieras.– Cordelia giró sobre sus talones, decidida a dar por
terminada aquella desagradable conversación. Pero una vez más, él la retuvo, aunque en esta ocasión, la presión de sus dedos fue inesperadamente suave. Clavó los ojos en aquel rostro impasible que carecía de emociones. – Si me abandonas, encontraré la forma de hacerte regresar.– advirtió Ian,
inflexible.
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– ¿Qué harás, despedir a todas esas personas y contarles que es por mi culpa? ¿Dejarme en la miseria, humillarme aún más cuando eso ya no es posible? Siento desilusionarte… Pero nada de lo que hagas puede ya hacerme daño.– le recriminó sin perder la compostura.– Tal vez, amado esposo, tus argumentos ya no me parezcan tan persuasivos. Tal vez el sacrificio de soportar tu compañía me parezca desproporcionado después de todo. – ¿Eso crees?– la arrastró hacia él y durante una fracción de segundo, sus
ojos insolentes recorrieron las facciones de Cordelia. Acercó la boca a su oído para susurrarle algo.– Tal vez, querida, invente nuevas formas de humillarte solo por el placer de ver la sorpresa en tu cara. Cordelia le empujó, apuntándole con el dedo y ocultándolo de inmediato a
su espalda al percibir en temblor en sus manos. – Querías una posición… Pues bien, ya la tienes. Es cuanto vas a obtener de
mí. Ian sonrió con expresión enigmática. – ¿Acaso lo dudas?– Cordelia no pudo contenerse. Elevó el plato de él, que
todavía conservaba buena parte de su cena y lo estrelló contra el suelo. Esperaba que Ian explotase, que gritase, incluso que la golpeara para desahogar su mal humor. Pero en lugar de eso, él permaneció inmóvil, observando con indiferencia la vajilla hecha añicos a sus pies. – ¿Eso es todo, querida?– la miró con la misma expresión condescendiente
que utilizaría con un niño que comete una travesura.– Acabas de estropear una pieza de porcelana que ha pertenecido a tu familia durante generaciones. Y además, era parte de tu dote. Cada día que pasa, querida, pienso que ha sido poco rentable casarme contigo. Pero lo olvidaré si te portas como una niña obediente el resto de nuestro matrimonio… Aunque avísame si decides continuar con tu rabieta y pondré a buen recaudo la cristalería y el resto de los objetos de valor. Cordelia apretó los labios, furiosa. Tiró del mantel con todas sus fuerzas y
contempló con satisfacción como el resto de la vajilla caía al suelo y quedaba reducida a pequeños pedacitos. – Ahora tu rentable matrimonio vale menos, ¿no crees?– le soltó con
expresión victoriosa. Y continuó con cinismo.– Si hubieras sido más inteligente y no el vulgar estafador que eres, O’Hara, me hubieras cortejado mientras mi padre vivía. De esa manera y teniendo en cuenta mis escasas posibilidades de pescar un buen partido, él te hubiera dado la mitad de su fortuna si con ello creía que me hacía feliz. Y del mismo modo, puede que incluso yo misma te hubiera ofrecido algunas cosas de mi humilde
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patrimonio personal para hacer que desaparecieras. Te aseguro que lo hubiera hecho con tal de no volver a verte. – Y si estuviéramos en el oeste, te hubiera comprado por un par de caballos
viejos.– observó él con idéntico sarcasmo.– Pero no hubiera sido tan divertido, querida Cordelia. Ella apretó los puños, comprendiendo que para él, aquello no era más que
un divertido juego. – Ya basta. – No, querida.– la contradijo, apartándose con fingida cortesía cuando ella
pasó a su lado para dirigirse hacia la puerta.– Esto es solo el principio. Pero Cordelia ya no le escuchaba. Subió de dos en dos los peldaños de las
escaleras que conducían hasta el dormitorio. Al entrar, giró la llave en la cerradura para asegurarse de que aquella noche, el señor O’Hara no perturbaría su descanso.
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Capitulo 3 Después de meditarlo y vaciar otra botella más del exquisito vino que ella
guardaba como un tesoro solo para fastidiarla, Ian se dirigió al dormitorio que ambos compartían. Sabía que realmente tenía que pensar en algo. Aquella señorita Cordelia, engañosamente indefensa, orgullosa y altanera, merecía una buena lección. Pero sobre todo, tenía que pensar en algo para retenerla. Intuía que en muy poco tiempo, su distinguida pero desobediente esposa, aceptaría el ofrecimiento de Lynn y le abandonaría para iniciar una nueva vida lejos de su detestable marido. Pero no la dejaría marchar sin más. Antes, ella tendría que retractarse por sus humillaciones, por el modo en que le había tratado. Por la forma en que le había juzgado sin preocuparse siquiera de conocer los motivos que habían propiciado sus enfrentamientos con el insensato Benjamin y su posterior marcha. Sí, la señorita Cordelia debía aprender que a veces, en la vida, uno no podía fiarse de las apariencias ni de los rumores. Y sobre todo, debía aprender que para alguien como él, el honor y la lealtad estaban por encima de todas sus rabietas infantiles. Y con esa idea, golpeó ligeramente la puerta del dormitorio con sus nudillos antes de girar el pomo. Era una tontería, pero le pareció que su gesto le demostraría que a pesar de ser un patán sin sentimientos, también podía ser cortés. Su expresión se tornó sombría al descubrir que la puerta había sido cerrada con llave desde el otro lado. Al comprender lo que aquello significaba, sus buenas intenciones se esfumaron. Ella quería pelear, pensó. Muy bien, pelearían. Golpeó nuevamente con los nudillos, esta vez con insistencia. – Querida…– la llamó, a sabiendas de que ella aún no estaría dormida. La
imaginó acurrucada bajo las sábanas, sonriente y feliz por su pequeño triunfo. La idea le enfureció, pero se mantuvo firme frente a la puerta.– Querida, parece que por error, alguien ha echado el cerrojo. ¿Has olvidado quizá que tu amante esposo necesita descansar para poder soportar el próximo combate con su encantadora mujercita?... ¿Cordelia…puedes oírme? – No hay ningún error, O’Hara.– la oyó replicar al otro lado.– No vas a
dormir aquí. – ¿Ah, no? Cordelia escuchó los pasos en el corredor. Pensó que se había dado por
vencido y con la tranquilidad que le proporcionaba saberlo, cerró los ojos. Pero el estrepitoso sonido de la madera al crujir, la hizo reaccionar y
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abandonar la cama de un salto. Encendió la luz, atemorizada al comprobar que Ian había hecho saltar la cerradura con la única ayuda de su propio cuerpo. En ese instante, la observaba con expresión fiera mientras recogía la cerradura rota del suelo y la colocaba sobre el tocador. – Nunca vuelvas a impedirme la entrada en este dormitorio, ¿me oyes?
Jamás vuelvas a intentarlo.– su voz vibraba de rabia y Cordelia ni siquiera se atrevió a decir nada por temor a que él la emprendiera a golpes con cuanto había en la habitación. Se quedó muy quieta, de pie junto a la cama, aguardando la siguiente reacción del hombre.– Crees que eres demasiado buena para mí, ¿no es cierto? Crees que porque tienes un apellido respetable y una larga y aburrida lista de antepasados con nombres pomposos, puedes tratarme como basura, ¿no es así? Cordelia no contestó. Sabía que nada de lo que dijera haría que su furia se
disipara. Había tanto desdén en la mirada de Ian que tembló contra su voluntad. – Piensas que tus exquisitos modales de niña rica te otorgan el derecho a
mirar por encima de mi hombro.– prosiguió él y a medida que hablaba, sus facciones se endurecían, confiriéndole un aspecto aterrador.– Me odias porque represento todo cuanto desprecias. Y me odias porque no has sido lo bastante fuerte para luchar por lo que deseabas conservar. – Lo que tú me arrebataste.– replico con tono cortante. – Lo que conservé para ti.– la corrigió él, arrastrando cada palabra y
apretando los puños contra los costados en actitud peligrosa.– ¿Acaso eres tan necia que no puedes comprender cuanto me debes? ¿Eres tan estúpida que no puedes ver lo mucho que tienes que agradecerme? Si yo no me hubiera hecho cargo de las deudas de tu padre, ¿cómo esperabas afrontar la bancarrota después de su muerte? ¿Crees que cualquier otro en mi lugar hubiera sido tan condescendiente? Yo te ofrecí una salida, te ofrecí un hogar a cambio de nada. De no ser por mí, ahora estarías sola y en la más absoluta ruina. Y aún así, te atreves a tratarme como a la peor de las alimañas. ¿Quién te has creído que eres, hermosa Cordelia?... Arrogante y presuntuosa, insultándome todo el tiempo… ¿Cuánta paciencia crees que puedo tener con alguien que la agota solo con mirarme con esa expresión airada, que me culpa de todas sus desgracias? – ¿Pretendes que te de las gracias por convertirme en el hazmerreír y la
comidilla de toda la ciudad?– preguntó indignada.– No te he pedido nada. No te pedí que entraras en nuestras vidas.
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– Pero supiste aprovechar la oportunidad, querida Cordelia.– le recordó, caminando hacia ella con el gesto contraído de ira.– Mírate, Cordelia. La tomó de los hombros, obligándola a volverse para contemplar su
imagen en el espejo. Cordelia apretó los párpados, negándose a obedecerle. Pero la presión en sus hombros se hizo mayor y finalmente, aceptó mirar. La mujer del espejo no era más que una sombra gris que reflejaba su propia tristeza. – Mírate bien…– susurró Ian contra su nuca, provocando un ligero
estremecimiento en ella.– Mira cuanto tienes alrededor. Un hogar maravilloso, criados que te sirven, bonitos vestidos, joyas… Todo es tuyo, Cordelia. Y todo me lo debes a mí. ¿No crees que merezco al menos una mirada amable? – ¿Quieres una recompensa por devolverme lo que me robaste?– Cordelia
se mostró sarcástica y percibió como los dedos de él se tensaban sobre su piel al escucharla. – Sí, es lo que espero.– aceptó él y sus dedos se deslizaron por la piel de la
mujer, recorriendo su espalda con lentitud para detenerse en la cintura.– Quiero oírte decir: “gracias, señor O’Hara, gracias por esta casa, por mi elegante vestuario, por esas sábanas suaves que me arropan cada noche…” Gracias incluso por ese horrible camisón que utilizas solo para provocar mi disgusto. Y también quiero que me des las gracias por mi enorme paciencia al no pretender consumar este matrimonio en la primera noche. Cordelia pestañeó repetidamente. ¿Qué estaba tratando de insinuar?
¿Acaso se había vuelto loco? – No oigo nada, querida.– los labios de él se movieron sobre su cuello con
sensualidad. Cordelia podía sentir su cálido aliento acariciando cada centímetro de su piel y cerró los ojos, incapaz de dominar la reacción de su cuerpo ante aquellas expertas caricias. – No tengo nada que decir.– murmuró, ocultando el rostro para que él no
percibiera el rubor que teñía sus mejillas. – Pues yo sí tengo algo que decir, querida mía.– Ian la hizo girar entre sus
brazos y la mantuvo contra su pecho.– Digo que quiero mi recompensa. Ahora. Cordelia agitó la cabeza con desesperación. La mitad de su ser deseaba lo
mismo que él proponía. Pero la otra mitad… La otra mitad le odiaba con tal intensidad que era imposible que lo pensara siquiera sin sentir náuseas. – ¡No!– gritó y él silenció su grito con su boca. Fue un beso brutal,
desprovisto de la ternura que ella había imaginado en sus románticos sueños
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de niña. Apartó los labios palpitantes, mirándole con el pánico reflejado en las pupilas.– Si me tomas, será por la fuerza… – Hermosa e inocente Cordelia…– Ian reía, posando nuevamente su boca
sobre la de ella, ignorando sus protestas.– ¿No ves que tu cuerpo desea lo que tus palabras niegan por puro orgullo? – Será por la fuerza.– le repitió, alzando el tono de voz. – Como desees, querida. – ¡No!– intentó escapar, pero él era mucho más fuerte o quizá no estaba
ofreciendo la resistencia necesaria. No lo sabía. Solo sabía que él ya le había arrebatado todo lo tenía valor para ella. No podía entregarle también su alma para que él la pisoteara sin remordimientos.– Te lo advierto, O’Hara. Será contra mi voluntad... – Querida…– Ian dejó que sus pulgares jugaran en círculos sobre la piel de
los senos que él acaba descubrir al despojarla del camisón.– Tu voluntad es tan frágil en este momento, que se desvanece con cada roce de mis manos. – Ian O’Hara…– la voz de ella era un murmullo lejano que se hacía más
débil entre suspiros.– Jamás te lo perdonaré… Juro que te veré en el infierno por esto. – Entonces, mi valiente y orgullosa esposa, condenémonos de una maldita
vez…– la hizo callar, apresando sus labios con extraña ansiedad. Cordelia ya no luchaba. Solo quería que aquello terminara cuanto antes. Sin embargo, en lugar de permanecer rígida y ausente como era su intención, encontró que su boca y el resto de su cuerpo respondían a sus exigencias. Se odió por ser tan débil. Le odió por hacerla sentir cosas que nunca antes había sentido… Y se resignó momentáneamente al hecho evidente de que a partir de ese día, Ian O’Hara la consideraría como otra de sus propiedades. A la mañana siguiente, él se había levantado muy temprano. Apenas había
amanecido, le había visto abandonar sigilosamente la habitación. Rezó porque no estuviera en la casa para cuando ella se atreviera por fin a salir de dormitorio. Cordelia se miró al espejo antes de bajar. Pensó que no parecía distinta, a pesar de las leves manchas rojas que se dibujaban en la piel de su cuello. Ian había sido rudo al principio, exigiendo su entrega con su habitual falta de tacto y consideración. Pero después… Recordó sin querer el modo en que la había acariciado. La inusitada
ternura de aquellas manos moviéndose con torpeza, casi con nerviosismo al hacerla suya, aquellos labios posándose con reverencia sobre los suyos, susurrándole palabras a media voz que ella no podía ni quería comprender…
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El recuerdo la inquietó. El hombre que le había hecho el amor era un completo desconocido para ella. Aquel hombre había sido apasionado y sensible al mismo tiempo. La había hecho vibrar en contra de todo cuanto había imaginado, en contra de sus principios, de sus pensamientos, de todas sus reservas hacia él… Pero le odiaba igualmente. Porque lo había hecho sin su permiso. Como
todo cuanto hacía. Tomándolo sin más consideración que la de sus propios deseos. Cordelia suspiró. Se vistió con desgana y se cepilló un par de veces el cabello antes de bajar. Sus mejillas se encendieron cuando él la saludó desde el comedor y la invitó a unirse a él en el desayuno. Ignoró su ofrecimiento de ocupar un asiento cercano y se situó al otro extremo de la mesa. Tomó un sorbo de zumo y ni siquiera se molestó en rechazar el plato con tostadas que él alargaba hacia ella. Y así permaneció durante un buen rato, convencida de que tarde o temprano, él captaría el mensaje en su actitud y se marcharía. Pero nuevamente, Ian la sorprendió. – ¿No tienes apetito, querida? Ella fingió que no le había oído. La rabia crecía en su interior al percibir en
su tono de voz un ligero matiz de ironía. – Deberías comer algo.– insistió él de buen humor.– La gente empezará a
murmurar si persistes en estar tan delgada como un palo de escoba. – No es asunto tuyo.– replicó furiosa.– Y no parezco un palo de escoba. – Claro que no, querida.– él la trataba como a una niña que sufría una
rabieta.– Pero lo parecerás si no te alimentas. – No me importa.– Cordelia le devolvió el plato, lanzándolo con
brusquedad sobre la mesa.– No me importa lo que piensen los demás. Y no me importa lo que pienses tú. Si querías una esposa perfecta llena de curvas y con cerebro de mosquito, no debiste poner tus ojos en mí. Ian estaba intentando mostrarse cordial, pero supo que ella no se lo
pondría fácil. Lo sucedido entre ellos había marcado un antes y un después en la relación. A partir de ahí, supo que Cordelia le declaraba la guerra abiertamente. En el fondo, la idea le agradaba. La había elegido por ese motivo. Por su coraje, por su orgullo. Por el modo rebelde en que le miraba y por la promesa oculta que leía en aquellos ojos hermosos. Y porque no había conocido a otra mujer como ella. – Veo que te has levantado de mejor humor.– ironizó – Supongo que lo de
anoche tiene algo que ver. – Supones bien.– Cordelia le fulminó con la mirada.– En realidad, solo he
bajado para comunicarte algo.
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– Estoy impaciente por escucharte, querida.– se relajó en la silla, extendiendo sus largas piernas y cruzando los brazos sobre el pecho. Cordelia se armó de valor. La postura arrogante de él la enfurecía aún más,
pero decidió que el señor O’Hara se arrepentiría de aquel matrimonio. Se convertiría en su peor pesadilla, en el mayor de sus estorbos… Se dijo que para cuando hubiera terminado con él, aquel irlandés presuntuoso no querría volver a pisar el suelo que ella pisara. – Para empezar, deseo que dejes de llamarme querida.– clavó la vista en él
sin importarle que torciera los labios en una sonrisa burlona al oírla.– No soy nada querido para ti y por descontado, no lo eres para mi. Y no soporto que finjas lo contrario. En segundo lugar, deseo participar activamente en los negocios que eran de mi padre. Y cuando digo activamente, me refiero no solo a una simple visita de cortesía para que me luzcas delante de todos. No puedo estar todo el tiempo ociosa. Deseo contribuir con mi propio esfuerzo. – ¿Quieres trabajar?– en esta ocasión, el tono de él reflejaba sorpresa. – Eso es lo que he dicho.– repitió impaciente. Era evidente que él la
consideraba incapaz de hacer otra cosa que no fuera ver pasar los días a través de la ventana. Pero se equivocaba. Era una mujer inteligente y joven. Y podía hacer cualquier cosa que se propusiera. – ¿Haciendo qué?– Ian parecía interesado. Aunque enseguida, Cordelia
comprendió que solo continuaba burlándose.– ¿Diseñando un nuevo vestuario para los empleados, enseñándoles a masticar con la boca cerrada durante el almuerzo? Cordelia ignoró su comentario. – Puedo ayudar en la administración.– explicó con tono sereno.– Conozco
bien como funciona. Se cuanto hay que saber sobre elaboración y exportación de café. A decir verdad, se mucho más que tú sobre este negocio. Y conozco a las personas que trabajan aquí. Puedo tratar con ellos, confían en mí. Y puedo revisar facturas, redactar correspondencia… – ¿En serio?– Ian arqueó las cejas, convencido de que ella solo le gastaba
una broma de mal gusto. Pero adivinó por la expresión de la mujer, que hablaba en serio.– Ni lo sueñes, querida. No me casé contigo para convertirme en el pelele de la señorita Cordelia. Ni hablar… ¿Imaginas cuales serán los comentarios? Dirán que no solo te arrebaté tu fortuna, sino que encima te obligo a trabajar para mí. No. Definitivamente, no. – Te portas como esos tipos estirados de nombre pomposo a los que tanto
desprecias.– Cordelia le habló con firmeza.
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– Es posible. Pero la respuesta sigue siendo no.– Ian dio por zanjada la conversación, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta. Pero Cordelia se interpuso en su camino. – En ese caso, no esperes encontrarme cuando regreses.– le amenazó y él
apretó los labios, contrariado por su persistencia.– Hablo en serio, O’Hara. – ¿Y adónde irías, querida?– inquirió, ignorando intencionadamente su
petición anterior. – A cualquier lugar donde no pudieras atormentarme con tu presencia.–
contestó con decisión.– Sabes muy bien que no puedes obligarme a permanecer a tu lado. – Eres mi esposa, no lo olvides.– él comenzaba a perder la paciencia. – Y tú no olvides el juramento que hiciste en nuestra boda.– replicó, terca
como de costumbre. Prosiguió, enfatizando las palabras y añadiendo un toque de sarcasmo– Juraste amarme, cuidarme y respetarme, ¿recuerdas? Pues bien, eso incluye permitir que me sienta alguien útil y no solo un objeto decorativo de esta casa. Y te aseguro, señor O’Hara, que si impides que lleve a cabo mis deseos, lo lamentarás el resto de tu miserable vida. – ¡Está bien, por todos los Santos!– agitó su mano en el aire – ¡Conseguirás
volverme loco! – ¿Aceptas?– ella aún esperaba una respuesta afirmativa. El hombre la miró
como si quisiera adivinar las intenciones que ocultaba. – Acepto, mujer.– la retuvo, alargando su brazo sobre el mantel para
apresar su mano. Su expresión era maliciosa.– Pero no esperes que acuda en tu ayuda cada vez que uno de los hombres haga algún comentario jocoso sobre ti. Querida, te prometo que eres demasiado delicada para mezclarte con toda esa gente. – Eso ya lo veremos.– Cordelia se soltó, aturdida por la intimidad de su
caricia.– Y aún hay otra cosa. – Lo imaginaba.– Ian volvió a recostarse cómodamente, adivinando de qué
se trataba.– Vamos, no seas tímida, querida. Soy todo oídos. – Si vuelves a poner tus manos sobre mí, me iré.– lo dijo sin rodeos y
reprimió el impulso de abofetearle cuando le escuchó reír quedamente.– Más vale que me creas, señor O’Hara. Porque nunca he hablado más en serio. – ¿Esperas que viva en la castidad el resto de mis días, querida Cordelia?–
se burló.– Amor mío, ¿acaso has perdido completamente el juicio? – Lo que hagas con tu vida privada me trae sin cuidado.– le informó con
total indiferencia.– Por supuesto, no espero que respetes los votos que hiciste
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al casarte conmigo. En lo que a mi respecta, puedes pasar la noche en la cama que se te antoje. Siempre y cuando esa cama no sea la mía. – ¿Me das tu permiso para buscar una amante?– Ian lo preguntó con cierta
perplejidad. Realmente, aquella mujer era una caja de sorpresas. Y lo peor de todo, es que conocía bien su punto débil. Ella sabía que su propuesta hería lo único que poseía por naturaleza: su orgullo. – No necesitas mi permiso, O’Hara.– observó mordaz.– Conociéndote, he
supuesto que alguien como tú no se detendría por un insignificante compromiso. – Que traducido al lenguaje de los patanes como yo, quiere decir…– se
mofaba sin cesar, pero ella se mantuvo erguida a pesar de todo. – Quiere decir que puesto que no te considero mi esposo, eres libre para
dirigir tus atenciones a cuantas afortunadas mujeres te plazca.– imitó su tono burlón.– De hecho, he rezado toda la noche para que el desagradable incidente de ayer no se repita jamás. – No me pareció que te resistieras demasiado, querida.– él besó sus dedos
con teatral reverencia y Cordelia los apartó con repugnancia. Aunque en su interior, aquel ligero cosquilleo en su estómago le decía que solo fingía para humillarle.– Y por otro lado, piensa en lo sola que te sentirás, en esa cama enorme y fría… Ah, hermosa Cordelia... No puedo hacerte esa promesa. No confío tanto en mi palabra, querida. – ¿Piensas forzarme cada noche?– le espetó, consciente de que sus labios
habían dejado una huella imborrable en su piel.– ¿Es eso? – Espero amarte cada noche, querida. Es diferente.– se acercó a ella y la
besó con rudeza, demostrándole que sobre aquella cuestión en particular, no habría negociación posible.– Pero si eso escandaliza tus inocentes oídos, puedes cerrar los ojos mientras sucede. Puedes fingir que no sientes nada. Y puedes incluso imaginar que estás en otro lugar y que soy el príncipe azul de tus cuentos. Pero no puedes pedirme que seas invisible. Porque eso no es posible, querida mía. Sin embargo, te agradezco que seas comprensiva. Y no dudes que conquistaré a todas las mujeres solteras de los alrededores solo para complacerte. – Apártate de mí.– le empujó y él emitió una sonora carcajada como
respuesta. – Como desees, querida.– la besó de nuevo, esta vez en la frente y sonrió al
ver como ella restregaba inmediatamente la zona que él había besado.– Ahora tengo que irme. Durante la cena, trataremos ese asunto del que me has hablado y me contarás los detalles de tu nueva vida como asalariada.
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Cordelia no dijo nada. Le vio atravesar la puerta y en el mismo instante en que esta se cerraba, arrojó contra ella la jarra de zumo. – Maldito.– gritó, pero él no podía escucharla. La buena señora Craig se
apresuró a entrar en el comedor para recoger los trozos de cristal y Cordelia negó con la cabeza.– Está bien, yo lo haré… Se dejó caer de rodillas y desesperanzada, rompió a llorar. La señora Craig
se inclinó para ayudarla a subir y la abrazó. – Niña mía… Ese hombre logrará que pierdas la razón, ¿no es así?– la
miraba con expresión conmovida y Cordelia se limpió las lágrimas con gesto rabioso. – Le odio, Nora… Le odio con todas mis fuerzas. – ¿Estás segura?– la vieja señora Craig la conocía mejor que nadie. La había
visto crecer y convertirse en mujer sin los consejos y el apoyo de una madre. Y por ese motivo, Cordelia la quería casi como a tal.– Mi pobre niña… Tu cabeza y tu corazón están librando una batalla que acabará contigo. Lo sabes, ¿verdad? – ¡No!... No puedo sentir nada por él.– replicó – Es arrogante y vanidoso.
Un miserable sin sentimientos, peor aún, un monstruo… – Y le amas.– concluyó la frase por ella. Cordelia la miró espantada. – ¿Qué insinúas?... Ahora eres tú la que parece haber perdido el juicio…
¿amarle? – Niña, ¿no sientes como palpita tu corazón?– la anciana colocó su mano
sobre el pecho de ella y sonrió, pero Cordelia no quería ni pensar en que aquello fuera cierto. Sería el fin para ella… – Es el odio y la rabia lo que lo hacen palpitar, Nora.– dijo con terquedad. – Será como dices. Pero eso no cambia una cosa, niña. –Cordelia elevó las
cejas con curiosidad– Que ese hombre es tu esposo.– sentenció la mujer. – Entonces, tendré que esforzarme para que desee el divorcio cuanto
antes.– Cordelia recogió los cristales y la dejó allí plantada, furiosa porque el señor O’Hara hubiera puesto de su parte a su fiel ama de llaves en tan poco tiempo. Finalmente, él conseguiría que todos pensaran que era un perfecto caballero… Pensarlo la ponía de peor humor y trató de distraer su mente con las tareas que pretendía realizar en la plantación.
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Capitulo 4 Había pasado algo más de un mes desde que él le concediera el deseo de
participar activamente en el trabajo. Durante todo ese tiempo, él se había mostrado escéptico en cuanto al resultado de su pequeño experimento. Sin duda, creía que ella tiraría la toalla el menor contratiempo. Y cada día, parecía aguardar ansioso el momento en que ella le confesara que ya no podía continuar. Cordelia podía leerlo en sus ojos, en las sonrisas burlonas que le dirigía
cuando cruzaban un saludo mientras compartían la cena. Podía leerlo en la expresión cínica de su rostro cuando ella se dejaba caer exhausta en la cama, sin importarle ya quien durmiera al otro lado. Y si era del todo sincera, él había logrado sorprenderla. A pesar de que nunca le había hecho la promesa de no tocarla, se mantenía
alejado sobre las sábanas. La observaba durante largo rato antes de dormirse profundamente. A veces incluso Cordelia podía sentir como su aliento le revolvía ligeramente el cabello sobre la nuca. Le oía reír con aquella risa queda que era un enorme misterio para ella. Le oía suspirar y dar media vuelta como si aquella, solo fuera otra noche más en la que ambos medían sus voluntades. Pero no la tocaba. Y en ocasiones, Cordelia se odiaba porque una parte de ella anhelaba sus caricias. Esa noche en especial, se encontraba desanimada, fatigada y sucia. El día
había sido más duro de lo habitual. Media docena de nativos habían caído enfermos a causa de las fiebres. El resto se negaba a trabajar porque desconocían el origen de aquellas fiebres. Ella había pasado el día tranquilizando a los que quedaban sanos, enviándoles a sus casas cuando se convenció de que ellos no atenderían a sus peticiones hasta que el doctor les viera. Y por si eso no fuera suficiente, el Doctor Barrymore no llegaría hasta el día
siguiente. Su coche había sufrido una avería y había al menos quince kilómetros desde el núcleo urbano hasta la hacienda. Cordelia se restregó las mejillas, observando la lluvia a través de la ventana. Caía sin cesar desde hacía una semana, justo el tiempo que él llevaba sin aparecer por allí. Al parecer, el señor O’Hara tenía asuntos más importantes en que ocupar su tiempo. Seguramente, estaría en la ciudad, retozando alegremente con alguna descarada o jugándose a las cartas el dinero que había robado a su familia.
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En realidad, no le importaba. Si él prefería desaparecer era asunto suyo. Aunque reconoció que era la primera vez que afrontaba sola una situación así. Suspiró largamente, mirando sus manos. Sus uñas estaban rotas y llenas de barro, lo mismo que su vestido. Recordó con rabia como los hombres se habían reído de ella hacía unos instantes. Había resbalado cuando se dirigía a la casa y había caído de bruces en el lodo. Pensó que como él no estaba allí para evitar que ella tuviera que hacer todo el trabajo y organizarlo todo, no le molestaría que le culpara también por eso. “¡Maldito seas mil veces, señor O’Hara”. Deseó fervientemente que donde
quiera que estuviera, la lluvia le calara hasta los huesos igual que lo había hecho con ella. Sin embargo, él no parecía cansado o empapado cuando atravesó la puerta del dormitorio bien entrada la noche. Cordelia clavó sus ojos chispeantes en él. Sacudió su vestido, sucio y
arrugado y se lamentó en silencio por haber perdido tanto tiempo en odiarle en lugar de mejorar su deplorable aspecto. Aún intentaba entrar en calor y se frotaba las manos con insistencia, consciente de que él la observaba en la penumbra de la habitación. Le espió a través del espejo, esperando que al fin él hiciera algún comentario sarcástico sobre su apariencia. Al ver que no decía nada, explotó. Se volvió con el cepillo en las manos y le apuntó con él. – Supongo que no tengo derecho a preguntarte donde has estado.– escupió
las palabras con fiereza, más molesta consigo misma que con él porque detestaba no haber podido controlar la situación en su ausencia. – Tienes todo el derecho, querida. Aunque quizá no te guste saberlo.– Ian
se sentó en el borde de la cama para despojarse de sus botas. Cordelia observó de reojo que estaban cubiertas de lodo hasta casi la rodilla. Frunció el ceño, extrañada. Ella conocía bien adonde iban los maridos infieles cuando sus esposas no respondían a sus exigencias. Pero por alguna razón, algo le decía que el barro de sus botas no provenía de aquella casa. – La mitad de los hombres están enfermos.– le informó con voz estridente.–
No sabemos si se trata de algún virus nuevo o es solo otra maldita gripe. En cualquier caso, el doctor Barrymore no vendrá hasta mañana. – Lo se. Cordelia arqueó las cejas. – ¿Lo sabes? Entonces, también sabrás que uno de los camiones volcó y su
cargamento fue arrastrado por la lluvia hasta el río. He pasado toda la tarde tratando de convencer a los hombres que quedaban sanos para que recuperaran cuanto fuera posible. Y por si eso no fuera bastante, me he caído
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tres veces esta semana… Y todo eso ha sucedido mientras tú, señor O’Hara, estabas en algún lugar pasándolo en grande. – Es lo que querías, querida… ¿O acaso creías que eso del trabajo era
pasearse bajo una sombrilla media hora antes del almuerzo?…– aunque él pretendía mostrarse sarcástico, Cordelia percibió ahora con claridad el cansancio en su voz.– Lo lamento, querida. Nunca pensé que me echarías tanto de menos. – Y no lo he hecho. Pero esperaba que al menos te preocuparas por
proteger todo cuanto me arrebataste.– le espetó. – No estoy de humor para sermones, querida. – Y yo no estoy de humor para nada. ¡Mira mis uñas!– se las mostró con
resentimiento.– Mira mi vestido, mi pelo… – Estoy seguro de que no es nada que no pueda arreglarse.– Ian bostezó. – ¡Claro que puede arreglarse!– le gritó.– Pero los hombres están enfermos,
hemos perdido una buena cantidad de dinero con ese cargamento y me siento sucia, pegajosa y cansada. ¿Te parece que tengo motivos para estar enfadada? – Pobre Cordelia… En cuanto el tiempo mejore, te llevaré a la ciudad.–
prometió con desdén.– Podrás comprarte un par de vestidos nuevos para compensar lo de hoy. – No te atrevas a compadecerme, Ian O’Hara.– le advirtió temblando de
rabia.– Y no te confundas. Ni un solo segundo en todo este tiempo he pensado que sería más feliz si estuvieras aquí. –Entonces, querida, ¿puedes decirme porqué demonios estamos
discutiendo?– estalló él, despojándose de la camisa con tanta violencia que los botones saltaron de la tela y rodaron al suelo. La miraba con expresión sombría y Cordelia tuvo el presentimiento de que
algo le inquietaba sobremanera. Ian se masajeaba la nuca sin dejar de observarla. Escuchó su respiración agitada y sin decir nada, se deslizó bajo las sábanas. No sabía qué le había ocurrido allí donde había estado. Pero lo que quiera que fuera, era lo bastante grave como para que él no tuviera ganas de pelear. Así que se acurrucó en su lado y cerró los ojos, con la esperanza de que la noche transcurriera con rapidez. – Tenía que cerrar una venta muy importante hace cinco días.– la voz de él
la sobresaltó. Fingió que dormía, pero él continuó hablando en voz baja – Mientras estaba en la ciudad, supe que el tiempo había empeorado en esta zona. Quise regresar, pero las autoridades cerraron las carreteras y los vehículos que intentaban pasar las barreras, eran detenidos y sus ocupantes
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conducidos a lugares seguros. Para burlar las barreras, me uní a un grupo de reconstrucción y salvamento que se dirigía hacia aquí. Cuando estábamos a punto de llegar, hubo un derrumbamiento. Tuvimos que esperar a que otro grupo llegara hasta nosotros y como había algunos heridos, solo pudieron regresar con ellos a la ciudad para que fueran atendidos en el hospital. Por más que rogué, supliqué y soborné, fue imposible conseguir otro vehículo para continuar mi camino solo. Eso fue hace dos días… He hecho el resto del camino a pie. Y Cordelia… Uno de los hombres que iba conmigo, murió aplastado bajo uno de los vehículos. Así que no esperes que sienta lástima porque hayas ensuciado tu bonito vestido. Cordelia abrió la boca para protestar, conmovida por el relato que acababa
de escuchar. Pero la cerró inmediatamente al escucharle chasquear la lengua con fastidio. Se había girado hacia él con intención de… No sabía porqué lo había hecho en realidad. Solo sabía que no le gustaba que él la considerara frívola e insensible. Y por supuesto que su vestido no era más importante que la vida de un hombre. – Buenas noches, querida.– él le dio la espalda. Cordelia levantó la mano
para tocar su hombro, pero la retiró enseguida al comprender que él no aceptaría el consuelo que le ofrecía. Era demasiado orgulloso. – Buenas noches.– murmuró y sin poder evitarlo, las lágrimas comenzaron
a rodar por sus mejillas. Se sentía horrible por todas las cosas que le había dicho. Aunque las mereciera, era obvio que no era el momento apropiado. El había visto morir a un hombre. Era tan horrible que reprimió un sollozo ahogado contra la almohada. – Cordelia… Perdóname.– la sorprendió de repente. Cordelia notó como su
lado de la cama se hundía al recibir el peso de él y su piel se estremeció cuando el pecho desnudo de él rozó su espalda.– No quise hablarte así. Ella no contestó. Temía que si lo hacía, él lo interpretaría como una
invitación. Y lo sería en realidad. Aquella proximidad hacía que el recuerdo de los malos momentos de aquel día se disipara fugazmente. – Se muy bien que has trabajado duro estos días.– añadió él, a sabiendas de
que la mujer que fingía dormir, le escuchaba atentamente.– Y te aseguro que admiro tu valor. Desde que te conozco, he aprendido algunas cosas interesantes sobre ti. Se que eres responsable y trabajadora. Se que eres honesta y que luchas por lo que consideras justo. Se que no te alegras de las desgracias ajenas. Y lo más importante, se que nunca abandonarías a alguien que necesitara tu ayuda.
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Cordelia no dijo nada. Los halagos de él eran tan inesperados como enternecedores. Y aunque se levantaba cada mañana con el firme propósito de mantener su odio hacia él, su voluntad se quebraba inevitablemente al escucharle. – Esta noche, querida Cordelia, necesito desesperadamente tu ayuda.–
confesó él con los labios ardientes rozando su cabello.– Si es tu deseo, puedes odiarme mañana cuanto quieras. Pero en honor a tus convicciones y a tu misma naturaleza generosa, te suplico que seas esta noche mi esposa… En todos los sentidos, Cordelia… Llámalo egoísmo si quieres, pero juro que esta noche necesito más que nunca que tu cuerpo, tu mente y tu corazón sean míos. Y juro que en la misma medida, deseo entregarme a ti… ¿Me concederás eso, querida mía? Sin condiciones, sin temores y sin reservas… ¿Lo harás, Cordelia? Cordelia se volvió en sus brazos y le vio como antes no le había visto
jamás. Sumiso y desprovisto de orgullo. El señor O’Hara no le exigía que cumpliera con sus deberes conyugales. Se lo estaba pidiendo con tanta urgencia que era imposible que ella le negara nada mientras sus misteriosos ojos se clavaban en ella esperando una respuesta. Acarició su mentón, ligeramente oscurecido y áspero por la incipiente barba que comenzaba a crecer. Sintió como él se estremecía al contacto de sus dedos y una deliciosa sensación de poder la recorrió. Quizá el señor O’Hara no la amara como ella había imaginado que sería el amor. Pero la necesitaba. Solo a ella. Era un descubrimiento que la llenaba de inquietud a la vez que la emocionaba inexplicablemente. Le acercó los labios y rozó la boca de él con timidez. Ian separó el rostro del suyo lo justo para poder ver su expresión a la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana. – ¿Eso es un sí, Cordelia…? La pregunta se perdió en el aire cuando las manos de ella se cerraron sobre
la nuca masculina para acercarle más. Y fue en ese mismo instante, cuando Cordelia supo que le amaba. Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y todo volvió a ser como antes
del temporal. El sol brilló nuevamente. Los hombres sanaron de su extraña enfermedad y reanudaron el trabajo. Y el señor O’Hara… El continuó comportándose como si nada hubiera sucedido entre ellos. Cordelia fingía que aquella actitud indiferente y fría no la hería. Pero cada noche, ahogaba los sollozos de rabia contra la almohada. Solo que él no estaba allí para escucharla. Solía pasar fuera todo el día y por las noches, se ausentaba hasta
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que amanecía. Cordelia jamás le preguntaba donde pasaba aquellas noches en que ella se sentía sola y triste. Consideraba una humillación pedirle explicaciones, más aún cuando tantas veces le había hecho saber que despreciaba su compañía. El señor O’Hara parecía haber asumido su papel de esposo detestable y le
hacía el honor de ahorrarle el disgusto de su compañía el mayor tiempo posible. Ese día era uno de los que inevitablemente, debían compartir el desayuno. El había enviado el mensaje con la señora Craig. Era claro y escueto: “Reúnete conmigo en el comedor. Por favor”. Por supuesto, él no esperaba que su obediente esposa le hiciera esperar un segundo, así que Cordelia se apresuró a vestirse para reunirse con él. La curiosidad la embargaba mientras descendía las escaleras y se detuvo en seco en la puerta para que él no percibiera su nerviosismo. Se aclaró la garganta antes de entrar y le dirigió una mirada de cortesía al tomar asiento frente a él. Ambos esperaron pacientemente a que la señora Craig sirviera el café y se
retirara. Una vez estuvieron a solas, Ian la miró con expresión sombría. – El motivo de que quisiera hablar contigo, Cordelia, es que debo realizar
un largo viaje.– la informó con inusitada seriedad. – ¿Ha ocurrido algo malo? Ian ocultó la mirada, desviándola hacia la ventana al hablar. – Mi madre ha muerto.– lo anunció como si no tuviera la menor
importancia, como si esperara que la reacción de ella fuera untar una tostada con mermelada. – ¿Tu madre?– Cordelia no pudo evitar que la sorpresa elevara su tono de
voz.– Creí que te habías criado en un orfanato…Yo no sabía… No vino a nuestra boda. Cordelia se arrepintió enseguida de su comentario. Era estúpido y
atolondrado, igual que su comportamiento. – No estaba invitada.– Ian tomó un sorbo de café, encogiendo los hombros.
Pero no podía engañarla con aquella actitud despreocupada y frívola. Cordelia leía en sus ojos las emociones que él pretendía ocultar sin éxito.– Y antes de que empieces el interrogatorio que adivino pasa por tu cabeza, debo decirte que cualquier conversación o discusión sobre este tema, ha terminado en este mismo instante. – ¿Eso es todo?– le espetó, luchando porque la furia no la hiciera decir
cosas de las que pudiera arrepentirse.– ¿Me comunicas que te vas… es todo? – Es todo, querida. Partiré para Irlanda esta misma tarde y estaré fuera
algún tiempo.
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– ¿Cuánto tiempo? – Menos del que desearías, querida mía.– Ian entrecerró los párpados y
durante una fracción de segundo, ella pudo ver como la sombra de la tristeza oscurecía su impenetrable mirada. – ¿Puedo acompañarte?– se sintió miserablemente pequeña al mendigar
algo que al parecer él no estaba dispuesto a ofrecerle. – No lo creo, Cordelia.– él sonrió a medias. – Supongo que prefieres que te acompañe la misma persona con la que
pasas las noches cuando te ausentas, ¿no es así?– Cordelia fue incapaz de contener el sarcasmo de sus palabras. La irritó que él riera al escucharla. – Es posible, querida. Aunque de eso modo, seguiré sintiéndome bastante
solo. – Entiendo.– hizo ademán de levantarse, pero él apresó su mano al otro
lado de la mesa y la obligó a mirarle directamente a los ojos. – No espero que lo entiendas… aún.– el tono de él se suavizó ligeramente.–
Pero solo hay una persona en este mundo en quien confíe después de mi mismo. Y esa persona eres tú, mi hermosa y furiosa Cordelia. – Y por ese motivo, harás ese viaje sin mí.– insistió con terquedad, sin
comprender una sola palabra de lo que él trataba de decirle.– ¿Acaso no te importan mis deseos? Oh, claro que no… Soy una estúpida por pensar lo contrario. – Querida, desde que nos casamos, has dejado bien claro que mi presencia
en esta casa no te llena de alegría precisamente… ¿Significa eso que has cambiado de opinión al respecto? Cordelia soltó su mano con brusquedad. – Ni en un millón de años, señor O’Hara.– respondió con altivez.– Y espero
que tú y esa… como se llame con la que duermes, os divirtáis durante vuestro viaje. – ¿Celosa, querida Cordelia?– él se divertía a sus expensas y comprobarlo
la enfureció aún más. – ¿Porqué habría de estarlo? – Cordelia quería lastimarle a cualquier
precio.– Los dos sabemos muy bien que este matrimonio no nos otorga ese derecho, señor O’Hara. Nuestro acuerdo no incluía esa cláusula. – ¿Nuestro acuerdo?– el mentón del hombre se tensó de repente.– Creía
que habíamos avanzado algo en los últimos meses. Y por supuesto, yo no llamaría “acuerdo” a lo que compartimos en nuestro dormitorio. – ¿Y cómo lo llamarías, señor O’Hara? ¿Nuestra maravillosa e idílica
unión?– se burló, consciente de que estaba yendo demasiado lejos.
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– Querida…Tal vez te refresque la memoria cuando regrese.– no era una advertencia. Era una firme amenaza que hizo que las rodillas de ella flaquearan solo con imaginar que él la llevara a cabo.– Sin embargo, lo que ahora me preocupa es saber que estarás bien en mi ausencia. – Estaré perfectamente.– contestó con obcecación.– Puede que incluso
decida imitarte y caliente mi cama durante las noches con algún joven apuesto que conozca la palabra caballerosidad. Ian rodeó la mesa para aproximarse a ella. La tomó de los hombros y la
hizo colocarse de pie frente a él, estudiando su rostro con detenimiento para ver cuanta verdad había en sus palabras. – Cordelia… Ningún hombre que se atreva a ponerte las manos encima
vivirá para deletrear la palabra caballerosidad.– susurró él contra sus labios.– Y aunque sospecho que lo dices solo para atormentarme, espero que seas consciente de la tremenda carga emocional que supondría el llevar la muerte de algún apuesto joven sobre tu conciencia. – Déjame en paz…– trató de soltarse, pero los dedos de él eran como
feroces garfios que se aferraban a sus hombros. – Solo si prometes serme fiel y aguardar ansiosa mi regreso.– la besaba
levemente mientras hablaba y Cordelia contuvo el aliento para evitar que él notara su respiración agitada.– ¿Lo prometes, hermosa Cordelia? – Suéltame o yo… – ¿O tú qué? ¿Qué harás, mi dulce y cabezota Cordelia? – ¡Está bien! Si con ello consigo que desaparezcas de mi vista, ¡lo prometo,
maldito!.– como si acabara de lanzar un poderoso conjuro que surtía efecto, él la soltó de inmediato. – Eso está mejor. No obstante, pediré a la buena señora Craig que cuide de
ti en mi ausencia.– comentó con sorna. – Señor O’Hara… – Buenos días, querida. Me despediré de ti más tarde.– la empujó hacia la
puerta, dando por zanjada la discusión. Cordelia deseaba abofetearle por el modo en que la había tratado. Pero
pensó que prepararía mejor sus argumentos para cuando llegara el momento de la despedida. Entonces, aquel miserable sabría que nadie se burlaba de ella sin recibir a cambio su justa recompensa.
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Capitulo 5 – ¿Cordelia? ¿Puedo pasar, querida? Ella se mordió los labios ante el evidente cinismo de él. Sobradamente
sabía ya que él solo lo preguntaba para mortificarla, ya que desde aquella vez en que hiciera saltar los cerrojos de la puerta, esta nunca había vuelto a estar cerrada para él. Por supuesto, no contestó y al momento le vio atravesar la puerta y franquearla con su enorme estatura. Se aproximó a ella por la espalda y Cordelia continuó cepillándose el cabello sin que nada en sus gestos indicara que había advertido su presencia. Sin embargo, era muy consciente de que él estaba allí, tras ella, aguardando para burlarse a la menor queja o comentario. – No sabía que necesitabas permiso para entrar en esta habitación.–
comentó en un intento por enfadarle. – Y no lo necesito, querida mía.– él se inclinó para aspirar el aroma de su
cabello recién lavado.– En realidad, esperaba que superáramos ese pequeño detalle antes de mi marcha. – ¿Esperabas que te invitara a pasar?– se mofó, colocando con manos
temblorosas el cepillo sobre el tocador.– Querido, habrás podido darte cuenta de que el único motivo por el que aún sigues durmiendo aquí cuando te apetece, es porque no has permitido que colocara nuevamente los cerrojos. – ¿En serio?– Ian acarició la piel desnuda de sus hombros y Cordelia se
cerró la bata para evitar que la tocara. Le oyó reír muy cerca de su oído.– Mi recatada esposa… No hay un solo centímetro de tu piel que no conozca, pero sigues ruborizándote como el primer día… Resulta fascinante. – ¿Has venido a importunarme solo para decirme que mi repugnancia te
resulta fascinante?– esta vez, fue Cordelia la que rió abiertamente, ignorando la reacción que su comentario provocaba en el hombre. Los músculos de Ian se tensaron bajo su camisa. – Te dije que me despediría de ti.– la voz de Ian sonaba ronca y su aliento
rozaba su nuca peligrosamente. – Adiós, señor O’Hara.– Cordelia se levantó y por un momento, las
miradas de ambos se cruzaron. – ¿Solo adiós?– los labios de él se torcieron en una sonrisa irónica. Rodeó el
rostro de ella con las manos, enmarcándolo entre sus dedos y observándola con expresión extraña.– ¿Ni siquiera un beso, Cordelia?
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– Podemos estrecharnos la mano si eso te satisface.– se la ofreció y él la contempló divertido. – Tenía la esperanza de que esta despedida fuera algo más calurosa,
querida. – Entonces, debiste pensarlo antes de organizar ese viaje sin mí.– replicó
con obstinación. – ¿Me castigas porque me marcho, aunque deseas mi marcha?– preguntó él
con una mezcla de sorpresa y admiración en su tono.– Eso no es razonable, Cordelia. No es propio de una dama. – Puesto que no eres un caballero, no tengo la obligación de portarme como
tal. – En ese caso, querida… Portémonos como dos sujetos de dudosa
reputación.– tomó su boca con fiereza y la alzó en volandas para depositarla con inusitada delicadeza sobre la cama. Retiró la delgada tela del camisón que la cubría y se dispuso a cubrirla con
su propio cuerpo, cuando algo le detuvo. Cordelia le miraba fijamente, retándole una vez más a que se comportara como el hombre sin escrúpulos que no deseaba ser para ella. Ian le sostuvo la mirada, intrigado y maravillado al mismo tiempo. Ella le deseaba, podía leerlo en sus ojos que se abrían desmesuradamente como si el simple roce de aquellos dedos la degradara y la excitara también terriblemente. Pero no se entregaría a él. Podía tomar su cuerpo, pero solo sería un pedazo de carne sin alma que se rendía a sus exigencias. Odió aquella debilidad que ella provocaba en él. La odió todo lo que podía odiarla mientras aquel deseo incesante de poseerla inundaba sus sentidos. – Cordelia, yo…– enmudeció al percibir como ella se estremecía, quizá
presa del pánico o peor aún, del asco que le producía su contacto. – Llévate la cálida despedida que has venido a buscar y vete, señor
O’Hara.– ella permanecía inmóvil entre sus brazos, a sabiendas de que su falsa resignación le enfurecería. – No es mi deseo tomarte por la fuerza, Cordelia.– confesó, reprimiendo a
duras penas sus impulsos. – Señor O’Hara… ¿Imaginaste por un instante que sería de otro modo?– le
provocó y añadió para herirle.– Siento náuseas cada vez que me tocas… ¿Esperas que te esté agradecida porque me humillas y me concedes el desagradable regalo de tus manos sobre mi cuerpo?
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– Esperaba que algún día tu corazón se ablandaría.– la soltó con brusquedad, apretando los puños con fuerza.– Y esperaba sinceramente que vieras más allá de todas esas tonterías que rondan tu insensato cerebro. – Eso nunca sucederá, esposo mío. Antes verás congelarse el infierno que
escuchar de mis labios suplicar tus favores. Ian se deslizó sigilosamente hasta la puerta, pero se volvió hacia ella antes
de salir. – Por esta vez, será como desees, querida.– casi escupió las palabras, presa
de la ira.– Pero cuando regrese, juro por Dios que serás mi esposa… Cada día, cada noche… Tantas veces como me plazca o hasta que alguna enfermedad o el paso del tiempo acabe con mi persona. Y si ha de ser contra tu voluntad, que Dios me perdone, Cordelia… Porque ambos sufriremos un tormento indescriptible. Los días posteriores a su marcha transcurrían con tanta tranquilidad que
Cordelia a veces pensaba que aquel matrimonio era solo fruto de su febril imaginación. Casi sin darse cuenta, había transcurrido todo un largo mes. Cordelia se entretenía ayudando a la señora Craig con las labores de la casa
y procuraba vigilar de cerca los asuntos en la plantación. Por otro lado, algunas de las mujeres más influyentes de la zona, habían organizado por aquellos días una recolecta benéfica a favor de los nativos del lugar. En ese momento, Cordelia interpretaba perfectamente su papel de esposa feliz mientras recibía con una sonrisa la cesta de frutas que una de sus vecinas le entregaba. Detestaba a todas y cada una de ellas. Orgullosas y presumidas, se pavoneaban como si aquel acto de caridad fuera solo una excusa para mostrar sus elegantes vestidos y sus rostros de gallina vieja excesivamente maquillados. La miraban con curiosidad y desdén, imaginando seguramente como sería
su vida conyugal con aquel irlandés del que nadie sabía nada y al que todos pretendían conocer. De hecho, le parecía que la señora James insistía demasiado en permanecer junto a ella más tiempo del que necesitaba para hacer su donativo. Era obvio que deseaba hacerla partícipe de los nuevos rumores que circulaban acerca de su ejemplar esposo. Comprendiendo que no tenía escapatoria, aceptó con resignación el interrogatorio. – Se comenta, querida, que tu atractivo esposo ha regresado a Irlanda.– la
voz chillona de la señora James retumbó en sus oídos.– Y se comenta también, y espero que tomes mis palabras como las de una buena amiga, que vuestro matrimonio no ha sido más que un negocio conveniente para ambos.
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– No sabía que mi vida privada era objeto de cotilleos en los salones de té, señora James.– replicó con una sonrisa fingida.– Pero en respuesta a su primera observación y dado que se trata de las palabras de una buena amiga, es cierto que mi esposo ha tenido que regresar a Irlanda para atender asuntos familiares. Con respecto a lo segundo, comprenderá que es tan absurdo como inaceptable que nadie ponga en duda la naturaleza y motivos de nuestra unión. – Claro, querida.– la mujer frunció el ceño, estudiándola con molesta
fijeza.– Aunque has de entender que muchos de nosotros conocíamos y apreciábamos a tu padre. Y que por esa razón nos inquieta tu felicidad. – Quedo profundamente agradecida por tal preocupación, señora. Pero en
lo que a mi felicidad se refiere, es un asunto que solo nos concierne a mi esposo y a mí. – Por supuesto, pero sabrás las cosas terribles que se dicen del señor
O’Hara… – Conozco perfectamente todas y cada una de las mentiras que se dicen,
señora.– de repente, la embargó el irrefrenable deseo de defenderle y de silenciar a aquella cacatúa parlanchina y maliciosa.– Y estará de acuerdo conmigo en que es cuando menos impropio de unas damas, fomentar tales mentiras acerca de mi esposo. – Eso mismo le he dicho hace un minuto a esas viejas chismosas, palomita.–
mintió la señora James, ruborizada hasta el nacimiento de los grises cabellos.– Pobre señor O’Hara… Un caballero tan apuesto y encantador… ¿Quiénes somos nosotros para juzgar los errores que él o sus antepasados hayan podido cometer? ¡Por todos los Santos! Es imperdonable realmente que existan personas capaces de poner en entredicho el honor de un buen hombre de esa manera… Precisamente, les he dicho a mis aburridas y curiosas amigas que no debían meter sus viejas narices en lo que no les incumbe. – En ese caso, daremos ejemplo y trabajaremos sin descanso en lo que nos
ha reunido hoy, ¿no le parece? La señora James se alejó como perseguida por el mismísimo diablo. Pero
Cordelia no podía ni quería olvidar lo sucedido. ¿Cómo se atrevían? ¿Con qué derecho se convertían en jueces y protectores de su destino? Cada día más, se convencía de que Ian O’Hara podía ser mil cosas. Pero al menos, no fingía ser algo que no era. Restregó su mano con disimulo cuando un hombre de aspecto refinado la besó antes de entregar un suculento donativo en efectivo. Espió de reojo su desagradable expresión, adivinando enseguida que su generoso gesto esperaba alguna recompensa.
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– Querida señora O’Hara…– la voz del hombre era tan empalagosa como su aspecto. Sus fríos ojos azules la desnudaban al hablar.– Deseaba fervientemente saludarla al fin. – ¿Nos conocemos, señor?– Cordelia le miró desconfiada. – No hemos tenido el placer… aún. Pero soy un buen amigo de su esposo,
el señor O’Hara. – ¿En serio?– ella arqueó las cejas, dejando bien claro que no creía una sola
palabra. Le conocía lo bastante para saber que jamás ofrecería su amistad a un hombre como aquel. – De hecho, su esposo y yo tenemos negocios en común en Irlanda.–
insistió él sin dejar de mostrar su sonrisa de inmaculada dentadura. Estrechó su mano efusivamente y Cordelia la apartó de inmediato.– Jim O’Mailly… Para servirla en cuanto desee, señora. Cordelia buscó con la mirada. Incluso la entrometida señora James le
parecía un ángel si decidía interrumpir de pronto aquella conversación. – Dado que su esposo y yo somos socios, supongo que me ofrecerá su
hospitalidad durante mi estancia aquí. Cordelia lo miró espantada. ¿Ofrecerle su hospitalidad? Sin duda, aquel
hombre debía haberse vuelto loco. – Lo lamento, señor. Pero no acostumbramos a ser hospitalarios en
ausencia de mi marido.– se disculpó con toda la cortesía que le permitía su estupor.– Pero estaré encantada de recomendarle el mejor alojamiento. – ¿Acaso le infundo algún temor?– los ojos del hombre se clavaron en ella,
provocando que Cordelia sintiera una extraña náusea. – En absoluto, señor. Le prometo que en cuanto mi esposo regrese de su
viaje, será para mí un placer invitarle a cenar con nosotros. – Comprendo. En cualquier caso, nos veremos pronto, señora. Cordelia se excusó y se reunió con el grupo de mujeres, rezando porque
aquel hombre que la inquietaba no la siguiera. Por suerte, él desapareció como por arte de magia. – Qué hombre tan desagradable. Cordelia se volvió y sonrió al descubrir a la señora Craig. – Ya lo creo. Llegas justo a tiempo de rescatarme.– le dijo al oído y la mujer
le devolvió la sonrisa.– ¿Nos vamos? – Es una gran idea, niña. Juntas se dirigieron a casa y nada más llegar, supo que una visita
inesperada alegraría su corazón.
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– ¡Lynn!– Cordelia se abalanzó sobre su hermana, que la recibía ya con los brazos abiertos.– ¡Pequeña tramposa! ¿Cómo es que nadie me avisó que vendrías? La expresión risueña de la señora Craig era de absoluta complicidad. – Solo estaré un par de días. Pero no podía irme sin verte antes.– Lynn
estaba radiante. Ella sí que parecía una mujer felizmente casada. Tenía las mejillas sonrosadas, el rostro resplandeciente e incluso parecía haber engordado unos kilos desde su marcha hacía apenas unas meses. Cordelia la alejó un poco para contemplarla mejor. Lynn se deslizó graciosamente y giró un par de veces ante ella. – Has engordado, “patas de pollo”.– comentó en broma, llamándola como
solía hacerlo cuando eran niñas. – ¿No lo adivinas?–Lynn se palpó la cintura y el vientre y Cordelia ahogó
un grito de júbilo. – ¿Hablas en serio… tú… esperas un bebé? Lynn asintió orgullosa y ruborizada por su nuevo estado. – Soy tan feliz que siento deseos de proclamarlo al mundo entero. – Cariño, cuánto me alegro por ti…– Cordelia la abrazó.– ¿De verdad te
encuentras bien? – Ni lo imaginas, hermana…– Lynn suspiró.– He pasado tanto tiempo
preocupándome solo de mi misma, que esto ha sido una auténtica sorpresa. De repente, solo pienso en cuidar de mi bebé, en que nazca fuerte y sano… Realmente, soy muy afortunada, Cordelia. Pero no hablemos de mí… Cuéntame como es la vida con ese impertinente esposo tuyo. ¿Aún piensas que hiciste lo correcto al casarte con él? Cordelia no contestó. Lynn la miró largamente, con sus ojos hermosos de
espesas pestañas brillando como estrellas en mitad del bello rostro. – Dime la verdad.– insistió. – Estoy bien, Lynn. – Tu nuevo capataz me informó al llegar del viaje de tu marido.– anunció
Lynn de peor humor.– Por cierto, es un tipo de lo más horrible. Ya veo que el señor O’Hara no ha perdido el tiempo en rodearse de alimañas de su misma categoría. – ¿Nuevo capataz?– Cordelia frunció el ceño y sin decir nada, echó una
rápida ojeada por la ventana. Allí estaba de nuevo aquel hombre. Se mordió los labios, indignada porque su esposo hubiera tenido la desfachatez de contratarle sin contar con su opinión.– ¿Cómo ha podido…?
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– ¿No lo sabías? Oh, querida Cordelia… No trates de ocultarlo, puedo leer el sufrimiento en tus ojos. Cordelia hizo sonar la campanilla del servicio y al instante, la buena señora
Craig regresó junto a ellas. – Nora… ¿sabías que el señor O’Hara había despedido a nuestro anterior
capataz, el señor Haynes?– la interrogó con seriedad sin dejar de mirar por la ventana. Nora negó repetidamente con la cabeza y Cordelia le hizo una seña para que mirara en la dirección que ella señalaba.– ¿Le recuerdas? – Claro… Es ese hombre desagradable…– Nora intentaba recordar su
nombre. – O’Mailly.– la interrumpió con brusquedad. – Por favor, Nora, averigua
enseguida donde está Haynes. Y envía a alguien a buscarle. Di que necesito hablar urgentemente con él. – Ay, niña… Ese tipo me da muy mala espina.– confesó Nora.– Temo que
sus intenciones con esta familia no son nada buenas. – Lo se. Yo siento lo mismo.– la abrazó y la empujó hacia la puerta.– Pero
no perdamos más el tiempo, Nora. Busca a Haynes cuanto antes. Lynn las observaba con el miedo reflejado en el rostro. – Me asustas, hermana… Ese O’Mailly parece realmente peligroso, ¿no
crees?– Lynn se frotó las manos con nerviosismo.– Le diré a Brian que descargue aquí nuestro equipaje. – ¿Es que pensabas hospedarte en otro lugar?– Cordelia la miró con
resentimiento. – Cariño… Lo cierto es que no quería pasar una sola noche bajo el mismo
techo que tu marido.– se sinceró Lynn, apresando sus manos como muestra de disculpa.– Pero dado que él no está y teniendo en cuenta las circunstancias, será mejor que no te dejemos sola con ese hombre merodeando cerca. Cordelia parpadeó. Su mente trabajaba con rapidez, esforzándose en
encontrar respuesta a la presencia del tal O’Mailly. ¿Acaso Ian le había enviado para espiarla? Se sintió incapaz de creer que hubiera algo de verdad en lo que O’Mailly había dicho. Había algo en él que la inquietaba enormemente. Al mirarle a través del cristal, la atormentaba el presagio de que cosas terribles sucederían por su causa. – Todo irá bien, Lynn. Pero me alegra que estés aquí… Me alegro de que
los tres estéis a mi lado.– acarició el vientre de Lynn y al sentir el leve movimiento de la nueva vida que crecía en su interior, se tranquilizó.
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Capitulo 6 – Señora… ¿Ha mandado llamarme? Cordelia se apresuró a encontrarse en la puerta con el hombre que había
sido su fiel capataz durante años. Parecía triste y compungido y ella le hizo pasar de inmediato. – Señor Haynes… Estoy tan disgustada, tan sorprendida… Ni siquiera se
por donde empezar.– le ofreció café y se sentó frente a él, clavando sus ojos curiosos en el rostro bronceado del hombre.– Será mejor que no me ande con rodeos, ya que quizá no tengamos mucho tiempo… Señor Haynes, ¿es cierto que ese hombre mezquino llamado O’Mailly ocupará desde ahora su puesto en la plantación? – Eso parece, señora.– la voz de Haynes sonaba decepcionada y algo
enfadada. – ¿Cómo es posible? ¿Quién ha ordenado algo así? – El señor O’Hara lo hizo, señora.– Haynes chasqueó la lengua
contrariado.– Ese tipo llegó esta mañana y se presentó ante mí con una nota de su esposo. En ella, el señor O’Hara daba claras instrucciones de que abandonara de inmediato mi puesto. En el mismo sobre de la nota, había una pequeña suma de dinero con la que saldaba mis honorarios. – ¿Solo eso… no decía nada más, no le explicaba el motivo por el que le
pedía que nos abandonara?– insistió Cordelia, notando como la cólera se apoderaba de ella. – Es cuanto se, señora. Traté de convencer a ese hombre de que esperara el
regreso del señor. Pero fue inútil. Dijo que las órdenes del señor O’Hara eran muy explícitas. Quería que me marchara en el mismo momento en que me fuera entregada la nota. – ¿Por qué no vino a contármelo?– le reprochó, suavizando su tono de voz
al comprender que Haynes no era culpable de lo ocurrido. – Lo intenté, señora. Pero ese tipo dijo que no había nada que discutir y que
puesto que ya no trabajaba para los señores, debía abandonar la propiedad enseguida.– Haynes no ocultó su rabia.– De hecho, he tenido que esconderme un buen rato hasta cerciorarme que ese O’Mailly no andaba cerca. Entonces, Nora me ha ayudado a llegar hasta la casa sin ser visto. – Es todo tan extraño…– Cordelia se rascó el mentón, pensativa.– Mi
esposo sabe perfectamente que usted ha sido un empleado leal desde que mi
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padre le contrató hace años. No puedo entender los motivos que le han empujado a hacer algo así… – Ni yo, señora.– Haynes se inclinó para hablarle con mayor intimidad.– A
decir verdad, nunca he creído que el señor O’Hara fuera de ese tipo de hombres. – ¿A qué se refiere? Por favor, explíquese…– le apremió Cordelia. – Verá, señora… Se las cosas que las malas lenguas cuentan de su esposo.
Pero yo no creo una sola palabra, ¿sabe?– Haynes sonrió un instante, complacido por el interés que ella ponía en sus palabras.– He visto al señor O’Hara trabajar muy duro. Le he visto mezclarse con los trabajadores y manchar su ropa y sus manos como si fuera uno más. Y creo que es un buen hombre. Un hombre honrado… Por eso, no me cabe en la cabeza que alguien como él tenga negocios con un patán como O’Mailly. No, señora… Ese O’Mailly no es trigo limpio. – ¿Qué insinúa, Haynes? ¿Cree que ese hombre miente? – Temo que sí, señora. No se que se propone… Pero se que el señor O’Hara
no permitiría que un miserable así metiera las narices en sus asuntos o en su casa. Cordelia le miró con gesto de preocupación. – ¿Qué podemos hacer, señor Haynes? Por favor, dígame que no volverá a
marcharse… Debemos esperar la llegada de mi esposo. Haynes se frotó la barbilla, dubitativo. – Señora, quisiera quedarme y protegerla de ese rufián. Pero si O’Mailly
me descubre, avisará a las autoridades. Les enseñará la nota supuestamente escrita por el señor O’Hara y me echarán a patadas de la propiedad. – Eso no sucederá, señor Haynes. Le prometo que nadie va a echarle de mi
casa mientras yo viva.– aseguró con voz firme, pero Haynes aún tenía dudas. – Pero no puedo vivir aquí, señora… No es apropiado y la gente hablará… Cordelia no pudo evitar reír al percibir el rubor en las mejillas del hombre. – Santo Cielo, señor Haynes… ¿No irá a decirme que siente pudor?–
estrechó su mano afectuosamente.– Le conozco casi desde que era una niña. Mi padre confiaba plenamente en usted. ¿Cree que alguien puede imaginar siquiera que tengamos un romance? – Por Dios, señora… Qué cosas dice usted…– él carraspeó, incómodo. Pero
al ver como ella le abrazaba, la tensión desapareció de su rostro. – No se vaya, señor Haynes, se lo ruego…– Cordelia le apartó y le palmeó
el hombro cariñosamente.– Será usted mi ángel de la guarda. ¿Me lo promete?
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– Está bien, señora. Me quedaré si eso la hace sentirse más segura.– aceptó por fin.– Pero tendremos problemas, ya lo verá. – Señor Haynes… Le prepararé un cuarto de invitados en un santiamén.–
Nora escuchaba atenta la conversación y aplaudió con disimulo. Al ver como clavaban en ella las miradas, levantó la barbilla.– Por supuesto, me ocuparé personalmente de que la reputación de la señora esté completamente a salvo. Haynes le guiñó un ojo con picardía. – Nora Craig… – la apuntó con su vieja gorra desgastada por los años.–
Usted sabe muy bien que no es la reputación de la señora O’Hara la que está en peligro. – ¡Señor Haynes!– gritó Nora ruborizada hasta las pestañas.– Absténgase
de hacer comentarios soeces en mi presencia. No está usted en la taberna con los muchachos, sino en una casa decente. – Por ese motivo me gusta usted, Nora. La mujer le hizo salir de la habitación y le indicó que esperara en el pasillo.
Miró a la joven con falsa actitud reprobadora. Cordelia sabía que desde hacía años, el señor Haynes intentaba convencer a Nora de sus honorables intenciones. En realidad, se preguntaba porqué ella nunca había accedido a sus numerosas peticiones de matrimonio a pesar de que era evidente que le gustaba. – Ese viejo zalamero… Algún día conseguirá sacarme de mis casillas y ese
día… – Ese día aceptarás por fin casarte con él, Nora.– concluyó Cordelia por
ella. Nora la miró como si estuviera loca o algo parecido.– Debiste hacerlo hace mucho tiempo. ¿Por qué no lo hiciste? El señor Haynes te quiere, Nora… Hasta yo puedo ver eso. – ¿Casarme con él?– repitió Nora, más para si misma que para la joven que
la escuchaba.– Niña mía… ¿y quién hubiera cuidado de ti y de tu hermana? Mis dos pequeños tesoros… Solas e indefensas en el mundo, sin una madre que os llevara por el buen camino… ¿Quién habría cuidado de ti, niña? Nora lo hizo y muy bien, por cierto. Y tengo el enorme orgullo de haberte visto crecer para convertirte en la hermosa mujer que eres ahora. ¿Crees que hubiera renunciado a eso solo porque un viejo loco quisiera llevarme al altar? Cordelia contuvo las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.
Comprendió de pronto cuanto había sacrificado Nora por ella. Comprendió cuanto la amaba, más allá del amor que pudiera haber en los lazos de sangre que nunca la habían unido a ella. La abrazó fuertemente y supo que jamás
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podría devolverle el inmenso regalo que Nora le había hecho al quedarse a su lado. – Nunca te he dicho que te quiero, Nora.– reconoció en un susurro,
avergonzada. – ¿Y acaso crees que no lo se, mi preciosa niña?– Nora la besó en la frente.–
Siempre fuiste mi preferida, ¿lo sabías? Cordelia se sonó la nariz y negó con un gesto. – Lo fuiste, Cordelia. Y aún lo eres. ¿Sabes porqué? Cordelia negó nuevamente. – Te miraba y pensaba: qué pequeña es. Frágil, flacucha, con la cara llena
de pecas que después el tiempo borró milagrosamente.– Nora hablaba con nostalgia mientras le colocaba el cabello revuelto en su sitio.– Pero yo sabía que dentro de aquel cuerpo delgaducho crecía una gran mujer que algún día me haría sentirme orgullosa. Y así fue. Aunque para mi, sigues siendo mi pequeña Cordelia… Y todavía tienes mucho que aprender de la vida, de los hombres, del amor… – Quizá nunca lo conozca, Nora…– murmuró, recordando que en breve, su
misterioso esposo regresaría. – O quizá ya lo conoces, niña. Pero como los caminos del señor, los
caminos del amor son inescrutables.– dijo enigmática. – El no me ama.– Cordelia reprimió un sollozo. – ¿Cómo lo sabes? Querida… ¿Acaso estás dentro de su corazón, de su
alma? – Ian O’Hara no tiene corazón.– replicó dolida por aquella realidad
aplastante que la llenaba de rabia. – Ay, niña mía…– Nora le pellizcó la nariz enrojecida por el llanto.
Sonreía.– El corazón de un hombre puede ser tan duro como un roca… Pero te aseguro que hasta el corazón más duro se ablanda cuando es tocado por el amor. – ¿Qué amor? – Tu amor, Cordelia. Eso será lo que rompa el hechizo y le convertirá en el
esposo más amable, en el más tierno de los hombres. – Deliras, Nora… Yo no puedo amarle. No quiero amarle. No voy a
amarle… Nora rió bajito. – Entonces, niña… Estás en un buen apuro. Porque creo que ya le amas. Y sin decir nada más, salió del salón para encontrarse con el señor Haynes,
quien ya reclamaba su presencia y se preparaba para conquistarla.
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– Señor O’Mailly.– Cordelia se cubrió los ojos con la palma de la mano para
evitar que el sol cegara sus ojos. El hombre se volvió hacia ella, sonriente. Fumaba tranquilamente y ni siquiera se levantó de la elegante silla que había hecho colocar en el jardín para saludarla.– Creo que usted y yo tenemos que hablar, ¿no le parece? – Ahora estoy algo ocupado, señora. Pero me encantaría que tomáramos un
refresco juntos.– la miró fijamente, esperando que ella sirviera en su vaso el zumo que alguien le había traído hacía un momento. Cordelia ignoró su comentario y se colocó frente a él, decidida a aclarar la situación de una vez por todas. – Quiero ver la nota que según usted escribió mi esposo.– exigió con
firmeza. – ¿La nota…?– O’Mailly parpadeó repetidamente. Acababa de descubrir
que Haynes había hablado con ella y no parecía gustarle la idea.– Señora… – Sí, eso he dicho. La nota en la que mi esposo le ordena que cese al señor
Haynes en sus funciones y ocupe su puesto. Esa nota, señor O’Mailly. Quiero verla inmediatamente.– insistió. El hombre la miró de arriba abajo, seguramente valorando sus posibilidades. Debía estar pensando que una mujer no era rival suficiente para él, pero Cordelia no se dejó impresionar por su insolente mirada. Después de unos minutos, metió sus manos en los bolsillos del pantalón y le entregó una arrugada cuartilla que Cordelia le arrebató de los dedos con brusquedad. Echó una breve ojeada al contenido y clavó los ojos chispeantes de furia en el hombre. – Mi esposo no ha escrito esto.– dijo con voz alta y clara.– Conozco bien la
letra del señor O’Hara. Y puedo jurar ante la Biblia que no ha escrito esta nota. – Señora…– O’Mailly se levantó de un salto, enfrentándose a ella con la
expresión agresiva de un felino acorralado.– ¿Pone en duda mi palabra? – Solo digo que no es la letra de mi esposo.– Cordelia retrocedió un par de
pasos, temerosa de su reacción a pesar de que sabía que el señor Haynes y un par de hombres aguardaban ocultos muy cerca de ellos.– No se que se propone, señor O’Mailly. Pero le advierto que si no abandona mi propiedad en este mismo instante, haré que las autoridades le obliguen a hacerlo. – ¿Me está amenazando, señora O’Hara?– las pupilas de O’Mailly se
dilataron peligrosamente. – Usted no me da miedo.– Cordelia se aclaró la garganta al hablar.– No
quiero saber qué motivos le han traído hasta nuestra casa. Pero no permitiré
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que se quede un segundo más, señor. Si mi esposo tiene una deuda con usted, le prometo que le será saldada en cuanto regrese. Personalmente, me ocuparé de que así sea. Pero tiene que marcharse sin ocasionar problemas. Y debe hacerlo ahora mismo. – ¿Una deuda, señora? – lanzó una desagradable carcajada.– Usted no tiene
la menor idea de lo que está hablando. Sería conveniente para usted y para su esposo que fuera más amable conmigo. – ¿Prefiere que lo discutamos en presencia de las autoridades, señor
O’Mailly? El hombre aplastó el cigarrillo bajo su bota, empleando más fuerza de la
necesaria. Cordelia creyó que iba a golpearla cuando el hombre levantó la mano para tocar el ala de su sombrero. – Tranquila, señora… Me iré si es su deseo.– O’Mailly masculló algo entre
dientes.– Pero dígale a su esposo que volveremos a vernos muy pronto. – Le daré su recado, descuide. Y, señor O’Mailly, otra cosa más…– Cordelia
repasó mentalmente lo que iba a decir, procurando no olvidar nada de cuanto Haynes le había informado antes. Al parecer, O’Mailly había llegado la noche anterior y algo la hacía sospechar que había estado allí antes de su primer encuentro con el señor Haynes – Mis sirvientes me han comunicado que han echado en falta algunos objetos de valor de la casa. Por supuesto, no insinúo que tenga usted nada que ver. Pero le recomiendo que cuando abandone mi propiedad, lo haga solo con lo que trajo a ella. De lo contrario, me veré forzada a avisar a las autoridades de cualquier modo. – Esa es una acusación muy seria, señora O’Hara…– apretó los labios al
mirarla y Cordelia supo que sus sospechas eran muy ciertas.– Si no fuera un caballero… Esta vez, Cordelia temió realmente que O’Mailly intentara algo contra ella.
Por suerte, el señor Haynes corrió hacia ellos y la protegió con su robusto cuerpo. A pesar de su edad, Oliver Haynes todavía era capaz de infundir respeto, incluso a aquella sabandija que se hacía llamar O’Mailly. – La señora ha dicho que te vayas, O’Mailly.– rugió Haynes, dejando bien
claro que protegería con su vida a la mujer que estaba tras él. – Haynes, viejo… ¿No crees que estás un poco mayor para heroicidades?–
se burló el tipo. – No lo bastante para darte una buena paliza. Pero por si me quedo corto,
estos amigos han venido a ayudarme.– contestó Haynes y sus hombres rodearon a O’Mailly al momento, quien la miró con odiosa frialdad. – Usted y su esposo lamentarán esta ofensa, créame.
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– Recoja sus cosas y márchese.– ordenó Cordelia y le siguió mientras el hombre entraba en una de las casetas de los trabajadores y sacaba una raída maleta de viaje. Se aseguró de que se alejaba lo bastante de sus tierras antes de exhalar un profundo suspiro de alivio.– Hasta nunca, señor O’Mailly. Notó los dedos fuertes de Haynes sobre su hombro y ladeó la cabeza para
mirarle con expresión agradecida. – Le dije que sería mi ángel de la guarda, señor Haynes.– sonrió y escuchó
como Lynn la llamaba casi a gritos.– Será mejor que vayamos dentro y le contemos como ha ido todo. O mi hermana morirá de un ataque de curiosidad.
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Capitulo 7 Durante las dos semanas que siguieron, todo parecía ir bien. No habían
vuelto a tener noticias del desagradable señor O’Mailly. La tierra parecía haberse tragado a aquel tipo que le producía escalofríos. Y sin su presencia, todo volvía a la tranquilidad. La casa, la plantación, el embarazo de Lynn… Cordelia descubrió con agrado que Brian Foxworth había logrado conquistar el caprichoso corazón de su hermana. Era un buen hombre y la quería. Y ahora ella iba a darle un hijo. Sintió una profunda sensación de pesar cuando Lynn le comunicó que tenían que regresar a casa. El médico le había ordenado que pasara el resto del embarazo en reposo y puesto que debían volver a su hogar, tenían que hacer el viaje antes de que avanzara en su estado de gestación. Se despidieron con lágrimas en los ojos y la promesa de que en cuanto naciera su bebé, Cordelia la visitaría para conocer a su sobrino. Una vez a solas, Cordelia se preguntó si sería capaz de cumplir aquella
promesa. Por supuesto que no se lo había contado a Lynn. No quería preocuparla más de lo que ya lo estaba después del incidente de O’Mailly. Y por otro lado, no habían sabido nada del señor O’Hara en dos meses. Ni siquiera una simple carta para informarla de su vuelta. Como antes, él
continuaba siendo el hombre insensible y odioso que ella detestaba. Aunque quizá, algunas cosas ya nunca fueran como antes… Le dijo a Nora que se fuera a descansar y se recostó en el sofá del salón,
dispuesta a leer al menos dos capítulos de su interesante lectura. Lo cierto es que apenas se apagaron las luces de la casa, el sueño la venció. Fue un leve roce en su mejilla lo que la despertó repentinamente. Se irguió, alerta y en guardia, temiendo que O’Mailly hubiera regresado. Pero no era el señor O’Mailly quien la observaba detenidamente a escasos
centímetros. Cordelia se frotó los ojos, somnolienta al principio y sorprendida después al descubrir de quién se trataba. – Parece que hayas visto un fantasma, querida. Sin duda, era él. Nadie conseguía hacerla estremecer de aquel modo con un
simple roce de dedos o con el grave timbre de voz en sus oídos. – Eso es porque te presentas como un fantasma.– replicó, irguiéndose un
poco para verle mejor a la tenue luz que se filtraba por la ventana.
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– Vaya… Acabo de llegar y ya parece que busques pelea.– él se sentó a su lado, recostándose sobre la espalda y ladeando el rostro para mirarla.– Veamos, querida Cordelia… ¿Me has echado de menos? – Ni un solo segundo.– contestó ella, furiosa porque tenía tantos reproches
que hacerle y sin embargo, al verle solo podía pensar lo atractivo que estaba con su viejo abrigo. No era justo que sus sentidos la traicionaran de aquel modo. – Pequeña mentirosa…– tomó su mano y besó uno a uno los temblorosos
dedos en contra de su voluntad. Viendo que ella se resistía, apresó la mano con más fuerza y la dejó sobre su propio pecho. Su expresión era de cansancio, pero aún así le dirigió una leve sonrisa.– Tus labios pueden negarlo, Cordelia. Pero tus ojos dicen lo contrario. “Maldito”, pensó Cordelia, “le encanta que sea así en el fondo; es su
manera de demostrarme cuanto poder tiene sobre mí”. – Ya que parece que tengas poderes mágicos, habrás notado también que
estoy realmente enfadada, señor O’Hara.– alzó el tono considerablemente y le oyó chasquear la lengua. – ¿Por mi larga ausencia o por mi regreso?– preguntó con sarcasmo sin
soltar su mano. – Por ambas cosas. Pero es tarde para que hablemos. Mañana discutiremos
algunos asuntos.– hizo ademán de levantarse, pero él no lo permitió. – En realidad, querida, estaba pensando lo mismo. De hecho, mi corazón
ha latido desbocado todo el día ante la idea de nuestro reencuentro.– se burlaba, como era costumbre en él. Sin embargo, Cordelia percibía aquellos latidos locos de los que hablaba bajo la yema de sus dedos. La embargó una extraña sensación y sin saber porqué, permaneció inmóvil a su lado.– ¿Lo sientes, hermosa Cordelia? Creí que sufría un infarto cuando atravesé el umbral y te encontré dormida… Porque estabas tan bella, tan dulce y callada… Me avergüenza reconocer que temblaba como un jovencito en su primera cita. – Ya basta.– quiso empujarle, pero él se había tumbado y dejaba que su
cabeza reposara cómodamente sobre el regazo de ella. ¿Por qué lo hacía? ¿Acaso disfrutaba humillándola, burlándose de los sentimientos que seguramente había adivinado en su mirada hacía un instante? – Yo sí te he echado de menos.– habló a media voz, los ojos cerrados y la
expresión apacible.– No dejaba de pensar en lo que dijiste sobre conquistar a algún joven caballero en mi ausencia.
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– No dije conquistar.– replicó, complacida en lo más profundo de su ser porque le hubiera inquietado aquel pensamiento.– Dije que calentaría mi cama. – En cualquier caso, la idea me enloquecía.– confesó y abrió los ojos de
repente para clavarlos en ella.– Claro que no tenía porqué preocuparme, ¿no es así? – No deseo tener este tipo de conversación.– Cordelia ocultó la mirada y
fue cuanto él necesitó para abandonar su cómoda postura y levantarla consigo hasta quedar de pie uno frente a otro. – ¿Por qué motivo, querida? ¿Es eso de lo que quieres que hablemos
mañana?– inquirió y Cordelia comprendió que había logrado enfurecerle. – Piensa lo que quieras. – No, querida… Dime lo que he de pensar y ambos nos iremos a dormir.–
la retó a que se moviera, pero ella ni siquiera pestañeó.– Ya veo que no vas a contármelo por las buenas. – No has cambiado, ¿verdad? Sigues siendo el mismo bruto insensible de
siempre.– Cordelia suspiró. La sombra de duda que cruzaba su mirada, le confería un aspecto aterrador.– Pero ya no importa, señor O’Hara. Después de lo sucedido estos días, nada de lo que digas o hagas puede sorprenderme. – Explícate, Cordelia. Te lo exijo. Ella se rió en su cara. – ¿Tú me lo exiges?– recordó que había guardado a buen recaudo la nota
que O’Mailly le había entregado. La buscó entre las páginas del libro que había estado leyendo y se la tiró con brusquedad. El la recogió, le echó una ojeada y la miró sin comprender.– ¿Cómo te atreviste? Enviar aquí a ese hombre repugnante, prescindir de ese modo del señor Haynes… Tu comportamiento ha sido miserable y rastrero… Jamás te lo perdonaré, puedes estar seguro. – No se de qué me hablas, querida. – ¿No lo sabes?– Cordelia ya no podía soportar su cinismo.– De todas las
cosas horribles que has hecho, Ian O’Hara, esto es sin duda alguna, la peor… Dejaste que ese hombre se metiera en nuestra casa, que robara cosas que pertenecieron a mi madre… Humillaste al pobre señor Haynes, al que considero casi de la familia… Esta vez has ido demasiado lejos. – ¡Por todos los santos, Cordelia! Te repito que no se de qué hablas…– se
pasó la mano por el cabello con gesto cansado.– Ni siquiera conozco a este señor… ¿cómo se llama?... O’Mailly. Te juro que no tengo la menor idea de quien es este caballero.
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– Pues él parece conocerte bien. De hecho, dijo que personalmente le habías entregado esa carta. La miró como si de pronto ella hubiera perdido el juicio. – ¿Acaso te has vuelto loca durante mi ausencia, Cordelia? No escribí esa
absurda nota… ¡Es ridículo! Y es ridículo que permitieras que un extraño ocupara el puesto del señor Haynes… ¿Dónde estaba entonces tu sensatez, querida mía? Quizá estabas ocupada en otros menesteres que te impedían atender como es debido tu hogar. – ¿Me acusas de ser negligente cuando llevas más de dos meses fuera, sin
enviar una sola carta, sin que tuviéramos noticias tuyas o supiéramos si estabas vivo o muerto?– replicó, tan furiosa que ya no medía sus palabras. Le sostuvo con firmeza la mirada, retándole a que se atreviera a insultarla nuevamente con sus insinuaciones. – ¡Al diablo contigo, querida!– bramó él, soltándola repentinamente y
dejándola caer sobre el sofá.– No tengo intención de escuchar una sola tontería más que salga de tus labios. ¿Eso era todo? ¿Ni una explicación? Le vio dirigirse hacia la puerta,
sosteniendo con dedos agarrotados el ligero equipaje que había traído consigo. – ¿Vuelves a marcharte? El le lanzó una mirada que hubiera congelado el mismísimo infierno. – Voy a tratar de dormir, Cordelia. Temo que si continuamos peleando,
uno de los dos dirá algo de lo que nos arrepentiremos mañana. – ¿Y tú pobre corazón, latiendo desbocado ante la adorable imagen de mi
persona?– su tono estaba cargado de sarcasmo.– ¿Y toda esa pasión, avergonzándote como a un joven en su primera cita? Torció los labios en un rictus amargo que reflejaba su decepción. – Mi querida esposa… La pasión de la que hablas yace bajo tus pies en este
instante. Por suerte para ti, acabas de pisotearla una vez más junto a mi pobre corazón. – Cuánto lo lamento, señor O’Hara.– se burló, aunque en su interior, se
moría de ganas por abrazarle y tenerle de nuevo sobre su regazo. – No creo que lo sientas.– el mentón de Ian se tensó al hablar.– Pero algún
día, Cordelia, lamentarás sinceramente haber despreciado lo que te ofrecía… Algún día, te arrepentirás de haber sido para mí la dama de hielo que eres. Y ese día, vida mía, será un enorme placer ver como suplicas que te haga el amor. Cordelia rió sin ganas, solo por herirle.
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– Veremos quien suplica a quien.– le retó, estremeciéndose cuando él se aproximó para tomar entre los dedos su rostro. – Buenas noches, Cordelia.– la besó en los labios, obligándola a permanecer
inmóvil y admitir su caricia sin protestas. Después, la empujó sin miramientos. – ¡Maldito! – Sí, querida. Maldito desde el mismo momento en que te conocí. Pero no
sufras, esta noche me llevaré todas mis maldiciones a otro lugar. Ella apartó la cara con violencia. – ¿A la cama de esa… de esa…? – Exacto, Cordelia. Que tengas felices sueños. Ella esperó a que la puerta se cerrara y lanzó contra ella el libro que estaba
leyendo. – No me importa…no me importa…– mascullaba entre dientes, pero no
podía apartar de su cabeza la idea de que él encontraría consuelo en otros brazos aquella noche. Cordelia se detuvo en seco, mientras observaba perpleja como la señora
Craig cargaba algunos objetos que daba por perdidos y los colocaba en el suelo. La ayudó en cuanto pudo salir de su asombro. – ¿Qué es todo esto, Nora?– la emoción la embargó al comprobar que las
cosas que habían sido robadas el día antes regresaban al hogar. Frunció el ceño al mirar a Nora, quien reía felizmente.– Nora… ¿cómo es posible? – No me lo preguntes a mí, niña.– respondió misteriosa y risueña.– El señor
O’Hara salió muy temprano esta mañana y regresó al poco con un par de hombres cargados con nuestras cosas. – Ay, Nora… Estoy tan feliz que… En ese momento, Ian atravesó la corta distancia que le separaba de las
mujeres y se inclinó sobre ella para susurrarle algo al oído. – ¿Besarías a tu encantador esposo en señal de agradecimiento?– completó
la frase por ella y sin esperar respuesta, apresó su boca, ignorando la presencia de la anciana. Cordelia le apartó con disimulo. El señor O’Hara era lo bastante listo para saber que no le demostraría en público su desprecio. Nora seguía canturreando como si aquella escena fuera tan romántica que despertara en ella deseos de entonar estúpidas canciones. – ¿De dónde han salido todas estas cosas?– preguntó sin perder la
compostura, aunque la calidez de su beso había hecho flaquear sus rodillas.
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– No preguntes, querida. Solo disfruta de su regreso.– le palmeó el trasero y ella dio un respingo, sobresaltada y confusa por el inusitado buen humor de su irritante esposo. – Quiero saberlo.– insistió con terquedad. – Te pertenecían y están aquí. ¿No es suficiente?– él comenzaba a
impacientarse. – No, no es suficiente. Nora, ¿puedes dejarnos a solas? La mujer obedeció y Cordelia se volvió hacia él con los ojos brillantes de
curiosidad. – ¿Quién es Jim O’Mailly?– inquirió de inmediato. – Cordelia, un simple “gracias” habría bastado. – Hablo en serio, señor O’Hara. – ¡Diantres! ¿Es que nunca vas a darme un respiro? Cordelia aguardó unos segundos y después, clavó nuevamente los ojos en
él. – Bien, ya tienes tu respiro. Ahora, dime quién es ese hombre. El se paseó por la habitación, pensativo. Al cabo de un buen rato en que
permaneció en silencio, se dirigió a ella. Su expresión era sombría. – Su verdadero nombre es Raoul Trasene. – Contestó con voz grave.– Es un
hombre muy peligroso y jamás, escúchame bien, Cordelia… Jamás debes volver a hablar con él. Me ocuparé de este asunto a mi manera, pero debes prometerme que al menor indicio de su presencia cerca de ti, buscarás mi ayuda. Es cuanto puedo decirte por el momento. Trasene forma parte de un pasado que deseo olvidar. Y si existe un mínimo de comprensión o humanidad en ti, Cordelia, no me harás más preguntas sobre él. Ella no dijo nada. Sospechaba que aquel hombre tenía mucho que ver con
el precipitado viaje que él había hecho a Irlanda. ¿Trasene? ¿Tal vez alguien relacionado con su familia, con su madre muerta…? Las preguntas se agolpaban a su cerebro. Pero más allá de la humanidad por la que Ian reclamaba su comprensión, el rebelde amor que sentía por él le impidió hablar. – Tengo que irme.– anunció y pasó junto a ella sin rozarla siquiera. Sin
embargo, la miró largamente.– Cordelia… No debes temer nada. Confía en mí. – Pero yo…– musitó y él colocó un dedo sobre sus labios para silenciarla. – Nunca permitiría que nadie te hiciera daño.– aquellos dedos en ocasiones
insolentes, se movían ahora con ternura sobre su mejilla y Cordelia reprimió el impulso de sujetarlos para que se quedaran allí para siempre.– ¿Me crees?
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Asintió débilmente y él sonrió como respuesta, alejándose y dejando a su marcha una terrible sensación de inquietud. Durante las noches que siguieron a su regreso, Cordelia esperaba
pacientemente que irrumpiera en su dormitorio. Pero el señor O’Hara se despedía cada noche y desaparecía hasta el amanecer. Y cuando ya habían pasado dos semanas desde su llegada, Cordelia ya no podía controlar su ira. Aquella noche, cenaban en silencio. El no apartaba la vista de su plato y Cordelia derramó su copa de vino intencionadamente para llamar su atención. – No me has preguntado por la visita de Lynn.– comentó con fingida
indiferencia. El levantó la mirada con lentitud. – Nora me lo contó.– respondió. – ¿Te dijo que Lynn está esperando un hijo? – Sí, lo se. – ¿Te alegras por ella? – ¿Porqué no habría de hacerlo?– se mostraba reservado, como si intuyera
que ella buscaba cualquier excusa para sacarle de sus casillas. – Porque la desprecias. Como a mí.– se lo soltó sin tapujos y él arqueó las
cejas.– No lo niegues. Lo reconociste una vez, ¿acaso lo has olvidado? – Nunca dije que despreciara a tu hermana.– replicó sin esforzarse
demasiado en parecer sincero. A pesar de todo, Cordelia le creyó.– Dije que me parecía frívola y superficial. – Así que no la odias. – Por supuesto que no. – ¿También te parezco frívola y superficial?– estaba coqueteando sin
proponérselo y al escuchar su risa, se odió por ser tan débil.– Es igual. Supongo que esa otra mujer a la que visitas por las noches… – Sí, también lo es, querida.– atajó.– Muy frívola, muy superficial e
increíblemente hermosa. ¿Es lo que querías saber? – ¿De veras crees que me importa?– le miró airada. – Es obvio que sí, querida. De lo contrario no estarías trinchando ese
pedazo de ternera como si aún estuviera viva y tuvieras que asesinarla para comértela. Al escucharle, Cordelia soltó el tenedor con brusquedad. Arrogante… – Está demasiado dura.– mintió y añadió al ver que no le había
convencido.– O demasiado hecha.
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– Entiendo.– él masticó lentamente para demostrar que no le engañaba y sirvió más vino en su copa. – ¿Vas a pedirme el divorcio? Se lo preguntó directamente, ya que sus repetidas ausencias y su falta de
interés, la hacían sospechar que así era. Ya no podía ignorar por más tiempo los comentarios que se hacían sobre él. Ya no podía soportar las dudas y las intrigas, los fantasmas de aquel pasado del que no quería hablar que amenazaba continuamente su paz. Definitivamente, el señor O’Hara debía tomar conciencia de lo que significaba que estuvieran casados. Si no podía amarla, al menos debía respetarla. Ian clavó sus ojos en ella, sorprendido por la naturalidad con que ella se lo
había preguntado. – ¿Deseas que lo haga?– preguntó a su vez. – Ya sabes que nunca quise este matrimonio.– titubeó, consciente de que si
le decía la verdad, quedaría atrapada por sus propios sentimientos. – Pero, ¿lo deseas ahora?– insistió él, apartando su plato como si de pronto
hubiera perdido el apetito.– No tengas miedo, Cordelia. Puedes ser tan sincera como siempre lo has sido. – No tengo miedo.– ella levantó la barbilla con altivez.– Y puesto que estás
tan interesado, te diré lo que no deseo. No deseo ser tratada como a una extraña en mi propia casa. No deseo que nuestros vecinos murmuren a mi paso y me compadezcan y se burlen de mí mientras tú mantienes una aventura que al parecer no es ningún secreto. Y por supuesto, no deseo convertirme en un adorno más de esta casa, sin sentir, pensar o padecer, ni pasar el resto de mis días esperando que algún día uno de los dos se canse de esta absurda situación. En realidad, señor O’Hara, no deseo ninguna de esas cosas. – Antes no te importaba.– él habló después de un largo silencio.– ¿Qué ha
cambiado en ti, querida Cordelia? –No ha cambiado nada.– mintió.– Es solo que creí que no necesitaba más.
Pero me equivocaba. Soy un ser humano. Y como tal, deseo que alguien me ame y amar a alguien en la misma proporción. Deseo despertar junto a alguien que no me considere una propiedad o una buena inversión. Deseo formar un hogar, tener una familia… Cosas que tú jamás podrás ofrecerme, señor O’Hara. – ¿Eso crees? – Sí, lo creo.– Cordelia no apartó la mirada, ni siquiera cuando él le cubrió
la mano posesivamente para dejar bien claro que, por el momento, sus
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reivindicaciones no serían atendidas. La apartó con brusquedad.– Reconozco que no hubo engaño en tus proposiciones. Fuiste muy claro desde el principio y con la misma claridad acepté esta farsa. Pero solo te empujaba el deseo de venganza, la ambición y la codicia. Y con esos compañeros de viaje, esta excursión tocará pronto a su fin, ya lo sabes. Por ese motivo, creo que sería conveniente pensar en el modo más racional de acabar con esto. – Así que piensas rendirte.– se burló, recostándose cómodamente en su
asiento para observarla con insolencia.– Pobre Cordelia… Soñando con príncipes azules que nunca vienen al rescate. – Puedes burlarte cuanto quieras. Pero en el fondo de tu corazón, si es que
lo tienes, sabes que tengo razón.– replicó. – Dime una cosa, mi dulce y previsora esposa… ¿Has pensado ya una
solución a nuestro pequeño problema? Porque te recuerdo, querida, que las deudas de tu padre ascendían a una cantidad astronómica. ¿Crees que me iré con las manos vacías después de afrontar semejante suma, solo porque me lo pidas amablemente? – He visto los libros de contabilidad.– repuso elevando el tono de voz.– El
negocio ha marchado muy bien estos meses… Podría devolverte ahora una parte de la cantidad que hayas invertido. Después, podríamos mantener una especie de sociedad y recibirías todos los meses tu parte de los beneficios. También podría poner a la venta algunos objetos de valor que no necesito. Y se que mi padre tenía algunas acciones en negocios del extranjero. Es posible que hayan generado algún beneficio. Puedes quedarte con todo. Y con nuestra casa en Inglaterra. Solo deseo para mí esta casa y la plantación. – Vaya, parece una buena oferta–. Comentó con sarcasmo – Tu libertad a
cambio de todo eso que dices… – Y tu propia libertad, señor O’Hara.– puntualizó con idéntico sarcasmo. – Por supuesto. Pero, ¿sabes qué, querida? –Cordelia arqueó las cejas,
expectante– No sabría qué hacer con ella. Y creo que tú tampoco, mi vida.– sonrió de manera desagradable.– Me has convertido en tu infierno particular, Cordelia. ¿En qué piensas ocupar tu tiempo cuando tu demonio ande lejos? Ah, sí… Lo olvidaba… “Amar a alguien, formar un hogar, tener una familia…” –Recitó de memoria, entonando con teatralidad cada una de sus palabras– Eres bastante exigente, ¿lo sabías?– abandonó su asiento para rodear la mesa y colocarse tras ella, apoyando las manos en los hombros femeninos e inclinándose para hablarle al oído.– Pero lamentablemente, querida, debo declinar tu oferta.
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– ¿Porqué motivo?– ella se volvió con fiereza, sosteniendo su mirada.– Ya tienes cuanto querías. Tu posición, tu detestable dinero… Has logrado humillarme, ¿acaso no es bastante, miserable? – Aún no.– la besó en el cuello y ella apretó los labios, indignada porque
para él, aquello no era más que un juego que le divertía enormemente.– Aún espero obtener de ti algo más, querida mía. – Habla, maldito seas… – Tal vez, Cordelia, sea el momento apropiado para perpetuar mi
apellido.– le susurró y ella tembló al comprender lo que quería decir.– De hecho, me ha conmovido eso que has dicho sobre tener una familia. Y por otro lado, ¿qué clase de marido sería yo si no concediera a mi bella esposa ese pequeño capricho? Pensándolo bien, ambos necesitamos la compañía de un tercero. De lo contrario, acabaríamos matándonos el uno al otro a la menor oportunidad. Sí, querida… Por el momento, te concederé ese deseo. Y después… Quizá en el futuro hablemos del resto de tus exigencias. – Aparta tus manos de mí, O’Hara.– le empujó, furiosa al escuchar la risa
de él.– Jamás permitiría que un hijo mío tuviera como padre a semejante monstruo… Antes me quitaría la vida. – No seas trágica, Cordelia…– la estrechó entre sus brazos, ignorando sus
protestas.– Piensa en cuanto nos divertiremos en el empeño. – ¡Cuánto te divertirás!– le corrigió, escapando de su abrazo.– ¡Petulante
irlandés! ¿Tu vanidad te impide ver la repugnancia que me producen tus caricias? – En cualquier caso, querida, será muy divertido. Cordelia le abofeteó con furia, observando como él enrojecía al instante, no
tanto por el dolor físico como por la rebeldía que leía en los ojos de ella. Levantó la mano para acariciar su mejilla dolorida, pero Cordelia creyó que iba a devolverle el golpe y se cubrió el rostro. El se inclinó, comprendiendo los temores de la mujer y después de un segundo, sopló levemente sobre su nariz, solo por el placer de verla temblar nuevamente. – Puedes insultarme, humillarme o golpearme hasta la muerte.– Cordelia
alzó el mentón orgullosa.– Pero nunca serás mi dueño, señor O’Hara. No de esa forma. – En ese caso, buscaré consuelo en ese lugar que tanto te inquieta,
Cordelia.– él encogió los hombros y se dirigió hacia la puerta, pero giró sobre los talones antes de salir para hacer un último comentario. Ella deseaba matarle por el modo cínico en que le anunciaba su próxima infidelidad.– Por cierto, querida. No me esperes levantada.
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– ¡Vete al diablo!– Cordelia le lanzó su copa vacía y él la esquivó con un felino movimiento, chasqueando la lengua al comprobar como se hacía añicos a sus pies. – Que lenguaje tan inapropiado, querida mía… Y qué modales.– se burló y
como respuesta, ella tomó otra copa para demostrarle cuanto la afectaban sus críticas acerca de su educación. Sin embargo, la sostuvo en los dedos al ver como la expresión de él se tornaba sombría.– Cuando vuelva, Cordelia, espero que te comportes como la elegante y refinada esposa que compré. Y te advierto, querida, que en lo que a mí respecta, se han terminado las contemplaciones. ¿Crees que soy un monstruo sin sentimientos? Inocente Cordelia… Aún no has visto nada. He sido tan amable contigo como tu propia insolencia lo permitía. Pero se acabó. Se acabó el ser comprensivo, el esperar de ti una palabra cálida, el aguardar como un necio un simple gesto de agradecimiento por tu parte… Sí, mi adorada esposa. Todo eso es agua pasada. Pienso tomar lo que es mío y no voy a mostrar piedad ni tener remordimientos al hacerlo. Y si tal promesa te disgusta, Cordelia, puedes aprovechar esta noche para derramar cuantas lágrimas desees. Porque te prometo que mañana, ni una sola de tus lágrimas logrará conmoverme. Y con tal amenaza, salió de la estancia. Cordelia miró a su alrededor. La
casa que había amado desde la niñez, se convertía de pronto en una horrible prisión de la que él era carcelero. Pero no lloraría. No le daría esa satisfacción. Se defendería hasta el final, aunque temía que el final quizá estaba ya muy cerca… El señor O’Hara podía tener todos los secretos que se le antojaran. Pero ella también tenía sus secretos… Y aunque él jamás los conociera, sería el modo en que Cordelia sabría que había vencido.
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Capitulo 8 Sin embargo y a pesar de la promesa que le había hecho a su esposo,
Cordelia no podía evitar que las dudas la asaltaran y la condujeran hacia la última persona que desearía ver. Pensó que era una locura que se acercara siquiera a aquel hombre, después del modo en que el señor O’Hara había hablado de él. Pero también era inevitable que lo hiciera, dado que su presuntuoso marido no tenía la menor intención de proporcionarle la libertad que anhelaba. Cordelia sabía que la mantendría prisionera hasta el fin de sus días si no hacía algo para evitarlo. Y por ese motivo, se ocultaba en aquel momento bajo la enorme capa de seda negra, mientras esperaba conteniendo la respiración la llegada de Trasene. Le había citado casi al anochecer para evitar que algún conocido les viera. En los jardines que rodeaban la pequeña ermita donde los fieles rezaban sus oraciones, su secreto estaría a salvo. Al menos, eso esperaba, pensó Cordelia y sonrió a su discreta acompañante. – El señor O’Hara nos matará si se entera de esto.– murmuró la mujer,
uniendo las manos contra el regazo en un claro gesto de nerviosismo. – Tonterías, Nora.– la tranquilizó.– Además, te prometo que él nunca lo
sabrá. – ¿Estás segura, niña?– la anciana la miraba con un atisbo de
remordimiento en los ojos. ¡Maldito O’Hara! Con sus halagos y su falsa cortesía, había logrado convencer a Nora Craig de que le debía una mayor lealtad que la que obligaban sus votos matrimoniales con ella. Peor para Nora si decidía sentirse culpable por ayudarla. Ni siquiera el profundo cariño que sentía por ella la detendrían en su empeño. – Nora Craig, has sido como una segunda madre para mí. Si no deseas
ayudarme lo comprenderé y no te guardaré rencor. Pero has de estar segura ahora, en este mismo instante, porque quizá ya no dispongamos de mucho tiempo antes de que él llegue… Te lo preguntaré por última vez: ¿Deseas quedarte, como mi amiga y como mi madrina y guardar conmigo el secreto de este encuentro?– esperó con impaciencia su respuesta, pues como bien había dicho, el infame Trasene no tardaría en aparecer. Sonrió al ver como Nora asentía con la cabeza. La abrazó fuertemente.– Querida Nora… Me hace muy feliz que estés a mi lado. Por un momento, temí que el señor O’Hara me hubiera arrebatado también tu afecto.
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– Pequeña tonta… Dios sabe que cien señores O’Hara no lo conseguirían. Aunque…– frunció el ceño.– Si he de ser sincera, no comprendo bien lo que pretendes con todo esto. – Lo que pretendo, Nora, es negociar mi libertad. Y lo haré en tales
términos que el señor O’Hara no podrá objetar nada en contra… Por ahí viene ese hombre…– bajó el tono de voz al descubrir la sombra que se acercaba a ellas por el recodo del camino. Se aseguró que nadie les veía y dio un par de pasos para advertir al hombre de su presencia.– ¿Señor Trasene… Raoul Trasene? Por un momento, Trasene titubeó al escuchar su verdadero nombre. Pero
enseguida reaccionó, estrechando su mano con excesivo entusiasmo. Cordelia la soltó de inmediato, reprimiendo las náuseas que le provocaban el contacto de aquellas manos húmedas y sudorosas. – ¡Señora O’Hara!… Así que por fin, su esposo la envía para ofrecerme sus
disculpas.– se jactó, riendo de manera insoportable. Pero su risa se borró de repente al ver como Cordelia negaba con un gesto.– ¿No… qué significa…? – Mi esposo no sabe nada de esta reunión, señor Trasene.– le cortó,
tajante.– El motivo por el que le he hecho venir, es porque deseo proponerle un trato. Como podrá deducir por el hecho de que me presente personalmente ante usted, no deseo que mi esposo participe en este negocio. Por supuesto, él no debe saber que hemos hablado. – ¿Tanto miedo le tiene, señora?– se burló. – No soy yo quien debe temerle, señor Trasene. Mi esposo juró que le
mataría si se acercaba a mí.– se burló a su vez, comprobando como las mejillas del hombre se teñían de púrpura.– Pero no discutamos. Seamos razonables y veamos lo que cada uno puede ofrecer al otro. – La escucharé… cuando estemos a solas.– ladeó la cabeza y clavó los ojos
en la anciana señora Craig. Cordelia lo meditó unos segundos. – Nora… ¿Podrías esperarme al final de recodo? Nos encontraremos allí en
cuanto el señor Trasene y yo hayamos terminado.– al ver que la mujer no se movía, se acercó a ella y le susurró al oído.– Por favor, Nora… Te prometo que no pasará nada. – No te dejaré sola con ese gusano, niña… Ni lo sueñes. – Nora… – Chiquilla cabezota… – la mujer entendió que nada de lo que hiciera o
dijera la convencería. Sacó algo de debajo de su capa y se lo entregó a la joven, que lo ocultó con rapidez bajo la suya.– Está bien. Promete que lo
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usarás si es necesario. Y después, grita tan fuerte como te permitan tus pulmones… ¿lo prometes? – Ve, Nora. No tardaré. –Cordelia se enfrentó al hombre una vez estuvieron
a solas– De acuerdo. Hablemos.– Cordelia imprimió a su tono de voz un toque de seguridad que en realidad no sentía, pero que pareció engañar a Trasene.– He sabido por mi esposo, que usted y él son viejos conocidos. Al parecer, usted forma parte de un pasado que él desea enterrar a toda costa. Pero antes de que enterrarlo, es de vital importancia para mí que me proporcione cuanta información tenga en su poder acerca de ese pasado en particular y de mi esposo en general. Este es el trato, señor Trasene: su información a cambio de la cifra que considere justa. El hombre arqueó las cejas. Sin duda, era el negocio más extraño que le
habían propuesto en los últimos tiempos. Una esposa contra su esposo… No era algo corriente, pero si ella pagaba… Y por otro lado, el chantaje que había planeado contra O’Hara no estaba saliendo tal y como había esperado. – ¿Cómo se que no me engaña?– preguntó – ¿Cómo se que no es un truco
de O’Hara y que no vendrá a por mi en cuanto haya aceptado su propuesta? – Le juro que no lo es. Y le doy mi palabra de honor de que cumpliré lo que
pactemos esta noche. – No se… Es posible que no le guste lo que descubra…– Trasene se había
aproximado peligrosamente y Cordelia no se movió, consciente de que si mostraba su temor, estaría perdida. – Quizá si selláramos nuestro pacto… Usted me gusta mucho, señora… ¿Qué le parece si le enseño algunas cosas nuevas y excitantes sobre el amor? Y sin esperar su respuesta, apresó sus labios. La besó con tal crueldad que
Cordelia sintió como un pequeño hilillo de sangre escapaba de sus comisuras. Se lo limpió con el dorso de la mano, observándole con infinita repugnancia. Después, no dudó un instante en hacer justo lo que Nora le había aconsejado. – Y a usted, señor Trasene… ¿Qué le parece si le saco las entrañas y se las
doy de comer mañana a los cerdos? Notó como el hombre se ponía rígido al sentir el frío metal del cuchillo
contra su abdomen. Nora había sido providencialmente precavida al obligarla a aceptar aquella arma. Trasene no contestó y Cordelia supo que había conseguido infundirle cierto temor. A pesar de su frágil apariencia, supo que Trasene la consideraba muy capaz de llevar a cabo su amenaza. – Si vuelve a acercarse a mí, le mataré.– Cordelia le apuntó con el cuchillo y
vio como retrocedía un par de pasos. No gritó tal y como le había ordenado
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Nora. Eso solo lograría despertar a todo el mundo y descubrirlos a ambos.– Hablo en serio, Trasene. – Está bien… He captado el mensaje, señora.– se apartó de mala gana,
frotándose instintivamente el lugar donde ella apenas había clavado el afilado cuchillo. – Bien. Hablemos de negocios. – No tan rápido, gatita… Tengo que pensar bien lo que quiero ganar con
todo esto. La información que usted busca puede valer más de lo que cree… – Deduzco entonces que es cierto que mi esposo anda metido en asuntos
poco honorables.– observó ella consternada pero sin perder la compostura. – Es posible…– dijo enigmático. – Tengo que saber cuanto pueda decirme, señor Trasene… Solo ponga un
precio y acabemos con esto.– le instó, pero el hombre ya se alejaba por el mismo lugar por donde había aparecido.– ¡Trasene…! El se volvió hacia ella antes de desaparecer. – La noche de los demonios, el próximo día de luna llena… Nos veremos
en este mismo lugar cuando el reloj marque las doce campanadas.– anunció con voz desprovista de emoción. Cordelia conocía bien aquella vieja tradición. Las gentes del lugar no
trabajaban durante las veinticuatro horas que duraba aquel día. Según la leyenda, los dioses antiguos habían aconsejado a los nativos no recolectar el café ni realizar cualquier faena relacionada con la plantación mientras duraba la cacería de los demonios. Por un día entero, todos se ocultaban en sus casas, atemorizados por la ancestral creencia de que si osaban salir de ellas, los demonios les llevarían para siempre. Cordelia nunca había creído tales ridiculeces. Sin embargo, jamás había salido de casa en la noche de los demonios… Quizá solo se trataba de superstición o quizá… – Pero eso es dentro de dos semanas… No puedo esperar hasta entonces.–
replicó. – No lo olvide… Al marcar las doce campanadas. – ¡Espere!– demasiado tarde. Ya se había ido y Nora corría hacia ella. Clavó
los ojos escandalizada en la leve mancha roja que cubría la boca de la joven. – ¡Maldito animal! Pero… ¿qué te ha hecho, niña mía…? – No es nada, Nora. Volvamos a casa.– y a pesar de las protestas de la
anciana, logró arrastrarla hacia la casa con ella. La miró muy seria antes de entrar.– Nora, debes prometerme que bajo ningún concepto, le contarás al señor O’Hara lo que ha sucedido hoy. – Pero tu herida…
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Cordelia se tocó el labio hinchado y sonrió. – Ya inventaré algo… Ahora, entremos y comportémonos con naturalidad. El dormitorio estaba a oscuras al llegar y Cordelia no quiso encender
ninguna luz para no alertarle. Se despojó con sigilo de la capa y forcejeó inútilmente con la cremallera del vestido. Estaba atascada, pensó con fastidio, resignada ante el hecho evidente de que dormiría con aquel incómodo vestido. Pero se estremeció al escuchar como de pronto, la cremallera cedía a sus deseos. Al instante, sintió el roce de unos dedos que deslizaban lentamente el vestido hasta sus pies. Se cubrió el pecho con los brazos, avergonzada. – Un esposo, debe preguntar a su esposa donde ha estado en horas tan
intempestivas.– comentó con sorna y Cordelia percibió el débil pero inequívoco aroma a whiskie en su aliento.– Y una esposa decente tiene la obligación de responder con total sinceridad. – No recuerdo que me hayas dado una sola explicación sobre tus frecuentes
salidas nocturnas, señor O’Hara… ¿En serio esperas que lo haga yo?– le espetó, furiosa en realidad porque hacía muchas noches que él no la hacía suya en la penumbra de aquella habitación. Las manos de él se cerraron sobre su cintura y sus labios ardientes recorrieron su nuca y su mejilla, haciéndola girar hasta quedar frente él. – Mi querida Cordelia… ¿Aún no sabes que jamás espero nada de ti?– su
tono era cínico al hablar.– Y puesto que jamás espero nada, ya no me ofendes cuando me niegas… Sin embargo, reconozco que esta noche, no puedes negarme la respuesta que exijo. Sería extremadamente peligroso para ti, querida. – ¿Qué harás, amado esposo y verdugo? ¿Me subirás al potro de tortura y
me darás un par de vueltas hasta escuchar sonar mis articulaciones?– preguntó en el mismo tono. En respuesta, la boca de él cayó sobre la suya, abriéndola con ansioso apetito y con tal rudeza que Cordelia no pudo evitar que un grito de dolor escapara de su garganta. El se alejó de inmediato y Cordelia se odió por su debilidad. Al pasarse la lengua por los labios, probó el sabor dulzón de su propia sangre y supo por su reacción que él también lo había notado. – ¡Por todos los Santos…!– le oyó exclamar y al momento, un pequeño e
insignificante halo de luz inundó la estancia. Ian había encendido una de las velas que portaba el candelabro y lo aproximaba al rostro de ella para cerciorarse y confirmar sus sospechas. Cordelia vio como la mandíbula de él
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se endurecía de tal modo que sus facciones parecieron quedar esculpidas en su cara como si de una estatua se tratara. El parecía buscar la calma y ordenar sus ideas antes de interrogarla. – ¿Cómo te has hecho eso, por Dios…? Cordelia trató de pensar con rapidez. Pero estaba tan cansada… Y por otra
parte, las palabras de Trasene aún la confundían. Ya no estaba segura de nada… No sabía si era mayor su deseo de librarse de O’Hara o su deseo de protegerle por todas las infamias que Trasene podía difundir sobre él. La cabeza le daba vueltas de tanto pensarlo… – No es de tu incumbencia… Suéltame…– intentó zafarse, pero él no se lo
permitió. Sus ojos lanzaban destellos de furia. – ¿No lo es?– repitió y a juzgar por el timbre de su voz, estaba a punto de
perder completamente el control. Cordelia se preguntó qué horribles pensamientos cruzaban en ese instante por su mente.– Mi esposa aparece después de la media noche, entrando a hurtadillas en el dormitorio para ocultar Dios sabe qué abominable infidelidad… ¿Y dices que no es de mi incumbencia? Querida mía… Podría matarte solo por la sospecha de lo que has hecho y nadie me culparía por ello, ¿lo sabes, verdad? – Entonces, mátame y daremos por zanjada esta conversación.– le retó,
agotada y sorprendida por el rumbo que había tomado la imaginación de él. – No me tientes, Cordelia…– advirtió, amenazante.– Y dime ahora mismo a
qué se debe esa herida en tus labios. – ¿Me creerás si digo que ha sido un golpe accidental?– probó a sabiendas
que no le engañaría fácilmente. – Parece más un mordisco que un golpe.– rectificó él acercando la luz para
examinar el rasguño nuevamente. Apretó los labios con fuerza. – Tal vez me excite la violencia, O’Hara… ¿no lo has pensado? Quizá mis
amantes despierten en mí ese lado salvaje... – bromeó, pero enmudeció al ver como él palidecía. – En cualquier caso, el animal que te ha hecho esto, puede darse por
muerto– sentenció. – ¿Porque soy de tu propiedad?– inquirió, rabiosa y deseosa de herirle.
Aquel amor no correspondido comenzaba a convertirla en alguien casi tan cruel y despreciable como aquel Trasene y comprobarlo la hizo sentir aún peor que las acusaciones de su esposo. Era mezquino que buscara enloquecerlo a pesar de todo. – Porque eres de mi propiedad.– aceptó él, depositando el candelabro sobre
el tocador y haciendo algo que ella no habría imaginado en un millón de años. Terminó de desvestirla y la cubrió con el largo camisón que él odiaba
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por cuanto ocultaba bajo la tela. Después, acarició con la yema de los dedos sus lastimados labios, sin apartar los ojos de ella un instante.– Y porque juré amarte y protegerte hasta el final de mis días. Y jamás rompo una promesa, Cordelia, aunque eso signifique que he de protegerte incluso de ti misma. – Nunca lo sabrás… ¡No te diré nada!– le gritó con terquedad. – Su nombre, Cordelia.– no era una petición. Era una orden que no admitía
réplicas. – Vete al infierno. – Muy bien. Se lo preguntaré a la señora Craig…– se dirigió hacia la puerta,
pero ella le retuvo, temiendo que con sus artimañas arrancaría una confesión a su fiel ama de llaves.– ¿Ahora estás dispuesta a hablar, querida mía? – No… Por favor, no la metas en esto… El frunció el ceño, pensativo. – ¿Porqué habría de respetar tus deseos? Dame una buena razón para que
no despierte ahora mismo a toda la casa y haga público tu descarado engaño. – Solo tengo una razón…– Cordelia titubeó, valorando la conveniencia de
que él continuara creyéndola una adúltera. Era mejor que confesarle con quien había estado aquella noche y los motivos que la habían empujado a aquel encuentro.– Y es que me moriría de vergüenza. Y Nora se moriría de tristeza. – Explícate.– la apremió. – No se porqué extraño conjuro que parece haber hecho efecto sobre ella,
Nora te adora.– dijo y en parte, decía la verdad.– Ella me educó desde que era una niña, ha sido como una madre para mí… Si le cuentas que tengo un amante, sufrirá una enorme decepción. No estoy mintiendo, O’Hara, lo juro. Nora cree que eres el esposo perfecto para mí y te aprecia de veras… Si le cuentas algo así, toda la confianza, el cariño que ha depositado en mí durante años, se habrá esfumado. Para Nora, será como haber vivido una vida entera y despertar de repente para darse cuenta de que todo ha sido una gran farsa. Morirá de pena… Juro que te digo la verdad. El parecía meditarlo. – ¿Esperas que lo olvide todo solo porque tu ama de llaves derramará unas
cuantas lágrimas al descubrir que su refinada niña no es más que…– hizo una pausa para después añadir con ira:– … una ramera? – Puedes insultarme cuanto quieras, pero… – No deseo insultarte cuanto quiera, Cordelia.– la cortó con brusquedad.–
Lo que deseo es arrancar de tus labios un nombre. – No lo tendrás… Por el momento.– musitó.
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– En ese caso, no volverás a ver la luz del sol hasta que decidas hablar.– bramó.– Y puedes estar segura de que cumpliré lo que digo… ¡No volverás a verte con ese hombre! No saldrás de esta casa si no es mi compañía, Cordelia… ¡Por Dios que he de matarle un día u otro! Cordelia retrocedió, asustada por la intensidad de su fría mirada. – No puedes mantenerme prisionera para siempre…– replicó con un hilo
de voz. – Espera y verás, querida.– él se mostraba inflexible. Cordelia supo que
había herido su orgullo de tal manera que las consecuencias serían terribles. La alzó en sus brazos y la condujo hasta la cama. Cordelia no protestó. Adivinaba el castigo que él pretendía imponerle y aunque le maldijo por ello, en su interior se alegró porque él no supiera cuanto anhelaba secretamente aquel castigo. Los labios del hombre apresaron los suyos, con violencia al principio y suavemente un segundo después. La acariciaba con sorprendente delicadeza, como si temiera romperla con la brusquedad de las emociones que le embargaban mientras la imaginaba en brazos de otro– ¿Es así como te hace el amor tu amante?– preguntó él, con los labios pegados a la línea de su garganta. Cordelia gimió. Le hubiera confesado la verdad de no ser porque había descubierto algo que la irritaba y la satisfacía a la vez. La sospecha de su infidelidad había logrado que su esposo permaneciera en casa aquella noche. Quizá el hecho era más peligroso que cualquier otra cosa, pero estaba allí. Sus manos estaban sobre su cuerpo, que vibraba a cada roce de sus dedos. Su boca estaba sobre la suya, sobre sus cabellos, sobre la piel que se estremecía al paso de aquellos labios ardientes y expertos…El solo se detenía para insistir en aquello que le hacía enloquecer de celos.– Contesta, Cordelia… ¿Es así como te hace el amor?... ¿ Son así los besos que hacen estallar tu corazón de júbilo…? Habla, querida… ¿Acaso te conquistó con la ternura de sus manos… o fue con la pasión de sus caricias…? ¿Acaso encontraste en él al galante caballero de tus sueños?... ¿aquel al que entregarías tu cuerpo y tu alma y todo tu maldito amor prohibido para tu miserable esposo? –Cordelia volvió a temblar al percibir la inmensa ira y el desprecio que había en sus palabras. El le hacía el amor de forma contenida. Era aparentemente gentil y delicado, como si quisiera demostrar a la mujer que podía ser amante tan considerado como su ficticio enemigo. Pero no había gentileza en su mirada. Solo había rencor y despecho… El nunca perdonaría la traición de la que creía ella le había hecho objeto. La apartó bruscamente y Cordelia se acurrucó entre las sábanas, clavando los ojos en el rostro sombrío de él– ¿No dices nada, querida mía?– él se burlaba de la
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decepción que leía en la mirada de la mujer. Era evidente que ella estaba más que dispuesta a consumar el acto y saber que él lo había notado, la hizo enrojecer de vergüenza.– ¿Desilusionada, hermosa y mentirosa Cordelia? – Has perdido el juicio…– le insultó, cubriéndose hasta la barbilla mientras
admiraba contra su voluntad la desnudez de su esposo. El se vistió con lentitud para no privarla de tal placer. – Es posible. Pero antes de que termine este año, mi dulce Cordelia,
suplicarás que termine lo que hoy empecé.– anunció con voz grave. – Deliras.– le provocaba intencionadamente. – ¿Eso crees?– él rió a medias y se acercó a la orilla de la cama para besarla
con rudeza. Cordelia sacudió la cabeza y se odió por no haber reaccionado a tiempo. Hubiera deseado arañarle el rostro, golpearle y disipar de su cara aquella detestable sonrisa de triunfo.– Mi infiel y traidora esposa… Sospecho que las mujeres falsas y embusteras como tú, capaces de mancillar el honor de sus maridos, precisan de un hombre que caliente su lecho por las noches… Puesto que tu amante estará bien lejos o bien muerto para cuando llegue ese momento, seré yo quien resignadamente asuma dicha responsabilidad. Y te doy mi palabra de honor, querida, de que cuando eso suceda no podrás recordar a cualquier otro hombre que te haya tocado… Tengo el firme propósito de arrancar de tu garganta hasta el último aliento con cada caricia, de borrar de tu piel la más insignificante huella que ese ladrón infame haya podido dejar en lo que es de mi propiedad… Por mi honor, Cordelia, que si no lo consigo, uno de los dos habrá perdido realmente el juicio antes de que el año toque a su fin. Y la dejó sola, temblorosa y con el corazón palpitando de inquietud y rabia.
Sin embargo, Cordelia no derramó una sola lágrima ante sus amenazas. Quizá muy pronto, él saldría definitivamente de su vida, tal vez antes de que pudiera cumplirlas. Y por otro lado, aquella misma idea la entristecía… Porque, ¿quién sino aquel arrogante irlandés podría amarla en la noche de aquel modo inexplicable, exigente y cuidadoso, áspero y tierno a la vez y mil veces arrebatador? Rezó porque cuando él se marchara, su corazón y su mente fueran lo suficientemente voluntariosos para olvidarle enseguida.
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Capitulo 9 Cordelia ni siquiera habría podido imaginar que aquel verano comenzase
de manera más agradable. Cálido y entrañable, se había colado por las ventanas sin que ninguno de los habitantes de la casa notara apenas su presencia, salvo por el ligero aumento de temperatura que anunciaba el bochorno que pronto sería insoportable por las noches. La semana anterior, el señor O’Hara la había amenazado con encerrarla bajo llave si no desvelaba la identidad de su amante. Curiosamente, Cordelia no había vuelto a ver a su irritable esposo desde entonces. Y por otro lado, ¿quién podría delatarla si se atrevía a desobedecer sus órdenes y disfrutaba de un placentero paseo por el hermoso y soleado jardín? Saludó a Nora al pasar junto a ella y se adentró en el sendero que conducía hacia la plantación. Se detuvo a los pocos pasos, tropezando con algo. Se levantó apenas la falda a la altura del tobillo para desenredar su zapato del matojo que la había hecho trastabillar. Sin embargo, la providencial aparición de un desconocido, la sacó de su pequeño aprieto. – Vaya, qué torpeza la mía…– susurró mientras agradecía con la mirada.
Le observó de reojo. Era bien parecido. Cabello castaño, cejas pobladas y ojos de un azul intenso… Cordelia tuvo la sensación de que le conocía.– Ha sido muy amable, señor. ¿Nos conocemos por casualidad? Su rostro me recuerda… – Es bastante probable que conozca a mi hermano.– el hombre estrechó sus
dedos ligeramente y después los besó galantemente. Cordelia los apartó ruborizada.– Nicholas Foxworth. Es un placer, señora. – ¡Foxworth!– exclamó Cordelia, inexplicablemente feliz porque había
asociado su nombre a su querida Lynn.– ¡No es posible! ¿Es hermano de Brian… mi cuñado Brian Foxworth…? – Eso creo.– el hombre sonrió abiertamente y Cordelia apreció que su
sonrisa era tan atractiva como el resto del conjunto.– Me temo que somos familia, señora O’Hara. – ¿Lo teme?– arqueó las cejas, sonriendo más tranquila al ver como él
agitaba las manos para indicar con su gesto que solo bromeaba. Se colgó de su brazo y le rogó que la acompañara en su paseo.– Por favor, señor Foxworth… Debe darme enseguida noticias de mi hermana… ¿Cómo están
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ella y su bebé? ¿Hace cuánto que les vio por última vez? ¿A qué debemos el honor de su visita?... – Está bien, señora, responderé a todas sus preguntas.– se defendió en tono
de broma y Cordelia pensó que su encanto superaba mil veces al de su insulso hermano.– Pero solo si las formula una a una… Y en respuesta a la primera, ambos están perfectamente. En cuanto a la segunda, he llegado hoy mismo y les dejé hace más o menos tres semanas. Por cierto que Lynn estaba radiante. Y con respecto a mi visita… Bueno, siento un poco de pudor al confesárselo, Cordelia… ¿puedo llamarla así? –Ella asintió, impaciente– Bien, Cordelia…– titubeó al principio.– Lo cierto es que Lynn me lo pidió. – ¿Ella se lo pidió?– repitió estúpidamente.– No le comprendo… – Ella está muy preocupada por usted, Cordelia. Y como en realidad forma
parte de mis nuevas obligaciones aquí que vele por la seguridad de todos, pondré especial cuidado en la suya si no le importa. – ¿Obligaciones? – Eso he dicho. Desde hoy, soy el nuevo responsable de la seguridad y el
orden en esta zona. – ¿En serio? Ya me siento mucho más tranquila, créame.– Cordelia suspiró
con cierta coquetería. No sabía a ciencia cierta de quien pretendía protegerla Lynn al enviarle a caballero tan encantador. Pero temía que sus atenciones no fueran del agrado de otro cierto caballero no tan encantador. Le pidió que la acompañara hasta la casa y le ofreció la hospitalidad que requería el hecho de que fueran familia. El la rechazó con elegancia, consciente de lo inapropiado que sería dado que el señor O’Hara no estaba en casa. En la misma puerta, mientras se despedía de él, Cordelia quiso indagar más en las intenciones de Lynn.– Dígame una cosa, señor Foxworth… ¿Le ha hablado mi hermana de mi esposo? – No debo…– él trató de desviar la conversación, pero Cordelia le insistió
con un gracioso mohín de sus labios.– Así es, señora. Y por cierto que no demasiado bien. Aunque lo que en realidad me alarma y sin ánimo de ofenderla, es lo que cuentan por aquí sobre él. – Pero usted es lo bastante inteligente para no formarse juicios precipitados
sobre las personas a las que no conoce, ¿no es así?– le recriminó sin perder la sonrisa, molesta porque a pesar de todo, él era su esposo y odiaba que hablaran de él a sus espaldas. – Lo soy. Y por ese motivo, ardo en deseos de conocer personalmente al
señor O’Hara.– reconoció.
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– No le defraudará, se lo aseguro.– su comentario estaba cargado de sarcasmo. Para bien o para mal, el señor O’Hara siempre causaba una impresión inolvidable en los demás.– Le diré a mi esposo que desea entrevistarse con él. ¿Le parece bien que le invite a cenar, digamos mañana por la noche, señor Foxworth? – Estaré encantado. Con una única condición. –Cordelia le invitó a darla a
conocer– Que olvide ese trato formal entre nosotros. Puede llamarme Nicholas. – Solo si usted…– ella no tenía mucha experiencia en el tema, pero le
pareció que el hombre también coqueteaba. – La llamaré Cordelia. Es un nombre precioso, ¿lo sabía? – Gracias. Y Nicholas…– le pareció que debía advertirle antes de que
ambos continuaran su reciente amistad.– La próxima vez, le aconsejo que se abstenga de atravesar el sendero. Si desea visitarnos, debe llamar directamente a nuestra puerta. Mi esposo detesta que los extraños invadan su propiedad sin su permiso. Es muy capaz de echarle a los perros si le descubre pasada la noche. – ¡Santo Dios! ¿Tales son los peligros que la acechan aquí, Cordelia?– clavó
sus ojos azules en el rostro de ella.– No me extraña que Lynn reclamara mi protección para usted. – Son otra clase de peligros los que me preocupan.– replicó, recordando a
Raoul Trasene y la cita que tenía con él.– Pero por ahora, puede guardar su lanza, mi galante paladín. – Lo haré. Pero le doy mi palabra de que desde este día, tiene en mí a su
más ferviente admirador. Cualquier cosa que pueda hacer por usted… – Puede ser mi amigo.– contestó con toda naturalidad, divertida por la
situación. ¡Nicholas Foxworth la consideraba atractiva! Sintió deseos de buscar a O’Hara solo para que pudiera escucharlo. El que se había burlado de ella, que había tenido el descaro de pretender que debía estarle agradecida por el honor que le hacía al tomarla por esposa… Sí, estaba realmente ansiosa porque el engreído señor O’Hara supiera que otro hombre la consideraba deseable.– Le veré mañana, Nicholas. Y bienvenido. Cordelia se cepilló repetidamente el cabello, decidida como estaba a causar
la mejor impresión a su invitado. Al hablarle al señor O’Hara de la inesperada visita de Nicholas Foxworth, se había mostrado completamente indiferente. Sin embargo, ahora le observaba a hurtadillas y la alegraba
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comprobar que su esposo titubeaba al elegir la camisa que luciría durante la cena. – ¿Necesitas ayuda, querido?– se mofó a sabiendas que él nunca se la
hubiera pedido y mucho menos, ella se la hubiera brindado. – ¿Te parece que la necesito?– él se colocó sobre los hombros la primera
prenda que le vino a la mano y la abotonó con dedos algo torpes. Después, la miró fijamente.– No creas que me entusiasma la idea de que ese presumido de Foxworth meta sus narices en nuestra casa. – Entonces, debiste decírmelo. Le hubiera enviado una nota con mis
excusas y asunto zanjado.– replicó, dejando ruidosamente el cepillo sobre el tocador. – ¿Y perderme la ocasión de admirar las virtudes que tan efusivamente
describías ante la señora Craig?– preguntó con sorna y sonrió al ver como ella palidecía. – ¿Ahora te dedicas a espiar mis conversaciones, señor O’Hara?– le espetó
furiosa.– Te aseguro que si perdieras esa horrible costumbre de escuchar tras las puertas, probablemente oirías cosas más agradables sobre tu propia persona. – Y yo te aseguro, querida – le palmeó el trasero al pasar junto a ella y
comenzó a abrochar su vestido con increíble descaro, ignorando las protestas de la mujer.– que todo cuanto he escuchado ha sido sumamente agradable. Al menos, en lo que respecta al señor Foxworth. – Eso es porque el señor Foxworth es un auténtico caballero. Por tal
motivo, solo puedo tener elogios hacia él.– le provocó. – ¿De veras?– él cerró sus manos sobre la garganta femenina, la obligó a
volverse hacia él y la besó con rudeza.– Querida Cordelia… Si consiento en compartir mi mesa esta noche con ese tipo estirado y perfumado, es solo por concederte el deseo de su compañía. En cualquier caso, porque entiendo que extrañas a tu frívola e insensata hermana y deseas que te cuenta cosas sobre la nueva vida de Lynn y cuanto la rodea. Pero no olvides algo, querida mía… –Cordelia levantó la mano con intención de arañarle, pero él sujetó su muñeca en el aire y la atrajo hasta sus labios para besarla apasionadamente antes de soltarla– No olvides que aún tenemos pendiente una confesión. – Continuó y su expresión se había tornado sombría al hablar.– Por el bien del señor Foxworth, espero que no sea el Romeo de tus fantasías de mujer adúltera. De lo contrario, el siguiente adjetivo que podrás atribuir a nuestro invitado cuando converses con Nora, será el de “caballero muerto”.
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– ¡Déjame en paz!– le gritó, aunque él ya había desaparecido de la habitación, no sin antes apremiarla con el comentario de que su visita llegaría de un momento a otro. Cordelia cerró los ojos, rabiosa como ya era habitual después de cada uno de sus besos. Rabiosa por amarle, por desearle… Rabiosa porque le perdiera o le tuviera, el señor O’Hara siempre estaría en su corazón, del mismo modo que sus besos siempre quedarían grabados en su piel.
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Capitulo 10 –¿Y bien, señor Foxworth? Dígame, ¿qué le animó finalmente a establecerse
por estos alrededores?– Ian no lo preguntaba con sincero interés. Le alentaba en gran medida el deseo de romper los momentos de la conversación en que su esposa le excluía hábilmente para provocarlo. A decir verdad, estaban en los postres y aún no había logrado esclarecer los motivos que llevaban a Foxworth a querer visitar su casa. Cordelia le había monopolizado, interrogándole una y otra vez sobre el nuevo hogar de Lynn y sobre su bienestar. – Podría preguntarle lo mismo, ¿no cree?– Foxworth se mostraba
precavido, ya que algunas buenas personas le habían advertido del mal carácter de su anfitrión.– Lejos de su bella Irlanda, de sus amigos, de su familia… – Cordelia es ahora mi familia.– atajó con firmeza y Cordelia no pudo
evitar que un ligero estremecimiento de placer la recorriera al escuchar sus palabras. Sus sentimientos hacia él eran bastante contradictorios en ese instante. Por un lado, se deshacía al escuchar de sus labios cuan importante era para él. Pero por otro… Sabía muy bien que para O’Hara solo era una forma más de demostrar a Foxworth y al mundo que ella era de su exclusiva propiedad. Y eso la enojaba enormemente. – Entiendo, pero supongo que habrá… – No, no la hay.– negó otra vez con demasiado énfasis.– Cordelia es mi
madre, mi hermana, mi hija, mi esposa, mi amante y mi amiga… Ella lo es todo para mí, ¿no es así, querida? Buscó su mirada y apretó los labios furiosa al contemplar la expresión
irónica en su rostro. – Digamos que nuestro matrimonio fue una suerte para ambos.– contestó
agriamente. – Debe perdonar a mi esposa, señor. En ocasiones, es demasiado impulsiva
y se deja llevar por su apasionamiento. Tal es el amor que siente hacia mí. ¿Cómo se atrevía? ¿Humillarla de ese modo delante de un desconocido?
Cordelia se aclaró la garganta antes de concederle la buscada réplica. – En efecto, Nicholas.– enfatizó la última palabra, observando con enorme
agrado como su esposo palidecía por momentos ante la intimidad de su trato. Cordelia bebió más vino para infundirse confianza.– De todos es sabido que
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una mujer apasionada suele ser adorada o criticada. ¿En qué posición me situaría usted, querido amigo? – La colocaría, por su simpatía, inteligencia y belleza, en el más alto
pedestal, señora. Le doy mi palabra.– Foxworth pareció turbado por la evidente coquetería que ella mostraba.– Aunque dado que su esposo es su mayor admirador, dejaré ese honor para el señor O’Hara. – ¡Qué considerado!– Cordelia dejó que su mano se deslizara sobre el
mantel y apresara fugazmente los dedos de su invitado. Gesto que no pasó desapercibido para su marido. El rostro del señor O’Hara había conocido ya todas las tonalidades del arco iris durante aquella singular velada. Sin embargo, aquel púrpura intenso en sus mejillas auguraba peligrosas tempestades. Aún así, Cordelia disfrutó atormentándole.– Es posible, mi buen amigo, que dado el tiempo que lleva usted lejos, no sepa que mi esposo tiene una extraña concepción en lo que al matrimonio se refiere. Por ejemplo, él suele llamarlo inversión cuando el resto de los mortales lo llamamos, románticamente, promesa de amor. Como ve, señor, mi esposo no es de los que se devanan los sesos escribiendo poemas de amor para su amada. De hecho, creo que ahora mismo no emitiría una sola palabra afectuosa hacia mí aunque se la arrancáramos de los labios a golpes. – Te equivocas, querida.– se volvió hacia Foxworth con ojos chispeantes,
mientras interceptaba los dedos de ella sobre la mesa e impedía que buscaran los del recién llegado.– Siempre hay en mis labios un cumplido para mi bella Cordelia. – Qué conmovedor…– se burló, riendo estúpidamente y mirando en
dirección al hombre que apenas comprendía qué estaba sucediendo.– ¿Lo ve, señor Foxworth? Mi esposo está furioso porque cree que flirteo con usted. Y tiene mucha razón en estarlo, Nicholas… Si le hubiera conocido al tiempo que Lynn conoció a su hermano, es muy probable que su encanto me hubiera conquistado como Brian conquistó a Lynn. – Señor…– se inclinó cortésmente, haciendo ademán de abandonar la mesa
para no importunar a su anfitrión. – Por favor, no lo tome en cuenta…– Ian rodeó la mesa y viendo que el
pobre hombre no hallaba donde esconderse presa de la agitación y el pudor que le producían las palabras de ella, se compadeció. Le ofreció su mano y Foxworth la estrechó brevemente.– Temo que mi encantadora esposa ha bebido más de la cuenta. Cordelia abrió la boca para protestar, pero la cerró en cuanto vio la
expresión airada del señor O’Hara.
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– Ruego acepte mis disculpas, señor Foxworth. Y una invitación para el baile que celebraremos la noche de los demonios. Cordelia protestó esta vez enérgicamente, aunque solo lo hizo en su mente,
ya que sus labios habían quedado sellados por la promesa de venganza que leía en los ojos de su marido. – Prometo asistir si es que ese es su deseo, señor O’Hara. Señora…– se
despidió de ella con un gesto amable.– Gracias por la velada. Una vez a solas, se enfrentó a él antes de que su mirada acusadora la
fulminara. – ¿Tienes algún reproche que hacer, señor O’Hara?– le espetó, retándole a
que lo hiciera. – Ya que lo mencionas, señora O’Hara, he de decir que sí.– la voz de él
sonaba falsamente controlada.– A decir verdad, encuentro reprochable el modo en que has tratado de humillarme esta noche. Peor aún, encuentro deplorable el modo en que tú misma has quedado rebajada a la más indigna categoría. – ¿Piensas insultarme hasta la madrugada, esposo? ¿O te conformarás con
atormentarme cada día a partir de hoy?– Cordelia notó que su lengua parecía adormecida a causa del vino. Su propia voz sonaba insegura y llena de nuevos timbres que desconocía. – Por el momento, pienso llevarte a la cama y obligarte a dormir la mona.–
la levantó en sus brazos y se encaminó hacia las escaleras, esquivando hábilmente los débiles golpes que ella pretendía inflingirle. Cordelia gritó y pataleó, pero todo fue en vano. Ni siquiera Nora parecía escuchar sus gritos de auxilio. – ¡Suéltame, monstruo!– exclamó, vibrando de rabia al escuchar su risa. – ¿Monstruo?– repitió con una mezcla de ira y diversión en la mirada.– ¿Te
atreves a llamarme monstruo después de tu comportamiento? Querida… Eres tú quien se ha bebido una botella entera de ese magnífico vino de reserva que guardaba tu padre. Eres tú quien ha importunado a nuestro invitado con su indecente conducta, quien le ha hecho salir como alma que lleva el diablo. Eres tú, Cordelia quien ha puesto a prueba mi paciencia y mi orgullo al coquetear descaradamente con ese idiota de Foxworth ¿Y yo soy el monstruo? – ¡Basta ya! No te permitiré que me conviertas en alguien despreciable solo
porque he tomado una copa de más.… – ¿No me lo permites?– la dejó sobre la escalera sin soltarla. Sus alientos se
mezclaban y sus miradas tropezaban furiosas. Era obvio que él ya no podía
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controlar por más tiempo su mal humor.– Querida, creo que las ofensas que me has dedicado en esta velada, me conceden ese derecho. Es más, creo que has sido tremendamente desagradecida al no apreciar el regalo que te hacía con la visita del señor Foxworth. – ¿Esperabas que te diera las gracias?– Cordelia soltó una carcajada
histérica y se apartó de él para hacer una teatral reverencia.– ¡Gracias, mil gracias, mi señor! Gracias por hacer de mi vida un infierno, aunque gracias por llenarla de divertidas veladas como esta después de todo… El la zarandeó. – Estás ebria, Cordelia.– la reprendió e intentó alzarla nuevamente en
brazos, pero ella escapó como pudo. Apenas había adelantado un par de peldaños cuando se volvió a él para continuar provocándole.– ¡Cordelia… cuidado! La sujetó con fuerza. El rostro de Cordelia quedó pegado al musculoso
pecho de su esposo. Aspiró sin querer el fresco aroma a loción de baño que emanaba de él. Era una inconsciente, lo sabía. Ambos habían estado a punto de rodar por la escalera por culpa de su insensatez. Pero Cordelia solo pensaba en lo agradable que era estar así, sobre su pecho… Temía que era lo más cerca que estaría jamás de su corazón. Ian clavó sus ojos en ella. Por un instante, le había parecido que el
arrogante señor O’Hara había temido por su seguridad. – Alocada muchacha…– le oyó murmurar entre dientes.– Podías haberte
matado… ¿Es lo que quieres? – No se lo que quiero… Se dejó llevar hasta el dormitorio y suspiró cuando él la despojó
gentilmente de su vestido. La cubrió con la sábana y Cordelia supuso que se había retirado, pues escuchó pasos y la puerta se cerró. – Pobre niña… Mañana te sentirás mejor. Cordelia no abrió los ojos. ¿Qué hacía Nora Craig en sus sueños? – Nora, cuanto lo siento… Te he despertado… – No importa, niña… Solo duerme. Nora cuidará de ti. – Es terrible, Nora… Le amo…– susurró medio adormecida.– ¿Qué voy a
hacer…? Ian no pudo escuchar más. Abandonó sigilosamente el dormitorio,
reprimiendo el deseo de correr en busca de su enemigo. Se detuvo tras la puerta, apretando los puños contra la pared y respirando dificultosamente. ¡Maldito Foxworth! ¡Maldita Cordelia! ¡Ingrata mil veces!... Y él otras tantas ingenuo… Hasta el último momento, había mantenido la esperanza de que
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pudiera despertar en ella otro sentimiento que no fuera desprecio o rencor. Pero no… Era inútil cuanto hiciera, cuanto luchara por un cariño que ella jamás le entregaría. Era inútil que reclamara para sí el amor que Cordelia reservaba para aquel estúpido de Foxworth. Debía alejarse de ella cuanto antes… Temía que si permanecía en aquella casa por más tiempo, el amor no correspondido que sentía por ella la lastimaría a pesar de sus buenas intenciones… Pero antes, debía hacer algo más por ella. Debía asegurarse que algunos cabos sueltos del pasado quedaran para siempre bien atados. Lo había prometido a Samuel Hernshaw poco antes de que les abandonara. Y por más que odiara la idea de entregar a una Cordelia libre y rica a los brazos de Foxworth o de cualquier otro, su sentido del honor le reclamaba que llevara a cabo su promesa. Cuando Cordelia despertó, sentía que la habitación daba vueltas a su
alrededor. Recordaba vagamente lo sucedido la noche anterior, lo suficiente para que sus mejillas se tiñeran de rubor. Se preguntó si su irascible esposo le perdonaría alguna vez el modo en que se había comportado. A decir verdad, ella misma no se lo perdonaría mientras viviera. Su conducta había sido descarada y frívola, dos adjetivos que jamás habían formado parte de su personalidad. La atormentaba pensar la opinión que Nicholas Foxworth se habría formado de su carácter. Y más allá de cualquier crítica que pudiera hacer sobre ella un desconocido, la atormentaba que su esposo aumentara su desprecio hacia ella. Suspiró, desalentada. Ya pensaría algo… – ¿Has dormido bien, niña? La voz de Nora la sacó de sus cavilaciones. Cordelia percibió la censura en
su tono. La miró con ojos nublados por la resaca. – Nora… No me sermonees. Hoy no, por favor. La mujer encogió los hombros y la ayudó a vestirse, siendo mucho más
brusca que de costumbre. – El señor O’Hara me ha pedido que te comunique de desea verte
enseguida. Cordelia frunció el ceño. ¿Qué nuevos insultos le tendría preparado tan
temprano? – Bajaré cuando quiera.– anunció, levantando la barbilla con altivez.–
¿Puedes darle este mensaje al señor O’Hara? Gracias, Nora. –La mujer no parecía complacida por su respuesta– Nora, ¿se puede saber qué te ocurre?– la espetó cuando su fiel ama de llaves comenzó a tirar de su cabello como si cepillara las crines de un caballo.
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Cordelia le arrebató el cepillo de las manos y la miró a los ojos. Nora resopló y se dirigió a la puerta, enfadada. Pero se volvió antes de salir, como si no pudiera contener la rabia que la impulsaba. – Te diré lo que me pasa, niña… Y después puedes no volver a hablarme si
quieres.– Nora colocó los brazos en jarras y suspiró.– Nunca pensé que te diría esto, Cordelia… Pero me has decepcionado. – Pero, Nora… Solo tomé un poco más de vino y… – No se trata de eso.– la interrumpió con seriedad.– Es por el señor O’Hara. – Oh, el señor O’Hara…– repitió con tono irónico. – Sí, el señor O’Hara, tu esposo.– insistió Nora.– A mí no vas a engañarme
con esa carita de ángel, Cordelia. Sabes muy bien a lo que me refiero. Desde que el señor O’Hara vino a esta casa, le has tratado peor que al peor de los insectos. Es más, te he visto ser más compasiva con algún insecto que con tu esposo. Y a pesar de todo, él sigue aquí, soportando tus humillaciones y tus desaires de niña mimada… ¿No te has preguntado nunca porqué? – Porque disfruta atormentándome.– respondió con orgullo. – ¿Eso crees? ¿Y qué hay de su propio tormento? ¿No crees que sería
mucho más fácil para él romper este matrimonio y llevarse lo que la ley le conceda por derecho? – Es posible, pero… ¿por qué le defiendes?– se impacientó y Nora agitó las
manos en el aire.– No puedo creer que la mujer a la que quiero como una madre, esté sermoneándome porque no permito que ese embustero indeseable me aplaste bajo sus botas. – Porque te quiero como a una hija, debo hablarte con claridad. – Dirás porque le admiras a él y estás de su parte.– replicó. – ¡Es imposible hacerte entrar en razón!– exclamó la anciana.– Estás tan
ciega de rencor, que es imposible. – Oh, por supuesto…– gritó con rabia.– Y tú le adoras a pesar de todo, no
creas que no lo se. ¡Traidora!... Pero no te preocupes, no lloraré por eso… Quizá cuando el odioso señor O’Hara saque sus pies de esta casa, puedas hacer tu equipaje y marcharte con él… ¡Así los dos os libraréis de mí y seréis felices al fin! – ¿Me estás diciendo que estoy despedida, chiquilla malcriada?– Nora
clavó sus viejos ojos en ella, atónita por lo que acababa de escuchar. Definitivamente, ahora sí se había vuelto loca de remate aquella muchacha. – Claro que no…– dijo entre dientes.– Ni siquiera eso me compete ya…
¡Solo tu adorado señor podría, Nora! – Será mejor que me vaya antes de que una de las dos diga algo…
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Cordelia se mordió los labios, arrepentida. Pero era demasiado tarde. Nora ya había desaparecido escaleras abajo. Podía escuchar su llanto desconsolado y se sintió malvada por ser la causante. Sin embargo, no podía evitar que la rabia la hiciera escupir aquella sarta de barbaridades. ¿Despedir a Nora? Sería lo último que podía ocurrírsele… La quería. Pero aquel embaucador de O’Hara… La tenía de su lado. Cordelia lo pensó. Sí, tenía que recuperar a Nora… Era lo único que le quedaba en el mundo, después que Lynn se instalara tan lejos… Y cuando él se marchara también, ¿qué haría sin ella? Tenía que recuperar su cariño y su lealtad. A pesar de su negativa inicial, Cordelia decidió reunirse con él en el
comedor. Se alegró de que tuviera el mismo aspecto ojeroso y cansado que ella. Le saludó con un gesto y se sentó bien lejos, ignorándole después. – Espero que te encuentres mejor, querida. Aunque ya veo que tu humor
sigue siendo horrible.– observó, sin duda refiriéndose a los gritos que había escuchado y que provenían del dormitorio. Cordelia no contestó. – Me ha parecido que la señora Craig lloraba al pasar junto a la cocina. ¿Habéis discutido? – Tal vez deberías correr en su busca y ofrecerle consuelo.– se mostró dura
aunque los remordimientos la torturaban. – Tal vez lo haga.– aceptó él con expresión seria.– De hecho, creo que es la
única persona en esta casa que merece una palabra amable. – Pues por mí no te demores, querido.– le provocó.– Disfrutaré más de mi
desayuno si no tengo que soportar tu compañía. Cordelia estaba a punto de untar una tostada con mermelada, pero el
cuchillo quedó suspendido en el aire mientras ella abría mucho los ojos para contemplar su brusca reacción. El mantel que cubría la mesa voló ante ella con todo lo que contenía. El se había levantado y la miraba con ojos chispeantes de furia, apretando los puños en los costados. – ¿Es que no tienes corazón?– preguntó con la voz quebrada por la rabia.–
Te digo que una buena mujer que te ha criado y cuidado como la mejor madre, llora por tu causa… ¿Es que nada te conmueve? ¡Por todos los Santos! ¿Cómo puedes ser tan fría cuando se trata de los sentimientos de Nora? No, Cordelia, a mí puedes tratarme como te plazca. Pero ni por un momento pienses que voy a permitir que hieras los sentimientos de la única persona que ha sido capaz de quererte incondicionalmente y a pesar de tus muchos defectos. No lo toleraré.
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– ¡Está bien, deja de gritar!– se levantó también, consciente de que él tenía razón en cuanto decía. No obstante, nunca lo aceptaría.– No es Nora quien saca a relucir lo peor de mí… Si he discutido con ella, es por tu culpa. Deberías ser tú quien le pidiera disculpas en realidad, no yo. – ¿Por mi culpa? – Sí, eso he dicho...– le señaló con el dedo, temblando de ira.– Es culpa
tuya. Tú me has arrebatado su cariño, la has puesto de tu parte… Tenías que robarme también eso, ¿no es así? – Querida, temo que el vino de anoche ha causado estragos en tu cerebro.–
se burló, comprendiendo ahora el motivo de la discusión entre las dos mujeres. ¡Bendita Nora! Algún día le daría las gracias por su incondicional apoyo. Se preguntó si la sabia mujer había adivinado en sus miradas el afecto que sentía por la joven que ahora tenía ante sí. – ¡Vete al diablo! – Lo haría encantado, querida mía. Pero aún hay otro tema que deseo tratar
contigo. – Lo sospechaba.– se burló. – Tu comportamiento de anoche, Cordelia… – Fue horrible, lo se.– reconoció para sorpresa del hombre, que frunció el
ceño con desconfianza al escuchar sus palabras.– En lo que respecta al señor Foxworth, no tengo excusa. No tenía derecho a ponerle en una situación comprometida solo por el mero placer de disgustarte. Me disculparé personalmente con él en cuanto vuelva a verle. Pero en cuanto a ti… Quiero que sepas que mis disculpas solo van dirigidas a mi buen amigo Foxworth. – Entiendo. Pero aclaremos antes una cuestión, querida.– él rodeó la mesa y
la apresó entre sus brazos. Cordelia estaba demasiado cansada para luchar y permaneció muy quieta, con los labios entreabiertos y húmedos palpitando ante la posibilidad de que la besara.– No estoy dispuesto a permitir que repitas la humillación de anoche. No vas a arrastrar mi apellido y tu reputación por el fango, no mientras yo viva para evitarlo. No volverás a ver al señor Foxworth a solas. Te lo prohíbo. Y deseo que sepas, Cordelia, que si no está muerto es porque odiaría quitarle la vida a un hombre inocente solo por la sospecha de su traición. Pero si descubro que esa sospecha es cierta… Juro por lo más sagrado, querida, que el señor Foxworth se reunirá con sus antepasados mucho antes de lo que cree. – ¿Es una amenaza?– trató de mostrarse tranquila, pero el brillo en la
mirada de su esposo le decía que él no bromeaba.
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– Te lo advierto, Cordelia… Antes me convertirás en un asesino que en un payaso del que todos se burlen.– su voz era grave – Mientras dure este matrimonio respetarás los votos que hiciste. Después, puedes entregar tu cuerpo y tu espíritu a quien se te antoje… – ¿Después…?– Cordelia enfrentó su mirada.– ¿Qué quieres decir…? – Ya lo sabes. Has vencido, Cordelia… Acepto tu trato. – Explicó y Cordelia
notó que los dedos de él habían quedado agarrotados sobre sus hombros.– Te concederé el divorcio en cuanto solucione algunos asuntos. Serás libre… Me llevaré lo que sea mío y podrás continuar con tu maravillosa vida de princesita. – ¿Piensas marcharte?– inquirió sin poder creer lo que escuchaba. – Así es, Cordelia. ¿No te alegra la noticia?– él estudió la expresión
femenina. – ¿Cuándo? – Después de la noche de los demonios. – anunció, soltándola con
brusquedad. Cordelia se aferró a la mesa para mantener el equilibrio. Sentía que se desmayaba presa de la confusión.– Será muy apropiado, ¿no lo crees, Cordelia? Por fin, te librarás de tus propios demonios. “Tal vez”, pensó ella, “pero, ¿quién te librará de los tuyos?” ¿Tendría algo
que ver el señor Trasene con su repentina decisión. Ese Trasene era peligroso. La idea la torturaba. Nunca podría superar que le sucediera algo malo por su culpa. – He terminado, Cordelia. Una vez me preguntaste qué más podía
desear…– acarició con los labios su mejilla.– Bien, querida. Te contestaré a tu pregunta. Ya no deseo nada más de ti. Pronto serás libre. – ¿Es todo cuanto tienes que decir? – No.– los dedos de él aflojaron la presión en sus hombros y la acercaron
lentamente. Sus labios tomaron los de ella con inusitada delicadeza. Apenas duró un instante, pero Cordelia pudo saborear la inesperada dulzura que él había dejado en el interior de su boca. Cuando se separó y abrió los ojos, él la observaba en silencio. Después de un segundo, él añadió.– Esto es cuanto tenía que decir. Y la soltó. Y Cordelia estaba tan confusa que no supo o no quiso protestar.
De cualquier modo, su anuncio la enfurecía. Y dispuesta a averiguar qué propósitos ocultaba, se dirigió a la cocina. Haría las paces con Nora y la convertiría en su aliada… Y tal vez Nora tuviera información sobre la sorprendente decisión de su esposo.
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Capitulo 11 Antes de que se diera cuenta, el día del baile había llegado. Amaneció
caluroso y brillante. Cordelia quería pensar que era una suerte que los días hubieran transcurrido con tanta rapidez. Aunque la realidad es que se sentía triste y desanimada por lo que aquel baile significaba. Su esposo había cumplido su promesa de dejarla en paz hasta entonces y ella a cambio, se había mostrado reservada y distante. Había sido obediente y sumisa y había declinado las invitaciones del señor Foxworth. Odiaba reconocerlo, pero la opinión de su esposo acerca de Foxworth había sido cuando menos acertada. Nicholas era un hombre atractivo y amable. Pero le causaba la misma impresión que le había causado Brian al conocerlo. Ambos carecían de la pasión y la fuerza que ella admiraba en un hombre. La pasión y la fuerza que Cordelia solo había encontrado hasta entonces en los ojos de su esposo. – Niña, ¿estás escuchando o sueñas despierta otra vez? Nora llevaba un buen rato reprendiéndola por su terquedad, pero Cordelia
no se dejó intimidar. – He dicho que puedo hacerlo y lo haré, Nora… Sujeta bien la escalera. – Pero… Mírate… No es propio de una dama, Cordelia. Ella sonrió y desvió la mirada, observando complacida como los adornos
de la cortina quedaban perfectamente adheridos a la tela. – Ya casi está… Nora Craig, me debes una disculpa.– bromeó, pero la
sonrisa se borró de su rostro de repente. Un fuerte mareo la hizo balancearse sobre la escalera y se aferró a ella como pudo. Escuchó el sonido de su falda al engancharse y rasgarse y gimió al notar como un clavo oxidado que sobresalía de la madera, arañaba su muslo. Al cabo de unos segundos en los que la conciencia la abandonaba, determinó que nada podía hacer por sujetarse y se dejó caer al suelo. Por suerte, unos brazos detuvieron su caída antes de que fuera demasiado tarde. Cordelia miró a su esposo, ruborizada por la intimidad de su abrazo. El la
depositó suavemente en el suelo, sin apartar los ojos de ella. – Gracias.– musitó. – No hay de qué.– respondió – Deberías tener más cuidado, querida.
Podrías hacerte daño la próxima vez.
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– La próxima vez ya no estarás aquí para verlo.– le reprochó, aunque él lo interpretó como un comentario mordaz y su mirada se ensombreció.– Para entonces, serás un hombre libre, tal y como ambos deseamos. – Libre, Cordelia. No viudo.– rectificó y echó una ojeada a su muslo,
levantando su vestido sin contemplaciones.– No es grave, solo un rasguño. Nora, por favor, encárgate de que lo desinfecte bien. Se volvió hacia la mujer que se mordía las uñas con nerviosismo. – Lo haré, señor… Cuánto lo lamento… Le dije a la señora que no debía… – No es culpa tuya, Nora.– la tranquilizó, besándola en la arrugada frente
con un gesto que a Cordelia recordó el de un hijo cariñoso.– Todos sabemos que no hay nada que podamos hacer cuando a la señorita Cordelia se le mete algo en la cabeza. – Eso es cierto.– reconoció Nora, aliviada. – Oh, Gracias a los dos…– ella ignoró al hombre cuando pasó junto a ella.
En una semana, era la primera vez que estaban tan cerca. Sin embargo, lejos de alegrarla, su proximidad la había hecho enfadar otra vez. Por otro lado, la preocupaba más el hecho de que jamás hasta entonces había sufrido un desvanecimiento. Agitó la cabeza para apartar de su mente lo que la inquietaba. – ¿Seguro que estás bien, niña? Nora parecía intrigada. – Solo ha sido un accidente, Nora… – Te pusiste pálida de pronto.– dijo, analizando el color de su piel y la
ligera hinchazón de su rostro.– ¿Seguro que no pasa nada, Cordelia…? – Ya he dicho que no… ¡Vamos, aún tenemos trabajo que hacer!– la empujó
hacia el salón.– No quiero que esas viejas chismosas critiquen mi casa. ¡Será el mejor baile que se recuerde en la zona! Y por cierto, debía recordar también su cita con el señor Trasene. Las mujeres vestían para la ocasión hermosos vestidos y adornaban sus
rostros con elegantes máscaras. Era la tradición que cada hombre y mujer debía ocultar su identidad hasta pasada la medianoche. Así los demonios no conocerían sus nombres y no podrían llevarles con ellos cuando la noche tocara a su fin. Cordelia había hecho lo propio. En ese momento, recordaba con añoranza los días de la infancia. Lynn y ella solían disfrutar al máximo de aquella vieja costumbre y se ocultaban en sus dormitorios para preparar inofensivos conjuros mientras los adultos bebían y bailaban hasta el amanecer.
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Se ajustó la máscara sobre la cara, recibiendo con una inclinación de cabeza al grupo de mujeres que se dirigía hacia ella. – Una fiesta fantástica, ¿no le parece, querida?– preguntó una de las
mujeres. Cordelia se preguntó si la insoportable señora Tourdeau era consciente de lo ridícula que estaba, tratando de ocultar su identidad bajo la máscara que mejor la delataba: una con forma de cacatúa. Aún así, fingió que no la reconocía y a su vez, rezó porque tampoco adivinara quien era.– Sin duda, la señorita Cordelia parece haber ganado en buen gusto desde que se convirtió en la señora O’Hara. ¡Quien iba a decirlo! La hija de Samuel casada con ese vulgar irlandés… Las palabras de la mujer estaban cargadas de ironía. – Estará de acuerdo conmigo en que el señor O’Hara es a pesar de todo un
hombre sumamente atractivo… ¿dónde se habrá metido?– la mujer echó una ojeada a su alrededor y volvió a concentrar su atención en ella.– Es igual, ya le encontraré… Queridas amigas, busquemos una máscara de rata… mejor aún, de buitre carroñero… ¡Es tan emocionante! Cordelia no se molestó en contestar. Se alegró de que ella y su séquito de
arpías alejaran de ella sus lenguas venenosas. – Ningún demonio se llevaría algo tan hermoso.– susurró una voz a sus
espaldas y ella se volvió, intentando reconocer al hombre que había tras la máscara. – ¿Eso cree?– preguntó con coquetería.– ¿Cómo sabe que soy hermosa? El hombre la tomó de la mano y al compás de la música hizo que los pies
de ambos se deslizaran hasta la terraza. Una vez allí, la máscara del búho se aproximó a ella para aspirar el aroma que emanaba de su cuello. – Huele como algo hermoso…– sus labios fríos se posaron durante una
fracción de segundo en su frente de plástico.– Sabe como algo hermoso… Y ha elegido a un hermoso animal para su máscara. Cordelia rió. Había sido Nora quien había insistido en que utilizara aquel
ridículo disfraz. En realidad, cualquier disfraz le parecía ridículo dado su estado de ánimo. Deseaba que la fiesta terminara cuanto antes, reunirse con Trasene y regresar por fin a su vida anterior. Pero le gustó que aquel caballero le hiciera un cumplido. Y por otro lado, sospechaba que Nicholas Foxworth se ocultaba tras aquella máscara. – Debo advertirle, señor búho, que soy una mujer casada.– dijo con voz
melosa.– Y sepa que ni el búho más inteligente podría escapar de la ira de mi esposo.
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– Su esposo es un hombre afortunado.– el misterioso desconocido apoyó la espalda contra el barandal y tiró de su mano para atraerla hacia su pecho.– Pero él no está aquí y yo sí. En tal caso, no perdamos más el tiempo, mi bello cisne. – Por favor, sea razonable…– suplicó. – Apenas puedo contener el deseo de besarla, señora cisne… – Entonces, descúbrase…– exigió, asustada por el rumbo que tomaba la
situación. – Si lo hago, estaré a merced de los demonios…– se burló él. – Si no lo hace, gritaré. – Si grita, alarmará a todo el mundo.– insistió él. – Lo haré, puede estar seguro… – Su temible esposo vendrá en su auxilio y me arrancará el corazón por
haber intentado arrebatarle un beso. ¿Desea que eso ocurra? – Sabe muy bien que no… Pero he…Compórtese, por Dios. A esas alturas, Cordelia ya estaba segura de quien se trataba. Pero a pesar
de la simpatía que sintiera hacia su secreto admirador, no permitiría que aquello fuera más allá de un simple juego. Se apartó con brusquedad y se quedó a suficiente distancia del hombre para que no repitiera el intento. – Le ruego que no vuelva a intentarlo, señor búho.– exclamó con voz
firme.– Es posible que mi actitud haya podido confundirle. Pero le aseguro que no fue mi intención alentar sus atenciones. Al menos, ha de respetar lo que le he dicho acerca de mi posición de mujer casada. – No parece ser feliz, señora cisne. – Tal vez. Pero no es momento ni lugar para hablar de mi
felicidad…Bailemos y ahuyentemos a los demonios, ¿quiere?– se adentró en el baile, temiendo que el hombre la siguiera. Pero no sucedió. El caballero de la máscara de búho desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra y Cordelia se alegró en su interior. Pobre Nicholas… Debía comprender que ella jamás traicionaría la lealtad de su esposo mientras llevara su apellido. Incluso después, Cordelia sabía que Nicholas Foxworth nunca podría sustituir al hombre que había logrado conquistar su corazón. El resto de la velada transcurrió sin mayores sobresaltos. Todos lo estaban
pasando estupendamente. Ella misma se había relajado después que Foxworth no diera más señales, aunque la apenó que su esposo tampoco quisiera unirse a la fiesta. Era evidente que el señor O’Hara no quería perder un segundo y debía estar preparando su equipaje. Todo auguraba que cumpliría su promesa de marcharse al día siguiente. “¡Trasene!!, Cordelia
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recordó de pronto su cita. El reloj acababa de marcar las doce. Esperó a que los invitados estuvieran lo bastante distraídos con el vino y la música y fue acercándose hasta la terraza con sigilo. Descendió por las escalinatas que conducían al sendero y apresuró el paso, despojándose de la máscara cuando estuvo lo suficiente lejos para que nadie la reconociera. Al llegar al lugar donde Trasene debía esperarla, se detuvo. Le había
parecido escuchar un ruido. – ¿Hay alguien ahí…?– Cordelia apenas distinguía sus propios pies en la
oscuridad.– ¡Conteste quien quiera que sea! Una mano cayó sobre su hombro y la obligó a girar. – ¡Usted!– Cordelia pudo comprobar que Trasene había bebido más de la
cuenta. Su aspecto era horrible incluso en la penumbra.– Terminemos con esto de una vez. – No tan deprisa, querida… Aún hay algo que deseo mostrarle antes de
hablar de negocios – se acercó peligrosamente y Cordelia cerró los ojos cuando él se despojó de la camisa.– ¡Abra los ojos, señora! – ¡No!– pero todas sus protestas fueron inútiles. Trasene rasgó su propio
vestido y descubrió la parte superior de sus hombros. Cordelia se enfrentó a él, indignada y desesperada al mismo tiempo.– ¿Cómo se atreve? ¿Qué pretende, miserable…? Las fuerzas le flaquearon al comprender lo que aquel hombre buscaba.
Pensó que uno de los dos habría de morir en el intento. – ¡Cállate, estúpida! No es lo que crees… Aunque bien sabe Dios que me
hubiera gustado… ¡Fíjate bien, mujer!... ¡Mírala bien! Cordelia abrió desmesuradamente los ojos. ¿Mirar qué? Trasene parecía
haber perdido el juicio. El encendió una cerilla y prendió con ella la antorcha que había a sus pies. Siguió con los ojos los gestos del hombre, clavando los ojos primero en su propia piel y después en la de él. – ¿Qué significa…?– Cordelia enmudeció al comprobar la similitud entre
las marcas de nacimiento que había en la piel de ambos. Una diminuta mancha rojiza en forma de estrella. ¿Cómo era posible? – Yo te lo diré, hermanita… – la mirada de Trasene era la de un perturbado
y Cordelia comenzó a temer realmente por su vida.– ¿Querías información sobre O’Hara? ¡Muy bien, te la daré! Te daré más que eso, Cordelia Hernshaw… ¡Te proporcionaré un billete al otro mundo, donde podrás reunirte con mi maldito padre!
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– ¿Tu padre…? No se de qué me habla…– Cordelia se cubrió los hombros con la tela que él había hecho jirones. – ¿No lo sabes, hermana?– Raoul apretó su cuello con fuerza para
inmovilizarla.– Ha llegado el momento en que la dulce Cordelia conozca algunos secretos de su amado padre… Un hombre sin escrúpulos que no dudó un instante en abandonar a su propio hijo y ocultarle de todos con tal de no manchar su buen nombre… Un hombre que no dudó en comprar el silencio de la ramera que le había dado un hijo… ¡Le maldigo cien veces! ¡Y te maldigo a ti, que llevas su misma sangre! La misma sangre… – ¡Déjame ir!...– suplicó con un hilo de voz. Apenas podía respirar con
aquella presión en su garganta. – ¡Oh, no! Esta noche, Cordelia, pagarás por todos los pecados de nuestro
padre… Esta noche habrás de morir para que un nuevo Hernshaw pueda ocupar su puesto en esa casa… Todo será como debió ser desde un principio…– la soltó un instante, pero solo para descargar sobre el rostro femenino su puño. La golpeó con tal brutalidad que Cordelia cayó de bruces. Se levantó sacando fuerzas desconocidas y trató de arañarle, pero él volvió a golpearla, esta vez con más fuerza. En esta ocasión, Cordelia solo pudo gemir de dolor al caer. – ¿Porqué…?– preguntó, incapaz de entender que quien se llamaba su
hermano albergara tal rencor hacia ella. – ¿Por qué?– le oyó reír a carcajadas.– Por treinta y cinco años de vida en
una casa pestilente. Por una madre indecente que me avergonzaba con su pasado… Por todo el odio que he sentido hacia el hombre que fue nuestro padre… Y porque al morir tú, querida Cordelia, me convertiré en el único heredero, ya que nuestra Lynn está demasiado lejos para reclamar su parte. Por todo ello, has de morir esta misma noche. – ¡No! – De nada servirá que luches, Cordelia… Tu destino está escrito. Y ahora…
escribiré el mío con tu propia sangre. – ¡No!– repitió.– Te descubrirán… O’Hara te detendrá… –Percibió una
ligera sombra de temor en la mirada de Trasene– Te matará si me tocas.– insistió, consciente de que solo había una persona en la tierra a la que Trasene parecía temer. – Ese irlandés no se entrometerá más en mis asuntos.– se jactó Trasene.–
Después de matarte, mataré a esa miserable que me dio a luz y que tu honorable esposo ha protegido de mí hasta ahora… Se muy bien que la hizo
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venir de Irlanda cuando se enteró de mis propósitos… Y se muy bien donde la oculta. Cordelia empezaba a entender algunas cosas. El viaje de su esposo, sus
continuadas ausencias… Todo el tiempo había ocultado a la madre de Raoul, arriesgándose a que todos creyeran que era algo que no era. Todo el tiempo había tratado de protegerlas, a ella y a Lynn, de una verdad cuando menos abominable. Cordelia se negaba a creer que su padre fuera el monstruo que Trasene describía… En realidad, ahora ya nada importaba, pensó. El aliento se le escapaba mientras recordaba con profunda tristeza todas las veces que había juzgado a su esposo con dureza. Vio como Trasene lanzaba a través del sendero antorchas que iba
encendiendo con su lumbre y con su odio y que iban cayendo al otro lado, sobre la plantación. En pocos segundos, el fuego la rodeó y Cordelia supo que ya no podía luchar contra lo inevitable. Tosía ruidosamente. El sueño mortal del que ya nunca despertaría la vencería en breve. Entre las llamas, pudo distinguir una sombra que se movía hacia ella. Se aferró con desesperación a los brazos que la elevaban, segura de que eran los de un ángel que la conduciría hasta el cielo. – ¡Maldito!– escuchó como la voz gritaba a Trasene y durante un instante,
abrió los ojos sin poder creer lo que veía. Un hombre increíblemente alto y fornido golpeaba en la penumbra a su agresor. Tanto le golpeaba que Cordelia temió que lo matara. Y aunque despreciaba a Raoul Trasene no podía olvidar que si había dicho la verdad, llevaba su misma sangre. – Por favor, no le mates…– suplicó Cordelia débilmente. Más ruido, más voces que sonaban con diferentes matices… Por fin, el
hombre sujetó a Trasene por el cuello y lo lanzó lejos de su vista, no sin antes dedicarle una última amenaza. – Vivirás porque ella lo desea.– dijo la voz, cargada de furia contenida. Al
momento, los otros hombres apresaron a Trasene para que no pudiera escapar. La voz continuaba abortando toda la rabia de su interior.– Pero juro por Dios que si ella muere, la seguirás al infierno. Cordelia ya no miraba. Solo pensaba que era una enorme coincidencia que
él estuviera allí justo en el momento en que su alma abandonaba su cuerpo. – ¡Raoul… Hijo! Todos se volvieron al escuchar la voz quebrada de la mujer. Permitieron
que corriera al encuentro de su hijo y le abrazara quizá por última vez. – Madre…– momentáneamente, pareció asomar la ternura a los ojos del
desdichado. Pero desapareció en el mismo instante en que la mujer hundía su
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cuchillo en el pecho del hombre. Trasene la miró con ojos vidriosos.– ¿Madre…? – Adiós, hijo… El resto del grupo la apartó, escandalizado por la brutalidad de la escena.
Trasene yacía cubierto de sangre a los pies de la mujer, que sollozaba incontrolablemente. – Lilly… ¿porqué…? La mujer se volvió hacia el hombre que cariñosamente había cuidado de
ella desde hacía años. Desde el día en que ella, conmovida por la tristeza de la mirada de aquel niño, le había sacado del orfanato para cuidarlo como a su propio hijo. No tuvo dudas en que lo había amado más que a su propio hijo, pues este nunca había merecido su amor. Lo abrazó y besó sus manos afectuosamente. Aquellas manos siempre habían sido bondadosas con ella, jamás se habían avergonzado de sostener las suyas para pasear ante todos. Nunca la habían rechazado cuando los demás lo hacían a causa de los errores de su pasado. Su pasado… Su único error había sido amar a un hombre casado. Pobre Samuel… Tan recto había sido que sacrificó el amor de ambos para proteger a su esposa y su familia. Pero no era un pecado. Su pecado había sido concebir aquel hijo que nunca tuvo conciencia ni sentimientos. – No merecía vivir, hijo. Nadie tan perverso merece vivir.– contestó y dejó
que los hombres la condujeran hasta la casa. Poco importaba ya lo que sucediera. – Te ayudaré, Lilly. – Ya lo has hecho.– ella emitió una sonrisa apagada. – Me diste tu cariño
cuando solo me daban la espalda. Es más de lo que nadie hizo nunca por mí. – Esperen…– él detuvo a los hombres que la llevaban.– ¡Lilly! – Siempre fuiste mi verdadero hijo, ¿lo sabías? Mi pequeño héroe…Ve con
ella. La vio marchar y corrió hacia Cordelia. Algunos hombres trataban de
reanimarla sin demasiado éxito. Les apartó furioso. – ¡Lucha, Cordelia! Oh, qué grata sorpresa… Y tan extraña… En sus sueños, el señor búho
insistía en conquistarla. Qué hombre tan encantador ese Foxworth… galante hasta el final. Acarició con dedos débiles el cuello del hombre. – ¡Respira, Cordelia! Qué atrevido… Ese Foxworth insuflaba su propio aliento en los labios de
ella. Cordelia mantuvo los ojos cerrados, preguntándose qué haría el orgulloso señor O’Hara si presenciara aquella escena. Claro que nunca lo
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sabría. Se durmió mucho antes de que su misterioso salvador se despojara completamente de su máscara. – ¡Vive, maldita sea…!– la zarandeaba sin control y nuevamente se
quedaba sin aliento para regalárselo a ella.– ¡Vive! – Será mejor que lo deje, O’Hara… No hay nada que hacer. Foxworth intentó obligarle a separarse de ella. Pero fue inútil. El acercó su
oído al pecho de ella. Aún latía, aunque débilmente. Miró a los hombres con expresión desfigurada por el dolor. – ¡No se atrevan a tocarla! ¡No se atrevan a decir que está muerta! Foxworth agitó la cabeza, conmovido en el fondo por la reacción
desesperada del hombre. – Vamos, O’Hara… Ha muerto. Déjela marchar en paz.– pidió con tono
suave. Como respuesta, él lo empujó y les miró a todos como si se hubieran vuelto locos de repente. – ¡Ni siquiera se atreva a pronunciar esa palabra!– bramó y nuevamente,
llenó los pulmones de ella con su aire mientras acariciaba la pálida piel de sus mejillas.– ¡Vive, Cordelia…! Ella apenas tosió para recuperar el aliento. Todos los presentes se
persignaron, pensando que era un auténtico milagro que siguiera entre ellos. Cordelia no abrió los ojos. No podía oír ni hablar ni apenas sentir. Todo le parecía lejano… – Querida Cordelia…– de nuevo la voz le hablaba desde el más allá.
Cordelia casi no podía escuchar lo que le decía, pero le agradó que se dirigiera a ella con aquel tono gentil que la llenaba de paz– Deseo que sepas, Cordelia, que nunca una mujer despertó en mí el profundo sentimiento que tú has despertado. Deseo que lo sepas, Cordelia, porque nunca otro ser humano inspiró en mí tanta bondad, nunca nadie me hizo sentir deseos de protegerle por encima de todo, incluso de mi propia vida. Y nunca antes estuve tan dispuesto a sacrificar mi propio orgullo para proporcionarte la libertad.– la voz temblaba, pero ella no podía percibirlo en su estado.– Y deseo… no, te ordeno que vivas y seas feliz el resto de tu vida. Por mi parte, Dios sabe que haré cuanto esté en mi mano para seguir viviendo con la maldición de tu nombre en mi recuerdo. Cordelia dejó que los brazos fuertes la llevaran hasta su hogar. Y así fue
como el señor búho la trajo de vuelta a casa.
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Capitulo 12 Cordelia despertó con la sensación de que la noche anterior había vivido
una pesadilla demasiado real. Estaba convencida de ello, pero cuando la luz del día se filtró por la ventana y alumbró el suelo de la habitación, Cordelia supo que todo había sido real. El vestido que había llevado durante la fiesta estaba a los pies de la cama. Su máscara lo acompañaba. Y muy cerca del lecho… Frunció el ceño al ver como su esposo la observaba con expresión somnolienta. Aún sostenía la máscara tras la que había ocultado el rostro en el baile. – El señor búho…– murmuró, estirándose con pereza bajo las sábanas. Ian
abandonó la incómoda silla en la que había permanecido toda la noche y se sentó en la orilla de la cama, tomando la mano de ella. – La señora cisne.– su expresión se tornó seria al ver como ella retiraba la
mano con rapidez. Se mantuvo a una discreta distancia para no inquietarla.– Buenos días, Cordelia. – ¿Cuánto tiempo he dormido? – Dos días completos con sus noches. Temimos que no despertaras nunca. – Ese hombre… Trasene…– Cordelia no podía pronunciar su nombre sin
sentir escalofríos. – Está muerto.– anunció él y su mirada se ensombreció. Cordelia intuyó
que él estaba furioso y no solo a causa de los acontecimientos. Había algo más, pero ella prefirió no indagar en la razón de su malhumor. – El dijo… Dijo que yo… que él era… – Todo cuanto dijo que era cierto. – Pero entonces, yo…él…– Cordelia no podía ni quería creerlo. No quería
aceptar que alguien tan retorcido llevara su misma sangre. – Raoul Trasene era el hijo bastardo de Lilly Trasene y de Samuel
Hernshaw, tu padre.– explicó él pacientemente, aunque Cordelia percibió por su tono cuanto le desagradaba hablar de aquel tema.– Todo cuanto te contó era cierto. Todo, excepto que tu padre era un monstruo. – Mi padre…– cerró los ojos, recordando con amargura al hombre que
había sido su maestro, su amigo… – No lo era, Cordelia. Debes creerme, porque te juro que es la verdad. El y
Lilly acordaron mantener en secreto el hijo que ella había concebido. Lilly lo hizo por el amor que sentía hacia tu padre y él lo hizo a su vez por el amor
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que le tenía a tu difunta madre. Ambos actuaron por amor y él jamás descuidó sus obligaciones con Lilly. – Pero mintió…– replicó Cordelia, sintiéndose engañada.– Mintió a mi
madre… Me mintió… nos mintió a todos. – Lo hizo porque os quería.– le defendió él, comprendiendo que no sería
fácil convencerla de los nobles sentimientos que habían impulsado a su padre a mantener aquel secreto durante años.– Con el tiempo, el joven Raoul se convirtió en alguien a quien solo le importaba el juego y las mujeres… Logró que Lilly confesara el nombre de su padre y en una de sus partidas, conoció a otro joven que compartía sus mismas aficiones por distintos motivos. Cuando tu hermano Benjamin descubrió de quien se trataba, no pudo soportarlo. La vergüenza que sentía por el dinero de tu padre que había perdido en el juego, unida al temor de un nuevo rival en la familia, lo llevó a la muerte. Pero no sucedió lo mismo con Trasene. Raoul chantajeó a Samuel casi hasta su muerte. Al principio, tu padre pensó que eso le bastaría… Pero cuando comprendió que Raoul nunca tendría suficiente, temió por Lynn y por ti. Fue entonces cuando me propuso que cuidara de ambas. – ¿Mi padre te pidió que…?– Cordelia no daba crédito a sus palabras. – Sí, querida… Samuel me pidió que me casara contigo.– él sonrió a
medias.– Me conocía desde hacía años, ya que Lilly me había criado como a un hijo. En cierto modo, Raoul había sido una especie de hermano para mí. Pero desde siempre, supe que había algo perverso en él… Tu padre también lo vio. Raoul era hiriente, pendenciero, no parecía tener escrúpulos. Lilly confiaba en mí y por extensión, tu padre también lo hizo. El sabía que si había alguien que pudiera detener a Raoul en su desenfrenada carrera de odios, ese alguien era yo. – Pero él te echó de aquí…– le recordó con desconfianza. – Sí, lo hizo. Para apaciguar a Benjamin, que amenazaba con contarlo todo
a sus hermanas y al resto de la ciudad. Y me mantuve oculto desde entonces hasta que tu padre necesitó nuevamente mi ayuda. – Tú… Lo sabías… ¿cómo pudiste…? – ¿Ocultártelo?– él volvió a reír, esta vez con aspereza.– Querida, ¿qué
hubieras hecho de saber la verdad? Habrías juzgado mal a un buen hombre, le habrías destrozado con tus prejuicios. Por descontado, no habrías creído una sola palabra de mis buenas intenciones, ya que desde el primer día me consideraste un canalla sin oficio ni beneficio. – Y por ese motivo, tú y mi padre decidisteis que la mejor solución era
hacerme creer que estaba en la ruina y que debía aceptar tu proposición de
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matrimonio.– le reprochó, sintiéndose cada vez más humillada.– Ha sido la mentira más cruel, la más indigna… – El solo quería protegerte. – De Trasene… ¿Pero, qué hay de ti, señor O’Hara? El clavó los ojos brillantes en su rostro azorado por la vergüenza. – Solo siendo tu esposo podía ofrecerte la completa protección que
necesitabas. – Querrás decir que deseabas proteger mi fortuna.– le retó a negarlo y
como respuesta, él apretó los puños con furia. – ¿Insistes después de todo en que he actuado guiado por la codicia y no
por las promesas que hice a tu padre? – Insisto en que he sido engañada del modo más abominable.– exclamó ella
y añadió.– Y espero que comprendas que nunca te lo perdonaré. – Bien. En ese caso y puesto que ya estás recuperada, no veo motivos para
demorar más mi marcha.– el se dirigió hacia la puerta y la abrió con intención de abandonar el dormitorio. Sin embargo, volvió a cerrarla con brusquedad y se enfrentó a ella de nuevo.– Aunque antes, habrás de escuchar lo que tengo que decirte, Cordelia O’Hara Hernshaw. – No deseo escuchar más embustes. – Lo que voy a decirte, es tan cierto como que ahora estamos hablando,
querida.– la apuntó con el dedo.– Y es que Samuel me hizo prometer que cuidaría de ti y que protegería tu vida con mi propia vida. – ¿Es una amenaza, señor O’Hara? Prometiste marcharte, recuérdalo.–
Cordelia rezaba en silencio porque él se fuera cuanto antes. Apenas podía controlar ya las lágrimas que la noticia de su marcha le provocaba. – Recuerdo muy bien lo que dije, Cordelia. No pretendas ser la voz de mi
mente.– gritó perdiendo los estribos ante la insistencia de ella.– Pero si me voy… Será para siempre. – No esperaba que fuera de otro modo.– aceptó con fingida frialdad. – ¿Y eso será todo? ¿Ni siquiera unas palabras de agradecimiento por el
enorme sacrificio de convertirte en mi esposa?– ahora, él se burlaba de sus inútiles esfuerzos por aparentar una tranquilidad que no sentía. – Tú… Salvaste mi vida. Gracias.– Cordelia lo dijo en un tono que
pretendía sonar sincero. Pero no podía agradecerle que hubiera salvado su vida si ahora la llenaba de soledad con su ausencia. Aún así, había algo por lo que jamás podría sentirse más agradecida. Pero no podía contárselo. No después que él manifestara tan claramente su deseo de deshacer aquel
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matrimonio. Cordelia no deseaba atarle con excusas y responsabilidades que a la larga solo la harían infeliz. – Salvé la vida de ambos.– rectificó él y como ella arqueara las cejas sin
comprender, aclaró.– También la de nuestro hijo, Cordelia. La del hijo que llevas en tus entrañas. – ¿Cómo…?– Cordelia balbuceó. Estaba perdida. El había descubierto su
secreto finalmente. ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabía? ¿Había salvado su vida solo porque llevaba a su hijo en su interior? De ser así, si él decidía quedarse… ¿Cómo podría soportar que él se quedara a su lado sin amarla? Cientos de preguntas se agolpaban a su cerebro, pero aún estaba demasiado aturdida como para responder a ellas. – ¿Cómo lo supe? Muy sencillo, querida. Después del incidente del baile, el
doctor te atendió diligentemente.– él la observaba con la mirada cargada de reproches.– En cuanto se aseguró de que estabas bien, me dio la enhorabuena por tu estado. Dijo que habías sido una mujer muy valiente y muy fuerte. Y que debía dar gracias porque tu fuerza era lo que realmente había salvado la vida de nuestro hijo. Por ello, Cordelia, ahora soy yo quien te da las gracias. Gracias, querida mía… ¡Y maldita seas por poner en peligro tu vida y la de ese hijo! –Cordelia notó la rabia contenida que ahora afloraba en su esposo. En verdad, su expresión era temible. La miraba con ojos chispeantes de furia y sus pobladas cejas se inclinaban en dirección a su nariz, confiriéndole un aspecto que erizaba la piel– ¿En qué estabas pensando, por todos los Santos?– gritó él sin poder contener su ira por más tiempo.– Acudir a esa cita… A solas con ese perturbado… – Si me hubieras contado la verdad sobre Trasene, no habría actuado como
lo hice.– replicó, pero aquello no pareció calmarle. – Si hubieras confiado en mí, no habrías necesitado saber la verdad.– objetó
él, pasándose la mano por el cabello en un gesto de evidente cansancio. – Si no hubieras sido arrogante y engreído todo el tiempo, tal vez habría
podido confiar en ti.– insistió, elevando la barbilla con orgullo. – Y si tú… Si no hubieras sido la niña mimada que eras y me hubieras
mirado una sola vez con amabilidad, habría… Yo habría… Cordelia no quiso escuchar más. Se tapó los oídos, indicándole con ello que
la discusión había llegado a su fin. El se aproximó y la obligó a retirar sus manos. – Oh, no, mi dulce Cordelia… Esto vas a escucharlo, mi querida esposa. – ¡Déjame!
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– Como desees, querida. Pero antes, tendrás que escucharme. Cordelia supo que por más que luchara, él no se marcharía a menos que le
concediera lo que pedía. Así que le miró fijamente, procurando mantener la serenidad. Sospechaba que él propondría otro de sus convenientes acuerdos. ¿Qué sería esta vez? ¿La amenazaría con arrebatarle cuanto poseía si no le entregaba a su hijo? ¿La torturaría con su presencia dos o tres veces al año, para que ella pudiera ver cuanto amaba a su hijo con un amor que jamás sería para ella? Tal vez incluso la visitara con una nueva esposa y una nueva familia… Cordelia pensó que haría cualquier cosa con tal de ahorrarse esa humillación. – Te escucho.– le invitó a que continuara, a pesar de que sabía que no iba a
gustarle. – Has sido caprichosa, desobediente, inconsciente y prejuiciosa. Has sido
fría como el peor de los inviernos, Cordelia. Y cruel. Sobre todo, has sido intencionadamente cruel al no compartir conmigo la maravillosa noticia de tu maternidad. Pero te perdono.– él ocultó el rostro, girándose hacia la ventana de manera que ella solo podía contemplar sus anchas espaldas.– Y aunque le hice una promesa a tu padre, aquel juramento incluía que te protegería de cualquier cosa que te hiciera infeliz, incluido yo mismo. Por tal motivo, desde este mismo momento doy por finalizado ese compromiso. Dado que tu seguridad está ahora a salvo, te concedo la libertad si es que la deseas. Cordelia prestó atención a sus últimas palabras. “Si es que la
deseas…”¿Acaso él le ofrecía la oportunidad de manejar su propio destino? Eso era algo con lo que no contaba. La sorprendía y la inquietaba en proporciones iguales. – ¿Cuál es la trampa?– le preguntó con desconfianza y él apretó los labios,
furioso. – No hay tal trampa, Cordelia… ¡Diablos! ¿Acaso eres incapaz de ver lo
que eso significa?– estalló él – Te digo que eres libre… Libre, Cordelia. Para ser feliz, para formar ese hogar que anhelabas junto a ese hombre que lograría conquistar tu helado corazón… Renuncio a cualquier derecho sobre ti y sobre el hijo que esperas. ¡Y te doy tu maldita libertad para que hagas con ella lo que te plazca! Cordelia creyó que estaba soñando. No podía ser cierto que él hiciera
tantas concesiones a pesar de su propio orgullo. – ¿Soy libre?– inquirió con incredulidad. – Lo eres, Cordelia. A menos… – ¿A menos?
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El dudó un instante. – A menos que libremente y por tu propia voluntad, me pidas que me
quede.– dijo él y aunque en el fondo de su alma Cordelia deseaba gritarle que aquel era su mayor deseo, no dijo nada. Temía que si se dejaba vencer por la debilidad, él siempre sería su esposo de conveniencia. A estas alturas, ya estaba convencida de que la protegería hasta la muerte. Pero no la amaría. ¿Cómo podría soportar un matrimonio sin amor después que había descubierto cuánto le amaba ya? – Ya veo que has tomado tu decisión, Cordelia.– la miró un minuto que
pareció eterno. Después, apartó la mirada como si la visión le incomodara terriblemente y abrió la puerta.– En tal caso, esta es mi última petición. Se feliz, Cordelia. Y haz que nuestro hijo lo sea. Haz de él un hombre del que te sientas orgullosa. Y no le mientas sobre su origen. Ni sobre mí. Cuéntale cosas sobre su padre. Haz que sepa que siempre estará en mi corazón y que ocupará el espacio que solo reservo para dos personas en el mundo. ¿Lo prometes? – Lo prometo.– la voz de ella tembló al comprender que aquello era una
despedida. Le vio cerrar la puerta tras de sí y solo entonces, rompió a llorar con el convencimiento de que jamás podría olvidarle.
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Capitulo 13 A pesar de la solemnidad de sus palabras, Cordelia había mantenido hasta
el último momento la esperanza de que su esposo no llevara a cabo sus promesas. Solo en el instante en que le vio desaparecer por el sendero con su escaso equipaje, supo que le había perdido. Sin más explicaciones ni más palabras que jamás llenarían el tremendo vacío que dejaba con su marcha. Sencillamente, había recogido su ropa, la había metido en aquella bolsa de viaje poco elegante y había atravesado la puerta sin mirar atrás. Miró a Nora, fingiendo que la supuesta vuelta a la normalidad que se producía con su marcha, la alegraba. Sin embargo, Nora Craig contenía las lágrimas y apretaba los labios casi con rabia para no exteriorizar su malestar. – Estaremos bien, Nora.– la tranquilizó.– Éramos felices antes de que
llegara, ¿recuerdas? La anciana no contestó. – Nora… Lo éramos. – Insistió, pero de nuevo aquel silencio hizo que
Cordelia explotara.– Está bien… Dilo de una buena vez. – ¿Decir qué?– Nora arqueó las cejas, sorbiendo las lágrimas y rechazando
el pañuelo que Cordelia le ofrecía. – Que yo he tenido la culpa de todo… Que he hecho que se fuera y que soy
una persona horrible por ello.– lo soltó como si hablara guiada por sus propios remordimientos. – Ay, Cordelia… Si solo hubieras podido ver lo que él te ofrecía…– se
lamentó Nora y la joven suspiró. – ¿Y qué era, Nora?... ¿Un matrimonio sin amor? Sabes muy bien porqué se
casó conmigo… Puede que al principio, estuviera equivocada con respecto a sus motivos, pero ahora… ¿Crees que sería capaz de retenerle a mi lado sabiendo que solo me convirtió en su esposa por una promesa que hizo a mi padre? No, Nora… Eso sería peor que cuando creía que solo deseaba el dinero de mi padre… Jamás aceptaría su caridad, la caridad de su compañía, de sus besos… Nunca. – Niña mía…No tenías que retenerle.– replicó Nora, ahogando un sollozo.–
Solo tenías que amarle. – ¿Y vivir sin su amor? Nora… Me pides algo imposible. En realidad, ha
sido mejor así… Cielos, Nora… No llores más por él, ¿quieres?... Apuesto a que se olvidará de nosotras antes de que pase una semana.
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Esta vez, Nora le dedicó una amplia sonrisa. – No lloro por él, niña. Cordelia clavó los ojos en ella sin comprender. – Lloro por ese hijo que esperas. Y por ti. Por el inmenso amor que le tienes
al hombre que se aleja. Y lloro porque tu orgullo hará que no derrames tus propias lágrimas.– la abrazó y Cordelia aceptó de buen grado que a pesar de sus injustas acusaciones, Nora seguía siendo su ángel de la guarda. Al separarse, ambas se miraron fijamente. – ¿Y adónde irá?– preguntó Cordelia como si en realidad la respuesta no le
importara lo más mínimo. Aunque lo cierto es que su estómago se encogía al pensar que él haría su vida en otro lugar. – Quién sabe.– Nora la abrazó nuevamente con fuerza.– Tal vez regrese a
Irlanda. – Irlanda… Eso está bastante lejos, ¿no es cierto, Nora? – Eso creo, niña. Lejos… tan lejos que no podría escuchar los tristes lamentos de su corazón. Y en ese mismo momento, comprendió algo que la hizo esbozar una leve
sonrisa. Que él siempre estaría junto a ella. Que estaría a su lado cada vez que mirara el rostro del hijo que esperaba. Que le amaría en la distancia y que dondequiera que él estuviera, sabría que aquel era su hogar si decidía regresar. Y que por extraño que pareciera, algo en su interior le decía que no debía estar triste. Encontraría el camino de regreso… Lo haría. Aunque solo fuera por el placer de atormentarla con sus regaños. – Volverá.– murmuró y se sonrió. – ¿Qué dices, niña…? – Digo, Nora, que puede que el señor O’Hara se haya ido…– tomó la mano
de la anciana y la apretó cariñosamente.– Pero la señora O’Hara sigue aquí. Y te prometo que voy a luchar porque salgamos adelante. Apenas podía creerlo. Había pasado un año desde que él se fuera. Sin
embargo, a Cordelia le parecía que el tiempo se había detenido justo en el instante en que le había visto atravesar el sendero. En ocasiones, incluso le parecía verle en mitad de la noche. Le parecía sentir su cálido beso en los labios en la penumbra y esas veces… Despertaba con el convencimiento de que su espíritu jamás había abandonado aquella casa y que aún podía protegerla de cuantas amenazas surgieran. Desvió la mirada hacia Nora y la anciana la saludó con la mano para después continuar meciendo con lentitud lo que sostenía entre los brazos. Sonrió y terminó de doblar las pequeñas
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sábanas, aspirando el fresco aroma antes de colocarlas en el canasto de mimbre. Le gustaba ocuparse de ello personalmente. Le gustaba estar un rato bajo el sol y contemplar al otro lado de la casa, la enorme extensión de tierra que constituía la plantación. Y porqué no, le gustaba imaginar que algún día, una persona muy especial avanzaría por aquel mismo camino y la saludaría como lo había hecho Nora hacía un momento. Se cubrió los ojos con la mano al ver como un vehículo desconocido se
detenía a escasos metros de su propiedad. Observó como alguien descendía de él y al reconocer de quien se trataba, hizo un gesto apresurado a los hombres para que se acercaran. Se volvió para avisar a Nora. – ¡Ya está aquí! ¡Nora, ya ha llegado! La anciana entró en la casa y salió de nuevo para correr con ella al
encuentro del nuevo huésped. Ambas rodearon a la mujer con los brazos. En respuesta, ella las miró agradecida. – Querida niña… La voz se Lilly se quebraba a causa de la emoción. Cordelia colocó un dedo
sobre sus arrugados labios para indicar con ello que no debía decir nada más. Después que Trasene muriera, Nicholas Foxworth había declarado en favor de Lilly y antes de que pasara un mes, ella había sido absuelta de todos los cargos. Antes de marcharse y tal y como había prometido, su esposo había procurado a Lilly un lugar donde cuidarían de ella el resto de sus días. Había sido así durante el año que duraba ya su ausencia. Pero por desgracia, la salud de Lilly había empeorado en las últimas semanas. En el sanatorio, habían tratado de localizar al señor O’Hara en la misteriosa dirección que solo ellos conocían. Pero creían que era arriesgado esperar su regreso. Lilly podía dejarles en cualquier momento y Cordelia no podía permitir que lo hiciera en compañía de extraños. Ya había sufrido bastante en la vida como para abandonarla sin que nadie sostuviera su mano en el último aliento. No. Definitivamente, no lo permitiría. Se lo debía al señor O’Hara, para quien aquella mujer había sido lo más parecido a una madre. Y si era sincera con ella misma, se lo debía a Lilly. Ella había sacrificado el amor que sentía hacia su padre por respeto a su familia. ¿Cómo podía dejar que se fuera sin decirle cuanto le agradecía su sacrificio? Y al mismo tiempo, ¿cómo podía agradecerle que hubiera cuidado del hombre que le había hecho el mayor regalo que podía imaginar? – Nosotras cuidaremos de ti, Lilly.– la tomó de la mano y la mujer la miró
unos segundos, dubitativa. Cordelia tiró de ella con suavidad y logró que
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soltara la mano del hombre que la acompañaba.– Vamos, Lilly. Entremos en casa. Nora se despidió de los hombres y las siguió. Lilly parecía confusa. Miraba
a todos lados como si no fuera consciente de donde estaba. Por un momento, Cordelia pensó que sufriría un ataque de ansiedad, ya que parecía realmente desorientada. – En casa…– la mujer parpadeó y Cordelia la abrazó al ver como una
lágrima se deslizaba por su mejilla. – En casa, Lilly.– la llevó hasta el cuarto que Nora y ella habían preparado
y aguardó su reacción. Lilly se paseó por la habitación y finalmente, se detuvo frente al espejo
para observar su imagen con expresión horrorizada. Después, miró a Cordelia. – Soy yo… – Así es.– asintió Cordelia, comprendiendo que la muerte de Trasene y las
circunstancias en que esta se había producido, habían dejado una huella imborrable en la mente de Lilly. Sintió una profunda pena por ella. Sujetó el cepillo de tocador con dedos firmes y comenzó a cepillar el plateado cabello revuelto de Lilly. Ella la dejaba hacer y a medida que su aspecto mejoraba, sus labios esbozaban una tímida sonrisa.– ¿Lo ves, Lilly? Pronto estarás bien. – Sí… Tengo que estar guapa.– ella le arrebató el cepillo y continuó
cepillando aquella melena que en otros tiempos había sido rojiza y brillante.– Debo estar perfecta… – Te dejaremos un rato a solas, Lilly.– aceptó Cordelia y ordenó con una
seña a Nora que la acompañara.– Dejaremos que te acomodes. Más tarde, vendremos a buscarte para cenar. ¿Te parece bien, Lilly? – Claro… He de estar muy guapa.– les dirigió una sonrisa feliz.– Mi hijo
vendrá pronto a visitarme… He de estar perfecta para él. Cordelia arrastró a Nora hacia la puerta y la cerró con cuidado. Una vez a
solas, Nora la miró con expresión seria. – Pobre mujer… Ha perdido el juicio. – Eso creo.– consintió Cordelia.– Pero hemos de cuidar de ella de todos
modos. – Entiendo, aunque… Que Dios me perdone… Produce escalofríos solo
mirarla.– Nora hizo la señal de la cruz sobre su rostro, ignorando la mirada reprobadora de la joven.– Ay, niña… Ella espera que su hijo venga a visitarla, ¿no la has oído?
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– Lo he oído, Nora. Y es maravilloso que aún pueda soñar. Por ese motivo, no haremos nada que la haga despertar de su sueño. – Pero… – Pero ahora, Nora, somos toda su familia.– atajó y le hizo un mohín con
los labios. De niña, aquel truco siempre había funcionado con Nora y le agradó comprobar que aún seguía funcionando.– ¿Me ayudarás con Lilly? ¿Harás eso por mí? – Sabes que lo haré, niña. Pero no será por ti.– la apuntó con el dedo. – Me basta.– Cordelia bajó las escaleras de dos en dos, contenta por sus
logros y convencida de que con sus cuidados y con un poco de cariño, Lilly se repondría pronto.– Preparemos la cena. Lilly debe estar hambrienta.
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Capitulo 14 Y sin que los médicos pudieran ofrecer una explicación científica, la salud
de Lilly mejoró repentinamente desde el primer día de su estancia en la casa. Al cabo de dos semanas, nadie podría reconocer en ella a la anciana desmejorada y de mirada perdida de días atrás. Su rostro había rejuvenecido, sus ojos brillaban e incluso su mente parecía haberse aclarado. Hablaba y se expresaba con sorprendente lucidez en ocasiones. Otras, simplemente se limitaba a vivir en su mundo imaginario. Esas veces, Cordelia no se atrevía a desengañarla y dejaba que le presentara a su querido Raoul. Tomaban el té los tres y cuando Lilly fingía que acompañaba a su hijo hasta la puerta, Cordelia fingía que le despedía y le invitaba a visitarlas de nuevo. Y cuando Lilly se retiraba, sentía que su corazón se rompía cada día al comprender que por más que cuidaran de ella, Lilly nunca recuperaría del todo la cordura. Solo había una cosa que Lilly apreciara más que las visitas del fantasma de su hijo. Más que cualquier otra cosa, Lilly adoraba al pequeño Patrick. Le acunaba en su regazo y le cantaba viejas canciones de cuna. Podía estar horas y horas mirándole. Algunas veces, Cordelia se preguntaba qué veía cuando permanecía con la mirada fija en su hijo. ¿Encontraría algún parecido familiar? De ser así, ¿despertaría en ella aquel parecido la misma nostalgia que despertaba en ella cada minuto del día? Con el paso del tiempo, las esperanzas de recibir noticias de él, se apagaban y dejaban un terrible vacío en su interior. Aquella tarde, Nicholas Foxworth había aceptado cenar con ellas. Se había
convertido en un buen amigo y aunque Cordelia temía que algún día él desearía que aquella amistad se convirtiera en algo más, se conformaba por el momento con su agradable compañía. – Quisiera que habláramos más tarde, Cordelia… A solas.– le informó
Nicholas y Cordelia frunció el ceño, aceptando con un gesto. Cenaron en un extraño silencio y cuando Nora y Lilly se retiraron, Cordelia pidió al hombre que la siguiera hasta el salón. Había oscurecido y ella hizo ademán de encender las luces. Pero Nicholas parecía azorado y la detuvo antes de que lo hiciera. Sostuvo su mano y la obligó a tomar asiento a su lado. A Cordelia le disgustó pensar que el temido momento llegaba antes de lo esperado. Apreciaba a Nicholas, pero… Era egoísta por su parte. Nicholas podía llegar a ser un padre estupendo para Patrick, un buen marido para ella… Sin
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embargo, aún esperaba que el milagro se produjera. De todos modos, le dejó hablar, consciente de que él no admitiría un aplazamiento en aquella conversación. – ¿Sucede algo, Nicholas? ¿Se trata de Lynn…? – No, tranquila. Lynn y mi hermano están bien. Y también tu sobrina.–
sonrió cuando el rostro de Cordelia reflejó el placer que le provocaba el recuerdo de la pequeña Amanda.– Es otro asunto del que quiero hablarte… Enmudeció durante un buen rato, como si buscara las palabras adecuadas
y finalmente, clavó sus ojos en ella. – Ha pasado mucho tiempo, Cordelia.– habló con tono seguro y añadió al
ver como ella arqueaba las cejas.– Desde que el señor O’Hara se fue. – No tanto.– replicó, a pesar de que Nicholas tenía razón. Ni una carta, ni
una sola noticia suya… Ni siquiera unas líneas a Nora si es que no deseaba comunicarse con ella. Si tan solo hubiera escrito esas malditas líneas para preocuparse por el bienestar de Patrick… Cordelia procuró no delatarse. Lo cierto es que la idea la enfurecía. Era verdad que él había actuado según los deseos de ella, pero… ¿Cómo había podido borrarles sin más de su recuerdo? Era muy propio de él, en realidad. Como bien había dicho en una ocasión, el señor O’Hara jamás rompía una promesa. – Más de un año.– insistió Nicholas sin soltar su mano.– Es mucho tiempo,
ciertamente. No quisiera parecer indiscreto, Cordelia… Pero quizá deberías pensar en solicitar el divorcio. – ¿El divorcio…? No sabría cómo.– mintió. – Existen formas de encontrarle… Yo podría… – No, gracias… Quiero decir que te estoy agradecida, de veras… Pero no
estoy preparada.– Cordelia ocultó la mirada para que el hombre no percibiera el ligero atisbo de remordimiento en ella. Por supuesto no se lo había contado. La primera semana después de la marcha de su esposo, él le había hecho llegar los documentos que rompían su matrimonio con una breve nota. “Tu libertad. Fírmalos y envíalos a la dirección que figura en el sobre. Todo mi amor para nuestro hijo. Ian O’Hara.” Claro que Cordelia nunca había firmado aquellos documentos. Los había destruido aquel mismo día, presa de la furia y el dolor. Y había jurado que si él deseaba su propia libertad, habría de venir a buscarla personalmente. – Cordelia… El no volverá.– dijo Nicholas.– Tu hijo necesita un padre, lo
sabes. Y tú necesitas un esposo. Yo podría cuidar bien de ambos… – Por favor, Nicholas, no sigas.
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– He de hacerlo, Cordelia. Y la razón de que te hable con tanta claridad es que te amo.– besó los dedos femeninos con adoración y Cordelia lo permitió, incapaz de ofenderle o herir sus sentimientos.– Te he amado desde el primer momento. Te amé incluso al saber que estabas casada con ese hombre. Incluso cuando sabía que él jamás podría hacerte feliz…Te amo, Cordelia. Y se que me aprecias y que con el tiempo, llegarás a quererme. He esperado mucho este momento. Pero no debemos retrasar más nuestra felicidad. – No sigas…– pidió nuevamente. – ¿Porqué? Querida Cordelia… No soporto la idea de verte envejecer sin
más. Debes tomar una decisión. Y debes hacerlo ahora. Cordelia negó débilmente. Pobre Nicholas… ¿Cómo podía hacerle
entender que si aceptaba su proposición, solo le entregaría un cuerpo desprovisto de alma? Debía ser sincera con él. Debía confesarle que jamás podría amarle del modo que él merecía. – Nicholas, yo… – Aparte sus manos de mi esposa, señor Foxworth. Cordelia se levantó de un salto y retrocedió con brusquedad, tratando de
averiguar de donde provenía aquella voz familiar. Allí, de pie junto a la ventana, la luz de la luna dibujaba una formidable silueta. Cordelia creyó que deliraba, pero cuando la luz inundó completamente la estancia, supo que no era fruto de su imaginación. – ¡Tú!– exclamó sin poder ocultar su sorpresa. – Sí, querida. Yo.– él avanzó hacia ellos y Cordelia aprovechó la ocasión
para observarle mejor. Salvo por aquellas ligeras arrugas que se formaban a ambos lados de sus ojos, el señor O’Hara no había cambiado nada durante su larga ausencia. Seguía teniendo la misma expresión arrogante que ella amaba, los mismos ojos astutos, la misma boca insolente… Sin querer, su mirada permaneció más tiempo del necesario en ella y él pareció notarlo, porque sonrió con cierto desdén. Cordelia levantó la barbilla con dignidad, comprendiendo que no se trataba de una visita de cortesía.– Pareces horrorizada, Cordelia. No se porqué insólita razón cada vez que me ausento me convierto en un fantasma para ti. ¿Acaso sueñas mi muerte cada noche, querida mía? – Claro que no.– se defendió, arrepintiéndose al momento. ¿Con qué
derecho la acusaba? No había estado allí para ver nacer a su hijo, para cuidar de él, de todos…
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– ¿En serio? – Él arqueó las cejas con sorna.– Bien pensado, eso ahorraría muchos contratiempos a nuestro buen amigo, ¿no es así, Foxworth? – No fue mi intención ofenderle, créame.– se disculpó el hombre. – Lo se. Usted solo pensaba en su bienestar.– añadió con tono
peligrosamente controlado. – Así es. Les dejaré a solas para que hablen.– afirmó Nicholas, dirigiéndose
hacia la puerta y deteniéndose junto a Cordelia antes de salir.– Volveré mañana, Cordelia. En cualquier caso, mi oferta sigue en pie. Ian se interpuso en su camino y Nicholas aguardó con resignación
cualquier reacción violenta por su parte. Sin embargo, él se limitó a estrechar su mano con excesiva presión. – Le agradezco que haya cuidado de mi familia en mi ausencia.– dijo y su
expresión era sincera al hablar. – Solo cumplía con mi obligación. Al fin y al cabo, Cordelia es parte de mi
familia.– Nicholas le restó importancia y sonrió. Cordelia creyó que la tormenta había pasado, pero al ver como su esposo le dirigía una mirada fugaz pero fulminante, supo que continuaba considerándola su propiedad. – Una cosa más, Foxworth…– inclinó la cabeza para comentarle algo al
oído.– Si vuelve a ponerle un dedo encima a mi esposa, le mataré. ¿Me he expresado con claridad? – Con enorme claridad, señor.– Nicholas retiró su mano, ofendido.– Pero
olvida una cosa, O’Hara. Tal vez Cordelia tenga algo que decir al respecto, ¿no le parece? – Es posible. Pero no lo dirá esta noche.– la retó a contradecirle, pero
Cordelia no se movió de su sitio. Solo deseaba que Nicholas se marchara para evitar una pelea entre ambos. El volvió a clavar sus ojos brillantes de furia en Nicholas.– Puede que ella le ame a usted, Foxworth. Pero aún es mi esposa, no lo olvide. – Adiós, señor. Ian no hizo nada por retenerle. Cordelia estaba a punto de reprocharle su
comportamiento cuando alguien se abalanzó en los brazos del hombre. En su interior, Cordelia se alegró de que al menos, hubiera alguien en el mundo por quien él sintiera verdadero afecto. Y era evidente que lo sentía a juzgar por el modo en que estrechaba a Lilly entre sus brazos. – Mi querido hijo...– ella estaba eufórica de felicidad. Después de besarlo
repetidamente y apartarse solo lo justo para que Nora le saludara también, se volvió hacia Cordelia.– ¿Ves, niña? Te lo dije… Te dije que él vendría a visitarme… ¿Te quedarás, no es verdad?
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– Lo lamento, Lilly… En realidad, no se cuanto tiempo…– él no pudo percibir como una sombra cruzaba la mirada de Cordelia. – Pero… ¡No puedes marcharte otra vez!– gritó Lilly zarandeándole y
Cordelia pensó que nunca la había visto tan alterada.– Mi querido Raoul… Solo un mal hijo como tú haría algo así a una madre… El la miró sin comprender. Cordelia respondió con su gesto triste a la
pregunta silenciosa del hombre. –Lilly, soy yo… ¿no me reconoces?– insistió, pero la mujer solo le apartó un
instante para contemplarle bien. – Pues claro, Raoul… ¿Qué te ocurre, acaso has estado bebiendo? El no lo intentó de nuevo. Dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo,
abatido. – Me pondré algo de abrigo y hablaremos un rato, hijo.– Lilly le besó y
corrió escaleras arriba. Nora la siguió, deprimida ante el hecho de que aquella buena mujer estaba en un gran error y nunca lo sabría. – Pobre Lilly… Esta la escuchó y se detuvo, enfrentando su mirada con suspicacia. – Dime ahora mismo qué sabes de su regreso, Nora Craig.– exigió con voz
sorprendentemente serena. – ¿Su regreso…? – Nora parpadeó, confundida por la repentina lucidez de
la otra mujer. – Ay, Lilly… Tú no estás… ¿no estás…? – ¿Loca? Claro que no. ¿Acaso crees que soy una vieja estúpida? – ¿Sabías que no era…?– preguntó Nora perpleja. – ¿Raoul? ¿Por quién me tomas, Nora Craig? Raoul está muerto.– lo dijo
con tristeza, pero se recobró enseguida y la miró.– Pero él está vivo y merece ser feliz. Así que por el momento, el señor O’Hara seguirá siendo el difunto Raoul. ¿Qué dices, estás conmigo? ¿Vas a ayudarme o piensas quedarte ahí plantada todo el tiempo? Nora lo pensó. Astuta mujer… Así que se trataba de eso. Todo el tiempo las
había engañado mientras esperaba el regreso de O’Hara. Lilly sabía muy bien que él regresaría de donde estuviera para cumplir su promesa de velar por ella. Por eso había fingido su enfermedad. Y por eso fingía su locura. Y quizá también por eso y por su magistral interpretación, Nora estuvo de acuerdo en escuchar su plan. – No sabía que estaba tan mal…– comentó y añadió al ver que ella no le
había comprendido.– Lilly…
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– No lo está.– replicó Cordelia en voz baja.– Su salud ahora es buena. Pero su mente… Rezamos cada día para que recobre la cordura. – ¿Porqué? Ella le miró fijamente. – ¿Porqué nos hicimos cargo de ella? – No puedo entenderlo…– pasó junto a ella sin rozarla y Cordelia ahogó un
suspiro. El olía como la primera noche que habían compartido. Solo que ahora, ya no podía fingir que detestaba aquel olor. Lo amaba… Tanto que dolía estar tan cerca y no poder tocarle.– Lilly no significa nada para ti. No estabas obligada a ser generosa con ella… Entonces, ¿por qué? – Porque prometiste cuidar de ella.– le recordó.– Y porque tenía una deuda
pendiente. – ¿Con Lilly?– él frunció el ceño. – Contigo, señor O’Hara.– se ruborizó al ver como los ojos de él la recorrían
de pies a cabeza, devorándola en silencio. Era evidente que la química que había existido entre ambos no había desaparecido. Tal vez su esposo no la amara. Pero la deseaba y saberlo, hacía que sus piernas se debilitaran. Fingió que no percibía el deseo de sus ojos.– Conservaste todo esto para mi. La plantación, la casa… mi propia vida… Debía conservar a Lilly para ti. Era lo menos que podía hacer. – ¿Eso significa que ya no crees que me casara contigo por tu fortuna?– él
parecía turbado por su declaración, pero su expresión se volvió seria para ocultar su debilidad.– ¿No piensas que sea un patán oportunista? – Solo digo que reconozco cuanto te debo.– cortó ella, comprendiendo lo
peligroso de su confesión.– No esperes que me retracte de nada más, señor O’Hara. – Entiendo.– quiso cambiar de tema, ya que de lo contrario se vería
obligado a besarla contra su propia razón, que le indicaba que debía ser paciente.– ¿Deseas que me marche? Lilly me necesita. – Deseo que te quedes… por Lilly.– añadió de inmediato y apretó los labios
al ver como él sonreía.– Pero en cuanto ella esté bien, firmaré tus malditos papeles y te irás. – Esos papeles…– él sabía que se refería a los documentos que su abogado
había enviado y que daban por finalizado su matrimonio.– Jamás me los devolviste. – Nunca creí que tuvieras tanta prisa.– se defendió, rezando porque no la
invitara a firmarlos en ese mismo momento. No sabría como explicarle los motivos que la habían llevado a destruirlos el mismo día que los recibió.
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– No la tengo. No es mi intención volver a casarme.– su tono estaba ahora cargado de sarcasmo.– Claro que a juzgar por la escena de antes… Supongo que Foxworth querrá hacer de ti una mujer decente. – No me importa lo que Nicholas piense.– dijo, molesta por sus
insinuaciones. “Bien. Porque nunca permitiré que seas suya”, pensó, pero supo que si se
lo decía, Cordelia haría cuanto fuera para demostrarle que no era su dueño. Era muy capaz de casarse con Foxworth solo para contradecirle. – En ese caso… Dejemos que el destino decida por los tres, ¿no crees,
querida? Cordelia no respondió. Era el modo en que él pronunciaba aquella palabra,
lo que la hacía estremecer. Querida… como si realmente, ella fuera algo querido para él. – Está bien. Que sea el destino quien decida.– giró el rostro para que él no
percibiera el temblor de sus labios.– Sígueme. Deseo que conozcas a alguien. Ian reprimía el deseo de abrazarla, de decirle que ahora todo estaba bien.
De correr hasta el dormitorio de su hijo y jurar una y otra vez que siempre estaría junto a ellos. Esperaba que ella le guiara y cuando al fin lo hizo, irrumpió en el cuarto con paso sigiloso. Cordelia le había hecho una seña para que no hiciera ruido. El pequeño Patrick dormía como un ángel y el hombre contuvo la emoción cuando ella lo descubrió para que pudiera verle. – Dios… Qué pequeño es…– murmuró, acariciando con sus enormes dedos
la cabeza del niño. Cordelia desvió la mirada. Se odió por sentir celos de su propio hijo, del modo en que los dedos de él se habían llenado de ternura durante aquella caricia… No estaba bien. Pasado un buen rato, él clavó sus ojos brillantes de emoción en ella.– Lo lamento, Cordelia. – ¿Lo lamentas?– se lo preguntó en un susurro, ya que no quería despertar
al bebé. ¿Lamentaba que Patrick existiera? Cordelia rezó porque él no continuara hablando. Sus palabras la herían profundamente y ya no deseaba luchar contra sus sentimientos. – Lamento que sucediera.– insistió él.– Se muy bien que no deseabas este
hijo… Que no deseabas un hijo mío. Creo que aquel horrible día, la noche que Trasene murió… Temí que hubieras ido en su busca intencionadamente. Que realmente desearas morir antes de dar a luz a nuestro hijo… – ¿Cómo te atreves…?– Cordelia ya no pudo callar por más tiempo.– No
tienes derecho a pensarlo siquiera. – Pues lo pensé… Y casi te odié por ello. Claro que no podía culparte.– la
mirada de él se ensombreció.– He sido un necio por creer que el tiempo
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cambiaría las cosas, ¿no es cierto? Solo un necio estaría tan ciego. Y solo un necio cometería los errores que he cometido. –Sí. Solo un necio basaría un matrimonio en algo tan frágil como la
mentira.– en su interior, Cordelia deseaba que él lo negara. Que le dijera que estaba equivocada y que la amaba más allá de cualquier
motivo oculto que le hubiera impulsado a hacerla su esposa. Sin embargo, él no contestó. Cordelia dejó que se quedara a solas con el bebé. Se retiró en silencio, llevándose consigo la profunda tristeza que le causaba descubrir, una vez más, que él nunca podría amarla. Mientras se desvestía, trataba de pensar positivamente. El señor O’Hara se
quedaría unos días. Quizá no demasiados, pero sí el tiempo suficiente para que conociera a su hijo. Eso era bueno. Después, él se marcharía. Y otra vez estaría sola. Eso no era nada bueno. Pero por el momento, no le apetecía pensar en ello. Estaba cansada y triste. Se arropó bajo las sábanas, convencida de que al día siguiente su ánimo habría mejorado. Aún no había conciliado el sueño, cuando la puerta del dormitorio se abrió.
La escena le recordó otros días en los que él irrumpía en su cuarto para reclamar lo que consideraba suyo. Solo que en esta ocasión, ella habría estado dispuesta a entregarle cuanto quisiera sin resistirse. Cordelia se recostó sobre la almohada, restregando los párpados cuando él hizo que la luz bañara la habitación.
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Epilogo – Creí que Nora te habría preparado el cuarto de invitados.– comentó,
fingiendo que la había despertado. – Y lo hizo.– él se aproximó a la cama y se quedó de pie junto a ella,
observándola con aquella expresión que siempre había sido un misterio para la mujer.– Pero no te encontraría allí. – Oh.– Cordelia apenas se movió cuando él se sentó en la orilla de la cama. – Tenemos que hablar, Cordelia. – Creía que ya lo habíamos dicho todo.– replicó ella con objeto de herirle
tanto como ella se sentía herida. – Aún no, señora O’Hara. He de hacerte una pregunta. Y te doy mi palabra
de honor que si la respuesta es afirmativa, no volveré a importunarte jamás… ¿Amas a ese Foxworth? – ¿Y qué importa si así fuera?– le provocó, furiosa porque él no solo le
había arrebatado el corazón sino que encima, pretendía jactarse de ello. – Importa, Cordelia. Le mantuvo la mirada, preguntándose qué significado tenía todo aquello.
El había sido muy claro. Estaba allí por Lilly… – No. No le amo.– respondió al fin y su mente se nubló al ver como él
apresaba su mano para besarla con vehemencia. Cordelia la apartó, confusa.– ¿Qué pretendes, O’Hara?... Después de tanto tiempo… ¿crees que tienes algún derecho sobre mi corazón? – Eso espero, querida mía…– sujetó nuevamente su mano y esta vez, la
colocó sobre su pecho para que ella pudiera sentir como latía fuertemente. Cordelia no se resistió.– Porque no deseo ser un necio el resto de mi vida. – No comprendo… – Mi hermosa Cordelia… Debo confesar la última mentira antes de solicitar
tu perdón. Después, puedes enviarme al Diablo si quieres. Pero has de escucharme. Ella asintió con la cabeza, temiendo que él ocultara algún terrible secreto.
Temiendo en realidad que perdonaría cualquier terrible secreto con tal de que la hiciera suya en ese mismo instante. – Cuando te hice creer que estabas arruinada y que debías aceptar mi
propuesta de matrimonio, mentí. Y cuando te dije que había aceptado casarme contigo para cuidar de ti, por la promesa que hice a tu padre…
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También mentí entonces.– ocultó el rostro, pero sus dedos seguían apresando los de ella y Cordelia creyó sentir un ligero temblor en los de él.– En verdad, Cordelia, no he sido del todo sincero. Ni siquiera cuando jugaba contigo y te atormentaba, humillándote y convenciéndote de que no te consideraba más que una niña mimada. Jamás lo creí… Pero siempre que intentaba acercarme a ti, respondías con tanta frialdad… Me insultabas, me mirabas con desdén y me reprochabas cosas que yo no podía explicarte aún… A veces, no se si sentía deseos de amarte o de odiarte… No. No es cierto. Todo el tiempo deseaba amarte. Pero tú eras… tan… Mi querida Cordelia, has sido peor que una tempestad para mí. Has batido mis velas, has destrozado mi barco y me has convertido en un pobre naufrago que desea que le salves, que le lleves a tu orilla segura y cálida. Sí, Cordelia… Juro que deseo ser fuerte. Pero por más que he querido complacerte con mi ausencia, no puedo soportar la idea de mantenerme lejos de ti… ¿Podrás perdonarme? Ella parpadeó. Apenas podía creer lo que escuchaba. ¿Acaso el señor
O’Hara había perdido el juicio? Ella misma dudaba si estaba en sus cabales al oír semejante confesión. – Te alejaste de aquí… Todo un largo año, señor O’Hara. Con sus noches y
sus días.– le reprochó. – Y no hubo un solo segundo en que no deseara regresar.– objetó con voz
grave. – Dejaste que nuestro hijo naciera en tu ausencia…– continuó, controlando
a duras penas el deseo de golpearle.– ¿Cómo pudiste…? ¿Cómo pudiste marcharte sin más…? ¿Cómo esperas que crea una sola palabra después de que has demostrado que no te importamos? – Cordelia, yo nunca te abandoné…– él intentaba controlarla, pero Cordelia
se zafó de sus brazos y de un salto, abandonó la cama. Ambos estaban de pie, el uno frente al otro. Y aunque ninguno de los dos lo reconocería, ambos deseaban dejar las palabras a un lado para dedicarse a otros menesteres.– Cada semana, Nora Craig me enviaba noticias del niño y tuyas. Me moría por verte, querida, créeme… Pero sabía que debía tener paciencia. Sabía que si continuaba imponiéndote este matrimonio, jamás me aceptarías. – ¿Nora Craig…? – Cordelia se cubrió la boca con las manos. ¿Nora lo
sabía, había estado recibiendo su correspondencia y guardando silencio? ¿Por qué? – Por favor, no la culpes a ella. Le pedí que mantuviera el secreto. No
quería que te sintieras obligada a nada. – ¿Obligarme?
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– A sentir algo por mí, a aceptarme en tu vida solo por el bien de nuestro hijo. – ¿Y Lilly…? ¿Hubieras regresado de no ser por ella?– inquirió, furiosa por
la recién descubierta traición de la mujer en quien había confiado desde que era una niña. – Me siento culpable por decir esto, Cordelia… Pero cuando organicé mi
vuelta, ni siquiera sabía que Lilly había enfermado.– sacó algo de su bolsillo y ella lo examinó. Era un telegrama del sanatorio fechado tres días antes.– Al no localizarme, mi abogado aquí lo recibió y me lo entregó hoy mismo. – ¿No lo sabías…? Pero tú… – Nora… Bueno, he de decir que ella tuvo bastante que ver con mi regreso.
Ella me avisó que debía darme prisa si no quería correr el riesgo de perderte. – ¿Porque Nicholas Foxworth quería casarse conmigo? – Eso es, querida. Nora creyó que era conveniente que regresara lo antes
posible. Aunque ahora comprendo que no debía temer nada al respecto. – Entonces... ¿Por qué has vuelto, maldito embustero? El guardó silencio durante unos segundos que parecieron eternos.
Después, la expresión de su rostro se suavizó al hablar. – Porque te amo, querida Cordelia. Porque deseo pasar el resto de mi vida
junto a ti, junto a nuestro hijo. Y porque cada noche que he pasado sin tenerte ha sido un tormento para mí. Cordelia se mordió los labios, conmovida y furiosa al mismo tiempo. Había
esperado tanto escuchar aquellas palabras que no podía perdonarle que hubiera dejado que transcurriera más de un año para pronunciarlas. Cuando pudo reaccionar, le abofeteó con toda la fuerza que sus verdaderos sentimientos hacia él le permitieron. Por un momento, él pareció desorientado. Frotaba su mejilla con lentitud, valorando la intensidad del golpe o quizá la intensidad del amor que leía en los ojos femeninos. – ¿Significa esto que me has perdonado?– preguntó y en esta ocasión, no
había burla en su tono. – No esperaré tu respuesta, querida mía. A estas alturas, ya he comprendido que solo hay un modo de amarte. Y es en silencio, Cordelia. Y sin decir más, la alzó en sus brazos para depositarla con extremada
suavidad en la cama. Cordelia no podía apartar los ojos de él, a pesar de que sus buenos modales le decían que eso no era propio de una dama. – Señora O’Hara… ¿Tendría la amabilidad de cerrar los ojos para que
pueda besarla hasta morir?
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– Señor O’Hara… Deseo tener mis ojos bien abiertos.– replicó, ahogando un gemido de placer cuando él la despojó del camisón.– Temo que vuelva a desaparecer de mi vista en el momento más inesperado. – Eso no sucederá, querida. Pero en cualquier caso, te haré el amor. Ella le apartó de repente. Aún había algo que necesitaba saber. Le miró con
cierta picardía, complacida al ver como él enrojecía de pasión sin poder mantener sus manos lejos de ella. – Antes, tendrás que explicarme algo…– entrecerró los párpados para
analizar cuidadosamente la expresión de su esposo.– ¿Te habrías apartado del camino si te hubiera respondido que amaba a Nicholas Foxworth? ¿Habrías permitido que me casara con él? El no contestó enseguida. Pero Cordelia seguía aguardando su sinceridad.
Y debía cumplir con su promesa de no volver a mentir. Se aventuró, aún a riesgo de que ella enfureciera nuevamente. – Ni en un millón de años, mi vida.– la besó con ternura, girando después
el rostro para observar su reacción.– Tarde o temprano, te habría convencido de que tu lugar está aquí, junto a mí. – Sigues siendo un arrogante…– comentó con un atisbo de ironía que no
lograba disfrazar la satisfacción que le producía escucharle.– Crees que puedes dominarlo todo, incluso el amor… – Incluso a ti, querida.– asintió él, inclinando la cabeza sobre la de ella y
tomando sus labios para acallar sus protestas. – Petulante irlandés…– más que un insulto, su voz sonaba a súplica
desesperada y a declaración de amor incondicional. – Querida Cordelia… No sabes cuánto he deseado que dijeras algo así…–
la boca de él recorría su garganta, arrancando pequeños suspiros que se confundían con el silencio de la noche. – ¿Has deseado que te insultara?– se burló ella, consciente de lo que él
quería decir. – Oh, no, querida mía… Esta vez tendrás que aceptar la realidad.– él
sostuvo el rostro de ella entre las manos y la miró maravillado.– Tendrás que reconocer que echabas de menos a este “petulante irlandés”… Y que también me amas, querida. – Nunca, señor O’Hara. Tendrá que torturarme para arrancar de mis labios
tales palabras. – Como desees, querida.– sus ojos brillaron con intensidad ante la idea de
llevar a cabo tal empresa. Vio como ella se revolvía traviesa y apasionada bajo su cuerpo y tuvo que controlar el impulso inicial de tomar enseguida lo
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que ella le ofrecía.– Señora O’Hara… ¿Preparada para ser castigada severamente? Cordelia gimió. Había tenido toda una vida para prepararse. Si era sincera,
todo el tiempo le había esperado… Le había esperado incluso antes de conocerle. Porque solo su arrogante señor O’Hara lograba que enloqueciera de amor. Al otro lado del pasillo, dos mujeres se preparaban para retirarse a dormir.
Agazapadas en la penumbra, parecían satisfechas del resultado de sus muchos y variados engaños. – Es una grosería que permanezcamos despierta, Lilly… Vayamos a la
cama. – Nora Craig… Debíamos asegurarnos de que todo salía según nuestros
planes, ¿no es así? – Eso es cierto, Lilly…– sonrió la anciana.– ¿Crees que debemos contarles la
verdad? – ¿Y estropearlo todo? ¡Claro que no! Vamos, Nora Craig… Vayamos a
dormir.– la otra mujer rió para sus adentros. No se lo diría a Nora. No quería asustarla. Pero ella y el fantasma de Raoul aún tenían una conversación pendiente. En cierto modo, quería agradecerle que después de todo, hubiera surgido algo noble de su abominable existencia. Por que, de no ser por él, el señor y la señora O’Hara no se tendrían el uno al otro. Y quizá… Solo quizá, entonces pudiera perdonarse a sí mismo y encontrar la paz. En la habitación, Cordelia creyó escuchar algo tras la puerta. Se incorporó y
al hacerlo, recordó que ya no debía temer nada. El señor O’Hara había vuelto. La rodeó con su brazo para aproximarla a su pecho. – ¿Has oído algo?– le preguntó somnolienta. – Sí… Era una voz débil…– él lo susurraba en su oído y su voz era tierna al
hacerlo.– Surgía del interior de mi corazón. Gritaba… Querida Cordelia, se mi esposa… – Te burlas… – le reprochó, restregando su nariz contra el cuello de él.– Ya
soy tu esposa, señor O’Hara. – ¿De veras soy tan afortunado? Cordelia comprendió que el seguía disfrutando enormemente de aquella
vieja costumbre. Se burlaba solo por el placer de hacerla rabiar. En respuesta, le besó en la comisura de los labios y al percibir como todos sus músculos se tensaban, sonrió. Finalmente, ella vencía.
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– No tan afortunado, señor O’Hara. –murmuró y dejó que él creyera lo contrario mientras le hacía el amor nuevamente.