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Cuando, al estallar la PrimeraGuerra Mundial, el padre de Albertvende el caballo del muchacho, Joey, alejército británico, el chico promete iral frente y recuperarlo.

En medio de la batalla, el ruidoensordecedor de los disparos, loscompañeros que perecen en el caminoy las penurias de los que sobreviven,Joey se preguntará si esa guerraatroz e inclemente finalizará algunavez.

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Y si es así, ¿se reencontrará conAlbert?

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Michael Morpurgo

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Caballo de batallaWar Horse

ePUB r1.0Perseo 06.01.13

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Título original: War HorseMichael Morpurgo, 1982Traducción: Isabel MurilloRetoque de portada: Perseo

Editor digital: PerseoePub base r1.0

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CAPÍTULO

1

Mis primeros recuerdos son imágenesconfusas de terreno accidentado,establos húmedos y oscuros y ratascorreteando por las vigas sobre micabeza. Pero me acuerdo bastante biendel día de la feria de caballos. El terrorque sentí me ha acompañado durantetoda la vida.

No tenía ni siquiera seis meses deedad, un potrillo desgarbado y patilargoque apenas se había alejado unos metros

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de su madre. Nos separamos aquel díaen medio del horroroso bullicio delcorro de subastas y jamás volvería averla. Mi madre era una buena yegua detrabajo, entrada en años, pero con lafuerza y la resistencia de un caballo detiro irlandés, patentes en sus cuartosdelanteros y traseros. La vendieron encuestión de minutos y desapareciórápidamente del recinto sin que me dieratiempo a seguirla más allá de laspuertas. Pero, por alguna razón, lescostó más deshacerse de mí. Tal vezfuera por el resplandor salvaje de mimirada mientras daba vueltas sin cesaral corro buscando con desesperación a

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mi madre, o quizá porque ninguno de losgranjeros y gitanos allí presentes queríaun potro de aspecto larguirucho y cruceademás de un purasangre con una yeguade tiro. Fuera cual fuese el motivo,pasaron un montón de tiempo regateandopor mi escasa valía, hasta que oí caer elmartillo y me obligaron a rastras acruzar la puerta y entrar en un corral quehabía en el exterior.

—No está mal por tres guineas,¿verdad? ¿A que no, pequeñoalborotador? No estás nada mal. —Erauna voz ronca y enturbiada por elalcohol, y evidentemente, pertenecía ami propietario. No me referiré a él como

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mi amo, pues amo sólo tuve uno. Mipropietario llevaba una cuerda en lamano y entró en el corral seguido portres o cuatro de sus coloradotes amigos.Me fijé en que todos llevaban tambiénuna cuerda. Se habían quitado elsombrero y la chaqueta y subido lasmangas, y empezaron a acercarse riendohacia mí. Nunca me había tocado unhumano y retrocedí para apartarme deellos, hasta que noté los barrotes delcorral detrás y me fue imposible seguirreculando. Me dio la impresión de queiban a abalanzarse sobre mí todos a lavez, pero eran lentos y conseguíescabullirme y correr hasta la zona

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central del corral, donde me volví denuevo hacia ellos. Habían dejado dereír. Grité para llamar a mi madre y oísu respuesta resonando a lo lejos. Yentonces me desboqué en dirección aese grito, cargué contra los barrotes eintenté saltar por encima de ellos, contan mala fortuna que mi pata delanteraquedó enganchada cuando intentabatrepar y allí me quedé encallado. Meagarraron de mala manera por la crin ypor la cola, y sentí una cuerdaenvolviéndome el cuello antes de vermearrojado al suelo y quedar sujeto por unhombre que parecía estar sentado sobretodas y cada una de las partes de mi

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cuerpo. Luché hasta no poder más,dando violentas coces cada vez que veíaque se relajaban, pero eran muchos ydemasiado fuertes para mí. Me pasaronel ronzal por la cabeza y, acto seguido,noté la presión en torno a mi cuello y micara—. ¿Así que eres peleón? —dijo mipropietario, tensando la cuerda ysonriendo a la vez que apretaba losdientes—. Me gustan los peleones. Peroya te domaré yo de una manera u otra.Me parece que eres un gallito de pelea,pero acabarás comiendo de mi mano enun periquete.

Me arrastraron por los caminosatado a la trasera de un carro mediante

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una cuerda corta, de tal forma que acada curva y recodo sufría un fuertetirón en el cuello. Cuando llegamos alcamino de acceso a la granja y cruzamosel puente que llevaba hasta el establoque se convertiría en mi hogar, estabaempapado y agotado, y el ronzal mehabía dejado la cara en carne viva. Miúnico consuelo cuando aquella primeranoche fui conducido a los establos fuesaber que no estaba solo. La vieja yeguaque había tirado del carro desde elmercado ocupaba el establo contiguo almío. Cuando entró se detuvo para mirarpor encima de mi puerta y relinchóamablemente. A punto estaba yo de

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aventurarme a salir del fondo delestablo, cuando mi nuevo propietario learreó a mi compañera un golpe tanvirulento en el flanco que reculé una vezmás y me acurruqué de nuevo en elrincón, pegado a la pared.

—Entra, vieja estúpida —vociferóel hombre—. Bastante pesada eres comopara que ahora pretendas enseñarle aeste jovencito tus trucos de siempre. —En aquel breve instante capté una miradade bondad y compasión en aquella viejayegua que enfrió mi pánico y apaciguómi espíritu.

Mi propietario me dejó allí, sin aguani comida, y oí perderse sus pisadas

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sobre los adoquines en dirección a lagranja. Hubo luego portazos y voces, ymás tarde volví a oír el sonido de pasoscorreteando por el patio y de vocesexcitadas que se aproximaban.Aparecieron entonces dos cabezas en lapuerta. Una era la de un niño, que sequedó mirándome un buen rato,estudiándome con detenimiento, antes deque su rostro se iluminara con unaresplandeciente sonrisa.

—Madre —dijo de forma pausada—. Será un caballo estupendo yvaliente. Mira cómo sostiene la cabeza.—Y a continuación—: Míralo, madre,está empapado. Tendré que secarlo.

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—Tu padre te ha dicho que lo dejestranquilo, Albert —le dijo la madre alniño—. Ha recalcado que dejarlo solole hará bien. Te ha ordenado que no lotoques.

—Madre —dijo Albert, corriendolos cerrojos de la puerta del establo—,cuando padre está borracho no sabe nilo que dice ni lo que se hace. Los díasde mercado siempre vuelve borracho. Yme dices que no le haga caso cuandoestá así. Tú dale de comer a la viejaZoey, madre, mientras yo me encargo deél. Oh, ¿no te parece magnífico? Es casirojo, parece un caballo bayo, ¿verdad?Y esa cruz que tiene en el hocico es

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perfecta. ¿Habías visto alguna vez uncaballo con una cruz blanca como ésta?¿Habías visto alguna vez una cosa así?Cuando esté listo, montaré este caballo.Iré montado en él a todas partes y nohabrá otro caballo que lo iguale en todala parroquia ni en todo el país.

—Apenas tienes trece años, Albert—dijo su madre desde el establocontiguo—. El caballo es muy joven y tútambién; de todos modos, tu padre hadicho que no lo toques, así que no mevengas con lloros si te pilla luego poraquí.

—Pero ¿por qué demonios locompró, madre? —preguntó Albert—.

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Queríamos un ternero, ¿no? ¿No fue esolo que fue a comprar al mercado, unternero para que la vieja Celandine loamamantara?

—Cariño, sé perfectamente que tupadre no es él cuando se pone así —ledijo su madre con dulzura—. Dice queel granjero Easton estaba pujando por elcaballo, y ya sabes lo que piensa de esehombre después de la riña que tuvieronpor lo del vallado. Me imagino que locompró simplemente para quitárselo. Almenos, ésa es la impresión que yo tengo.

—Pues me alegro de que lo hiciera,madre —dijo Albert, caminandodespacio hacia mí, a la vez que se

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quitaba la chaqueta—. Borracho o no, eslo mejor que ha hecho en su vida.

—No hables así de tu padre, Albert.Ha pasado por muchas cosas. Eso noestá bien —replicó su madre. Aunque nolo dijo muy convencida.

Albert era casi de mi altura y mehabló con tanta amabilidad a medida queiba acercándose que me tranquilicé enseguida, a la vez que me sentíaintrigado, por lo que permanecí dondeestaba, pegado a la pared. Cuando metocó di un respingo, pero al momento medi cuenta de que no pretendía hacermeningún daño. Primero me acarició ellomo y luego el cuello, sin dejar de

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hablarme todo el tiempo de lo bien quenos lo pasaríamos juntos, de que meconvertiría en el caballo más listo delmundo entero y de que saldríamos losdos a cazar. Al cabo de un rato empezóa frotarme delicadamente con suchaqueta. Me frotó hasta secarme deltodo y después me echó agua con sal enla cara, allí donde la piel me habíaquedado en carne viva. Me trajo un pocode heno dulce y un cubo de agua fresca ylimpia. Creo que no dejó de hablarme entodo el tiempo. Y cuando dio mediavuelta para marcharse del establo, lollamé para darle las gracias y al parecerme entendió, pues me dirigió una amplia

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sonrisa y me acarició el hocico.—Nos llevaremos bien tú y yo —

dijo afablemente—. Te llamaré Joey,sólo porque rima con Zoey, y quizátambién… sí, quizá también porque tequeda bien. Volveré por la mañana. Yno te preocupes, cuidaré de ti. Te loprometo. Que sueñes con los angelitos,Joey.

—No tendrías que hablar con loscaballos, Albert —dijo su madre desdeel exterior—. No te comprenden. Soncriaturas estúpidas. Obstinadas yestúpidas, eso es lo que dice tu padre, yentiende mucho, ya que ha pasado todala vida rodeado de caballos.

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—Lo que pasa es que padre no loscomprende —replicó Albert—. Creoque les tiene miedo.

Me acerqué a la puerta y vi a Alberty a su madre perdiéndose en laoscuridad. Supe en aquel momento quehabía encontrado un amigo para toda lavida, que entre nosotros se había creadoun vínculo de confianza y afectoinstintivo e inmediato. A mi lado, Zoeyinclinó la cabeza por encima de supuerta para intentar tocarme, peronuestros hocicos no lograron rozarse.

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CAPÍTULO

2

Albert y yo crecimos juntos a lo largo delos duros inviernos y de los calinososveranos que siguieron. Un potro añejo yun joven muchacho que tenían en comúnalgo más que un porte torpe ydesmañado.

Siempre que Albert no estaba en laescuela del pueblo, o trabajando con supadre en la granja, me subía a loscampos o me bajaba a las marismascubiertas de cardos que se extendían a

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orillas del río Torridge. Allí, en elúnico terreno llano de la granja, fuedonde inició mi entrenamiento,haciéndome simplemente caminar ytrotar arriba y abajo, y más adelanteenseñándome a correr en círculos a sualrededor mientras me sujetaba con unarienda, primero en un sentido y luego enel otro. De camino de vuelta a la granjame dejaba seguirlo a la velocidad que amí me apetecía y aprendí a acudir a élcuando me silbaba, no por obediencia,sino porque siempre quería estar con él.Su silbido imitaba la llamadabalbuceante de la lechuza, una llamada ala que nunca me negué a responder y que

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jamás olvidaría.La vieja Zoey, mi única compañera,

solía ausentarse el día entero para ir alabrar y rastrillar, para trabajar yproducir para la granja, de modo que yopasaba mucho tiempo solo. En loscampos, durante el verano, resultabasoportable porque siempre la oíatrabajar y la llamaba de vez en cuando,pero durante el invierno, encerrado en lasoledad del establo, podía pasar todo eldía sin ver ni oír una alma, a menos queAlbert viniera a por mí.

Tal y como Albert había prometido,era él quien se ocupaba de mí y quienme protegía de su padre en todo lo

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posible; y su padre no resultó ser elmonstruo que cabía esperar. Meignoraba la mayor parte del tiempo y sime miraba, lo hacía siempre de lejos.De vez en cuando, podía mostrarseincluso amigable, pero nunca fui capazde confiar en él, no después de nuestroprimer encuentro. Jamás le permitíaacercarse en exceso, y para evitarlo,reculaba hasta el otro extremo delcampo e interponía entre nosotros a lavieja Zoey. Cada martes, sin embargo, elpadre de Albert acostumbrabaemborracharse, y, cuando volvía a casa,Albert siempre encontraba algúnpretexto para estar conmigo y asegurarse

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con ello de que no se acercara a mí.Una de aquellas tardes de otoño,

cerca de dos años después de mi llegadaa la granja, Albert se encontraba en laiglesia del pueblo tañendo lascampanas. Por precaución, y comosiempre hacía los martes por la tarde,me había encerrado en el establo juntocon la vieja Zoey.

—Estaréis más a salvo juntos. Mipadre no entrará a molestarte si estáisjuntos —solía decir.

Luego se asomaba por encima de lapuerta del establo y nos daba undiscurso sobre lo complicado que eratañer las campanas, y nos explicaba que

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le habían adjudicado la gran campanatenora porque lo consideraban ya unhombre capaz de manejarla y porquepronto se convertiría en el chico másalto del pueblo. Mi Albert se sentíaorgulloso de su destreza con lascampanas, y cuando Zoey y yo nosquedábamos en el establo en penumbra,el uno pegado a la otra, acunados por elsonido de las seis campanas de laiglesia tañendo por encima de lososcuros campos, sabíamos que estaba entodo su derecho de sentirse orgulloso.Es la música más noble que existe, puestodo el mundo puede compartirla: bastacon ponerse a escucharla.

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Aquel día debí de quedarmedormido de pie, pues no recuerdohaberlo oído acercarse, pero de repentela luz de una linterna empezó a bailarsobre la puerta del establo y actoseguido se abrieron los cerrojos. Alprincipio pensé que sería Albert, perolas campanas continuaban sonando, yentonces oí una voz que pertenecíainequívocamente al padre de Albert unmartes por la noche de regreso delmercado. Colgó la linterna encima de lapuerta y empezó a aproximarse. Llevabaen la mano una fusta flexible y setambaleaba por el establo en dirección amí.

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—Y bien, mi pequeño diabloorgulloso —dijo, con el tonoamenazante de su voz apenas disimulado—. Han apostado que no puedo tenertetirando de un arado en menos de unasemana. El granjero Easton y todos losdemás del pub The George piensan queno puedo contigo. Pero se lo demostraré.Ya te han mimado demasiado y hallegado la hora de que te ganes elsustento. Esta noche voy a probarte unascuantas colleras, hasta que encontremosla que mejor te vaya, y mañanaempezaremos a arar. Podemos hacerlopor las buenas o por las malas. Y si medas problemas, te azotaré con el látigo

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hasta hacerte sangrar.La vieja Zoey, que conocía bien su

carácter, relinchó para advertirme yretrocedió hasta los oscuros recovecosdel establo, aunque no era necesario queme alertara, pues intuí en seguida susintenciones. Una simple mirada a aquelpalo levantado hizo que mi corazónempezara a retumbar de miedo.Aterrado, sabía que no podía echar acorrer, pues no había adónde ir, demodo que le di la espalda y arremetícontra él soltándole una coz. Noté quemis cascos habían dado en el blanco. Oíun grito de dolor y, cuando me volví, lovi caminando con dificultad hacia la

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puerta del establo arrastrando conrigidez una pierna y murmurandopalabras de cruel venganza.

A la mañana siguiente, Albert y supadre vinieron juntos a los establos. Supadre caminaba con una notable cojera.Cada uno cargaba con una collera y mepercaté de que Albert había estadollorando, pues sus pálidas mejillasestaban manchadas con el rastro de laslágrimas. Se plantaron en la puerta delestablo. Con infinito orgullo ysatisfacción, me di cuenta de que Albertya era más alto que su padre, que lucíauna expresión demacrada y cargada dedolor.

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—Si tu madre no me hubierasuplicado anoche que no lo hiciera,Albert, le habría pegado un tiro a esecaballo aquí mismo. Podría habermematado. Te lo advierto, si ese animal noara los surcos rectos como una flecha enel plazo de una semana, lo venderé, te loprometo. De ti depende. Dices que teapañas con él. Te daré, pues, una únicaoportunidad. A mí no me permiteacercarme. Es salvaje y violento, y amenos que consigas domarlo yentrenarlo esta semana, se larga. ¿Mehas entendido? Ese caballo tiene queganarse el sustento como todo el mundoaquí, me da lo mismo lo vistoso que sea,

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tiene que aprender a trabajar. Y teprometo una cosa más, Albert: si pierdola apuesta, se irá. —Dejó caer la colleraen el suelo y dio media vuelta para irse.

—Padre —dijo Albert con vozdecidida—. Entrenaré a Joey, loentrenaré para que labre como esdebido, pero tú debes prometerme quenunca más volverás a levantar un palocontra él. Así es imposible manejarlo, loconozco bien, padre. Lo conozco comosi fuese mi hermano.

—Tú ocúpate de entrenarlo, Albert,de manejarlo. Yo no quiero saber nada—dijo despectivamente su padre—. Nopienso volver a acercarme a esa bestia.

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Antes le pego un tiro.Cuando Albert entró en el establo no

fue para darme mimos, como siempresolía hacer, ni para hablarme concariño. Se acercó a mí y me mirófijamente a los ojos.

—Eso que hiciste fue unaendemoniada estupidez —dijo muy serio—. Si quieres sobrevivir, Joey, tendrásque aprender. Nunca jamás volverás aarrear una coz a nadie. Lo ha dicho deveras, Joey. Te habría pegado un tiro deno haber sido por mi madre. Fue mimadre quien te salvó. A mí no me habríaescuchado, y nunca me escuchará. Por lotanto, nunca más, Joey. Jamás. —Su voz

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cambió a partir de aquel momento yhabló más como él solía hacerlo—.Disponemos de una semana, Joey, deuna única semana para que aprendas aarar. Sé que ese pura sangre que llevasdentro tal vez piense que es una bajezapara ti, pero es lo que tendrás que hacer.La vieja Zoey y yo vamos a entrenarte; yserá un trabajo terriblemente duro, másduro incluso para ti porque no estás enforma para ello. Te hartarás de trabajar.Y al final te hartarás también de mí,Joey. Pero padre ha hablado en serio. Esun hombre de palabra. En cuanto se lemete una cosa en la cabeza, no hay másque decir. Te vendería, o te pegaría un

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tiro incluso, antes que perder esaapuesta, tenlo por seguro.

Aquella misma mañana, con laniebla pegada aún a los campos y unidoa la querida y vieja Zoey mediante unacollera que colgaba suelta sobre misespaldas, fui conducido hacia elCercado Largo, donde iniciaría mientrenamiento como caballo de granja.Cuando tiramos juntos por primera vez,la collera me restregó la piel y, comoresultado de la tensión, mis patas sehundieron en el blando terreno. Detrás,Albert gritaba prácticamente sin cesar yblandía un látigo cada vez que yodudaba o me desviaba de la línea,

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siempre que creía que no estaba dandolo mejor de mí…, y sabía muy biencuándo. Aquél era un Albert distinto.Las palabras amables y las bondades delpasado habían desaparecido. A mi lado,la vieja Zoey se agazapaba bajo sucollera y tiraba en silencio, cabizbaja,excavando el terreno con sus patas. Porel bien de ella y por el mío propio, ytambién por el de Albert, empujé contodas mis fuerzas bajo la collera yempecé a tirar. En el transcurso deaquella semana aprendería losprincipios básicos de la labranza paraun caballo de granja. Todos mismúsculos me dolían por el esfuerzo;

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pero después de una noche reparadoraacostado en el establo, a la mañanasiguiente volvía a estar fresco y listopara trabajar.

A medida que pasaron los días, fuihaciendo progresos; empezamos atrabajar mejor en equipo y Albert tuvoque emplear menos el látigo y volvió ahablarme con más amabilidad, hasta quellegó un momento, hacia el final de lasemana, en el que supe con todaseguridad que había recuperado suafecto. Entonces, una tarde, después determinar con la punta de tierra queremataba el Cercado Largo, Albertdesenganchó el arado y nos pasó un

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brazo a los dos por encima del lomo.—Muy bien, lo habéis conseguido,

preciosidades mías. Lo habéisconseguido —dijo—. No he queridodecíroslo para no distraeros, pero mipadre y el granjero Easton han estadoobservándonos toda la tarde desde casa.—Nos rascó detrás de las orejas y nosacarició el hocico—. Mi padre haganado la apuesta, y esta mañana,desayunando, me ha dicho que si hoyterminábamos de arar el campo,olvidaría por completo el incidente ypodrías quedarte, Joey. Así que lo hasconseguido, preciosidad, y me siento tanorgulloso de ti que te daría un beso,

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tontuelo, pero no pienso hacerlo porquenos están mirando. Dejará que te quedes,estoy seguro. Mi padre es un hombre depalabra, eso puedes tenerlo claro…,siempre y cuando esté sobrio.

Unos meses después, cuandoregresábamos de cortar el heno en laPradera Grande por el frondoso senderoque conducía hasta el patio, Albert noshabló por primera vez de la guerra. Sussilbidos se interrumpieron a mediacanción.

—Dice mi madre que es probableque haya una guerra —nos explicó contristeza—. No sé de qué va, algorelacionado con un duque que ha sido

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asesinado no sé dónde. No tengo ni ideade por qué este hecho deberíaimportarnos, pero dice que nos veremosmetidos en ello a pesar de todo. Pero anosotros, aquí, no nos afectará.Continuaremos como siempre. De todasmaneras, con quince años soy aúndemasiado joven para ir… o al menoseso es lo que dice mi madre. Pero tedigo una cosa, Joey, si hay una guerrame gustaría ir. Pienso que sería un buensoldado, ¿no crees? El uniforme mesentaría de maravilla, ¿verdad? Ysiempre he querido marchar al ritmo deuna banda de música. ¿Te lo imaginas,Joey? De hecho, tú también serías un

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caballo de batalla buenísimo ¿a que sí?,porque cabalgarías tan bien como tirasdel arado, sé que lo harías.Formaríamos una pareja estupenda. QueDios ayude a los alemanes si algún díatienen que enfrentarse a nosotros dos.

Un caluroso atardecer de verano,después de un largo y polvoriento día enlos campos, yo estaba enfrascado en mipuré de avena, con Albert limpiándomeaún con un cepillo de cerdas yhablándome sobre la abundancia de pajade buena calidad que tenían guardadapara los meses de invierno, y sobre lobuena que sería la paja de trigo para eltejado que iban a construir, cuando oí

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los pesados pasos de su padre cruzandoel patio en dirección a nosotros. Ibagritando:

—¡Madre! ¡Madre, sal, madre! —Era su voz sana, su voz sobria, una vozque no me daba miedo—. Es la guerra,madre. Acabo de oírlo en el pueblo.Esta tarde ha llegado el cartero con lanoticia. Esos diablos han marchadosobre Bélgica. Ya es seguro. Ayer a lasonce en punto declaramos la guerra.Estamos en guerra con los alemanes. Lesdaremos tal paliza que nunca más seatreverán a levantarle la mano a nadie.Terminará en pocos meses. Siemprefunciona igual. El león británico está

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dormido y ellos se han creído que estabamuerto. Pero les enseñaremos un par decosas, madre. Les enseñaremos unalección que jamás olvidarán.

Albert interrumpió sus tareas delimpieza y dejó caer el cepillo al suelo.Nos acercamos a la puerta del establo.Su madre estaba en la escalera deacceso a la granja. Se había llevado lamano a la boca.

—Oh, Dios mío —dijo en voz baja—. Oh, Dios mío.

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CAPÍTULO

3

Poco a poco, durante aquel últimoverano en la granja, tan poco a poco queyo apenas me había dado cuenta de ello,Albert había empezado a montarme parasalir de los terrenos de la granja e ir acontrolar las ovejas. La vieja Zoey nosseguía y yo me iba deteniendo de vez encuando para asegurarme de quecontinuaba con nosotros. Ni siquierarecuerdo la primera vez que me pusouna silla encima, pero en algún momento

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debió de hacerlo, pues cuando aquelverano se declaró la guerra, Albert memontaba todas las mañanas para ir a vera las ovejas y casi todas las tardescuando terminaba sus tareas. Acabéconociendo hasta el sendero másrecóndito de la parroquia, los susurrosde cualquier roble y el estrépito detodas las verjas al cerrarse.Chapoteábamos en el arroyo quecruzaba el Bosquecillo de los Inocentesy galopábamos como un rayo por elRincón de los Helechos. Cuando Albertme montaba, no había tirones de riendas,ni tampoco sacudidas en el freno de miboca; una delicada presión con las

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rodillas o un toque de sus talonesservían para comunicarme lo quedeseaba de mí. Llegamos a entendernoshasta tal punto que pienso que podríahaberme montado incluso sin hacer eso.Cuando no me hablaba, se pasaba el ratosilbando o cantando, y con ello me dabaconfianza.

Al principio, la guerra apenas nosafectó en la granja. Con más paja aúnque remover y almacenar de cara alinvierno, la vieja Zoey y yo partíamoscada mañana temprano para trabajar enlos campos. Para gran alivio nuestro,Albert había pasado a ocuparse de laslabores relacionadas con los caballos de

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la granja, mientras que su padresupervisaba los cerdos y los bueyes,controlaba las ovejas, reparaba vallas yexcavaba zanjas alrededor de la granja,de tal modo que apenas lo veíamos másque unos minutos al día. Pero a pesar dela normalidad de la rutina, la tensión enla granja iba en aumento, y empecé atener una aguda sensación de malpresagio. En el patio se producían largasy acaloradas discusiones, a veces entreel padre y la madre de Albert, pero mása menudo, curiosamente, entre Albert ysu madre.

—No debes echarle la culpa, Albert—dijo ella una mañana, dirigiéndose

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enfadada a él delante de la puerta delestablo—. Lo hizo todo por ti, lo sabesbien. Cuando lord Denton le ofreció laposibilidad de venderle la granja hacediez años, tu padre se hizo cargo de lahipoteca para que tú tuvieras una granjapropia cuando fueras mayor. Y es lahipoteca lo que le provoca este sinviviry lo lleva a beber. Si de vez en cuandose comporta como si no fuese él, nopuedes exigirle que continúe comosiempre. No se encuentra tan en formacomo antes y no puede trabajar en lagranja como solía hacerlo. Ya ha pasadode los cincuenta…, y me parece que losniños nunca se plantean si sus padres

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son mayores o jóvenes. Y además está laguerra. La guerra le preocupa, Albert.Le preocupa que los precios empiecen acaer, y pienso que en el fondo de sucorazón cree que debería estarprestando servicio en Francia, pero esdemasiado viejo para eso. Tienes quetratar de comprenderlo, Albert. Se lomerece.

—Tú no bebes, madre —replicó convehemencia Albert—. Y tienes tantaspreocupaciones como él, y, de todosmodos, si bebieras, no te meteríasconmigo como lo hace él. Trabajo todolo que puedo y más, y aun así no dejanunca de quejarse de que esto no está

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hecho y lo otro tampoco. Se quejasiempre que salgo con Joey por lastardes. Ni siquiera quiere que vaya atocar las campanas una vez por semana.Esto no es razonable, madre.

—Lo sé, Albert —dijo su madre conmás amabilidad, cogiéndole a Albert lamano entre las suyas—. Pero debesintentar ver lo que hay de bueno en él.Es un buen hombre, lo es de verdad. Lorecuerdas también así, ¿no?

—Sí, madre, lo recuerdo así —reconoció Albert—, pero sólo con queno siguiera con lo de Joey comosiempre… Al fin y al cabo, ahora Joeytrabaja para ganarse el sustento y

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necesita tiempo libre para divertirse,igual que yo.

—Por supuesto, cariño —dijo ella,cogiéndolo por el codo y arrastrándolohacia la granja—, pero ya sabes lo queopina de Joey, ¿verdad? Lo compró pordespecho y está arrepentido desdeentonces. Como él dice, en realidad sólonecesitamos un caballo de trabajo y esecaballo tuyo come dinero. Eso es lo quele preocupa. Granjeros y caballos,siempre igual. Mi padre también era así.Pero cambiará de parecer si te muestrasamable con él, sé que lo hará.

Pero Albert y su padre apenas sehablaban últimamente y la madre se

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estaba acostumbrando cada vez más aactuar de intermediaria entre ellos, ahacer las veces de negociadora. Era unviernes por la mañana, pocas semanasdespués de que empezara la guerra, y lamujer estaba de nuevo arbitrando entreellos en el patio. Como era habitual, elpadre de Albert había llegado borrachodel mercado la noche anterior. Decíaque se había olvidado de devolver elejemplar de cerdo de Hampshire quehabían pedido prestado para quemontase a las cerdas y marranasjóvenes. Le había dicho a Albert que lohiciera, pero éste se había negadorotundamente y se avecinaba tormenta.

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El padre de Albert decía que «teníaasuntos que atender» y el muchachoalegaba que tenía que limpiar losestablos.

—No te llevará más de una hora,cariño, bajar el cerdo con el coche yrecorrer el valle hasta Fursden —dijorápidamente la madre de Albert,tratando de suavizar lo inevitable.

—De acuerdo entonces —dijoAlbert rindiéndose, como hacía siempreque su madre intervenía, pues odiabahacerla enfadar—. Lo haré por ti,madre. Pero sólo con la condición deque esta tarde pueda salir con Joey. Esteinvierno quiero cazar con él y tengo que

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ponerlo en forma. —El padre de Albertpermaneció en silencio y frunciendo loslabios, y entonces me di cuenta de queme miraba fijamente. Albert se volvió,me dio unos golpecitos cariñosos en elhocico, cogió un palo del montón demadera apoyada junto al leñero y seencaminó hacia la pocilga. Unos minutosdespués, lo vi guiando al enorme cerdoblanco y negro por el sendero que iba dela granja al camino principal. Le grité,pero no se volvió.

Si el padre de Albert entraba algunavez en el establo, era sólo para sacar deallí a Zoey. Por aquella época medejaba siempre solo. Ensillaba a Zoey

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en el patio y subía con ella a las colinasque había más allá de la granja para ir acontrolar las ovejas. De modo queaquella mañana que entró en el establopara llevarse a Zoey no fue para mí unhecho en absoluto especial. Pero cuandoentró después en el establo y empezó adecirme carantoñas y me presentó uncubo lleno de olorosa avena, desconfiéde inmediato. La avena y mi curiosidadsuperaron mi buen juicio y logrópasarme un ronzal por la cabeza antes deque me diera tiempo a apartarme. Suvoz, sin embargo, sonóexcepcionalmente amable y gentilmientras tensaba el ronzal y extendía

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muy despacio el brazo para acariciarmeel cuello.

—Estarás bien, hijo —dijo en vozbaja—. Estarás bien. Cuidarán de ti, loprometieron. Y necesito el dinero, Joey.No sabes cuánto necesito el dinero.

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CAPÍTULO

4

Ató una cuerda larga al ronzal y me hizosalir del establo. Fui con él porque Zoeyestaba allí fuera mirándome por encimadel hombro y a mí me gustaba ir acualquier parte y con quien fuerasiempre y cuando ella estuvieraconmigo. En seguida me di cuenta deque el padre de Albert hablaba en vozmuy baja y de que no paraba de mirar aun lado y a otro, como si fuese unladrón.

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Debía de imaginarse que yo seguiríaa la vieja Zoey, pues ató la cuerda a susilla y nos guió en silencio por el patiohacia el caminito que cruzaba el puente.Una vez estuvimos en el caminoprincipal, montó rápidamente a lomos deZoey y subimos al trote la colina endirección al pueblo. En ningún momentonos dirigió la palabra. Yo conocía bienel trayecto porque pasaba a menudo conAlbert y, de hecho, me gustaba ir porallí porque siempre había caballos queconocer y gente que ver. Había sido enel pueblo donde hacía poco tiempo,delante de la oficina de Correos, mehabía tropezado con mi primer

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automóvil y me había agarrotado demiedo al verlo pasar con estrépito pormi lado, pero no había perdido la calmay recuerdo que Albert me llenó demimos después de aquello. Pero ahora,llegando ya al pueblo, me fijé en quehabía varios automóviles aparcadosjunto al prado y después me encontrécon la reunión de hombres y caballosmás grande que había visto en mi vida.Excitado como estaba, recuerdo laprofunda sensación de aprensión que seapoderó de mí cuando nos adentramos altrote en el pueblo.

Había hombres con uniforme decolor caqui por todas partes; y entonces,

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cuando el padre de Albert desmontó ypasamos por delante de la iglesia endirección al prado, una banda militar sepuso a tocar una marcha enardecedora ytrepidante. El latido del bomboretumbaba en el pueblo entero y habíaniños por doquier, algunos de ellosmarchando arriba y abajo con escobasen los hombros y otros asomados a lasventanas ondeando banderas.

Cuando nos acercábamos al asta quehabía plantada en medio del prado,donde la bandera del Reino Unidocolgaba flácida bajo el sol contrastandosus colores con el blanco del poste, unoficial se abrió paso entre la multitud en

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dirección a nosotros. Era alto y estabamuy elegante con sus pantalones demontar, su cinturón de cuero cruzadoestilo Sam Browne y una espadaplateada al costado. Saludó al padre deAlbert estrechándole la mano.

—Le dije que vendría, capitánNicholls, señor —dijo el padre deAlbert—. Necesito el dinero, ya meentiende. De lo contrario, no mesepararía de un caballo como éste.

—Bien, granjero —dijo el oficial,moviendo afirmativamente la cabezamientras me evaluaba—. Pensé queexageraba cuando anoche estuvimoshablando en The George. «El mejor

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caballo de la parroquia», dijo… lo quesuele decir todo el mundo. Pero éste esdiferente, lo veo. —Y me acarició elcuello con delicadeza y me rascó detrásde las orejas. Tanto su mano como suvoz eran amables y no retrocedí—.Tenía razón, granjero, sería una buenamontura en cualquier regimiento y nossentiríamos orgullosos de tenerlo connosotros. No me importaría montarlo yomismo. No, no me importaría enabsoluto. Si su comportamiento esparejo a su aspecto, me vendría muybien. Un animal precioso, no cabe duda.

—¿Me pagará cuarenta libras,capitán Nicholls, como me prometió

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ayer? —dijo el padre de Albert con untono de voz inusualmente bajo, casicomo si no quisiera que nadie lo oyera—. No puedo dejarlo ni por un peniquemenos. Hay que comer…

—Eso es lo que le prometí anoche,granjero —dijo el capitán Nicholls,abriéndome la boca para examinarmelos dientes—. Es un buen caballo joven,cuello fuerte, hombros inclinados,espolones rectos. Ha trabajado mucho,¿verdad? ¿Lo ha sacado ya a cazar?

—Mi hijo lo monta a diario —dijoel padre de Albert—. Galopa como uncaballo de carreras, salta como uncazador, me cuenta.

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—Muy bien —dijo el oficial—,siempre y cuando nuestro veterinario loencuentre sano como un roble, tendráusted sus cuarenta libras, tal y comoacordamos.

—No puede llevar mucho tiempo —dijo el padre de Albert, mirando haciaatrás por encima del hombro—. Deboregresar pronto. Tengo trabajo quehacer.

—Estamos muy atareados reclutandoen el pueblo, además de ocuparnos delas compras —dijo el oficial—. Peroiremos lo más rápido posible. Cierto esque en esta región hay muchos másbuenos voluntarios que buenos caballos,

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y el veterinario no se ocupa de examinara los hombres, ¿verdad? Espere aquí,serán cinco minutos.

El capitán Nicholls me arrastró porlos soportales que había delante de lataberna hacia un gran jardín donde habíahombres con batas blancas y empleadosuniformados sentados detrás de unamesa tomando notas. Me pareció oír a lavieja Zoey llamándome, de modo que lerespondí para tranquilizarla, pues enaquel momento no sentía miedo. Todo loque sucedía a mi alrededor me resultabade lo más interesante. El oficial continuóhablándome amablemente mientrascaminábamos, de manera que lo seguí

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casi con entusiasmo. El veterinario, unhombre bajito y animado con un pobladobigote negro, me dio golpecitos portodos lados, me levantó las patas paraexaminarlas —a lo que puse reparos— ydespués me miró los ojos y la boca y meolisqueó el aliento. Luego me hizo darunas cuantas vueltas al trote por eljardín antes de declararme un ejemplarperfecto.

—Más sano que una manzana. Aptopara cualquier cosa, caballería oartillería —fueron las palabras queutilizó—. Ni esquirlas ni torceduras,buenas patas y buena dentadura.Cómprelo, capitán —dijo—. Es un buen

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caballo.Me llevaron de nuevo con el padre

de Albert, que cogió los billetes que elcapitán Nicholls le dio y se los guardórápidamente en el bolsillo del pantalón.

—¿Cuidará de él, señor? —dijo—.¿Procurará que no sufra ningún daño?Mi hijo le tiene mucho cariño, ¿sabe? —Extendió el brazo y me acarició elhocico con la mano. Tenía los ojosllenos de lágrimas. En aquel momentome pareció casi un hombre simpático—.Estarás bien, hijo —me susurró—. Túnunca lo entenderás y Albert tampoco,pero si no te vendo, no puedo pagar lahipoteca y perderíamos la granja. Te he

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tratado mal…, he tratado mal a todo elmundo. Lo sé y lo siento. —Y se alejóde mí arrastrando a Zoey detrás de él.Andaba cabizbajo y de repente mepareció como si hubiese encogido.

Fue entonces cuando me di cuenta deque me habían abandonado y empecé arelinchar, un grito agudo de dolor yansiedad que taladró el pueblo entero.Incluso la vieja Zoey, obediente yapacible como era, se detuvo y no hubomanera de moverla, por mucho que elpadre de Albert tirara de ella. Sevolvió, levantó la cabeza y se despidióde mí con un relincho. Pero sus gritosfueron debilitándose, hasta que al final

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consiguieron llevársela y la perdí devista. Unas manos amables trataron decontrolarme y consolarme, pero yo erainconsolable.

Acababa de abandonar todaesperanza cuando vi a mi Albertabriéndose paso corriendo entre lamultitud, con la cara roja por elesfuerzo. La banda había dejado detocar y el pueblo entero se quedómirando cómo corría hacia mí y meabrazaba por el cuello.

—Te ha vendido, ¿verdad? —dijoen voz baja, mirando al capitánNicholls, que me sujetaba—. Joey es micaballo. Es mi caballo y siempre lo

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será, da lo mismo quién lo compre. Nopuedo evitar que mi padre lo hayavendido, pero si Joey se va con usted,yo también lo haré. Quiero alistarme yestar a su lado.

—Tiene usted el espíritu adecuadopara ser soldado, joven —dijo eloficial, quitándose la gorra con visera ysecándose la frente con el dorso de lamano. Tenía el pelo negro y rizado, yuna expresión amable y franca—. Tieneel espíritu, pero no los años. Esdemasiado joven y lo sabe. La edadmínima para alistarse es diecisiete años.Vuelva de aquí a un año y ya veremos.

—Sí parece que tenga diecisiete —

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dijo Albert, suplicando casi—. Soy másalto que la mayoría de chicos dediecisiete años. —Pero mientrashablaba se dio cuenta de que no llegaríaa nada—. ¿No me acepta, señor? ¿Nisiquiera como chico de los establos?Haré cualquier cosa, lo que sea.

—¿Cómo se llama, joven? —preguntó el capitán Nicholls.

—Narracott, señor. AlbertNarracott.

—Bien, señor Narracott, siento nopoder ayudarlo. —El oficial negó con lacabeza y volvió a ponerse la gorra—.Lo siento, joven, la normativa es así.Pero no se preocupe por su Joey.

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Cuidaré de él hasta que usted puedaalistarse. Ha hecho un buen trabajo conél. Puede sentirse orgulloso, es un buencaballo, muy bueno, pero su padrenecesitaba el dinero para la granja, yuna granja no funciona sin dinero. Yadebe de saberlo. Me gusta su espíritu, demodo que cuando tenga la edadnecesaria, venga y alístese a lacaballería montada. Necesitaremoshombres como usted, y me temo que laguerra será larga, más larga de lo que lagente se imagina. Mencione mi nombre.Soy el capitán Nicholls y me llenaría deorgullo tenerlo con nosotros.

—¿No hay ninguna manera,

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entonces? —preguntó Albert—. ¿Nopuedo hacer nada?

—Nada —respondió el capitánNicholls—. Ahora su caballo perteneceal ejército y usted es demasiado jovenpara alistarse. No se preocupe,cuidaremos de él. Me ocuparé de élpersonalmente, se lo prometo.

Albert me retorció el hocico comosolía hacerlo y me acarició las orejas.Intentaba sonreír, pero le resultabaimposible.

—Te encontraré de nuevo, viejotontito —dijo en voz baja—.Dondequiera que estés, te encontraré,Joey. Cuide bien de él, señor, por favor,

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hasta que vuelva a encontrarlo. No hayotro caballo como él en el mundo entero,ya lo verá. ¿Me ha dicho que me loprometía?

—Se lo prometo —repitió el capitánNicholls—. Haré todo lo posible. —YAlbert dio media vuelta y se adentró enla multitud hasta que lo perdí de vista.

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CAPÍTULO

5

En las pocas semanas que transcurriríanhasta mi partida a la guerra, tuve quepasar de caballo de trabajo a montura decaballería. No fue una transformaciónfácil, pues me resentí terriblemente de laceñida disciplina de la escuela deequitación y de las duras horas de calory maniobras en la Llanura. En casa, conAlbert, me deleitaba con los largospaseos por senderos y campos, y elcalor y las moscas me daban igual; había

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llegado a disfrutar de los dolorosos díasde labranza y cosecha en compañía deZoey, básicamente porque entre nosotrosse había establecido un vínculo deconfianza y lealtad. Pero las horas dedar vueltas en círculo en la escuela sehacían interminables. El bridón sencilloal que estaba acostumbrado habíadesaparecido y el que lo sustituía era unincómodo y voluminoso Weymouth quese me enganchaba en las comisuras de laboca y me sacaba de quicio.

Pero lo que menos me gustaba de minueva vida era mi jinete. El sargento decaballería Samuel Perkins era unhombrecillo fuerte y enérgico, un antiguo

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jockey, cuyo único placer parecía ser elpoder que era capaz de ejercer sobre uncaballo. Lo temían por igual soldados ycaballos. Me daba la impresión de queincluso los oficiales se ponían nerviososen su presencia; porque, al parecer,sabía todo lo que se tenía que sabersobre caballos y cargaba a sus espaldascon la experiencia de toda una vida.Montaba de forma severa y con manodura. Con él, el látigo y las espuelas noeran tan sólo un adorno.

Nunca me pegó ni perdió los nerviosconmigo; de hecho, a veces, cuando mecepillaba, creo que tal vez yo le gustabaun poquito; por mi parte, sentía hacia él

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cierto grado de respeto, aunque basadoen el miedo, no en el amor. Inmerso enmi rabia y mi infelicidad, intenté variasveces tirarlo al suelo, pero jamás loconseguí. Sus rodillas se aferraban a mícon fuerza y era como si siempre supierapor instinto lo que yo estaba a punto dehacer.

Mi único consuelo durante aquellosprimeros días de entrenamiento eran lasvisitas que el capitán Nicholls realizabaa última hora de la tarde a los establos.Sólo él parecía tener tiempo para venira hablar conmigo como solía hacer antesAlbert. Se sentaba en un rincón de miestablo, sobre un cubo puesto al revés,

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con un bloc en las rodillas, y me ibadibujando mientras me hablaba.

—Ya te he hecho varios bocetos —me dijo una tarde—, y cuando hayaterminado éste haré que te pinten uncuadro. No será un Stubbs: será mejor,porque Stubbs nunca tuvo un caballo tanbello como tú de modelo. No podréllevármelo conmigo a Francia…, notendría sentido, ¿verdad? Así que hepensado que se lo enviaré a tu amigoAlbert para que sepa que hablaba enserio cuando le prometí que cuidaría deti. —Iba mirándome arriba y abajomientras trabajaba y yo ansiaba poderexplicarle lo mucho que me gustaría que

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se ocupase él personalmente de miformación y lo duro que era el sargentoy cómo me dolían los flancos y las patas—. Para ser sincero, Joey, espero queesta guerra termine antes de que tenga laedad necesaria para alistarse porque, yacuérdate bien de lo que te digo, serárepugnante, muy repugnante de hecho. Enla Cantina todo el mundo habla sobrecómo piensan atacar a los alemanes,sobre cómo los aplastará la caballería ylos obligará a retroceder hasta Berlínantes de Navidades. Jamie y yo somoslos únicos que no lo vemos así, Joey.Tenemos nuestras dudas, te lo digo enserio. Tenemos nuestras dudas. Parece

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como si no hubieran oído hablar de loscañones y la artillería. Te lo digo, Joey,un cañón bien manejado es capaz deaniquilar a un escuadrón entero de lamejor caballería del mundo, alemana obritánica. Mira lo que le pasó a laBrigada Ligera en Balaclava cuando seenfrentó a los cañones rusos… pareceque nadie lo recuerda. Y los francesesaprendieron la lección en la guerrafranco-prusiana. Pero no se les puededecir nada, Joey. Si lo haces, dicen queeres un derrotista, o algo aún peor.Pienso sinceramente que algunos deellos sólo quieren ganar esta guerra si lacaballería es la que la gana.

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Se levantó, cogió el bloc bajo elbrazo, se acercó a mí y me hizocosquillas detrás de las orejas.

—Esto te gusta, ¿verdad, hijo?Debajo de todo este fuego y esta pasión,eres un viejo sensiblero. Pensándolobien, tenemos mucho en común tú y yo.En primer lugar, no nos gusta estar aquíy preferiríamos estar en otra parte. Ensegundo lugar, ninguno de los dos ha idonunca a la guerra, ni siquiera sabemoscómo suena un disparo lanzado conrabia, ¿verdad? Sólo espero estar a laaltura cuando llegue el momento, eso eslo más me preocupa, Joey. Porque, te lodigo, y esto ni siquiera se lo he contado

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a Jamie: me muero de miedo, de modoque mejor será que tu coraje valga paralos dos.

Sonó un portazo al otro lado delpatio y oí el ya conocido sonido de lasbotas, el crujido al pisar los adoquines.Era el sargento de caballería SamuelPerkins pasando por delante de la hilerade establos en su ronda del atardecer,deteniéndose un momento en cada unode ellos para realizar la consabidainspección, hasta que por fin llegó almío.

—Buenas noches, señor —dijo,saludando con elegancia—. ¿Dibujandootra vez?

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—Hago lo que puedo, sargento —dijo el capitán Nicholls—. Hago lo quepuedo para hacerle justicia. ¿No creeque es la mejor montura de todo elescuadrón? Jamás había visto un caballotan bien hecho como él, ¿y usted?

—Oh, es lo bastante especial comopara mirárselo bien, señor —dijo elsargento de caballería. El simple sonidode su voz me llevaba siempre a echarhacia atrás las orejas, pues tenía un tonoácido y fino que temía de verdad—. Esolo reconozco, pero el aspecto no lo estodo, ¿no cree, señor? Un caballosiempre tiene algo más que lo que sealcanza a ver a simple vista, ¿no es eso,

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señor? ¿Cómo se lo explicaría yo,señor?

—Como a usted le plazca, sargento—replicó el capitán Nicholls con ciertafrialdad—, pero ándese con cuidado conlo que dice porque está usted hablandode mi caballo, así que cuidadito.

—Digamos que tengo la sensaciónde que tiene mentalidad propia. Sí,podríamos decirlo así. Se comporta bienen las maniobras (un auténtico caballode fondo, uno de los mejores), pero enla escuela, señor, es un demonio, undemonio potente, además. Nunca nadieconseguirá darle la doma adecuada,señor, eso se ve. Es un caballo de granja

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formado en una granja. Si quiereconvertirse en caballo de caballería,señor, tendrá que aprender a aceptar ladisciplina. Tiene que aprender aobedecer al instante y por instinto.Cuando las balas empiecen a volar, meimagino que no querrá ir montado en unaprima donna.

—Por suerte, sargento —dijo elcapitán Nicholls—, por suerte estaguerra se combatirá al aire libre, no enun lugar cerrado. Le pedí que entrenaraa Joey porque pienso que es el mejorhombre para realizar este trabajo, no hayninguno mejor que usted en elescuadrón. Pero quizá debería tomarse

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las cosas con un poco más de calma conél. Debe recordar de dónde viene. Esuna criatura voluntariosa, simplementenecesita un poco de persuasión yamabilidad, eso es todo. No lo quieroamargado. Este caballo va a llevarmedurante toda la guerra y, con un poco desuerte, me sacará de ella. Es especialpara mí, sargento, ya lo sabe. Por lotanto, cuide de él como si fuese suyo, ¿lohará? Partiremos a Francia de aquí a unasemana. De disponer de tiempo, meencargaría yo mismo de la doma, peroestoy demasiado ocupado tratando deconvertir a esos soldados de caballeríaen la infantería montada. Un caballo lo

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transportará a cualquier parte, sargento,pero no peleará por usted. Y aún los hayque piensan que cuando estén allí lesbastará con sus sables. Algunos creen deverdad que haciendo brillar sus sablesasustarán a los alemanes y los mandarána casa. Le digo que tienen que aprendera disparar con puntería, todos tendremosque aprender a disparar con puntería siqueremos ganar esta guerra.

—Sí, señor —dijo el sargento decaballería con un nuevo tono de respetoen su voz. Estaba más dócil y sumiso delo que lo había visto en mi vida.

—Y, sargento —dijo el capitánNicholls encaminándose hacia la puerta

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del establo—, le agradecería quealimentara bien a Joey, ha perdido algode condición física, ha ido un pocohacia atrás, diría. De aquí a dos o tresdías me encargaré yo de sacarlo arealizar las maniobras finales y loquiero reluciente y en plena forma.Tiene que ser el mejor del escuadrón.

Aquella última semana de miformación militar empecé por fin asentirme cómodo en el trabajo. Elsargento de caballería Samuel Perkinsse mostró menos rígido conmigo a partirde aquella tarde. Utilizaba menos lasespuelas y me daba más rienda.Realizamos menos trabajo en la escuela

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y más trabajo de formación en lasllanuras del campamento. Empecé aaceptar mejor la embocadura Weymouthy a jugar con ella entre mis dientes comosolía hacer con el bridón. Empecé avalorar, asimismo, la buena comida, elcepillado y el abrillantado, lasinterminables atenciones y cuidados quese me prodigaban. A medida quepasaron los días, pensaba cada vezmenos en la granja, la vieja Zoey y mivida anterior. En cuanto a Albert, sinembargo, su cara y su voz seguían fijosen mi cabeza, a pesar de la infaliblerutina de trabajo que estabaconvirtiéndome de forma imperceptible

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en un caballo del ejército.Cuando el capitán Nicholls vino a

buscarme para realizar aquellas últimasmaniobras antes de marchar a la guerra,yo ya estaba resignado a mi nueva vida,satisfecho incluso. Vestido con eluniforme completo de marcha, el capitánNicholls era un peso pesado en mi lomocuando el regimiento emprendió elcamino hacia la llanura de Salisbury. Deaquel día recuerdo sobre todo el calor ylas moscas, pues fueron horas de piebajo el sol a la espera de losacontecimientos. Entonces, con el soldel atardecer extendiéndose mortecino alo largo del plano horizonte, el

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regimiento entero formó en escalón paraentrar a la carga, el momento cumbre denuestras últimas maniobras.

Dieron la orden de desenfundar lasespadas y echamos a andar. A la esperade los toques de corneta, el ambiente secargó de impaciencia. Era como si entrecaballo y jinete, entre caballo y caballo,entre soldado y soldado, corrieseelectricidad. Notaba en mi interior taloleada de excitación que me resultabadifícil controlarme. El capitán Nichollslideraba sus tropas y a su ladocabalgaba su amigo, el capitán JamieStewart, a lomos de un caballo quenunca había visto. Era un semental alto,

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negro y reluciente. Mientrasavanzábamos, lo miré de reojo y losorprendí mirándome también. Élpareció reconocerlo por un instante. Elpaso cambió entonces al trote y despuésa un medio galope. Oí sonar las cornetasy vi su sable extendido por encima de mioreja derecha. El capitán Nicholls seinclinó hacia delante en la silla y meanimó a galopar. El estruendo, lapolvareda y el rugido de los gritos delos hombres en mis oídos se apoderaronde mí y me llevaron a un punto álgido deeuforia que nunca antes habíaexperimentado. Volé sobre el suelo muypor delante del resto, excepto de uno. El

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único caballo que siguió mi ritmo fue elreluciente semental negro. Aunque elcapitán Nicholls y el capitán Stewart nointercambiaron palabra, de repentecomprendí la importancia de no permitirque aquel caballo me adelantara. Unasola mirada suya me dio a entender queél pensaba lo mismo, pues sus ojosmostraban una determinación inexorabley tenía la frente fruncida por laconcentración. Cuando invadimos laposición «enemiga», nuestros jinetes seesforzaron en detenernos y al final nosencontramos hocico contra hocico,resoplando y jadeantes, mientras los doscapitanes respiraban con dificultad

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debido al esfuerzo.—Ya lo ves, Jamie, te lo dije —dijo

el capitán Nicholls con un tono deorgullo en su voz—. Éste es el caballoque te conté, encontrado en el Devonprofundo, y si hubiésemos seguido mástiempo, a tu Topthorn le habría costadomantenerse a su altura. No irás anegármelo.

Topthorn y yo nos miramos alprincipio con cautela. Era como mínimomedio palmo más alto que yo, un caballoenorme y lustroso que sostenía la cabezacon una dignidad majestuosa. Era elprimer caballo que me encontraba quedaba la impresión de poder desafiarme

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por su fuerza, pero su mirada tenía unabondad que no suponía ninguna amenaza.

—Mi Topthorn es la mejor monturade este regimiento, y de cualquier otro—dijo el capitán Jamie Stewart—. Talvez Joey sea más veloz y reconozco quetiene mejor pinta que cualquier caballoque haya visto tirando del furgón de laleche, pero nadie gana a mi Topthorn enresistencia; podría haber continuadoeternamente. Es un caballo de ochocaballos de potencia, eso es un hecho.

Aquella noche, de camino de vueltaa los barracones, los dos oficialescontinuaron debatiendo las virtudes desus respectivos caballos, mientras

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Topthorn y yo andábamos a paso lentohombro con hombro, cabizbajos,nuestras fuerzas agotadas por el sol y lalarga galopada. Aquella noche nosinstalaron en establos contiguos y, al díasiguiente, coincidimos también en lasentrañas del transatlántico reconvertidoque nos transportaría a Francia paracombatir en la guerra.

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CAPÍTULO

6

En el barco se vivía un ambiente de graneuforia y expectación. Los soldadosrebosaban optimismo, como si sehubieran embarcado para asistir a ungran picnic militar; era como si ningunode ellos se enterara de lo que pasaba enel mundo. Cuando nos atendían ennuestros establos, los soldadosbromeaban y reían entre ellos comonunca. E íbamos a necesitar que nosacompañara su confianza, pues fue una

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travesía tormentosa y muchos nospusimos con los nervios de punta y nosasustamos cuando el barco empezó abalancearse como un loco en alta mar.Algunos empezamos a dar patadas a lasparedes de los establos en un esfuerzodesesperado por liberarnos y encontrarun suelo que no se inclinara y hundierabajo nuestras patas, pero los soldadosestuvieron con nosotros en todomomento para sujetarnos ytranquilizarnos.

Sin embargo, mi consuelo no fue elsargento de caballería Samuel Perkins,que estuvo sujetándome la cabezadurante lo peor de la travesía; porque

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aunque me daba golpecitos quepretendían ser cariñosos, lo hacía de unmodo tan imperioso que no me daba laimpresión de que lo sintiera de verdad.Mi consuelo fue Topthorn, que mantuvola calma en todo momento. Inclinó suenorme cabeza por encima de la valla yme permitió que me apoyara en su cuellomientras yo intentaba borrar de mi mentetanto la sensación de que el barco iba ahundirse, como aquel ruido generadopor el terror incontrolado de los demáscaballos.

Pero en el momento en queamarramos, los ánimos cambiaron. Loscaballos recuperaron la compostura al

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notar de nuevo tierra firme bajo suscascos, pero los soldados cayeron en unsombrío silencio en cuanto empezamos adesfilar junto a las colas interminablesde heridos que esperaban embarcar deregreso a Inglaterra. Cuandodesembarcamos, y mientras nosconducían por los muelles, el capitánNicholls caminó todo el rato a mi ladomirando hacia el mar para que nadie sediera cuenta de que tenía los ojos llenosde lágrimas. Había heridos por todaspartes: en camillas, con muletas, enambulancias descubiertas, y todos loshombres tenían grabada en la cara unaexpresión de desdichada miseria y

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dolor. Intentaban hacerse los valientes,pero incluso los chistes y las pullas quegritaban a nuestro paso iban cargadas detenebrismo y sarcasmo. Ningún sargentomayor, ningún aluvión de enemigoshabría silenciado un cuerpo de soldadoscon más efectividad que aquella terriblevisión, porque allí fue la primera vezque los hombres vieron por sí mismos eltipo de guerra en el que iban a meterse yno había ni un solo hombre en todo elescuadrón que estuviera preparado paraella.

Una vez en campo abierto, elescuadrón se deshizo de su desconocidamortaja de abatimiento y recuperó su

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espíritu lúdico. Los hombres volvieron acantar montados en sus sillas y a reírentre ellos. Sería una larga, larguísimamarcha entre la neblina, todo aquel día yel siguiente. Nos deteníamos unosminutos cada hora y cabalgamos hasta elanochecer antes de montar elcampamento cerca de un pueblo ysiempre junto a un arroyo o un río.Durante aquella marcha nos cuidaronbien, desmontando a menudo ycaminando a nuestro lado para darnos eldescanso que necesitábamos. Pero lomejor eran los cubos llenos derefrescante agua fría que nos traíansiempre que nos deteníamos al lado de

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un riachuelo. Topthorn, me di cuenta,siempre sacudía la cabeza dentro delagua antes de empezar a beber, demanera que si estaba a su lado meduchaba la cara y el cuello con aguafresca.

En el campo, ataban las monturas enfila, como solían hacerlo cuandoestábamos de maniobras en Inglaterra.Ya estábamos habituados, pues, adormir a la intemperie. Pero empezaba arefrescar y las húmedas nieblas delotoño al anochecer nos dejaban helados.Mañana y noche disfrutábamos depienso en abundancia, una racióngenerosa de maíz en nuestros morrales,

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además de pastar siempre quepodíamos. Igual que los hombres,teníamos que aprender a vivir de latierra en la medida de lo posible.

Cada hora de marcha nos acercabaun poco más al retumbar lejano de lasarmas, y ahora, por la noche, elhorizonte se iluminaba de un extremo alotro con destellos anaranjados. Habíaoído anteriormente, en los barracones, elestallido del fuego del rifle y no mehabía incomodado ni una pizca, pero elbramido in crescendo de los cañonesme provocaba convulsiones de terrorque me recorrían el lomo por entero einterrumpían mi sueño hasta convertirlo

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en una sucesión de pesadillasirregulares. Pero cuando me despertaba,devuelto al estado de consciencia porlos disparos, encontraba siempre a milado a Topthorn, que con su aliento medaba ánimos y me apoyaba. Fue un lentobautismo de fuego, pero creo que sinTopthorn nunca habría llegado aacostumbrarme a las armas, pues la furiay la violencia del estruendo a medidaque íbamos aproximándonos al frenteminaban tanto mi fuerza como mi ánimo.

Durante la marcha, Topthorn y yocaminábamos siempre juntos, el uno allado del otro, pues el capitán Nicholls yel capitán Stewart rara vez se

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separaban. Por alguna razón, se los veíadistanciados en espíritu de suscompañeros oficiales, siempre másdicharacheros. Cuanto más conocía alcapitán Nicholls, más me gustaba. Mecabalgaba igual que Albert, con manosuave y sujetándose con firmeza con lasrodillas, de tal modo que a pesar de sutamaño —era un hombre grande—, meresultaba ligero. Y tenía siempre algunapalabra cariñosa de aliento o gratitudpara mí después de una cabalgada larga.Era un contraste que agradecer encomparación con el sargento decaballería Samuel Perkins, que con tantadureza me había cabalgado durante mi

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período de formación. A éste lo veíaocasionalmente y sentía lástima por elcaballo que montaba.

El capitán Nicholls no cantaba nisilbaba como Albert, pero me hablabaen algunas ocasiones cuando estábamossolos. Me parecía que nadie sabía muyen concreto dónde estaba el enemigo.No cabía la menor duda de que él ibaavanzando y nosotros retirándonos. Sesuponía que teníamos que intentarasegurar que el enemigo no nos rebasarapor los flancos; debíamos impedir quese situara entre nosotros y el mar ysuperara el flanco de la fuerzaexpedicionaria británica. Pero antes, el

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escuadrón tenía que localizarlo, y no selo veía por ningún lado. Examinamosminuciosamente la campiña durante díasantes de tropezarnos de repente con él…y ése fue un día que jamás olvidaré, eldía de nuestra primera batalla.

En la columna empezó a correr elrumor de que se había avistado alenemigo, un batallón de infantería enmarcha. Estaban en campo abierto a unpar de kilómetros de nosotros, ocultosde nuestra vista por un denso bosque derobles que flanqueaba la carretera.Resonaron las órdenes:

—¡Adelante! ¡Formación delescuadrón en columna! ¡Espadas en alto!

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Como un ente único, los hombresdesenfundaron sus espadas y el airecentelleó con el reluciente acero antesde que los filos se aposentaran sobre loshombros de los soldados.

—¡Escuadrón, hombro derecho! —gritó la orden, y nos adentramos directosen el bosque. Noté las rodillas delcapitán Nicholls cerrándose a mialrededor y, a continuación, sentí queaflojaba las riendas. Tenía el cuerpotenso y por primera vez noté su peso ami espalda.

—Tranquilo, Joey —dijo en vozbaja—. Estate tranquilo. No te excites.Saldremos bien de ésta, no te preocupes.

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Me volví para mirar a Topthorn, queya estaba en alerta, listo para iniciar lacabalgada al trote que sabíamos quellegaría. Por instinto me acerqué a él ycuando sonó la corneta, salimos a lacarga de la sombra del bosque parabatallar bajo el sol.

El suave chirrido del cuero, eltintineo del arnés y el ruido de lasórdenes vociferadas a borbollonesquedaron ahogados por el retumbar delos cascos y los gritos de los soldadosdescendiendo al galope hacia el valledonde se encontraba el enemigo. Con elrabillo del ojo veía el destello de laimponente espada del capitán Nicholls.

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Sentía sus espuelas en los flancos y oíasu grito de batalla. Vi que los soldadosde gris que teníamos enfrente levantabansus rifles y oí el traqueteo letal de unaametralladora y después, de repente,descubrí que no tenía jinete, que no teníaningún peso a mi espalda y que estabasolo delante del escuadrón. Topthorn yano estaba a mi lado pero, al ver a todoslos caballos detrás de mí supe que sólohabía una dirección hacia dondegalopar, y era hacia delante. Meempujaba un terror ciego, mis estribosvolaban y me azotaban frenéticamente.Sin jinete que transportar, fui el primeroen alcanzar a los fusileros arrodillados,

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que se dispersaron a mi llegada.Corrí hasta que me encontré solo y

alejado del sonido de la batalla, y no mehabría detenido jamás de no haber vistode nuevo a Topthorn a mi lado con elcapitán Stewart, que se inclinó hacia mípara coger mis riendas y conducirme denuevo al campo de batalla.

Habíamos vencido, oí decir; perohabía caballos muertos y moribundospor todos lados. En una única acciónhabíamos perdido más de una cuartaparte del escuadrón. Todo había sidomuy rápido y tremendamente mortal.Habíamos hecho prisioneros a unpuñado de soldados de gris que

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permanecían apiñados bajo los árboles,mientras el escuadrón se reagrupaba eintercambiaba extravagantes recuerdosde una victoria que se había producidomás por casualidad que comoconsecuencia de un plan preconcebido.

Nunca volví a ver al capitánNicholls, lo que me produjo una enormey terrible tristeza, pues había sido unhombre bondadoso y amable que mehabía cuidado tan bien como prometióen su día. Con el tiempo acabaríadescubriendo que en el mundo habíamuy pocos hombres como él.

—Se habría sentido orgulloso de ti,Joey —dijo el capitán Stewart mientras

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me conducía junto con Topthorn al lugarde descanso de los caballos—. De cómocontinuaste avanzando. Murió liderandoesa carga y tú la terminaste por él. Sehabría sentido orgulloso de ti.

Topthorn permaneció a mi ladoaquella noche que pasamos bajo el cieloraso y junto al bosque. Contemplamosjuntos el valle iluminado por la luz de laluna y añoré mi casa. Sólo alguna queotra tos ocasional y los pasos de loscentinelas interrumpieron el silencionocturno. Las armas se acallaron por fin.Topthorn se acostó junto a mí ydormimos.

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CAPÍTULO

7

A la mañana siguiente, justo después deltoque de diana, mientras estábamoshurgando en nuestros morrales en buscade los últimos vestigios de avena, vi queel capitán Jamie Stewart se acercaba anosotros caminando con grandeszancadas. Detrás de él, engullido por unenorme gabán verde y con gorra devisera, llegaba un joven soldado que yono había visto nunca. Bajo la gorra seveía una cara sonrosada y joven que me

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recordó al instante a Albert. Intuí queestaba nervioso por mí, pues se meacercó dubitativo y receloso.

El capitán Stewart le tocó las orejasa Topthorn y le acarició el hocico comosiempre hacía por las mañanas, y acontinuación, alargó el brazo para darmeunos golpecitos cariñosos en el cuello.

—Pues bien, soldado Warren, aquíestá —dijo el capitán Stewart—.Acérquese, soldado, que no muerde. Lepresento a Joey. Este caballo pertenecióa mi mejor amigo, de modo que cuidarábien de él, ¿me ha entendido? —Hablócon voz firme pero empleando un tonocomprensivo—. Y, soldado, tenga en

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cuenta que podré vigilarle en todomomento porque estos dos caballos soninseparables. Son los mejores caballosdel escuadrón, y lo saben. —Seaproximó a mí y me apartó un mechón depelo de la cara—. Joey —me susurró—,cuida de él. No es más que un muchachoy hasta el momento lo ha pasadobastante mal en esta guerra.

Así pues, cuando el escuadrónabandonó el bosque aquella mañana,descubrí que ya no podía continuarmarchando al lado de Topthorn, comohacía antes con el capitán Nicholls, sinoque me había convertido en uno más dela tropa que seguía a los oficiales en una

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larga columna de soldados. Perosiempre que nos deteníamos para comero beber, el soldado Warren seencargaba de conducirme junto aTopthorn para que pudiéramos estarjuntos.

El soldado Warren no era un buenjinete: lo adiviné en el mismo instante enque me montó por vez primera. Siempreestaba tenso y se instalaba en la sillacomo un saco de patatas. Tampoco teníani la experiencia ni la confianza delsargento de caballería Samuel Perkins,por no hablar de la finura y lasensibilidad del capitán Nicholls. Sebalanceaba de forma inconsistente sobre

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la silla y me cabalgaba con las riendasdemasiado tensas, de modo que yo meveía obligado a mover continuamente lacabeza para aflojarlas. Pero en cuantodesmontaba, se mostraba de lo másgentil. Era meticuloso y amable cuandome aseaba y se ocupaba al instante delas frecuentes y dolorosas heridas quesufría como consecuencia de la silla, delas rozaduras e hinchazones en las patas,a las que era especialmente propenso.Cuidaba de mí como nadie lo habíahecho desde que salí de casa. En eltranscurso de los meses siguientes,serían sus cariñosas atenciones las queme mantendrían con vida.

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Durante aquel primer otoño deguerra hubo algunas escaramuzasmenores, pero tal y como el capitánNicholls había predicho, empezaron autilizarnos cada vez menos comocaballería y cada vez más como mediode transporte de la infantería montada.Siempre que nos tropezábamos con elenemigo, el escuadrón desmontaba, loshombres sacaban los rifles de suscompartimentos y dejaban atrás loscaballos en algún lugar escondido y bajoel cuidado de unos cuantos soldados, demanera que nunca presenciábamos laacción, sino que oíamos tan sólo laestridencia lejana de los disparos de

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rifle y el traqueteo de lasametralladoras. Cuando regresaban lastropas y el escuadrón se ponía de nuevoen camino, siempre quedaba un par decaballos sin jinete.

Marchábamos durante lo queparecían horas y días interminables. Depronto, entre la polvareda, aparecía unamotocicleta que nos adelantabarugiendo, se empezaban a gritar órdenes,se oía el agudo toque de las cornetas yel escuadrón abandonaba el camino paraponerse una vez más en acción.

Fue durante aquellas largas ysofocantes marchas y las frías nochesque las seguían, cuando el soldado

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Warren empezó a hablarme. Me contóque en la misma acción en la que habíanmatado al capitán Nicholls, él habíaperdido a su caballo de un disparomientras lo montaba y que, sólo unassemanas antes, estaba trabajando comoaprendiz de herrero con su padre. Luegohabía estallado la guerra. Él no queríaalistarse, me dijo; pero el terratenientedel pueblo había hablado con su padre,y su padre, que tenía la casa y laherrería alquilada al terrateniente, nohabía tenido otra opción que enviarlo ala guerra y que, habiéndose criadorodeado de caballos, se había alistadocomo voluntario en la caballería.

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—Te digo una cosa, Joey —me dijouna tarde a última hora mientras melimpiaba los cascos—. Jamás pensé quevolvería a subirme a un caballo despuésde aquella primera batalla. Lo curioso,Joey, es que no era por el tiroteo, no sépor qué pero eso no me importaba; erala idea de volver a subirme a un caballolo que me aterrorizaba. ¿Te lo puedescreer? Imagínate, yo trabajando en unaherrería. Pero lo he superado y ha sidogracias a ti, Joey. Me has devuelto laconfianza. Ahora me veo capaz de hacercualquier cosa. Cuando cabalgo encimade ti me siento como uno de esoscaballeros con armadura.

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Después, con la llegada delinvierno, empezó a llover a cántaros. Alprincipio resultaba refrescante y fue uncambio bienvenido que nos alejaba delpolvo y de las moscas, pero muy prontolos campos y los caminos seconvirtieron en un lodazal bajo nuestrospies. El escuadrón ya no podía dormir alraso y había pocos lugares donderesguardarse, de manera que tantohombres como caballos estabanconstantemente calados hasta los huesos.Había poca o ninguna protección contrauna lluvia que no dejaba de caer, y denoche posábamos los espolones sobre elfrío y rezumante fango. Pero el soldado

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Warren cuidaba de mí con grandevoción; me buscaba cobijo donde ycuando podía, me daba calorhaciéndome friegas con briznas de pajaseca si la encontraba y se aseguraba deque tuviera siempre una buena ración deavena en el morral para seguir adelante.A medida que fueron pasando lassemanas, todo el mundo se dio cuenta delo orgulloso que se sentía de mi fuerza ymi resistencia, así como del afecto queyo mostraba hacia él. Ojalá, pensaba yo,ojalá él se limitara a asearme y a cuidarde mí y fuera otro quien me montara.

Mi soldado Warren hablaba muchosobre cómo iba la guerra. Íbamos a ser

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retirados, decía, a campamentos dereserva detrás de nuestras propiaslíneas. Al parecer, los ejércitos habíanllegado a una situación de punto muertoen el lodazal y se habían atrincherado.Los refugios subterráneos se habíanconvertido en trincheras, y éstas sehabían unido entre sí hasta el punto quezigzagueaban por todo el país desde elmar hasta Suiza. En primavera, decía,tendríamos que salir de aquel impasse.La caballería podía ir allí adonde lainfantería no podía llegar y era lobastante rápida como para invadir lastrincheras. Enseñaríamos a la infanteríacómo tenía que hacerlo, decía. Pero

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antes de que el terreno volviese a estarlo bastante sólido como para que lacaballería pudiese actuar con toda suefectividad, había que sobrevivir alinvierno.

Topthorn y yo pasamos aquelinvierno protegiéndonos mutuamente ylo mejor que pudimos de la nieve y elaguanieve, mientras que a escasoskilómetros seguíamos oyendo armas quedisparaban noche y día sin cesar.Veíamos a los alegres soldadossonriendo bajo sus cascos cuandomarchaban hacia el frente, silbando,cantando y bromeando al irse, yobservábamos los restos demacrados

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que regresaban a duras penas,silenciosos y chorreando bajo sus capas.

De vez en cuando, el soldadoWarren recibía carta de casa y me laleía con un precavido susurro por siacaso alguien lo oía. Las cartas eran desu madre y siempre decían más o menoslo mismo.

Mi querido Charlie —leía—. Tupadre espera que estés bien,igual que yo. Te echamos demenos en casa por Navidad, lamesa de la cocina parecía vacíasin ti. Pero tu hermano menorayuda siempre que puede en el

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trabajo y dice tu padre queavanza a buen ritmo, aunquetodavía es pequeño y no losuficientemente fuerte comopara sujetar los caballos de lasgranjas. Minnie Whittle, laanciana viuda de la granjaHanniford, murió la semanapasada mientras dormía. Teníaochenta años, por lo que nopuede quejarse, aunque meimagino que lo haría si pudiera.Siempre fue una quejica, ¿larecuerdas? Bien, hijo, esto estodo por nuestra parte. Tu Sallyte manda recuerdos desde el

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pueblo y dice que te diga quepronto te escribirá. Cuídate,cariño, y vuelve pronto a casa.

Tu madre, que te quiere.

—Sally no me escribirá, Joey,porque no sabe, o no sabe hacerlo muybien. Pero en cuanto todo este lío hayaacabado, volveré a casa y me casaré conella. He crecido a su lado, Joey, laconozco de toda la vida. Creo que laconozco casi tan bien como me conozcoa mí mismo, y me gusta mucho más cómoes ella que cómo soy yo.

El soldado Warren rompió la

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terrible monotonía de aquel invierno.Me animaba y yo me daba cuenta de quetambién Topthorn agradecía las visitasque realizaba a las improvisadascaballerizas. Nunca llegó a saber el bienque nos hizo a los dos. Durante aquelinvierno horroroso hubo muchoscaballos que fueron al hospitalveterinario y nunca volvieron. Comotodos los caballos del ejército, nosesquilaban como si fuéramos caballosde caza, por lo que nuestros cuartosinferiores quedaban expuestos al barro ya la lluvia. Los más débiles fueron losque primero se resintieron, pues teníanpoca resistencia y cayeron en picado

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rápidamente. Pero Topthorn y yollegamos a la primavera, Topthornsobreviviendo a una tos grave quesacudía su impresionante cuerpo comosi tratara de arrancarle la vida desde elinterior. Fue el capitán Stewart quien losalvó, alimentándolo con puré caliente ytapándolo lo mejor que podía en losmomentos de tiempo más desapacible.

Y entonces, una noche gélida deprincipios de primavera, con nuestroslomos cubiertos de escarcha, lossoldados aparecieron en las caballerizasmás temprano de lo esperado. No habíasiquiera amanecido. Había sido unanoche de bombardeos incesantes. En el

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campamento reinaban un ajetreo y unaconmoción inusitados. No era uno de losejercicios rutinarios que cabía esperar.Los soldados llegaron a las caballerizascompletamente uniformados, con dosbandoleras, mochila de avituallamiento,rifle y espada. Fuimos ensillados yconducidos en silencio fuera delcampamento en dirección a la carretera.Los soldados hablaban de la batalla quetenían por delante, y las frustraciones ylos malhumores impuestos por lainactividad se esfumaron en cuantoempezaron a cantar sobre sus monturas.Y mi soldado Warren cantaba también,con tanto vigor como cualquiera de

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ellos. En la fría y nublada noche, elescuadrón se sumó al regimiento en loque quedaba de un pequeño pueblo enruinas habitado únicamente por gatos ypermaneció allí una hora a la espera,hasta que la pálida luz del amanecerascendió en el horizonte. Las armasseguían vociferando con rabia, y elsuelo, temblando bajo nosotros.Pasamos por delante de los hospitalesde campaña y de las armas ligeras antesde dirigirnos al trote hacia las trincherasde apoyo y vislumbrar por vez primerael campo de batalla. Había desolación ydestrucción por todas partes. Noquedaba ni un edificio intacto. En aquel

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terreno destrozado y devastado nocrecía ni una brizna de hierba. Loscánticos de mi alrededor seinterrumpieron y continuamosavanzando, sumidos en un siniestrosilencio, por delante de las trincherasabarrotadas de hombres, con lasbayonetas sujetas a sus rifles. Nosdieron algún que otro esporádico gritode ánimo cuando traqueteamos porencima de los tablones de madera antesde adentrarnos en la inhóspita tierra denadie, en un páramo sembrado dealambradas, de agujeros de obuses y dela terrible basura de la guerra. Depronto, las armas dejaron de disparar

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por encima de nuestras cabezas.Atravesamos la alambrada. Elescuadrón se desplegó en abanicoformando un amplio e irregular escalóny sonó la corneta. Noté las espuelashundiéndose en mis flancos y avancé altrote junto con Topthorn.

—Haz que me sienta orgulloso, Joey—dijo el soldado Warren,desenfundando la espada—. Haz que mesienta orgulloso.

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CAPÍTULO

8

Durante unos breves momentosavanzamos al trote que habíamospracticado durante el período deformación. En el espectral silencio de latierra de nadie sólo se oía el tintineo delos arneses y el resoplar de los caballos.Sorteamos los cráteres tratando demantenernos en línea recta en la medidade lo posible. Delante de nosotros, en loalto de una pequeña colina, se veían losmaltrechos restos de una hoguera y justo

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abajo, un atroz rollo de alambradaoxidada que se extendía hacia elhorizonte hasta donde alcanzaba la vista.

—Alambre —oí susurrar entredientes al soldado Warren—. Oh, Diosmío, Joey, dijeron que el alambre ya noestaría, dijeron que la infantería seencargaría del alambre. ¡Oh, Dios mío!

Íbamos ahora a medio galope y elenemigo seguía sin verse ni oírse. Lossoldados le gritaban a un adversarioinvisible, inclinados sobre el cuello desus caballos, con los sables extendidospor delante de ellos. Me impulsé algalope para mantenerme a la altura deTopthorn y, cuando lo hice, cayeron

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entre nosotros las primeras y terriblesgranadas, y abrieron fuego lasametralladoras. El manicomio de labatalla había empezado. A mi alrededorlos hombres gritaban y caían al suelo,mientras los caballos se encabritaban yrelinchaban en una agonía de miedo ydolor. El suelo explotaba por todoslados, levantando por los aires caballosy jinetes. Los proyectiles zumbaban yrugían por encima de nuestras cabezas ycada explosión nos parecía unterremoto. Pero el escuadrón continuabagalopando inexorablemente hacia laalambrada de lo alto de la colina, y yofui con ellos.

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Sobre mi espalda, el soldadoWarren me sujetaba con rodillas férreas.Tropecé una vez y noté que mi jineteperdía un estribo, por lo que disminuí elritmo para que pudiera recuperarlo.Topthorn seguía por delante de mí, conla cabeza levantada y la cola agitándosehacia uno y otro lado. Encontré másfuerza en mis patas y me precipité detrásde él. El soldado Warren rezaba en vozalta, pero sus oraciones setransformaron en palabrotas en cuantoempezó a ver la carnicería que teníalugar a su alrededor. Sólo unos pocoscaballos alcanzaron la alambrada yTopthorn y yo nos contamos entre ellos.

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De hecho, nuestros bombardeos habíanlogrado abrir algunos orificios en laalambrada y pudimos pasar entre ellos;de este modo llegamos a la primeralínea de trincheras enemigas, peroestaban vacías. Los disparos veníanahora de un punto más alto entre losárboles, de modo que el escuadrón, o loque quedaba de él, se reagrupó y seadentró al galope en el bosque, dondefue recibido por una línea de alambradaescondida en la arboleda. Algunos delos caballos tropezaron con el alambreantes de poder detenerse y allí sequedaron clavados, con sus jinetestratando febrilmente de liberarlos. Vi a

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un soldado desmontar a propósito encuanto vio a su caballo atrapado.Extrajo su rifle y disparó a su monturaantes de caer también muerto sobre laalambrada. En seguida me di cuenta deque no había salida, de que la únicamanera de superar aquello era saltandola alambrada, y cuando vi a Topthorn yal capitán Stewart saltar por el puntodonde el alambre estaba más bajo, losseguí y nos encontramos por fin entre elenemigo. Desde detrás de cualquierárbol, desde las trincheras repartidaspor todos lados, salieron corriendo consus cascos puntiagudos paracontraatacar. Pasaron de largo de

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nosotros, ignorándonos, hasta que nosvimos rodeados por una compañíaentera de soldados, apuntándonos consus rifles.

El retumbar de las bombas y elchisporroteo del fuego de rifle habíancesado de repente. Miré a mi alrededoren busca del resto del escuadrón ydescubrí que estábamos solos. Detrás denosotros, los caballos sin jinete, loúnico que quedaba de un orgullosoescuadrón de caballería, galopaban deregreso a nuestras trincheras, y la colinaestaba sembrada de muertos ymoribundos.

—Arroje la espada, soldado —dijo

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el capitán Stewart, inclinándose sobresu silla y tirando la suya propia al suelo—. Ya ha habido bastante carniceríainútil por hoy. No tiene ningún sentidoaumentarla. —Dirigió a Topthorn haciadonde estábamos nosotros y lo frenó conlas riendas—. Soldado, le dije en unaocasión que teníamos los mejorescaballos del escuadrón, y hoy nos handemostrado que son los mejorescaballos de todo el regimiento, de todoel condenado ejército… y no tienen niun rasguño. —Desmontó en cuanto seaproximaron los soldados alemanes y elsoldado Warren siguió su ejemplo. Sequedaron el uno junto al otro sujetando

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nuestras riendas mientras nos rodeaban.Miramos colina abajo, hacia el campode batalla. Había algunos caballospeleándose aún con las alambradas,pero uno a uno eran liberados de sudesgracia por el avance de la infanteríaalemana, que había recuperado ya sulínea de trincheras. Fueron los últimosdisparos de la batalla.

—Qué pérdida —dijo el capitán—.Qué pérdida más espantosa. Tal vezahora, cuando vean esto, entenderán queno se pueden enviar caballos a lucharcontra alambradas y ametralladoras. Talvez ahora se lo piensen de nuevo.

Los soldados que nos rodeaban se

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mostraban cautelosos y mantenían lasdistancias. Daba la impresión de que nosabían muy bien qué hacer con nosotros.

—¿Y los caballos, señor? —preguntó el soldado Warren—. Joey yTopthorn, ¿qué les pasará ahora?

—Lo mismo que a nosotros, soldado—respondió el capitán Stewart—. Sonprisioneros de guerra igual que nosotros.—Flanqueados por soldados que apenasdecían nada, fuimos escoltados hacia lacresta de la colina y descendimos luegoal valle. Éste seguía verde, pues aún nose había librado ninguna batalla en aquelterreno. Durante todo aquel rato, elsoldado Warren estuvo pasándome el

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brazo por encima del cuello paratranquilizarme, y entonces tuve lasensación de que empezaba a despedirsede mí.

Me habló flojito al oído.—No pienses que te dejarán venir

conmigo allí adonde me lleven, Joey.Me gustaría que así fuera, pero nopueden. Nunca te olvidaré. Te loprometo.

—No se preocupe, soldado —dijoel capitán Stewart—. Los alemanesaman a sus caballos tanto comonosotros. Estarán bien. De todasmaneras, Topthorn cuidará de su Joey,eso téngalo por seguro.

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Cuando salimos del bosque yllegamos al camino, nuestra escolta nosordenó detenernos. El capitán Stewart yel soldado Warren fueron conducidospor la carretera hacia un conjunto deedificios en ruinas que debió de ser ensu día un pueblo, mientras que Topthorny yo seguimos por el campo valle abajo.No hubo tiempo para despedidas largas,sólo para una breve caricia en el hocicoa cada uno de nosotros y se fueron.Mientras se alejaban, el capitán Stewartle pasó el brazo por el hombro alsoldado Warren.

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CAPÍTULO

9

Dos nerviosos soldados nos condujeronpor caminos rurales, huertos y a travésde un puente antes de amarrarnos junto auna tienda hospital a algunos kilómetrosde donde habíamos sido capturados. Unpuñado de soldados heridos se congregóen seguida a nuestro alrededor. Nosdieron golpecitos cariñosos y nosacariciaron, y yo empecé a menear lacola con impaciencia. Tenía hambre ysed y estaba rabioso porque me habían

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separado de mi soldado Warren.Se notaba que nadie sabía aún muy

bien qué hacer con nosotros hasta quesalió de la tienda un oficial con unabrigo largo de color gris y la cabezavendada. Era un hombre sumamente altoque sobrepasaba una cabeza entera atodos los demás. Su forma de andar y decomportarse dejaba constancia de queera un hombre claramente acostumbradoa ejercer la autoridad. El vendaje lecubría un ojo y dejaba visible sólo lamitad de la cara. Cuando se acercó anosotros me di cuenta de que cojeaba,que llevaba un aparatoso vendaje en unpie y necesitaba apoyarse en un bastón.

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Los soldados retrocedieron en cuantovieron que se aproximaba y se pusieronrígidos y atentos. Nos miró a los dos confranca admiración, moviendo la cabezade un lado a otro y suspirando a la vez.Se dirigió entonces a los soldados.

—Hay cientos como éstos muertosen nuestras alambradas. Y les digo unacosa: si hubiéramos tenido aunque sólofuera una pizca del coraje de estosanimales, a estas alturas estaríamos enParís y no holgazaneando aquí en elbarro. Estos dos caballos superaron unfuego infernal para llegar hasta aquí,fueron los únicos dos que loconsiguieron. No fue culpa suya que los

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enviaran a realizar una misiónimposible. No son animales de circo,son héroes, ¿lo entienden ustedes?Héroes, y como tales deberían sertratados. Y ustedes se quedan ahíboquiabiertos mirándolos. Ninguno deustedes está malherido y el médico estádemasiado ocupado para atenderlos eneste momento. De modo que quiero aestos caballos desensillados, aseados,alimentados y abrevados en seguida.Necesitarán avena y heno, y una mantacada uno, así que muévanse.

Los soldados se dispersaronrápidamente en todas direcciones y encuestión de minutos empezaron a

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prodigarnos todo tipo de patosasamabilidades a Topthorn y a mí. Se veíaque ninguno de ellos había tocado antesun caballo, pero ese detalle no nosimportó porque nos sentíamosagradecidos por el abundante forraje yel agua que nos habían traído. Aquellamañana no nos faltó de nada y el oficialestuvo todo el rato supervisando lasoperaciones desde debajo de losárboles, apoyado en su bastón. De vezen cuando se acercaba a nosotros y nosacariciaba el lomo y los cuartos,dándonos su aprobación y, sin dejar enningún momento de examinarnos,sermoneó a sus hombres sobre los

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puntos esenciales del cuidado de loscaballos. Al cabo de un rato se le sumóun hombre con bata blanca que salió dela tienda, despeinado, con la cara pálidade puro agotamiento. Tenía la batamanchada de sangre.

—Han llamado por teléfono desde elcuartel general preguntando por loscaballos, Herr Hauptmann —dijo elhombre de blanco—. Y dicen que losguardemos para el transporte deenfermos en camilla. Sé lo que piensa alrespecto, Hauptmann, pero me temo queno podrá quedárselos. Aquí losnecesitamos desesperadamente, y tal ycomo van las cosas, me temo que

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necesitaremos más. Éste no ha sido másque el primer ataque, llegarán otros.Esperamos una ofensiva sostenida, seráuna batalla muy larga. En ambos bandossomos iguales: en cuanto empezamosalgo parece que hemos de demostrar quellevamos la razón, y eso conlleva tiempoy vidas. Necesitaremos todo eltransporte de ambulancia que podamosconseguir, motorizado o a caballo.

El oficial se enderezó aún más y seencrespó de pura indignación. Verloavanzar hacia el hombre de blanco erauna visión formidable.

—¡Doctor, no puede poner a estosestupendos caballos de la caballería

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británica a tirar de carros! Cualquierade nuestros regimientos de caballería,mi propio regimiento de lanceros, dehecho, se sentiría orgulloso, abrumadoincluso, de tener entre sus filas a unascriaturas tan espléndidas como éstas. Nopuede hacerlo, doctor, no lo permitiré.

—Herr Hauptmann —dijo el doctor,cargándose de paciencia (era evidenteque no se sentía intimidado)—. ¿Creeusted de verdad que después de lalocura de esta mañana, cualquiera de losdos bandos volverá a utilizar lacaballería en esta guerra? ¿Acaso noentiende que necesitamos medios detransporte, Herr Hauptmann? ¿Y que los

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necesitamos ahora? Hay hombres,hombres valientes, alemanes e ingleses,yaciendo en camillas en las trincheras, yen este momento no disponemos detransporte suficiente para traerlos a estehospital. ¿Quiere que mueran todos,Herr Hauptmann? Dígamelo. ¿Quiereque mueran? Si pudiéramos enganchar aestos caballos a un carro, nos lostraerían hasta aquí a docenas. Nodisponemos de ambulancias suficientespara afrontar la situación, y las quetenemos se averían o se quedanencalladas en este lodazal. Por favor,Herr Hauptmann. Necesitamos su ayuda.

—El mundo —dijo el oficial

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alemán, moviendo la cabeza hacia uno yotro lado—, el mundo se ha vuelto loco.Cuando criaturas nobles como éstas seven obligadas a convertirse en bestiasde carga, es que el mundo se ha vueltoloco. Sin embargo, entiendo que tieneusted razón. Soy un lancero, Herrdoctor, pero incluso yo sé que loshombres son más importantes que loscaballos. De todos modos, ocúpese detener al cargo de ellos dos a alguien quesepa de caballos. No quiero unmecánico de dedos sucios poniéndolesla mano encima. Y debe indicarle queson caballos de montar. No aceptarán debuen grado ponerse a tirar de un carro,

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por muy noble que sea la causa.—Gracias, Herr Hauptmann —dijo

el doctor—. Es usted muy amable, perotenemos un problema. Estoy seguro deque estará de acuerdo en que, paraempezar, necesitarán que los maneje unexperto, sobre todo si nunca antes hansido enganchados a un carro. Elproblema es que aquí sólo dispongo deenfermeros. Cierto es que uno de elloshabía trabajado con caballos en unagranja antes de la guerra, pero si quiereque le diga la verdad, Herr Hauptmann,no dispongo de nadie que pueda manejara estos dos…, nadie excepto usted. Séque tiene que regresar al hospital base

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en el siguiente convoy de ambulancias,sin embargo el convoy en cuestión nollegará hasta esta noche. Y sé que esmucho pedir para un hombre herido,pero ya ve lo desesperado que estoy. Elgranjero de allá abajo dispone de varioscarros y me imagino que también tendrátodos los aparejos necesarios. ¿Qué medice, Herr Hauptmann? ¿Puedeayudarme?

El vendado oficial se acercócojeando a nosotros y nos acarició conternura el hocico. Sonrió a continuacióny movió afirmativamente la cabeza.

—Muy bien. Es un sacrilegio,doctor, un sacrilegio —dijo—. Pero si

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tiene que hacerse, mejor que lo haga yomismo y me encargue de que todo selleve a cabo correctamente.

De modo que la misma tarde del díaen que fuimos capturados, Topthorn y yonos vimos enganchados el uno junto alotro a un viejo carro de heno y, con eloficial dando órdenes a dos enfermeros,conducidos por los bosques hacia latormenta de disparos y los heridos quenos esperaban. Topthorn estuvo todo eltiempo en un estado de alarmaexagerado, pues era evidente que jamásen su vida había tirado de nada; y por finllegó mi turno de ayudarlo, de liderar lasituación, de compensarlo por todo lo

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que había hecho por mí y de consolarlo.El oficial nos guió al principio,cojeando a mi lado con su bastón, peropronto se sintió lo bastante confiadocomo para montar en el carro al lado delos dos enfermeros y tomar las riendas.

—Has trabajado anteriormente enesto, amigo mío —dijo—. Lo veo.Siempre supe que los británicos estabanlocos. Y ahora que sé que utilizancaballos como tú a modo de caballo decarga, acaban de confirmármelo. Y deeso va precisamente la guerra, amigomío. De averiguar quién de nosotros estámás loco. Y es evidente que vosotroslos británicos empezasteis con ventaja.

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Estabais locos de antemano.Toda aquella tarde hasta que

anocheció, mientras la batalla seguíacandente, realizamos varias caminatashasta el frente, cargamos camillas y lasarrastramos hasta el hospital decampaña. Eran varios kilómetros derecorrido por carreteras y caminosllenos de agujeros de obuses, ysembrados de cadáveres de mulas yhombres. El fuego de artillería eracontinuo por ambos lados. Siguiórugiendo todo el día por encima denuestras cabezas mientras los ejércitoscontinuaban lanzando a sus hombres aluchar en tierra de nadie. Los heridos

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que podían caminar avanzaban en tropelpor los caminos. Ya había visto aquellascaras grisáceas mirándonos desdedebajo de sus cascos en alguna parte. Loúnico distinto eran los uniformes: ahoraeran grises con adornos rojos, y loscascos ya no eran redondos con alaancha.

Era casi de noche cuando el oficialnos abandonó, despidiéndose denosotros y del médico desde la traserade una ambulancia que descendió dandobrincos por los campos hasta perdersede vista. El médico se dirigió entonces alos enfermeros que nos habíanacompañado durante toda la jornada.

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—Encargaos de que estos dos esténbien atendidos —dijo—. Han salvadovidas los dos, vidas de buenos alemanesy vidas de buenos ingleses. Se merecenlos mejores cuidados. Encargaos de queasí sea.

Aquella noche, por primera vezdesde que llegamos a la guerra,Topthorn y yo disfrutamos del lujo de unestablo. Sacaron a los cerdos y a lasgallinas del cobertizo de la granja quehabía enfrente de los campos dondeestaba instalado el hospital y noscondujeron hasta allí, donde nosencontramos con un pesebre lleno arebosar de heno dulce y con cubos de

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reconfortante agua fría.Aquella noche, después de

terminarnos el heno, Topthorn y yo nosacostamos juntos en el fondo delcobertizo. Yo estaba medio despierto ysólo podía pensar en mis doloridosmúsculos y mis inflamadas patas. Depronto se abrió la puerta y el establo seinundó de una parpadeante luzanaranjada. Detrás de la luz llegaron lospasos. Levantamos la vista y en aquelmomento me sentí embargado por unaespecie de pánico. Por un fugazmomento me imaginé que estaba denuevo en el establo de casa con la viejaZoey. La luz danzarina desencadenó en

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mí un estado de alarma, recordándomeal instante al padre de Albert. Me puseen pie de un brinco y me aparté de laluz, con Topthorn a mi ladoprotegiéndome. Pero cuando la vozhabló, no oí la voz ronca y bebida delpadre de Albert, sino un tono de vozsuave y gentil que correspondía a unachica, una niña. Vislumbré entonces quedetrás de la luz había dos figuras, unanciano, un anciano encorvado vestidocon ropa sencilla y zuecos, y a su ladouna niña, con la cabeza y los hombrosenvueltos en un chal.

—Aquí están, abuelo —dijo la niña—. Ya te dije que los habían traído aquí.

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¿Has visto alguna vez una cosa tanpreciosa? ¿Pueden ser míos, abuelo?¿Pueden ser míos, por favor?

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CAPÍTULO

10

Si es posible ser feliz en medio de unapesadilla, Topthorn y yo fuimos felicesaquel verano. Teníamos que realizartodos los días los penosos recorridoshasta el frente que, a pesar de las casicontinuas ofensivas y contraofensivas,se movía tan sólo unos pocos centenaresde metros en una dirección u otra. Laimagen de dos caballos tirando desdelas trincheras de un carro ambulancialleno de moribundos y heridos acabó

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convirtiéndose en una visión familiar alo largo de aquel accidentado trayecto.En más de una ocasión fuimos animadospor soldados en marcha que nosadelantaban. Y una vez, después de unadificultosa caminata, demasiadoagotados como para tener miedo,cruzando una cortina de fuegodevastadora que caía sobre el caminodelante y detrás de nosotros, uno de lossoldados con su guerrera llena de sangrey de barro se acercó a mi cabeza, merodeó el cuello con su brazo bueno y medio un beso.

—Gracias, amigo mío —dijo—.Nunca pensé que lograrían sacarnos de

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aquel infierno. Encontré esto ayer, ypensé en quedármelo, pero sé a quiénpertenece. —Y levantó el brazo y mecolgó al cuello una cinta embarrada. Desu extremo colgaba una cruz de hierro—. Tendrás que compartirla con tuamigo —dijo—. Me han dicho que soisingleses. Apuesto lo que quieras a quesois los primeros ingleses que obtienenuna cruz de hierro en esta guerra, y nome extrañaría que fuerais los últimos. —Los heridos que esperaban fuera de latienda hospital aplaudieron y nosvitorearon, y el alboroto hizo salir amédicos, enfermeros y pacientes de latienda para ver qué había que aplaudir

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en medio de tanta desgracia.Colgaron la cruz de hierro de un

clavo en la parte exterior de la puerta denuestro establo y en los pocos días detranquilidad de los que podíamosdisfrutar, cuando los bombardeoscesaban y no era necesario realizarnuestro recorrido hasta el frente, algunosde los heridos que podían andar bajabandesde el hospital a la granja pararendirnos una visita. Aquella adulaciónme dejaba perplejo, pero me encantaba,y asomaba la cabeza por encima de laelevada puerta del establo siempre quelos oía acercarse por el patio. Codo concodo, Topthorn y yo nos plantábamos en

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la puerta para recibir nuestra raciónilimitada de piropos y adoración, algoque, naturalmente, iba acompañado aveces de un regalo de bienvenida enforma de un terrón de azúcar o unamanzana.

Pero fueron los atardeceres de aquelverano lo que dejaría más huella en mimemoria. A menudo no llegábamos alpatio hasta que caía la noche; y allíestaban siempre esperándonos, junto a lapuerta del establo, la niña y el abueloque habían venido a vernos aquellaprimera noche. Los enfermeros nosdejaban a su cargo, y a nosotros ya nosiba bien, pues ellos no tenían ni idea de

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cómo tratar a los caballos. Fueron lapequeña Emilie y su abuelo los queinsistieron en ser ellos quienes seocuparan de nosotros. Nos aseaban ycuidaban nuestras heridas y golpes. Nosdaban de comer y beber y noscepillaban; además, siempre se lasapañaban para encontrar paja suficientecon la que proporcionarnos una camaseca y caliente. Emilie nos fabricó acada uno un flequillo para ponernossobre los ojos de modo que no nosmolestaran las moscas, y las cálidastardes de verano nos llevaba a pacer alprado que había más abajo de la granjay se quedaba con nosotros viéndonos

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pastar hasta que su abuelo nos llamaba.Emilie era una criatura menuda y

frágil, pero nos conducía de regreso a lagranja con total confianza, charlando sinparar sobre lo que había hecho duranteel día, sobre lo valientes que éramos ylo orgullosa que se sentía de nosotros.

Cuando llegó de nuevo el invierno yla hierba perdió su sabor y su calidadnutritiva, la niña se encaramaba alaltillo del establo y desde allí noslanzaba el heno. Luego se tendía en elsuelo para mirarnos a través de latrampilla cómo tirábamos del heno delpesebre y nos lo comíamos. Después,cuando su abuelo estaba ocupado con

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nosotros, ella parloteaba alegrementecontándonos que cuando fuera mayor,estuviera más fuerte, la guerra hubieraacabado y los soldados hubieran vueltoa casa, cabalgaría con nosotros por elbosque —de uno en uno, decía— y quenunca desearíamos otra cosa quequedarnos toda la vida con ella.

Topthorn y yo nos habíamosconvertido en auténticos veteranos, y talvez fuera eso lo que nos empujaba cadamañana hacia las trincheras bajo elrugido de las bombas, pero había algomás: la esperanza de que por la tardellegaríamos a nuestro establo y lapequeña Emilie estaría allí para

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consolarnos y querernos. Era eso lo queesperábamos y anhelábamos. Todos loscaballos sienten un cariño instintivohacia los niños, pues hablan con másdulzura que los mayores y su tamañoexcluye cualquier amenaza; pero Emilieera para nosotros una niña especial, yaque pasaba en nuestra compañía todoslos momentos que podía y nos prodigabamimos. Estaba con nosotros hasta lastantas de la noche dándonos masajes ycuidándonos las pezuñas, y volvía aestar allí al amanecer para controlar quenos alimentásemos debidamente antes deque los enfermeros vinieran a pornosotros para engancharnos al carro

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ambulancia. Se encaramaba al muro quehabía junto al estanque y nos despedíadesde allí con la mano, y aunque nuncapude volverme a mirar, sabía quepermanecía sin moverse hasta que nosperdíamos de vista por el camino. Ydespués volvía a estar presente cuandoregresábamos a última hora de la tarde,aplaudiendo emocionada mientras veíacómo nos desenganchaban.

Pero una noche, a principios deinvierno, no estaba allí para recibirnoscomo siempre. Aquel día habíamosestado trabajando incluso más duro delo habitual, pues las primeras nieveshabían bloqueado el camino hasta las

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trincheras, excepto para vehículostirados por caballos, y habíamos tenidoque realizar el doble de viajes paratransportar a los heridos. Agotados,hambrientos y sedientos, fuimosconducidos al establo por el abuelo deEmilie, que no abrió la boca en todo elrato y se ocupó rápidamente de nosotrosantes de atravesar corriendo el patiopara regresar a la granja. Topthorn y yopasamos el resto de la tarde pegados ala puerta del establo viendo caer unaligera nevada y observando laparpadeante luz de la casa. Sabíamosque algo iba mal antes de que regresarael anciano a contárnoslo.

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Vino cuando era ya de noche, consus pisadas sobre la nieve emitiendo unruido sordo. Había preparado los cubosde puré caliente que nos habíamosacostumbrado a esperar y se sentó en lapaja bajo la luz de la lámpara paravernos comer.

—Reza por vosotros —dijo,moviendo lentamente la cabeza—.¿Sabíais que todas las noches antes deacostarse reza por vosotros? La he oídohacerlo. Reza por su padre y por sumadre, que están muertos…, los mataronsólo una semana después de queempezara la guerra. Una bomba, bastócon eso. Y reza por su hermano, al que

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nunca volverá a ver: sólo diecisieteaños y ni siquiera tiene sepultura. Escomo si no hubiera vivido nunca,excepto en nuestra cabeza. Después rezapor mí y para que la guerra pase delargo de la granja y nos deje tranquilos,y al final, por vosotros dos. Rezapidiendo dos cosas: primero, que ambossobreviváis a la guerra y lleguéis aviejos, y en segundo lugar, que si lohacéis, ella pueda estar aquí convosotros. Apenas tiene trece años, miEmilie, y ahora está acostada en suhabitación y no sé si llegará a ver elpróximo amanecer. El médico alemándel hospital me ha dicho que es

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neumonía. Es un buen médico, aunsiendo alemán. Ha hecho todo lo que hapodido, ahora depende de Dios, y hastael momento, Dios no se ha portado muybien con mi familia. Si se va, si Emiliese muere, se apagará la única luz quequeda en mi vida. —Levantó la vista,nos miró a través de sus arrugados ojosy se secó las lágrimas de la cara—. Sicomprendéis algo de lo que acabo dedeciros, rezad por ella a quienquieraque sea el dios de los caballos al querecéis, rezad por ella igual que ella lohace por vosotros.

Aquella noche hubo un fuertebombardeo. Los enfermeros vinieron a

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por nosotros antes del amanecer y nossacaron a la nieve para engancharnos alcarro. No había ni rastro de Emilie ni desu abuelo. Tirando del carro por lanieve virgen recién caída, Topthorn y yotuvimos que recurrir a todas nuestrasfuerzas simplemente para arrastrar elcarro vacío hasta el frente. La nievecamuflaba a la perfección los surcos ylos agujeros, por lo que nos costó muchoavanzar y salir de la nieve amontonada ydel fango acumulado debajo.

Conseguimos llegar al frente, perosólo gracias a la ayuda de los dosenfermeros, que saltaron del carrocuando nos vimos en apuros e hicieron

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girar las ruedas a mano hasta conseguirliberarlas para que el carro volviera acoger inercia sobre la nieve.

El pabellón de urgencias decampaña montado detrás de la primeralínea estaba abarrotado de heridos ytuvimos que volver con una carga máspesada que nunca, pero por suerte elcamino de regreso era en su mayor partecuesta abajo. De repente alguien seacordó de que era la mañana deNavidad y los hombres estuvieroncantando melodiosos villancicos durantetodo el camino de vuelta. En su mayoríaeran heridos cegados por el gas yalgunos lloraban, sin dejar de cantar, el

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dolor de haber perdido la vista. Aqueldía hicimos muchos viajes y sóloparamos cuando en el hospital ya nocabía nadie más.

Cuando llegamos a la granja hacíaya una noche estrellada. Losbombardeos habían cesado. No habíallamaradas que iluminasen el cielo yocultasen las estrellas. Durante el últimotrayecto no hubo ni un solo disparo. Lanieve del patio crujía por el hielo. Ennuestro establo había luz, y el abuelo deEmilie salió al oír que llegábamos y lecogió las riendas al enfermero.

—Hace una buena noche —nos dijoal conducirnos hacia dentro—. Una

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buena noche y todo va bien. Ahí tenéispuré, heno y agua…, esta noche os doyración extra, no sólo porque hace frío,sino porque habéis rezado. Debéis dehaberle rezado a ese dios de loscaballos que tenéis, porque a la hora decomer, Emilie se ha despertado, se haincorporado y ¿sabéis qué es lo primeroque ha dicho? Os lo diré. Ha dicho:«Tengo que levantarme para prepararlesel puré para cuando regresen. Tendránfrío y estarán cansados». La únicamanera que ese médico alemán ha tenidode conseguir que se quede en cama hasido prometerle que esta noche os daríaraciones extras, y luego me ha hecho

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darle mi palabra de que seguiremosdándolas mientras dure el frío delinvierno. Así que entrad, preciosidades,y comed hasta hartaros. Todos hemostenido hoy nuestro regalo de Navidad,¿verdad? Todo va bien, os lo digo enserio. Todo va bien.

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CAPÍTULO

11

Y todo continuaría bien, al menosdurante un tiempo. Porque aquellaprimavera, de repente, la guerra se alejóde nosotros. Sabíamos que no habíaacabado porque aún oíamos a lo lejos elestruendo de los disparos y los soldadoscruzaban de vez en cuando el patio de lagranja en dirección al frente. Pero ahorahabía menos heridos que transportar ycada vez nos necesitaban con menorfrecuencia para tirar de nuestro carro

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ambulancia desde las trincheras. Casi adiario, Topthorn y yo salíamos a comerhierba del prado que había junto alestanque, pero las noches seguían siendofrías, helaba ocasionalmente y nuestraEmilie siempre venía a buscarnos parahacernos entrar antes de queanocheciera. No necesitaba guiarnos. Lebastaba con llamarnos y la seguíamos.

Emilie estaba aún débil comoconsecuencia de su enfermedad y tosíamucho cuando trajinaba con nosotros enel establo. Alguna vez se subía a miespalda y yo la paseaba con cuidado porel patio y hasta el prado, con Topthornsiguiéndonos de cerca. Conmigo no

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utilizaba riendas ni silla ni freno deboca, ni siquiera espuelas, y se sentabaa horcajadas, no como una señorita, sinocomo una amiga. Topthorn era más altoy más ancho que yo y a Emilie leresultaba más complicado montarlo ymás difícil incluso bajar de él. A vecesme utilizaba como peldaño para subir aTopthorn, pero era una maniobratrabajosa para ella y más de una vez sehabía caído en el intento.

Pero entre Topthorn y yo nunca hubocelos y él estaba encantado caminando apaso lento a nuestro lado y llevándolasiempre que a ella le apetecía. Unatarde, estábamos fuera en el prado

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protegiéndonos del calor del nuevo solde verano a la sombra del castaño,cuando oímos el sonido de un convoy decamiones que volvía del frente. Cuandollegaron a la cerca de la granja, nosllamaron y los reconocimos como losenfermeros, enfermeras y médicos delhospital de campaña. En cuanto elconvoy se detuvo en el patio, corrimosal galope hasta la valla que había juntoal estanque y asomamos la cabeza porencima. Emilie y su abuelo salieron delcobertizo donde estaban ordeñando lasvacas y se pusieron a hablar con eldoctor. De pronto nos encontramossitiados por todos los enfermeros que

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tan bien habíamos llegado a conocer. Seencaramaron a la valla para darnosgolpecitos y acariciarnos con muchocariño. Estaban eufóricos, aunque tristesal mismo tiempo. Emilie corrió hacianosotros gritando y chillando.

—Sabía que pasaría —dijo—. Losabía. Recé para que pasara y hapasado. Ya no os necesitan más para quetiréis de sus carros. Trasladan elhospital valle arriba. Se ve que por allíse está librando una gran batalla y poreso se marchan. Pero no quierenllevaros con ellos. Ese médico tanamable le ha dicho al abuelo que podéisquedaros los dos, que es una especie de

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pago por el carro que han utilizado y lacomida que cogieron, y porque os hemoscuidado a lo largo del invierno. Diceque podéis quedaros y trabajar en lagranja hasta que el ejército os necesitede nuevo…, y nunca os necesitarán, y sialguna vez lo hicieran, yo os escondería.Nunca dejaremos que se os lleven,¿verdad, abuelo? Nunca jamás.

Y así, después de una larga y tristedespedida, el convoy siguió su caminoenvuelto en una nube de polvo y nosquedamos solos y en paz con Emilie y suabuelo. La paz resultaría dulce, peroefímera.

Para satisfacción mía, me encontré

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una vez más convertido en caballo degranja. Con Topthorn enjaezado a milado, salimos a trabajar al día siguientepara segar y revolver el heno. CuandoEmilie protestó después de aquella largajornada en el campo diciéndole a suabuelo que nos hacía trabajar demasiadoduro, él le puso las manos en loshombros y le dijo:

—Tonterías, Emilie. Les gustatrabajar. Necesitan trabajar. Y, además,la única manera de seguir adelante,Emilie, es continuar igual que antes. Lossoldados se han marchado y si nos loproponemos lo suficiente, quizá tambiénse marche la guerra. Tenemos que vivir

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como siempre hemos vivido, segandonuestro heno, recogiendo nuestrasmanzanas y labrando nuestra tierra. Nopodemos vivir como si el mañana noexistiera. Sólo podremos vivir si nosalimentamos, y nuestro alimento procedede la tierra. Debemos trabajar la tierrasi queremos vivir, y estos dos deberántrabajar con nosotros. A ellos no lesimporta, les gusta trabajar. Míralos,Emilie, ¿los ves infelices?

Para Topthorn, la transición de tirarde un carro ambulancia a tirar de uncarro de heno no fue complicada y seadaptó con facilidad; y para mí fue hacerrealidad un sueño que había tenido

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muchísimas veces desde que dejé migranja en Devon. Volvía a trabajar congente feliz y sonriente que cuidaba demí . Topthorn y yo iniciamos aquellacosecha con entusiasmo, arrastrando lospesados carros de heno hasta losgraneros donde Emilie y su abuelo losdescargaban. Y Emilie siguióatendiéndonos con amor, nos curaba enseguida cualquier arañazo o golpe quepudiéramos sufrir y nunca permitió quesu abuelo nos hiciese trabajar largo ratopor mucho que él se opusiera. Pero elregreso a la vida pacífica de una granjano podía durar siempre, y menos enplena guerra.

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Teníamos casi todo el heno recogidocuando una tarde aparecieron de nuevolos soldados. Estábamos en los establoscuando oímos el sonido de cascosaproximándose y el retumbar de lasruedas sobre los adoquines cuando lacolumna entró al trote en el patio. Loscaballos, de seis en seis, iban sujetos aunos cañones enormes y se detuvieronen seco, resoplando y bufando deagotamiento. Cada pareja iba montadapor hombres que lucían una expresiónseria debajo de sus cascos grises. Enseguida me di cuenta de que no eran losamables enfermeros que se habíandespedido de nosotros hacía escasas

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semanas. Eran caras desconocidas ydesagradables y su mirada transmitíauna novedosa sensación de alarma yurgencia. Pocos de ellos reían, nisiquiera sonreían. Era una raza dehombres distinta a la que habíamos vistoanteriormente. Sólo un soldado entradoen años, que guiaba el carro de lasmuniciones, se acercó para acariciarnosy hablarle con cariño a Emilie.

Después de un breve diálogo con elabuelo de Emilie, los soldados deartillería se instalaron en nuestro pradopara dormir allí aquella noche yabrevaron a los caballos en nuestroestanque. Topthorn y yo estábamos

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excitados con la llegada de nuevoscaballos y pasamos toda la tarderelinchándoles con la cabeza asomadapor encima de la puerta del establo,pero ellos estaban tan cansados queapenas nos respondieron. Por la noche,Emilie vino a contarnos cosas sobre lossoldados y vimos que estabapreocupada, pues hablaba muy bajito.

—Al abuelo no le gusta que esténaquí —nos dijo—. No confía en eloficial, dice que tiene ojos de avispa yque en las avispas no se puede confiar.Pero se irán por la mañana yvolveremos a estar solos.

A primera hora de la mañana

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siguiente, cuando la oscuridad de lanoche abandonó el cielo, llegó una visitaa nuestros establos. Era un hombrepálido y delgado, vestido con ununiforme polvoriento, que se puso amirar por encima de la puerta paraexaminarnos. Tenía unos ojos quesobresalían de su cara, como si tuvierasiempre la mirada fija, y llevaba unasgafas metálicas a través de las cualesnos miró con determinación, moviendomientras tanto la cabezaafirmativamente. Se quedó allí unosminutos y luego se fue.

La luz de día despertó a lossoldados de artillería, que se

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congregaron en el patio, listos parapartir. Oímos entonces que llamaban confuerza e insistencia a la puerta de lagranja y vimos a Emilie y a su abuelosalir al patio vestidos aún en pijama.

—Sus caballos, monsieur —anuncióescuetamente el oficial con gafas—. Nosllevamos sus caballos. Tengo un equipocon sólo cuatro caballos y necesito dosmás. Tienen buena pinta, son animalesfuertes y aprenderán con rapidez. Noslos llevamos.

—Pero ¿cómo voy a trabajar en migranja sin caballos? —dijo el abuelo deEmilie—. No son más que caballos degranja, no podrán tirar del armamento.

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—Señor —dijo el oficial—,estamos en guerra y necesito caballospara mi armamento. Tengo quellevármelos. Lo que usted haga en sugranja es asunto suyo, pero necesito loscaballos. El ejército los necesita.

—¡No puede hacerlo! —gritó Emilie—. Son mis caballos. No puedellevárselos. No se los des, abuelo, porfavor, no se los des.

El anciano se encogió de hombroscon tristeza.

—Pequeña —dijo en voz baja—.¿Qué quieres que haga? ¿Cómo puedoimpedirlo? ¿Sugieres que los corte apedazos con mi guadaña o que los

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agreda con el hacha? No, hija mía,sabíamos que esto podía ocurrir algúndía, ¿no? Hemos hablado de ello amenudo, ¿verdad? Sabíamos que un díase irían. No quiero lágrimas delante deesta gente. Tienes que ser orgullosa yfuerte como lo fue tu hermano, y nopermitiré que te debilites delante deellos. Ve a despedirte de los caballos,Emilie, y sé valiente.

La pequeña Emilie nos condujohacia la parte trasera del establo y nospuso nuestros cabestros, colocándonoscon todo su esmero la crin para que nose nos enganchara con la cuerda. Luegonos abrazó, inclinó la cabeza sobre cada

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uno de nosotros y nos dijo llorando:—Volved. Por favor, volved

conmigo. Me moriré si no volvéis. —Sesecó las lágrimas y se arregló el peloantes de abrir la puerta del establo ysacarnos al patio. Nos condujodirectamente hacia el oficial y le entrególas riendas—. Quiero que vuelvan —dijo, con la voz fuerte, casi rabiosa—.Simplemente se los presto. Son miscaballos. Aquí está su lugar.Aliméntelos bien y cuídelos, y asegúresede que vuelven. —Y pasó por el lado desu abuelo para entrar en la casa sinsiquiera volver la cabeza.

Cuando abandonamos la granja,

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arrastrándonos de mala gana detrás delcarro de las municiones, me volví y vique el abuelo de Emilie seguía en elpatio. Sonreía y se despedía de nosotrosagitando la mano con los ojos llenos delágrimas. Pero entonces la cuerda tirócon violencia de mi cuello y me obligó acaminar al trote, lo que me llevó arecordar aquella otra ocasión en la queme habían atado a un carro y me habíanarrastrado en contra de mi voluntad.Esta vez, al menos, tenía a Topthornconmigo.

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CAPÍTULO

12

Quizá fue el contraste con aquellospocos meses idílicos que habíamospasado con Emilie y su abuelo lo queconvirtió lo que vino después en unaexperiencia tremendamente dura yamarga para Topthorn y para mí; o quizáfue tan sólo que en aquel momento laguerra era cada vez más terrible. Habíaahora zonas en las que los cañonesestaban alineados a escasos metros dedistancia entre ellos a lo largo de

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kilómetros y kilómetros, y cuandodisparaban su furia, la tierra temblababajo nuestros pies. Las columnas deheridos eran interminables y el campoestaba asolado por completo detrás delas trincheras.

El trabajo en sí no era más duro queel que habíamos llevado a cabo cuandotirábamos del carro ambulancia, pero yano disponíamos de un establo todas lasnoches y, naturalmente, ya no podíamosconfiar en la protección de Emilie. Depronto, la guerra había dejado de serlejana. Volvíamos a encontrarnos enmedio del terrible ruido y el hedor de labatalla, tirábamos por el lodazal de

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nuestro cañón, instados, a veces alatigazos, por hombres que demostrabanmuy poco cuidado o interés por nuestrobienestar mientras transportábamos elarmamento a donde tenía que ir. No esque fueran hombres crueles, sino quesimplemente parecían impulsados poruna compulsión terrible que no dejabalugar ni tiempo a las simpatías ni a laconsideración entre ellos ni hacianosotros.

El alimento era ahora más escaso. Amedida que se acercaba el inviernorecibíamos nuestra ración de maíz sólode vez en cuando y la ración de heno eraexigua. Ambos empezamos a perder

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peso y forma física. Por otro lado, lasbatallas eran cada vez más frenéticas yprolongadas, y nosotros trabajábamosmás duro y más horas tirando del cañón;estábamos permanentemente doloridos yhelados. Acabábamos la jornadacubiertos de una capa de fango gélidoque nos calaba y nos congelaba loshuesos.

El equipo de nuestro cañón estabaintegrado por un variopinto grupo deseis caballos. De los cuatro caballos alos que nos sumamos, sólo uno tenía laaltura y la fuerza necesarias para tirar deuna arma como aquélla, una mole decaballo al que llamaban Heinie y que se

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mostraba imperturbable a todo lo quesucedía a su alrededor. El resto delequipo intentaba seguir su ejemplo, perosólo lo conseguía Topthorn. Heinie yTopthorn eran la pareja líder, y yoseguía el paso de Topthorn al lado de uncaballito flaco y nervudo al quellamaban Coco. Tenía un montón demanchas blancas en la cara que amenudo incitaba las risas de lossoldados cuando pasábamos por delantede ellos. Pero Coco no tenía nada dedivertido: tenía el carácter másdesagradable de cuantos caballos heconocido. Cuando Coco comía, nadie, nicaballo ni hombre, podía aventurarse a

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estar a una distancia desde la que Cocopudiera morder o disparar una coz.Detrás llevábamos una pareja perfectade pequeños ponis de color pardo concrin y cola rubia. Nadie podíasepararlos, incluso los soldados sereferían a ellos no por su nombre, sinosimplemente como «los dos Haflingerdorados». Eran hermosos y simpáticos,y por ello recibían mucha atención eincluso un poco de afecto por parte delos artilleros. Debían de resultar unavisión incongruente, aunque alegre, paralos agotados soldados cuandocruzábamos al trote los pueblos enruinas de camino hacia el frente. Nadie

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ponía en duda que trabajaban tan durocomo el resto y que, pese a su tamañoinferior, eran tan resistentes comonosotros; pero cuando íbamos a mediogalope nos frenaban, nos ralentizaban yperdíamos el ritmo como equipo.

Por extraño que pueda parecer, fueel gigante Heinie el primero en mostrarsignos de debilidad. El frío y blandobarro y la falta de forraje a lo largo deaquel horroroso invierno empezaron aachicar su enorme estructura y encuestión de meses quedó reducido a unapobre criatura de aspecto flacucho. Demodo que, para satisfacción mía, loconfieso, me cambiaron para formar

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pareja líder con Topthorn, y Heiniepasó atrás para tirar al lado del pequeñoCoco, que había iniciado aquel supliciocon poca energía de reserva. Amboscayeron rápidamente en picado hastaque los dos sólo sirvieron para tirar ensuelos duros y llanos, y como apenasnos movíamos en terrenos de esascaracterísticas, pronto dejaron de serútiles para el equipo y hacían muchomás arduo el trabajo para el resto denosotros.

Pasamos las noches en el frente conel barro helado llegándonos hasta loscorvejones, en condiciones muchopeores que las de aquel primer invierno

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de guerra en el que Topthorn y yoéramos caballos de caballería.Entonces, cada caballo tenía un soldadoque hacía todo lo posible por nosotros ynos confortaba, pero ahora la primeraprioridad era la eficiencia del arma ynosotros ocupábamos un triste segundoplano. Éramos simples caballos detrabajo y como tales nos trataban.También los artilleros estabanmacilentos por el hambre y elagotamiento. La supervivencia era loúnico que en ese momento lesimportaba. Sólo aquel amable artilleroanciano en quien me fijé el primer díacuando se nos llevaron de la granja

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parecía disponer de tiempo paranosotros. Nos alimentaba con trozos depan negro duro y estaba más rato connosotros que con sus compañeros, aquienes parecía evitar en todo loposible. Era un hombre desaliñado ycorpulento, con una incesante risitanerviosa y que hablaba más para símismo que para los demás.

Los efectos de la exposicióncontinuada al frío, la falta de alimento yel trabajo duro eran patentes en todosnosotros. Apenas nos crecía pelo en laparte inferior de las patas y la piel deaquella zona se había convertido en unamasijo de llagas agrietadas. Incluso los

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pequeños y robustos Haglingerempezaron a perder su forma física.Como a todos los demás, cada paso quedaba me resultaba espantosamentedoloroso, sobre todo en las patasdelanteras, que estaban agrietándose demala manera de rodillas para abajo, y nohabía caballo en el equipo que noanduviera cojo. Los veterinarios nostrataban lo mejor que podían, e inclusolos artilleros más insensibles semostraban inquietos al ver cómoempeoraba nuestra situación, pero nohabía nada que hacer hasta que el fangodesapareciera.

Los veterinarios del campamento

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estaban desesperados y dejaban en lareserva a todos los que podían para quedescansaran y se recuperasen, perohabía algunos que se habían deterioradohasta tal punto que se los llevaban y lespegaban un tiro después de que elveterinario los examinara. Heinie semarchó una mañana y pasamos por sulado cuando yacía en el fango, como eldesecho de un caballo; y lo mismoacabó sucediendo con Coco, que recibióen el cuello el impacto de la metralla ytuvo que ser aniquilado en la cuneta enel mismo lugar donde había caído. Porpoco que fuera de mi agrado —y era unabestia virulenta—, fue una escena

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lastimosa y terrible ver abandonado enuna zanja a un compañero junto al quehabía estado tirando tanto tiempo.

Los pequeños Haflingerpermanecieron con nosotros durantetodo el invierno, forzando sus fornidoslomos y tirando con toda la potencia quepodían reunir. Eran amables ybondadosos, sin una pizca deagresividad en su valerosa alma, yTopthorn y yo acabamos queriéndolosmucho. A su vez, ellos buscaron nuestroapoyo y amistad, y nosotros les dimosde buena gana ambas cosas.

Me di cuenta por primera vez de queTopthorn flaqueaba cuando noté que me

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tocaba tirar del cañón con más fuerzaque antes. Estábamos vadeando unarroyo cuando las ruedas del cañón sequedaron atrancadas en el barro. Mevolví en seguida para mirarlo y lo vimoviéndose pesadamente y avanzando apaso lento. Sus ojos me mostraron eldolor que sufría y tiré todo lo que pudepara disminuirle la presión.

Aquella noche, con la lluvia cayendoimplacable sobre nuestros lomos,permanecí de pie cobijándolo mientrasél se acostaba en el fango. No se tendióboca abajo como siempre hacía, sinoque se colocó de costado, levantando lacabeza alguna que otra vez cuando los

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espasmos de tos convulsionaban sucuerpo. Tosió de forma intermitentedurante toda la noche y durmió aintervalos. Estaba preocupado por él ylo acaricié con el hocico y lo lamí paraintentar mantenerlo con calor yreconfortarlo, para que supiera que noestaba solo en su dolor. Me consolé conla idea de que nunca había visto uncaballo con la fuerza y la resistencia deTopthorn, y estaba seguro de quedisponía de una gran reserva defortaleza para combatir su enfermedad.

Y efectivamente, a la mañanasiguiente estaba en pie antes de que losartilleros vinieran a darnos nuestra

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ración de maíz, y aunque más cabizbajode lo habitual y moviéndosepesadamente, vi que tendría fuerzas parasobrevivir si conseguía descansar.

Sin embargo, cuando aquel día vinoel veterinario, me di cuenta de queestuvo examinando a Topthorn largo ytendido, y auscultándole el pecho conatención.

—Es fuerte —oí que le decía aloficial con gafas, un hombre que no eradel agrado de nadie, ni de caballos ni dehombres—. Aquí hay buena raza,demasiado buena quizá, Herr Major,bien podría ser su perdición. Esdemasiado bueno para tirar de esa arma.

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Yo lo retiraría, pero sé que no disponede ningún caballo para sustituirlo,¿verdad? Seguirá adelante, me imagino,pero tómeselo con calma con él, HerrMajor. Que el equipo vaya lo más lentoposible o se quedará sin equipo, y sin suequipo, el cañón le servirá de bienpoco, ¿no cree?

—Tendrá que hacer lo que losdemás hagan, Herr doctor —dijo elmayor con un tono de voz frío como elacero—. Ni más ni menos. No puedohacer excepciones. Si lo da por bueno,es que está bien, y punto.

—Está bien para continuar —dijo elveterinario a regañadientes—. Pero le

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pongo sobre aviso, Herr Major. Debetener cuidado.

—Hacemos lo que podemos —dijoel mayor empleando un tono despectivo.Y en justicia hay que decir que lohacían. Era el barro lo que nos estabamatando uno a uno, el barro y la falta deun tejado y de alimento.

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CAPÍTULO

13

Topthorn inició aquella primaveraseveramente debilitado por suenfermedad y sin librarse de su tosronca, pero había sobrevivido. Amboshabíamos sobrevivido. Ahoraavanzábamos sobre suelo firme y lahierba crecía una vez más en loscampos, de modo que nuestros cuerposempezaron a rellenarse y nuestro pelajeperdió su aspecto andrajoso para relucirde nuevo bajo el sol. El sol brillaba

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también sobre los soldados, cuyosuniformes grises y rojos se manteníanmás limpios. Ahora se afeitaban conmayor frecuencia y empezaron, igual quecada primavera, a hablar sobre el finalde la guerra y sobre su casa, sobre cómoel siguiente ataque acabaría con todo ysobre cómo muy pronto volverían a vera sus familias. Se sentían más felices y,en consecuencia, nos trataban muchomejor. Las raciones aumentaron ademásgracias al cambio de clima, y el equipoavanzaba con nuevo entusiasmo ymotivación. Las llagas desaparecieronde nuestras patas y cada día teníamos elestómago lleno; comíamos en

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abundancia toda la hierba y avena quepodíamos.

Los dos pequeños Haflinger bufabany resoplaban detrás de nosotros y nosdejaban en evidencia a Topthorn y a mícon su galope, algo que no habíamossido capaces de conseguir en todo elinvierno, por mucho que nuestrosconductores nos azotaran con el látigo.Nuestra recuperada salud y el optimismode los soldados, que ahora cantaban ysilbaban, nos aportaba una nuevasensación de euforia mientras seguíamosarrastrando los cañones por caminosllenos de hoyos rumbo hacia otraposición.

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Aquel verano no tuvimos batallas.Había siempre algún que otro tiroteo ybombardeo esporádico, pero losejércitos se contentaban con enseñarselos dientes y amenazarse sin llegarnunca al enfrentamiento. A lo lejos,claro está, oíamos en el frente la furiarenovada de la ofensiva de primavera,pero no había necesidad de trasladarcañones y pasamos aquel verano en unestado relativo de paz, alejados delfrente. La ociosidad, el aburrimientoincluso, cayó sobre nosotros mientraspacíamos en los exuberantes prados deranúnculo y hasta engordamos por vezprimera desde nuestra llegada a la

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guerra. Tal vez fuera porqueengordamos demasiado por lo queTopthorn y yo fuimos elegidos para tirardel carro de las municiones desde laestación de inicio de la línea delferrocarril, a varios kilómetros dedistancia, hasta el frente de artillería, yasí fue como nos encontramos al mandodel amable y anciano soldado que tanbien se había portado con nosotrosdurante el invierno.

Todo el mundo lo llamaba viejoloco Friedrich. Pensaban que estabaloco porque hablaba solo sin cesar ycuando no hablaba, reía con ganas poralgún chiste privado que jamás

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compartía con nadie. El viejo locoFriedrich era el soldado anciano al queponían a trabajar en tareas que nadiequería hacer porque era complaciente ytodos lo sabían.

Con el calor y el polvo resultaba untrabajo tedioso y extenuante querápidamente se llevó el exceso de pesoque pudiéramos tener y empezó una vezmás a agotar nuestra energía. El carrosiempre pesaba demasiado paranosotros porque en la estación delferrocarril, y por mucho que protestaraFriedrich, siempre insistían en cargarlocon el máximo de bombas posible. Sereían de él, no le hacían ni caso y

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cargaban la munición. De camino devuelta a las filas de la artillería,Friedrich subía a pie las colinas,guiándonos lentamente porque sabía loque debía de pesar el carro. Nosdeteníamos a menudo para descansar yél se aseguraba de que tuviéramos máscomida que el resto de los caballos, quedurante aquel verano estaban dedescanso.

Acabamos esperando con ilusión lallegada de la mañana, cuando Friedrichvenía a darnos de comer, nos colocabael arnés y dejábamos atrás el ruido y elajetreo del campamento. Prontodescubrimos que Friedrich no estaba

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loco en absoluto, sino que erasimplemente un hombre bondadoso yamable cuyo carácter clamaba contra elhecho de tener que combatir en unaguerra. Nos confesó, mientrasavanzábamos pesadamente por elcamino que conducía a la estación, quelo único que deseaba era regresar a lacarnicería que tenía en Schleiden, y quesi hablaba solo era porque tenía lasensación de que él mismo era el únicoque comprendía o escuchaba lo quedecía. Nos contó que se reía de símismo porque, de no reírse, se echaría allorar.

—Os lo digo, amigos míos —nos

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dijo un día—. Os digo que soy el únicohombre cuerdo del regimiento. Son losdemás los que están locos, pero no losaben. Libran una guerra y no saben paraqué. ¿Acaso no es eso una locura?¿Cómo puede un hombre matar a otro sinsaber por qué motivo lo hace,exceptuando que el otro viste ununiforme de un color distinto y habla unidioma diferente? ¡Y es a mí a quienllaman loco! Sois las dos únicascriaturas racionales que he conocido enesta oscura guerra e, igual que sucedeconmigo, la única razón por la que estáisen ella es porque os trajeron aquí. Situviera la valentía suficiente (y no la

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tengo), seguiríamos adelante por estecamino y no regresaríamos jamás. Perome fusilarían en cuanto me atraparan, ymi esposa, mis hijos, mi madre y mipadre tendrían que sufrir esa vergüenzapara siempre. Tal y como están lascosas, voy a sobrevivir a esta guerracomo el «viejo loco Friedrich», parapoder regresar a Schleiden yconvertirme de nuevo en el carniceroFriedrich que todo el mundo conocía yrespetaba antes de que empezara estelío.

A medida que fueron pasando lassemanas, se hizo evidente que aFriedrich le gustaba especialmente

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Topthorn. Sabiendo que había estadoenfermo, le dedicaba más tiempo ycuidados y le curaba la más pequeñallaga antes de que empeorase y lehiciera la vida más difícil a micompañero. También era amableconmigo, pero pienso que nunca sintiópor mí el mismo cariño. Me daba cuentade que a menudo se quedaba rezagadocontemplando a Topthorn con unamirada de amor y resplandecienteadmiración. Había una especie deempatía entre ellos, la que siente unsoldado hacia otro.

El verano pasó despacio y setransformó en otoño. Quedó claro

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entonces que nuestro tiempo conFriedrich tocaba a su fin. A aquellasalturas, era tal el apego que Friedrichsentía por Topthorn que se presentóvoluntario para montarlo en losejercicios del equipo de cañoneros queprecederían a la campaña de otoño.Naturalmente, los artilleros se rieronante la sugerencia, pero siempreandaban escasos de buenos jinetes —ynadie podía negar que Friedrich lo era—, de manera que nos vimos de nuevoconvertidos en la pareja principal con elviejo loco Friedrich montado a lomos deTopthorn. Había encontrado por fin unamigo de verdad en quien poder confiar

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de manera implícita.—Si tengo que morir lejos de casa

—le confió Friedrich a Topthorn un día—, me gustaría que fuese a tu lado. Peroharé lo posible para que sobrevivamos aesto y volvamos a casa, eso te loprometo.

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CAPÍTULO

14

Así fue como Friedrich cabalgó connosotros aquel día de otoño en quefuimos de nuevo a la guerra. La tropa deartilleros se encontraba descansando almediodía a la sombra de un gran bosquede castaños que cubría ambas orillas deun centelleante río plateado, y loshombres reían y jugaban a salpicarsecon el agua unos a otros. Cuandoavanzamos entre los árboles y nosdesengancharon de los cañones, vi que

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el bosque entero estaba lleno desoldados descansando, con sus cascos,mochilas y rifles reposando a su lado.Estaban sentados con la espaldaapoyada en los árboles, fumando, oacostados durmiendo.

Como era de esperar, un grupo deellos se acercó en seguida a acariciar alos dos Haflinger dorados, pero unjoven soldado se aproximó a Topthorn yse quedó mirándolo con francaadmiración.

—Esto es un caballo —dijo,reclamando la presencia de un amigo—.Ven y mira éste, Karl. ¿Has visto algunavez un animal más bonito? Tiene la

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cabeza de un árabe. En sus patas se ve lavelocidad de un purasangre inglés y ensu lomo y su cuello, la fuerza de unHanover. Tiene lo mejor de cada uno.—Y extendió el brazo para acariciarcon delicadeza el hocico de Topthorncon el puño cerrado.

—¿Puedes pensar alguna vez en algoque no sea en caballos, Rudi? —dijo sucompañero, manteniendo las distancias—. Hace tres años que te conozco y nopasa un día sin que hables de esasespantosas criaturas. Sé que te criasteentre caballos en tu granja, pero sigo sincomprender qué les ves. No son más quecuatro patas, una cabeza y una cola, todo

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ello controlado por un cerebrominúsculo que no puede pensar en otracosa que no sea en comida y bebida.

—¿Cómo puedes decir eso? —dijoRudi—. Basta con mirarlo, Karl. ¿Noves que es algo especial? No es un viejocaballo cualquiera. Tiene nobleza en lamirada, una serenidad majestuosa. ¿Nopersonifica lo que todos los hombresintentan ser y nunca serán? Te lo digo,amigo mío, los caballos tienendivinidad, y especialmente un caballocomo éste. Dios lo hizo bien el día quelos creó. Y encontrar un caballo comoéste en medio de esta guerra obscena yabominable es para mí como encontrar

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una mariposa en un montón de estiércol.No pertenecemos al mismo universo queuna criatura como ésta.

A medida que avanzaba la guerra,los soldados me parecían cada vez másjóvenes, y Rudi no era una excepción.Bajo aquel pelo corto, húmedo aundespués de llevar el casco encima todoel día, daba la impresión de ser de lamisma edad que mi Albert, tal y comoyo lo recordaba. E igual que muchos, sinel casco parecía un niño disfrazado desoldado.

Cuando Friedrich nos bajó hasta elrío para beber, Rudi y su amigo nosacompañaron. Topthorn hundió la

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cabeza bajo el agua a mi lado y lasacudió con energía, como siempre,salpicándome la cara entera y el cuello,y aliviándome con ello del calor. Bebiómucho y durante un buen rato, y despuésnos quedamos juntos unos instantes aorillas del río, viendo cómo lossoldados jugueteaban en el agua. Lacuesta de regreso al bosque eraempinada y llena de baches, por lo queno me sorprendió que Topthorntropezara un par de veces —nunca tuvoel pie tan firme como yo—, perorecuperó el equilibrio en cada ocasión ysiguió ascendiendo poco a poco laladera detrás de mí. Sin embargo, me

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percaté de que avanzaba con cansancio ypereza, que cada paso que daba lesuponía un esfuerzo mayor. Surespiración se volvió de prontoentrecortada y áspera. Entonces, cuandonos aproximamos a la sombra de losárboles, Topthorn dio un traspié, cayóarrodillado y no volvió a levantarse. Medetuve un instante para darle tiempo aincorporarse, pero no lo hizo. Se quedótendido allí donde estaba, respirandocon dificultad, y levantó la cabeza unavez para mirarme. Era una llamada deayuda, lo vi en sus ojos. Entonces, sederrumbó hacia delante y se quedóinmóvil. La lengua le colgaba y los ojos

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me miraban sin verme. Me incliné paraacariciarlo con el hocico, lo empujé porel cuello en un esfuerzo frenético paraobligarlo a moverse, para que sedespertase; pero supe por instinto que yaestaba muerto, que había perdido a mimejor y más querido amigo. Friedrich sehabía arrodillado a su lado y acercó laoreja al pecho de Topthorn. Moviónegativamente la cabeza, se sentó ylevantó la vista hacia el grupo dehombres que ya se había congregado anuestro alrededor.

—Está muerto —dijo Friedrich envoz baja, y a continuación, con másrabia—: Por el amor de Dios, está

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muerto. —Su cara era un derroche detristeza—. ¿Por qué? —dijo—. ¿Por quéla guerra tiene que destruir a todos ytodo lo que es bello y bueno? —Se tapólos ojos con las manos y Rudi lo ayudócon cuidado a incorporarse.

—No puede hacer nada, buenhombre —dijo—. Ya no está aquí.Vámonos. —Pero el viejo Friedrich noquería irse. Me volví una vez más haciaTopthorn, seguí lamiéndolo yacariciándolo con mi hocico, porqueaunque a aquellas alturas sabía ycomprendía ya el carácter definitivo dela muerte, en mi dolor sólo quería estara su lado para consolarlo.

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El oficial veterinario adjunto a latropa llegó corriendo ladera abajoseguido por todos los oficiales y loshombres que acababan de enterarse delo sucedido. Después de un breveexamen, anunció también la muerte deTopthorn.

—Lo sabía. Se lo dije —se dijo casipara sí mismo—. No pueden hacerlo. Loveo constantemente. Demasiado trabajo,pocas raciones y vivir a la intemperietodo el invierno. Lo veo constantemente.Un caballo como éste no puede aguantartanto. Una parada cardíaca, el pobre.Siento rabia cada vez que sucede. Nodeberíamos tratar así a los caballos…,

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tratamos mejor a las máquinas.—Era un amigo —dijo simplemente

Friedrich, volviendo a arrodillarse juntoa Topthorn y retirándole el collar. Lossoldados se mantuvieron en completosilencio, contemplando la formapostrada de Topthorn, en un momentoespontáneo de respeto y tristeza. Tal vezfuera porque lo conocían desde hacíamucho tiempo y, en cierto sentido, sehabía convertido en parte de su vida.

Mientras permanecíamos en silencioen la ladera, oí el primer silbido de unabomba por encima de nosotros y vi laprimera explosión al impactar elproyectil en el río. De pronto, el bosque

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cobró vida con soldados gritando ycorriendo, y bombas cayendo por todoslados. Los hombres que seguían en elrío, medio desnudos y chillando,subieron corriendo hacia la zona deárboles y las bombas parecíanperseguirlos. Empezaron a caer árbolesal suelo y caballos y hombres salieroncorriendo del bosque en dirección a lacresta que se elevaba por encima dedonde estábamos.

Mi primera idea fue correr conellos, correr hacia cualquier parte paraescapar del bombardeo; pero Topthornyacía muerto a mis pies y no iba aabandonarlo. Friedrich, que estaba

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ahora abrazado a mí, intentaba hacertodo lo posible para arrastrarme hacia laladera de la colina, gritándome quefuera con él si quería seguir con vida;pero no existe hombre capaz de mover aun caballo que no desee ser movido, yyo no quería irme. Cuando el bombardeose intensificó y Friedrich empezó averse cada vez más aislado de susamigos, que empezaban a perderse devista colina arriba, arrojó mis riendas alsuelo e intentó huir. Pero iba muy lento yse había retrasado demasiado. Nuncallegó a los bosques. Fue derribado aescasos pasos de Topthorn y empezó arodar cuesta abajo hasta quedarse

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inmóvil a su lado. Lo último que vi demi tropa fueron las crines blancas de losdos pequeños Haflinger luchando entrelos árboles por arrastrar el cañón y a losartilleros tirando frenéticamente de susriendas y empujando el arma desdeatrás.

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CAPÍTULO

15

Me quedé junto a Topthorn y a Friedrichtodo aquel día y toda la noche,abandonándolos tan sólo una vez parabajar un momento a beber al río. Losbombardeos continuaban en el valle,lanzando por los aires hierba, tierra yárboles, y dejando a su paso enormescráteres que humeaban como si la tierraardiese. Pero cualquier miedo quepudiera tener se vio superado por unapotente sensación de tristeza y amor que

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me empujaba a quedarme con Topthorntodo el tiempo posible. Sabía que encuanto lo abandonara, volvería a estarsolo en el mundo, que ya no tendría sufuerza y su apoyo a mi lado. De modoque me quedé con él y esperé.

Recuerdo que estaba a punto deverse la primera luz del día y estabapastando hierba cerca de donde yacíanellos cuando oí, entre el ruido atronadory los silbidos de las bombas, el gemidode unos motores acompañado por unterrorífico traqueteo de acero que meaplastó las orejas contra la cabeza.Provenía de la cresta por donde habíandesaparecido los soldados, un sonido

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chirriante y tremendo que se aproximabaa cada minuto que pasaba, y queaumentaba de nuevo de volumen cuandolas bombas enmudecían por completo.

Aunque en aquel momento no loreconocí como tal, el primer tanque quevi en mi vida apareció en lo alto de lacolina con la fría luz del amanecer amodo de telón de fondo, un enormemonstruo gris que se movía pesadamentey echaba humo por detrás mientrasdescendía cuesta abajo en dirección amí. Dudé sólo unos instantes antes deque un terror ciego me arrancara por finde la vera de Topthorn y me enviaracorriendo como un rayo hacia el río. Me

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estampé contra el agua sin siquierasaber si haría o no pie, y hasta que hubetrepado la mitad de la otra ladera no meatreví a detenerme y a volverme paracomprobar si seguían persiguiéndome.No tendría que haber mirado nunca, puesaquel monstruo se había convertido envarios monstruos más que rodabaninexorablemente hacia abajo endirección a mí, habiendo superado ya ellugar donde Topthorn yacía junto conFriedrich. Esperé, creyéndome seguro,al cobijo de los árboles y observé a lostanques vadear el río antes de echar denuevo a correr.

Y corrí sin saber hacia dónde. Corrí

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hasta que dejé de oír aquel estruendoinfernal y tuve la sensación de habermealejado lo suficiente de las bombas.Recuerdo que crucé otra vez el río, quegalopé por granjas vacías, que salté porencima de vallas y zanjas y trincherasabandonadas, que traqueteé cruzandopueblos desiertos y abandonados, hastaque al atardecer me encontré paciendoen un exuberante prado húmedo ybebiendo de un claro riachuelo, cuyolecho era de cantos rodados. Y elagotamiento acabó superándomeentonces, minó todas las fuerzas de mispatas y me obligó a acostarme paradormir.

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Cuando me desperté estaba oscuro ydisparaban bombas de nuevo a mialrededor. A dondequiera que mirara, elcielo se iluminaba con los destellosamarillos de los disparos y lasrelucientes luces blancas que cegabanmis ojos y arrojaban brevemente luz dedía sobre la campiña. Tomara el caminoque tomara, parecía llevarme hacia loscañones. Mejor, pensé por lo tanto,quedarme donde estaba. Allí, comomínimo, tenía hierba en abundancia yagua que beber.

Me había hecho ya a la idea depermanecer allí cuando se produjo unaexplosión de luz blanca por encima de

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mi cabeza y el traqueteo de lasametralladoras rompió el aire nocturno;me vi rodeado por una lluvia deproyectiles. Volví a correr y seguícorriendo en la noche, tropezando confrecuencia en zanjas y setos hasta quelos campos perdieron su hierba y losárboles se transformaron en merosbultos en el horizonte parpadeante. Adondequiera que fuera había enormescráteres en el suelo llenos de aguatenebrosa y estancada.

Cuando salí tambaleándome de unode esos cráteres fui a parar contra unrollo invisible de alambrada queprimero se enganchó y luego atrapó mi

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pata delantera. Mientras pataleaba comoun loco para liberarme, sentí que laspúas me cortaban la pata antes deconseguirlo. A partir de aquel momento,sólo pude continuar cojeando y muydespacio, avanzando a tientas en lanoche. Incluso así, debí de recorrerkilómetros, pero hacia dónde o desdedónde, nunca lo sabré. Durante todoaquel tiempo el dolor era constante en lapata, y a mi alrededor los cañonesseguían disparando y los riflesescupiendo su fuego en la noche.Sangrando, magullado y aterrorizado amás no poder, lo único que deseaba erapoder estar de nuevo con Topthorn. Él

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sabría hacia dónde ir, me dije. Él losabría.

Continué caminando a trompiconesguiado tan sólo por la creencia de queallí donde la noche era más oscuraencontraría algún lugar donderesguardarme de los proyectiles. Detrásde mí, los truenos y los relámpagos delbombardeo tenían una intensidadaterradora que transformaba la negruraprofunda de la noche en un día tansobrenatural que no podía ni plantearmeregresar, aun sabiendo que era hacia allídonde estaba Topthorn. Había disparosenfrente de mí, a ambos lados, pero a lolejos veía un horizonte negro de noche

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tranquila y avancé con firmeza hacia él.El frío de la noche agarrotaba

constantemente mi pata herida y medolía incluso levantarla. Pronto descubríque no podía cargar peso sobre ella.Aquélla sería la noche más larga de mivida, una pesadilla de agonía, terror ysoledad. Supongo que fue únicamente unfuerte instinto de supervivencia lo queme empujó a seguir caminando y amantenerme en pie. Intuía que mi únicaoportunidad radicaba en dejar atrás, enla medida de lo posible, el ruido de labatalla, razón por la cual tenía queseguir avanzando. De vez en cuando,retumbaba a mi alrededor el fuego de

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los rifles y las ametralladoras, y mequedaba paralizado de terror, con miedoa moverme hacia cualquier direcciónhasta que el fuego se detuviera y mismúsculos pudieran volver a ponerse enmarcha.

Al principio me encontré con brumasque se cernían tan sólo sobre lasprofundidades de los cráteres por losque iba pasando, pero al cabo dealgunas horas me vi envuelto cada vezmás por una espesa niebla otoñal, queparecía humo, y a través de la cualúnicamente distinguía las sombras vagasy las formas de luz y oscuridad que merodeaban. Casi a ciegas, pasé a confiar

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totalmente en el cada vez más distanterugido y estruendo del bombardeo,manteniéndolo en todo momento detrásde mí y avanzando hacia el mundo másoscuro y silencioso que tenía enfrente.

El amanecer empezaba a iluminar latenebrosidad de la niebla cuando oí elsonido de voces acalladas y apremiantespor delante de mí. Me quedé quietoescuchando, forzando la vista para ver ala gente a la que pertenecían.

—Alerta y preparados, moveos.Moveos, muchachos.

Eran voces apagadas entre la niebla.Pies corriendo y el traqueteo de losrifles.

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—Cójalo, muchacho, cójalo. ¿Quéestá haciendo? Ahora limpie ese rifle yhágalo con rapidez. —Siguió un largosilencio y avancé con cautela hacia lasvoces, tentado y aterrorizado al mismotiempo.

—Ahí está otra vez, sargento. Hevisto algo, de verdad que lo he visto.

—¿Y qué era, hijo? ¿El malditoejército alemán entero o sólo un par deellos que han salido a dar un paseomatutino?

—No era un hombre, sargento, nisiquiera un alemán… me ha parecidomás bien un caballo o una vaca.

—¿Un caballo o una vaca? ¿Aquí en

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tierra de nadie? ¿Y cómo demoniospiensa que ha llegado aquí? Hijo, haestado despierto hasta muy tarde…, losojos le están jugando una mala pasada.

—Lo he oído además, sargento,totalmente. De verdad, sargento, lo juro.

—Pues yo no veo nada, no veo nada,hijo, y eso es porque ahí no hay nada.Está demasiado nervioso, hijo, y susnervios han puesto en estado de alerta ala totalidad del maldito batallón mediahora antes de tiempo, ¿y quién seconvertirá en un popular muchachitocuando yo se lo cuente todo al teniente?Ha echado a perder su sueño reparador,¿no le parece, hijo? Ha incordiado y

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despertado a los encantadores capitanes,mayores y generales de brigada, y a losagradables sargentos, simplementeporque le ha parecido ver un condenadocaballo. —Y luego, subiendo elvolumen de la voz, con la intención dehacerse oír más lejos—: Pero viendoque todos estamos listos para el ataque yque tenemos aquí una niebla equiparablea la de Londres, y viendo cómo le gustaal alemán llamar a la puerta de nuestrospequeños refugios subterráneos justocuando no podemos verlo venir, quiero,muchachos, que mantengan los ojosabiertos de par en par… sólo asíviviremos para disfrutar de nuestro

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desayuno, si es que nos lo dan estamañana. En cuestión de minutos llegaráuna ronda de ron, eso los animará, perohasta entonces, los quiero a todos conlos ojos bien abiertos.

Mientras hablaban, yo me alejécojeando. Temblaba de los pies a lacabeza esperando aterrado la siguientebala o la próxima bomba y lo único quedeseaba era estar solo, lejos decualquier ruido, resultase o noamenazador. En el estado debilitado yasustado en el que me encontraba, lacordura me había abandonado y seguívagando entre la niebla hasta que mispatas buenas no pudieron llevarme más

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allá. Me detuve por fin, para descansarla pata que no cesaba de sangrar, sobreun montón de barro blando y fresco allado de un cráter lleno de aguapestilente y olisqueé el suelo en vano enbusca de algo que comer. Pero el terrenoque pisaba estaba completamentedesprovisto de hierba y yo no tenía enaquel momento ni la energía ni lavoluntad necesarias para dar un pasomás. Levanté de nuevo la cabeza paramirar a mi alrededor por si acasodescubría un poco de hierba, y alhacerlo noté la primera luz del sol quese filtraba entre la niebla y meacariciaba el lomo, provocando cálidos

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y agradables temblores en mi cuerpofrío y dolorido.

En cuestión de minutos, la neblinaempezó a aclararse y vi por primera vezque estaba en un amplio corredor delodo, un paisaje desolado y destrozado,entre dos inmensos e interminablesrollos de alambrada que se prolongabana lo lejos por delante y por detrás de mí.Recordé que ya había estado antes en unlugar parecido, el día aquel que galopé ala carga con Topthorn a mi lado. Era loque los soldados llamaban «tierra denadie».

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CAPÍTULO

16

Oí a ambos lados un crescendo gradualde excitación y risas extendiéndose porlas trincheras, entremezclado con lasórdenes dadas a viva voz de que todo elmundo debía mantener la cabezaagachada y nadie podía disparar. Desdemi atalaya en el montículo veía sólo devez en cuando un casco de acero, laúnica prueba de que las voces queestaba oyendo pertenecían a gente deverdad. Empezó a venir hacia mí un

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dulce olor a comida y levanté la narizpara disfrutarlo. Era más dulce que elmás dulce puré de salvado que hubieraprobado en mi vida y contenía una pizcade sal. La promesa de comida calienteme arrastró primero en una dirección yluego en la otra, pero cada vez que meacercaba a las trincheras, de uno u otrolado, me tropezaba con una barreraimpenetrable de alambrada. Lossoldados me animaban cuando meacercaba, asomando por completo lacabeza por encima de las trincheras eincitándome a ir hacia ellos; y cuando elalambre me obligaba a retroceder y acruzar la tierra de nadie en dirección al

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otro lado, era recibido de nuevo por uncoro de silbidos y aplausos, aunqueseguía sin encontrar la manera deatravesar la alambrada. No sé cuántasveces debí de cruzar de un lado a otro latierra de nadie durante la mayor parte deaquella mañana hasta descubrir por fin,en medio de aquel yermo, un pequeñopedazo de hierba malsana y húmeda enel borde de un viejo cráter.

Estaba ocupado apurando los restosde la hierba cuando vi con el rabillo delojo que un hombre con uniforme gristrepaba para salir de una de lastrincheras y agitaba una bandera blancapor encima de su cabeza. Levanté la

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vista al ver que empezaba a cortar laalambrada y la retiraba. Durante todoaquel rato hubo muchas discusiones y unestado de ruidosa consternación en elotro lado y, acto seguido, una pequeñafigura con casco y gabán de color caquisaltó a la tierra de nadie. Agitabatambién un pañuelo blanco con una manoy empezó asimismo a cortar laalambrada en dirección a mí.

El alemán fue el primero en acabarcon el alambre, dejando a sus espaldasun estrecho agujero. Se acercó a mílentamente, cruzando la tierra de nadie,llamándome para que me aproximara aél. Me recordó en seguida al viejo y

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querido Friedrich, pues, al igual que él,era un hombre de pelo gris con ununiforme sucio y desabrochado, y mehablaba con amabilidad. Llevaba unacuerda en una mano; la otra la teníatendida hacia mí. Estaba aún demasiadolejos para poder verlo con claridad,pero sabía por experiencia que unamano ofrecida solía llevar algo y eso fuepromesa suficiente como para queechara a cojear con cautela hacia él. Lastrincheras de ambos lados estaban ahorallenas de hombres lanzando vítores, depie en los parapetos y agitando loscascos por encima de sus cabezas.

—¡Oye, chaval! —El grito venía de

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detrás de mí y sonó lo bastanteapremiante como para detenerme. Mevolví y vi que el hombrecillo de caquime hacía señas con la mano y sorteabael desigual suelo de la tierra de nadie endirección a mí, manteniendo por encimade la altura de su cabeza la mano con laque sujetaba el pañuelo blanco—. ¡Oye,chaval! ¿Adónde vas? Espera unmomento. Vas en la direcciónequivocada.

Los dos hombres que venían haciamí no podían ser más distintos. El degris era el más alto de los dos, y cuandose aproximó me di cuenta de que tenía lacara marcada y arrugada por la edad.

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Debajo de un uniforme que le ibagrande, su porte se veía tranquilo yamable. No llevaba casco, sino aquellagorra con visera y banda roja que tanbien conocía asentada descuidadamenteen su nuca. El hombrecillo de caquillegó hasta donde estábamos, sin aliento,con la cara sonrosada y la tersura de lajuventud, y el casco redondo y de viseraancha ladeado sobre una oreja. Duranteunos instantes de tensión y silencio, semantuvieron los dos a varios metros dedistancia, observándose con cautela ysin decir palabra. Fue el joven de caquiel que rompió el silencio y habló enprimer lugar.

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—Y ahora ¿qué hacemos? —dijo,caminando hacia nosotros y mirando alalemán, que le sacaba más de unacabeza de altura—. Estamos aquí losdos y tenemos un caballo querepartirnos. Claro está que el reySalomón tendría la respuesta, ¿no teparece? Aunque no resulta muy prácticaen este caso, ¿verdad? Y lo que es peor,no hablo ni una palabra de alemán y veoque tú no entiendes ni papa de lo queestoy diciéndote, ¿no es así? Demonios,no debería haber venido hasta aquí, séque no debería haberlo hecho. No sé quéme ha pasado, y todo por un caballoviejo y enfangado.

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—Hablo un poco de mal inglés —dijo el hombre de más edad,manteniendo aún la mano en ofrendabajo mi hocico. Estaba llena de trozosde pan negro, un manjar que conocíabien pero que solía resultar muy amargopara mi gusto. Sin embargo, estabademasiado hambriento como paramostrarme remilgado, y mientras elhombre hablaba, le vacié la mano—.Hablo muy poco inglés, como uncolegial, pero creo que nos bastará. —Ymientras hablaba noté una cuerdadeslizándose cuello abajo y tensándose—. Y por lo que a nuestro problema serefiere, como yo he llegado primero, el

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caballo es mío. Es justo, ¿no te parece?Como en vuestro críquet.

—¡Críquet! ¡Críquet! —exclamó elmás joven—. ¿Y quién ha oído hablar deese juego bárbaro en Gales? Ése es unjuego de los podridos ingleses. El rugbi,ése es mi juego, y no es un juego. Es unareligión allí de donde yo vengo. Jugabade media melé en el Maesteg antes deque la guerra lo parara todo y en elMaesteg decimos que un balón sin amoes siempre nuestro balón.

—¿Perdón? —dijo el alemán, con elceño fruncido en un gesto depreocupación—. No entiendo qué mequieres decir con esto.

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—Da lo mismo, alemán. No tieneimportancia, ya no. Podríamos haberlosolucionado de un modo pacífico (laguerra, me refiero), y yo estaría denuevo en mi valle y tú en el tuyo. Perome imagino que no es culpa tuya. Nitampoco mía, a decir verdad.

Los vítores por ambos bandos sehabían apaciguado y los dos ejércitosobservaban en completo silencio laconversación que mantenían amboshombres a mi lado. El galés meacariciaba el hocico y me palpaba lasorejas.

—¿Entiendes de caballos, entonces?—preguntó el alemán—. ¿Es grave esa

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herida de la pata? ¿Crees que está rota?Parece que no se apoya en ella paracaminar.

El galés se agachó, me levantó lapata con cuidado y con destreza, ysacudió el barro que rodeaba la herida.

—En este momento está hecha unasco, pero no creo que esté rota, alemán.Es una mala herida, de todos modos, uncorte profundo… una alambrada, por lapinta que tiene. Hay que hacer que lovean rápido, pues de lo contrario lainfección se extenderá y poco podráhacerse por él. Con un corte así, tieneque haber perdido ya mucha sangre.Pero la pregunta es: ¿Quién se lo lleva?

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Tenemos un veterinario en el hospitalque hay instalado detrás del frente quepodría ocuparse de él, pero me imaginoque vosotros debéis de tenerlo también.

—Sí, eso creo. Por algún lado tieneque haber uno, pero no sé exactamentedónde —dijo el alemán, hablandodespacio. Y entonces hurgó en subolsillo y extrajo una moneda—. Eligetú qué lado quieres, cara o cruz, creoque decís vosotros. Mostraré la monedaa los dos bandos y así todo el mundosabrá que quienquiera que gane elcaballo lo habrá conseguido por azar.Así, nadie pierde su orgullo, ¿no teparece? Y todo el mundo contento.

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El galés levantó la vista conadmiración y sonrió.

—De acuerdo, alemán, enséñales lamoneda, lánzala al aire y elijo.

El alemán levantó la moneda paraque la iluminara el sol y fue girandolentamente en círculo antes de lanzarlaal aire. Cuando cayó al suelo, el galésgritó en voz alta, para que todospudieran oírlo:

—¡Cara!—Bien —dijo el alemán,

agachándose para recoger la moneda—.Es la cara de mi viejo Káiser la que memira desde el barro y no lo veo muysatisfecho conmigo. Por lo que me temo

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que has ganado. El caballo es tuyo.Cuídalo bien, amigo. —Y cogió denuevo la cuerda y se la entregó al galés.Al hacerlo, levantó la otra mano en ungesto de amistad y reconciliación, conuna sonrisa iluminando su ajada cara—.En cuestión de una hora, o tal vez dos —dijo—, estaremos haciendo lo posiblepara matarnos mutuamente. Sólo Diossabe por qué lo hacemos, y creo quequizá se haya olvidado de ese porqué.Adiós, galés. Se lo hemos demostrado,¿verdad? Les hemos demostrado quecualquier problema puede solucionarsesi confiamos los unos en los otros. Bastacon eso, ¿no?

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El pequeño galés movió la cabezade un lado a otro con incredulidad alrecoger la cuerda.

—Alemán, amigo, creo que si nosdejaran pasar un par de horas juntos a tiy a mí, solucionaríamos este condenadolío. No habría más viudas afligidas niniños llorando en mi valle ni en el tuyo.Y si las cosas fueran de mal en peor,podríamos decidirlo lanzando unamoneda al aire, ¿no crees?

—Si lo hiciéramos —dijo el alemán,riendo entre dientes—, si lo hiciéramosde esa manera, ahora nos tocaría ganar anosotros. Y tal vez a tu Lloyd George nole gustara mucho. —Posó las manos en

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los hombros del galés por un momento—. Cuídate, amigo, y buena suerte. AufWiedersehen. —Y dio media vuelta ycruzó lentamente la tierra de nadie endirección a la alambrada.

—¡Lo mismo te digo, muchacho! —le gritó el galés, y dio media vueltatambién y me condujo hacia la línea desoldados de caqui que empezaron a reíry a lanzar vítores de alegría mientras yocojeaba hacia ellos y atravesaba elagujero que habían cortado en laalambrada.

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CAPÍTULO

17

Sólo con grandes dificultades memantuve en pie sobre mis tres patasbuenas en el carromato del veterinarioque me alejó aquella mañana delheroico pequeño galés que me habíarescatado. Una multitud de soldados merodeó para despedirme. Pero en cuantoiniciamos el recorrido por largos yaccidentados caminos, perdí elequilibrio y me derrumbé en el suelo delcarromato, convertido en un bulto

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incómodo y desgarbado. La pata heridame dolía terriblemente mientras el carrose balanceaba de un lado a otro en sulento viaje para alejarse del frente. Dosfornidos caballos negros tiraban delcarro, ambos perfectamente cepillados einmaculados y enjaezados con arnesesbien engrasados. Debilitado por laslargas horas de dolor y hambre, no tuveni siquiera fuerzas para ponerme en piecuando noté que las ruedas que habíadebajo de mí se detenían bajo el pálidoy tibio sol otoñal. Mi llegada fuerecibida por un coro de excitadosrelinchos y entonces levanté la cabezapara mirar. Por encima de los tablones

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vi un patio amplio y adoquinado conmagníficos establos a ambos lados y,más allá, una mansión con torreones. Porencima de la puerta de los distintosestablos asomaban las cabezas decaballos curiosos, con sus orejaslevantadas aguzando el oído. Habíahombres vestidos de caqui caminandopor todas partes y algunos corrían haciamí, uno de ellos con un ronzal en lamano.

Bajar del carro fue complicado,pues me quedaban pocas fuerzas y se mehabían entumecido las patas después dellargo viaje. Pero consiguieron ponermeen pie y hacerme descender con cuidado

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por la rampa. Me encontré convertido enel centro de una atención ansiosa y llenade admiración en medio del patio,rodeado por un grupo de soldados queexaminaba minuciosamente cada partede mí, palpándome por todos lados.

—¿Qué rayos están haciendoustedes? —dijo una voz potente queresonó por todo el patio—. Es uncaballo. Un caballo como los demás. —Se acercaba a nosotros un hombreenorme, con sus botas crujiendo sobrelos adoquines. Su colorado rostroquedaba medio escondido por la sombrade una gorra con visera que casi letocaba la nariz y por un bigote pelirrojo

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que se expandía prácticamente hasta susorejas—. Tal vez sea un caballo famoso.¡Rayos! Quizá sea el único condenadocaballo en toda esta condenada guerraque ha salido con vida de tierra denadie. Pero no es más que un caballo, yun caballo sucio, además. Mira que mehan traído ejemplares con mala pinta enel tiempo que llevo aquí, pero éste es elcaballo más zarrapastroso, sucio yenfangado que he visto en mi vida.¡Rayos! Está hecho un absoluto desastrey ustedes se quedan aquí mirándolo. —Lucía tres galones anchos en el brazo ylas arrugas de su impoluto uniformecaqui eran casi cortantes—. En el

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hospital tenemos un centenar o más decaballos enfermos y sólo somos docepara cuidarlos. Este joven holgazánhabía sido designado para encargarse deél en cuanto llegara, de modo que elresto, sinvergüenzas, largo y a ocuparsede sus tareas. ¡Muévanse, monosperezosos, muévanse! —Y los hombresse dispersaron en todas direcciones,dejándome a solas con un joven soldadoque empezó a conducirme hacia unestablo—. Y usted —dijo de nuevoaquella voz estruendosa—. Elcomandante Martin bajará de la casadentro de diez minutos para examinarese caballo. Asegúrese de que esté

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limpio y brillante como un rayo, como sifuera un espejo para afeitarse,¿entendido?

—Sí, sargento —fue la respuesta.Una respuesta que me produjo unrepentino estremecimiento porque mesonaba de algo. Pero no sabía muy biendónde había oído antes aquella voz.Sólo sabía que aquellas dos palabrashabían producido en mi cuerpo unescalofrío de alegría, esperanza yexpectación, y que me habían generadoun calor interior. El soldado me guiólentamente por los adoquines y durantetodo aquel rato intenté verle mejor lacara. Pero iba tan por delante de mí que

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no pude vislumbrar más que una nucaperfectamente afeitada y un par deorejas sonrosadas.

—¿Cómo demonios te lo hiciste paraquedarte allí en tierra de nadie, viejotonto? —dijo—. Es lo que todo elmundo se pregunta desde que nos llegóel mensaje de que iban a traerte aquí. Y¿cómo diablos te lo has hecho paraacabar en este estado? Estoy seguro deque no hay ni un solo centímetro de tique no esté cubierto de barro o desangre. Cuesta adivinar cómo debes deser debajo de tanta mugre. Pero loveremos pronto. Te ataré aquí yquitaremos lo peor al aire libre.

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Después te cepillaré debidamente antesde que llegue el oficial. Vamos, tonto.Cuando te haya limpiado, el oficialpodrá examinarte y curarte ese corte tanfeo que tienes. No puedo darte nada decomer, siento decírtelo, ni agua, hastaque él lo diga. Es lo que me ha ordenadoel sargento. Es por si acaso tienen queoperarte. —Y aquella forma de silbarmientras me lavaba las heridas era elsilbido que acompañaba la voz que yoconocía. Confirmaba mis esperanzas ysupe entonces que no podía estarequivocado. Con una sensaciónabrumadora de satisfacción, me levantésobre mis patas traseras y relinché para

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que me reconociera. Quería que se diesecuenta de quién era yo—. Ándate concuidado, tonto. Casi me haces saltar lagorra —dijo con amabilidad, sujetandocon firmeza la cuerda y acariciándomeel hocico como siempre hacía cuando yome sentía infeliz—. No es necesario quehagas eso. Te pondrás bien. Mucho jaleopor nada. Una vez conocí a un jovencaballo que era como tú, asustadizo,hasta que empecé a conocerlo bien y él aconocerme a mí.

—¿Ya estás otra vez hablándoles alos caballos, Albert? —dijo una vozdesde el interior del establo contiguo—.¡Vaya por Dios! ¿Qué te hace pensar que

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entienden una maldita palabra de lo queles dices?

—Tal vez algunos no entiendannada, David —dijo Albert—. Pero undía, un día uno de ellos lo hará. Vendráaquí y reconocerá mi voz. Tiene quevenir aquí. Y entonces verás a uncaballo que entiende hasta la últimapalabra de lo que se le dice.

—¿Ya empiezas otra vez con tuJoey? —La cabeza que acompañaba aaquella voz se asomó por encima de lapuerta del establo—. ¿Acaso no piensasdarte nunca por vencido, Berty? Ya te lohe dicho y te lo diré otras mil veces.Dicen que por ahí hay cerca de medio

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millón de malditos caballos y tú tealistaste al Cuerpo de Veterinarios sólopor la remota posibilidad de coincidircon él. —Di zarpazos a la tierra con mipata mala en un intento de llamar laatención de Albert, pero él se limitó adarme unos golpecitos cariñosos en elcuello y continuó aseándome—. Sólohay una probabilidad entre medio millónde que tu Joey llegue aquí. Tienes queser más realista. Podría estar muerto…,muchos lo están. Podría haberse largadoa la maldita Palestina con la caballeríade los terratenientes burgueses, podríaestar en cualquier rincón de los cientosde kilómetros de trincheras que tenemos.

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Si no fueses tan condenadamente buenocon los caballos y el mejor amigo que hetenido, pensaría que estás como unacabra con tu Joey.

—Lo entenderás cuando lo veas,David —dijo Albert, agachándose pararascar el barro pegado a la parte inferiorde mi cuerpo—. Ya lo verás. No existecaballo como él en todo el mundo. Es uncaballo bayo reluciente y con la crin y lacola negras. Tiene una cruz blanca en lafrente y cuatro medias blancas en laspatas idénticas al milímetro. Mide másde dieciséis palmos de altura y esperfecto de la cabeza a la cola. Te loaseguro, te aseguro que cuando lo veas

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lo reconocerás. Podría distinguirlo entremil caballos. Tiene algo especial. Elcapitán Nicholls, ¿sabes?, el que murió,el que le compró a Joey a mi padre, elque me envió aquel dibujo de Joey losabía. Lo vio la primera vez que le pusolos ojos encima. Lo encontraré, David.Por eso he venido hasta aquí y piensoencontrarlo. O lo encuentro yo a él o élme encuentra a mí. Te lo digo de verdad,le hice una promesa y pienso cumplirla.

—Estás chalado, Berty —dijo suamigo, abriendo una puerta del establo yacercándose para examinarme la pata—.Chalado del todo, te lo digo de verdad.—Me cogió el casco y lo levantó con

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cuidado—. Mira, éste tiene mediasblancas en las patas delanteras… es loúnico que de momento puede afirmarsedebajo de tanto barro y sangre. Lelimpiaré un poco la herida con unaesponja, vamos, te ayudaré mientrasestoy aún por aquí. De lo contrario, nolo tendrás limpio a tiempo. Yo ya heterminado de quitar la porquería de miscondenados establos. No tengo muchomás que hacer y creo que si te echo unamano lo conseguirás. Al viejo sargentoRayo no le importará mientras hayaterminado con todo lo que me haordenado hacer, y ya lo tengo todohecho.

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Los dos hombres se pusieron atrabajar incansablemente conmigo,frotándome, cepillándome y lavándome.Yo me mantuve quieto, intentandoúnicamente acariciar a Albert con elhocico para que se volviese a mirarme.Pero estaba enfrascado con mi cola ymis cuartos traseros.

—Tres —dijo su amigo cuandoacabó de limpiarme otro casco—. Tienetres medias blancas.

—Pura casualidad, David —dijoAlbert—. Ya sé lo que piensas. Sé quetodo el mundo cree que nunca loencontraré. Hay miles de caballos en elejército con cuatro medias blancas, lo

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sé, pero sólo hay uno con una manchablanca en forma de cruz en la frente. ¿Ycuántos caballos brillan con un rojosemejante al fuego bajo la luz del sol delatardecer? Te digo que no hay otro comoél en el mundo entero.

—Cuatro —dijo David—. Cuatropatas y cuatro medias blancas. Ahorasólo falta la cruz en la frente y unapincelada de pintura roja sobre esteamasijo de barro en forma de caballo ytendrás a tu Joey.

—No bromees —dijo Albert en vozbaja—. No bromees, David. Sabes quesiempre hablo en serio cuando merefiero a Joey. Para mí lo es todo volver

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a encontrarlo. Fue el único amigo quetuve antes de venir a la guerra. Te lodigo de verdad. Me crié con él. La únicacriatura de este mundo por la que sentíalgún tipo de afinidad.

David estaba ahora junto a micabeza. Me levantó la crin y me cepillóla frente, con cuidado al principio ydespués con más vigor, hasta que meretiró todo el polvo de los ojos. Memiró con atención y volvió a cepillarmehasta la punta del hocico y luego entrelas orejas, hasta que yo sacudí la cabezacon impaciencia.

—Berty —dijo en voz baja—. Nobromeo, de verdad que no. Ahora ya no.

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¿Decías que tu Joey tenía cuatro mediasblancas en las patas idénticas almilímetro? ¿No era eso?

—Sí —dijo Albert, sin dejar decepillarme la cola.

—¿Y decías que Joey tenía una cruzblanca en la frente?

—Sí —Albert contestó condesinterés.

—Nunca había visto un caballo así,Berty —dijo David, utilizando la manopara cepillarme el pelo de la frente—.No lo creía posible.

—Pues lo es, te lo digo yo —dijoAlbert, cortante—. Y era rojo, como unrojo en llamas bajo la luz del sol, como

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te dije.—No lo creía posible —continuó su

amigo, controlando la voz—. No hastaahora, la verdad.

—Oh, basta ya, David —dijoAlbert, y su voz sonaba enfadada deverdad—. Ya te lo conté, ¿o no?Siempre te he dicho que cuando hablode Joey, hablo en serio.

—Yo también, Berty.Completamente en serio. No va enbroma, hablo en serio. Este caballo tienecuatro medias blancas… perfectamentemarcadas, como tú dices. Este caballotiene una cruz blanca en la frenteclaramente dibujada. Este caballo, como

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puedes ver por ti mismo, tiene la crin yla cola negras. Este caballo mide más dedieciséis palmos, y cuando esté limpioserá bello como los que aparecenpintados en los cuadros. Y este caballo,debajo de todo este barro, es un caballobayo, rojo, tal y como tú dices, Berty.

Mientras David hablaba, Albertsoltó de repente mi cola y me rodeólentamente, acariciándome el lomo. Porfin nos quedamos el uno frente al otro.Tenía las facciones más duras, pensé;tenía más arrugas alrededor de los ojosy, con su uniforme, se veía un hombremás grande y robusto de lo que yorecordaba. Pero era mi Albert, de eso no

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cabía la menor duda, era mi Albert.—¿Joey? —dijo de modo tentativo,

mirándome a los ojos—. ¿Joey? —Levanté la cabeza y lo llamé lleno defelicidad, de tal modo que el sonidoresonó en el patio y atrajo a caballos y ahombres hasta la puerta de sus establos—. Podría ser —dijo Albert en voz baja—. Tienes razón, David, podría ser él.Suena incluso como él. Pero hay unamanera de saberlo seguro. —Y desatómi cuerda y me retiró el ronzal. Diomedia vuelta y se dirigió a la puertaantes de volverse de nuevo hacia mí,acercarse las manos a la boca y silbar.Era el silbido de la lechuza, aquel

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silbido suave y balbuceante queutilizaba para llamarme cuandopaseábamos juntos en la granja tantosaños atrás. De pronto, la pata dejó dedolerme y troté con facilidad hacia élhasta enterrar mi hocico en su hombro—. Es él, David —dijo Albert,abrazándome por el cuello y colgándosede mi crin—. Es mi Joey. Lo heencontrado. Ha vuelto a mí tal y comodije que haría.

—¿Lo ves? —dijo David con ironía—. ¿Qué te dije? ¿Lo ves? No sueloequivocarme, ¿verdad?

—No muy a menudo, no —dijoAlbert—. No muy a menudo, y esta vez

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es evidente que no.

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CAPÍTULO

18

En los días de euforia que siguieron anuestro encuentro, la pesadilla que habíavivido pareció esfumarse hastatransformarse en algo irreal, y la guerraquedó de pronto convertida en unfenómeno que se producía a un millón dekilómetros de distancia y sinconsecuencia alguna. Por fin no se oíancañones, y el único recordatorio de queel sufrimiento y el conflicto continuabaneran las llegadas regulares de los carros

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veterinarios procedentes del frente.El comandante Martin me limpió la

herida y me la cerró con puntos desutura; y aunque al principio podíaponer poco peso sobre la pata mala, mesentía más fuerte cada día que pasaba.Albert volvía a estar a mi lado y eso ensí bastaba como medicamento; bienalimentado con puré caliente todas lasmañanas y con un suministrointerminable de heno de dulce aroma, mirecuperación parecía sólo cuestión detiempo. Albert, igual que los demásauxiliares veterinarios, tenía muchosmás caballos que cuidar, pero pasabahasta el último minuto que tenía libre

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haciéndome compañía en el establo. Yome había convertido en una especie decelebridad para los otros soldados,razón por la cual casi nunca estaba soloen mi establo. Siempre había un par decaras observándome con admiración porencima de la puerta. Incluso el viejoRayo, como llamaban todos al sargento,me inspeccionaba con afán, y cuando norondaba nadie por allí, me acariciabalas orejas y me hacía cosquillas debajodel cuello, diciéndome:

—Eres un tipo fuerte, ¿a que sí?¡Rayos! Eres el mejor caballo que hevisto en mi vida. Te pondrás bien, ¿mehas oído?

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Pero pasaba el tiempo y yo nomejoraba. Una mañana fui incapaz determinar mi puré, y cualquier sonidoagudo, como el de un cubo al serdepositado en el suelo o la vibración delcerrojo en la puerta del establo, mecrispaba los nervios y me ponía derepente tenso de la cabeza a la cola. Mispatas delanteras, en particular, nofuncionaban como hubieran debido. Lassentía agarrotadas y cansadas, y el lomome dolía muchísimo, un dolor que seextendió posteriormente hasta el cuello yque me llegaba incluso a la cara.

Albert se dio cuenta de que algo ibamal cuando vio todo el puré que me

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había dejado en el cubo.—¿Qué te pasa, Joey? —dijo con

ansiedad, y extendió el brazo paraacariciarme como siempre solía hacerlocuando estaba preocupado. Incluso versu mano acercándose a mí, lo quenormalmente era un signo de cariño muybienvenido, me puso en estado dealarma y retrocedí hasta un rincón delestablo. Y al hacerlo me di cuenta deque la rigidez de mis patas delanterasapenas me permitía moverme. Di untraspié hacia atrás, choqué contra lapared de ladrillo del fondo del establo yme apoyé en ella—. Ayer ya pensé quealgo iba mal —dijo Albert, inmóvil en

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el centro del establo—. Pensé quehabías perdido un poco el color. Tienesla espalda rígida como una tabla y estásempapado en sudor. ¿Qué demonios tepasa, viejo tonto? —Se acercó poco apoco hacia mí y a pesar de que elcontacto me produjo un temblor demiedo irracional, me mantuve en milugar y dejé que me acariciara—. A lomejor es algo que cogiste en tus viajes.Tal vez comiste alguna cosaenvenenada, ¿no? Pero, de ser eso, yahabría mostrado antes sus síntomas, ¿nocrees? Te pondrás bien, Joey, pero iré abuscar al comandante Martin por siacaso. Te examinará y, si tienes algo

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malo, te curará en un periquete, comodecía mi padre. Me pregunto quépensaría él ahora si pudiera vernosjuntos. Jamás creyó que fuera aencontrarte, decía que eso de irme erauna locura por mi parte. Decía que erauna empresa de locos y que meacabarían matando en el intento. A partirdel momento en que te fuiste, seconvirtió en un hombre distinto, Joey.Sabía que había obrado mal y aquelloacabó con su forma de ser desagradable.A partir de entonces vivió sólo paraenmendar lo que había hecho. Abandonósus borracheras de los martes, cuidabade madre como solía hacerlo cuando yo

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era pequeño y empezó a tratarmebien…, dejó de tratarme como uncaballo de carga.

Por el tono suave de su voz sabíaque intentaba tranquilizarme, comohabía hecho durante los largos años enque yo era un potrillo salvaje yasustado. En aquellos tiempos, suspalabras me calmaban, pero ahora yo nopodía dejar de temblar. Hasta el últimonervio de mi cuerpo estaba tenso y mecostaba respirar. Hasta mi última fibraestaba consumida por una sensacióncompletamente inexplicable de miedo yterror.

—Vuelvo en un minuto, Joey —dijo

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—. No te preocupes. Te pondrás bien.El comandante Martin te curará… esehombre hace milagros con los caballos.—Y se apartó de mí y salió del establo.

No tardó mucho en regresar con suamigo David, el comandante Martin y elsargento Rayo, pero sólo el comandanteMartin entró en el establo paraexaminarme. Los otros se inclinaron porencima de la puerta del establo y selimitaron a observar. El comandante seacercó a mí con cautela y se agachójunto a mi pata delantera para mirarmela herida. Me pasó después las manospor las orejas, por la espalda hastallegar a la cola, y a continuación

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retrocedió para inspeccionarme desde elotro lado del establo. Movía la cabezade un lado a otro cuando se volvió paradirigirse a los demás.

—¿Qué opina, sargento? —preguntó.—Por el aspecto, lo mismo que

usted, señor —dijo el sargento Rayo—.Está ahí quieto como un pedazo demadera, con la cola hacia fuera, yapenas puede mover la cabeza. No dejamucho lugar a dudas, ¿verdad, señor?

—Ninguna —replicó el comandanteMartin—. Ninguna. Tuvimos mucho deesto por aquí. Si no es por lasalambradas oxidadas, es por heridas demetralla. Un pequeño fragmento que

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quede dentro, un corte… basta con eso.Lo he visto una y otra vez. Lo siento,muchacho —dijo el comandante,poniéndole a Albert la mano en elhombro para consolarlo—. Sé lo muchoque este caballo significa para usted.Pero poco puede hacerse por él en elestado en que se encuentra.

—¿A qué se refiere, señor? —preguntó Albert con un temblor en la voz—. ¿Qué quiere decir, señor? ¿Qué lepasa, señor? No puede estar muy mal,¿no? Ayer estaba sano como un roble,excepto que no terminó su comida. Unpoco rígido, tal vez, pero por lo demásestaba sano como un roble.

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—Es tétanos, hijo —dijo el sargentoRayo—. Trismo, lo llaman. Lo llevaescrito. Esa herida debió de ulcerarseantes de que llegase aquí. Y en cuanto uncaballo contrae el tétanos, existen muypocas probabilidades, poquísimas, dehecho.

—Mejor acabar rápido —dijo elcomandante Martin—. No tiene sentidohacer sufrir al animal. Mejor para él ymejor para usted.

—No, señor —protestó Albert,incrédulo aún—. No puede, señor. Nocon Joey. Debemos intentar alguna cosa.Algo habrá que se pueda hacer. Nopuede rendirse, señor. No puede. Con

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Joey, no.David tomó entonces la palabra para

apoyarlo.—Disculpe, señor —dijo—. Pero

recuerdo que cuando llegamos aquí nosdijo que la vida de un caballo es tal vezmás importante que la de un hombre, yaque un caballo carece de maldad y sonlos hombres los que lo han hecho veniraquí. Recuerdo que dijo que nuestrotrabajo en el cuerpo de veterinariosconsistía en trabajar noche y día,veintiséis horas diarias si era necesario,para salvar y ayudar a todos loscaballos que pudiéramos, que cualquiercaballo era valioso en sí mismo y

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valioso para la guerra. Sin caballos, nohay cañones. Sin caballos, no haymunición. Sin caballos, no haycaballería. Sin caballos, no hayambulancias. Sin caballos, no hay aguapara las tropas que están en el frente.Son la línea de vida de todo el ejército,nos dijo. Nunca debemos rendirnos, nosdijo. Porque mientras hay vida hayesperanza. Eso es lo que dijo, señor, leruego que me disculpe, señor.

—Cuidado con lo que dice, hijo —dijo el sargento Rayo—. Ésa no esmanera de hablarle a un oficial. Si elcomandante pensase que existe unaprobabilidad entre un millón de salvar a

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este pobre animal, lo intentaría, ¿verdad,señor? ¿No es así, señor?

El comandante Martin lanzó unamirada penetrante al sargento Rayo,comprendiendo lo que estabadiciéndole, y a continuación asintió muydespacio.

—Está bien, sargento. Ha dichousted lo que tenía que decir. Porsupuesto que existe una probabilidad —dijo con cautela—. Pero si nos ponemosa tratar un caso de tétanos, es un trabajoa tiempo completo para un hombredurante un mes o más, e incluso así, elcaballo apenas tiene más de unaprobabilidad entre mil de sobrevivir, si

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llega.—Por favor, señor —suplicó Albert

—. Por favor, señor. Yo lo haré todo,señor, y me ocuparé también de misotros caballos, señor. De verdad que loharé, señor.

—Y yo lo ayudaré, señor —dijoDavid—. Todos los chicos lo harán. Séque lo harán. Mire, señor, ese Joey es unpoco especial para todos, al ser elcaballo que Berty tenía en su casa.

—Ése es el espíritu, hijo —dijo elsargento Rayo—. Y es cierto, señor,este caballo tiene algo especial, despuésde todo lo que ha pasado. Con supermiso, señor, creo que deberíamos

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darle esa oportunidad. Tiene mi garantíapersonal, señor, de que no se descuidaráa ningún caballo por ello. Los establosestarán en perfecto orden y limpioscomo una patena, como siempre.

El comandante Martin posó lasmanos sobre la puerta del establo.

—De acuerdo, sargento —dijo—.Adelante. Me gustan los retos como alque más. Quiero un nudo corredizoatado aquí. No debemos permitir que elcaballo se acueste. Si lo hace, nuncavolverá a levantarse. Y quiero añadiralgo a estas órdenes de mantenerlo enpie, sargento: que en este establo nadiehable si no es susurrando. Con el tétanos

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no se soportan los ruidos. Quiero unlecho de paja corta y siempre limpia,renovada a diario. Quiero las ventanastapadas para que esté siempre a oscuras.No puede dársele heno para comer,podría atragantarse, sólo leche y gachasde avena. Y empeorará antes demejorar, si es que mejora. A medida quepasen los días, verán que la boca se lecierra, pero debe seguir alimentándose ybebiendo. De no hacerlo, morirá. Quieroalguien de guardia las veinticuatro horascon este caballo, eso significa unhombre apostado aquí todo el día ytodos los días. ¿Está claro?

Aquel mismo día, me ataron con un

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nudo corredizo y me colgaron de lasvigas del techo. El comandante Martinvolvió a abrirme la herida, me la limpióy la cauterizó. Cada pocas horas, veníade nuevo para examinarme. Fue Albert,naturalmente, el que permaneció a milado la mayor parte del tiempo,acercándome el cubo a la boca para quepudiera engullir la leche caliente o lasgachas. Por las noches, David y éldormían el uno pegado al otro en unrincón del establo, turnándose paravigilarme.

Tal y como esperaba y necesitaba,Albert me hablaba todo lo que podíapara consolarme, hasta que por pura

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fatiga se iba a su rincón a dormir. Mehablaba mucho sobre su padre y sumadre y sobre la granja. Me hablaba deuna chica que había estado viendo en elpueblo durante los meses previos a supartida hacia Francia. Ella no sabíanada sobre caballos, decía, pero ése erasu único fallo.

Los días pasaron lenta ydolorosamente para mí. La rigidez demis patas delanteras se extendió hacia ellomo y se intensificó; mi apetito era máslimitado cada día que transcurría yapenas podía reunir la energía o elentusiasmo necesarios para engullir lacomida que sabía que necesitaba para

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mantenerme con vida. En las jornadasmás oscuras de mi enfermedad, cuandoestaba seguro de que cada día podía serel último, sólo la presencia constante deAlbert mantuvo viva en mí la voluntadde sobrevivir. Su devoción, su feinquebrantable en que acabaríarecuperándome, me dio fuerzas paraseguir adelante. Estaba rodeado deamigos: David y los auxiliaresveterinarios, el sargento Rayo y elcomandante Martin, todos me animabancomo podían. Sabía lodesesperadamente que querían queviviese; aunque a menudo me preguntabasi lo querían por mí o por Albert, pues

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era consciente de que lo tenían en muyalta estima. Pero, reflexionando, piensoque quizá nos querían a los dos como sifuésemos sus hermanos.

Entonces, una noche de invierno,después de largas y dolorosas semanasatado de aquella manera, sentí unrepentino relajamiento en la garganta yel cuello, tanto que pude relinchar,aunque flojito, por primera vez enmucho tiempo. Albert estaba sentado ensu rincón habitual del establo, apoyadoen la pared, con las rodillas recogidas ylos codos apoyados sobre ellas. Teníalos ojos cerrados, de modo que volví arelinchar flojito, pero fue suficiente para

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despertarlo.—¿Has sido tú, Joey? —preguntó,

incorporándose—. ¿Has sido tú, viejotonto? Vuelve a hacerlo, Joey. Tal vezestuviera soñando. Hazlo de nuevo. —Así que lo repetí, y al hacerlo levanté lacabeza por primera vez en semanas y lasacudí. David me oyó también y selevantó y gritó por encima de la puertadel establo para que viniera todo elmundo. En cuestión de minutos, lacuadra estaba llena a rebosar desoldados excitados. El sargento Rayo seabrió paso entre ellos y se plantódelante de mí.

—Las órdenes en vigor dicen que

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hay que hablar en un susurro —dijo—.Y eso que he oído no era ningún susurro,¡rayos! ¿Qué pasa? ¿A qué viene tantofollón?

—Se ha movido, sargento —dijoAlbert—. Mueve fácilmente la cabeza yha relinchado.

—Por supuesto que lo ha hecho, hijo—dijo el sargento Rayo—. Por supuestoque lo ha hecho. Lo conseguirá. Tal ycomo dije que lo conseguiría. Siempredije que lo conseguiría, ¿no? ¿Y ha vistoalguien que me equivoque yo algunavez? Díganme, ¿lo han visto ustedes?

—Nunca, sargento —dijo Albert,sonriendo de oreja a oreja—. Va

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mejorando, ¿verdad, sargento? No sonsólo imaginaciones mías, ¿verdad?

—No, hijo —respondió el sargentoRayo—. Tal y como lo veo, su Joey sepondrá bien, siempre y cuando lomantengamos tranquilo y no le metamosprisa. Sólo espero que si algún día mepongo yo malo, tenga enfermeras a mialrededor que cuiden de mí como hanhecho con este caballo. Una cosa,mirándolos bien… ¡me gustaría que enmi caso fuesen mucho más guapas!

Poco después, volví a sentir laspatas y la rigidez abandonó parasiempre mi lomo. Me desataron de lascuerdas y una mañana de primavera me

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sacaron a pasear al sol del patioadoquinado. Fue un desfile triunfante,con Albert guiándome con cuidado,andando a marcha atrás y hablándometodo el rato.

—Lo has conseguido, Joey. Lo hasconseguido. Todo el mundo dice que laguerra terminará pronto, sé que llevantiempo diciéndolo, pero esta vez losiento en mis entrañas. Terminará prontoy volveremos los dos a casa, a la granja.Me muero de ganas de ver la cara depadre cuando te vea aparecer por elcamino. Me muero de impaciencia.

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CAPÍTULO

19

Pero la guerra no terminó. Todo locontrario, fue como si se aproximase anosotros, y volvimos a oír el siniestrorugir de los cañonazos. Miconvalecencia había tocadoprácticamente a su fin y, pese a seguirdébil como consecuencia de mienfermedad, empezaban a utilizarmepara realizar trabajos ligeros por losalrededores del hospital veterinario.Trabajaba en un equipo de dos, llevando

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un carro de heno y comida desde laestación más próxima o tirando por elinterior del recinto del carro delestiércol. Me sentía una vez más frescoy con ganas de trabajar. Mis patas y milomo volvieron a engordar y a medidaque fueron transcurriendo las semanas,empecé a trabajar durante más horas conel arnés. El sargento Rayo habíaordenado que Albert estuviera siempreconmigo cuando me tocase trabajar, demodo que apenas nos separábamos. Perode vez en cuando, Albert, igual que losdemás auxiliares veterinarios, eradespachado al frente con el carroveterinario para traer a los caballos

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heridos al hospital, y entonces loañoraba y me preocupaba, y me pasabael día con la cabeza asomada porencima de la puerta del establo hastaque oía el estruendo de las ruedas sobrelos adoquines y veía el alegre saludoque me dirigía en cuanto cruzaba el arcoque daba acceso al patio.

Con el tiempo, yo también volví a laguerra, volví al frente, al zumbido y alrugido de las bombas que confiaba enhaber dejado atrás para siempre.Recuperado por completo y convertidoen el orgullo del comandante Martin yde su unidad de veterinarios, solíanutilizarme como caballo líder en el

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tándem que tiraba del carro veterinarioen su recorrido de ida y vuelta delfrente. Pero Albert siempre estabaconmigo y nunca jamás volví a tenermiedo a las armas. Igual que en su díasucedió con Topthorn, Albert intuía queyo necesitaba un recordatorio constantede que él estaba a mi lado y me protegía.Su voz suave y gentil, sus canciones ylas melodías que silbaba me manteníanfirme mientras caían las bombas.

En el camino de ida y de vuelta, mehablaba sin cesar para tranquilizarme. Aveces era sobre la guerra.

—David dice que el alemán estáacabado, que está quemando su último

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cartucho —me dijo un día de veranomientras avanzábamos entre línea y líneade infantería y caballería de regreso delfrente. Transportábamos a una agotadayegua gris, un animal dedicado a lacarga del agua que había sido rescatadodel lodo en el frente—. Nos pilló porsorpresa, la verdad, un poco más arribade la línea del frente. Pero dice Davidque están en las últimas, que si esosyanquis le pillan el tranquillo y nosotrosnos mantenemos firmes, podría haberterminado para Navidad. Espero quetenga razón, Joey. Normalmente latiene…, respeto mucho lo que diceDavid, lo respeta todo el mundo.

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Y a veces hablábamos de casa y desu chica del pueblo.

—Maisie Cobbledick se llama,Joey. Trabaja en la sala de ordeño de lagranja Anstey. Y también se dedica ahacer pan. Oh, Joey, hornea el pan másbueno que jamás hayas probado, eincluso madre dice que sus pasteles sonlos más sabrosos de la parroquia. Dicepadre que es demasiado buena para mí,pero no lo piensa en serio. Lo dice parasatisfacerme. Y tiene unos ojos, unosojos azules como el aciano, el pelodorado como el maíz maduro y su pielhuele a madreselva… excepto cuandosale de la lechería. Entonces sí que me

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mantengo alejado de ella. Le he contadocosas sobre ti, Joey. Y fue la única, laúnica mente pensante, que dijo que teníarazón en venir aquí a buscarte. Noquería que me marchase. No pienseseso. Lloró a moco tendido en la estacióncuando me fui, por lo que creo que debede estar un poco enamorada, ¿no teparece? Vamos, tontito, di algo. Es loúnico que tengo contra ti, Joey, eres elmejor oyente que he conocido, peronunca sé qué demonios estás pensando.Te limitas a pestañear y a menear esasorejas de este a oeste y de sur a norte.Ojalá hablaras, Joey, ojalá.

Entonces, una noche, llegó una

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noticia terrible del frente, la noticia deque habían matado a David, el amigo deAlbert, junto con los dos caballos a losque aquel día les tocaba arrastrar elcarro veterinario.

—Una bomba desviada —me contóAlbert cuando me trajo la paja al establo—. Eso dijeron que fue: una bombadesviada salida de la nada y se ha ido.Lo echaré de menos, Joey. Ambos loecharemos de menos, ¿verdad? —Y sesentó sobre la paja en un rincón delestablo—. ¿Sabes a qué se dedicaba,Joey, antes de la guerra? Tenía un carrode fruta en Londres, delante del CoventGarden. Te admiraba mucho, Joey. Me

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lo decía con frecuencia. Y cuidaba demí, Joey. Era como un hermano para mí.Veinte años. Tenía toda la vida pordelante. Y todo perdido por culpa deuna bomba desviada. Siempre me lodecía, Joey, me decía: «Al menos, si yome voy, no habrá nadie que me eche demenos. Sólo mi carro… y no puedollevármelo conmigo, es una pena». Sesentía muy orgulloso de su carro, meenseñó una fotografía en la que aparecíaa su lado. Lo había pintado y se veíaallí, lleno de fruta, y él a su lado, conuna sonrisa en su cara que parecía unplátano. —Levantó la vista paramirarme y se secó las lágrimas que

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rodaban por sus mejillas. Continuódiciendo entre dientes—: Ahora sóloquedamos tú y yo, Joey, y te digo quevolveremos a casa, los dos. Piensovolver a tocar la campana tenora de laiglesia, pienso comer el pan y lospasteles de mi Maisie y pienso volver acabalgar contigo hasta el río. Davidsiempre decía que estaba seguro de queyo volvería a casa, y tenía razón. Piensohacer que tenga razón.

Cuando llegó el final de la guerra, lohizo rápidamente, de forma casiinesperada para los hombres de mialrededor. Hubo poca alegría, pocascelebraciones de la victoria, sólo una

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sensación de alivio profundo al ver quepor fin había terminado. Albert se alejódel feliz grupillo de hombres reunidosen el patio aquella fría mañana denoviembre para acercarse a hablarconmigo.

—Cinco minutos y todo habráacabado, Joey, todo. Los alemanes sehan hartado, y nosotros también. Yanadie quiere continuar. A las once, losdisparos acabarán y ya estará. Sólodesearía que David hubiera estado aquípara verlo.

Desde la muerte de David, Albert nohabía vuelto a ser el mismo. No lo habíavisto reír ni bromear una sola vez y a

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menudo caía en prolongados ypreocupantes silencios cuando estabaconmigo. No hubo más canciones nimelodías silbadas. Intenté hacer todo loposible por reconfortarlo, apoyaba micabeza en su hombro y lo acariciaba conel hocico, pero él parecía inconsolable.Ni siquiera la noticia de que por fin seacababa la guerra iluminó su mirada. Lacampana de la torre del reloj que habíasobre la puerta de entrada tocó onceveces y los hombres se estrecharon consolemnidad las manos o se dieronpalmaditas en la espalda antes deregresar a los establos.

Los frutos de la victoria serían

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amargos para mí, pero al principio, elfinal de la guerra cambió pocas cosas.El hospital veterinario siguiófuncionando como siempre, y el flujo decaballos enfermos y heridos que seguíallegando pareció más bien aumentar quedisminuir. Desde la puerta del patiovimos las columnas interminables decombatientes marchando con garbohacia las estaciones de tren yobservamos el desfile de vuelta a casade tanques, cañones y carros. Pero anosotros nos dejaron donde estábamos.Igual que los demás hombres, Albertempezó a impacientarse. Igual que ellos,lo único que deseaba era regresar a casa

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lo más rápidamente posible.La revista matutina continuaba

teniendo lugar cada mañana en el patioadoquinado, seguida de la inspección decaballos y establos por parte delcomandante Martin. Pero una mañanadeprimente y lluviosa, con los adoquinesmojados brillando grises bajo la luz deprimera hora, el comandante Martin noinspeccionó los establos como erahabitual. El sargento Rayo ordenó laposición de descanso a los hombres y elcomandante Martin anunció los planesde reembarque de la unidad. Estabaterminando ya su breve discurso:

—Estaremos en la estación Victoria

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a las seis de la tarde del sábado, consuerte. Es probable que puedan estar devuelta en casa por Navidad.

—¿Permiso para hablar, señor? —seaventuró a decir el sargento Rayo.

—Adelante, sargento.—Es sobre los caballos, señor —

dijo el sargento Rayo—. Creo que a loshombres les gustaría saber qué será delos caballos. ¿Volverán con nosotros abordo del mismo barco, señor, ollegarán más tarde?

El comandante Martin cambió elpeso de su cuerpo sobre el otro pie ybajó la vista en dirección a sus botas.Habló en voz baja, como si no quisiese

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ser oído.—No, sargento —dijo—. Me temo

que los caballos no vendrán connosotros. —Hubo un sonoro murmullode protesta entre los soldados en revista.

—¿Quiere decir, señor…? —dijo elsargento—. ¿Quiere decir, señor, queregresarán más adelante en otro barco?

—No, sargento —dijo elcomandante, dándose golpecitos en elcostado con su fusta—, no quería decireso. Quería decir exactamente lo que hedicho. Quería decir que no vendrán connosotros. Los caballos se quedarán enFrancia.

—¿Qué, señor? —dijo el sargento

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—. Pero ¿cómo, señor? ¿Quién cuidaráde ellos? Tenemos casos que necesitanatención diaria las veinticuatro horas.

El comandante asintió sin levantar lamirada del suelo.

—No va a gustarles lo que tengo queexplicarles —dijo—. Pero me temo quese ha tomado la decisión de vender aquíen Francia a la mayoría de los caballosdel ejército. Todos los caballos quetenemos aquí están o han estadoenfermos. No se considera que valga lapena transportarlos de vuelta a casa.Tengo órdenes de celebrar una ventaaquí mismo en este patio mañana por lamañana. A tal efecto, se ha publicado ya

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un anuncio en las ciudades vecinas.Serán subastados.

—¿Subastados, señor? ¿Van a dejarque el martillo decida la suerte denuestros caballos después de todo lo quehan pasado? —El sargento habló coneducación, lo justo—. Pero ¿sabe lo queeso significa, señor? ¿Sabe lo que lespasará?

—Sí, sargento —respondió elcomandante Martin—. Sé lo que lespasará. Pero no se puede hacer nada.Estamos en el ejército, sargento, y no esnecesario que le recuerde que lasórdenes son las órdenes.

—Sabe muy bien adónde irán a

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parar —dijo el sargento Rayo, sinocultar la sensación de repugnancia—.En Francia tenemos miles de caballos,señor. Son veteranos de guerra.¿Pretende decir que después de todo loque han pasado, después de todo lo quehemos hecho para cuidar de ellos,después de todo lo que usted ha hecho,señor… van a acabar así? No puedocreer que lo hayan dicho en serio, señor.

—Pues me temo que sí —dijo conrigidez el comandante—. Algunos esposible que terminen tal y como ustedsugiere, no puedo negarlo, sargento.Tiene todo el derecho a sentirseindignado, todo el derecho. Yo tampoco

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me siento satisfecho al respecto, comopuede imaginarse. Pero mañana, lamayoría de estos caballos será vendiday nosotros nos iremos de aquí pasadomañana. Y usted sabe, sargento, igualque yo, que no puedo hacer nada de nadaal respecto.

La voz de Albert resonó desde elotro extremo del patio.

—¿Todos ellos, señor? ¿Todos ycada uno de ellos? ¿Incluso Joey, al querecuperamos de la muerte? ¿Incluso él?

El comandante Martin no dijo nada,sino que dio media vuelta y se fue.

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CAPÍTULO

20

Aquel día reinó en el patio un ambientede decidida conspiración. Grupos dehombres cuchicheando con sus abrigosempapados, las solapas subidas paraimpedir que la lluvia se colara cuelloabajo, apiñados, hablando en voz baja,muy serios. Aquel día, Albert apenas mehizo caso. Apenas me habló ni me miró,sino que se apresuró a llevar a cabo surutina diaria de limpieza, heno ycepillado en un profundo y tenebroso

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silencio. Yo sabía, igual que lo sabíanlos demás caballos de los establos, queestábamos amenazados. La ansiedad medesgarraba.

Aquella mañana el patio se habíacubierto con una sombra de malpresagio y estábamos todos inquietos ennuestras cuadras. Nos sacaron parahacer ejercicio; estábamos tensos yexcitables, y Albert, como los demássoldados, respondió con impaciencia,tirando con brusquedad de mi ronzal,algo que jamás hasta entonces le habíavisto hacer.

A última hora de la tarde, loshombres continuaban hablando, pero

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ahora, en la penumbra del patio, losacompañaba también el sargento Rayo.Pese a que había poca luz, alcancé a verel destello de las monedas en sus manos.El sargento Rayo había llegado con unacajita de hojalata que estaban pasándoseentre ellos y se oía el tintineo de lasmonedas cuando iban echándolas en suinterior. La lluvia había cesado y era unatardecer tranquilo, lo que me facilitópoder oír la voz grave del sargentoRayo.

—Es lo mejor que podemos hacer,muchachos —estaba diciendo—. No esmucho, pero tampoco tenemos mucho,¿verdad? Nadie se hace rico en este

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ejército. Participaré en la subasta tal ycomo dije; va en contra de las órdenes,pero lo haré. Eso sí, no prometo nada.—Hizo una pausa y miró por encima desu hombro antes de proseguir—. Sesupone que no debería decírselo, dijo elcomandante que no lo hiciera, y no seequivoquen, no tengo la costumbre dedesobedecer las órdenes de losoficiales. Pero ya no estamos en guerray, de todos modos, esta orden era másbien un consejo, por así decirlo. Demodo que se lo cuento porque no megustaría que se llevasen una opiniónerrónea del comandante. Él sabeperfectamente lo que estamos haciendo.

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De hecho, todo esto fue idea suya. Fue élquien me dijo que se lo sugiriese austedes, muchachos. Y lo que es más, haentregado hasta el último penique que haahorrado de su paga, hasta el últimopenique. No es mucho, pero nosayudará. No es necesario que les diga,claro está, que no comenten nada alrespecto, no digan ni pío. Si esto sedifundiera, el castigo sería severo, ysería para todos. Por lo tanto, a callar laboca, ¿está claro?

—¿Ha reunido suficiente, sargento?—Oí la voz de Albert tomando lapalabra.

—Eso espero, hijo —dijo el

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sargento Rayo, agitando la lata—. Esoespero. Y ahora, a echar una cabezadita.Los quiero a todos aquí perfectamenteespabilados a primera hora de lamañana y a los caballos con el mejoraspecto posible, ¡rayos! Es lo últimoque vamos a hacer por ellos, lo mínimoque podemos hacer por ellos, meparece.

Y el grupo se dispersó, los hombresalejándose de allí por parejas o portríos, los hombros encorvados paraprotegerse del frío, las manos hundidasen los bolsillos de sus abrigos. En elpatio sólo quedó un hombre. Levantó unmomento la vista hacia el cielo antes de

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dirigirse a mi establo. Adiviné que setrataba de Albert por su forma de andar,era el paso arrastrado típico delgranjero, con las rodillas sin estirar deltodo después de cada zancada. Se echóhacia atrás su gorra con visera antes deasomar la cabeza por la puerta delestablo.

—He hecho todo lo que he podido,Joey —dijo—. Todos lo hemos hecho.No puedo decirte más porque sé quecomprendes hasta la última palabra delo que digo y te pondrías enfermo depreocupación. Esta vez, Joey, nisiquiera puedo prometerte nada, comohice cuando padre te vendió al ejército.

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No puedo prometerte nada porque no sési podré cumplirlo. Le he pedido ayudaal viejo Rayo y me ha ayudado. Y ahoraacabo de pedírselo a Dios, porque contodo lo que se ha dicho y hecho, ya sólodepende de Él. Hemos hecho todo lo quehemos podido, eso seguro. Recuerdoque la señorita Wirtle me dijo una vezen la escuela dominical: «Dios ayuda aquien se ayuda a sí mismo». Era undiablo, esa mujer, pero conocía bien lasEscrituras. Que Dios te bendiga, Joey.Duerme bien. —Y extendió la mano conel puño cerrado y me restregó el hocico,después me acarició las orejas, primerouna y luego otra, antes de dejarme solo

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en la oscuridad de los establos. Era laprimera vez que me hablaba de aquellamanera desde el día que conoció lanoticia de que habían matado a David, ysólo escucharlo me caldeó el corazón.

El día amaneció luminoso porencima de la torre del reloj, proyectandolas largas y esbeltas sombras de losálamos sobre los adoquines quebrillaban por el hielo. Albert y losdemás se habían despertado antes deltoque de diana, de modo que cuandollegaron al patio los primeroscompradores con sus carros yautomóviles, ya me habían alimentado,abrevado y cepillado tan bien que mi

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pelaje de invierno estaba rojo yreluciente cuando aparecí bajo aquel solinvernal.

Los compradores estaban reunidosen el centro del patio, y a nosotros, a losque podíamos caminar, nos guiaronalrededor del perímetro en unmajestuoso desfile antes de ser llamadosuno a uno en presencia del subastador yde los compradores. Me quedéesperando en mi establo, viendo cómotodos los caballos iban vendiéndose pordelante de mí. Por lo que parecía, iba aser el último en salir. Los ecos lejanosde una anterior subasta me empaparonde repente de un sudor febril, pero me

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obligué a recordar las palabrasreconfortantes de Albert la nocheanterior y, poco a poco, mi cabeza dejóde maquinar. De modo que cuandoAlbert me sacó de nuevo al patio, estabatranquilo y cómodo. Cuando me acaricióel cuello y me susurró secretamente aloído, sentí que tenía una feinquebrantable depositada en él.Mientras me paseaba en un estrechocírculo, hubo signos audibles deaprobación entre los compradores.Finalmente, me hizo parar delante de unahilera de caras de facciones marcadas ycoloradotas, y miradas avaras ycodiciosas. Fue entonces cuando vi,

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entre los abrigos raídos y los sombrerosde los compradores, la figura alta einmóvil del sargento Rayo alzándose porencima de ellos, y a un lado, la totalidadde la unidad veterinaria en formaciónjunto a la pared, observando conansiedad todo el proceso. Empezó lasubasta.

En seguida estuvo claro que habíademanda para mí, pues la puja empezócon rapidez, pero a medida que elprecio fue subiendo, vi cada vez máscabezas moviéndose negativamente,hasta que muy pronto quedaron sólo doslicitadores. Uno era el viejo Rayo, quese tocaba la punta de la gorra con su

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vara, casi a modo de saludo, pararealizar su puja, y el otro era unhombrecillo flaco y nervudo con ojos decomadreja que lucía en su rostro unasonrisa tan llena de codicia y maldadque ni siquiera soportaba mirarlo. Elprecio siguió subiendo.

—Veinticinco, veintiséis.Veintisiete. Me ofrecen veintisiete. A miderecha. Me ofrecen veintisiete. ¿Quiénda más, por favor? Contra la oferta delsargento, aquí presente, veintisiete.¿Quién da más, por favor? Es un buenanimal joven, como pueden ver. Tieneque valer mucho más que eso. ¿Algunaoferta más, por favor? —Pero el

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sargento negaba con la cabeza, bajó lavista y reconoció la derrota.

—Oh, Dios, no —oí que Albertsusurraba a mi lado—. Por Dios, él no.Es uno de ellos, Joey. Lleva toda lamañana comprando. Dice el viejo Rayoque es el carnicero de Cambrai. Porfavor, Dios mío, no.

—Bien, entonces, si no hay másofertas, voy a venderlo a monsieur Ciracde Cambrai por veintisiete librasinglesas. ¿Es eso todo? Lo vendemosentonces por veintisiete libras.Sigamos…

—Veintiocho —dijo una voz entrelos compradores, y vi a un anciano de

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pelo blanco que, apoyándosepesadamente en su bastón, se abríacamino poco a poco entre el gentío hastacolocarse delante—. Pujo veintiocholibras inglesas —dijo el anciano,hablando dubitativo en inglés—. Ypujaré todo lo que tenga que pujarse, selo advierto, señor —dijo, dirigiéndoseal carnicero de Cambrai—. Le aconsejoque no intente superar mi puja. Por estecaballo pagaré cien libras inglesas si meveo obligado a hacerlo. Nadie tendráeste caballo excepto yo. Es el caballo demi Emilie. Es suyo por derecho. —Antes de que pronunciara su nombre, nohabía estado del todo seguro de que mis

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ojos y mis oídos no me engañasen, puesel anciano se había echado muchos añosencima desde que lo había visto porúltima vez, y su voz era más fina y másdébil de lo que la recordaba. Pero ahoraestaba seguro. Tenía delante de mí alabuelo de Emilie, con la boca cerradacon determinación, y los ojos mirandobrillantes a su alrededor, desafiando acualquiera que tratase de superar supuja. Nadie dijo palabra. El carnicerode Cambrai negó con la cabeza y diomedia vuelta. Incluso el subastador sehabía quedado sumido en un pasmososilencio y tardó un poco en hacerdescender el martillo sobre la mesa. Me

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habían vendido.

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CAPÍTULO

21

La expresión del sargento Rayo era deresignado abatimiento mientras él y elcomandante Martin hablaban con elabuelo de Emilie una vez cerrada laventa. El patio se había vaciado decaballos y los compradores empezabana marcharse. Albert y sus amigosestaban junto a mí compadeciéndoseentre sí, y todos intentaban consolar aAlbert.

—No te preocupes, Albert —decía

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uno de ellos—. Al fin y al cabo, podríahaber sido peor, ¿no? Más de la mitadde los caballos han ido a parar a manosde carniceros y eso es definitivo. Comomínimo sabemos que tu Joey estará asalvo con ese anciano granjero.

—¿Cómo lo sabes? —preguntóAlbert—. ¿Cómo sabes que es granjero?

—Oí que se lo decía al viejo Rayo.Oí que le decía que tiene una granja enel valle. Le ha dicho al viejo Rayo queJoey no tendrá que trabajar nunca másmientras él viva. No para de hablar deuna chica llamada Emilie o algoparecido. No he podido entender ni lamitad de lo que dice.

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—No sé qué pensar de él —dijoAlbert—. Me da la sensación de queestá como un cencerro, por su forma dehablar. «El caballo de Emilie porderecho», quienquiera que sea esaEmilie. ¿No fue eso lo que dijo elanciano? ¿A qué demonios se referiría?Si Joey pertenece a alguien por derecho,pertenece al ejército, y si no perteneceal ejército, me pertenece a mí.

—Mejor que se lo preguntes túmismo, Albert —dijo otro—. Ahí tienestu oportunidad. Viene hacia aquí con elcomandante y el viejo Rayo.

Albert permaneció con su brazo pordebajo de mi barbilla, alargando la

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mano para rascarme detrás de la oreja,justo donde sabía que más me gustaba.Pero cuando el comandante se acercó,retiró la mano, se puso firme y lo saludócon elegancia.

—Perdón, señor —dijo—. Megustaría darle las gracias por lo que hahecho, señor. Sé lo que ha hecho, señor,y le estoy agradecido. No es culpa suyaque no lo consiguiéramos, pero graciasigualmente, señor.

—No sé de qué me habla —dijo elcomandante Martin—. ¿Y usted,sargento?

—No tengo ni idea, señor —respondió el sargento Rayo—. Se ponen

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así, ya sabe señor, estos muchachos degranja. Y es porque se criaron con sidraen lugar de leche. Es verdad, señor, seles va la cabeza, señor. Debe de ser eso,¿no?

—Perdón, señor —continuó Albert,perplejo por su frivolidad—. Megustaría preguntarle a este señor francés,señor, ya que ha comprado a mi Joey,me gustaría preguntarle sobre lo que hadicho, señor, sobre esa tal Emilie, ocomoquiera que se llame.

—Es una larga historia —dijo elcomandante Martin, y se dirigióentonces al anciano—. Tal vez legustaría contársela usted personalmente,

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monsieur. Éste es el joven del quehemos hablado, monsieur, el que se criócon el caballo y vino hasta Francia parabuscarlo y cuidar de él.

El abuelo de Emilie se quedómirando muy serio a mi Albert desdedebajo de sus tupidas cejas blancas y sucara se arrugó de repente cuandoextendió la mano y sonrió. Aunquesorprendido, Albert le estrechó la mano.

—Y bien, joven. Tenemos mucho encomún, tú y yo. Yo soy francés y tú eresbritánico. Cierto. Yo soy viejo y tú eresjoven. Pero los dos compartimos unamor por este caballo, ¿verdad? Me hacontado el oficial que en Inglaterra eres

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granjero, como yo. Es lo mejor delmundo, y lo afirmo con muchos años deexperiencia a mis espaldas. ¿Qué tenéisen tu granja?

—Ovejas en su mayoría, señor. Algode ganado bovino y unos cuantos cerdos—respondió Albert—. Cultivamostambién algunos campos de cebada.

—¿Así que fuiste tú quien entrenó alcaballo para convertirlo en un caballode granja? —preguntó el anciano—. Lohiciste bien, hijo, muy bien. Veo lapregunta en tu mirada antes de que me laformules, de modo que te contaré lo quesé. Mira, tu caballo y yo somos viejosamigos. Estuvo viviendo con

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nosotros…, oh, de eso hace ya muchotiempo, poco después de que empezarala guerra. Fue capturado por losalemanes y lo utilizaron para tirar de sucarro ambulancia desde el hospital hastael frente y del frente al hospital. Habíacon él otro caballo maravilloso, un grancaballo negro y reluciente, y los dosestuvieron viviendo en nuestra granjaporque quedaba cerca del hospital decampaña de los alemanes. Mi pequeñanieta, Emilie, cuidaba de ellos y losquería como si fuesen su familia. Erantoda la familia que le quedaba: la guerrase había llevado al resto. Los caballosestuvieron viviendo con nosotros tal vez

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un año, quizá menos, quizá más, noimporta. Los alemanes eran amables ynos regalaron los caballos cuando sefueron, de modo que pasaron a sernuestros, de Emilie y míos. Luego,volvieron a aparecer un día otrosalemanes, nada que ver con laamabilidad de los anteriores;necesitaban caballos para tirar de suscañones y se llevaron a los nuestros. Nopude hacer nada para impedirlo.Después de aquello, mi Emilie perdiólas ganas de seguir viviendo. Era unaniña enferma, de todos modos, pero consu familia muerta y con su nueva familiaalejada de ella, ya no le quedaba nada

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por lo que vivir. Se fue marchitando ymurió el año pasado. Sólo tenía quinceaños. Pero antes de morir me hizoprometerle que encontraría a loscaballos y que cuidaría de ellos. Heestado en muchas ventas de caballos yno he visto nunca al otro, al negro. Peroahora por fin he encontrado a uno deellos para llevármelo a casa y cuidarlo,tal y como le prometí a Emilie.

Se apoyó entonces con más fuerza ensu bastón, empleando las dos manos.Habló lentamente, eligiendo con cuidadosus palabras.

—Inglés —continuó—, eresgranjero, un granjero británico, y

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comprenderás que un granjero, seabritánico o francés, incluso un granjerobelga, nunca regala nada. Nunca puedepermitírselo. Tenemos que vivir, ¿no?Tu comandante y tu sargento me hancontado lo mucho que quieres a estecaballo. Me han contado que todos estoshombres pusieron su esfuerzo paraintentar comprarlo. Pienso que es algomuy noble y que a mi Emilie le habríagustado. Creo que lo entendería, quequerría que hiciese lo que ahora voy ahacer. Soy un anciano. ¿Qué voy a haceryo con el caballo de mi Emilie? Nopuede quedarse engordando pastando enun campo toda la vida, y pronto seré

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demasiado viejo para encargarme de él.Y si bien recuerdo, y recuerdo bien, legusta trabajar, ¿verdad? Tengo… ¿Cómose dice? Sí, tengo una propuesta quehacerte, te venderé el caballo de Emilie.

—¿Venderme? —dijo Albert—. Nopuedo pagar la cantidad necesaria paracomprarlo. Ya lo sabe. Entre todosrecogimos tan sólo veintiséis libras yusted ha pagado por él veintiocho.¿Cómo puedo permitirme comprárselo?

—No me entiendes, amigo —dijo elanciano, reprimiendo su risa—. Noentiendes nada. Te venderé este caballopor un penique inglés, y a cambio de unapromesa solemne: que siempre amarás a

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este caballo tanto como lo amó Emilie yque cuidarás de él hasta el fin de susdías; y más que esto, quiero que lehables a todo el mundo sobre mi Emiliey sobre lo mucho que cuidó de tu Joey ydel caballo negro cuando vinieron avivir con nosotros. Quiero que Emiliesiga viviendo en el corazón de la gente.Yo moriré pronto, en pocos años, yentonces no habrá nadie que recuerdecómo era mi Emilie. No tengo másfamiliares vivos que puedan recordarla.Será simplemente un nombre escrito enuna lápida que nadie leerá. De modo quequiero que les hables sobre mi Emilie alos amigos que tengas en casa. De lo

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contrario, será como si no hubieravivido nunca. ¿Lo harás por mí? De estamanera, Emilie vivirá para siempre yeso es lo que quiero. ¿Cerramos eltrato?

Albert no dijo nada porque estabademasiado conmovido como parahablar. Se limitó a tenderle la mano enseñal de aceptación; pero el anciano loignoró, posó sus manos sobre loshombros de Albert y le dio un beso enambas mejillas.

—Gracias —dijo. Y se volvió yestrechó la mano de todos los soldadosde la unidad. Finalmente, deshizo suspasos con dificultad para acercarse a mí

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—. Adiós, amigo —dijo, y rozó condelicadeza mi hocico con sus labios—.De parte de Emilie —dijo, y se marchó.Había recorrido apenas unos pasoscuando volvió a detenerse y se dio lavuelta. Agitando su nudoso bastón y conuna sonrisa burlona y acusadora en lacara, dijo—: Entonces es cierto lo quedicen, que sólo hay una cosa en la quelos ingleses son mejores que losfranceses. Son más agarrados. No mehas pagado mi penique, amigo mío. —Elsargento Rayo sacó un penique de la latay se lo entregó a Albert, que corrióhacia el abuelo de Emilie.

—Lo guardaré como un tesoro —

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dijo el anciano—. Lo guardaré como untesoro para siempre.

Y así fue como volví a casa una vezfinalizada la guerra aquella Navidad.Hice mi entrada en el pueblo cabalgadopor mi Albert y allí estaba para darnosla bienvenida la banda de música deHatherleigh y el entusiasta sonidodescascarillado de las campanas de laiglesia. Fuimos recibidos como héroesconquistadores, pero ambos sabíamosque los verdaderos héroes no habíanregresado a casa, sino que se habíanquedado en Francia junto con el capitán

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Nicholls, Topthorn, Friedrich, David yla pequeña Emilie.

Mi Albert se casó con su MaisieCobbledick, como dijo que haría. Perocreo que ella nunca me tomó cariño, niyo a ella, la verdad. Tal vez fuera unsentimiento recíproco de celos. Yovolví a trabajar la tierra en compañía dela querida y vieja Zoey, que parecíaintemporal e inagotable; Albert volvió aocuparse de la granja y a tañer sucampana tenora. Después de aquellosiguió hablándome de muchas cosas, desu anciano padre que me mimó a partirde entonces casi tanto como sus nietos, yde los caprichos del tiempo y los

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mercados y, naturalmente, de Maisie,cuyo pan crujiente era tan bueno como élme había contado. Pero por mucho quelo intentara, nunca conseguí comermeninguno de sus pasteles y, ¿sabéis unacosa? ella ni siquiera me ofreció jamásninguno.

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MICHAEL MORPURGO, escritor ypoeta inglés, es conocido por suproducción en el campo de la literaturainfantil y juvenil, muy cercano al estilode los cuentos tradicionales pero conuna manera de escribir muy personal.

Morpurgo ha recibido numerosospremios, entre los que habría que

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detacar el Whitbread de 1995, elHampsire Book o el Prix Sorcières.