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Contratiempos de una Constitución en la Esquina de Dos Pilitas Antonio Canova González* Sumario: 1. El Código Da Vinci y los intereses difusos (La jurispruden- cia sobre intereses difusos y derechos colectivos): 1.1 La anécdota. 1.2 El percance. 1.3 La necesaria redención. 2. Philip sober; Philip drunk: (La postulación a cargos legisla- tivos a través de “las morochas”): 2.1 La anécdota. 2.2 El percance. 2.3 La necesaria redención. * Universidad Católica Andrés Bello, Abogado, Profesor de Pregrado. Universidad Cen- tral de Venezuela, Especialista en Derecho Administrativo, Profesor, Universidad Carlos III (Madrid, España), Especialista en Derecho Constitucional, Doctor en Derecho. Autor de numerosas colaboraciones en publicaciones especializadas y arbitradas.

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Contratiempos de una Constitución en la Esquina de Dos Pilitas

Antonio Canova González*

Sumario:

1. El Código Da Vinci y los intereses difusos (La jurispruden­cia sobre intereses difusos y derechos colectivos): 1.1 Laanécdota. 1.2 El percance. 1.3 La necesaria redención.

2. Philip sober; Philip drunk: (La postulación a cargos legisla­tivos a través de “las morochas”): 2.1 La anécdota. 2.2 El percance. 2.3 La necesaria redención.

* Universidad Católica Andrés Bello, Abogado, Profesor de Pregrado. Universidad Cen­tral de Venezuela, Especialista en Derecho Administrativo, Profesor, Universidad Carlos III (Madrid, España), Especialista en Derecho Constitucional, Doctor en Derecho. Autor de numerosas colaboraciones en publicaciones especializadas y arbitradas.

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1. El Código Da Vinci y los intereses difusos (La jurisprudencia sobre intereses difusos y derechos colectivos)

l A La anécdota

Dan Brown ha pasado a la palestra mundial con su famoso best-seller, “El Código Da Vinci”. Más de cincuenta millones de copias han sido vendidas alrededor del mundo, en prácticamente todos los idiomas.

Este autor, que según Forbes ha amasado una fortuna cercana a los doscientos cincuenta millones de dólares estadounidenses, no tiene for­mación en materia de historia, de arte, de teología, de filosofía ni siquie­ra de criptografía. Hasta tanto empezó a escribir novelas como profesión, la primera salió a la luz en 1998, Brown se dedicaba a enseñar inglés en la Phillips Exeter Academy, en New Hampshire, instituto en el cual su padre fungía de profesor de matemáticas.

A la fecha, ha escrito varias novelas, como “Ángeles y Demonios”, “Fortaleza Digital”, “La Conspiración”; ninguna de ellas acogida con beneplácito por la crítica literaria. Todos esos relatos se inscriben en el género policíaco y de suspenso, donde el interés se desarrolla, por lo general, en torno a un objeto al que llegan los personajes a través de códigos, claves e informaciones secretas.

Dan Brown, incluso antes de publicar la obra que lo llevó a la populari­dad, ha tenido fama de charlatán. Tiene la aptitud, por no decir el desca­ro, de hacer parecer como ciertas las más acérrimas mentiras, más allá de lo usualmente admisible, incluso en el ámbito de la ficción literaria.

Valiéndose de la ignorancia de los lectores, arregla el “ambiente” de sus novelas para que encajen perfectamente sus ideas. Pareciera ser un autor de esos a los que se aplica el dicho: “calumnia, que algo queda”, y si calumnias con datos que suenen a científico -aunque sean inventados- queda más.

El “Código Da Vinci”, precisamente, es el mejor de los ejemplos de esta actitud desfachatada del millonario autor, pues para justificar su trama ha manipulado la historia de una manera tan irresponsable que causa, por lo menos, estupor. Como ha dicho un crítico reconocido: “Brown

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mezcla hechos reales con especulación y fantasía de tal manera que el resultado final cobra fácilmente cierta verosimilitud. En un escritor, esto es una habilidad de gran valor. Pero, como cualquier habilidad, puede ser utilizada de forma deshonesta”.

No vale la pena señalar, en este momento, cuáles son las afirmaciones que hace Dan Brown en su “Código Da Vinci” para ganarse a pulso este calificativo de charlatán. Varios estudios, serios, de historiadores y religiosos, han salido al paso a la mayoría de esas afirmaciones, eviden­ciando su falta de certeza, acaso su ligereza e irresponsabilidad, para asumir por ciertas meras especulaciones y venir, luego, a afirmar sober­biamente que “todas las descripciones... de documentos y rituales se­cretos contenidos en esta novela respetan la realidad”.

Es verdad que la historia es subjetiva. Que no hay nada cierto ni defini­tivo. Más cuando se trata de hechos como la vida de Jesús, que desde siempre han sido interpretados y reinterpretados, en ocasiones con inte­reses poco honestos.

Lo que deseo anotar aquí es que, en la historia, resulta muy simple hacer especulaciones y torcer las agujas del reloj. Basta decirlo con seguridad, afirmando que se tiene la razón, para que la audiencia lo crea o, al menos, asuma que algo de cierto ha de haber. La ignorancia del lector facilita la manipulación de sujetos como Dan Brown y fomenta la confusión.

Pues bien, en el Derecho esta manipulación es aún más fácil. Con tres o cuatro ideas, para las cuales seguramente puede conseguirse algún sustento, es posible montar una construcción jurídica cualquiera. Los ingenieros, en especial, son contundentes quejándose de los abogados, cuando se refieren a que la biblioteca de éstos da para todo...

Esta facilidad en la creación irresponsable de doctrinas jurídicas se po­tencia mientras más ignorante es la audiencia. Hace solamente falta que alguien argumente en el mundo del Derecho con arrogancia, sin importar la consistencia lógica de lo que diga, para que esa teoría tenga muchas probabilidades de ser asumida como cierta e, incluso, para que entre a formar parte de la (in)cultura jurídica de un país.

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Pues bien, tan dañino como cambiar, manipular y virar la bistoria, resul­ta el crear tesis o posturas jurídicas a la ligera. García De Enterría y Fernández, en palabras que debemos tener muy en cuenta los venezola­nos, recuerdan que: “las teorías jurídicas equivocadas son rara vez ino­cuas: todas arrastran efectos injustos y graves”.

1.2 £■/ percance

Si el multimillonario Dan Brown decidiera dejar su pequeño reino para descender a formar parte de la Sala Constitucional de nuestro Tribunal Supremo de Justicia, seguramente su sentencia favorita sería la que contiene la construcción de los derechos e intereses colectivos y difu­sos (Sentencia N° 656, de 30 de junio de 2000, caso: “Defensora del Pueblo”). Y es que, como con la vida de Jesús y el comportamiento de la Iglesia Católica en estos dos siglos, en este tema concreto de los derechos e intereses colectivos y difusos hay mucha tela que cortar.

Sin duda, asegurar que esta construcción jurisprudencial es cuestionable, poca relevancia ha de tener en un país como el nuestro, donde práctica­mente todo lo que se ha escrito sobre derechos e intereses difusos y colectivos resulta muy cuestionable, a veces, risible. Pero el problema es que, por la posición cimera de la Sala Constitucional, la asunción por ella de una de esas teorías hartamente discutibles acarrea un inmenso daño, en particular cuando tiene por destinatario a una audiencia dócil, poco crítica, como lamentablemente es el foro jurídico venezolano.

La Sala Constitucional, con ese fallo, reiterado luego muchas veces, es valedora de una postura abierta o indeterminada de tales derechos e inte­reses difusos o colectivos. No vienen a ser éstos, se asevera, unos valo­res jurídicos concretos sino, en general, todo aquello que propenda a la mejora de la calidad de vida de la sociedad venezolana o el bien común.

Ésta es la parte más cuestionable del razonamiento de la Sala (de los varios otros que pueden reprocharse, como la diferenciación entre difu­so y colectivo por la amplitud del grupo afectado entre ambos concep­tos, la exclusividad de su competencia, las limitaciones a la legitimación,

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etc.), y es, con mucho, la que más riesgos supone. Textualmente, dichofallo de 30 de junio de 2000, sobre este punto, establece:

Un Estado de esta naturaleza persigue un equilibrio social que perm ita el desenvolvim iento de u n a b u en a c a lid a d d e v id a y para lograr su objeto, las leyes deben interpretarse en contra de todo lo que perturbe esa m eta, perturbaciones que puedan p roven ir de cualqu ier área del desenvolvim iento hum ano, sea económ ica, cultural, po lítica, etc.

E l E s ta d o a s í co n ceb id o , tien e q u e d o ta r a to d o s los h a b ita n te s de m e c a n ism o s de c o n tr o l p a r a p e r m it ir q u e e llo s m ism o s tu te le n la c a lid a d d e v id a q u e d esea n , com o parte de la in teracción o desarro llo com partido Estado-Sociedad, por lo que puede afirm arse que estos derechos de control son derechos cívicos, que son p arte de la rea liza­ción de una dem ocracia participativa, tal com o lo reconoce el P reám bu­lo de la C onstitución de la R epública B olivariana de Venezuela.

C om o d erech o s cív icos, d es tin a d o s a p r o te g e r la c a lid a d d e la vida , a ellos se les pueden resaltar varios caracteres. Uno, e l q u e fo r m a n d o p a r te d e lo s d e re c h o s o to rg a d o s a la c iu d a d a n ía , m eca n ism o s le g a ­les p a r a p r e c a v e r e l b ien com ún , c u a lq u ie r m iem b ro d e la so c ied a d , con c a p a c id a d p a r a o b ra r en ju ic io , p u e d e - e n p r in c ip io - e je rc e r ­los. D os, que siendo ellos deferidos com o parte de una interacción social, que actúan com o elem entos de contro l de la calidad de la v ida com unal, no pueden confundirse con los derechos subjetivos ind iv i­duales que buscan la sa tisfacción personal, ya que su razón de ex is­tencia es el beneficio del com ún, y lo q u e se p e r s ig u e con e llo s es lo g ra r q u e la c a lid a d d e la v id a s e a óp tim a . Esto no quiere decir que en un m om ento determ inado un derecho subjetivo personal no pueda, a su vez, coincid ir con un derecho destinado al beneficio com ún.

U na te rcera ca rac terís tica de estos derechos, es que al p ersegu ir con ellos el b ien com ún, su conten ido g ira alrededo r de p restaciones, ex ig ib les b ien al E stado o a los particu la res, que deben favo recer a toda la sociedad , sin d istingos de edad, sexo, raza, re lig ión , o d isc ri­m inación alguna.

P lanteado así, estos derechos de pro tección ciudadana no están nece­sariam ente dirig idos contra el Estado o sus entes, sino que pueden ir orientados contra particulares, hacia organizaciones con o sin perso ­nalidad ju ríd ica , y tal vez en un futuro, en el p lano in ternacional, con­form e a los T ratados In ternac ionales, hasta con tra o tros Estados.

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Judicialm ente, el ventilarlos no es por su naturaleza una cuestión de la com petencia de lo contencioso adm inistrativo , con lo cual pueden no tener conexión alguna (com o cuando se ejercen contra particulares), sino que es parte del princip io de expansión de los derechos y garan­tías constitucionales, del dom inio de lo C onstitucional sobre los dere­chos subjetivos personales, ya que estos derechos de defensa de la ciudadanía vienen a ser el desarro llo de valores básicos de la C onsti­tución de la R epública B olivariana de Venezuela, ta les co m o e l logro d e l b ien co m ú n (señalado com o fin del Estado en el P reám bulo de la C onstitución), e l d e sa rro llo d e un a so c ie d a d ju s ta , o la p ro m o c ió n de la p ro sp e r id a d } ! b ie n e s ta r d e l p u e b lo (artículo 3 eiu sd em ), se trata de derechos orientados hacia esos valores (...).

{ . . . ) A h o r a b ien , ¿ có m o s e e je rcen y cu á le s so n e so s d e rech o s? E llo s so n v a r io s , e n tr e lo s q u e se e n c u e n tra n lo s d e re c h o s e in te re se s d ifu so s o c o le c tiv o s a q u e s e re fie re e l a r tíc u lo 2 6 d e la v ig e n te C o n stitu c ió n , a s í co m o o tro s no re c o g id o s en d ich o a r tícu lo , co m o lo s q u e s e v e n ti la n m e d ia n te la s a c c io n e s p o p u la r e s o la s d e p a r t i ­c ip a c ió n c iu d a d a n a .

El citado artícu lo 26 no define qué son derechos o in tereses d ifusos, y e llo lle v a a e s ta S a la a c o n c e p tu a liza r lo s .

C uando los derechos y garan tías constituc ionales que garan tizan al cong lom erado (ciudadan ía) en fo r m a g e n e r a l un a a c e p ta b le c a l i­d a d d e la v id a (c o n d ic io n e s b á s ic a s d e ex is te n c ia ), s e ven a fe c ta ­dos, la c a lid a d d e la v id a d e to d a la c o m u n id a d o so c ie d a d en su s d iv e r so s a sp e c to s s e ve d e sm e jo ra d a , y su rg e en ca d a m ie m b ro de e sa c o m u n id a d un in te ré s en b e n e fic io d e é l y d e los o tro s c o m p o ­n e n te s d e la s o c ie d a d en q u e ta l d e sm e jo ra no su ced a , y en q u e s i y a o c u rr ió se a re p a ra d a . Se está en tonces an te un in terés d ifuso (que genera derechos), porque se d ifunde en tre todos los ind iv iduos de la com unidad , aunque a veces la le s ió n a la c a lid a d de la v id a puede restring irse a grupos de perjud icados ind iv idualizab les com o sec to ­res que sufren com o entes sociales, com o pueden serlo los h ab itan ­tes de una m ism a zona, o los pertenec ien tes a una m ism a categoría , o los m iem bros de grem ios profesionales, etc. Sin em bargo, los a fecta­dos no serán ind iv iduos particu larizados, sino una to ta lidad o grupo de personas natu ra les o ju ríd icas , ya que lo s bienes lesionados, no son suscep tib les de ap rop iación exc lusiva po r un sujeto. Se tra ta de in tereses ind iferenciados, com o los llam ó el p ro feso r D enti, citado

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por M aría Isabel G onzález Cano (La P rotección de los In tereses L egí­tim os en el P roceso A dm in is tra tivo . T irant. M onografías. V alencia- Espafia 1997). Com o derecho o to rgado a la c iudadan ía en general, p ara su pro tección y defensa, es un derecho ind iv isib le (así la acción para ejercerlo no lo sea), que corresponde en con jun to a toda la población del país o a un sector de ella. E sta ind iv isib ilidad ha con tri­bu ido a que en m uchas leg islaciones se o torgue la acción para e je r­cerlos a una sola persona, com o pueden serlo los en tes púb licos o privados que rep resen tan po r m andato legal a la pob lación en g en e­ral, o a sus sectores, im pid iendo su ejercic io ind iv idual.

C on lo s d e re c h o s e in te re se s d ifu so s o c o le c tiv o s , no s e tr a ta d e p r o te g e r c la se s so c ia le s co m o ta les , s in o a un n ú m e ro d e in d iv i­d u o s q u e p u e d a c o n s id e ra rs e q u e re p re se n ta n a to d a o a un s e g ­m e n to c u a n tita tiv a m e n te im p o r ta n te d e la so c ie d a d , q u e a n te lo s e m b a te s c o n tra su c a lid a d d e v id a s e s ie n te n a fec ta d o s , en s u s d e r e ­c h o s y g a ra n tía s c o n s t itu c io n a le s d e s tin a d o s a m a n te n e r e l b ien com ún , y que en form a co lec tiva o grupal se van d ism inuyendo o desm ejorando , por la acción u om isión de o tras personas.

D ebe, en estos casos, ex istir un v íncu lo com ún, así no sea ju ríd ico , en tre qu ien acciona para log rar la ap licación de una norm a, y la so ­ciedad o el segm ento de ella, que al igual que el accionan te (así sea un en te especial para ello), se ven afectados po r la acción u om isión de alguien. Ese vínculo com partido, por m áxim as de experiencias co ­m unes, se conoce cuando ex iste en tre el dem andante y el in terés general de la sociedad o de un sector im portan te de ella, y p o r tanto estos derechos e in tereses d ifusos o co lec tivos generan un in terés social com ún, oponib le al E stado, a g rupos económ icos y has ta a particu la res ind iv idualizados. E se in terés social debe ser en tendido en dos sen tidos, uno desde el ángulo p rocesal, donde rep resen ta el in terés p rocesal para accionar, cuando sólo acud iendo a los ó rganos ju risd icc io n ale s se puede ob tener una sa tisfacción para la sociedad; y o tro , co m o un v a lo r ju r íd ic o g e n e r a l tu te la d o p o r la C o n s ti tu ­c ión , q u e c o n s is te en la p r o te c c ió n d e r iv a d a d e l d e re c h o o b je tivo , d e los d iv e r so s g ru p o s q u e co n fo rm a n la s o c ie d a d o d e e lla m ism a , y q u e p o r la s c o n d ic io n e s en q u e s e e n c u e n tra n co n r e s p e c to a o tro s d e su s m iem b ro s, s e ven a fe c ta d o s p o r é s to s d ir e c ta o in d ire c ­ta m en te , d e sm e jo rá n d o le s en fo r m a g e n e r a l su c a lid a d d e vida .

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Independientemente del concepto que rija al derecho o interés difuso, como parte que es de la defensa de la ciudadanía, su finalidad es satisfacer necesidades sociales o colectivas, antepuestas a las indivi­duales. El derecho o interés difuso, debido a que la lesión que lo infringe es general (a la población o a extensos sectores de ella), vin­cula a personas que no se conocen entre sí, que individualmente pue­den carecer de nexo o relaciones jurídicas entre ellas, que en principio son indeterminadas, unidas sólo por la misma situación de daño o peligro en que se encuentran como miembros de una sociedad, y por el derecho que en todos nace de que se les proteja la calidad de la vida, tutelada por la Constitución. Desde el punto de vista del inte­rés, el cual también se encuentra tutelado, él es diverso y opuesto al interés personal que nace del vínculo creado por una relación jurídica, y como puede abarcar a muchas o a varias personas, el profesor vene­zolano José Rodríguez Urraca llama al interés difuso: transpersonal, en oposición al interés de las personas vinculadas entre sí por relaciones jurídicas; mientras que otros lo llaman suprapersonal, como Ricardo Mata y Marín (Bienes Jurídicos Intermedios y Delitos de Peligró. Gra­nada 1997); o supraindividual, como lo hace María Isabel González Cano (La Protección de los Intereses Legítimos en el Proceso Adminis­trativo. Tirant. Monografías. Valencia 1997), aunque esto no sea la característica decisiva para reconocer estos derechos e intereses.

Es la afectación o lesión común de la calidad de vida, que atañe a cualquier componente de la población o de la sociedad como tal, independientemente de las relaciones jurídicas que puedan tener con otros de esos indeterminados miembros, lo que señala el contenido del derecho e interés difuso.

Pero es esa defensa del bien común afectado, el que hace nacer en los miembros de la sociedad un interés procesal que les permite ac­cionar, a causa de la necesidad de exigir al órgano jurisdiccional que mantenga la calidad de vida, si es que el lesionante se la niega.

Estas ideas llevan, a su vez a la Sala a delimitar qué debe entenderse por calidad de vida. Desde un punto de vista estricto, que es el que interesa a esta Sala, la calidad de vida es el producto de la satisfacción progresiva y concreta de los derechos y garantías constitucionales que protegen a la sociedad como ente colectivo, como cuerpo que trata de convivir en paz y armonía, sin estar sometida a manipulacio­nes o acciones que generen violencia o malestar colectivo, por lo que

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ella, en sentido estricto , no es el p roducto de derechos ind iv iduales com o los contenidos puntualm ente en el C apítulo de los D erechos H um anos, sino del desenvolvim iento de d isposiciones constituciona­les referidas a la sociedad en general, com o lo son -s ó lo a títu lo enun­c ia tiv o - los artículos 83 y 84 que garantizan el derecho a la salud; el 89, que garan tiza el trabajo com o hecho social; los derechos culturales y educativos contenidos en los artículos 9 9 ,1 0 1 ,1 0 2 ,1 0 8 ,1 1 1 ,1 1 2 y 113 de la Carta Fundam ental; los derechos am bientales (artículos 127 y 128 eiusdem); la p ro tección del consum idor y el usuario (artículos 112 y 114), el derecho a la inform ación adecuada y no engañosa (artículo 117) y, los derechos políticos, en general.

De la idea an terio r surge otro de los elem entos esencia les para ca lifi­car la ex istencia de un derecho o in terés d ifuso o co lec tivo , cual es que el ob ligado (E stado o particu lar) debe una p restac ión in d e te rm i­nada, que puede hacerse concreta debido a la in te rvención ju d ic ia l. D esde este punto de v ista , lo im portan te es que el ob je to ju ríd ic o que se ex ija al obligado es de carácter general, opuesto a las p restaciones concretas señaladas po r la ley” . (R esaltados añadidos).

De este modo, la Sala Constitucional, en el punto sobre el cual es menester llamar la atención, de la “conceptualización” de los intereses difusos y co­lectivos (a los cuales asigna la misma naturaleza, diferenciándolo en el al­cance de la lesión y en la determinación de los afectados), acoge un criterio abierto, indeterminado, relacionado con el “mejoramiento de la calidad de vida” de la sociedad y la consecución del “bien común”.

Así, cualquier petición judicial que diga velar por mejorar la calidad de vida de la ciudadanía y el bien común, y, por ende, que suponga la atribución del accionante de la representación de la sociedad o de un sector importante de la misma y, subsiguientemente, cuyos efectos se extiendan a toda ella o a un grupo importante, según esta línea jurisprudencial, sería calificable como una demanda sobre intereses difusos, en el primer caso o, en el segundo, sobre intereses colectivos. Y, fi-ente a tal pretensión, la Sala Constitucional, única competente en ambos casos, tendría la obligación, interpretando si efectivamente se pretende mejorar la calidad de vida, de adoptar las medi­das pertinentes para hacerlos valer y para ordenar el cese o el restableci­miento de la situación jurídica colectiva lesionada.

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La delimitación de lo que la Sala Constitucional entiende por calidad de vida es una evidencia del alcance que le otorga al concepto de interés difuso o colectivos pues, según se dice en el mencionado fallo, aquélla “...es el producto de la satisfacción progresiva y concreta de los derechos y garantías constitucionales que protegen a la sociedad como ente colectivo, como cuerpo que trata de convivir en paz y ar­monía, sin estar sometida a manipulaciones o acciones que generen violencia o malestar colectivo...”.

Afirma, seguidamente, que no es la calidad de vida “...el producto de derechos individuales como los contenidos puntualmente en el Capítulo de los Derechos Humanos, sino del desenvolvimiento de disposiciones constitucionales referidas a la sociedad en general...” . Concretamente, y dejando la salvedad, entonces, de que hace una enumeración a “título enunciativo”, la Sala Constitucional asiente que la calidad de vida de la colectividad queda amparada, entre otros, por

( . . . ) los artícu los 83 y 84 que garan tizan el derecho a la salud; el 89, que garan tiza el trabajo com o hecho social; los derechos cu lturales y educativos con ten idos en los a rtícu los 99, 101, 102, 108, 111, 112 y 113 de la C arta Fundam ental; los derechos am bientales (artículos 127 y 128 eiusdem)-, la p ro tección del consum idor y el u suario (artícu los 112 y 114), el derecho a la in fo rm ación adecuada y no engañosa (artícu lo 117) y, los derechos p o líticos , en general.

Como puede observarse, en fín, trabaja la Sala Constitucional con un concepto indeterminado, abierto, amplio y extensivo de interés difuso o colectivo, entronizado con lo que se entiende, en sentido estricto, a su decir, como la calidad de vida de la sociedad. No se trata, por consi­guiente, según la Sala, de valores jurídicos concretos, previstos en el ordenamiento jurídico constitucional o legal. Tampoco son ellos una téc­nica meramente procesal. Van en su procura cualquier pretensión que busque una mejor calidad de vida de la sociedad en su conjunto o de un sector concreto de la misma, si bien importante.

1.3 La necesaria redención

Esta concepción indeterminada de los intereses difusos y colectivos defendida por la Sala Constitucional venezolana, que se ampara en el mejoramiento de la calidad de vida de la sociedad, es absolutamente

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inapropiada y conduce a consecuencias muy peligrosas, nefastas, para el devenir político y varios valores fundamentales, como la democracia, al tiempo que afecta su legitimidad como tribunal (que, por ende, debe actuar en términos jurídicos) encargado de la justicia constitucional.

Debe empezarse por señalar que no hay duda de que tanto los intereses difusos como los derechos colectivos son figuras necesarias para el Derecho en la actualidad.

Tanto en Venezuela como en el resto del mundo, hay una conciencia clara de la implicación de ciertos actos, hechos u omisiones a bienes del colectivo o la sociedad en general, por lo que pareciera absurdo cues­tionar la vigencia de tales intereses transpersonales. Aquí, además, ello sería imposible ante la evidencia de que el propio texto constitucional hace mención a ellos, como valores que pueden reclamar los ciudada­nos frente a los tribunales de justicia (artículo 26).

El problema está, por tanto, no en la existencia de tales derechos e intereses, sino en la determinación de qué son cada uno y, en seguida, cuáles son específicamente.

En este sentido, parece obvio que seguir procurando diferencias desde la perspectiva del número de personas afectadas por la lesión no es recomendable, al no representar alguna utilidad real. La diferencia de­bería más bien buscarse en su naturaleza.

Así, empezando por los intereses difusos, vendrían éstos a ser unos valores jurídicos determinados, que tienen por denominador común su trascendencia de lo personal.

Como es evidente, cada ordenamiento jurídico nacional sería autónomo en el establecimiento de estos valores difusos y, por ende, su determina­ción en cada país podría variar. Aunque todos parecieran seguir una tendencia similar, marcada por la evolución de los derechos humanos y, en concreto, por la irrupción de los llamados derechos de solidaridad o de tercera (o cuarta, según se cuenten los derechos políticos como una clase diferente de los individuales) generación. La identidad entre estos derechos de tercera (o cuarta) generación y los llamados “intereses difusos” pareciera ser la propensión actual.

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Así, la protección del medio ambiente, en este plano, es quizá el más para­digmático de estos muy determinados bienes o valores jurídicos difusos. Su reconocimiento en Tratados Internacionales de Derechos Humanos es co­mún desde finales del siglo pasado. Pero otros derechos similares, en cuan­to a su trascendencia personal, tienen cabida también, como la protección al patrimonio cultural o nacional de una sociedad, a la salud, a la paz.

En Venezuela, los artículos 83,99, 117, 127, 128, 129 de la Constitución contemplan, claramente, varios de estos valores jurídicos que pueden calificarse como difusos.

Pues bien, en el momento en que un ordenamiento jurídico ha contem­plado estos valores como bienes materiales y jurídicos, su menoscabo puede residenciarse ante los tribunales. Esto es tanto como su recono­cimiento, pues no hay norma jurídica sin garantía judicial.

Nótese que no es que a través de los intereses difusos se dé tutela jurídica a la procura de la mejor calidad de vida, como lo entiende erradamente la Sala Constitucional, y que de allí los tribunales tienen la capacidad de impartir órdenes o mandatos, con lo que aparecerán derechos o valores de los ciudadanos hasta ahora no previstos positivamente. Es al contrario, el establecimiento en el ordenamiento de estos derechos, que tienen la afinidad de ser todos “transpersonales”, de “solidaridad”, o “de los pue­blos”, es lo que habilita a los tribunales a actuar en su defensa, a asegurar su indemnidad y restablecimiento, si sufrieran violaciones.

Tomando esto en cuenta, así como la importancia y repercusión en la sociedad de estos derechos o valores jurídicos, pareciera forzoso que el aparato judicial en estas ocasiones se encuentre con las compuertas abiertas dispuesto para su tutela. Si se trata de verdaderos intereses difusos no hay razón para dificultar el enjuiciamiento de los actos, he­chos u omisiones que afecten tales valores, por lo que lo pertinente es establecer verdaderos procesos objetivos.

No hay razón, así, para limitar la legitimación, impidiendo que cualquie­ra pueda válidamente acudir ajuicio a exigir su pleno restablecimiento. Negar amplitud en la legitimación, es correr el riesgo de desconocer el carácter jurídico de tales bienes, al no poder ser enjuiciados ante los tribunales de justicia.

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Más aún, además de la amplia legitimación, estos procesos deberían estar acompañados de otras notas, como la indisponibilidad de la acción, la ausencia de plazos de caducidad y prescripción, amplios poderes in­quisitivos en el juzgador, efectos erga omnes de la sentencia, etcétera.

Justamente, la objetivación plena del proceso para hacer valer estos bie­nes jurídicos materiales difusos ha sido la salida que se ha dado en varios países para velar judicialmente por tales derechos de la colectividad.

De esta manera, recomendable es que la figura de los intereses difusos sea identificada con la del simple interesado. De modo que cualquiera está habilitado para llevar adelante aquellos procesos que tienen por fina­lidad la protección de tales bienes o valores materiales de todos, que han sido declarados como jurídicamente relevantes por los diferentes ordena­mientos jurídicos, inclusive, con respaldo de tratados internacionales.

Son los intereses difusos, en definitiva, unos determinados y concre­tos bienes o valores jurídicos de carácter material, que favorecen a toda la colectividad por igual y en los cuales hay la resolución consti­tucional o legal de consagrarlos expresamente y de asegurar su in­demnidad a toda costa. Las lesiones a los mismos, como es evidente, dada su condición como norma jurídica, pueden ser residenciadas ante los tribunales de justicia, los cuales tienen el deber de evitar su me­noscabo y ordenar las reparaciones pertinentes. Todo ello, se insiste, para ser coherentes con la importancia y repercusión de tales dere­chos, que dicha tutela proceda por medio de procesos objetivos, es decir, signados con acciones populares.

Para facilitar el entendimiento de estos intereses difusos es pertinente echar una mirada, en contraposición, a una técnica netamente procesal que se utiliza en muchos países y que, sin duda, debería tener asidero en Venezuela: la representación judicial sin poder. Es esta técnica lo que, en el mejor de los criterios, podría denominarse como derechos colectivos.

No tiene relación absoluta quien defiende los intereses difusos, por ejem­plo, a un medio ambiente sano o al mantenimiento de una obra cultural de la nación, con el supuesto de la persona que acude a un proceso concreto (piénsese en casos de protección al consumidor y al usuario)

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cuyo fin sea obtener el restablecimiento de su derecho subjetivo lesio­nado por la acción u omisión de otro y, a la vez, procura el restableci­miento de todas las otras personas que se ven afectadas igualmente, por estar en una situación idéntica a la suya. Quien actúa en defensa de intereses difusos, al final, pareciera más un colaborador de la justicia, un denunciante; mientras que el que va a estrados en tutela de derechos colectivos reclama la defensa de sus derechos subjetivos y, al mismo tiempo, de los de otros que están en situación similar, a pesar de carecer de éstos de un poder o mandato judicial.

Los derechos colectivos (que no intereses), no serían más que la suma de muchos derechos subjetivos, lesionados a un colectivo determinado por uno o muchos actos similares, que por razones de economía y cele­ridad procesales, y para evitar sentencias contradictorias, han de ser restablecidos en un solo proceso colectivo, cuando algunos de los subje­tivamente afectados presente su reclamación en los estrados y preten­da el restablecimiento propio y de los demás.

Esta admisión de una representación enjuicio sin poder, en beneficio de otras personas afectadas en sus derechos, a fin de cuentas, es lo que se conoce en los Estados Unidos como class action. Quien defiende en juicio a otros, sin poder, no defiende, realmente, ningún interés difuso. Solicita el restablecimiento de los derechos subjetivos, que bien podrían tener carácter económico, de una pluralidad de personas que han sido afectadas por un determinado hecho, acto u omisión.

Al admitirse esta figura de la representación sin poder, que se insiste, tiene una naturaleza netamente procesal o adjetiva, se toman una serie de precauciones o medidas correctivas, como ocurre en el juicio de cla­se estadounidense.

Así, en una instancia preliminar, se procura el llamamiento ajuicio de las personas que componen la clase que serán defendidas por otro sin representación judicial expresa por varios métodos, a los efectos de que tengan la oportunidad de defenderse personalmente, o de rechazar la defensa que a su favor invoca el actor, para no verse, entonces, favore­cida ni perjudicada por las resultas del proceso.

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Es claro que la defensa de derechos colectivos, a diferencia de los inte­reses difusos, que sí son unos valores jurídicos muy concretos, y por lo general de rango constitucional (derechos fundamentales de tercera o cuarta generación, según se cuente), habrá de corresponder a los tribu­nales ordinarios, que son los que tutelan individualmente los mismos derechos subjetivos que, gracias a esta técnica, ahora se plantea prote­ger conjuntamente a todo el que conforme la clase. En otras palabras, hay tantos derechos colectivos como derechos subjetivos existen, por un lado (pues, éstos son una sumatoria de aquellos), y que poca relación tienen tales procesos con la justicia constitucional, por el otro.

Pues bien, tomando en consideración lo expuesto, y el carácter material y determinado que en la mayoría de los países se atribuye a los intere­ses difusos, así como el carácter eminentemente procesal de los dere­chos colectivos, puede fácilmente juzgarse la inconsistencia de la construcción jurisprudencial defendida por la Sala Constitucional vene­zolana, y con la cual Dan Brown seguramente concordaría.

Es sumamente grave y peligrosa la postura de la apertura y amplitud de los valores y principios que serán susceptibles de protección por cual­quiera, en todo momento, es decir, a través de la creación de los intere­ses difusos o colectivos.

No es admisible de forma alguna, con la excusa de los intereses difusos, residenciar en los tribunales disputas de cualquier índole por el solo he­cho de que se persiga el mejoramiento de la calidad de vida de la pobla­ción y que su resolución tenga incidencia general. No puede utilizarse la figura de estos intereses de un modo abierto, sin un respaldo directo y concreto en el ordenamiento jurídico nacional.

Y es que, desde esta perspectiva avalada por la Sala Constitucional, todas las opciones políticas, cualquiera que ellas sean, tanto de trascen­dencia nacional como menor, podrían ser reconducidas a intereses difu­sos. La política, de hecho, mira a la consecución del bien común, de mejorar la calidad de vida de los venezolanos.

Los intereses difusos, del modo entendido por la Sala, terminan care­ciendo de virtualidad jurídica, no tienen que estar reconocidos formal­

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mente como valores superiores o transpersonales. Basta que una per­sona o varias aleguen que se está perjudicando la calidad de vida por la opción politica llevada a cabo por el Gobierno o por algún sector de la sociedad para residenciar en los tribunales, bajo el manto de los intere­ses difusos, tal alternativa extrajuridica, politica y obtener una restric­ción judicial a la misma.

Bajo este criterio, entonces, ilegítimamente se llevarían a los tribunales asuntos que carecen de asidero o soporte jurídic; asuntos meramente políticos o económicos, por ejemplo.

De más está decir que no se trata esta crítica de una meramente hipo­tética. En la corta vida de esta doctrina jurisprudencial de los intere­ses difusos en Venezuela ya se ha presentado un caso, lamentable, en que la Sala Constitucional ha echado mano de ellos para prohibir una opción política.

Esto ocurrió en el fallo de esa Sala de fecha 19 de diciembre de 2002, caso: “Félix Rodríguez”.

No es necesario darle muchas vueltas para comprender que alegar, por ejemplo, que hay un interés difuso a que no se atienda al llamado de un paro general o a obligar a que las personas se reincorporen al trabajo es un absurdo. Cada quien, y en concreto cada uno de los actores políticos de una sociedad puede tener comprensiones diferentes de lo que es la calidad de vida y de cómo conseguirla. Precisamente, el pluralismo po­lítico (valor fundamental del Estado venezolano) descansa en esa dife­rencia de pensamiento.

La admisión de un concepto indeterminado de interés difuso, como lo ha hecho la Sala Constitucional, ha permitido que ésta diga que tal opción política de un sector de la población es contraria a los intereses difusos y que, por consiguiente, a menos que desistan de esa aptitud serán en­juiciados por desacato a dicho mandamiento judicial.

Lo absurdo del planteamiento es notorio. Tan es así, que con los mismos criterios, en ese caso concreto, se podría consentir, para poner un ejem­plo contrapuesto, en la presencia de otro interés difuso de la población a no trabajar para un gobierno antidemocrático o autocràtico o, simple­

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mente, para un mal gobierno, bajo la argumentación de que un cambio de timón podrá redundar en la mejora de la calidad de vida del venezo­lano (de más está advertir que no se trata de un caso de laboratorio, pues la propia Sala Constitucional, en sentencia de 4 de noviembre de 2003, caso: “Jaime Barrios”, tuvo que admitir la legitimación por “inte­reses difusos” de una persona que estaba a favor del paro y en contra de las medidas, algo irresponsables, del Ejecutivo para paliar la situa­ción). De lo que no cabe duda es que, aquí, no está involucrado el Dere­cho y, por ende, no deberían tampoco inmiscuirse los tribunales

Lo cierto es que, vista esta tendencia, no luce necesario hacer énfasis en la peligrosidad del criterio abierto e indeterminado usado por dicha Sala Constitucional del concepto de interés difuso y colectivo, atado al entendimiento extrajurídico del mejoramiento de la calidad de vida. La politización de la justicia, concretamente de Injusticia constitucional, la usurpación de funciones y, lo que es más grave, la reducción ilegítima del principio fundamental de la democracia al pluralismo político, son, en conjunto, valores que se ven sacrificados por la tergiversación del concepto de intereses difusos.

Es una lástima que la doctrina jurídica venezolana no esté acostumbra­da a la crítica seria, rigurosa y periódica de sentencias. En el caso de la jurisprudencia de la Sala Constitucional sobre los intereses difusos, la­mentablemente, no hay ninguna reseña con la que pueda terminar estas líneas, contundentemente.

De allí que no tenga más opción que traer a colación una crítica al libro conocido de Dan Brown aparecida en el Diario ABC de España, el 4 de marzo de 2006, que ha hecho el joven escritor español Juan Manuel de Prada (Premio Nacional de Literatura, en la modalidad de Narrativa, 2004), y que, creo, vale también para el caso de la sentencia que he venido comentando. Decía entonces el crítico español:

R ecuerdo la lec tu ra de “El código D a V inci” com o una experienc ia abracadabran te . C reo que se tra ta de uno de los lib ros m ás toscos que nunca hayan caído en m is m anos, pero de u n a to squedad que no es exactam ente pedestre , sino m ás b ien chapucera , casi m e a trevería a decir que sim pática de tan chapucera. El bueno de D an B row n no d isfrazaba la paparrucha de pedan tería , no se p reocupaba de m aqui-

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llar el esquem atism o de sus persona jes con esos aderezos de pachulí in trospectivo que suelen u tiliza r o tros fab rican tes m ás duchos de “b es t-se lle rs” , no se m o lestaba en sazonar su peripec ia con una m í­nim a dosificación de la versim ilitud , ni siquiera se recataba de repetir hasta la m achaconería los m ism os trucos efectis tas o de in troducir con ca lzador ac laraciones que parecían postu lar un lecto r in fin ita­m ente lerdo. N o, señor. A quello era un bodrio m ondo y lirondo , sin afe ites n i d isfraces; un bodrio candoroso , risueño , com o encantado de haberse conocido . La im presión estupefac ien te que m e produjo su lectura nunca antes m e le hab ía deparado libro alguno; para des­cribirla, tendría que com pararla con esa h ilaridad lisérgica, entrevera­da de pasm o y delicioso sonrojo, que me procuran las películas de Ed W ood, donde los ovnis siem pre son p la to s de postre envueltos en papel de alum inio y los actores recitan sus parlam entos com o si estu­v iesen en estado de trance h ipnótico .

R ecuerdo con especial delec tac ión un pasaje de la novela en el que los p ro tagon istas , inm ersos en su delirio eso térico -parafísico , se to ­paban con un m ensaje p resun tam ente críp tico que el bueno de Dan Brow n rep roducía , para que el lec to r se es tru jase las m en inges en su dilucidación; el m ensaje se veía a la legua que era la im agen invertida que devuelve el espejo de un tex to escrito en caste llano (o inglés en el o rig inal), pero los p ro tagon istas se tiraban algo así com o veinte páginas d iscu tiendo si es taría redactado en aram eo o sánscrito , oca­sión que el bueno de D an B row n aprovechaba para tira r de erudición G oogle y co larnos unos tostonazos desqu iciados sobre tan venera­b les y vetustas lenguas, po r supuesto regados por doqu ier de gaza­pos y d ispara tes h istó ricos. Tam bién deam bulaba p o r allí un sicario alb ino que se nos p resen taba com o “m o n je” del O pus D ei (¡vaya ca llad ita que se ten ía la P relatura esta sucursal m onástica!); y, en fín, todo ten ía en el libro el m ism o aire chusco , com o de bo rrachera de an isete espo lvo reada de anfetas.

En fin, cada época tiene la literatura que se m erece. A hora acusan al bueno de D an B row n de p lagio; lo hacen unos tipos que, al parecer, perpetraron hace un par de décadas otro libraco donde se anticipaban las eyaculaciones m entales que nuestro héroe ensarta sin rubor en su exitosísim o bodriazo: que si Jesús tuvo un h ijo con la M agdalena, que si la Iglesia se encargó de perseguir durante siglos a tan divina estirpe, que si patatín y patatán. De repente, el m ito Dan B row n se nos derrum ­ba, pues habíam os llegado a creer que sem ejantes desvarios calentu-

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rientos habrían brotado de su cráneo priv ilegiado, que im aginábam os com o una especie de cacerola donde hierve un sopicaldo de neuronas m utantes. La posib ilidad de que el bueno de Dan B row n se nos con­v ierta ahora en un discreto y aplicado am anuense nos deja sobrecogi­dos, casi mudos. ¿Cóm o calificarem os ahora un bodriazo cuyo principal m érito cifrábam os en su desparpajo para ensartar patochadas a veloci­dad de am etralladora, si las patochadas resu lta que no son originales, sino saqueadas a un precursor? ¿Y qué hacem os con los epígonos de D an Brow n, la caterva m ugrienta de sus im itadores, que han infestado las librerías de tem plarios que beben a m orro en un grial que les tocó en la tóm bola y sábanas santas que no sirven ni para d isfrazam os de fantasm a en la noche de H allow een? ¿Los gaseam os? ¿Los condena­m os a la hoguera? A ver, ¿qué hacem os?

2. Philip sober; Philip drunk: (La postu lacióu a cargos legislativos a través de “las morochas”)

2.1 La anécdota

Todos, o al menos la mayoría, hemos sentido los efectos del alcohol.

Moderadamente, es una euforia. Con algo de alcohol, sin preocupacio­nes e inhibiciones, parecieran disfrutarse a tope hasta los momentos más simples. En exceso, sin embargo, la gente termina haciendo cosas impensables, de las que se es incapaz en estado de lucidez, y que nor­malmente son degradantes. Pasados de tragos, no hay duda, se come­ten estupideces, grandes estupideces.

Luego de ese estado de ebriedad, de la pérdida de la cordura, empieza un proceso doloroso de arrepentimiento. Incluso si no hay nada impor­tante que lamentar, la vergüenza y decepción consigo mismo son tan grandes que, por lo general, el día siguiente es un buen momento para empezar de nuevo, con una promesa personal de, en el futuro, no volver a perder la razón por el alcohol. “Ao vuelvo a tomar”, es la frase que ronda por la cabeza sin cesar, al recuperarla.

Por más degradante que haya sido el episodio de embriaguez, y a pesar de lo serio y fuerte que haya podido ser el compromiso propio de no volver a ese estado en el futuro, resulta siempre difícil cumplirlo a caba- lidad. Se presentarán ocasiones en las que, luego de un trago o dos,

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seguirán varios más y se repetirá el ciclo, bochornoso, primero, y de remordimiento, después.

Lo ideal sería poder contar, eventualmente, con los beneficios de unos tra­gos, para estar relajados y alegres por un tiempo, sin caer en el exceso que haga perder el juicio y dañar lo que, con tanto esfuerzo y trabajo se ha logrado en estado de sobriedad. Pero, como bien se sabe, cuando se juega con una droga tan poderosa como el alcohol no es fácil mantener la mesura.

En la búsqueda de alcanzar tal equilibrio (ingerir licor, pero no embria­garse), suele la gente pensar en algunas medidas preventivas e impo­nerse diferentes restricciones.

Usualmente, las primeras de tales previsiones se dirigen a la búsqueda de técnicas diversas para retrasar los efectos indeseados del alcohol. Son nor­males los consejos de comer golosinas o dulces antes de beber o hacerlo junto con alimentos muy grasosos o salados, así como de no mezclar dife­rentes tipos de licores. Hay quienes aplican criterios poco razonables, como tomarse previamente una o dos cucharadas de aceite de ricino o, incluso, hay quienes para activar la deshidrogenasa alcohólica, horas antes de be­ber, beben. Hay cientos de ideas de este tipo, pero en realidad todas son inútiles para evitar la embriaguez (a lo sumo, la retrasan).

La segunda tanda de medidas usuales para evitar el exceso de alcohol es establecer, previamente, como compromiso personal, un tope a la cantidad de tragos. Algunos se ponen un límite (uno o dos por cada hora, por ejemplo). Sin embargo, como es fácil suponer, estas restric­ciones propias no siempre resultan totalmente efectivas. Y es que, em­pezada la fiesta, en ocasiones es difícil detenerla.

Hay que haber pasado varias veces por este ciclo vicioso para que el compromiso personal de evitar situaciones que luego darán vergüenza sea verdaderamente fuerte.

Sabiendo lo que ha ocurrido, y temiendo lo que pueda ocurrir, la medida más extrema que alguien sobrio podría tomar para evitar la ebriedad, sin dejar de beber, es pedir a un tercero que no forme parte de la fiesta, que llegado a un número determinado de tragos o cumplidas ciertas condi­ciones impida continuar la ingesta.

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La solución extrema es designar a una persona ajena y al que se deba obediencia, que ejerza funciones de control en la fiesta, y que siga a cabalidad y obligue al cumplimiento de las reglas impuestas por uno mismo en momento de sobriedad.

Por más odiosa que pueda ser la situación (especialmente durante la fiesta), no hay duda de que, para toda persona que asuma dicho com­promiso personal, ésta es la forma de asegurar, de la mejor manera posible, que el rato alegre y desinhibido que proporciona el licor no ter­mine en otra gran humillación.

Pues bien, esta misma estrategia, cuya efectividad seguramente mu­chos habrán comprobado en cabeza propia, sirve para explicar de bue­na manera la teoría de la Constitución y del Estado de Derecho. Hace más de un siglo, David J. Brewer, uno de los más reconocidos magistra­dos de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, utilizaba esta pintoresca anécdota.

Las constituciones, siguiendo el influjo estadounidense, son considera­das más que normas de la más alta jerarquía en el ordenamiento jurídico del país. Son normas supremas, sí; pero especialmente son normas jurí­dicas y, por ello, de obligatorio cumplimiento, coercibles. Normas jurídi­cas superiores que, más aún, tienen un carácter material, sustantivo (y no meramente orgánico o procedimental, como se redujo el concepto en Europa los años siguientes a la Revolución Francesa), por lo que impo­nen límites al ejercicio del poder público, al mismo tiempo que estable­cen los derechos y garantías de los ciudadanos.

En otras palabras, las constituciones son el resultado de un compromiso nacional {a national precommitment)', de un compromiso del pueblo hecho en estado de sobriedad, que viene a asegurar que todos y cada uno de sus miembros, piense o no como la mayoría coyuntural, ejerza y le sean respetados plenamente sus derechos.

En el ejemplo anterior, para evitar el exceso de alcohol es preciso que alguien, diferente del bebedor, lleve la cuenta de los tragos ingeridos y que pueda detener la fiesta llegado al límite preconcebido. Este com­promiso, que obviamente limita la libertad de acción, tiene el carácter

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de obligatorio en la medida en que bay un contralor, una persona encar­gada de aplicarlo e imponerlo a los obligados. Esto se logra en el Estado de Derecho con los tribunales.

En efecto, para finales del siglo XIX, David J. Brewer explicaba la razón de ser de la Constitución, así como el papel de los jueces en su protección, de manera contundente y clara al reconocerla como el com­promiso del pueblo, en estado de sobriedad, para controlarse a sí mismo, y en concreto a las mayorías en las pasiones de la disputa política diaria, cuando empezara a ingerir licor, en estado de ebriedad.

No hay discusión de que las mayorías en una democracia pueden ser tan tiranas como el peor de los dictadores, por lo que la idea de la Cons­titución liberal como un compromiso, adoptado en momentos de lucidez colectiva, sin pasiones, sin excitaciones, y que venga a limitar la acción de las mayorías políticas, resulta crucial para sortear los excesos y ga­rantizar el respeto de las minorías y, de suyo, de cada uno de los miem­bros de la sociedad, en ese momento y en el futuro.

En un discurso pronunciado en la New York State Bar Association, en 1893, como se decía, el magistrado David J. Brewer utilizó la idea de la Constitución como el compromiso sosegado y reflexivo de Philip sobrio para controlar a Philip ebrio {rules p rescrib ed by P hilip sober to con­trol P hilip drunk). Expresó muy claramente, además, que los tribuna­les, llamados a hacer valer ese compromiso frente a los ataques de las mayorías, debían estar lo más retraídos posibles de las pasiones del momento. Expresó en esas palabras, intituladas A n Independent Judi- ciary as the Salvation o f the N ation , las ideas que siguen:

Pero, ¿para qué son las constituciones escritas? Ellas existen, no sim ple­m ente para prescribir m odos de acción, sino por las restricciones y pro­h ib ic iones que contienen . El gobierno popu la r im plica, hab lando som eram ente, que el deseo presente de las m ayorías sea llevado a cabo; pero ello es cierto en un sentido no absoluto o arbitrario, y las lim itacio­nes y controles que puedan encontrarse en todas las constituciones escritas están allí para asegurar los derechos de las m inorías.

Las Constituciones generalm ente son, o al m enos deberían ser, form a­das en m om entos libres de excitaciones. Ellas representan el criterio sopesado y reflexivo del pueblo sobre las provisiones y lím ites que.

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cum plidos de modo fírm e y cabal, asegurarán a cada ciudadano la más grande libertad y m ayor protección. Ellas son reglas prescritas por Philip sobrio para controlar a Philip ebrio. Cuando las dificultades aparecen, cuando las norm as y leyes establecidas por las m ayorías representan una violación de esas reglas y transgreden los derechos de las m inorías, el sentido común dem anda que el tribunal llamado a determ inar tal cues­tión esté al m argen de la influencia de ellas com o sea posible.

Luego de esas palabras, son muchos los que han trabajado el entendi­miento de la Constitución liberal como un compromiso nacional previo que salve a las minorías, a cada uno de los integrantes de la sociedad y, en definitiva, al pueblo, de las decisiones adoptadas por las mayorías en los momentos de excitación, de pasión y de la vergüenza posterior ante la canallada cometida.

Más allá de los estudios clásicos del liberalismo, que giran en torno a esta idea, en el ámbito del Derecho Constitucional y la comprensión de la Constitución como un “precommitment”, los trabajos de Jon Elster y Stephen Holmes son también recomendados'.

A pesar de las críticas que puedan hacerse a esta postura, no vale negar que logra explicar con bastante certeza los problemas del Derecho Cons­titucional en la actualidad, en particular frente al principio democrático, y la justificación de la existencia de una Constitución que sea norma suprema, jurídica y material, que establezca limitaciones y restricciones para quienes, por más que hayan sido designados por elección popular,

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‘ Elster, para sostener esta postura en tomo a la teoría constitucional, se apoya en la conocida estrategia de Ulises frente a los cantos de sirenas. Como se recordará, en “La Odisea”, Homero cuenta que Ulises, sabiendo la irresistible atracción del canto de las sirenas, se hizo atar al mástil de su barco para cerrar de plano la posibilidad de, en su búsqueda, armmbar su nave y estrellarla contra los arrecifes. La estrategia de Ulises es, por tanto, una forma de asegurar la racionalidad de manera indirecta a través de un “precompromiso” (precommitment). Se trata de una estrategia de autoresistencia preventiva, adoptada en un momento lúcido, con el fm de cerrar de antemano opciones que, en momentos de debilidad de la voluntad o racionalidad distorsionada, atentarían contra sus verdaderos intereses básicos duraderos. De esta forma, es fácil comprender que una nación necesita de una Constitución que imponga límites reales, por las mismas razones que Ulises necesitaba sus ligaduras. Cfr. Elster, Jon. Ulysses and the Sirens: Studies In Rationality and Irrationality. New York: Cambridge University Press, 1979. En sentido similar, pero decididamente a favor de una Constitución m aterial. Holmes, Stephen. Passions and Constraint: On the Theory o f Liberal Democracy. Chicago: University o f Chicago Press, 1995.

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ejercen coyunturalmente el poder, así como de unos tribunales indepen­dientes e imparciales que la bagan valer, incluso por la fuerza.

2.2 El percance

La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia de 25 de enero de 2006, caso; “Acción Democrática”, resolvió, decla­rando Sin Lugar, una acción de amparo constitucional ejercida contra la postura del Consejo Nacional Electoral de permitir la práctica, en el proceso de postulación de candidatos a diputados a la Asamblea Nacio­nal para las elecciones de 4 de diciembre de 2005, del sistema de postu­lación de candidatos conocido como “las morocbas”.

Dicba acción de amparo constitucional, que fue ejercida antes del período de postulaciones y que se decidió al finalizar la audiencia oral y pública celebrada justo antes de las elecciones, en fecba 27 de noviembre de 2005 (pero que apareció publicada íntegramente en la fecba antes referi­da, de 25 de enero de 2006), se fundamentó, primordialmente, en la viola­ción de los artículos 63 y 293 de la Constitución, en tanto prevé el principio de representación proporcional de las minorías para la adjudicación de cargos a cuerpos deliberativos estatales, como la Asamblea Nacional.

Sostenían los actores que con la implementación de la estrategia electo­ral conocida como “las morocbas” se tergiversaba en la adjudicación de tales cargos dicbo principio de representación proporcional, ya que, ase­guraron, T.”(...) atribuye al mismo grupo o partido político muchos más representantes que los que le corresponderían mediante el método del cociente, produciendo cuerpos deliberantes grotescamente diferentes en su composición a la del electorado que representan, en beneficio del grupo o partido político amorochado”.

Para entender las razones de este alegato, hay que partir de que el siste­ma electoral venezolano, cuando de miembros de cuerpos deliberativos se trata, es mixto, por lo que un sesenta por ciento (60%) de los candida­tos son elegidos por votación uninominal en cada circuito (en donde resul­ta elegido el candidato personalizado que alcance mayor votación relativa), y un cuarenta por ciento (40%) son elegidos a través de listas presenta­das por los diferentes partidos u organizaciones políticas para toda la cir­

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cunscripción electoral. De esta forma se garantiza el voto personalizado a través de la votación uninominal y, para asegurar la representación pro­porcional, la formula prevista en la legislación (tanto en los artículos 5,19 y 20 del Estatuto Electoral del Poder Público, como en los artículos 7, 11 al 16 y 20 al 22 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política) es que, en definitiva, el voto lista será el que determinará el número de escaños que corresponda a cada partido político; ello, ya que se adjudican los cargos correspondientes a cada partido político empezando por los candidatos de ese mismo partido elegidos por votación uninominal y sólo luego es que se proclamarán los candidatos de ese partido según su pues­to en la lista. Se restan o deducen de los candidatos por lista, así, aquéllos que obtuvieron la victoria por ese partido en la votación uninominal.

Esta determinación de los candidatos elegidos por cada partido según el resultado del voto lista, que permite se mantenga una relación casi perfecta entre las preferencias políticas del electorado y la composi­ción del cuerpo deliberante, no surte ningún efecto cuando un partido u organización política utiliza el método de postulación de “las moro­chas”, según el cual, formalmente, un partido u organización política postula a sus candidatos a través de dos partidos diferentes desvincu- ladamente, uno que postula candidatos por votación uninominal (y no hace postulaciones por lista) y otro, diferente, que hace postulaciones por lista (y no uninominalmente).

Así, pues, aseguraron los accionantes, un mismo partido u organización política, utilizando un partido “espejo”, que acude “amorochado”, logra burlar la normativa legal prevista en cuanto al método de adjudicación de cargos y que garantiza la representación proporcional, porque en la práctica no se contarán como suyos, a los efectos de la determinación de los escaños obtenidos según el voto lista, aquellos candidatos que, si bien en realidad son de ese mismo partido u organización, hubieran lo­grado alcanzar la victoria uninominalmente. El resultado de este siste­ma de postulación “enmorochada” es que el partido u organización política que divide sus postulaciones, en la realidad, ve proclamados en el cuerpo deliberante un mayor número de candidatos de su afiliación (todos los uninominales más todos los de la lista, sin incluir a aquéllos como parte de éstos o, lo que es igual, sin restarle a la lista el número de

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los elegidos nominalmente), no acorde ni proporcional con el número de electores totales que votaron a su favor.

Este planteamiento de los accionantes, que denunciaban un fraude claro a la legislación electoral y que dejaría de lado el mandato constitucional de que se logre en los cuerpos deliberativos una representación proporcional a la del electorado, fue rechazado por la Sala Constitucional en el fallo en cuestión con un argumento sorprendente (más bien, con una falta de argu­mentación pasmosa). Se lavó las manos la Sala frente a este planteamiento de manera olímpica, invocando como excusa, primero, la garantía de la reserva legal, lo que, dice, le impide entrar a decidir, porque “...podría ocasionar una interferencia indebida tanto en ia técnica de ia reserva iegai como en las atribuciones y contenidos que la Constitución le señala al Poder Electoral en esta materia”-, segundo, acudiendo al re­chazo apriorístico e inmotivado de los alegatos de los accionantes y de las pruebas consignadas en el expediente; y, finalmente, usando un extraño o inusual discurso, de entender que como no está prohibido por la legislación electoral el sistema de “las morochas”, entonces, habría que admitir su utilización por los partidos y organizaciones políticas postulantes.

Acerca de este último argumento, que luce como el central de la sen­tencia, la Sala Constitucional sostuvo textualmente lo siguiente:

Como corolario de lo expuesto, encuentra la Sala, luego de un profundo análisis del mecanismo que se cuestiona, que el mismo, en primer término, no se encuentra prohibido ni por la Constitución ni por el resto del ordenamiento jurídico. A l respecto, debe preci­sarse, que tal circunstancia se circunscribe dentro del ámbito del principio de ‘libertad’, o también denominado ‘de la autonomía de la voluntad’, ya que nos encontramos frente al ejercicio de dere­chos individuales —en este caso, po líticos- los cuales pueden y deben ser interpretados y ejercidos de ¡a manera más amplia posi­ble, en aras de garantizar la vigencia y efectividad del Estado de Derecho. No se trata, pues, de una materia regida por el principio de legalidad, bajo el cual tendría que exigirse a los ciudadanos y a los partidos políticos, una actuación expresamente autorizada por la ley, lo cual reñiría abiertamente con el principio antes anotado.

Siendo ello así, y al no estar prohibida la aplicación del sistema aludido, el mismo encuadra dentro del orden jurídico; y aun cuan­

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do pudiere afirmarse que no toda conducta permitida resulta per se ajustada a la Constitución, en el presente caso, tampoco en­cuentra la Sala afectación alguna al principio de representación proporcional, habida cuenta que el mecanismo de postulación adop­tado y bajo el cual se inscribieron los candidatos a diputados para las elecciones del mes de diciembre de 2005 (incluso los del parti­do político accionante), no proscribe, rechaza, ni niega la repre­sentación proporcional (resaltados añadidos).

De esta manera, concluye la Sala Constitucional que la representación proporcional a la que alude la Constitución, en su artículo 63, puede significar un cuerpo deliberativo que no se corresponda debidamente con las posturas y preferencias del electorado, que es lo que ocurre al implementarse el método de postulación de “las morochas”.

De hecho, sobre el significado y alcance de este principio constitucional de representación proporcional, que realmente ha debido ser el meollo del debate constitucional a darse en el fallo, apenas se pronuncia la Sala en sus dos últimos párrafos, cuando intenta hacer un resumen de sus (escasísimos) argumentos. Se limita a señalar:

6. En m ateria de dem ocracia participativa (artículo 2 constitucional), la noción de proporcionalidad es d istin ta a la que prevalec ía en la C ons­titución de 1961, y no puede esta Sala, regularla - n i siquiera por la v ía del am paro constitucional-, correspondiendo a la ley hacerlo, por cuan­to la m ism a quedaría com prendida en el sistem a de reserva legal.

7. La Sala observa que la C onstituc ión reconoce sólo el p rincip io de rep resen tac ión p roporc ional, sin ca lificar si se tra ta de m ayorías o m inorías, lo cual se rese rva al o rdenam iento ju ríd ic o in fraconstitu - cional, según se desprende del T ítu lo T ercero, C apítu lo C uarto de la Ley Fundam ental. A sí se declara.

2.3 La necesaria redención

Es patente la falta de argumentación de la sentencia analizada. Denota, además, la voluntad de mantener esta práctica, que obviamente favore­ce a los partidos u organizaciones políticas que gocen de preferencia en el electorado.

Un tema tan importante para la democracia, como es atender a una denuncia de fraude de la legislación electoral vigente por desconocer el

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principio constitucional de representación constitucional, no puede ser “rebotado” por la Sala Constitucional con tanta irresponsabilidad.

Quizá sea éste el ejemplo más patente de cómo el Derecho Constitucio­nal puede perder toda virtualidad jurídica, de cómo deja de ser obligato­rio, si los tribunales, y en particular el tribunal que ejerza la justicia constitucional en última instancia (como lo es nuestra Sala Constitucio­nal), no es capaz de ponerle coto a las decisiones de quienes tienen la mayoría política en la sociedad y, envalentonados, deciden asegurar a futuro, e incrementar, sus privilegios actuales a toda costa (y en espe­cial, a costa de los derechos de las minorías).

La Sala Constitucional debió hacer aquí un análisis serio del contenido y alcance del principio de representación proporcional previsto constitu­cionalmente para la elección de cargos a cuerpos deliberativos y, valo­rando el artilugio que supone la técnica de postulación denominada como “las morochas”, impedir que quede burlada dicha regla sobre el respeto a la representación proporcional impuesta por el constituyente en mo­mentos de sobriedad, una vez que empezó el jolgorio y las mayorías políticas pretenden continuar el festín.

No es algo difícil, por lo demás. Basta echar una lectura a la Constitu­ción para verificar que el sistema electoral previsto a los efectos de la elección de los cargos deliberativos ha de ser, en cualquier evento, de representación proporcional, con la personalización del sufragio.

Ello significa, por un lado, que el sistema electoral venezolano para car­gos parlamentarios debe garantizar una proporción, disposición, confor­midad o correspondencia entre el número de electores que apoyaron un determinado partido u organización política y el número de representan­tes elegidos para el cuerpo deliberante respectivo. No es algo diferente a lo que la propia Real Academia Española define como “representa­ción proporcional”, a saber: “Procedimiento electoral que establece una proporción entre el número de votos obtenidos por cada partido o ten­dencia y el número de sus representantes elegidos”.

Por el otro, que este sistema electoral, que refleje esa proporción entre el total de las preferencias de los electores y la conformación del cuerpo le­

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gislativo no puede realizarse solamente a través de listas de los candidatos postulados por los partidos u organizaciones políticas, sino que debe nece­sariamente compaginarse con la personalización del sufragio, es decir, con el hecho de que un número de esos representantes haya sido elegido nomi­nalmente por la mayoría, luego de presentarse con su nombre y apellido ante los electores. Obviamente, esto con la intención de incrementar la responsabilidad directa y personal de los candidatos elegidos.

Este sistema electoral de representación proporcional, que no excluya la personalización del sufragio, se desprende claramente de los artícu­los 63, 162, 186 y 293 de la Constitución.

En el primero, al consagrarse el derecho al sufragio, se indica categóri­camente que: “La ley garantizará el principio de la personalización del sufragio y la representación proporcional”. El 162, al referirse a la cons­titución de los Consejos Legislativos de los Estados, señala que sus inte­grantes “proporcionalmente representarán a la población del Estado y a los municipios”. El artículo 186 ejusdem se refiere a la conformación de la Asamblea Nacional, y dice que los diputados serán “por votación universal, directa, personalizada y secreta con representación propor­cional”. Por último, el artículo 293 constitucional, aludiendo a los princi­pios que deben guiar la actuación del Poder Electoral, reitera que sus órganos “garantizarán la igualdad, confiabilidad, imparcialidad, transpa­rencia y eficiencia de los procesos electorales, así como la aplicación de la personalización del sufragio y la representación proporcional” .

La representación proporcional, junto con la personalización del sufra­gio, pues, han de ser las notas que necesariamente ha de tener, para apegarse con la Constitución, cualquier sistema electoral previsto en la legislación venezolana para la designación de los integrantes de los cuer­pos deliberativos, sea nacional, estadal o municipal.

Este mandato constitucional excluye, obviamente, la instauración de un sistema electoral plenamente uninominal o de mayorías, en el que los integrantes del cuerpo legislativo sean elegidos por la mayoría relativa o calificada que obtenga cada uno en sus respectivos circuitos o circuns­cripciones, ya que si bien acatan el principio de la personalización de sufragio, no garantiza la representación proporcional. Asimismo, y como

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se decía, quedan excluidos los sistemas de representación proporcional cerrados o por listas, ya que no respetan la previsión de la personaliza­ción del sufragio, es decir, que los integrantes, o al menos una parte importante de ellos, presenten su candidatura personalmente ante los electores y sean elegidos nominal y directamente por éstos.

Pero también excluye este mandato constitucional de que las eleccio­nes para cuerpos deliberativos sean personalizadas y con respeto de la representación proporcional, otros sistemas electorales que se pue­den calificar como semi-proporcionales, como los mixtos o paralelos, en los que no se compensen adecuadamente la desproporcionalidad generada en los circuitos uninominales por mayoría (que es 1o que viene ocurriendo en el sistema electoral venezolano al postularse can­didatos según “las morocbas”).

Pues bien, no puede decir la Sala Constitucional, como lo bizo en el fallo comentado sin rubor alguno, que es materia de reserva legal y, por ende, de la mayor discrecionalidad del legislador, la decisión de cuál sistema electoral prever para las elecciones parlamentarias. La Constitución impone, rotundamente, qué tipo de sistema ba de utilizarse en todo caso, a saber, de representación proporcional personalizado, y cuáles no son aceptados constitucionalmente: los meramente uninominales o plurino- minales (pluralidad-mayorías); los de representación proporcional por listas o cerrados; los semiproporcionales o paralelos, que no logren ex­presar fielmente en la conformación del cuerpo, adecuadamente, las preferencias políticas del electorado.

De más está decir que la legislación electoral venezolana ya babía veni­do adaptándose a este tipo de sistema electoral y la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política de 1997, en sus artículos 7, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 20, 21 y 22, dejaba claro que la representación proporcional era aplicable a las elecciones de los cuerpos deliberativos nacionales, estadales y municipales, a los efectos de determinar el número total de candidatos elegidos por cada organización política, y que la elección uninominal no supondría una descompensación en tal sentido, por cuan­to los candidatos uninominales postulados por cada partido vendrían a

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llenar inicialmente las asignaciones que le correspondían a él en toda la circunscripción, y que la lista sería utilizada en caso de que fuera nece­sario incluir otros candidatos’.

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2 La Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, en cuanto a las elecciones para cuerpos legislativos, establecía que el número total de candidatos elegidos por un partido u organización política debía corresponderse, debía ser proporcional, con la cantidad de electores que lo apoyaron en la votación por lista, incluyendo entre el número de aquéllos los elegidos uninominalmente. El artículo 17, en concreto, al establecer el procedimiento para determinar la adjudicación por cociente de cada partido u organización política, establece claramente la regla de la representación proporcional, al incluir entre los candidatos elegidos aquellos que hubieran sido ganadores uninominalmente. Textualmente, establece: “Artículo 17. Para la determinación de los puestos que correspondan a cada partido o grupo de electores en la adjudicación por cociente, se procederá de la manera siguiente: se anotará el total de votos válidos obtenidos por cada lista y cada uno de los totales se dividirá entre uno, dos, tres, y así sucesivamente hasta obtener para cada uno de ellos tantos cocientes como candidatos haya que elegir en la entidad federal./ Se anotarán los cocientes así obtenidos para cada lista en columnas separadas y en orden decreciente, encabezadas por el total de votos de cada uno, o sea, el cociente de la división entre uno./ Se formará luego una columna final, colocando en ella en primer término el más elevado entre todos los cocientes de las diversas listas, y a continuación en orden decreciente los que le sigan en magnitud, cualquiera que sea la lista a la que pertenezcan, hasta que hubieren en la columna tantos cocientes como candidatos deban ser elegidos. Al lado de cada cociente se indicará la lista a que corresponde, quedando así determinado el número de puestos obtenidos por cada lista./ Cuando resultaren iguales dos (2) o más cocientes, en concurrencia por el último puesto para proveer, se dará preferencia a aquella lista que haya obtenido el mayor número de votos, y en caso de empate decidirá la suerte. Para la adjudicación de Senadores se aplicará la ubicación por cociente. Para la elección de Diputados al Congreso de la República y a las Asambleas Legislativas el procedimiento es el siguiente: ya definido el número de Diputados que le corresponde a cada partido o gmpo de electores en la entidad federal respectiva, confor­me al procedimiento establecido anteriormente, los puestos de candidatos nominales se adjudi­carán a quienes hayan obtenido la primera o primeras mayorías en la respectiva circunscripción electoral, de conformidad con los votos obtenidos por cada una de ellas./ A continuación se sumará el número de Diputados nominales obtenido por cada partido o grupo de electores, si esta cifra es menor al número de Diputados que le correspondan a ese partido o grupo de electores, según el primer cálculo efectuado con base al sistema de representación proporcio­nal en la adjudicación por cociente, se completará con la lista de ese partido o grupo de electores en el orden de postulación hasta la respectiva concurrencia, t Si un candidato nominal es electo por esa vía y está simultáneamente ubicado en un puesto asignado a la lista de su partido o grupo de electores, la misma se correrá hasta la posición inmediatamente siguiente./ Si un partido o grupo de electores no tiene en su votación nominal ningún Diputado y por la vía de la representación proporcional obtiene uno o más puestos, los cubrirá con los candidatos de su lista en orden de postulación. Cuando un partido o grupo de electores obtenga un número de candidatos electos nominalmente, mayor al que le corresponda según la representación propor­cional, se considerarán electos y a fm de mantener el número de Diputados establecido en los artículos 3° y 4° de esta Ley, se eliminará el último o últimos cocientes de los señalado en los párrafos 3 y 4 de este artículo./ Cuando un candidato sea electo nominalmente en su circuito electoral y el partido o ^ p o de electores que lo propone no haya obtenido ningún puesto por la vía de la proporcionalidad en la adjudicación por cociente, queda electo pero será sustraído de los Diputados adicionales que se pudieran corresponder por aplicación del cociente electoral nacional al partido o grupo de electores que lo haya propuesto”. (Resaltados añadidos).

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Incluso, el Estatuto Electoral del Poder Público, que fue dictado por la Asamblea Nacional Constituyente para la celebración de los primeros procesos electorales luego de la entrada en vigencia de la Constitución de 1999 (pero que ba visto extendida su vigencia por decisiones de la Sala Constitucional), respeta plenamente el mandato constitucional, y el sistema electoral previsto para la elección de integrantes de los cuerpos deliberativos, nacional, estadal o municipal, así como los integrantes de las juntas parroquiales y representantes del Parlamento Latinoamerica­no y del Parlamento Andino, impide que la elección uninominal de can­didatos pueda menoscabar la representación proporcional, al prever la incorporación de esos candidatos elegidos nominalmente por un partido u organización política entre los que le corresponden al mismo según el voto lista, es decir, al fijar como tope de los miembros elegidos de un partido u organización política el que hubiere sacado la adjudicación que le corresponde por cuociente (especialmente, sus artículos 5, 19 y 20)1

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Este artículo 20 del Estatuto Electoral del Poder Público, similar al 17 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, prevé: “Para la adjudicación, el procedimiento es el siguien­te; 1. Una vez definido el número de representantes que corresponde a cada agrupación de ciudadanos por iniciativa propia o asociación con fines políticos en la entidad federal, muni­cipio o parroquia respectiva, conforme al procedimiento establecido anteriormente, los pues­tos de candidatos nominales se adjudicarán a quienes hayan obtenido la primera o primeras mayorías en la respectiva circunscripción electoral, de conformidad con los votos obtenidos por cada una de ellas./ 2. A continuación se sumará el número de diputados nominales obtenido po r cada agrupación de ciudadanos por iniciativa propia y asociación con fines políticos, si esta cifra es menor al número de diputados que le correspondan a esa agrupa­ción de ciudadanos por iniciativa propia y asociación con fines políticos, según el primer cálculo efectuado con base al sistema de representación proporcional en la adjudicación por cociente, se completará con la lista de esa agrupación de ciudadanos por iniciativa propia y asociación con fines políticos en el orden de postulación hasta la respectiva concurrencia J 3. Si un candidato nominal es elegido por esa vía y está simultáneamente ubicado en un puesto asignado a la lista de ciudadanos o asociaciones con fines políticos, la misma se correrá hasta la posición inmediatamente siguiente./ 4. Si una asociación con fines políticos no obtiene en su votación nominal ningún cargo y por la vía de la representación proporcional obtiene uno o más cargos, los cubrirá con los candidatos de su lista en orden de postulación./ 5. Cuando una asociación con fines políticos obtenga un número de candidatos elegidos nominalmente, mayor al que le corresponda según la representación proporcional, se considerarán elegidos y a fin de mantener el número de representantes establecido en la Constitución y en este Estatuto Electoral, se eliminará el último o últimos cocientes de los señalados en el artículo anterior./ 6. Cuando un candidato sea elegido nominalmente en una circunscripción electoral y la asociación con fines políticos que lo propone no haya obtenido ningún cargo por la vía de la proporcionalidad en la adjudicación por cociente, queda elegido”.

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Por ello, es patente que la práctica de “las morochas” constituye un flagrante fraude a la ley, más bien, a la Constitución, ya que la postula­ción plena y vinculada que debería hacer un mismo partido u organiza­ción política es hecha a través de dos partidos u organizaciones políticas desvinculadamente, uno que postule únicamente a candidatos uninomi­nales y otro que sólo postule candidatos por lista, a efectos de que no se tomen en cuenta entre los cargos que le corresponde al partido político según el voto lista aquellos candidatos de esa misma organización que hubieran resultado triunfadores por la elección nominal (ya que, por esta separación o desvinculación, no serían formalmente del mismo partido u organización política).

Con esta práctica, que se inició bastantes años atrás (una de las cosas, más que con su justificada y repentina fuga de la cárcel, que hará re­cordar a Eduardo Lapi), y de la que en estos últimos años han beneficia­do principalmente (algún partido de oposición también ha sacado provecho de esta fraudulenta práctica) a los partidos u organizaciones políticas que apoyan al Presidente de la República (más bien, que éste apoya), se han tergiversado los resultados de las elecciones de octubre 2004, para diputados de los Consejos Legislativos, así como las de 7 de agosto de 2005, para las elecciones municipales.

Una noticia aparecida en el diario El Universal el día 31 de enero de 2008, dio cuenta de los efectos de esta argucia legal, al reseñar lo siguiente;

En las elecciones reg ionales del 31 de octubre del año 2004 el o fic ia­lism o - a l u tilizar al partido Podem os com o tarjeta m orocha del M V R - logró 178 curu les (76,1% ) en los consejos leg isla tivos de los e s ta ­dos, aunque sólo le correspondían 153 escaños (65,4% ). En esa opor­tun idad la oposic ión obtuvo 56 cargos (23,9%>) en vez de 81 (34,6% ).

E n las elecciones m unicipales del 7 de agosto del año 2005 el o fic ia ­lism o rep itió es ta técn ica, em pleando com o ta rje ta m orocha a la re ­c ién c re a d a U n id ad de V en ced o res E le c to ra le s (U V E ). P o r la desv incu lación de los vo tos lis ta y nom inales, el o fic ia lism o obtuvo 35,1% de los votos válidos y el P oder E lecto ral les ad jud icó 58% de los cargos. A las m inorías o fic ia lis tas (com o los Tupam aros o M oba- re) que cap ita lizaron 19,4% de los vo tos, sólo le co rrespond ieron 9,3% de los cargos y la oposic ión , que obtuvo 22,2% de los vo tos, sólo pudo can tar v ic to ria en 15,2% de los casos.

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Asociaciones no gubernamentales, como SUMATE, han denunciado abiertamente el fraude cometido por el uso de “las morochas”, al rese­ñar que en las elecciones municipales de 2005 al menos a 404 candida­tos, con nombres y apellidos, fueron víctimas de sus efectos perversos. Textualmente, en informe publicado en la página de Internet de esa or­ganización (Dirección URL: www.súmate.orgl se indicó:

E sta p rác tica despojó de sus cargos, leg ítim am ente ganados, a 404 cand ida tos qu ienes se postu laron en todo el país po r los partidos y m ovim ientos po líticos afectos al o fic ia lism o y a la oposic ión , com o tam bién aquellos ciudadanos que se p resen taron p o r in ic ia tiva pro­pia. Con las M orochas, de acuerdo con los voceros de Súm ate, M aría C orina M achado y Luis Felipe C abana, el Poder E lectoral desconoció el princip io de represen tación p roporcional garantizado en la C onsti­tución de la R epública B olivariana de V enezuela (CRB V ) y la Ley del Sufragio y P artic ipación P olítica (LO SPP), y adem ás de que todos los ciudadanos perd ieron y sobre todo perd ió la dem ocracia.

De las 2 .389 cum ies a concejales sólo están im pactadas por las m oro­chas las co rrespond ien tes a los candidatos po r lista. D e este últim o núm ero (1.005 concejalías) el Poder E lectoral le asignó 584 a las M o­rochas M V R -U V E cuando legalm ente le co rresponden 221 conceja­les. La estra teg ia M V R -U V E afectó a las propias fuerzas m inoritarias o fic ia lis tas que perd ieron 121 concejales, inclu ida entre ellas el gru­po T upam aro ; seguido por los partidos de oposic ión a qu ienes el P oder E lecto ral le restó 160 concejales; y tam bién fueron perjud ica­das las fuerzas po líticas locales a qu ienes les a rreba taron 82 cargos.

M aría C orina M achado dijo que el estudio realizado por los técnicos de Súm ate sobre los resultados de las elecciones m unicipales está basado en los datos publicados en la pág ina w eb del CNE el pasado entre el 6 y el 23 de septiem bre. En cuanto a los resultados, explicó que la alianza M V R -U V E obtuvo 35,1% de los votos, correspondiéndole legalm ente 42,8% de las cum ies; sin em bargo, el CNE le asignó 58% de los cargos de concejales. M ientras que los distin tos gm pos oficialis­tas m inoritarios, con 19,4% de los votos, legalm ente ganaron 14,4% de las cum ies, pero el Poder E lectoral le dio sólo 9,3% de los cargos. En cuanto a la oposición, los seis p rincipales partidos obtuvieron 18,8% de los votos, con lo que ganaron 21,6% de los cargos, pero el CNE les asignó sólo 14,9%. Por últim o, las m inorías locales e in iciativas pro­

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pias lograron 22,2 % de los votos lo que legalm ente representa 18,6 % de los cargos, pero el Poder E lectoral le asignó 15,2%.

El M ovim iento C iudadano N ac ional Súm ate tam bién expuso que el partido U n N uevo T iem po C ontigo (U N TC ) del Z u lia obtuvo con las M orochas una sob re-rep resen tac ión de 93 p o r ciento , al as ignárse le 27 cargos ad icionales, para un to ta l de 56, cuando legalm en te le co ­rresponde 29 conceja les en toda la en tidad reg ional.

No es necesario esforzarse mucho en hacer ver que la práctica de “las morochas” atenta contra el principio de representación proporcional consagrado en la Constitución. Además, tampoco parece necesario in­sistir en los efectos negativos de su utilización. Baste recordar que la aplicación de esta técnica por el oficialismo y su aval por la Sala Cons­titucional fue una de las razones que motivaron la retirada en bloque de los partidos no oficialistas a la elección de diputados para la Asamblea Nacional de diciembre de 2005 (hecho que, de por sí, deja en evidencia el talante no democrático del gobierno). Asimismo, téngase en cuenta que si los dos grupos políticos mayoritarios deciden aplicar esta técnica fraudulenta, prácticamente impedirán la entrada al ruedo político a cual­quier otro competidor que presente una propuesta alternativa de país.

Que los partidos u organizaciones políticas pretendan echar mano de esta artimaña no deja de ser una actitud censurable, pero resulta com­prensible, pues su objetivo principal es conservar o ganar más poder y presencia en los cargos públicos. No es a ellos a quienes hay que apuntar y criticar, por más que rebelen descarnadamente su falta de principios y la sobreposición de los fines frente a los medios, aun sien­do éstos antijurídicos.

Lo que no es posible perdonar ni dejar pasar bajo la mesa, es la actitud de quienes deberían actuar independiente e imparcialmente haciendo valer día a día las normas y principios constitucionales. Es al llamado Poder Electoral, pero especialmente a los tribunales, y en concreto a la Sala Constitucional, a quien no se puede dejar de señalar y reprochar. Ésta fue la que legitimó este fraude a la Constitución y a la legislación electoral y, a fin de cuentas, la que ha desconocido o falseado la volun­tad popular. Todo, por beneficiar de nuevo al actual partido en funcio­nes de gobierno.

C o n t r a t ie m p o s d e u n a C o n s t i t u c i ó n e n l a E s q u in a d e Dos P i l i t a s 243

Page 36: Contratiempos de una Constitución en la Esquina de Dos Pilitas · la primera salió a la luz en 1998, Brown se dedicaba a enseñar inglés en la Phillips Exeter Academy, en New Hampshire,

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Esta sentencia comentada de 25 de enero de 2006, caso: “Acción De­mocrática”, posiblemente sea una de las más despreciables de la Sala Constitucional. Ha quedado ésta una vez más, sin duda alguna, desnuda, tal cual es, como parte fundamental del partido de gobierno. No tiene reparo, se evidencia, en voltear la mirada y dejar incólumes violaciones descaradas a la Constitución, cuando se trata de favorecer al actual Presidente de la República y su partido político.

En fín, la Sala Constitucional demostró que, en los actuales momentos, no es la indicada para detener la “bebida incontrolada” (afán de poder) de quienes ostentan la mayoría y que no está en condiciones; es más, parece incluso que no quiere, para hacer respetar el compromiso adqui­rido por todos en momentos de sobriedad y que ha quedado plasmado en la Constitución y, en concreto, sobre el principio de representación proporcional, en los artículos 63, 162, 186 y 293.

Lamentablemente, hay que decirlo, esta Sala Constitucional está tam­bién de fiesta, parece que calza muy bien entre los invitados más anima­dos, y todos los venezolanos, bebedores o no, más temprano que tarde, sufriremos la resaca o las consecuencias.