Disputas Por La Memoria en El Cono Sur Latinoamericano
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Disputas por la memoria en el Cono Sur latinoamericano”. Revista de Observatorio Cultural n° 14, Gobierno de Chile, Valparaíso, Diciembre de 2012. María Olga Ruiz Cabello
Las disputas por la interpretación y resignificación del pasado reciente en América
Latina ocupan un lugar central en los debates sobre cultura, política e identidad, pese a que
su abordaje académico es relativamente reciente. Si bien Maurice Halbwachs propuso la
noción memoria colectiva en 1925, su explosiva difusión y definitiva instalación en la
academia tardaría décadas en concretarse, hasta encontrarnos hoy frente a lo que distintos
intelectuales han llamado boom de la memoria1 u obsesión conmemorativa2, escenario
donde el imperativo de recordar atraviesa a gran parte de las sociedades occidentales.
En América Latina las luchas por la memoria se convirtieron en un nuevo campo de
acción social y de investigación a fines de los años ochenta e inicios de los noventa.
Muchos investigadores se propusieron comprender el pasado traumático de las dictaduras
cívico-militares, identificando y analizando las huellas del autoritarismo en el presente. A
diferencia de lo que ocurren en otras latitudes, es difícil distinguir entre la memoria como
campo de estudio y la memoria como compromiso ciudadano, ya que en ésta área aparece
con mucha más claridad que en otras los compromisos cívicos y la subjetividad de quienes
investigan.
La memoria es una noción polisémica que cuyo refiere a ideas y procesos no siempre
coincidentes. Uno de esos abordajes es el que comprende la memoria como un recurso o
poder societal. En muchas ocasiones escuchamos hablar de la necesidad de recuperar o
rescatar la memoria; operación que refiere a aquello que no debe perderse, a una suerte de
tesoro que las comunidades o grupos humanos deben resguardar y proteger del olvido y de
contextos amenazantes. La memoria aseguraría la continuidad y permanencia a lo largo del
tiempo, operando como núcleo articulador de la identidad colectiva. Habría, desde este
punto de vista, actores encargados del cuidado y la transmisión de esa memoria. Estos
actores, no solo actuarían como “cajas de almacenamiento” del pasado, sino que tendrían la
legitimidad para establecer qué y cómo debe recordarse. En este sentido, la memoria
operaría como un recurso de los sectores marginados, de aquellos que han sido excluidos de
la historia oficial de la nación; una suerte de poder societal que podría activarse en función
del despliegue de estrategias de resistencia de los “olvidados”. Expresión de ello, son las
iniciativas orientadas a rescatar la historia de los pueblos indígenas, de las mujeres o de los
sobrevivientes de la represión política; emprendimientos que han encontrado en la historia
oral una herramienta fundamental. “Llamaremos aquí memoria social a la situación de
opresión, marginalidad y refugio de la memoria ciudadana, en ausencia de un libre
contrato social y en presencia del ´tanque cultural´ de la memoria oficial. Como tal, no es
una memoria estática o congelada, sino dinámica, que se resuelve en la subjetividad de los
individuos y en la inter-subjetividad de los grupos afectados por el sistema fáctico, que
1 Huyssen, Andreas (2002) En busca del futuro perdido: cultura y memoria en tiempos de globalización, Fondo de Cultura Económica, México D.F. 2 Traverso, Enzo (2007) El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política; Editorial Marcial Pons, Madrid, p.12
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busca su salida lateral, su reconstitución colectiva para una vez consolidad en lo ancho,
inicie un movimiento hacia lo alto, contra la memoria oficial, y para reconquistar no solo la
´memoria pública’, sino también –sobre todo- la legitimidad del sistema social (o sea de
reconstrucción histórica). La memoria social, más que una estructura, es un movimiento
profundo de recuerdos, de origen empírico, de articulación hermenéutica, de circulación
oral y de proyección actitudinal, conductual y social; o sea: un proceso de honda
historicidad”3. Lejos de esta mirada políticamente virtuosa, hallamos también otros sentidos que
asocian la memoria a una carga que invade el presente, porfiadamente. El pasado que no
pasa se instala en el presente como un peso muerto que recae dolorosamente sobre los
hombros de los sujetos, como una herida abierta, un anclaje que dificulta –o abiertamente
impide- la construcción de proyectos futuros. En Chile, en especial durante los primeros
años de la transición, la reiterada invitación a mirar el futuro y a dejar atrás el pasado debió
enfrentar estallidos de memoria que cada cierto tiempo abrían una Caja de Pandora4 que
amenazaba los equilibrios transicionales. La política de los consensos y la estabilidad de la
democracia aparecían como incompatibles con el recuerdo de los crímenes del terrorismo
de estado y de la dictadura cívico-militar. La asimilación entre memoria y sufrimiento, y
entre olvido y el alivio del mismo, es una idea que estuvo presente explícitamente en el
discurso de la clase política de la transición, ya que el recuerdo de los crímenes aparecía
como un elemento desestabilizador y amenazante para la naciente democracia.
Asimismo, en el plano individual, hay olvidos y silencios que responden al deseo de
no transmitir los sufrimientos; de ahí que muchos sobrevivientes de la represión política
guarden en secreto su experiencia, aún dentro de sus círculos más íntimos, como la pareja y
los hijos. El recuerdo y el relato de los hechos traumáticos pueden suponer una reedición de
los mismos, es decir, pueden ´volver a pasar por el corazón` las humillaciones, el dolor, las
violaciones a la intimidad. Y ante el abatimiento emocional que provoca recordar, el
silencio y el olvido permiten seguir viviendo. La experiencia de testimoniar puede estar
cruzada por una suerte de imperativo ético: hablar por los ausentes. Este deber de memoria5
recae como un mandato sobre muchos sobrevivientes que asumen la labor del testimonio
como un deber, puesto que los hundidos, -aquella inmensa mayoría que llegó hasta el
fondo, sin posibilidades de retorno-, no pueden hacerlo por sí mismos. Se testimonia por
delegación, y para explicar la “impertinencia” de haber sobrevivido.
La construcción de una memoria pública sobre los crímenes del terrorismo de
Estado requiere que las personas expongan -a veces públicamente- situaciones en que
fueron violentados no solos sus derechos políticos sino también su privacidad. El
imperativo de la verdad y la justicia requiere que declaren y testimonien una y otra vez, por
sí mismos y por los otros, no solo ante tribunales de justicia, si no también ante iniciativas
provenientes del mundo de los derechos humanos y la investigación académica. No pocos
sobrevivientes, movilizados por el deber de memoria hacia sus compañeros y amigos
3 Gabriel Salazar (2003) “Función perversa de la memoria oficial, función histórica de la memoria social: ¿cómo orientar los procesos autoeducativos? (Chile, 1990-2002 En: La historia desde abajo y desde adentro. Facultad de Artes, Universidad de Chile. P. 433. 4 Norbert Lechner y Pedro Güell, Pedro (1998): “Construcción social de las memorias en la transición chilena”. Ponencia presentada al taller del Social Science Research Council: Memorias colectivas de la represión en el Cono Sur, Montevideo, 15/16 de noviembre 1998 5 Levi, Primo (2000) Los Hundidos y los salvados, Editorial Muchnik, Barcelona.
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muertos o desaparecidos, repasan una y otra vez la experiencia traumática y el registro de
ese dolor circula –a veces incesantemente- por distintos canales y escenarios sociales. Los
testimonios dan cuenta de situaciones límite que son al mismo tiempo, íntimas y políticas,
privadas y públicas, experiencias que además, si bien se inscriben temporalmente en el
pasado –por haber ocurrido hace casi cuatro décadas-, son parte del presente de las
personas. ¿Cómo recomponer la intimidad si el deber de memoria exige hacer públicas las
heridas? ¿Puede el deber de memoria volverse en contra de las propias víctimas al
demandar que recuerden una y otra vez la violencia, el dolor, las humillaciones?
Hoy en día y, en medio de esta explosión memoralística, se hace necesario enfatizar
el componente intelectual de la memoria, que busca el entendimiento de los hechos y no
solo su denuncia. Ello alude a la necesidad de producir un conocimiento histórico sobre ese
pasado-presente, en tanto producción regulada y comunicable, lo cual supone reposicionar
la noción de verdad histórica, es decir, el reconocimiento de hechos efectivamente
sucedidos a partir de los cuales se elaboran memorias múltiples e incluso contradictorias6.
Supone también distanciarse de aquellas posturas que afirman que la experiencia traumática
de las dictaduras está más allá de lo humanamente comprensible, sosteniendo la
ininteligibilidad del horror, inscribiendo la catástrofe fuera de la historia, asignando a los
crímenes –y a los criminales- un estatuto fantástico o sobrenatural.
El Cono Sur latinoamericano es un territorio privilegiado para analizar las batallas
por la memoria7 que se han desplegado en los escenarios post-dictatoriales, pugnas en las
que se puede reconocer la presencia de distintos actores, cada uno de los cuales porta su
propia memoria. Ahora bien, los conflictos por la interpretación y resignificación del
pasado -en que algunos relatos desplazan a otros y se constituyen en hegemónicos- se
despliegan no solo entre quienes apoyaron el terrorismo de Estado y quienes se opusieron a
él; no únicamente entre aquellos sectores que han apelado al olvido de los crímenes como
vía de pacificación social y estabilidad política, y los que reclaman memoria y justicia para
asegurar un nunca más a la violación sistemática de los derechos humanos. Las disputas por
la re-interpretación del pasado se anidan al interior aquellos sectores que identificamos
como “emprendedores de memoria8” y, en consecuencia, como contrarios a la amnesia
política.
De este modo, es posible identificar dos momentos en la memoria que se ha
construido sobre quienes sufrieron las políticas represivas de la dictadura. En los años
ochenta, la categoría de víctima fue central, pues se trataba de afirmar la verdad de los
crímenes del terrorismo de Estado. Las organizaciones de derechos humanos relegaron a un
lugar periférico la militancia de los afectados con el objeto de protegerles y de no entregar
información que pudiese sustentar la tesis de que se trataba de terroristas o subversivos. Se
trataba de establecer y demostrar la inocencia de las víctimas, y para ello fue necesario
omitir sus compromisos políticos, en especial en aquellos casos en que las personas habían
militado en organizaciones armadas.
En los últimos años, esta memoria centrada en la victimización ha sido objeto de
críticas y cuestionamientos, ya que al mismo tiempo que despolitizaba la experiencia de las
víctimas, escindiendo a las personas de los proyectos políticos que abrazaban y por los
6 Jelin, Elizabeth (2003), Los trabajos de la memoria, Editorial Siglo XXI, Madrid y Buenos Aires. P.63. 7 Ibidem. 8 Jelin, Op. Cit. (2002).
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cuales fueron castigadas, reducía su condición de sujetos a una experiencia extrema
asociada a la pasividad y el sometimiento, en la que se destruyó total o parcialmente su
capacidad de agencia histórica.
Progresivamente, la memoria sobre el pasado reciente ha recuperado los
compromisos políticos de las víctimas. Iniciativas de marcación territorial como Londres 38
(casa de tortura ubicada en el casco histórico de Santiago), visibilizan la militancia y la
edad de quienes desaparecieron de ese lugar, restituyéndoles así, parte de una identidad que
el terrorismo de Estado intentó borrar. Ello ha permitido que algunos sectores recuperen la
experiencia militante de las víctimas, subrayando -y no pocas veces reivindicando como
propias- sus batallas políticas.
Si bien podemos identificar los escenarios en que emergen y se hacen hegemónicas
unas y otras memorias, sería un error suponer que la memoria militante ha desplazado la
memoria de la victimización. Más bien hay una convivencia –a veces conflictiva, a veces
armónica- de relatos e imágenes que se articulan en un constante movimiento. Ambas
memorias surgen en momentos específicos y responden a las urgencias de sus contextos de
emergencia y, si bien la memoria de la militancia visibiliza lo que antes estuvo silenciado y
oculto y, por ello, contribuye a la comprensión de esa experiencia histórica, no está libre de
producir sus propias mitificaciones y simplificaciones. En estas memorias abundan las
figuras de la víctima y el héroe, imágenes cargadas de sentido que si no son objeto de un
análisis crítico, pueden operar como núcleo articulador de un relato mitificante y una memoria épica que poco contribuye la comprensión de nuestra historia reciente.