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1 12. Dale campeón En el vestuario, aunque hubieran encendido el fuego sagrado que engalana las Olimpíadas, o el grupo electrógeno del estadio mundialista; o si lograran, incluso, que las estrellas pudieran bajar y posarse sobre los jugadores, pálidas figuras despatarradas en los bancos de madera, suelo o camillas, muchos, aún con restos de vestimenta deportiva y otros tantos sin ningún apuro por ducharse, nada habría podido reflejar la angustia que los azotaba, que los destrozaba de a poco. Nada ya podía despertarlos porque cuando más despiertos debieron estar, minutos antes en el campo del juego, no lograron estampar el sello que los había llevado a la final. Un sello de juego exquisito y de potencia guerrera -los tan mentados y grandicolcuentes “huevos”- y de reacciones múltiples para torcer un resultado en desventaja. Nada de eso se manifestó en los 90 minutos del partido de revancha de la final. Desde los 20’ del PT, el gol del adversario les pudo haber hecho reaccionar, pero solo accionó miradas cómplices de fracaso y temor, algo que jamás habían sentido en los 19 partidos del torneo. No respondieron las piernas -¿estaban fatigados?-, ni la calidad de los volantes, ni el empuje de los mariscales del fondo, ni los acostumbrados gritos del arquero, ni el ímpetu ni la usual irreverencia de los delanteros. Nada los sacudió durante la derrota parcial para atemperar los ánimos e intentar un vuelco en el resultado que les diera el triunfo. Tenían que ordenarse mas no sabían cómo hacerlo. Con un empate coronaban el esfuerzo de un año intenso de preparación y gran torneo jugado. Apenas pudieron aguantar el 0-1 hasta terminar los primeros 45. Todos especulaban: los socios, los hinchas más acérrimos, los simpatizantes más calmos, los que estaban seguros que la vuelta táctica que encontraría el DT en el vestuario los haría reaccionar. Puertas adentro, Vanega soltó el alarido fatal que desentonó con el clima mortuorio dominante. Ese 0-1 era más que todo lo que pudieron haber soportado en las fechas jugadas. No es que no estuvieran acostumbrados a dar vuelta resultados o a las exclamaciones del DT. Habían estado en la cancha de sus rivales históricos y, perdiendo 0-2, habían logrado -todo a 15 minutos de

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Resalto que es muy didáctico, es decir, un lector no futbolista puede entender perfectamente porque las descripciones son muy claras y sencillas. Lo que me encantó es que hablaras de la parte humana de la vida del futbolista. Presentarlos como personas tan normales llenas de sentimientos y no sólo como objetos de una pasión y todo el dinero que eso puede generar. Me gustó que los presentaras como amigos, enemigos, con bajones, desamores…  /Neyda Pitt -Editora-.

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En el vestuario, aunque hubieran encendido el fuego sagrado que engalana las

Olimpíadas, o el grupo electrógeno del estadio mundialista; o si lograran, incluso, que las estrellas pudieran bajar y posarse sobre los jugadores, pálidas figuras despatarradas en los bancos de madera, suelo o camillas, muchos, aún con restos de vestimenta deportiva y otros tantos sin ningún apuro por ducharse, nada habría podido reflejar la angustia que los azotaba, que los destrozaba de a poco. Nada ya podía despertarlos porque cuando más despiertos debieron estar, minutos antes en el campo del juego, no lograron estampar el sello que los había llevado a la final. Un sello de juego exquisito y de potencia guerrera -los tan mentados y grandicolcuentes “huevos”- y de reacciones múltiples para torcer un resultado en desventaja. Nada de eso se manifestó en los 90 minutos del partido de revancha de la final. Desde los 20’ del PT, el gol del adversario les pudo haber hecho reaccionar, pero solo accionó miradas cómplices de fracaso y temor, algo que jamás habían sentido en los 19 partidos del torneo. No respondieron las piernas -¿estaban fatigados?-, ni la calidad de los volantes, ni el empuje de los mariscales del fondo, ni los acostumbrados gritos del arquero, ni el ímpetu ni la usual irreverencia de los delanteros. Nada los sacudió durante la derrota parcial para atemperar los ánimos e intentar un vuelco en el resultado que les diera el triunfo. Tenían que ordenarse mas no sabían cómo hacerlo. Con un empate coronaban el esfuerzo de un año intenso de preparación y gran torneo jugado. Apenas pudieron aguantar el 0-1 hasta terminar los primeros 45. Todos especulaban: los socios, los hinchas más acérrimos, los simpatizantes más calmos, los que estaban seguros que la vuelta táctica que encontraría el DT en el vestuario los haría reaccionar.

Puertas adentro, Vanega soltó el alarido fatal que desentonó con el clima mortuorio dominante. Ese 0-1 era más que todo lo que pudieron haber soportado en las fechas jugadas. No es que no estuvieran acostumbrados a dar vuelta resultados o a las exclamaciones del DT. Habían estado en la cancha de sus rivales históricos y, perdiendo 0-2, habían logrado -todo a 15 minutos de

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finalizar el ST- darlo vuelta, tan fácil como se daba vuelta una figurita en el chupín. En otra oportunidad, Grimaldi había errado dos penales con un resultado 1-3 y Heredia, con su típica desfachatez y atolondramiento, había cometido otro que, de no ser por León -que decidió esperar la salida del balón desde los 11 pasos, à la Higuita, y jugarse hacia su lado izquierdo, que no elije con frecuencia, y atajarlo- el partido se les hubiera escapado. Estaban a solo 3 fechas del final, lo que los hubiera posicionado en el 2º puesto y así se quedarían sin el desempate con el otro equipo puntero. En esa oportunidad, luego de la tapada de León, el equipo había reaccionado y, con dos golazos -de Ferreyra al ángulo, de tiro directo, y de Delgado, con un certero cabezazo- a 3’ del final, se habían puesto a tiro y, de haberse adicionado los minutos que el árbitro -decían en la tribuna- no se había animado a contemplar, lo hubieran podido ganar. Por fortuna, los que serían sus rivales en la final, a quienes les habían ganado ya en la 6ta fecha por 4 a 2, habían empatado 0-0. La tristeza los había molestado un rato, pero se sabían afortunados por la impronta en la reacción y por la inoperancia –por suerte en ese 0 a 0- de su futuro rival en la gran final. En aquella oportunidad, había sido vital la arenga de Vanega en el ET, algo que en este partido final pareció no surtir efecto. Aquí, la intensa voz del DT no aflojó los ánimos. Potenció la crisis en los rostros de sus dirigidos. Estaban secos. Ni los chispazos de agua que se tiraban unos a otros para darse fuerzas ayudaron demasiado. Tanto que el profe Laporta se sintió acongojado cuando salpicó a Grimaldi, antes de regresar al campo, ante un atípico ademán de insulto de un jugador que suele generar armonía y diversión en el seno de la concentración.

El partido continuó parecido a lo que había sido el PT, con un declive absoluto. Llegó el 2do, a los 3’ de juego. Y el 3ro, de un penalazo inoportuno -como todo error que genera un penal- de Brizuela. Esta vez León no pudo atajarlo. A los 20’, iban 4-0 por un yerro descomunal en la salida del orsay entre el grito altivo de Cuenca y la distracción de Pérez y Fuentes, que quedaron enganchados. Un resultado tan abultado es casi imposible de darlo vuelta, mucho menos en una final, a 25’ del silbato y sin piernas para poder reaccionar. León, por momentos parecía distraído, estaba desesperado por alcanzar el descuento o para no terminar zapateros. Estaba convencido -contaría después- que podían empatarlo. Era tal su fantasía que lloraba, luego, desconsoladamente en el vestuario, porque manifestaba que se había ido del partido, se echaba culpas por no haber evitado los goles del equipo contrario. Más tarde le contó a la prensa que Delgado le decía “tranqui, tranqui, que ya está. No podemos torcerlo. Si te apurás nos van a llenar la canasta con 4 goles más”.

Esos 20 y tantos minutos finales, a cada uno, le despertaron sensaciones diferentes, pero encontradas entre sí. Más allá de la pesadumbre reinante, cada jugador se quedaba con el tesoro del cálido recuerdo de los 19 partidos

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victoriosos (a pesar de las 3 derrotas sufridas, todas de visitante), con 12 triunfos y 4 empates. Incluso en el partido final de ida, de locales, lo habían ganado 1-0, con gol de Méndez, a 8’ del pitazo, quien luego se iría expulsado por una reacción tonta que lo dejaría fuera de la revancha. Para llegar a esta instancia, aunque fuera con una contundente derrota, con incapacidad de reacción, con una táctica que buscó desestabilizar un planteo inteligente del adversario, esos 19 peldaños les habían regalado lo mejor: una magnífica convivencia, un espíritu de grupo pleno de alegrías y solidaridad, había sido un camino de construcción intenso que, seguramente en esos minutos finales, les dio las fuerzas para aguantar el 0-4 y retirarse a soportar, entre ellos, ese silencio eterno, que ni las palmeadas del presidente Schanzenbach ni las caricias -hoy los chistes quedaron sepultados para una próxima ocasión- de Borda, el utilero, o de los allegados, familiares y amigos pudieron matizar con un poco de alegría. Pero atrás había quedado un aprendizaje, cinco meses que jamás olvidarían.

En la previa de la fecha 7, el equipo venía en punta -5 triunfos y 1 empate-. Enfrentaron a uno de los equipos que peleaban el descenso. A los 14’ del ST, de un día lluvioso, con un campo en estado deplorable, llegó una pelota, lanzada desde la izquierda por Heredia, que pasó a los delanteros Escaray y Barrios y le quedó servida a Guga para que con un zapatazo la clavara en el ángulo izquierdo. El 7 dudó y la quiso acomodar con cierta pereza en el palo derecho. La paró enganchándola hacia su izquierda, lo que hizo desparramarse al defensor central, con tanta mala suerte por el estado del campo que tuvo que afirmarse más de lo usual y en ese lapso llegó el otro central para interceptarlo -con tanta determinación- que patinó y su botín entró cortando la tibia del delantero. Un nítido y desesperado grito tapó el cántico de las hinchadas y ahogó el aforado grito de gol de sus simpatizantes.

Esa noche, casi todos lo pasaron en el hospital acompañando el pos operatorio y el agrio momento que vivía Guga cuando le comunicaron que su pierna estaba sujetada por ganchos metálicos y que esta lesión lo dejaría fuera de las canchas todo el torneo. A nadie le importó el 0-0 final ni el penal que León había detenido en tiempo recuperado. Todos estaban acompañando a Guga, a su mujer y sus familiares.

Cuando el campeonato había comenzado, en la semana previa a la tercera fecha, llegó el transfer de Escaray para que pudiera sumarse al equipo. La lesión de la que venía recuperándose Giba, sumada a la expulsión con 6 fechas que debería

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cumplir Yamuni, ameritaban la incorporación de un delantero. El gran goleador llegaba con una foja de anotaciones ideal -55 goles en 48 partidos- y con la impronta de convertirse en otro de los goleadores del club. Para marcar en el score, por su estilo de juego, necesitaba siempre de la asistencia de los grandes 10 o enganches. Por ellos se había consagrado como goleador. Su confianza en Méndez era total. Sin embargo, la sociedad no comenzó para nada bien. Por lo menos hasta que Vanega, por recomendación del licenciado Soto, consejero del equipo, los puso a compartir la misma habitación. Méndez no lo habilitaba casi nunca. La confianza que tenía en Barrios -un histórico de la institución- y Guga -goleador del equipo en los últimos dos torneos- no se materializó en Escaray. La lesión de Guga ameritó un reacomodamiento en la delantera y la presión recayó, a partir de la 8va fecha, en el recién llegado porque además, Barrios, sería expulsado en la fecha 9 y le darían 3 partidos de suspensión.

Vanega estaba preocupado por el bajón considerable que tendrían en las anotaciones, lo que conspiraba con seguir disputando la punta. Eran sí o sí Méndez-Escaray la dupla aceitada que el equipo necesitaba. El goleador ya había marcado 7 goles en tan solo 4 partidos, todos con asistencias de Ferreyra, Irrazábal o Manu, o por rebotes, pero ninguno de los goles había llegado por asistencias del número 10. El DT los puso juntos en la habitación, los sentenció a convivir con sus miserias, alegrías, fracasos por compartir, con sus disímiles músicas -el Adagio para cuerdas de Barber o el Concierto para clarinete y orchesta en La de Mozart combinados con el electrónico Walking on the moon de Delano y Crockett-, “para alquilar balcones” pensaron muchos de los compañeros; los conminó a dialogar, a “bancarse allí para poder bancarse en el campo de juego”. Se fastidiaron, como era de esperar en dos jugadores consagrados. Potenciados sus egos, lograron fastidiar a varios compañeros más buscando complicidad, pero ninguno se prestó al juego. Al cabo de 5 días de concentración pudieron aflojarse y, con practicidad e inteligencia, empezaron a vincularse a través de cosas que tenían en común: la pesca, la pasión por las morochas y, especialmente, la fascinación de uno por el juego del otro.

Promediando la competencia, Ferreyra conoció a una joven promesa de la televisión. No era de las llamadas botineras ni buscaba nada por el estilo. Un concurso para encontrar nuevos valores la había transformado en la promesa de conducción de una tira para pre-adolescentes de la televisión. Cuando Ferreyra la vio quedó prendado. Ella, Roxi, era la prima hermana de Irrazábal. Una tarde pasó a buscar a su primo por la concentración. Ferreyra, que tenía poco de tímido, la encaró. Comenzaron a salir a los pocos días. El volante pasaba mucho tiempo con Delgado. Ambos eran provincianos y tenían una idiocincrasia en

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común. Ferreyra, oriundo de San Javier en el municipio de Rosario, y el zaguero, nacido en la capital tucumana, compartían habitación y salían siempre de juergas. En las semanas siguientes al comienzo de la relación con Roxi, Delgado se sumaba a las salidas que hacía la pareja. Una de las amigas de Roxi comenzó a frecuentar al que todos llamaban “Tucu”. La relación, por razones de incompatibilidad -dijo ella- o de piel -dijo él-, no prosperó.

Una noche de intenso frío, el equipo jugó de visitante en San Miguel de Tucumán. Roxi aprovechó un impasse en los ensayos para el programa y acompañó a su novio. Delgado se la presentó a su familia para que estuviera acompañada durante el día del partido y Raúl, el hermano mayor del “Tucu”, la acompañó en la platea durante el partido. El equipo fue derrotado y el DT determinó que debían quedar concentrados de inmediato para el próximo encuentro, entre semana, otra vez de visitantes, en la ciudad de Rosario. Roxi aprovechó y se quedó un día más en la casa de los Delgado. A decir verdad, Roxi se quedó definitivamente allí. Se enamoró de Raúl y Raúl de ella. Se lo confesó a Ferreyra por mail. “Por mail… Es una hija de puta total”. Dejó su prometedora carrera en la televisión porteña para conducir un magazine en la ciudad donde se celebrara la independencia argentina casi dos siglos atrás. Ferreyra cayó en depresión. Delgado lo tranquilizó y le dijo que viajaría a sus pagos para convencerla de volver y “para cagarlo a trompadas a mi hermano”. Pero no eran tiempos de distracciones, el equipo había vuelto al triunfo y necesitaba a sus jugadores en plenitud. Ferreyra, con el paso de los días y la vorágine del certamen, lo fue asimilando. Siguió compartiendo la habitación y las salidas con su amigo, ahora cuñado de Roxi. Ninguno de sus compañeros filtró la información para que el periodismo se hiciera un festín.

De camino a Bahía Blanca, por la ruta 3, la mayoría de los jugadores estaba durmiendo. Aunque habían salido a la mañana temprano, a la hora de la siesta, después de almorzar en el medio de la carretera, en un complejo de la peña tandilense del club, los muchachos estaban filtrados de sueño. Momento propicio que eligieron “Los cumbiancheros de siempre”, como llamaron a Fuentes, León y Grimaldi, para vengar una jugada que les habían hecho, horas antes, Pérez y Cuenca. El juego “del que se duerme le toca” se disparó con consecuencias semi trágicas y semi cómicas, según el ojo de quien lo mirara o padeciera. Cuenca y Pérez les habían escondido todos los compactos de música de cumbia antes de subir al micro. Ellos escuchaban folklore y clásica respectivamente y estaban hartos de no poder descansar en el viaje ante el excesivo volumen de las cumbias. “Los cumbiancheros de siempre” estaban malhumorados porque no encontraban sus cds e intuían quiénes eran los artífices

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del secuestro. Típicos en su humor, se pusieron a cantar las canciones de Los Leales y Los Palmeras, haciendo palmas en los asientos traseros de Cuenca y Pérez. Luego convinieron la venganza: esperaron el instante propicio en que Cuenca y Pérez se durmieran. Grimaldi y León prepararon su cometido. Comieron algunos maníes y ciruelas. Se subieron en los asientos de adelante sin hacer el menor de los ruidos. Fuentes, secundado por Ferreyra, Guga y Delgado desde los asientos de atrás, definían la ejecución de la fechoría. Mientras los de atrás gesticulaban en las cabezas de los durmientes, los vengadores, de frente, apoyaban sus respectivos culos -con los pantalones bajos-, sobre las caras de Pérez y Cuenca y se tiraban ruidosos pedos que despertaron a las víctimas del juego y, al abrir los se horrorizaron al encontrarse con traseros peludos ante sus ojos, con tan mal tino que la flatulencia que despidió León llegó con premio, un premio que se estrelló en el rostro de Cuenca.

Entre las risas de unos, los epítetos de otros y la desesperación del que había recibido más que un gasesito ruidoso, se erigía victorioso, mano en alto, el arquero.

Al día siguiente, fecha 18, Antuni ocupó la valla del equipo. León estuvo sentado en el banco de suplentes mirando el partido con anteojos negros para protegerse del sol y de las cámaras que pudieran reflejar un círculo morado alrededor de su ojo izquierdo. Ningún simpatizante entendió el porqué de Cuenca -de ejemplar campaña-, en el banco de suplentes. Menos, que uno de los juveniles que había acompañado a la delegación como sparring ocupara el lugar del caudillo e hiciera su debut esa tarde. Pasado el estallido de Cuenca, las disculpas de León y separados ambos de la titularidad, castigados ambos, sin embargo miraron juntos el partido. Cuando Max, que había debutado en primera reemplazando a Cuenca, anotó el tanto del triunfo, a 8 del final, se confundieron en un abrazo interminable y se escuchó que Cuenca le gritó “viste que la piña estuvo perfecta. La piña estuvo perfecta”.

A mitad del torneo, el DT promovió a los juveniles Torres y Reyes. Con 17 años ambos, aunque habían jugado dos partidos en los torneos de verano de Mar del Plata y de Mendoza. La expulsión de Heredia y una leve lesión de Ferreyra obligaron a Vanega a cubrir dos lugares. Ambos eran zurdos, habían trabajado en inferiores con Santanelli, formador de juveniles y “especialmente de buenas y honradas personas”, como suele repetir el presidente. Santanelli, que en dos ocasiones tuvo que hacerse cargo del equipo de primera -por las renuncias de los respectivos DT, en torneos anteriores-, ya le había hablado a Vanega de los pibes

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Reyes y Torres. Luego de la octava fecha comenzaron a concentrar con el equipo.

Reyes solo jugó dos partidos, con altibajos y mucha presión, porque debió ingresar en los partidos post derrotas, en las fechas 14 y 16. Aunque en los dos encuentros el equipo ganó, Reyes no volvió a ingresar en el resto del campeonato.

Con Torres pasó algo peor.

Torres, promovido por la prensa como una de las jóvenes promesas del equipo, había tenido un destacado debut en la primera división. Le tocó compartir la habitación con Moyano, el arquero suplente, que había ocupado la titularidad durante el torneo anterior y que a partir de la llegada de León y el regreso de Antuni, quedó relegado como tercer arquero por algunas desavenencias contractuales con la dirigencia. Además, le endilgaron un error, que la prensa especializada desestimó, en los cuartos de final de la copa, que terminó por definir su separación de los once titulares, al quedar eliminados del torneo internacional. Que hubiera salido campeón, en tres de los últimos cincos torneos, pareció no importarle a muchos.

Moyano y Torres congeniaron enseguida. Ya se conocían de los entrenamientos, incluso Moyano lo recogía todas las mañanas con su auto de camino a las prácticas y lo volvía a llevar hasta su casa. Torres lo molestaba con picardías e ironías en los distendidos picados de los días viernes y sábados -previos al asado de camaradería que propusieran Vanega y Laporta desde sus arribos a la institución-. La causalidad, o la observación precisa del DT o, quizás por sugerencia de Santanelli -que ya había trabajado y promovido a Moyano cuando tenía 18 años-, o el tal vez el azar, quisieron que tuvieran que compartir el cuarto, durante un mes.

Al finalizar la fecha 12, Torres y Moyano se quedaron en las duchas. Estaban relajados y estaban contentos por el triunfo conseguido. Las duchas son colectivas, con un sector privado de bañeras y jacuzzis para que puedan relajarse los jugadores cuando salen lesionados, son expulsados o están un poco irritados porque las cosas no les han salido del todo bien.

El arquero empezó a tragar agua y tirársela a su compañero, como si fuera una estatua en una gran fuente. Estaban en la misma frecuencia de diversión. De repente, Torres se inclinó mostrándole el agujero del culo, sobrándolo para que se animara a embocar el agua que escupía. Eufóricos gritaban, mientras Torres lo provocaba y Moyano le advertía: “te la voy a meter”. Gritaban. Reían. Continuaban salpicándose. “Dale papito, ya conocés el camino”.

El último en salir del vestuario había sido Fuentes, que se tomaba mucho tiempo para nutrir a su cabellera con cremas y un poco de laca. Cerró la puerta

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sin trabar el pestillo. Cuando terminan los partidos que juegan de local, suelen pasar a saludar muchos simpatizantes, incluso, luego de que se han retirado todos, algunos fanáticos entran para tratar de quedarse con algún recuerdo de sus ídolos. Habitualmente solo encuentran vendas usadas, cáscaras de bananas, botellas de agua mineral, restos de cereales y muchos papeles pegados en las paredes, con la formación, jugadas tácticas y estampitas de santos y vírgenes que suelen tener los más religiosos y cabuleros. En algunas ocasiones hay ruda o cintas rojas, especialmente cuando deben revertir un hecho histórico que entienden como maligno o que, estadísticamente, es un maleficio, como batir a un rival en un clásico que suele tener la paternidad en partidos ganados o a quien hace varias fechas que no pueden vencer.

Esa tarde, el yerno de Atilio Regules entró al vestuario. Su suegro es el presidente de la subcomisión de fútbol de la institución y a quien describen como un ser arrogante y difícil de tratar. Tenía serias diferencias con Moyano por un contrato que el arquero no quiso firmar; una diferencia que lo dejaría en libertad de acción a fin de año y que Regules entendía como una traición. El joven escuchó murmullos, vio la remera Nº 28 con la que debutó Torres sobre uno de los bancos. Se la pudo llevar, pero estaba seguro que el juvenil debutante la había atesorado para sí y que sería mejor pedirle una para el próximo domingo. Era una manera sutil de tener la chance de obtenerla firmada por el jugador. Así que entró con sigilo al sector de las duchas para saludarlo. ¡Gritó!, como si hubiera visto a Hannibal Lecter descuartizar y comerse a una de sus víctimas, y salió corriendo.

Había visto a dos hombres, desnudos, abrazados y besándose.

Su espanto fue tal que lo comentó esa noche en la cena que tuvo con sus suegros y esposa.

–Sos tonto, no podés asustarte de eso. –Es que… imaginate lo que vi. Fue muy fuerte. –Un beso viste, sos tontito.

La cena transcurrió de manera natural, festejando entre copas y helados los dos golazos que habían hecho Grimaldi y Sarno, mientras en la cabeza de Regules se gestaba la mejor de las jugadas: “ancho de basto, 6 y 7 de espadas”.

Estaba ancho y con la espada afilada cuando el martes, Regules, se reunió en su oficina con Moyano a las 18 horas y con Torres y su mánager a las 19. Como era de esperar, los jugadores fueron juntos, pensaban que la cita podía estar relacionada con el hecho del domingo, pero acordaron desmentirlo, si fuera necesario.

El dirigente ya había tomado el toro por las astas y fue con los tapones de punta. Moyano asumió las consecuencias y solicitó la mayor de las prudencias. A

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Torres le propusieron un psicólogo y vincularlo a una modelo en ascenso para que cualquier sospecha ante lo sucedido quedara sin efecto; además, la modelo lo ayudaría a crecer en popularidad, le proporcionaría más atención por parte de la prensa y un mejor contrato de venta al exterior. Torres se negó.

El jueves, la Comisión Directiva del club anunció a través de un comunicado que habían considerado una oferta de un equipo español por Torres y que Moyano había sido cedido hasta fin de año a un equipo de Brasil. El comunicado señalaba que su tranferencia a Brasil era el resultado de un reconocimiento a su trayectoria en el club, a pesar de tener solo 25 años.

Vanega se enojó y rompió su vínculo de diálogo con Regules. Santanelli expresó que el año siguiente no seguiría en la institución. Aprovecharía su experiencia como docente para realizar un proyecto que le habían propuesto: descubrir a buenos futbolistas en el resto de la nación. Brizuela, el capitán, fue notificado por el presidente del club, pero Moyano ya se lo había dicho personalmente con lujos de detalle. El grupo más antiguo de jugadores, que muchos tildaban como la camarilla, lo supo también por medio de Brizuela.

Cuando el equipo salió a la cancha, en la fecha 13, Torres estaba viajando a Madrid, Moyano estaba descansando en una playa de Río de Janeiro hasta el viernes, día que viajaría a España para visitar y apoyar a “su amigo”.

El día fue determinante en su estigma de “fecha yeta”. Perdieron 4 a 0. Atajó Antuni porque León se negó. A los jugadores se los notó distraídos y apesadumbrados. El periodismo los hostigó, especialmente porque ninguno asistió a la conferencia de prensa posterior al partido. Les sorprendió que Vanega, siempre dispuesto al diálogo, no se presentara tampoco. El sábado siguiente habló con un medio radial. Fue contundente: “mis jugadores hablan en la cancha”.

La décimo cuarta fecha fue ideal. Los dos equipos que los secundaban empataron. El triunfo aplastante que consiguieron, 6 a 0, con goles de Fuentes, Grimaldi, Escaray, Irrazábal y Méndez -anotó dos, uno de penal- fue decisivo para levantar el espíritu del grupo. León le solicitó al DT que le permitiera a Antuni continuar en el arco, lo que el DT, con el asentimiento del capitán, aceptó.

Fue especial, como todo partido con el clásico rival. El equipo hacía dos fechas que no convertía goles, aunque León había mantenido invicta su valla. El DT intentó una variante para el partido de la novena fecha con el rival histórico. Decidió promover a Heizenreder en lugar de Barrios, que no jugaría por estar

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expulsado. También ingresarían Sarno y Rojas para manejar un poco más el balón y porque eran referentes experimentados. Cuando se escuchó la formación por los altoparlantes hubo silbidos en la popular y quejas en la platea porque Vanega había optado por dos jugadores que no tenían continuidad, en lugar de Irrazábal y Heredia. Necesitaba controlar el balón y procurar que tanto Escaray como Grimaldi, que ocuparían la delantera, pudieran recibir la mayor cantidad de pelotas. Cuando sonaron los 7 del banco, los abucheos se intensificaron. Vanega había optado por Resa, que regresaba de una larga lesión, en lugar de Fuentes, y les daba la oportunidad a otros dos juveniles: Puente y Cabañas. La gente estaba nerviosa aunque los movimientos de piezas darían el resultado buscado por el DT.

En la previa del match, cuatro históricos del equipo que salió tricampeón diez años atrás recibieron una plaqueta de reconocimiento. La ovación que bajó de sus simpatizantes hizo olvidar por un instante la estrepitosa derrota de la reserva por 5 a 1. Los ex, el arquero Miranda, el zaguero Oneil, el volante Pinto y el marcador Pecheny -todos surgidos de las inferiores del club- saludaron a toda la parcialidad visitante y recibieron un respetuoso aplauso de la tribuna y de la platea locales. Luego, el contundente, maravilloso, mágico y desaforado saludo de ambas parcialidades ante el ingreso de los 22 protagonistas: papelitos multicolores dejaron las dos áreas tapadas en su marcación y el comienzo del partido se tuvo que demorar por algunos minutos, hasta que los auxiliares retiraron la mayoría de los mismos.

El PT fue regular. Manejaron el juego hasta que una doble amarilla a Delgado -se retiró ovacionado por su parcialidad-, por dos inocentes fouls cometidos, obligó al DT a reacomodar las fichas y modificar la táctica.

A los 27 minutos, León fue a buscar el balón al fondo del arco. Un tiro libre cruzado, con una comba certera, puso el resultado 0-1. El equipo no tuvo inmediata reacción. El público comenzó a impacientarse porque no solo perdían el clásico, cedían el primer lugar y permitían que su tradicional rival sumara puntos en la pelea que venía sosteniendo en los últimos puestos de la tabla.

Moneda corriente, los insultos llegaron. Primero para Grimaldi que no convertía desde la cuarta fecha. Luego para Escaray, a quien los plateístas tildaban, inmerecidamente, de pecho frío´; lo tenían a tiro cuando pasaba por la franja derecha del campo. Al grito de “Esta tarde cueste lo que cueste tenemos que ganar”, la hinchada comenzó a regalarle improperios a Sarno y Cuenca por un infortunado choque, luego que Heizenreder le pifiara a un cabezazo que auspició una picardía del 11 contrario que la clavó en el ángulo izquierdo, ante la atolondrada salida de León. Un choque con Brizuela lo obligó a ser reemplazado por Moyano, a 5 minutos de finalizar el PT. Toda una crisis a resolver por el DT, que se jugaría una carta especial: Daolio, otro de los juveniles,

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en lugar de Ferreyra, una formación defensiva de tres con Sarno, Cuenca y Rojas, tirado sobre el costado izquierdo de la defensa, e Irrazábal para controlar más el balón.

Finalizado el PT, había un tinte de desolación en los rostros de los muchachos. Inmediatamente la arenga de los más experimentados, junto con lo que impulsaban DT, PF, utilero y dos que se habían quedado afuera del banco de suplentes -Fuentes y Antuni- para desterrar cualquier atisbo de pesadumbre. El parte médico indicaba que León estaba bien. Delgado y Ferreyra ya se habían ido a ver el partido desde la platea. Sarno y Cuenca estaban discutiendo el pifie de Heizenreder y el de ellos. Cada uno aportaba sus efluvios de alegría y esperanza. Opinaban que el resultado era “mentiroso” y se podía revertir. Se abrió la puerta principal. Nadie entraba ni salía durante la charla del ET. Tres figurines conocidos por todos, Cacho, Mingo y a quien todos llamaban El Cacique, escoltados por otros tres integrantes de la barra brava, irrumpieron en el vestuario. El “aprete” que les dieron a los jugadores fue contundente: “¡O ganan, o ganan! No hay misterios muchachos. ¡Hoy no podemos perder! ¿Qué pasa, Escaray? ¿Dónde están los goles prometidos? ¡Ey Grimaldi! ¿Y… qué onda? Muchachos, ¡hoy tenemos que ganar, sí o sí!”.

Hubo caras pálidas, preocupadas, mal humor, tristeza en todos, dolor inmenso. “Esos tipos no pueden llamarse hinchas”. Vanega, Brizuela y Laporta tranquilizaron los ánimos en los jugadores y muchachos de la barra. Luego, con el oficio que da la experiencia, los invitaron a retirarse. Se hizo una corta charla técnica porque había sonado el segundo llamado a presentarse en el campo de juego. Subieron tarde. El DT debió ser expulsado por el árbitro, pero su ayudante de campo, Giovagnoli, le contó la novedad del vestuario al cuarto referí, que le avisó al juez principal y tomó la determinación de soslayar el reingreso tardío de los jugadores. Giovagnoli también se lo comentó al cuerpo técnico rival, que consintió con la determinación del árbitro.

Los primeros 20’ fueron irregulares. El rival los esperó. Lo pudo liquidar, pero prefirió esperarlos. Méndez se fue poniendo el equipo al hombro. Con el aporte fundamental de Irrazábal, Daolio y Rojas, el balón empezó a llegarle más claro a Grimaldi y Escaray. El acierto de los cambios sobre el final del PT daría sus frutos. “Cuando uno ve que hay que hacer un cambio táctico, ya sea para reacción o para acción, hay que hacerlo. No se puede demorar. No es quemar a un jugador. Yo pude resignar cosas que luego me hubieran tildado de precipitado, de desordenado, de loco. Pero creo que había que hacerlos en ese momento, para que Daolio e Irrazábal se empapen del momento y salgan en el segundo tiempo ya entonados con Méndez, Rojas y, sobre todo, con Heizenreder, a quien conocen muy bien de la reserva. Esto es un equipo. Ferreyra y Brizuela saben,

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como todos, que pueden salir, incluso a los quince minutos”. El DT fue contundente en la conferencia del después.

A los 25’, Méndez estrelló un tiro en el travesaño. Fue el principio del fin de sus contrincantes. El equipo reaccionó. Se metieron de prepo en el campo rival. Escaray se perdió el descuento a los 28’, mano a mano con el arquero, a quien eludió, pero su grito de gol se ahogó cuando el defensor central sacó la pelota en la línea. A los 31’ llegó el descuento. Grimaldi volvió al gol. No festejó su anotación, que llegó tras dos rebotes, en el palo -primero- y en el arquero -después-. Tomó el balón y lo llevó al punto central. A los 39’ empataron. Una pared entre Escaray e Irrazábal, una costumbre en los entrenamientos, germinó en los pies del ingresado para que pusiera el score 2-2. El abrazo, con festejo especial corto, sobre una de las esquinas, los impulsó a buscar el tercero. Heizenreder, en quien tanto había confiado el DT por su estado físico de carrilero permanente, por su buen manejo de pelota y claridad, le sirvió la bola a Escaray, que esta vez eludió al arquero y se aseguró que la red acogiera lo que impulsó con calidad y furia: el balón. Después, la confusión de los abrazos, festejo muy largo en el palo del córner para demorar, la observación del reloj de tiempo recuperado, en 3 minutos, el silencio de la tribuna rival que quedó adormecida por el tercer impacto, la ovación de la hinchada en el festejo final, que permaneció casi una hora después en el estadio, disfrutando del triunfo y enfadando con cánticos provocativos a la hinchada local que, por reglamentos, no podía retirarse del lugar hasta la desconcentración del público visitante.

El saludo final, todos abrazados, fue para la platea y para la popular, pero a diferencia de otras veces, esta vez los jugadores no se acercaron a festejar con el grueso de la hinchada. Algo se había quebrado entre el plantel y la barra brava. Hubo trascendidos del apriete desde el periodismo que nadie nunca pudo confirmar.

La noche previa a la última fecha (la 19), Brizuela recibió un llamado a su celular. Por historia, compañerismo y sostenido entrenamiento -que lo posicionaba como titular insustituible y capitán del equipo- era un referente del plantel. El llamado lo sorprendió. Retamozo estaba por retirarse del fútbol. Si lograban sostenerse en la punta al finalizar la jornada, esta y las dos de un eventual desempate serían sus últimos días como futbolista. Había tenido una destacada carrera en el club, era un ídolo de la hinchada y tenía un marcado compromiso por la camiseta. “La transpira de verdad”, fueron los comentarios más frecuentes de la popular.

Riguera, el único del plantel que nunca integró el banco de suplentes durante el torneo, era un ídolo de la institución. Por ese mismo sentimiento de amor que la

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hinchada le retribuía, él se lo daba con dedicación y alegría al club de sus amores, por el que habían pasado su abuelo Guillermo -arquero de selección-, su bisabuelo Tito -goleador indiscutido- y su tío abuelo Armando -que tuvo que retirarse de joven por una lesión que hoy día se hubiera resuelto con una microcirugía-. Hacía tiempo que había decidido quedarse. Desde su debut, a los 17 años, por espacio de 19 años permaneció al pie del cañón. Ahora, las constantes lesiones lo habían hecho analizar un posible retiro, que ya había decidido y comunicado a los dirigentes antes del comienzo del torneo. Era una decisión tomada. El paso siguiente: integrar el cuerpo técnico de juveniles. Para Retamozo todo era distinto.

Brizuela y Retamozo eran referentes e ídolos, sin embargo no se vinculaban más que por estrictas razones del equipo. Eran opuestos en carácter. Retamozo con su parsimonia y retraimiento, a veces, vestía de luto los encuentros con sus compas. Se mantenía en un rincón hasta que los ases del divertimento, “Los cumbiancheros de siempre”, lo despojaban de su letargo para arrebatarle una sonrisa durante algún juego improvisado. El capitán, en cambio, desbordaba de alegría, siempre con un “vamos” y un “se puede” para los momentos cotidianos; siempre con un “¡vamos que podemos!, ¡vamos que podemos!” en los tiempos de mayor conflicto en lo deportivo. Esa noche, Retamozo había tomado otra decisión que, afortunadamente para él, amigos, familiares, compañeros de equipo e hinchas, nunca pudo concretar. Al día siguiente no jugaba. Venía de una suspensión de 3 partidos y era su última fecha antes del regreso. Estaba solo, en su quinta. Sus dos perros -un rotwailler y un dogo- estaban en casa de sus padres. Semiacostado en un sofá muy cómodo, pensaba en el después de este torneo, en los días que vendrían, en el tiempo perdido en aras de concentraciones, entrenamientos, partidos y viajes. Destapó una botella de un tinto que le habían obsequiado en un programa televisivo de deportes en el que había estado como invitado. Recordaba los 17 años en el club. Cavilaba en lo que no había hecho por hacer sino porque siempre lo había soñado: ser jugador y de primera. Sentía que no sabía hacer otra cosa y que no hubiera podido hacer otra cosa. No se imaginaba como docente en inferiores ni tenía la convicción de ser un director técnico. Bebió un poco, algo que no hacía más que en los días que tenía vacaciones, solo en la primera semana porque enseguida intensificaba un entrenamiento para recuperar los kilos que la playa o las sierras cordobesas le hacían ganar. Se bebió toda la botella en un corto tiempo. Lo disfrutó tanto. Mientras recordaba los años en el club, las giras internacionales, la convocatoria a la selección, aunque solo fuera para un partido. Puso un poco de música, algo de Camilo Sesto y de Soledad y destapó la segunda botella de un tinto que su padre solía tener a resguardo para un eventual asado. Pensaba. Su mirada, perdida. La música girando. Tarareaba las canciones como en susurros, a pesar de estar solo y en el porche trasero. Se sentía por momentos eufórico recordando vueltas

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olímpicas y derrotas increíbles y por momentos se apesadumbraba, se sentía melancólico, triste. Se levantó irascible. Caminó hacia el fondo del jardín. Se paró un instante para mirar la luna que se escondía tras algunos nubarrones, bostezó, quizás por el vino o por la tensión en su cabeza. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Bebió nuevamente, “mi último sorbo de vino”, y observó que al costado de un tronco caído estaba la soga que usaba para entrenar.

Sonó el teléfono de Brizuela. Atendió.

–No puedo creer lo que hice, me cagué en todos ustedes. Mañana en vez de pelear la punta estarían en un velatorio. ¡Qué egoísta lo mío, compa! ¡Qué egoísta!, hasta eso pienso. ¡Qué estúpido soy! ¿Quién hubiera ido a un velatorio de un garca? ¿Eh? Compa, te pido perdón, a vos, a los muchachos, por fallarles así, pero la soledad que tengo me mata, compa, y lo que se viene es peor, compa. No sé que voy a hacer, ya no sé qué hacer en mi casa vacía. Me mata la soledad. No estoy acostumbrado a eso y se viene eso, compa.

Retamozo contuvo sus lágrimas como podía, su voz estaba quebrada. Un rato antes la cuerda había cedido. La había pasado por una rama, había subido a un balde dado vuelta, se la había atado al cuello, había empujado el recipiente con sus pies y, en el instante en el que se ahogaba y pensaba que se moría, sus forcejeos -esos que dicen que tienen a último momento los suicidas para evitar morir- hicieron quebrar la rama y cayó.

–Es una sensación de mierda compa. ¿Cómo les pude hacer esto a ustedes? La soledad, Brizuela… La soledad…

El capitán lo calmó, luego habló con el licenciado Soto, que actuó con celeridad. Al día siguiente, con una polera tapando los raspones de su cuello, Retamozo estuvo en el palco oficial mirando a su equipo ganar 6-0. Brizuela le dedicó el 5to gol señalando con su dedo índice al sector de la platea donde Retamozo estaba sentado.

Uno a uno, pasaron por las duchas, fueron palmeados en la espalda, se dieron besos y abrazos infinitos para retrasar la salida. Luego de secar lágrimas, de esbozar algunas risas para atemperar los ánimos -los saludos emanaban voces apagadas, cuerpos ateridos, cabizbajos-, cada jugador fue dejando el vestuario. Para los 26 que aún permanecían en el equipo llegaban las vacaciones, el reencuentro con sus seres queridos, merecido y ansiado reencuentro. Uno a uno, fueron saliendo, con su soledad a cuestas. Esa soledad que marca el momento más inhóspito y nunca deseado de la despedida, y la derrota. Uno a uno, con la promesa intacta, esa que se corre siempre en cada punto neurálgico de un estadio: hay revancha, siempre habrá revancha. Uno a uno, fueron atreviéndose a encarar

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a la prensa, a los fanáticos, a los dirigentes que aguardaban. Sabían que esto era esencialmente una competencia, que ganar o perder era un síntoma pasajero y que en un mes y medio estarían renovados, haciendo la pretemporada, para intentar dar la vuelta olímpica al final de una nueva disputa.

Hoy, sin embargo, el vestuario estaba en silencio.

Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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