Dardo Scavino: "Caro Extraterrestre"

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Año 2 - Número 15 Amor propio Pensándolo bien: Caro extraterrestre Por Darío Scavino Tal vez los lectores hayan oído hablar acerca de los raëlianos, sobre todo después de que esta secta anunciara, hace más o menos un año, haber clonado a un humano. Su líder es un antiguo periodista deportivo francés cuyo notable parecido con el cantante Jacques Brel lo alentara a incurrir, sin demasiada fortuna, en la canción popular. Bajo el seudónimo de Raël, este personaje versátil tuvo a continuación una sorprendente ocurrencia: sustituir al dios de las religiones monoteístas por los extraterrestres y autoproclamarse mesías. Para eso, elaboró un relato capaz de explicar los más diversos acontecimientos históricos como si fueran las sucesivas etapas de un plan previsto por aquellos seres supremos. Estos serían los enviados del cielo a los cuales aludiría la Biblia, y el propio Raël, el fruto de las relaciones secretas de su madre terrícola con un visitante espacial (interrogada al respecto, ella se empeña en afirmar que se trataba de un miembro, digamos, de la especie humana, pero ¿cómo afirmarlo con absoluta certeza?). Lo cierto es que el vástago de esta pareja intergaláctica le anuncia a sus seguidores que un plato volador vendrá, sin especificar muy bien cuándo, a salvarlos de nuestro barrial, trasladándolos en cuerpo y alma a un planeta lejano en donde vivirán eternamente felices gracias a la alta tecnología de esa civilización superior. Basta con haber visto alguna vez al personaje en cuestión con su disfraz oficial (mezcla rara de Jedi y de Merlín), para darse cuenta enseguida de que se trata de un descarado farsante. Entre otras cosas, no tiene empacho en hacerse financiar su afición preferida, los coches de carrera, a través de un diezmo de sus seguidores leales, y de procurarse un harén de veintiañeras encantadas de ofrecerle sus cuerpos, con cariño, al maestro. Pero lo interesante es cómo este ex-periodista llegó a armarse su pequeña hermandad hacia fines de los años setenta. Se recordará que por aquel entonces la cuestión de los ovnis estaba de moda y los extraterrestes servían para explicar los presuntos misterios de las pirámides egipcias, las ruinas de Machu Pichu, las visiones del profeta Ezequiel o el voraz triángulo de las Bermudas. Como tantos otros, el susodicho Raël aprovecha la volada y se gana la vida con publicaciones y conferencias acerca del tema. Pero se atreve a ir más allá que nuestro Fabio Zerpa y corre un riesgo inaudito: anuncia el aterrizaje de un ovni en un lugar preciso de Francia (el dato se lo habrían tirado los propios E.T.) y convoca a su público para que asista al encuentro cercano. Así que una noche, un grupo de hippies indigestados con comida naturista, astrología, meditación trascendental y algún porro de sobremesa, se reúnen en la señalada colina haciendo la ronda con su Gurú Maharashi. Cuando

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Dardo Scavino reflexiona sobre el mecanismo de la creencia y los relatos en esta nota de la revista La mujer de mi vida de 2004.

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Año 2 - Número 15

Amor propio

Pensándolo bien: Caro extraterrestre

Por Darío Scavino

Tal vez los lectores hayan oído hablar acerca de los raëlianos, sobre todo después de que esta secta anunciara,

hace más o menos un año, haber clonado a un humano. Su líder es un antiguo periodista deportivo francés cuyo

notable parecido con el cantante Jacques Brel lo alentara a incurrir, sin demasiada fortuna, en la canción popular.

Bajo el seudónimo de Raël, este personaje versátil tuvo a continuación una sorprendente ocurrencia: sustituir al

dios de las religiones monoteístas por los extraterrestres y autoproclamarse mesías. Para eso, elaboró un relato

capaz de explicar los más diversos acontecimientos históricos como si fueran las sucesivas etapas de un plan

previsto por aquellos seres supremos. Estos serían los enviados del cielo a los cuales aludiría la Biblia, y el

propio Raël, el fruto de las relaciones secretas de su madre terrícola con un visitante espacial (interrogada al

respecto, ella se empeña en afirmar que se trataba de un miembro, digamos, de la especie humana, pero ¿cómo

afirmarlo con absoluta certeza?). Lo cierto es que el vástago de esta pareja intergaláctica le anuncia a sus

seguidores que un plato volador vendrá, sin especificar muy bien cuándo, a salvarlos de nuestro barrial,

trasladándolos en cuerpo y alma a un planeta lejano en donde vivirán eternamente felices gracias a la alta

tecnología de esa civilización superior.

Basta con haber visto alguna vez al personaje en cuestión con su disfraz oficial (mezcla rara de Jedi y de Merlín),

para darse cuenta enseguida de que se trata de un descarado farsante. Entre otras cosas, no tiene empacho en

hacerse financiar su afición preferida, los coches de carrera, a través de un diezmo de sus seguidores leales, y

de procurarse un harén de veintiañeras encantadas de ofrecerle sus cuerpos, con cariño, al maestro.

Pero lo interesante es cómo este ex-periodista llegó a armarse su pequeña hermandad hacia fines de los años

setenta. Se recordará que por aquel entonces la cuestión de los ovnis estaba de moda y los extraterrestes

servían para explicar los presuntos misterios de las pirámides egipcias, las ruinas de Machu Pichu, las visiones

del profeta Ezequiel o el voraz triángulo de las Bermudas. Como tantos otros, el susodicho Raël aprovecha la

volada y se gana la vida con publicaciones y conferencias acerca del tema. Pero se atreve a ir más allá que

nuestro Fabio Zerpa y corre un riesgo inaudito: anuncia el aterrizaje de un ovni en un lugar preciso de Francia (el

dato se lo habrían tirado los propios E.T.) y convoca a su público para que asista al encuentro cercano. Así que

una noche, un grupo de hippies indigestados con comida naturista, astrología, meditación trascendental y algún

porro de sobremesa, se reúnen en la señalada colina haciendo la ronda con su Gurú Maharashi. Cuando

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comprobaron que las plegarias no habían atraído ni un bichito de luz y se palpitaban el fiasco, el sosías de Brel

tuvo una idea de genio: si los extraterrestres no habían venido, se debía a que, entre los asistentes, había

personas sin fe.

A pesar de la patética desmentida de sus profecías, esa noche nació la secta con su correspondiente mesías.

¿No resulta paradójico que la hermandad estreche sus lazos justo en el momento en que la palabra y el

renombre del guía estén a punto de desmoronarse? Todo sucede como si la cofradía se hubiera constituido para

evitar que el maestro apareciera como un impostor. Y a éste sólo le bastó añadir un suplemento a su relato

mesiánico: la culpabilidad de los fieles. Estos prefirieron asumirla antes que aceptar que se trataba de un

manipulador delirante.

Al lector le sorprenderá que se hayan creído semejante sanata. Pero se debe a que no mantiene una relación

transferencial con el mito y su portavoz, vale decir, a que no mira el mundo desde ese punto de vista. Menos

sorprendido estaría, supongo, si se tratase del relato cristiano, nacionalista, liberal o –yo también tengo mi

corazoncito– marxista. O si se tratara del mito fundador de su propia familia. El heredero de la presunta

inteligencia familiar, por ejemplo, va a convertir a padres y abuelos en feroces contestatarios del aparato escolar

a medida que se multipliquen sus boletines en rojo. Y así el mito de la inteligencia congénita del linaje será

salvado del revés traumático cuando se le añada el suplemento de "rebeldía" del hijo –o el de "víctima" de un

gremio docente secretamente complotado para ensañarse con él-.

Pero la táctica de la falta propia o ajena da resultado también a propósito de otros relatos. Los miembros del

partido se harán una furibunda "autocrítica" –por no haber sabido conducir a las masas hacia la revolución en el

momento oportuno o por haber pensado que había llegado por fin– con tal de salvar el mito fundador de la familia

política. Y un presidente del FMI seguirá sosteniendo después de diciembre del 2001 que los planes

ultraliberales que su organismo dictó para la Argentina estaban bien pero que el problema eran los políticos y los

empresarios "venales".

Esta culpabilidad puede llegar incluso hasta exigencias penitenciales o sacrificiales dignas de cualquier religión.

Cuando un periodista le pregunte a un liberal francés con un extenso prontuario bibliográfico, cómo era posible

que los mejores alumnos del neoliberalismo no sólo no hubiesen alcanzado la prosperidad prometida sino que

además se encontraran más empobrecidos que nunca, éste le responderá sin vacilar: "Es que la meta no puede

alcanzarse sin algunos sacrificios". Más religioso, echale agua bendita.

Como sucede con los raëlianos, las sectas comienzan a constituirse a partir de una inversión prodigiosa: en lugar

de salvar a sus fieles, los extraterrestres son salvados por éstos –de su inexistencia-. ¿Y qué serían una Iglesia,

un Partido, un Órgano de Propaganda, sino las instituciones encargadas de salvar el mito fundador o la palabra

paterna? ¿No se sostienen, en última instancia, en ese empecinamiento pueril según el cual "papá es infalible"?

Estamos aquí ante un mecanismo obsesivo semejante al que se pone en marcha cuando alguien trata de salvar

el honor del nombre o de la familia –en este caso política o religiosa-.

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Que siempre se recurra a la veneración de alguna Entidad Trascendente (o Extra-Terrestre), esencialmente

invisible o inaccesible, no es un detalle anodino: se trata de un punto ciego, aquel desde el cual miramos el

mundo pero que no puede formar parte del mundo de las cosas miradas. Como decía Lacan, Dios es

inconsciente. Y si en lugar de Dios ponemos la Causa, no se habrá cambiado gran cosa (y la teología lo sabe).

Por eso no somos creyentes simplemente cuando admitimos la veracidad de un relato –como quien cree que un

episodio contado por un periodista o un historiador efectivamente ocurrió– sino cuando comprendemos la

realidad, y los otros relatos, desde la perspectiva de aquél. O para apelar a una expresión más corriente, cuando

tenemos la "fe".

Esto explicaría por qué los argumentos del cura caían en saco roto cuando intentaba demostrarle a don Quijote

que las novelas de caballería eran narraciones ficticias y que nada de lo que contaban había sucedido realmente

ni existido Orlando o Amadís de Gaula. Para el hidalgo manchego no había nada que discutir: esas ficciones

eran el punto de vista desde el cual él se había puesto a interpretar el mundo y su vida. Eran su Causa, su Biblia.

Y así como la intervención maliciosa de los encantadores le servía al Caballero de la Triste Figura para explicar

por qué, contradiciendo sus expectativas, los gigantes se convertían en molinos de viento, los ejércitos en

rebaños y la hermosa Dulcinea en una aldeana rústica y fea, así la "corrupción", la "venalidad" o el "necesario

sacrificio" les servirán a los devotos de Smith y de Friedman para justificar el fracaso del venerado modelo

neoliberal en el experimento argentino.

Por lo menos se le reconocerá al personaje de Cervantes un cierto cuidado en la homogeneidad del discurso, ya

que los encantadores formaban parte integrante de las novelas de caballería. Nuestros liberales, en cambio, son

mucho menos prolijos y no vacilan en echar mano de categorías morales o religiosas que no se condicen

demasiado con su discurso económico. En esto, digamos, se parecen más a Raël cuando integra fragmentos de

las "sabidurías" más heterogéneas en el esquema de una narración globalmente mesiánica. Pero reconozcamos

que ninguna Iglesia se priva de tales chapucerías cuando se trata de "mantener vivo" el mito fundador, o la

Causa.

Y me imagino que los lectores ya se habrán dado cuenta de que este extraterrestre que trata de "mantenerse

vivo" a través de la posesión de los cuerpos terráqueos tiene su versión siniestra o in-munda en los aliens de

ciertas películas de ciencia ficción (la serie de los Body snatchers desde la versión de Don Sigal hasta la de Abel

Ferrara). Esta visión de pesadilla, y deliberadamente angustiante, sería la mejor elaboración onírica de las

figuras del dios que "vive en mí" o que "me habita" o de la Causa a la cual "sirvo en cuerpo y alma". A través de

la angustia, el cine se acerca –y no es el único caso– al núcleo real de nuestras veneraciones sublimes. Sin

embargo, ¿qué quedaría de nosotros si nos extirparan nuestras Causas como no fuese la cáscara vacía de un

cuerpo deshabitado, deprimido, descorazonado? ¿Y no es una singular paradoja que el "corazoncito" de un

sujeto (a entender como el cora-zoncito) sea este alien, ese invasor, esta alteridad monstruosa y parasitaria?

La agonía de don Quijote comenzó el día en que lograron exorcizarle su devoción por la Causa caballeresca –y

el ingente consumo de antidepresivos en los países del primer mundo cuando los Grandes Relatos empezaron a

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declinar. Que Dios haya muerto, es algo que no ignoramos; lo que no sabemos, en cambio, es cómo podríamos

seguir viviendo sin Él, o sin alguno de nuestros Extra-Terrestres.

Dardo Scavino (Buenos Aires, 1964) fue docente de la UBA y desde 1993 es profesor de literatura en la

universidad de Bordeaux (Francia). Entre otros libros, ha publicado La filosofía actual (Paidós, 1999) y La era de

la desolación (Manantial, 1999). En julio de este año El cielo por asalto editará su último trabajo: Saer y los

nombres. Es colaborador de diversos medios nacionales y del exterior.