DECA. Módulo 3. Mensaje Cristiano. Trabajo Tema 6
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¿Por qué podemos afirmar que la Iglesia es parábola de la Pascua?
Los santos padres vinculaban de un modo espontáneo y natural la Iglesia con la Trinidad: es “el
pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, decía san Cipriano, o el
“sagrario de la Trinidad”, según la breve fórmula de san Ambrosio; de un modo aún más realista
se expresaba Tertuliano: “Donde están los Tres, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo allí está la
Iglesia, que es el cuerpo de los Tres”. Esa radicación trinitaria es lo que da confianza y seguridad
a los cristianos a pesar de las dificultades que deben afrontar: la Iglesia “no puede naufragar,
porque de su mástil pende Cristo, a popa está el Padre como timonel, y a proa vigila el Espíritu
Santo” (san Ambrosio).
La Iglesia, como realidad personal, surge de entre los seres humanos pero tiene su origen y
fuente en la Trinidad. La iniciativa corresponde al Dios Trinidad que comunica su amor, y se hace
realidad histórica gracias a las respuestas de los seres humanos que lo acogen, lo celebran, lo
testimonian y lo comunican. Se desarrollará, por tanto, la relación peculiar de la Iglesia con cada
una de las Personas divinas, lo cual permitirá ver en armonía y coherencia las tres
designaciones más frecuentes atribuidas a la Iglesia: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo
del Espíritu.
La Iglesia del Padre: el Pueblo de Dios
Del Padre, fuente de todo don, arranca el designio salvífico que conduce su creación hasta la
consumación, superando las oposiciones de las libertades finitas. El proyecto de Dios no puede
desplegarse en la historia más que a través de mediadores humanos que se afirman como
colaboradores y protagonistas: ya lo hace Abraham a nivel individual y más tarde Israel como
pueblo.
Israel recibe su identidad como pueblo en cuanto es de Dios, convocado por Él en un acto de
liberación para establecer una alianza con la mirada puesta en el futuro de la salvación. Esta
alianza es actualizada y celebrada cultualmente. Esta asamblea del pueblo de la alianza es
denominada qehal. La infidelidad de Israel hará hablar a algunos profetas de una alianza nueva
(Jer 31, 31), ya que no se puede excluir que Israel deje de ser el pueblo de Dios (Dt 32, 21).
Jesús dirigirá su mensaje a todo Israel para que recupere su vocación originaria, pero deberá
contar con su negativa (Mt 8, 11ss) y por tanto con la necesidad de un pueblo distinto (Mt 21,
43). La muerte y Resurrección de Jesús serán la confirmación del rechazo y la convocatoria de
un nuevo grupo humano que recibirá los dones escatológicos, especialmente el Espíritu Santo.
Este grupo se verá como heredero de las promesas, el pueblo auténtico protagonista de una
alianza definitiva. Como autodesignación se aplicarán ekklesía, término de origen profano y
político (la asamblea de los varones adultos y libres), que recoge el sentido teológico y cultual de
qehal (Hch 15, 14; 1 Pe 2, 10). El (verdadero) Israel de Dios (Gal 6, 16) es la Iglesia de Cristo
(Gal 1, 22). De este modo la herencia veterotestamentaria queda enriquecida cristológicamente:
no se puede hablar de un Pueblo de Dios que no esté referido a Jesús, el Hijo. La Iglesia
(ekklesía) existe como asamblea porque ha habido una convocatoria centrada en la gloria y la
presencia del Resucitado.
La Iglesia del Hijo: el Cuerpo de Cristo
Jesús, el Hijo, se encuentra en el origen histórico y sobre todo en el ser mismo de la Iglesia.
Jesús, como Hijo enviado al mundo, asume una misión filial: contar en la historia cómo es el
Padre y conducir a todos los seres humanos hasta el hogar del Padre. Su actitud de generosidad
culmina en su muerte y en su Resurrección, que es la victoria sobre toda oposición y rechazo así
como el establecimiento de una alianza nueva y definitiva. Todo el itinerario vital de Jesús, la
población de su existencia, hace surgir la Iglesia como fruto maduro: porque Jesús se encuentra
en el origen fundacional de la Iglesia y porque, como Señor, constituye a todos los cristianos en
un solo cuerpo, en su mismo cuerpo.
Jesús centró su actividad en el Reino de Dios, para anunciarlo y hacerlo presente. No podría
haber Reinado de Dios en el mundo sin un pueblo, sin un grupo humano que lo haga realidad y
experiencia. En esta dirección hay que entender la serie de gestos y de actos que Jesús fue
realizando: la llamada a los Doce, la constitución de una comunidad de discípulos alternativa al
mundo cotidiano, la superación de la clausura de Israel, el envío de sus seguidores más
inmediatos para que lancen la misma convocatoria en diversos lugares, el ofrecimiento de una
relación con Dios diversa de la del Templo, la cena de despedida con sus discípulos, la entrega
de la propia vida cargando con el desprecio de tantos contemporáneos, etc. En esta serie de
actos se muestra la intención de Jesús, que queda sellada en la Pascua: el Resucitado sale al
encuentro de quienes le habían abandonado, para congregarlos de nuevo y enviarlos a una
misión que debía desbordar todas las fronteras.
Es a la luz de la Pascua como los primeros creyentes entienden su peculiaridad: no son
simplemente el pueblo de la alianza antigua, se sitúan en el horizonte nuevo. El hecho de que el
Padre haya resucitado al Hijo en el poder del Espíritu es visto como la meta de la redención, de
la reconciliación. La alegría que ello provoca es el contenido y el aliento de la fe pascual y esa
alegría, es la cuna de la Iglesia que vive bajo la presencia y el señorío del Resucitado.
La Iglesia no está vinculada a Jesús solamente por su origen histórico. Los creyentes, según la
expresión Pablo y Juan, viven en Cristo y de Cristo, más aún, Cristo vive en ellos. Esta mutua
interioridad entre Cristo y sus discípulos se manifiesta de un modo especial en la eucaristía. Por
eso se puede decir no sólo que la Iglesia hace la eucaristía sino que la eucaristía hace la Iglesia.
El Papa
Benedicto XVI decía que la Iglesia es eucaristía, porque es el Cuerpo de Cristo. San Pablo hace
ver a los corintios que “vuestros cuerpos son miembros de Cristo” (1 Cor 6, 15). El cuerpo, es
decir, la existencia mundana y temporal de los creyentes, da cuerpo a Cristo en el mundo; la
Iglesia es su Cuerpo mismo; “un solo cuerpo en Cristo” (Rom 12, 5), “el Cuerpo de Cristo” (1 Cor
12, 27).
Afirmaciones tan arriesgadas resultan coherentes y lógicas por el valor y alcance de la
eucaristía: “el cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Y el
pan que partimos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese mismo pan” (1 Cor 10, 16-17). La
Iglesia es presentada como el Cuerpo de Cristo, que es su cabeza (Col 1, 18.24). La tradición
cristiana, siguiendo las huellas de san Agustín, hablarán del Cristo total, Cristo y su Iglesia, la
Cabeza y su Cuerpo, el Señor Resucitado y sus miembros.
El Señor convoca a su Iglesia para la celebración eucarística a fin de que sea realmente el
Cuerpo de Cristo en cada momento de la historia. La celebración eucarística no tiene como único
objetivo la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; apunta más allá:
a que la comunidad reunida, al participar del mismo pan, constituya un mismo y único cuerpo, el
Cuerpo de Cristo. Y no sólo en el interior del templo, en torno a la mesa eucarística, sino en la
totalidad de su existencia, “vuestros cuerpos, es decir, vuestra vida concreta, son miembros de
Cristo”.
La Iglesia del Espíritu: Templo del Espíritu
A partir de la iniciativa del Padre, la Iglesia viene a la existencia gracias a la misión del Hijo. Y
también gracias a la misión de Espíritu. También la peculiaridad del Espíritu se refleja en la
misión y en el ser de la Iglesia. El Espíritu puede ser considerado como cofundador de la Iglesia,
pues es su obra o creación más exquisita. El símbolo de la fe muestra palpablemente la estrecha
vinculación: el sentido del tercero de los artículos de fe no es simplemente “Creo en el Espíritu
Santo, en la Iglesia”; el sentido es más bien: “Creo en el Espíritu Santo que está en la Iglesia”. La
Iglesia es el lugar donde habita y florece el Espíritu. Por eso ha sido designada con razón como
Templo del Espíritu.
En el Antiguo Testamento aparece el Espíritu como la fuerza de comunicación de Dios, la
apertura misma de Dios que le hace presente en medio de las criaturas, especialmente para
superar o desbloquear las circunstancias difíciles y adversas.
El Espíritu unge a personas determinadas para capacitarlas a prestar un servicio comunitario.
Llega a ser presentado como la condensación de los bienes mesiánicos que serán otorgados en
la plenitud del tiempo.
En el Nuevo Testamento su protagonismo es aún más activo, adquiriendo un carácter personal
más definido. Viene sobre María para hacer posible la encarnación del Hijo, ungen a Jesús en su
bautismo para capacitarlo de cara a su misión mesiánica, es el que sostiene la oblación que
Jesús hace de su vida.
Sobre todo es el poder en el que el Padre, resucita a Jesús, el que lo hace espíritu vivificante, el
que actualiza y universaliza su capacidad salvífica. Está presente por tanto en el gozo y la
alegría de la fe pascual y acompaña los pasos de la Iglesia naciente desde un principio. En
Pentecostés la hace salir del cenáculo para abrirse al escenario de los pueblos, hace posible la
regeneración de los creyentes, da fuerza a los evangelizadores, reparte carismas y dones para la
edificación de la comunidad eclesial. Es el Espíritu el que conjuga la unidad y la pluralidad de
carismas en la misión común. 1 Cor 6, 19 indica que los cuerpos de los cristianos son templos
del Espíritu, pues hace de cada uno de ellos piedras vivas de una casa espiritual (1 Pe 2, 4-9). El
Espíritu es por tanto protagonista de la vida de la Iglesia, en la que habita como fuerza
santificadora y renovadora.
Las misiones del Hijo y del Espíritu confluyen y convergen en el acontecimiento pascual, donde
se manifiesta en todo su esplendor el amor originario del Padre.
La Glorificación de Jesús y la acción de Espíritu en Pentecostés son el anverso y el reverso de
un mismo acontecimiento. Se trata de un acontecimiento fundador (Pascua-Pentecostés), porque
da origen a una historia nueva, no puede dejar de ser celebrado, actualizado, testimoniado y
comunicado por el pueblo que entonces nace a la existencia. Por eso decimos que la Iglesia es
la parábola de la Pascua.
Ello se refleja de modo magnífico y necesario en la liturgia. Es la liturgia la que constituye a la
Iglesia como una institución que no vive de los mecanismos humanos, sino de la acción
permanente de Dios que roza el tiempo dándole un valor de eternidad. Por eso desde el principio
los cristianos se reúnen los domingos para celebrar la Pascua de la semana y celebran
anualmente de modo especialmente solemne la vigilia pascual. La liturgia debe hacer presente
aquello que hace vivir a la Iglesia y que se ofrece a la humanidad como horizonte de esperanza y
júbilo.
La Iglesia debe realizar respecto a la Pascua lo que Jesús realizaba con las parábolas: hacer
presente la acción salvífica de Dios.
¿Qué vínculos existen entre la Iglesia universal y las iglesias particulares?
La unidad de la Iglesia encuentra su raíz última en el fundamento de la unidad trinitaria, por tanto
de una unidad plural. Sólo desde ese fundamento puede ser icono del misterio trinitario. Así lo
expresa el mismo Jesús en el cuarto evangelio: ruego “para que todos sean uno como tú, Padre,
estás en mí y yo en tí, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has
enviado” (Jn 17, 21). Lumen gentium, en su número 4, recogió la misma idea en las conocidas
palabras de san Cipriano, que define la Iglesia como “un pueblo reunido en la unidad del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo”.
Ahí se encuentra el verdadero nivel de la unidad como peculiaridad cristiana. En el Antiguo
Testamento la unidad no estaba garantizada: ni el parentesco de sangre, pues puede estar
discutido (Esd 2, 59-63) o amenazados por matrimonios mixtos (Ne 13, 23-30); ni la alianza
mosaica, porque puede ser rota por los hombres (Dt 31, 16-20) ni el poder monárquico que no ha
podido mantener la justicia y la equidad (Jer 22, 13-17); ni el sacerdocio aarónico que ha violado
la alianza de Leví (Dt 2, 5.8). Hace falta un modo nuevo de fundamento para que se garantice la
unidad de la convocatoria divina, pues precisamente Jesús pretendía “reunir en la unidad a los
hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52) y este espacio y fundamento no puede ser más que el
acontecimiento trinitario en su coherencia interna.
Todas las imágenes de la Iglesia suponen esa profunda conciencia de unidad otorgada: un
pueblo de Dios, un Cuerpo de Cristo, un Templo del Espíritu, una viña, una esposa, una Iglesia
en muchas iglesias que viven en comunión. ¿Dónde encuentran el fundamento para tan
constante y directa experiencia? Sin duda alguna en la unión del Padre, Hijo y Espíritu, en la
unidad y en la lógica del evento trinitario del que son protagonistas, el dinamismo de todo lo
cristiano para que se integre en esa iniciativa y entre en comunión con todos los que trabajan en
la misma dirección.
La fuente y el poder universal de unidad está en el Padre, que es el que está “por encima de
todos por todos y en todos” (Ef 4, 6), que es el que mantiene y garantiza la fidelidad al proyecto
originario. Pero esta unidad se hace garantía histórica por medio de otros criterios:
Un solo Señor, que es el Cristo que convoca a todos y al que todos se incorporan, todos
por ello se sienten unidos en él siendo un solo cuerpo; por eso es confesado como el
Señor de la comunidad reunida.
Un solo Espíritu, que es el que ha anulado las barreras entre Dios y los hombres y entre
los hombres entre sí; es el que otorga toda la variedad de los carismas y al mismo
tiempo el que los reconduce a la armonía del conjunto.
Una sola fe, que proclama en toda su integridad el sentido de la experiencia eclesial y de
la Trinidad que la funda; esta fe se expresa en el Credo, confesado por el nosotros
eclesial, por el “yo” de la Iglesia que subsiste la misma a través del tiempo y en el que
debe sentirse reconocida e integrada la fe de cada cristiano singular.
Unos mismos sacramentos, particularmente el bautismo y la eucaristía; porque son los
que hacen posible la adhesión a Cristo y superan todas las oposiciones y exclusiones
(Gal 3, 27-28); y por esto es al mismo tiempo signo eficaz de la presencia del Cristo uno
y mismo que se hace presente y convoca en todas las comunidades.
Un solo ministro, que es a la vez signo y factor de esa unidad, regulación de la misma
vida social bajo unos pastores, en varios niveles que encuentran su centro en la Iglesia
de Roma y el sucesor de Pedro, y representantes de la misma autoridad convocante de
Cristo.
La unidad debe ser entendida, como la Trinidad misma, existiendo en la diversidad. La unidad no
es uniforme, ni absoluta y por tanto excluyente. Más bien al contrario podríamos afirmar que sólo
lo que posee unidad admite la diferencia y puede asumir la complejidad de lo real y dar razón del
valor de lo fragmentario en cuanto que, como la verdad, es lo suficientemente amplia y generosa
para acoger e integrar, como Dios mismo. Por eso la unidad debe ser entendida como riqueza y
plenitud. La unidad cristiana es unidad católica y por eso capaz de reconocer la diversidad como
carisma y de admitir aportaciones complementarias. El carácter del don uno de Dios no puede
expresarse más que en perspectivas plurales. De ahí que la unidad de la Iglesia incluye el
diálogo y la cooperación, procesos de armonización para que los fragmentos sean expresiones
auténticas del todo.
La unidad eclesial, desde su raíz en Dios, está abierta al discurrir de la historia y abierta a la
consumación escatológica. La unidad realizada en la Iglesia es un “ya” aún imperfecto. Por eso
su verificación definitiva la realizará en su escatología, cuando ya para siempre Dios sea en todo
en todas las cosas (1 Cor 15, 28). En el tiempo histórico la unidad es don al mismo tiempo que
tarea, es afirmación por parte de Dios y promesa para los hombres.
La unidad entre las iglesias particulares se debe dar también, pero no como uniformidad, sino,
según expresión del decreto conciliar Ad Gentes, nº 19, como “comunión de iglesias” con toda la
Iglesia o con la Iglesia católica. En esa perspectiva puede haber muchas diversidades que se
pueden integrar en una riqueza común, siempre que se salvaguarden los criterios señalados. La
práctica conciliar constituye de hecho una expresión fundamental de esta comunión entre
iglesias. Tanto el término griego sínodo como el latino concilio designan la reunión de personas
con el fin de reflexionar, discutir, debatir o decidir.
Las iglesias particulares, que como hemos visto, forman parte de la estructura esencial de la
Iglesia. En ellas y por ellas la Iglesia de Cristo se hace acontecimiento e historia real y enriquece
su unidad en la pluriformidad. Pero existen otras realizaciones de la Iglesia que revisten gran
importancia porque en ellas los bautizados viven su eclesialidad de modo más concreto y directo.
También en ellas la Iglesia se hace acontecimiento e historia y la unidad se puede enriquecer si
se vive en la comunión de las iglesias.
Parroquia
Ha sido la figura básica de la Iglesia durante siglos. Como marco del encuadramiento de los
bautizados, estructuraba la geografía eclesial y su modo de presencia pública. Por su carácter
básico y fundamental abre un espacio de pertenencia previa a cualquier determinación ulterior.
Como espacio abierto radicalmente, por la heterogeneidad de sus miembros, arrastra consigo
incluso las divisiones que la experiencia va creando. Se trata de un ámbito marcadamente
popular, dado que posee: publicidad general, en calles y plazas.
Por este carácter previo y desnudo, por su capacidad de apertura y acogida, la parroquia deja
ver el carácter maternal de la Iglesia y en ello radica su catolicidad: al congregar en unidad todas
las diversidades humanas, las inserta en la universalidad de la Iglesia; mediante el milagro de la
reconciliación de hombres dispersos va realizando una labor humanizadora en medio de una
sociedad rota y disgregada, como el corazón que humaniza el territorio.
Es por ello la parroquia espacio eclesial adecuado para crear una comunidad que viva para la
misión. Por el carácter global e inespecífico de su función, puede llegar a ámbitos muy variados.
Pero ello será eficaz si se realiza en clave de participación, de corresponsabilidad, de
discernimiento de carismas y creación de ministerios, de complementariedad de grupos y
movimientos.
La parroquia es insustituible, pero insuficiente. Insuficiente porque debe contar con otras
realidades eclesiales. De un lado porque la complejidad de la situación requiere medios o
especializaciones de que no dispone la parroquia y de otro, porque existen otras realizaciones
eclesiales con las que debe armonizarse en comunión.
La iglesia doméstica
En sus orígenes, la Iglesia hundió sus raíces en la experiencia común humana de la familia. La
iglesia no existía junto a las casa privadas de los cristianos, existía en ellas. Las familias enteras
se convertían y sus ámbitos de residencia servían para la celebración litúrgica (Hch 18, 8). La
familia jugaba de este modo un papel central en la edificación de la Iglesia y aportaba un fuerte
sentido de fraternidad y de comunidad. El amor humano vinculaba la experiencia humana y la
realidad eclesial y la Iglesia podía presentarse como una nueva familia.
Los tiempos han cambiado, pero lo esencial permanece. El nº 11 de la constitución dogmática
sobre la Iglesia Lumen gentium habla de la familia como de “cierta iglesia doméstica”. Juan
Pablo II desarrolló, durante su pontificado, una profunda analogía entre Iglesia y familia. En
suma, actualmente, la familia puede hacer posible la primera experiencia de Iglesia, puede
significar el amor cristiano a los alejados, realiza una función sacerdotal en la medida en que a
través de las realidades cotidianas vayan contribuyendo a la edificación del Reino de Dios, etc.
Los padres ven reconocido como un ministerio el ejercicio de autoridad en el seno de la familia,
la educación de los hijos, catequizarlos y evangelizarlos. Por todo ello, puede también ser
considerada una célula importante para la Iglesia.
Comunidades eclesiales de base (CEB)
La territorialidad no cumple ya su función anterior en la vida social a causa de la complejidad de
la sociedad moderna y de la movilidad que la caracteriza. Por tanto, tampoco parece posible que
la ejerza en la articulación de la Iglesia, especialmente en su forma parroquial. Por todo ello
surgieron estas comunidades eclesiales al margen de lo territorial. Su designación engloba una
tipología muy variada, principalmente por los contextos sociales y eclesiales en los que surgieron
(Europa, América, África…). En todas ellas se da mucha importancia a la oración y a la
celebración de una liturgia participada y viva. Su peculiaridad radica en la lectura de la realidad a
la luz de la Palabra de Dios y de las exigencias del Reino, pero en orden a la praxis, al
compromiso socio-político.
Los nuevos movimientos
Surgidos en las últimas décadas, son principalmente laicales. No cabe duda de que son signos
de profecía en la Iglesia y reivindican y ejercen un protagonismo que les pertenece.
¿En qué sentido podemos afirmar que la Iglesia, a pesar de sus muchos pecados, es santa?
Esta característica de Iglesia Santa se fundamenta en:
Su diferencia y oposición frente a Israel.
La distancia superada y salvada por el amor de Dios.
La santidad es la propia del ser de Dios y por eso es aplicada ampliamente a Jesús. La santidad
de la Iglesia proyecta en el mundo la santidad de Dios al establecer la distancia y crisis frente al
mundo pecador. Es también un concepto soteriológico, es decir la garantía de la salvación hecha
realidad.
La santidad va unida a la autocomprensión eclesial y fue el primer atributo que se unió al término
Iglesia ya en el siglo II. No hacía más que expresar la convicción íntima e inicial de que todos los
cristianos son santos, como tan abundantemente refleja el Nuevo Testamento (Hch 9, 13.32.41).
El conjunto de los cristianos puede por ello recibir el mismo atributo (Ef 2, 21; 1 Pe 2, 9; 1 Cor 3,
16). La santidad de la Iglesia es considerada especialmente desde la perspectiva del Espíritu
Santo: al ser él agente de la santificación del bautizado, es el que mantiene la santidad de la
Iglesia.
Para comprender en su raíz el alcance de esta característica de la Iglesia hay que arrancar de la
santidad de Dios, ampliamente testimoniada ya en el Antiguo Testamento. Por su repercusión
eclesiológica hay que poner de relieve, fundamentalmente, dos aspectos:
Su diferencia y oposición frente a Israel, su plenitud de ser frente a la inconstancia del
pueblo (Ez 36, 23), las pretensiones de su celo frente a los pecadores de los israelitas
(Jos 24, 19), su transcendencia frente a la debilidad de las criaturas (Is 53); por eso
exige la misma distancia e incontaminación a los hombres y el cumplimiento de las
Leyes que la garanticen (Lv 19, 20).
La distancia superada y salvada por el amor de Dios, de un modo incomprensible para la
criatura; el mismo contenido de su divinidad, que crea la separación de la santidad, es la
fuente del amor que salva las distancias y da vida de nuevo (Ez 16). La paradoja
consiste por tanto en que la santidad de Dios es distancia en la acogida.
La misma dialéctica se da en el Nuevo Testamento. La santidad es la propia del ser de Dios (Is
6, 3 resuena en Ap 4, 8) y por eso es aplicada ampliamente a Jesús (Mc 1, 24; Lc 1, 35; Jn 1,
69…). Pero tampoco aquí la santidad es separación y exclusión, sino que es vencida por la
santidad misma y es, precisamente, el Espíritu (que significativamente se califica como “santo”)
el que supera la distancia, el que hace santos a los cristianos y por ello a la Iglesia; son santos
porque son amados, y en esto consiste que haya elegidos, es decir, que sean Iglesia (sobre
todo: Col 3,12 o Ef 1, 18). Santo es todo lo que Dios actúa a través del Espíritu Santo (1 Cor 1,
30). Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo es la autocomunicación de Dios la que
comunica su santidad a las criaturas, pero en el Nuevo queda más claro que no hay barreras
rituales, lo que significa una nueva comprensión de lo profano, porque la vida de los cristianos es
experiencia de santidad.
La santidad de la Iglesia, por tanto, proyecta en el mundo la santidad de Dios al establecer la
distancia y crisis frente al mundo pecador, ante el que se encuentra sin embargo desde la
generosidad del don del Espíritu. Esta santidad encierra además otros aspectos que deben ser
manifestados. En la Iglesia hay un elemento objetivo de santidad: la elección, la vocación, la
alianza, la eucaristía, la consagración, etc., en definitiva la presencia del Espíritu. Esta se
expresa en aquellas dimensiones que, por ser constitutivas de la Iglesia, son objetivamente
santas: depósito de la fe, sacramentos, ministerios. Proceden de Dios como garantía para la
Iglesia, y por ello escapan a la contaminación humana.
La santidad es también un concepto ante todo soteriológico, es decir la garantía de la salvación
hecha realidad. Pero es recibido por unos hombres que deben vivir en la historia y en el ejercicio
de su libertad frágil. También se encuentra entre el ya y el todavía-no. Por eso implica
consecuencias éticas, para que además la santidad de Dios se haya transmitido en su
sacramento mundanal. Por eso sobre todo la Iglesia antigua situaba tan altas las exigencias de
santidad efectiva.
Pero en esta exigencia también hubo posturas heterodoxas que olvidaban la primacía de la
generosidad del don y del perdón. La Iglesia no tiene por qué ser la Iglesia de los puros e
incontaminados. Este elitismo intransigente olvida que la Iglesia santa es un don de Dios para los
hombres pecadores, precisamente para los que siguen siendo pecadores. Afirmar, por tanto, la
santidad de la Iglesia no es excluir el pecado de ella, sino proclamar la indisolubilidad de la unión
de Cristo con su Iglesia en el Espíritu, con algunos signos que la atestiguan. Olvidar esto sería
hacer una Iglesia no sólo antievangélica, sino también inhumana.
¿Significa esto que la Iglesia es pecadora? Los santos padres hablaban de la Iglesia como
virgen adúltera o casta prostituta. Es desde siempre la Iglesia la que, como sujeto del
padrenuestro, ha pedido perdón al Padre. La tradición ha repetido que Cristo salió al encuentro
de la Iglesia pecadora, la purificó y la santificó; más aún, es la continuamente perdonada, y por
eso se la ha visto simbolizada en mujeres pecadoras como Rahab, Tamar o María Magdalena.
Su estructura sacramental es para la Iglesia una llamada a la conversión, precisamente en virtud
de la Gracia que la envuelve. Esta situación sin embargo puede quedar bloqueada por el intento
de identificar el don con la forma visible e institucional en que se expresa. Frente a esta tentación
la Iglesia debe recordar permanentemente que no se predica a sí misma, sino a quien se
manifiesta en la pobreza de sus instituciones y en la miseria de sus miembros.
El Vaticano II presentó por eso a la Iglesia como “santa y necesitada de purificación”, porque, al
tener “pecadores en su seno, debe recorrer continuamente el camino de la penitencia y la
renovación” (LG 8). El decreto Unitatis redintegratio, en su número 6, habla más directamente de
la necesidad de reforma de la Iglesia. Con ello quedaban superados viejos temores y prejuicios.
La Iglesia nunca refleja adecuadamente el don que ha comunicar a la humanidad. Tiene
pecadores y por ello no se puede decir que no tenga nada que ver con los pecados de sus
miembros; al seguir éstos siendo miembros, aunque se matice que del cuerpo y no del alma de
la Iglesia, ella misma queda contaminada. ¿Se puede hablar por tanto de una Iglesia santa y
pecadora?
Pensemos que sí, aunque no en el sentido estrictamente protestante, como si la santidad y el
pecado en ella se encontraran en el mismo nivel, o como si la Iglesia pudiera traicionar su origen
e identidad. Nos alejamos igualmente de posturas como la de Journet, dado que para él la
Iglesia no está sin pecadores pero sí sin pecado; al estar en lo que propiamente la constituye
intrínsecamente tan unida al Espíritu que los actos de la Iglesia son actos de éste, debía llegar a
semejante conclusión; Espíritu y pecado evidentemente se excluyen, pero se olvida que la
Iglesia no es el Espíritu, sino templo del Espíritu.
No se da una encarnación del Espíritu Santo. Por consiguiente no todos los actos de la
institución eclesial son automáticamente actos del Espíritu Santo, lo que sí ocurre en el caso del
Verbo y la humanidad de Jesús. La Iglesia es pues santa y pecadora. Pero sin embargo ambas
dimensiones no se encuentran en el mismo plano ni tienen la misma relación con el principio
esencial intrínseco de la Iglesia.
El Espíritu Santo la garantiza como la persona permanentemente rescatada, y por eso la
corporeidad de la Iglesia no puede venir dominada por la culpa hasta tal punto que el Espíritu
que la habita se retire de ella o no se manifieste en el plano visible. Siguiendo a Rahner, es
posible decir que el pecado cohabita en ella, pero como parásito. Es el recuerdo permanente de
que es obra de la Gracia y que no alcanzará la consumación hasta que finalice su estadio
peregrinante.
Esta santidad de la Iglesia se refleja en los santos que la habitan. No podría ser la Iglesia santa
si no pudieran algunos de sus miembros ser proclamados santos. En ellos la Iglesia se reconoce
a sí misma de un modo peculiar y por eso los puede mostrar a sus fieles como modelo de
identidad y a los fuera como ideal de hombre (sin que ello excluya que también el justo “peca
siete veces al día”).
Por otro lado, la santidad de la Iglesia se expresa también no sólo en la existencia de santos en
ella, sino a lo que se ha llamado la “comunión de los santos”; es decir, cada cristiano puede y
debe ayudar a los hermanos, pues lo que cada uno hace repercute en los demás. En virtud de la
comunión en el Dios trinitario la acción del bautizado singular tiene unas repercusiones
ilimitadas, que trascienden el tiempo y el espacio de cara a la salvación de todos.
Si es verdad que la Iglesia es una y la forman todos aquellos que son de Cristo, la Iglesia es una
realidad mayor que esa comunidad que trabaja, gime, sufre y espera en esta tierra. La Iglesia,
por tanto, la constituyen todos los que son de Cristo, entre ellos están no sólo los viven
peregrinando en este mundo, sino también aquellos que aún esperan en el purgatorio y con
mayor razón los bienaventurados que se encuentran en la Gloria de Dios. Lo decisivo no es la
peculiaridad de cada uno de los estadios, sino la íntima copertenencia de todos ellos. Se trata de
tres momentos de la única Iglesia, constituida realmente por la comunión de los santos.
Para la Iglesia peregrinante los santos que se encuentran en la Gloria son el signo de la meta a
la que aspiramos, la certeza de la esperanza, la seguridad de la nueva creación, el testimonio de
la fecundidad de las promesas, la Iglesia en su consumación y por ello a la vez modelos e
intercesores. En definitiva, porque “están más íntimamente unidos con Cristo consolidan más
firmemente a toda la Iglesia en la santidad” (LG 49). No podemos ignorar tampoco que la
veneración a los santos ha sido el ámbito y el presupuesto para honrar a la Virgen María como
“la primera en la comunión de los santos”.
¿Qué dos significados podemos destacar de la catolicidad?
La confesión de la Iglesia como católica debe conservar por consiguiente en armonía el doble
significado: el de autenticidad y fidelidad a los orígenes juntamente con el de unidad y totalidad.
Expresa la sensación maravillosa que tenían los cristianos de vivir una Iglesia que mantenía su
unidad y concordia a pesar de existir en pueblos diversos; designa por tanto la extensión
geográfica pero como realización multiforme de la Iglesia una.
La catolicidad es la que da contenido a la unidad y la que recoge la riqueza de la variedad
impidiendo la uniformidad rígida. La catolicidad es el modo de realizarse la unidad querida por el
Espíritu y de hacer posible la Iglesia de numerosos pueblos y numerosas iglesias. En
Pentecostés estaba presignificada la unión de todos los pueblos en la catolicidad de la Iglesia
(AG 4). La Iglesia sólo puede servir a la unidad del género humano (LG 1, 2, 3,13; AG 2,4)
respetando la variedad y plantándose en su diversidad. Consigue la unidad para abolir las
barreras. Pero al mismo tiempo reconoce las diferencias, porque absolutizar una sola modalidad
sería cerrarse a la Gracia de Pentecostés y dejar por ello de ser católica. La catolicidad es
apertura, y por ello lo opuesto a las falsas figuras de universalismo que todo lo relativizan o que
se condensan en una sola figura dando origen al totalitarismo.
La catolicidad es dinamismo de expansión como servicio a la tendencia encarnatoria de la
gracia. Por ello tiene fuerza centrípeta, es intrínsecamente misionera, porque, al pretender
abarcar y significar más, debe provocar la constitución de nuevas iglesias y de una mayor
inserción e inculturación para asumir las riquezas de todas las culturas, porque a través de ellas
se manifestará mejor la multiforme riqueza de la gracia divina. Catolicidad y misión van siempre
unidas marcando el horizonte de lo que aún queda por conseguir. Por eso es precisamente la
catolicidad la que mejor hace descubrir el camino por recorrer, la dimensión escatológica de la
Iglesia.
No debemos olvidar la raíz última de la catolicidad es el Misterio Trinitario que, como hemos
visto, pretende ofrecer la plenitud de la comunión divina al conjunto de la realidad creada, tanto
humana como cósmica, respetándola en sus peculiaridades y diferencias. Plenitud del don
ofrecido y amplitud de la invitación son constitutivos de la catolicidad. El Hijo enviado concretiza
en la historia el designio del Padre en toda su profundidad y anchura: la Encarnación, la
Redención, Resurrección y Glorificación hacen presente en el mundo la plenitud donada por
Dios. Él, en cuanto alfa y omega, en cuanto primero y último, en cuanto el que era y el que viene,
queda constituido como punto de referencia de la Iglesia en su despliegue. Él ha hecho posible
sobre todo la comunicación insuperable e irrebasable del Espíritu, que es a su vez el que va
haciendo que cada uno se apropie las riquezas de Cristo, consiguiendo de este modo que todos
y cada uno aporten su riqueza a la plenitud de la unidad multiforme.
En el espacio abierto por las misiones del Hijo y del Espíritu la Iglesia es ilimitadamente católica
porque, en cuanto representante y mediadora de la plenitud del misterio divino, la ofrece a todos
los hombres. Pero al mismo tiempo, por vivir en la historia, es deficitariamente católica: sufre la
distancia y negativa de Israel que no reconoce su consumación en Cristo; padece la deformidad
que en ella dejan sus pecados e infidelidades, sus cismas y herejías; constata la variedad de
caminos por los que avanzan los hombres alejándose en sus obras y proyectos del designio de
Dios. En esto que aún falta por conseguir, en las resistencias de la historia, se mueve la tensión
de la catolicidad, la exigencia y la urgencia de su tarea y de su misión en este mundo.
Como expresión espontánea de la catolicidad brota la misión universal de la Iglesia. Sabedores
que es necesario avanzar de una concepción de misiones a la misión. Cada comunidad eclesial
por ello se ha de situar en estado de misión y se ha de estructurar desde y para la misión. Las
misiones han pasado a ser iglesias y por ello deben ser hechas partícipes de la responsabilidad
misionera y reconocidas como partenaires de la misión compartida. Se debe superar por ello el
dualismo entre iglesias que envían e iglesias que reciben, y simultáneamente se debe
comprender la misión en clave bidireccional, pues unas y otras deben enriquecerse con los
carismas de las demás. se basaba, desde siempre, en la convicción de que la salvación de Dios
en Jesucristo debía llegar a todos los hombres por mediación de la Iglesia. Esta convicción había
dado tanto relieve a la salvación del alma tras la muerte que había marginado las repercusiones
históricas y mundanas de la salvación. Ahora se abría una nueva perspectiva: la salvación debía
afectar a todas las dimensiones de la existencia humana, no podemos ignorar como la pobreza y
el sufrimiento adquieren una gran fuerza interpelante para la fe cristiana, y a ello debía
comprometerse también la Iglesia en el ejercicio de su misión.
En resumen, dos significados: el de autenticidad y fidelidad a los orígenes juntamente con el de
unidad y totalidad. La catolicidad es la que da contenido a la unidad y la que recoge la riqueza de
la variedad impidiendo la uniformidad rígida. La acción misionera de la Iglesia se basaba en la
convicción de que la salvación de Dios en Jesucristo debía llegar a todos los hombres por
mediación de la Iglesia. Esta convicción había dado tanto relieve a la salvación del alma tras la
muerte que había marginado las repercusiones históricas y mundanas de la salvación.
¿Qué es la sinodalidad?
La Iglesia tiene nombre de sínodo y ello significa que ha de ser reunión y congregación de todos
de cara a la glorificación de Dios mediante el cumplimiento de la misión. La sinodalidad debe
convertirse en el tejido de cada iglesia local, en la expresión más adecuada de una comunión
que se realiza desde las diversidades históricas, y de esta manera vivirá de forma más plena la
apostolicidad.
Esta nota de la Iglesia tiene su raíz en el ministerio público del Hijo y es un modo de garantizar la
unidad a través del tiempo y la comunión actual en el espacio. Con su apostolicidad la Iglesia
confiesa a la vez que tiene su origen y fundamento histórico en los apóstoles y que aún en la
actualidad la verdadera
Iglesia admite y acoge como norma vinculante al testimonio apostólico mostrando con ello su
dependencia actual respecto a Cristo a través de sus enviados.
Surgida del fundamento apostólico la Iglesia se entiende en el dinamismo intrínseco de la
tradición apostólica. En ello expresa su sometimiento a la Escritura, pues en el seno de la
tradición maduró, se puso por escrito y fue aceptado como texto inspirado. Los mismos
apóstoles que fundaron las Iglesias son los garantes de la autenticidad del texto sagrado, y por
ello las iglesias de entonces se vieron reflejadas allí, en la pluralidad de escritos garantizados por
su origen apostólico.
La misma pluralidad que a todos los niveles se vivía en las diversas comunidades es
reconducida a la unidad por la referencia apostólica. La comunión de éstas era el espacio de la
unión de las iglesias. Y la autoridad de los apóstoles era la que creaba, reconocía o legitimaba la
variedad de formas. En la Iglesia nada escapaba a la mediación o a la garantía apostólica. Por
eso los apóstoles ejercían autoridad, como testigos de una iniciativa que desbordaba la libre
disposición de las diversas iglesias. Por ello el ministerio de enseñanza y de dirección se
centralizaba en los apóstoles.
La Iglesia y cada una de las iglesias son apostólicas. Pero esta apostolicidad ha de tener en la
Iglesia un órgano y una garantía sacramental. Dicho de otro modo: los apóstoles han de tener
sucesores como garantía de la apostolicidad de la Iglesia misma. Por eso a la estructura
inalienable de la Iglesia pertenece la sucesión apostólica. La garantía de ésta no puede venir por
la autoridad de quien se pretende sucesor de los apóstoles, ni siquiera por la autorización (o
delegación) de la comunidad misma. La Iglesia es siempre don de la gracia y encuentra su
dignidad en la iniciativa previa divina. Por eso, según la lógica de la historia, se transmite
sacramentalmente, en una conexión que se remonta hasta los mismos enviados por el
Resucitado.
Esta convicción formó parte de la vida eclesial desde un principio, aunque su explicación refleja
fue promovida por factores externos. Cuando fueron muriendo los apóstoles primeros, cuando
las tendencias gnósticas pretendieron convertir el mensaje evangélico en juego privado, elitista o
intelectual, cuando las herejías comenzaron a proliferar y se fue haciendo más intensa la
necesidad de la reflexión teológica, se fue dando forma a los criterios explícitos que garantizaban
la apostolicidad de toda la comunidad. Fue sobre todo tarea de Ireneo y de Tertuliano poner de
relieve la importancia de la regla de oro de la fe, del canon de las Escrituras y de la cadena
ininterrumpida de la sucesión episcopal. Gracias a estos elementos se alcanzaba una referencia
pública y oficial de cada una de las iglesias seguía siendo prolongación de la misma Iglesia
apostólica fundada por el Cristo y el Espíritu.
La Iglesia es apostólica en un triple sentido: porque fue edificada y permanece edificada sobre el
fundamento de los apóstoles; porque guarda y transmite la enseñanza de los apóstoles; porque
sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles gracias a aquellos que le suceden
en su ministerio pastoral.
Pero la apostolicidad no debe reducirse a la sucesión mecánica de un individuo respecto a su
predecesor. No basta la legitimidad formal ni la afirmación de estructuras canónicas como un
absoluto incondicionado. Todo ello debe ser insertado en la realidad global de transmisión
dinámica que es la Iglesia misma. Apostolicidad, tradición, comunidad deben conjugarse porque
todos participan en el mandato apostólico de proclamar la buena noticia de Jesucristo al mundo.
La apostolicidad debe incluir por tanto el testimonio evangélico corresponsable, la edificación de
la comunidad, la conservación de la identidad eclesial en la diversidad de ministerios y de
estados y formas eclesiales, la participación compartida en las responsabilidades de la tarea
común, etc., a cuyo servicio se encuentra el carisma específico de la sucesión apostólica.
Como en la comunidad cristiana hay carismas, ministerios, vocaciones diversas; en una iglesia
concreta se dan diversos tipos de comunidades y movimientos o asociaciones, diversos tipos de
sujetos eclesiales.
Si la Iglesia es (también) las personas que la constituyen por la gracia del bautismo y de los
diversos carismas, hay que reconocer toda la dignidad y dejar todo el espacio al dinamismo de la
subjetividad creyente.
Toda esta variedad de líneas, tendencias y opciones deben ser reconducidas a la objetividad del
sujeto eclesial que es la iglesia particular. Es en su interior, si bien dentro de la comunión
eclesial, donde cada uno de ellos se encuentra en la comunión para edificar la Iglesia de Cristo,
donde encuentran su integración y su armonía concreta. Sin el idealismo imaginario de unas
relaciones interpersonales puras y transparentes, debe asumir con realismo la multiplicidad de
relaciones complejas, que incluya mediaciones estructurales, mecanismos para solucionar
problemas y superar tensiones y conflictos. La iglesia concreta debe crear ámbitos en los que
sea posible el diálogo, el entendimiento y hasta el consenso o la unanimidad que permita
expresar el esplendor de la Iglesia en la multiformidad de sus diversidades. Por esa vía se facilita
a la vez la participación de todos en la misión común, la corresponsabilidad, el reparto de
eclesialidad entre todos los bautizados y confirmados.
Esto es lo que la Teología tiende a denominar “sinodalidad”, que es el equivalente a nivel de
iglesia particular de lo que es la “conciliaridad” a nivel de comunión intereclesial. La Iglesia,
según la bella expresión de Juan Crisóstomo, tiene nombre de sínodo y ello significa que ha de
ser reunión y congregación de todos de cara a la glorificación de Dios mediante el cumplimiento
de la misión. La sinodalidad debe por tanto convertirse en el tejido de cada iglesia local, en la
expresión más adecuada de una comunión que se realiza desde las diversidades históricas. Y de
esta manera vivirá de forma más plena la apostolicidad.