Discurso Pío XII a las Congregaciones Marianas
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Habéis venido con devoto pensamiento,
amados hijos e hijas, para conmemorar junto a
Nos el L aniversario de un dulce recuerdo de
Nuestra vida: el de Nuestra consagración a la
Santísima Virgen en la Congregación Mariana del
Almo Colegio Capránica. Y al acogeros, nuestra
primera palabra ha de ser para exclamar con todo
el fervor de Nuestro corazón agradecido:
«Magnificate Dominum mecum et exaltemus
nomem eius simul» (Ps. 33, 4) (Magnificad
conmigo al Señor y exaltemos juntos su nombre).
La consagración a la Madre de Dios en la
Congregación Mariana es un don completo de sí
mismo para toda la vida y para la eternidad. Un
don no de pura fórmula o de puro sentimiento, sino
efectivo, que se verifica en la intensidad de la vida
cristiana y mariana, en la vida apostólica, que
hace del congregante el ministro de María, y por
decirlo así, sus manos visibles en la tierra, con la
espontánea profusión de una vida interior
superabundante que se derrama en todas las
obras exteriores de la sólida devoción, del culto,
de la caridad y del celo. Es lo que con especial
energía inculca vuestra regla primera: darse
seriamente a la propia santificación, cada uno en
su propio estado; dedicarse, no de cualquier
manera, sino con ardor, en la medida y en la forma
compatible con las condiciones sociales de cada
uno, a la salvación y a la santificación de los
demás. Aplicarse, por fin, valerosamente a la
defensa de la Iglesia de Cristo. Ésta es la
consigna del congregante, aceptada libre y
resueltamente en el momento de su consagración.
Tal es el magnífico programa que le trazan las
reglas.
En realidad, estas reglas no han hecho
más que expresar con términos precisos y casi
codificar la historia y la práctica constante de las
Congregaciones Marianas, providencialmente
instituidas por la benemérita Compañía de Jesús y
aprobadas y repetida y calurosamente alabadas
por la Santa Sede.
Como veis, estamos bien lejos del
concepto de una simple unión piadosa, tranquila y
ociosa; de un simple refugio contra los peligros
que amenazan a las almas débiles; pero también
del de una simple liga de acción solamente
exterior, pueril por artificial y que no puede
provocar o encender más que un fuego de pajas,
de mayor o menor duración. «Numquid potest
homo abscondere ignem in sinu suo ut vestimenta
eius non ardeant?» (Prov., 6, 27). ¿Por ventura
puede un hombre esconder el fuego en su seno
sin que ardan sus vestidos? Y si esto es cierto
hablando de la pasión humana, desordenada una
vez encendida en el corazón, ¿cuánto más lo será
el amor de caridad, del que el Espíritu Santo
enciende y reaviva constantemente la llama?
La devoción mariana de un congregante de
la Virgen no puede ser, pues, una piedad
mezquinamente interesada, que en la potentísima
Madre de Dios no ve más que la distribuidora de
beneficios, principalmente de orden temporal; ni
una devoción de seguro descanso, que no piensa
más que en apartar de su vida la cruz de los
afanes, de las luchas, de los sufrimientos; ni una
devoción sensible de dulces consuelos y de
entusiastas manifestaciones, y ni siquiera, por muy
santa que sea, una devoción demasiado
exclusivamente cuidadosa del propio provecho
espiritual.
Un congregante, verdadero hijo de María,
caballero de la Virgen, no puede contentarse con
un sencillo servicio de honor. Debe estar a sus
órdenes en todo: hacerse su guardián, el defensor
de su nombre, de sus excelsas prerrogativas, de
su causa, llevar a sus hermanos las gracias y los
favores celestiales de su Madre común, combatir
sin tregua bajo el mando de Aquella que «cunctas
hæreses interemit in universo mundo». Se ha
enrolado bajo su bandera con un compromiso
perfecto. No tiene ya derecho a dejar las armas
por miedo a los ataques o a las persecuciones. No
puede, sin ser infiel a su propia palabra, desertar y
abandonar su puesto de batalla y de honor.
Vosotros os habéis comprometido a
defender la Iglesia de Jesucristo. La iglesia lo sabe
y cuenta con vosotros, como en el pasado contó
con las generaciones de congregantes que os han
precedido. No quedó engañada su expectación.
Vuestros mayores os han abierto y trazado
noblemente el camino.
En todas las luchas contra el contagio y la
tiranía de los errores y para la defensa de la
Europa cristiana, las Congregaciones Marianas
han combatido en primera línea con la palabra,
con la pluma y con la Prensa; en la controversia,
en la polémica y en la apología; con la acción,
sosteniendo el valor de los fieles, socorriendo a los
confesores de la fe, colaborando con su asistencia
y ayuda en el arduo y combatido ministerio de los
sacerdotes católicos, persiguiendo la inmoralidad
pública con métodos algunas veces singulares,
pero siempre enérgicos y eficaces. En alguna
ocasión, hasta con la espada en las fronteras de la
cristiandad para la defensa de la civilización, con
Sobieski, Carlos de Lorena, Eugenio de Saboya y
tantos otros caudillos, todos congregantes, como
mil y mil de sus soldados.
Pero, ¿para qué ir a buscar ejemplos en el
pasado, cuando en nuestros tiempos, y no en una
sola nación, millares y millares de heroicos
congregantes han combatido y han caído
aclamando e invocando a Cristo Rey?
Nos, confiamos que sabréis llevar
dignamente el peso de tan gloriosa herencia. Más
aún: querríamos afirmar que el modelo del
católico, como la Congregación Mariana desde
sus orígenes se ha dedicado a formarlo, acaso
nunca ha estado tan de acuerdo con las
necesidades y con las contingencias de cada uno
de los tiempos como ahora, y que acaso ningún
otro tiempo lo ha exigido con tanta insistencia
como el nuestro.
Porque en realidad, ¿qué pide hoy la vida
en su aspecto civil? Hombres verdaderos,
hombres no de los que solamente piensan en
divertirse y atolondrarse como niños, sino
sólidamente templados y dispuestos a la acción,
para los cuales es deber sagrado no abandonar
todo lo que pueda servir a su perfeccionamiento.
Nos mismo quisiéramos ver en el rostro de la
juventud de hoy un poco más de la sana alegría
de otro tiempo. Pero hay que aceptar los tiempos
como son; y el nuestro es grave, amargo y
dulcemente grave.
Este tiempo exige hombres que no teman
marchar por los ásperos senderos de la presente
misérrima condición económica y que sean
capaces de sostener también a los que la
Providencia ha puesto a su cuidado. Hombres, en
fin, que en el ejercicio de su profesión huyan de la
mediocridad y busquen aquella perfección que,
después de tanto desastre, exige de parte de
todos la obra de reconstrucción.
¿Y qué es lo que pide la Iglesia? Católicos,
verdaderos católicos, bien templados y fuertes. En
otra ocasión hablamos de la profunda
transformación social de nuestros tiempos. La
guerra la ha apresurado desmedidamente y puede
decirse que está ya casi realizada. Por desgracia,
bien reducido ha ido haciéndose, sobre todo en las
grandes ciudades, el número de quienes,
defendidos y guiados firmemente por la santa
tradición católica, que penetra y llena toda su vida,
avanzan eficazmente llevados por esta corriente
vigorosa. Es una crisis que alcanza a la mujer lo
mismo que al hombre y a la juventud femenina no
menos que a la masculina. La mujer de hoy día se
ve arrastrada y sumergida en la lucha por la vida,
en las profesiones y artes, y ahora también en la
guerra. Más aún: es a ella a quien tal
transformación, tal trastorno de las condiciones
sociales más llega y más afecta.
La época presente tiene, pues, necesidad
de católicos que ya desde su primera juventud
tengan sólidas raíces en la fe para que no vacilen
aunque no se vean sostenidos y reconfortados por
el fervor de cuantos les circundan. Católicos que,
con la mirada fija en el ideal de las virtudes
cristianas de pureza y santidad y conscientes de
los sacrificios que ello impone, tiendan a ese ideal
con todas sus fuerzas en la vida cotidiana, rectos
siempre y sin que consigan doblegarles las
tentaciones y seducciones. He ahí, amados hijos e
hijas, un heroísmo muchas veces oscuro, pero no
menos precioso y admirable que el martirio
cruento.
La época actual pide católicos sin miedo,
para quienes sea cosa perfectamente natural
confesar abiertamente su fe con palabras y actos
siempre que la ley de Dios y el sentimiento del
honor cristiano lo requieran. Verdaderos hombres
integérrimos, firmes e intrépidos. Los que no lo
son más que a medias se ven apartados,
rechazados y pisoteados por el mismo mundo de
nuestros días.
La formación de tales hombres y de tales
católicos ha sido siempre la mira de las
Congregaciones Marianas bien ordenadas y
activas. Ahora bien, vosotros sabéis que los
enemigos de Cristo y de su iglesia jamás dejan las
armas, aun cuando aparentan pacíficas
intenciones. Además de las persecuciones
sangrientas y de los asaltos violentos tienen otros
métodos de guerra: la perversión, la intoxicación
de los espíritus, a la que se añade la contribución
inconsciente de no pocos ilusos que se dejan
extraviar y seducir por ellos.
En estas luchas incesantes, la generosidad
y el valor, la piedad y la humildad, la constancia
infatigable son presupuestos indispensables en
todo congregante. Mas ello sólo no basta. Con la
protección de Maria debéis ganar para Cristo a los
hombres de hoy; debéis combatir en favor de la
verdad con las armas de la verdad; pero, para eso,
es necesario saber manejarlas. ¿Y, cómo
conseguiréis adquirir esta segura maestría?
Antes que nada, con el estudio de la
religión y de su dogma, de su moral, de su liturgia,
de su vida interna y pública, de su historia. Ante
todo, pero no únicamente, sería romper con el
pasado de las Congregaciones de la Santísima
Virgen, en las que siempre se ha buscado, con los
medios más a propósito, e! favorecer la cultura,
tanto general como profesional, y ambas, ya se
comprende, en armonía con la calidad y el estado
personal de cada uno. Es ésta precisamente una
de sus características, de la que dan testimonio
sus academias; y, gracias al cielo, tal tradición no
ha sido abandonada.
Indudablemente, la cultura general y
profesional no pueden tener en todas partes la
amplitud conseguida, por ejemplo, en la
Congregación Mariana de Valencia, España,
donde las diferentes secciones jurídica, científica,
literaria y técnica, dotadas de todos los
instrumentos de estudio y trabajo, especialmente
la sección médica, con su clínica y su dispensario,
aseguran a los congregantes - gracias a la
cooperación de los ilustres maestros,
pertenecientes también a la Congregación - un
puesto eminente en el campo de sus respectivas
profesiones.
Pero, aunque en medida más modesta, en
todas partes las Congregaciones dignas de tal
nombre tienen este cuidado, y muestran este
carácter propio suyo; en primer lugar, porque la
eficacia del trabajo apostólico de cada uno de los
congregantes depende en gran parte de su valor
intelectual, social y profesional y no solamente de
sus cualidades morales y espirituales. Además,
porque desde sus orígenes, las Congregaciones,
teniendo como finalidad la restauración de una
sociedad cristiana, han ejercido su apostolado
especialmente en las profesiones y por medio de
las profesiones.
Con el impulso de este ideal se han
formado separadamente, pero también en
estrecha unión y colaboración entre sí,
Congregaciones para los diversos estados de la
vida y para todos los grados de la escala social,
desde las Congregaciones de sacerdotes, de
intelectuales, de caballeros y de damas de la alta
sociedad, de estudiantes universitarios de ambos
sexos hasta de los humildes limpiabotas de Beirut
o de los muchachos vendedores de periódicos de
Buenos Aires. De la Congregación de los
estudiantes de medicina de París salió el primer
núcleo de la Unión de San Lucas para médicos
católicos. Los Estados Unidos de América tienen
su Congregación de enfermeras.
Y para traer a la memoria un recuerdo personal
Nuestro de Munich, ¡qué riqueza de vida familiar
verdaderamente cristiana, qué valor y fervor en la
pública profesión de la fe, producía en la capital de
Baviera la benéfica acción de la Congregación
para hombres de San Miguel, entonces tan
floreciente! Finalmente, cerca, cerquísima de Nos,
en la Congregación Mariana de la Guardia Suiza,
bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario,
estáis de alguna manera representados todos - de
día y de noche - junto a Nuestra persona.
Cuánto bien hacen estas Congregaciones
en sus ambientes respectivos! ¡Cuánto con su
cooperación a los fines comunes para los cuales
cada una aporta la contribución de su
especialidad! ¡Cuánto en las más variadas obras
de celo y caridad! Nuestro glorioso predecesor,
Pío XI, en una solemne ocasión recordó lo que las
Congregaciones «en toda su historia secular y
multisecular, han hecho en este campo, en estos
amplios horizontes de bondad, cooperando al bien
donde quiera que se presentase su necesidad y
su posibilidad y cooperando de las maneras más
humildes y más altas, más exquisitas y más
sencillas, ni más ni menos como una madre,
Reina, Patrona, como la suya podía enseñar a las
almas redimidas con la sangre de Jesucristo»
(Audiencia 30 marzo 1930).
Casi para confirmar la verdad de estas
palabras Nos habéis anunciado dos preciosos
dones: vuestros ricos obsequios espirituales que
nos sirven de gran apoyo y consuelo en el
cumplimiento de Nuestro gravísimo oficio y
vuestros dones materiales, que Nos ayudarán a
proteger contra el frío a los míseros prófugos hijos
Nuestros amadísimos y hermanos vuestros en
Cristo. Pero nuestra gratitud va mucho más allá de
esta íntima aunque numerosa reunión. Se dirige a
todas las Congregaciones de todo el mundo que
han querido unirse a vosotros con el corazón y con
la oración.
De acuerdo con el precepto del Divino
Maestro y siguiendo el ejemplo incomparable de
su celestial Patrona y Madre, las Congregaciones
buscan hacer el bien «in absconditis», y las más
de las veces el Padre celestial, «que ve en el
secreto» (Mat 6, 4) es el único testigo. Muchas
veces prestan también a otras obras la aportación
de su actividad entregándoles los mejores
soldados.
No existe casi forma de apostolado o de
caridad de las que no hayan sido iniciadores en el
pasado, observando siempre las nuevas
necesidades para satisfacerlas, y las nuevas
aspiraciones para contentarlas. Estas obras,
comenzadas modestamente por ellas, han tomado
luego impulso para volar con sus propias alas,
seguras siempre de tener en las Congregaciones
un apoyo y una participación tan solícita como
discreta.
¿Y cómo podría así dejar de recordar a dos
ardientes congregantes y fieles campeones de la
Acción Católica Italiana, Mario Fani y Juan
Acquaderni?
Pero, ¿cuál es el manantial íntimo de toda
esta fecundidad, sino la vida fervorosa, que,
alimentada por la devoción más tierna, y al mismo
tiempo, más eficaz a María, debe tender, según
vuestras mismas reglas, a la santidad? Mora
escondida en el secreto de los corazones; pero, a
pesar de todo, se la ve transparentarse en los
frutos que produce en las numerosas vocaciones
que hace brotar, en la admirable falange de
santos, de beatos y de mártires que la representan
en el cielo.
Amados hijos e hijas: bien podéis hacer
vuestra la piadosa invocación de San Juan Eudes
a la Virgen: «¡Qué reconocido os estoy (...) por
haberme admitido en vuestra santa Congregación,
que es una verdadera escuela de virtud y de
piedad! (...) Y aquí tengo, oh, Madre de gracia,
una de las mayores gracias que yo he recibido de
mi Dios por vuestra intercesión» («El corazón
admirable de la sacratísima Madre de Dios»,
París, 1908. Lib. 12, página 355).
En la confianza de que sabréis
corresponder a tan gran beneficio con una
fidelidad cada vez mayor, mostrándoos cada día
más dignos de él, invocamos sobre vosotros y
sobre todos las congregantes esparcidos por el
mundo los favores de Jesucristo y de su santísima
Madre, mientras que con toda la efusión de
Nuestro corazón paternal os damos a vosotros, a
vuestras amadas familias, como augurio de las
más escogidas gracias, Nuestra paternal
Bendición Apostólica.
Roma, 20 de diciembre de 1945.