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Los dos grandes misterios en la economía de Dios CONTENIDO 1. Los misterios revelados en la Biblia 2. La economía de Dios 3. El espíritu humano 4. Cuatro aspectos del bautismo 5. Ejercitarse para la piedad PREFACIO Este libro se compone de mensajes dados por el hermano Witness Lee en Boston, Massachusetts, en una conferencia celebrada del 19 al 21 de agosto de 1977.

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Los dos grandes misterios en la economía de Dios

CONTENIDO

1. Los misterios revelados en la Biblia 2. La economía de Dios 3. El espíritu humano 4. Cuatro aspectos del bautismo 5. Ejercitarse para la piedad

PREFACIO

Este libro se compone de mensajes dados por el hermano Witness Lee en Boston, Massachusetts, en una conferencia celebrada del 19 al 21 de agosto de 1977.

 

CAPÍTULO UNO

LOS MISTERIOS REVELADOS EN LA BIBLIA

Lectura bíblica: Ef. 3:4-11; Col. 2:2, 9

La Biblia esconde un misterio, y por mucho que la leamos, estudiemos y escudriñemos, dicho misterio pasará desapercibido para nosotros si carecemos de la correspondiente visión celestial en nuestro espíritu. La palabra misterio aparece muchas veces en el Nuevo Testamento. Efesios 3:4 habla sobre el misterio de Cristo. En Colosenses 2:2 se menciona el misterio de Dios. En Romanos 16:25 Pablo hace referencia a la revelación del misterio. Además, el apóstol Pablo incluso escribe con respecto a la economía del misterio (Ef. 3:9). ¡Todas estas expresiones son realmente extraordinarias! Esta economía está directamente relacionada con la gracia. La gracia de Dios posee una economía, llamada la economía de la gracia de Dios, cuya finalidad es que Dios, en Cristo, sea impartido a nuestro ser. Éste es el misterio hallado en la Biblia.

El libro de Génesis revela que Dios creó los cielos y la tierra. Dicho libro también revela que Dios creó al hombre, y nos relata la historia de este hombre creado por Dios. La historia del hombre comienza con Adán, y luego prosigue con Abel, Enoc, Abraham, Isaac, Jacob, José, etc. La estructura misma del libro de Génesis consiste en el relato de la creación y de la historia del hombre, pero en dicho libro se halla escondido algo que la Biblia llama: el misterio. Toda la Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo, ciertamente contiene muchas historias, doctrinas y un buen número de visiones; pero aun después de considerar todo ello, es posible que todavía no nos percatemos del misterio que ella esconde.

EL MISTERIO DEL UNIVERSO

Toda persona con algún entendimiento sabe que el universo es un misterio. Simplemente si observamos todos los planetas tendremos que admitir que debe existir una razón para todo ello. El vasto conjunto de aves, animales, flores y plantas tan agradables a la vista, ciertamente debe encerrar algún significado. Incluso el propio ser humano es un ente maravilloso. A lo largo de los siglos, muchos eruditos y filósofos han dedicado su vida a intentar descubrir qué sentido tiene el universo así como la vida humana. Sabemos que por muchos siglos ha existido tanto el linaje humano como la sociedad humana; y aunque el hombre es apenas una pequeña criatura, su vida entraña gran significado. En las librerías podemos encontrar todo lo que se ha escrito en los últimos cuatro mil años, pero no podemos hallar ni una sola página que nos diga cuál es

el propósito de la vida humana. Aun filósofos como Sócrates, Platón y Confucio desconocían esto. Incluso si pudiésemos acudir a Moisés y Abraham, ellos tampoco podrían decirnos; si bien ellos hablaban por Dios y al hacerlo ministraban a Dios a las personas, aún así, el significado de este universo, del linaje humano y de la nación de Israel no les fue revelado. Tampoco debemos pensar que Moisés, Elías o David conocían dicho significado. Podemos afirmar que ninguno de ellos lo conocía porque en Efesios 3 Pablo dijo que este misterio no fue dado a conocer en otras generaciones. La palabra generación es una mejor traducción que la palabra era. La palabra era hace referencia a tiempos, períodos o siglos, pero al hablar de las otras generaciones no solamente nos referimos a épocas pasadas, sino también a todas las personas que vivieron en aquellos tiempos. Así pues, a ninguna de las generaciones pasadas, incluyendo a las de Adán, Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David, Elías, Isaías, etc., les fue dado a conocer este misterio.

Efesios 3 dice que este misterio estaba oculto, escondido desde los siglos en Dios. La expresión los siglos nos remite a la eternidad, pues el texto original usa la misma palabra que en otros pasajes se traduce “eternidad”. Desde la eternidad, este misterio estaba escondido en Dios. Él no se lo reveló a Abraham ni a los patriarcas. Tampoco se lo dio a conocer a Moisés ni a David. Dios no se lo reveló a nadie. Este misterio jamás se dio a conocer a los hijos de los hombres. Se hallaba totalmente escondido en Dios. Efesios 3:9 dice que este misterio estaba escondido “en Dios, que creó todas las cosas”. Dios es único, y Él creó todas las cosas. Sí, Dios creó todas las cosas, pero jamás le reveló a hombre alguno el propósito de Su creación. Más aún, el versículo 9 dice: “Y de alumbrar a todos para que vean”; en realidad, en el griego original se halla implícita la idea de “sacarlo a la luz”. Si yo quisiera encubrirles algo durante todo este año, aunque ustedes permanecieran conmigo por trescientos sesenta y cinco días, ninguno de ustedes sabría qué es lo que escondo hasta que yo decidiera “sacarlo a la luz”. Del mismo modo, hasta que los apóstoles vinieron, y en especial hasta que surgió el apóstol Pablo, este misterio no fue dado a conocer. En este pasaje Pablo nos dice claramente que no fue sino hasta su generación, la generación de los apóstoles, que este misterio fue revelado.

Pablo llamó a los apóstoles los “santos apóstoles” (v. 5). Esto implica que ellos eran personas que Dios había apartado para sí, es decir, no eran personas comunes. Confucio, Sócrates y Platón eran personas comunes, pero aquí vemos unos apóstoles que eran santos y no personas comunes. Ellos eran personas especiales. Ciertamente no eran ángeles, pero tampoco eran seres humanos comunes. Eran personas que habían sido apartadas para Dios, ya que habían visto algo que ningún otro ser humano, ni aun los otros santos de Dios, habían visto jamás. ¡A ellos les fue revelado el misterio! Pablo podía jactarse ante los ángeles de que aunque éstos sabían cómo servir y actuar para dar

cumplimiento al mandato de Dios y a lo que Él ordenara, ellos jamás conocieron el propósito del universo.

Sin Dios, el universo carecería de sentido, estaría vacío. Sin Dios, el universo sólo podría inspirarnos lástima. Si Dios no existiera, todos nosotros tendríamos que llorar pues el vacío de este universo sería lamentable en gran manera. El universo sería como un gran recipiente vacío, sin contenido alguno. Es por causa de Dios que existen los planetas, es por Su causa que las flores son hermosas y existen animales maravillosos, y sólo por causa de Dios es que existen los seres humanos. Así pues, Dios mismo es la respuesta. Tal vez los ateos digan que afirmar tales cosas es superstición y una tontería. Sin embargo, nosotros sabemos por qué existen los cielos y la tierra. Todas las flores, los cereales, los animales y las aves existen por causa de Dios. El universo existe por causa de Dios. Esto de ninguna manera es una superstición.

No solamente los apóstoles conocieron este misterio, sino que ahora nosotros también lo conocemos. Nosotros sabemos que Dios mismo es el misterio detrás de este universo y conocemos el misterio de la creación. Conocemos, además, el misterio de la vida humana y el misterio de la Biblia. Sin embargo, este misterio aún continúa siendo un misterio para muchos cristianos, pues ellos únicamente saben de su necesidad de ser salvos por Dios para no perecer en el infierno y ser rescatados y llevados al cielo. A ellos les parece que mientras estén en la tierra, el único motivo de su vida aquí es simplemente manifestar un buen comportamiento cristiano, glorificar a Dios y ayudar a las personas. No obstante, debemos saber que Dios no se ha propuesto simplemente llevar un grupo de pecadores al cielo.

El libro de Romanos comienza hablándonos, en el capítulo 1, sobre los pecadores caídos, incluso sobre las personas caídas en su conjunto; y avanza hasta llegar al capítulo 12, donde nos dice que tales personas han llegado a conformar el Cuerpo de Cristo. En cambio, el libro de Efesios es diferente, pues comienza hablándonos de Dios en la eternidad. Desde esta perspectiva, no importa la condición en la que uno se encuentre, pues Dios dio inicio a este misterio mucho antes de que naciéramos, incluso antes que el mundo fuera creado. Dios dio inicio a este misterio desde la eternidad. A la luz del primer capítulo de Romanos, casi todos los cristianos se considerarían a sí mismos personas pecadoras y caídas; pero al leer Efesios, tenemos que olvidarnos de nuestra propia condición. En este libro encontramos una expresión particular: el propósito eterno (Ef. 3:11). En el idioma griego, este término hace referencia al propósito de los siglos. El propósito de los siglos era un misterio hasta que los apóstoles surgieron. Dios quiso revelar lo más íntimo de Su ser a fin de dar a conocer a Sus apóstoles el misterio que estaba escondido en Él.

EL MISTERIO DE DIOS

Por tanto, debemos preguntarnos, ¿en qué consiste el misterio de Dios? ¿Dónde está Dios? Tanto los judíos como los musulmanes creen en Dios. Sobre esta tierra nadie se atreve a declarar que otras cosas sean Dios; todos saben que las cosas ajenas a Dios mismo, no son Dios, sino simplemente ídolos. Hay un solo Dios. Los judíos creen en el Antiguo Testamento, y los musulmanes creen en el Corán. El Corán es una imitación del Antiguo Testamento. Todos ellos creen en el único Dios, pero no saben que este Dios es un misterio. Tampoco saben que tal misterio de Dios es Cristo (Col. 2:2).

Este misterio divino es primeramente el misterio de Dios, y luego, el misterio de Cristo. Necesitamos leer, estudiar y aun orar los libros de Colosenses y Efesios, ya que en ellos nos es revelado el misterio de Dios, el cual es Cristo. Los judíos tienen a Dios únicamente en nombre, pero no en realidad. Ellos conciben a Dios como un misterio. No tienen la realidad de Dios porque no conocen el misterio de Dios. ¡El misterio de Dios es Cristo! Si alguien no conoce a Dios, si aún no ha conocido a Dios, simplemente necesita venir a Cristo, ya que Dios mismo está corporificado en Cristo. Toda la plenitud de la Deidad habita corporalmente en este Cristo (Col. 2:9). Si alguien no cree en Cristo, no puede conocer a Dios. Si usted no tiene a Cristo, aun cuando afirme creer en Dios, el objeto de su fe serán meros términos sin contenido; es decir, usted creerá en Dios como quien cree en un misterio y, por ende, le será imposible conocer a Dios en términos de su experiencia personal. Le será imposible percibir a Dios, obtener a Dios y, mucho menos, internarse en Dios, pues esto sólo es posible mediante Cristo. Los musulmanes y los judíos tienen a Dios sin Cristo, pero en realidad no tienen nada, pues Dios mismo está en Cristo. Si usted no tiene a Cristo, tampoco tiene a Dios. Cristo es maravilloso porque Él es el misterio, la respuesta, la definición, la corporificación y la realidad de Dios. Cristo es nada menos que Dios mismo, pero es Dios y algo más. Cristo es Dios y algo más. Es muy difícil explicarlo. Él era un hombre común y corriente, procedente de una región menospreciada: Galilea; aún así, este hombre era el misterio de Dios. Si usted es ajeno a Él y carece de Él, jamás podrá ver a Dios. Ya sea que usted lo crea o no, Cristo es Dios. ¡Él simplemente es Dios! En este vasto universo, Dios únicamente está en Cristo. Donde Cristo esté, allí está Dios. Sólo en Cristo podemos encontrar a Dios.

EL MISTERIO DE CRISTO

Cristo es el misterio de Dios. Entonces, ¿dónde está Cristo? En toda la historia nunca ha habido un nombre tan maravilloso como el de Jesucristo. En la actualidad, todas las naciones se rigen por el calendario establecido a partir de Jesús, ya sea que estén de parte de Él o no lo estén. Este año y todos los años están basados en la cronología de Jesús, de Cristo, de aquel hombre aparentemente insignificante. ¿No es maravilloso este

Cristo? Nadie es mayor que Él, y ningún otro nombre es más grande que el nombre de Jesús. Pero, ¿dónde está Él? Hay quienes afirman que Él está en los cielos; pero Él también está en la tierra, en esta misma habitación. El misterio del universo es Dios, el misterio de Dios es Cristo, y el misterio de Cristo es la iglesia (Ef. 3:4-11). He ministrado sobre Cristo y la iglesia por muchos años, y cuanto más lo hago, más abundante y rico es aquello que ministro. Hace más de cincuenta años aprendí que la iglesia no es un chalet con campanario. Aprendí que la iglesia es la asamblea de los que Dios ha llamado; sin embargo, incluso afirmar esto es todavía demasiado superficial. La iglesia es el Cuerpo de Cristo. La iglesia es un organismo, no una organización. No debemos considerar a la iglesia como una organización, sino como un organismo. Por muchos años no supe que la iglesia es un misterio. Ahora sé que la iglesia es el misterio de Cristo. En otras palabras, la iglesia es el propio Cristo, pero en una forma misteriosa. La iglesia es Cristo mismo (1 Co. 12:12). Así que, cuando declaramos que nosotros somos el Cristo, no estamos exagerando. ¡Aleluya, nosotros somos el Cristo aquí en la tierra! Por una parte, somos personas maravillosas, y por otra, somos Cristo mismo de una forma misteriosa. En nosotros hay algo misterioso, esto es, Cristo mismo. Hoy Cristo está presente en este mismo lugar.

LA ECONOMÍA DEL MISTERIO

Este misterio tiene una economía. Para nosotros hoy este misterio ha dejado de ser un misterio. Este misterio ya no es un misterio escondido; más bien, es un misterio que se ha manifestado. Ahora sabemos que el universo es el misterio de Dios, que este misterio de Dios es Cristo mismo, y que el misterio de Cristo es la iglesia. Nosotros somos el misterio de Cristo, Cristo es el misterio de Dios, y Dios es el misterio del universo. ¡Ciertamente somos un pueblo misterioso y universal!

Impartición

En la palabra economía, que procede del griego, se halla implícita la acción de impartir o suministrar. En toda economía moderna se lleva a cabo una especie de distribución de bienes o impartición. Si poseemos un capital cuyo valor es de varios billones de dólares, obviamente tenemos que hacerlo circular, es decir, repartirlo o impartirlo a otros; por ende, el primer aspecto de la economía de Dios es que Dios mismo se imparte a Sus escogidos.

Mayordomía

Si hemos de suministrar o impartir algo, se requiere un mayordomo que se encargue de llevarlo a cabo. Encargarse de suministrar es una mayordomía, una especie de servicio. Dios usa a los apóstoles para impartirse o suministrarse a Su pueblo escogido. Todo

apóstol es un mayordomo, pero ellos no están encargados de administrar dólares, libras esterlinas ni francos; más bien, a ellos les ha sido encomendado Dios mismo, es decir, Dios en Cristo como misterio, a quien ellos deberán impartir. Así pues, los apóstoles son mayordomos encargados de impartir a Cristo como el misterio de Dios tanto a judíos como a gentiles. Esta mayordomía es apenas uno de los aspectos de la economía de Dios, el aspecto referido al servicio que consiste en impartir o suministrar.

Administración

El primer aspecto de la economía de Dios es la impartición, el segundo es la mayordomía y el tercero es la administración. Para impartir algo, es necesario que se lleve a cabo cierto servicio; y para prestar tal servicio, se hace necesaria la correspondiente administración. En el idioma griego, en esta palabra economía se hallan implícitas la impartición, la mayordomía y la administración.

Ninguno de nosotros fue salvo por accidente. Tal vez pueda parecernos que nuestra conversión fue algo imprevisto, pero en realidad, ella formaba parte de la economía de Dios. En conformidad con Su economía, Dios quiso impartirse en aquellos que Él llamó. ¡Alabamos al Señor por ser de aquellos que Él llamó! Nuestra conversión es resultado de la impartición divina, la cual fue llevada a cabo mediante la correspondiente mayordomía. Dios ha confiado esta mayordomía a algunos de Sus escogidos, tales como los apóstoles, quienes han sido usados grandemente por el Señor. Por medio de esta clase de ministerio, tal impartición llegó a nuestro ser. Por tanto, nuestra conversión fue producida por tal impartición divina, la cual fue llevada a cabo mediante la correspondiente mayordomía. Así pues, desde que nos convertimos fuimos beneficiarios de la administración del misterio. Esta administración forma parte de la economía divina; así que, ahora todos nosotros estamos en el ámbito de esta maravillosa administración. En cada reunión se ejerce tal impartición, mayordomía y administración. Cuanto más nos reunimos, más comunión tenemos y más se imparte Dios a nosotros. Como resultado de ello, cuanto más recibamos los beneficios de tal mayordomía, más sujetos estaremos a la administración divina a fin de que el misterio de Dios sea realizado. Este misterio es simplemente la corporificación del Dios Triuno, Su realidad y expresión. ¡Aleluya, nosotros somos el misterio de Cristo!

Se nos ha confiado la economía de Dios, y esta economía consiste en que el misterio de Dios sea realizado. Siempre que nos reunimos experimentamos la impartición, la mayordomía y la administración divinas. Es así como se manifiesta, de manera concreta, la realidad de Dios, Su corporificación y Su expresión. No debemos tener el concepto de que el día que entremos en la Nueva Jerusalén estaremos completamente sorprendidos, pues cuando entremos allí, ya habremos sido partícipes de dicha realidad por muchos

años. Así pues, incluso ahora mismo podemos experimentar por anticipado la Nueva Jerusalén. La Nueva Jerusalén es simplemente la expresión de Dios, Su administración, mayordomía e impartición. Esto no es otra cosa que la economía de Dios, y esta economía es la economía del misterio. Hoy nosotros disfrutamos de la impartición, la mayordomía y la administración divinas. Hoy en la tierra nosotros somos la realidad del Dios Triuno, Su corporificación y Su expresión. ¡Gloria sea a Él!

 

CAPÍTULO DOS

LA ECONOMÍA DE DIOS

Lectura bíblica: Gn. 1:26; Is. 9:6; Jn. 1:1, 14, 29; 14:9-10, 17-20; Mt. 28:19; 1 Co. 15:45; Ef. 3:14-19; 2 Co. 13:14; Ap. 1:4-5; 22:1-2

En el capítulo anterior abordamos dos asuntos: el misterio y la economía. Vimos que la meta de esta economía es que el misterio sea realizado. Sin tal economía, el misterio de Dios jamás sería manifestado de manera concreta.

El primer aspecto de la economía divina consiste en que Dios mismo se imparte en nosotros. Cuando hablamos de impartición, no nos referimos a una dispensación o a un determinado período; más bien, nos referimos a cierta clase de accionar, cierta actividad. Dios lleva a cabo una obra maravillosa al impartirse en Sus escogidos. Por tanto, el primer aspecto de la economía de Dios es la impartición divina.

EL DIOS TRIUNO REVELADO EN GÉNESIS

Debe llamarnos la atención que en la primera página de la Biblia Dios sea revelado como el Dios Triuno. Si estudiáramos el capítulo 1 de Génesis en el idioma hebreo, descubriríamos que el título usado para describir a Dios no es un sustantivo singular; más bien, es un nombre triple. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1). Aquí, de acuerdo con el hebreo del texto original, el sustantivo usado para referirse a Dios es triple en número. Además, en el versículo 26 del mismo capítulo, Dios dijo “a nuestra imagen”, refiriéndose a Sí mismo como un ente plural. Ciertamente, ello entraña algo muy misterioso. Hay un solo Dios, pero Él es triple. ¡Esto es un misterio! En Génesis 1:26 vemos que Él primero dijo: “Hagamos”. Al hablar consigo mismo Él usó la forma plural del verbo refiriéndose tácitamente a Sí mismo como “nosotros”. Esto ocurrió antes de que el hombre fuera creado. Dios no estaba hablando con los ángeles; ciertamente los ángeles no formaban parte de este acontecimiento. Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Después, el versículo 27 dice: “Y creó Dios al hombre a Su imagen”. Aquí, “nuestra imagen” se ha convertido en “Su imagen”. Ahora bien, ¿es Dios un ente plural o singular? Debemos percatarnos de que llegado el momento en que Dios empezó a relacionarse con el hombre, Él se le reveló de esta manera particular, es decir, de manera triuna, dando a entender que Él es el Dios Triuno. Ésta es la etapa inicial que corresponde al libro de Génesis.

EL PADRE EN LA ETERNIDAD, EL HIJO EN EL TIEMPO

Después, Isaías 9:6 nos dice: “Porque un hijo nos es dado”. Ya no se nos habla en términos meramente objetivos; ahora podemos experimentar a Dios subjetivamente debido a que un Hijo nos es dado. Un Hijo nos es dado a nosotros, pero este Hijo es llamado el Padre. Este Hijo que nos ha sido dado es llamado “el Padre de la eternidad”; ésta es la traducción más acorde con el idioma hebreo. El Padre, el Padre eterno, es el Padre de la eternidad. Si bien el Hijo, al sernos dado, es recibido por nosotros en una esfera temporal, Él es el Padre, el propio Padre que está en la eternidad. En la eternidad Él es el Padre, pero ahora en el tiempo, en nuestra era, Él nos es dado como el Hijo. Así que, podemos preguntarnos: ¿Él es el Padre o el Hijo, el Hijo o el Padre? Desde la perspectiva de la eternidad, Él es el Padre, y desde la perspectiva de esta era, Él es el Hijo. Él es ambos, pues ambas perspectivas son válidas.

Podríamos decir que casi todas las cosas tienen dos facetas. Por ejemplo, un candelero, visto desde abajo presenta una base única, mientras que visto desde arriba, presenta siete lámparas. Así pues, en su faceta inferior es uno solo, pero en su faceta superior, es siete. Por eso, al final de la Biblia se mencionan los siete Espíritus, y estos siete Espíritus son las siete lámparas. Por una parte, el candelero es uno solo, pero por otra, el candelero es siete lámparas; en conclusión, es ambas cosas. Desde la perspectiva de la eternidad, Dios es el Padre, y como Aquel dado a nosotros en el tiempo, Él es el Hijo. El Hijo es siempre la expresión, y el Padre es siempre la fuente. Cuando oramos no decimos: “Hijo”, sino: “Padre”. Ciertamente recibimos al Hijo, pero le llamamos Padre. Un Hijo nos es dado, y Su nombre es Padre. Nosotros los creyentes no decimos: “Creemos en el Padre y recibimos al Padre”. ¡No! Decimos: “Creemos en el Hijo y recibimos al Hijo”; no obstante, en 1 Juan 2:23 dice que todo aquel “que confiesa al Hijo, tiene también al Padre”. Nosotros creemos en el Hijo y recibimos al Hijo; no obstante, todo aquel que recibe al Hijo, tiene al Padre. Así pues, después que usted haya recibido al Hijo y ore al Padre, no debiera dejar al Hijo. Es el Hijo quien nos ha sido dado, y es Él quien nos lleva al Padre. En nuestra experiencia como cristianos no oramos al Hijo sino al Padre. Pero el Hijo dado a nosotros es llamado el Padre de la eternidad. Es de este modo que Dios se imparte en el hombre. Él es la propia fuente divina; así que, Él es el Padre que está en la eternidad. Él es el Padre eterno, pero a fin de que Él pudiera impartirse en el hombre, Él debe sernos dado en la persona del Hijo. Por tanto, Juan 3:16 dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito”. Dios nos ha dado a Su Hijo. Pero no debiéramos considerar que este Hijo que nos fue dado es una persona separada y distinta a Dios mismo. El Hijo que nos ha sido dado es Dios mismo. Así pues, al recibir al Hijo, simplemente recibimos al propio Dios; y cuando oramos a Él no le llamamos Hijo, sino Padre.

DIOS EN LA DISPENSACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO

Su encarnación

En el Nuevo Testamento, en el Evangelio de Juan, dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (1:1). Este Verbo que era Dios, se hizo carne (1:14). Algunas versiones de la Biblia traducen “fue hecho carne”, pero de acuerdo con el griego del texto original, Él “se hizo carne”. Por Su propia iniciativa, Él se hizo carne. Él era el Verbo, y se hizo carne por iniciativa propia. En otras palabras, el propio Dios, quien era el Verbo, se hizo carne. Él se hizo hombre a fin de ser el Cordero de Dios. ¡Qué maravilloso que el propio Dios, quien era el Verbo, tomara la iniciativa de hacerse hombre, a fin de ser el Cordero que quita nuestros pecados! Esto no se realizó únicamente para lograr nuestra redención. ¡Alabado sea el Señor que esto también hizo posible que Él se impartiera en el hombre mediante tal redención divina!

Debido a que todos nosotros somos pecadores, no estamos en condiciones de recibir a Dios. Así pues, Dios, a fin de poder venir a nuestro ser, tuvo que hacerse un Cordero redentor. Es imprescindible que nos demos cuenta de que quitar los pecados de los hombres es apenas un paso que Dios da para poder impartirse en el hombre. Dios, a fin de impartirse en los pecadores, tuvo que hacerse hombre para llegar a ser el Cordero redentor que quita nuestros pecados. Sólo entonces, este Dios podría impartirse en Sus redimidos.

Su resurrección

Después de efectuar la redención, el postrer Adán, quien se había hecho carne, es decir, un hombre de carne y hueso, ¡llegó a ser el Espíritu vivificante! (1 Co. 15:45). Este maravilloso Dios, a fin de llevar a cabo Su impartición divina, tuvo que dar dos pasos. Primero, mediante la encarnación, Él se hizo un hombre, el postrer Adán, con la finalidad de ser el Cordero redentor. Posteriormente, Él dio otro paso, la resurrección. En Su resurrección, ¡Él se hizo el Espíritu vivificante! Al final del Evangelio de Juan, Él volvió en resurrección a Sus discípulos, pero esta vez no vino como el Cordero. Al comienzo del Evangelio de Juan, se nos relata que Juan el Bautista presentó a Jesús ante las personas como el Cordero de Dios (1:29). Pero al final del mismo Evangelio, Jesús, después de Su resurrección, retornó a Sus discípulos de una manera misteriosa; a pesar de que el cuarto donde estaban reunidos los discípulos estaba cerrado, Él se apareció en medio de ellos de improviso. Aun cuando aquel cuarto estaba completamente cerrado, Él se presentó en medio de Sus discípulos con un cuerpo físico que podía ser tocado. Finalmente, sopló en ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (20:22). Es imposible para nosotros recibir en nuestro ser al Cordero, pero sí podemos

recibir al Espíritu, el pneuma. En el griego se usa el término pneuma para referirse al aliento, al Espíritu. Después de Su resurrección Él se apareció a Sus discípulos, no como el Cordero, sino concretamente como el aliento, es decir, como el Espíritu. Por consiguiente, ahora, siempre que invocamos Su nombre, Él entra en nosotros como el pneuma celestial, como el aliento divino. Esto no es otra cosa que la impartición de Dios mismo, en Su Divina Trinidad —el Padre, el Hijo, y el Espíritu—, a nuestro ser. El Padre está en la eternidad; después de la encarnación y antes de la resurrección, el Hijo estuvo delante del hombre, mas aún no podía entrar en éste. Él tuvo que dar otro paso para llegar a ser el Espíritu vivificante, y como tal, ser como el aliento que podemos inhalar.

Si leemos el Nuevo Testamento cuidadosamente, veremos que cuando recibimos al Hijo, obtenemos al Padre, y que cuando invocamos el nombre del Señor, obtenemos al Espíritu vivificante. Al recibir al Hijo, tenemos al Padre. Al invocar el nombre del Señor, tenemos al Espíritu. Nadie ha visto al Padre jamás, pero el Hijo nos ha dado a conocer al Padre (Jn. 1:18). El Padre permanece oculto, pero el Hijo es dado a nosotros para que le recibamos. El Hijo fue crucificado, sepultado y resucitado, ¡y ahora Él es el Espíritu vivificante! Por consiguiente, todo aquel que invoque el nombre del Hijo, recibe al Espíritu. Tenemos que ver que Dios no es solamente el Padre, el cual se halla oculto en la eternidad, ni es solamente el Hijo, quien vino a los seres humanos, sino también es el Espíritu, el cual ha entrado en nuestro ser. Ésta es la razón por la que el Señor Jesús, quien vivió sobre la tierra, un día fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó, a fin de llegar a ser el Espíritu vivificante.

El Espíritu de realidad

En Juan 14, mientras el Señor les estaba hablando a los discípulos, uno de ellos, Felipe, le pidió: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta”. El Señor Jesús le dijo: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” (vs. 8-9). El Señor estaba dándoles a entender: “¿Por qué aún me piden que les muestre al Padre? ¿No se dan cuenta de que cuando me ven a Mí, ven al Padre, porque Yo soy uno con el Padre?”. En ese momento los discípulos recibieron la revelación. Ellos entendieron que este mismo Jesús, que es el Hijo dado a nosotros, es uno con el Padre. Él no es solamente el Hijo; Él es también el Padre. Después de darles esta clara visión, el Señor continuó diciéndoles: “Y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador” (v. 16). Él era el primer Consolador, que había venido para estar entre ellos, pero ellos necesitaban otro Consolador, que entrara en ellos. Juan 14:17 revela que este otro Consolador es el Espíritu de realidad, el cual primero vino a estar entre los discípulos y después vendría a morar en ellos. Luego, el Señor dijo: “No os dejaré huérfanos” (v. 18). En el versículo 17 vemos el pronombre “Él” y en el versículo 18 vemos el pronombre “Yo”. En realidad,

“Yo” equivale a “Él” y “Él” equivale a “Yo”. Por tanto, en este pasaje, el Espíritu de realidad equivale a “Yo”, a “Mí”. Luego Jesús añadió: “En aquel día [el día de la resurrección] vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros” (v. 20). Al dar este segundo paso, el Señor entra en nosotros. Estas dos revelaciones se hallan en Juan: una concerniente al Hijo como el Padre, y la otra concerniente al Hijo como el Espíritu.

Bautizar a los discípulos en el Dios Triuno

Después de Su resurrección, Él se reunió con Sus discípulos en un monte de Galilea y allí les dijo: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19). Después de haber dado estos dos pasos —Su encarnación y Su resurrección—, Él estaba en posición de decirles a Sus discípulos que bautizaran a las personas en el Dios Triuno. ¿De qué otra forma podrían los discípulos bautizar a las personas en el Dios Triuno, si no fuera al introducirlas en el Espíritu vivificante? El propio Espíritu vivificante procede del Hijo, quien es la corporificación del Padre. El Padre está en el Hijo, y el Hijo fue hecho el Espíritu. Por tanto, ahora nosotros podemos bautizar a las personas en el Espíritu. Esto significa que introducimos a las personas en el Dios Triuno, esto es, dentro del Padre, del Hijo y del Espíritu. ¿No es esto maravilloso? Ahora podemos percatarnos de que el Padre en el Hijo como el Espíritu ha entrado en nosotros, y que todos nosotros hemos sido puestos en el interior mismo del Dios Triuno. Ahora Dios y nosotros, nosotros y el propio Dios, somos un solo espíritu. Es de este modo que el Dios Triuno ha sido impartido en nuestro ser. En esto consiste el primer aspecto de la economía de Dios. El primer paso que Dios dio en Su economía fue hacerse un hombre. Y el segundo paso fue hacerse el Espíritu vivificante para que nosotros podamos invocarle, el Espíritu pueda entrar en nosotros y nosotros podamos ser introducidos en Él. Es indispensable que nos demos cuenta de que hoy en día, Él está dentro de nosotros y que todos nosotros estamos en Él. Él está en nosotros, y nosotros estamos en Él. Esto no es una tradición ni una superstición. Éste es un hecho. ¿Quién podría negar que hoy Dios mismo —el Padre, el Hijo y el Espíritu— está dentro de nosotros, y que nosotros estamos ahora mismo en Él? En esto consiste el misterio realizado en esta primera etapa de la economía de Dios.

Pablo oró al Padre para que nosotros fuésemos fortalecidos por el Espíritu en nuestro hombre interior, a fin de que Cristo haga Su hogar en nosotros (Ef. 3:14, 16-17). En esta oración podemos ver al Padre, al Espíritu y a Cristo. ¿Ven la Trinidad en este pasaje? El apóstol Pablo oró al Padre para que Él nos fortaleciera en nuestro hombre interior por Su Espíritu, a fin de que Cristo hiciera Su hogar en nosotros y tomara plena posesión de nuestro ser. Él oró pidiendo que nosotros fuéramos plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la altura y la profundidad. En otras

palabras, junto con todos los santos podemos comprender las dimensiones del universo, el cual nos muestra la vasta capacidad del Dios Triuno en Su Cristo. ¿Podría alguien decirnos cuál es la anchura total del universo? ¿Podríamos nosotros decir cuál es la profundidad y la altura? Nadie puede decir esto. Éstas son la dimensiones del universo entero, y es también la vasta capacidad de nuestro Dios en Cristo, “para que seáis llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios” (v. 19). Simplemente no les puedo explicar estas cosas, pues no se trata de enseñanzas sobre asuntos morales, éticos ni filosóficos. Aquí simplemente nos estamos refiriendo al hecho de que podemos orar al Padre para que Él fortalezca nuestro hombre interior por Su Espíritu a fin de que Cristo haga Su hogar en nosotros; todo esto redundará, finalmente, en que seamos llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios. ¡Todos debemos exclamar a gran voz que somos, de una manera misteriosa, uno con Dios! Aquí no estamos hablando de evolucionar hasta llegar a ser Dios, sino del hecho de que estamos inmersos en Dios, es decir, del hecho de que todo aquel que ha sido redimido ¡es sumergido en Dios! Todos nosotros estamos inmersos en Dios. Hemos sido llenos de Dios, poseídos por Él, estamos impregnados, empapados y saturados de Él, y hemos sido sumergidos en Él para, así, mezclarnos con Él. Dios y nosotros, nosotros y Dios, hemos sido hechos uno. No piensen que exageramos al afirmar esto. ¡Cuán maravilloso es esto! Todos nosotros estamos empapados de Dios, impregnados de Dios, inmersos en Dios, Dios ha sido infundido a nuestro ser y nos hemos mezclado con Él. De este modo, Dios está en nosotros, y nosotros estamos en Dios. ¡Aleluya! ¡Dios es uno con nosotros, y nosotros somos uno con Él! Éste es el misterio, el misterio que ahora ha sido realizado por la economía de Dios.

Hoy en día, la mayoría de los cristianos sólo conocen la Biblia superficialmente; no conocen lo que se esconde bajo su superficie. Si bien ellos conocen el texto bíblico, desconocen el misterio que éste contiene. Pero ahora hemos comenzado a percibir el misterio que se esconde bajo la superficie del texto bíblico. ¡Aleluya! Nuestra propia experiencia nos confirma que cuanto más invocamos Su nombre, más nos sumergimos en Él, más somos saturados e impregnados de Él, y más se infunde Él en nuestro ser. Todo nuestro ser se empapará de Su Ser. ¡Cuanto más oramos a Él, cuanto más invocamos Su nombre, más nos percatamos de que Él se hace uno con nosotros y que nosotros somos uno con Él! ¿Qué es esto? Es la impartición del Dios Triuno a nuestro ser. Esto no es una religión cristiana. Esto es la realidad del Dios Triuno impartiéndose a Sí mismo en nuestro ser. Entonces seremos personas afables, buenas y amorosas, pero sin darnos cuenta de ello. Los demás pensarán de nosotros que somos muy amables, pero a nosotros nos parecerá que no lo somos. Quizás los demás digan que somos personas muy amorosas, pero a nosotros tal vez nos parezca que nos hace falta más amor. No estamos hablando del amor o amabilidad humanos, sino que esto

simplemente procede de la impartición divina. Esto es completamente diferente de cualquier clase de enseñanza ética o filosófica. Esto es un hecho divino, una realidad divina, forjada en nuestro ser mediante el poder suministrador, la impartición activa, del Dios Triuno.

En 2 Corintios 13:14 dice: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros”. Esto no es otra cosa que la impartición divina. Nuestro ser se sumerge en todos los atributos de la Deidad. El amor del Padre, la gracia del Hijo, y la comunión del Espíritu sea con todos vosotros. Todos estamos empapándonos en este “gran océano”. Nos empapamos en el océano divino. Día a día, nuestro ser se empapará de todos los atributos divinos.

La Nueva Jerusalén

La Biblia demuestra gran coherencia. En el primer capítulo se nos habla del Dios Triuno, y en el último, también es revelado el Dios Triuno. En el último capítulo de la Biblia se menciona a Dios, al Cordero y un río de agua de vida (Ap. 22:1-2). Sin duda alguna, Dios es el Padre, el Cordero es el Hijo y el río de agua de vida es el Espíritu que fluye. Aquí vemos nuevamente al Dios Triuno, pero podemos percibir de que ha habido un gran desarrollo al respecto. En el primer capítulo de Génesis, simplemente se le llama Dios al Dios Triuno. Pero en el último capítulo de la Biblia vemos a Dios representado por la fuente que brota del trono, al Hijo como el Cordero redentor y al Espíritu como el río de agua de vida que fluye hasta alcanzar toda la ciudad, la cual está conformada por la humanidad. La Nueva Jerusalén representa a la humanidad entera que es regada por el río que fluye. Este río fluye desde el propio Dios redentor, quien es el Hijo con el Padre. Ahora vemos que el hombre creado por Dios no solamente posee la imagen del Dios Triuno que pasó por un proceso a fin de impartirse en este hombre, sino que además podemos ver a la humanidad plenamente saturada e impregnada por el río que fluye, es decir, por el Espíritu consumado, el cual es la consumación del Dios Triuno procesado.

INMERSOS EN EL DIOS TRIUNO

No debemos prestar atención a todas las enseñanzas inadecuadas que existen concernientes al Dios Triuno. En el Vaticano, en Roma, hay un gran mural en el que se ve a un anciano con una larga barba sentado al lado de un joven que está en pie, el cual supuestamente representa al Hijo, y además, se ve una paloma que revolotea sobre ellos, la cual supuestamente representa al Espíritu. La Iglesia Católica llama a dicho mural una representación pictórica de la Trinidad. También se exhibe allí otro cuadro muy similar, en el cual el padre anciano está sentado, el joven está de pie y la paloma vuela

sobre ellos; pero en medio de ellos está además una mujer. Así pues, ellos han añadido a alguien más a la Trinidad: a María. ¡Esto es diabólico! Esto es levadura añadida a la revelación pura de la Trinidad Divina.

La Trinidad Divina está en nosotros ahora mismo. El Padre está en nosotros, el Hijo también lo está y el Espíritu también se halla en nuestro ser. Además, en este mismo momento, nosotros estamos en la Trinidad. ¡Alabémosle por tal misterio! Ciertamente éste es un misterio, pero hecho manifiesto mediante la economía de Dios por medio de la impartición divina. Primero, Dios se hizo hombre para ser el Cordero a fin de efectuar la redención y quitar nuestros pecados. Luego, en resurrección, Él llegó a ser el Espíritu vivificante. El Espíritu vivificante es el Hijo hecho real para nosotros, y el Hijo es la corporificación del Padre. Por tanto, hoy, cuando creemos en el Hijo, obtenemos al Padre; y cuando invocamos el nombre del Hijo, recibimos al Espíritu. Ahora somos uno con Él. ¡Alabémosle! Éste es el misterio divino que la economía divina hizo manifiesto mediante la impartición divina en sus varios pasos.

En el ultimo capítulo de Apocalipsis, este Dios Triuno es Aquel que está en el trono, Aquel que nos redime y Aquel que fluye por nosotros como un río en espiral a fin de regarnos a todos con todo lo que Él es. Aquí aplacamos nuestra sed, aquí somos nutridos por el árbol de la vida y aquí encontramos satisfacción y reposo.

Lo más sobresaliente es que somos hechos uno con Dios, y esto se logra de una manera misteriosa. ¡Aleluya! Podemos proclamar que Dios ha dejado de ser meramente Dios, pues ahora Él es Dios mezclado con la humanidad. Él se ha mezclado completamente con nosotros. Nosotros ya no somos meramente seres humanos, sino que ahora somos seres humanos saturados del Dios Triuno, seres que están inmersos en el Dios Triuno y en quienes el Dios Triuno se ha infundido.

 

 

CAPÍTULO TRES

EL ESPÍRITU HUMANO

Lectura bíblica: Gn. 2:7; Zac. 12:1; Job 32:8; Pr. 20:27; 1 Ts. 5:23; He. 4:12; Jn. 3:6b; 4:24; Ro. 8:16; 1:9a; 2 Ti. 4:22a; 1 Co. 6:17; Ro. 8:4; Ef. 3:5; 2:22; Ap. 1:10; 21:10

El misterio del universo es Dios, el misterio de Dios es Cristo y el misterio de Cristo es la iglesia. Puesto que la iglesia gira en torno al hombre y en todos sus aspectos se relaciona con el hombre, éste resulta crucial en cuanto concierne al misterio de Dios. El misterio de Dios es realizado por medio de la economía divina, y dicha economía consiste en que Dios mismo se imparte al hombre. Así pues, el hombre resulta crucial con relación al misterio de Dios.

EL HOMBRE EN CALIDAD DE VASO

¿Qué es el hombre? No les pregunto: “¿Quién es el hombre?”. No les pregunto: “¿Quiénes son ustedes?”, sino “¿Qué son ustedes?”. Puesto que somos hombres, les pregunto: “¿Qué es en sí el hombre?”. La Biblia declara que el hombre es un vaso (Ro. 9:21, 23). Un vaso es distinto de una herramienta. El hombre no es una herramienta, sino un vaso. Un vaso es un recipiente diseñado para contener algo. En su condición de recipiente, dicho vaso requiere de un contenido, y según la Biblia, el contenido apropiado del hombre debe ser Dios mismo. El hombre es simplemente un vaso vacío hecho para recibir a Dios como su contenido. Debemos percatarnos de que este vaso, el hombre, es un vaso viviente. Somos vasos vivos, que poseemos una mente, una parte emotiva y una voluntad. El hombre es un vaso vivo, diseñado para contener a Dios mismo. A fin de que este vaso vivo pueda recibir a Dios como su contenido, le ha sido provisto un órgano receptor. Los aparatos de radio pueden ser un buen ejemplo que nos sirva de ilustración. Una vez que estos receptores de radio captan las ondas radiales, comienzan a emitir ciertos sonidos; aunque son apenas pequeños receptores, son capaces de emitir música y anuncios debido a que hay ondas radiales en el aire. Las ondas radiales presentes en la atmósfera requieren de tales receptores para ser percibidas. Nosotros somos como estos pequeños radiorreceptores. Tenemos que considerarnos a nosotros mismos como pequeños radiorreceptores, es decir, vasos receptores de las ondas divinas que transmiten la música divina, los anuncios divinos y las proclamaciones divinas. Una vez que sintonizamos apropiadamente nuestro receptor interno, recibimos la correspondiente música celestial.

El cuerpo del hombre

¿Qué es este receptor que el hombre posee en su interior? Debemos percatarnos de que el hombre, en calidad de vaso viviente, no es tan simple. No piensen que los seres humanos somos tan simples. Este pequeño vaso creado por Dios es bastante complejo. Varios médicos me han dicho que los estudiantes de medicina dedican dos años al estudio de la anatomía humana. Además, ellos coinciden en que después de haber estudiado el cuerpo humano por dos años, se vieron obligados a admitir que existe un Ser todopoderoso en este universo. ¡La manera en que el cuerpo humano está diseñado y organizado es maravillosa! No podemos sino creer que este cuerpo ha sido creado por Dios. ¿Quién pudo haber diseñado un rostro tan bello? Si nuestras fosas nasales estuviesen orientadas hacia arriba, la lluvia nos causaría grandes problemas. Dios creó las cejas de tal modo que evitasen que nuestro sudor, que es salado, llegase a nuestros ojos. Dios creó también nuestro sistema digestivo, donde los vellos de la faringe son los únicos vellos del cuerpo humano que están orientados hacia arriba, pues de otro modo nos asfixiaríamos con las mucosidades que produce nuestro propio cuerpo. Todo esto demuestra que nuestro pequeño y maravilloso cuerpo, el cual sirve de cascarón al vaso de Dios, fue creado por el Dios todopoderoso.

El alma del hombre

Ciertamente el ser humano es una criatura bastante compleja. Hasta ahora sólo hemos hablado sobre el cuerpo físico del hombre, pero el hombre no es solamente un cuerpo físico; además del cuerpo físico tenemos todo aquello que llamamos “corazón”. ¿Saben ustedes cuántos corazones tenemos? Debemos darnos cuenta de que tenemos dos corazones. Uno de ellos es muy malo, y el otro es muy bueno; de hecho, éste último debe estar en buen estado pues, de otro modo, no estaríamos aquí. Si le pidiera a un doctor que examinara mi corazón, tal vez él diría que me encuentro lleno de vigor, precisamente porque mi corazón está fuerte y saludable. En cambio, yo diría que mi corazón es débil, pecaminoso y terrible. En realidad nos estamos refiriendo a dos corazones distintos. El doctor se está refiriendo al corazón físico, y yo me estoy refiriendo a mi corazón psicológico. ¿Saben ustedes que poseemos un corazón psicológico? No amamos con nuestro corazón físico, pues éste únicamente es capaz de bombear sangre al resto de nuestro cuerpo; así pues, los médicos pueden hacer mucho por el corazón físico, pero no pueden hacer nada con respecto a nuestro corazón psicológico.

Los hombres también somos seres pensantes, lo cual indica que tenemos una mente con la cual pensamos y reflexionamos. Además, tenemos emociones, voluntad propia y una conciencia. Más aún, la Biblia nos dice que poseemos un alma, un espíritu humano y un

hombre interior. Un cirujano sólo podría encontrar el cerebro; pero no podría localizar la mente. Además, ¿en dónde se halla la parte emotiva? ¿En dónde se localiza la voluntad? ¿En dónde se localiza la conciencia? Con frecuencia las personas afirman que su conciencia les dice que ellas son personas buenas, pero ¿qué es la conciencia y dónde se encuentra? Ciertamente el hombre es una criatura muy compleja, que posee corazón, mente, voluntad propia, parte emotiva, conciencia, alma y espíritu. Todos poseemos aquello que se conoce como el alma, también conocida como nuestra psique. De hecho, la palabra griega psujé es la que dio origen a términos tales como psicología y psicológico.

El espíritu humano

Luego tenemos el espíritu humano. ¿Qué es el espíritu humano? Es difícil describirlo. Toda persona con cierto grado de entendimiento nos dirá que en lo profundo del ser del hombre hay un vacío. ¿Qué es este vacío? Es cierto apetito, cierto anhelo que apremia a todo ser humano y que es percibido como una especie de vacío interior. En nosotros existe tal vacío que, en el ámbito físico, corresponde a aquel deseo que llamamos apetito; pero toda persona pensante sabe que además del apetito físico, existe otra clase de apetito. Así pues, aun después de saciarse con los mejores manjares que le ofrece el mundo físico, en todo hombre subsiste esta ansia que se percibe como un gran vacío. Ya sea que seamos viejos o jóvenes, ricos o pobres, nobles o plebeyos, en todo ser humano hay esta sensación de vacío interior. En el caso de los animales, después que sacian su hambre física, se van a dormir, pues no tienen otro apetito; en el caso de los monos, tigres y leones del zoológico, una vez que están llenos, se sienten completamente satisfechos.

En cambio, cuanto más los seres humanos se preocupan únicamente de ser llenos en términos físicos, más aguda se hace su “hambre” interior. Es por este mismo motivo que las diversas religiones han llegado a ser tan prevalecientes. Estrictamente hablando, entre todos los hombres que habitan este planeta no hay uno solo que verdaderamente sea ateo. Todos los así llamados ateos, se engañan a sí mismos. Según su mentalidad, ellos afirman no creer que exista Dios. Pero a la vez que argumentan con usted diciendo que Dios no existe, en su interior se dicen a sí mismos: “¿Y si Dios existiera, qué haría yo?”. Al encontrarse solos, en la intimidad de su hogar, ellos ciertamente consideran la probabilidad de que Dios exista. Tal vez piensen: “No debo correr el riesgo al ser tan atrevido para afirmar rotundamente que no hay un Dios”. Esto demuestra que no existe ningún verdadero ateo. Todos los ateos, en realidad, son mentirosos. Se mienten a sí mismos porque, de hecho, todo hombre tiene apetito por algo más que lo meramente material. ¿Qué es realmente este apetito? Es un anhelo profundo que clama por Dios. En

el interior de todo ser humano alienta este deseo, ya sea que lo llamemos espíritu, apetito, un “receptor” o cierto vacío interno.

EL HOMBRE TRIPARTITO: ESPÍRITU, ALMA Y CUERPO

Definitivamente existe dicha parte llamada el espíritu humano dentro de todo hombre. Dios nos creó con un espíritu. Génesis 1:26 dice: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Dios llevó a cabo esto al formar el cuerpo humano del polvo de la tierra. Nuestro cuerpo físico no es otra cosa que polvo. Es una composición de elementos químicos, tales como sales minerales, sulfuro, cobre, hierro y otros compuestos. Dios usó el polvo de la tierra para formar el cuerpo físico del hombre. Luego, Dios hizo algo que no había hecho al crear ninguno de los animales: Dios insufló algo en el hombre. Aquí tomaron parte dos clases de elementos: el polvo de la tierra y el aliento de Dios. Dios usó el polvo para formar el cuerpo físico del hombre.

Además de formar el cuerpo del hombre, Dios insufló en el hombre el aliento de vida. Debemos tener bien en claro que este aliento de vida no era la vida divina de Dios, sino simplemente el aliento de vida procedente de la boca de Dios; una vez dicho aliento entró en el cuerpo del hombre formado del polvo de la tierra, el hombre fue hecho un alma viviente. Así pues, en Génesis 2:7 vemos el cuerpo físico del hombre formado del polvo de la tierra, y el alma humana, la cual resultó de la combinación del aliento de Dios y el cuerpo físico del hombre. Por tanto, tenemos el cuerpo y el alma. Además, no hay duda de que el aliento de Dios, el cual fue insuflado en el cuerpo físico del hombre, constituye el espíritu humano.

En el texto original del Antiguo Testamento, la palabra que en Génesis 2:7 se tradujo como aliento es la misma palabra que en Proverbios 20:27 se tradujo como espíritu, refiriéndose al espíritu del hombre. El espíritu humano no es otra cosa que el aliento que provino de la boca de Dios. El polvo del cual fue formado nuestro cuerpo es un elemento material, y el aliento divino, que es el elemento que formó nuestro espíritu, es un elemento espiritual. Por consiguiente, poseemos estas dos clases de elementos. Uno es el elemento material, el polvo de la tierra, del cual fue formado nuestro cuerpo, y el otro es el elemento espiritual, el aliento de Dios, del cual fue formado nuestro espíritu. Cuando este aliento entró en el cuerpo de polvo, se dio origen al alma humana. En este único versículo (Gn. 2:7) vemos estas tres cosas: el cuerpo, el alma, y el espíritu.

Por ello, el apóstol Pablo dice claramente en 1 Tesalonicenses 5:23 que el ser humano se compone de tres partes: el espíritu, el alma y el cuerpo. Todos tenemos un cuerpo, un espíritu y un alma. Dios nos creó de esta manera con un propósito. Del mismo modo en que una prenda de vestir, tal como una chaqueta, ha sido diseñada para el cuerpo

humano, así también el hombre fue creado, no por mera casualidad sino conforme a Dios mismo. El hombre fue creado según el designio divino con un alma, la cual, a su vez, consta de tres partes: la mente, la parte emotiva y la voluntad. ¡Cuán maravillosa es la mente del hombre! La mente es capaz de recordar gran cantidad de palabras y vocablos, y ella coordina con la voluntad para tomar decisiones y escoger. Además, nuestra parte emotiva —con la cual amamos u odiamos, nos alegramos o entristecemos— también coordina con nuestra mente. Así pues, nuestra mente, parte emotiva y voluntad actúan conjuntamente. Sin embargo, existe en el hombre un órgano aún más profundo, al cual la Biblia llama el espíritu. El espíritu humano existe con el propósito único, simple y exclusivo de que nosotros podamos recibir a Dios. El pequeño receptor que existe dentro de toda radio fue hecho deliberadamente con una sola función, la de recibir las ondas radiales presentes en la atmósfera; pues bien, nosotros poseemos un espíritu en nuestro interior, el cual también fue hecho con un solo propósito, a saber: recibir a Dios a manera de ondas espirituales que se hallan en los cielos.

Ciertamente usar nuestro espíritu no es una actividad innata en nosotros. Si bien inmediatamente después de nacer nos valemos de nuestro cuerpo físico al ejercitar nuestros miembros, y nos valemos de nuestra mente, especialmente al ser educados, jamás se nos enseñó a ejercitar nuestro espíritu. Por ello, cuando hablamos de ejercitar nuestro espíritu, ello forma parte de un nuevo lenguaje para nosotros; no obstante, esto debe ser algo que practiquemos en nuestra vida diaria. Por ejemplo, puede haber ocasiones en las que una pareja de esposos creyentes argumente y discuta. En tales casos, ¡ambos deben callar y ejercitar su espíritu! No exhorte al otro a hacerlo; más bien, usted simplemente ¡ejercite su espíritu!

La Biblia dice que el propio Dios es quien extendió los cielos, fundó la tierra y formó el espíritu del hombre (Zac. 12:1). Este versículo nos muestra que estos tres elementos —los cielos, la tierra y el espíritu del hombre— son cruciales en el universo. Los cielos fueron creados para la tierra, la tierra fue creada para el hombre y el hombre con su espíritu humano fue creado para Dios. Todo esto tiene como finalidad la realización de la economía de Dios, y es por ello que la Biblia afirma que el hombre tiene un espíritu. La Biblia también nos dice que el espíritu del hombre es la lámpara de Dios (Pr. 20:27). Todos sabemos que aquí se nos habla de una lámpara de aceite. La lámpara por sí misma no produce luz; lo que produce la luz es el aceite que arde dentro de la lámpara. Dios equivale al aceite, y nuestro espíritu dentro de nosotros equivale a la lámpara. Tal como el aceite arde a fin de brillar a través de la lámpara, así Dios brilla a través de nuestro espíritu.

EL ESPÍRITU DIVINO Y EL ESPÍRITU HUMANO

En la Biblia vemos dos espíritus: el Espíritu divino y el espíritu humano. En la Biblia se encuentran tres versículos que nos dicen que hay dos diferentes espíritus. Uno es Juan 3:6b, que dice: “Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. El espíritu humano es nacido

del Espíritu divino. Las versiones de la Biblia incluso enfatizan esta diferencia escribiendo con una “E” mayúscula el primer Espíritu mencionado en este versículo. Otro versículo es Juan 4:24, donde el Señor dice: “Dios es Espíritu [el Espíritu divino]; y los que le adoran, en espíritu [el espíritu humano] y con veracidad es necesario que adoren”. Dios es Espíritu, y nosotros tenemos un espíritu dentro de nuestro ser, el cual es el órgano adecuado para adorar a Dios, para tener contacto y comunión con Él, para recibirle y para contenerle.

El tercer versículo es Romanos 8:16, que dice: “El Espíritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espíritu”. Ambos espíritus actúan juntos. El Espíritu Santo opera juntamente con nuestro espíritu testificando que somos hijos de Dios. Este versículo demuestra que ahora el Espíritu divino es uno con nuestro espíritu humano, y que nuestro espíritu humano es uno con el Espíritu divino. Por tanto, en 2 Timoteo 4:22 dice: “El Señor esté con tu espíritu”. Hoy Cristo es el Espíritu vivificante. Cuando la Biblia dice: “El Señor esté con tu espíritu”, da a entender que Cristo como Espíritu vivificante está con nuestro espíritu. Es por ello que 1 Corintios 6:17 declara: “El que se une al Señor, es un solo espíritu con Él”. ¡Aleluya! Tenemos el Espíritu divino, y tenemos un espíritu humano. Finalmente, estos dos espíritus se han mezclado como un solo espíritu.

EL ESPÍRITU MEZCLADO

Hay muchos versículos en el Nuevo Testamento en donde la palabra espíritu se usa no para referirse solamente al Espíritu Santo ni tampoco para referirse únicamente al espíritu humano, sino para referirse al espíritu humano mezclado con el Espíritu divino. Romanos 8:4 dice: “Andamos ... conforme al espíritu”. La palabra espíritu aquí se refiere al espíritu mezclado. Ella ciertamente alude a nuestro espíritu humano, pero en Romanos 8:4 nuestro espíritu humano no es meramente el espíritu humano, pues este espíritu ya se ha mezclado con el Espíritu divino. Este hecho puede ejemplificarse con el té. Una taza inicialmente contiene agua pura, pero una vez que el té entra en el agua, los dos elementos son mezclados como una sola bebida. Podemos incluso llamar a esta bebida: té. En realidad, no es simplemente té, sino que es té mezclado con agua. Ambos elementos se han mezclado y ahora constituyen una sola entidad. Del mismo modo, hoy nuestro espíritu dentro de nosotros ha llegado a ser un espíritu mezclado. Como cristianos, si somos honestos y fieles con el Señor, tenemos que andar diariamente conforme a este espíritu mezclado en todo lo que hagamos. Debemos andar regidos por este espíritu y no regidos por religión, doctrina u opinión alguna. De este modo, cumpliremos el justo requisito de la ley. Fue en este espíritu mezclado que los santos apóstoles recibieron la revelación del misterio de Dios (Ef. 3:5). Sólo en tal espíritu podía ser revelado el misterio de Dios.

MORADA DE DIOS EN EL ESPÍRITU

Efesios 2:22 dice que la iglesia es la morada de Dios. La iglesia está siendo edificada para morada de Dios en el espíritu. Es en nuestro espíritu que la iglesia es edificada a fin de ser la morada de Dios. Estamos aquí en pro del recobro del Señor, y dicho recobro se centra en la edificación de la iglesia, el misterio de Cristo, a fin de que la iglesia llegue a ser morada de Dios en nuestro espíritu. Por tanto, en el último libro de la Biblia, el apóstol Juan dice que fue al estar en su espíritu que recibió la visión concerniente a las iglesias locales y al Cristo que camina en medio de ellas (Ap. 1:10-13). Fue también en su espíritu que Juan recibió la visión acerca de la Nueva Jerusalén (21:10). Estas visiones sólo pudieron ser recibidas en el espíritu humano mezclado con el Espíritu Santo. Dios se imparte a Sí mismo como el Espíritu en nuestro espíritu humano, primeramente, por medio de la regeneración (Jn. 3:6). Todos nosotros, como creyentes, tenemos que darnos cuenta de que hemos sido regenerados. Hemos experimentado un segundo nacimiento, un nuevo nacimiento. Ahora, tenemos que aprender cómo adorar al Espíritu en nuestro espíritu y cómo tener contacto y comunión con Él. Adorar a Dios implica tener contacto con Él, tener comunión con Dios, relacionarnos íntimamente con Él, recibirle y poseerle dentro de nuestro ser, contenerle e incluso asimilarle. Tenemos a Dios en nuestro interior, y ahora necesitamos digerirlo y asimilarlo hasta que llegue a formar parte de las fibras de nuestro ser. Todo esto no se lleva a cabo en nuestra mente, ni en nuestra voluntad ni en nuestra parte emotiva; más bien, se lleva a cabo por completo en nuestro espíritu. Nuestro Dios es el Dios Triuno, y este Dios Triuno es el Espíritu vivificante. El Espíritu vivificante como la suprema expresión del Dios Triuno ha entrado en nuestro espíritu humano, haciéndose uno con nuestro espíritu. Ahora nosotros y Él somos un solo espíritu. Es en nuestro espíritu que hemos vuelto a nacer; es en nuestro espíritu que tenemos contacto con Él, le recibimos, le contenemos, le asimilamos y le experimentamos interiormente. Es en el espíritu que la iglesia es edificada, y en esto estriba el misterio divino. ¡Cuán crucial y cuán importante es nuestro espíritu!

SER LLENOS EN EL ESPÍRITU

En Efesios 5 hay un versículo que exhorta a las esposas a sujetarse a sus maridos y a los maridos a amar a sus esposas; pero existe otro versículo (v. 18), que dice: “Sed llenos en el espíritu”. Primeramente, necesitamos ser llenos de Dios en el espíritu, lo cual equivale a ser llenos del Espíritu en nuestro espíritu. Cuando nosotros los esposos somos llenos de Dios en nuestro espíritu, ciertamente podemos amar a nuestra esposa; y cuando las esposas son llenas de Dios en su espíritu, ciertamente pueden someterse a su esposo. Todo esposo recién casado no necesita esforzarse tanto por amar a su esposa, pues todo

lo que debe hacer es simplemente volverse a su espíritu, ejercitar su espíritu y ser lleno en su espíritu.

El tema del libro de Efesios es Cristo y la iglesia. Sin Cristo y sin la iglesia, simplemente no podemos amar a nuestra esposa. Jamás conocí a alguien que no tenga a Cristo y que verdaderamente ame a su esposa; pero sí conocí muchos esposos que en la iglesia y por Cristo amaban a su esposa. ¿Cómo podrían estos esposos que están en la iglesia tener una esposa tan buena, si no fuera por Cristo? Los esposos no necesitan esforzarse por amarlas, y las esposas no necesitan esforzarse por someterse a sus esposos. Lo único que tienen que hacer es vivir en la iglesia por Cristo y en su espíritu. Es en nuestro espíritu que somos uno con el Espíritu vivificante. Es en nuestro espíritu que vemos la visión concerniente al propósito eterno de Dios. Es en nuestro espíritu que nos son revelados todos los misterios. Es en nuestro espíritu que somos edificados como la morada de Dios. Es en nuestro espíritu que vemos la Nueva Jerusalén. Y es en nuestro espíritu que comprendemos plenamente que la mejor porción de la bendición divina, la porción más excelente de dicha bendición, se halla en la iglesia. Podemos ver esto porque estamos en el espíritu.

ANDAR CONFORME AL ESPÍRITU

Ahora podemos comprender la importancia del espíritu humano, lo vital que es nuestro espíritu. Dios hoy es el Espíritu vivificante, y Él nos creó con un espíritu. En segundo lugar, Él nos ha regenerado en nuestro espíritu. En tercer lugar, Él mora en nuestro espíritu. En cuarto lugar, Su Espíritu y nuestro espíritu —estos dos espíritus— se han mezclado como un solo espíritu. ¿No es esto maravilloso? Ninguna otra unión ni mezcla es tan preciosa y tan real como lo es la mezcla del Espíritu divino con el espíritu humano. Es en nuestro espíritu que disfrutamos a Cristo, que participamos de todas las riquezas de Cristo, que somos edificados conjuntamente, que experimentamos la vida de iglesia, y es en nuestro espíritu que Dios hace Su morada. Ésta es la verdadera economía del misterio de Dios. El misterio de Dios es realizado por Su economía, precisamente en nuestro espíritu. Así que, tenemos que aprender a volvernos siempre a nuestro espíritu. Al sorprendernos a nosotros mismos chismeando, tenemos que volvernos a nuestro espíritu. Cuando estemos a punto de enojarnos con algún hermano, tenemos que volvernos a nuestro espíritu. Si estamos felices, tenemos que volvernos a nuestro espíritu. Antes de responder a nuestra esposa, tenemos que volvernos a nuestro espíritu. En toda ocasión debemos recordar que tenemos que volvernos a nuestro espíritu. Tenemos que andar conforme al espíritu.

Según el griego, la palabra traducida andar tiene el sentido de que todo nuestro ser, así como todo cuanto hagamos o digamos —o dondequiera que vayamos— es regido por

nuestro espíritu. Ciertamente no debemos ser regidos por religión, ritual, regla, formulismo, enseñanza, sermón, concepto u opinión alguna, sino que en todas las cosas tenemos que conducirnos regidos por nuestro espíritu y dejar que todo nuestro ser sea gobernado por nuestro espíritu. Puesto que poseemos tal espíritu maravilloso, simplemente vivimos día a día y nos conducimos regidos por este espíritu, y este espíritu regula todo nuestro ser. Así, cesarán las cargas y problemas agobiantes así como nuestros esfuerzos desmesurados; más bien, tendremos continuo reposo y sosiego debido a que haremos todas las cosas regidos por este espíritu mezclado. ¡Esto es realmente maravilloso!

 

CAPÍTULO CUATRO

CUATRO ASPECTOS DEL BAUTISMO

Lectura bíblica: Mt. 28:19; Gá. 3:27; 1 Co. 12:12-13; Ef. 4:4; Ro. 12:2-5, 11; Ef. 4:23; 3:16-18

El misterio de Dios consiste en que Dios obtenga la iglesia, y la economía de Dios tiene como finalidad producir la iglesia. Tanto el misterio de Dios como la economía divina consisten en que la iglesia se haga realidad. Ahora debemos considerar cómo esto se hizo realidad y viene haciéndose realidad.

BAUTIZADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU

Para ello, examinaremos primero Mateo 28:19. Lamentablemente la cristiandad ha hecho mal uso de este versículo, y ello se debe en gran parte a deficiencias propias de la traducción. Este versículo suele traducirse así: “Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Sin embargo, en el idioma griego, la preposición que aquí se tradujo “en” [gr., eis ] significa: ser introducidos en. Así pues, este versículo no significa que somos bautizados en nombre de alguien, sino que somos introducidos en el nombre, el cual es el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. En este versículo revisten crucial importancia tanto la preposición en así como la expresión el nombre. Debemos notar que este versículo no dice: “Bautizándolos en el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo”, sino que dice: “Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Por todo ello, estas dos palabras —en y el nombre— han sido de difícil comprensión para los cristianos.

Esta frase: “bautizándolos en”, aparece varias veces en el Nuevo Testamento. Además de ser usada en Mateo 28:19, esta misma frase aparece en Romanos 6:3, donde se nos dice que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo. Este mismo versículo también nos dice que hemos sido bautizados en Cristo Jesús. En el griego del texto original de ambos versículos se usa el mismo verbo y la misma preposición para presentarnos la revelación que al ser bautizados somos introducidos en el nombre, en Cristo Jesús y en la muerte de Cristo. En Gálatas 3.27 encontramos la misma frase: “Habéis sido bautizados en Cristo”; y lo mismo sucede en 1 Corintios 12:13, donde dice que: “Fuimos todos bautizados en un solo Cuerpo”.

Por tanto, al bautizar a las personas las introducimos en cuatro cosas, esto es: en el nombre, en Cristo, en la muerte de Cristo y en el Cuerpo. En términos físicos, bautizamos a las personas sumergiéndolas en agua, pero todos sabemos que el agua es apenas un símbolo, no es la realidad en la que ellos son sumergidos. Aquí el agua denota algo. Cuando bautizamos a las personas sumergiéndolas en agua, ello denota que las bautizamos introduciéndolas en el nombre, en Cristo, en la muerte de Cristo y en Su Cuerpo.

Sin embargo, mientras estuve en el cristianismo jamás escuché que debíamos bautizar a las personas introduciéndolas en el nombre. Apenas sí se me habló un poco sobre bautizarlas en Cristo. Pero sólo después de haber sido salvo, de haber hecho progresos significativos en la vida cristiana y de haber leído algunos libros al respecto, pude finalmente saber que el bautismo equivale a ser introducidos en la muerte de Cristo. Además, jamás había escuchado que al ser bautizados, somos introducidos en el Cuerpo de Cristo. ¿Habían ustedes escuchado esto antes? Bautizar a las personas equivale, pues, a introducirlas en el nombre, en Cristo, en Su muerte todo-inclusiva y en Su Cuerpo.

Después de la resurrección del Señor Jesús, la primera mención que se hace del bautismo no está referida a bautizar a las personas en agua, ni en la tumba ni en la muerte. La primera mención que se hace con respecto al bautismo inmediatamente después de la resurrección de Cristo está referida a introducir a las personas en Su nombre (Mt. 28:19).

BAUTIZADOS EN CRISTO

Luego, en Romanos 6, el Nuevo Testamento nos dice que bautizar a las personas equivale a introducirlas en Cristo. Además, según Romanos 6, el Cristo en el cual bautizamos a las personas ya no es solamente el Cordero. Si Él fuese solamente el Cordero, no sería posible bautizar a las personas en Él; ¡pero este Cordero ha sido crucificado, sepultado y resucitado como el Espíritu! Ahora, este mismo Cristo mencionado en Romanos 6, ya no es solamente el Cordero, sino también el Espíritu vivificante.

En cierta ocasión, mientras daba un mensaje en Indianápolis, una hermana me interrumpió para preguntarme cómo podíamos nosotros permanecer en el Señor y el Señor permanecer en nosotros. Ella lo había intentado una y otra vez, pero le había sido imposible lograrlo. Le contesté recordándole cuán fácil es para nosotros permanecer inmersos en el aire y que el aire permanezca dentro de nosotros. Por ejemplo, ahora mismo estamos dentro del aire y el aire está dentro de nosotros. Cuando Cristo resucitó, Él llegó a ser el pneuma, el cual es similar al aire. Él es el pneuma. El pneuma equivale

al Espíritu, el aliento, el cual es como el aire. Cristo es el pneuma viviente. Podemos habitar en el Señor del mismo modo en que podemos habitar en el aire. Si el aire de este salón se agotara, en menos de cinco minutos todos moriríamos. Nuestra vida depende del aire. Habitamos en el aire, y éste habita en nosotros. Así que, es fácil bautizar a las personas introduciéndolas en Cristo, porque Cristo hoy es el Espíritu. El Espíritu es el pneuma, y el pneuma es como el aire.

Pero, ¿cómo podemos ser bautizados en la muerte de Cristo? ¿Dónde se encuentra la muerte de Cristo? He leído algunos libros que dicen que por fe debemos considerar la muerte de Cristo como nuestra. En el pasado yo me consideré bautizado en la muerte de Cristo y lo creí; pero no bastó esto para experimentarlo. En el libro de Watchman Nee titulado La vida cristiana normal hay un capítulo entero sobre este asunto de considerarnos muertos. No obstante, esos mensajes fueron dados por Watchman Nee en los inicios de su ministerio, antes de 1939, y son mensajes muy incipientes. Más adelante, después de 1942, él aprendió que experimentar la muerte de Cristo no consiste meramente en considerarnos muertos. Por ello, después de 1942, el hermano Nee nos dio nuevos mensajes, diciéndonos que la verdadera experiencia de la muerte de Cristo no se halla en Romanos 6, sino en Romanos 8. Romanos 6 sólo presenta el hecho objetivo de Su muerte. Pero si hemos de experimentar este hecho subjetivamente, tenemos que experimentar Romanos 8. La realidad de la muerte de Cristo no se halla en la tumba, sino en el Espíritu todo-inclusivo.

En la Biblia, según la tipología del Antiguo Testamento, el ungüento compuesto representa al Espíritu compuesto (Éx. 30:23-33). En este ungüento compuesto están incluidas la divinidad de Cristo, Su humanidad, Su muerte, Su resurrección, la eficacia de Su muerte, el poder de Su resurrección y Su ascensión. Este compuesto, este ungüento, contiene varias clases de especias. El Espíritu de Dios, antes de la crucifixión de Cristo, no era un compuesto; era simplemente el Espíritu divino, sin poseer humanidad, sin el elemento de la muerte de Cristo y la eficacia de ésta, sin la resurrección de Cristo ni Su ascensión. Pero una vez que Cristo pasó por el proceso de Su muerte, resurrección y ascensión, Él descendió sobre nosotros; ahora Él es el Espíritu compuesto. Todos poseemos estos maravillosos elementos contenidos en tal Espíritu compuesto. ¡Este Espíritu compuesto es Cristo mismo, el Espíritu vivificante! Al bautizar a las personas en este Cristo compuesto, las introducimos en Su muerte. Para ello, no es necesario considerarnos muertos. Simplemente somos introducidos en el nombre, en el Espíritu compuesto y en la muerte de Cristo, la cual es uno de los elementos que componen este Espíritu. Cuando introducimos a las personas en el nombre, en Cristo y en Su muerte, a la vez las bautizamos en el Cuerpo de Cristo.

BAUTIZADOS EN EL NOMBRE

Mateo 28:19 fue dicho después de la resurrección de Cristo. En otras palabras, Cristo dijo estas palabras en resurrección. Al pronunciar estas palabras, Él ya era el

Resucitado. En resurrección y como el Espíritu vivificante, Él es la suprema consumación del Dios Triuno. Ya vimos que Dios —el Padre, el Hijo y el Espíritu— es triuno, no para efectos doctrinales, sino con la finalidad de impartirse en el hombre. El Padre está en el Hijo, y el Hijo llegó a ser el Espíritu vivificante. Todo lo que el Padre es y tiene se halla corporificado en el Hijo. El Hijo es la corporificación del Padre, y en virtud de un proceso que incluye Su crucifixión y resurrección, el Hijo llegó a ser el Espíritu vivificante y todo-inclusivo.

Si después de Su resurrección el Señor nos hubiese dicho que bautizáramos a las personas en el Padre, el Hijo y el Espíritu, esto ciertamente se hubiera prestado a interpretaciones erróneas. Ello habría dado cabida a que los discípulos pensaran que el Padre, el Hijo y el Espíritu, son entidades separadas. Debido a esta interpretación errónea, algunos cristianos afirman que al bautizar a las personas se las debe sumergir tres veces: una vez en el nombre del Padre, otra en el nombre del Hijo y otra en el nombre del Espíritu. Ellos simplemente no toman en cuenta el hecho de que el Señor jamás dijo que debíamos bautizar a las personas en los nombres, en plural, es decir, que las debíamos bautizar en los nombres del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Si éste hubiera sido el caso, sería correcto sumergir a las personas tres veces, dentro de cada uno de los tres nombres; pero “el nombre” está en singular, es decir, los tres tienen un solo nombre. Mateo 28:19 dice: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. ¿Es el nombre del Padre, el nombre del Hijo o el nombre del Espíritu Santo? Si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fueran tres personas distintas, ¿cómo podrían estas tres personas tener un solo nombre? Pero el Señor sabiamente habló de esta manera. Si Él hubiera dicho que se debía bautizar a las personas en el Padre, y el Hijo y el Espíritu, esto habría hecho que los discípulos entendieran que estos son tres seres separados.

Además, si sólo contáramos con los pasajes de Romanos 6:3 y de Gálatas 3:27, donde dice que debemos bautizar a las personas en Cristo, podríamos pensar que el bautismo no guarda relación alguna con el Padre. Muchos cristianos piensan que bautizar a las personas en Cristo significa introducirlas solamente en el Hijo, es decir, en el Señor Jesús, y que esto no guarda relación alguna con el Padre ni con el Espíritu. Si no consultamos el texto original en griego de Mateo 28:19, no podremos entender que nuestro bautismo tiene mucho que ver con el Padre, así como también con el Hijo y con el Espíritu. El bautismo consiste en ser introducidos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu. Ser bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo no es algo insignificante, pues implica que hemos sido introducidos en el Dios Triuno, quien existe desde la eternidad pasada y hasta la eternidad futura. Así pues, no solamente hemos sido bautizados en Cristo, sino en el Dios Triuno. Estos tres tienen un solo nombre.

El nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo equivale a la persona, y la persona es la realidad misma. Por tanto, bautizar a los nuevos creyentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, es introducirlos en la realidad misma del Dios Triuno, en la persona misma del Dios Triuno. Todo esto debe llevarnos a apreciar la sabiduría y la profundidad de las palabras pronunciadas por el Señor. Bautizar a las personas es simplemente introducirlas en la realidad del Dios Triuno, ponerlas dentro de todo cuanto el Dios Triuno es. Así pues, nosotros sumergimos a las personas en todo cuanto el Padre —como la fuente— es, en todo cuanto el Hijo —como el curso— es, y en todo cuanto el Espíritu —como la corriente en sí— es. La totalidad de esta realidad está corporificada en Cristo. Cristo es la realidad del Dios Triuno. En otras palabras, bautizar a las personas en la realidad del Dios Triuno equivale a bautizarlas en Cristo. Ésta es la razón por la que en Mateo se nos revela el bautismo en el nombre del Dios Triuno.

En Romanos se nos habla sobre ser bautizados en Cristo. Bautizar a las personas en Cristo equivale a bautizarlas en el nombre del Dios Triuno, pues Cristo es la realidad del Dios Triuno. El Dios Triuno está corporificado en Cristo. Además, ello equivale a ser introducidos en la muerte de Cristo, pues Su muerte es uno de los elementos del ungüento compuesto. Bautizar a las personas en Cristo, y por ende, en Su muerte, equivale a darle fin a su vida pasada. Pero esto no es todo. Bautizar a las personas en el Dios Triuno no es solamente bautizarlas en Cristo y en Su muerte, sino que también es bautizarlas en el Cuerpo de Cristo. Por consiguiente, al ser bautizados somos introducidos en la realidad del Dios Triuno. Todos nosotros hemos sido puestos dentro de Cristo; todos hemos sido puestos dentro de Su muerte a fin de que se nos diera fin. Pero por otro lado, también fuimos puestos dentro de Su Cuerpo. ¡Todo esto ocurre en el maravilloso Espíritu!

BAUTIZADOS EN UN SOLO CUERPO

En 1 Corintios 12:13 dice: “Porque en un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un solo Cuerpo”. Quisiera reiterar aquí que este asunto reviste gran profundidad y tiene hondo significado. Hoy en día el Cuerpo de Cristo es la iglesia. En la Biblia, “el Cuerpo” es sinónimo de “la iglesia”. La iglesia es el Cuerpo, y el Cuerpo es la iglesia. El Cuerpo se halla íntegramente en el ámbito del Espíritu. Todos nosotros fuimos bautizados en el Espíritu, en un solo Cuerpo. En el Espíritu, nosotros todos —Pedro, Juan, Jacobo, Pablo, Esteban, Martín Lutero, Juan Nelson Darby, el hermano Watchman Nee, usted y yo— fuimos bautizados al mismo tiempo y en el mismo lugar. Por tanto, no debiéramos pensar que fuimos bautizados en un tiempo o lugar distintos a aquel en el cual fueron bautizados Martín Lutero o el apóstol Pedro.

Es menester que todos nos percatemos de que el Cuerpo de Cristo es la iglesia. Por medio del bautismo, el Cuerpo es producido, generado y constituido. En el universo, a los ojos de Dios, existe algo maravilloso llamado el bautismo. Son muchos los cristianos que no se han percatado de este bautismo universal.

La Biblia afirma que los creyentes fuimos crucificados con Cristo. En realidad, lo que se tradujo “crucificados con Cristo” sería mejor traducirlo “conjuntamente crucificados con Cristo”; es decir, todos nosotros fuimos conjuntamente crucificados con Cristo cuando Él fue crucificado en el Gólgota. Fuimos crucificados y resucitados aun antes de haber nacido. Incluso fuimos sentados en los lugares celestiales antes de nacer. Éste es el mensaje del evangelio. Las buenas nuevas son que, incluso antes de nacer, ya habíamos sido crucificados, aniquilados y sepultados. Antes de nacer ya habíamos sido resucitados. Las buenas nuevas nos dicen que antes de que naciéramos, antes de que cometiéramos pecado alguno, fuimos crucificados, sepultados, se nos dio fin, y después fuimos resucitados y llevados a los cielos. Después de la crucifixión sigue la resurrección, la ascensión y el bautismo. El Señor descendió después de haber ascendido a fin de sumergir en Sí mismo a todos los escogidos de Dios. En esto consiste el bautismo. Todos nosotros, los escogidos de Dios, fuimos sumergidos en el Cristo que fue crucificado, resucitó, ascendió, y descendió a los Suyos. Fuimos sumergidos en el Cristo todo-inclusivo para conformar Su Cuerpo. Después de haber cumplido Su obra, Él descendió para sumergir en Él a todos los que Dios llamó. Al ser bautizados, al ser sumergidos, todos aquellos a quienes Dios llamó fueron bautizados en un solo Cuerpo. Así pues, al descender Cristo nos sumergió en el Cuerpo.

Ahora, no sólo disfrutamos de la crucifixión de Cristo, de Su resurrección y de Su ascensión, sino que además hemos sido sumergidos en Él; esto significa que hemos experimentado el ser sumergidos en Su Cuerpo. Ya no somos individuos aislados, sino miembros de Su Cuerpo. Por haber sido sumergidos en Él, fuimos hechos miembros de Su Cuerpo. Ya no somos simples seres humanos. Ahora somos miembros Suyos. Por todo ello, ahora debemos orar pidiendo: “Señor, muéstranos Tu Cuerpo”. En virtud de los hechos relatados en Hechos 10, pasamos a formar parte del Cuerpo de Cristo. Hubo un momento, único en la historia del universo, en el que el Cristo ascendido retornó a la tierra para sumergir en Sí mismo a todos los escogidos de Dios. Aun antes de que naciéramos, fuimos bautizados y hechos miembros del Cuerpo de Cristo. Debemos desechar nuestros conceptos y creer en las buenas nuevas del evangelio. Tenemos que creer estas buenas nuevas. Ya no somos pecadores, ya no somos individuos autosuficientes e independientes, sino que somos miembros del Cuerpo. Todos nosotros hemos sido bautizados en el Cuerpo por este Espíritu maravilloso. Hace dos mil años fuimos bautizados en Él. Desde la perspectiva divina, el tiempo no existe; no hay un antes ni un después. A los ojos de Dios, el factor tiempo no existe. Únicamente existen

los hechos consumados. En el universo hay una realidad llamada la inmersión, es decir, el bautismo.

Tenemos que entender que todos nosotros, los que creemos en Cristo, hemos sido sumergidos en el Cuerpo de Cristo. ¿Cómo podemos aprehender este hecho en términos de nuestra experiencia personal? En 1 Corintios 12:13 dice: “Fuimos todos bautizados en un solo Cuerpo ... y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. En términos de nuestra experiencia personal, aprehender este hecho consumado equivale a beber. Ciertamente nadie puede beber por nosotros; si bien la inmersión es un hecho consumado, la acción de beber todavía continúa. Cristo logró sumergirnos en Él, pero a nosotros nos corresponde beber. Cristo efectuó la inmersión, pero beber es nuestra tarea diaria, hora tras hora. La manera más sencilla de beber es invocar el nombre del Señor Jesús. Si invocamos Su nombre apenas por unos minutos, esto hará que le amemos cada vez más. Luego, se despertará en nosotros el deseo de llevar la vida de iglesia. Es posible que algunos digan que la vida de iglesia es deficiente o que no les satisface; sin embargo, cuanto más digamos: “Oh Señor, la vida de iglesia es deficiente”, más el Señor nos responderá: “Acude a la iglesia”. Quizás nosotros le digamos al Señor: “No me gusta la iglesia”; mas el Señor nos responderá: “A mí me gusta mucho la iglesia; la amo mucho”. Nadie que invoca al Señor puede criticar a la iglesia, acusarla ni condenarla. Cuando invocamos el nombre del Señor, aunque no tengamos la intención de beber del Espíritu, de todos modos le bebemos.

De igual manera, siempre que salimos a la intemperie y gritamos, tenemos que inhalar aire fresco. Ya sea que queramos o no, el aire entrará en nosotros. El Espíritu todo-inclusivo está aquí. Cuando creemos en el nombre de Cristo, hacemos nuestros todos Sus logros. En realidad, no sabemos todo lo que implica declarar: “Señor Jesús, creo en Ti”. El simple hecho de declarar estas sencillas palabras equivale a “firmar” un contrato divino; esto reviste gran importancia. Dicha firma hace nuestra la crucifixión de Cristo, Su resurrección, Su ascensión y Su descenso, el cual efectuó para sumergirnos en Su Cuerpo universal.

Beber es simplemente experimentar todo lo que Cristo ha logrado. Cuanto más bebemos de este único Espíritu, más somos saturados y completamente impregnados de Él. Romanos 12 nos insta a ser transformados en nuestra mente, lo cual implica que un elemento nuevo viene a reemplazar nuestro elemento viejo. Al ocurrir dicha transformación, el elemento de la naturaleza divina de Dios entra en nosotros. Esta naturaleza divina entra en nuestro ser e impregna nuestra mente, no para reemplazarla, sino para transformarla. Por tanto, Efesios 4:23 nos insta a ser renovados en el espíritu de nuestra mente; ello implica que nuestra mente está saturada del Espíritu, y el Espíritu, que antes era ajeno a nuestra mente, ahora es llamado el espíritu de nuestra

mente. Esto indica que nuestro espíritu se ha extendido y ha llegado a impregnar todo nuestro ser, es decir, nuestra mente, parte emotiva y voluntad, lo cual incluye nuestra manera de pensar, de amar y de decidir. Así pues, dicho espíritu llega a ser el espíritu de nuestra mente, de nuestra parte emotiva y de nuestra voluntad. Así se realiza la plena transformación de nuestro ser y así ocurre el pleno crecimiento de la vida divina en nuestro ser.

Cuanto más sea saturado todo nuestro ser, mayor será nuestra participación en la vida de iglesia. Cuanto más nos empapemos de los atributos divinos, más inmersos estaremos en el Cuerpo. Realmente no tiene mucho valor simplemente declarar que quisiéramos estar en el Cuerpo de Cristo y que somos uno. Ciertamente es bueno declarar esto, pero no tiene gran trascendencia. Lo que realmente cuenta es que bebamos del Espíritu al invocar el nombre del Señor. Para beber debemos dejar de pensar tanto, pues cuanto más pensamos, menos bebemos. Así pues, beber es simplemente invocar al Señor, haciendo a un lado nuestros propios razonamientos y nuestra mentalidad. Nosotros todos hemos sido bautizados en un solo Cuerpo, lo cual nos ha puesto en posición de beber. Ahora bebemos y bebemos; finalmente no habrá nada que no podamos hacer, no por causa de lo que nosotros seamos, sino en virtud de haber bebido del Espíritu todo-inclusivo. En esto consiste la vida de iglesia. ¡Aleluya! El resultado es la edificación, pues la edificación se obtiene al beber nosotros del Espíritu.

Finalmente, Efesios 3:17 dice que Cristo hará Su hogar en nuestro corazón. Él tomará plena posesión de todo nuestro ser. Esto implica que nosotros verdaderamente somos uno con Él. Debido a ello, ahora podemos afirmar que somos la iglesia, que somos el misterio de Cristo, y que de una manera misteriosa hemos sido hechos miembros de Cristo, parte de Él mismo. Éste es el testimonio de Jesús. Ésta es la iglesia, y ésta es la vida del Cuerpo.

 

CAPÍTULO CINCO

EJERCITARSE PARA LA PIEDAD

Lectura bíblica: 1 Ti. 1:3-7; 3:15-16; 4:6-8; 2 Ti. 1:7; 4:22

UNA VISIÓN CLARA

La Biblia incluye muchos asuntos, pero entre todos ellos hay un asunto central, el meollo. Al considerar la Biblia en su conjunto, si lo hacemos basados en nuestra mentalidad y sin el debido ejercicio del espíritu, es probable que nos resulte muy difícil identificar este meollo o pensamiento central.

Podemos comparar esto con la vida biológica que anima nuestro cuerpo. Ciertamente podemos localizar las distintas partes de nuestro cuerpo, como la piel, la carne, los huesos y los músculos, pero no podemos ubicar dónde se halla nuestra vida. No importa qué instrumento usemos para ello, jamás podremos ver dicha vida con nuestros ojos. En términos humanos, esta vida no puede ser vista. Sin embargo, esto no quiere decir que tal vida humana no exista. Por el contrario, todos sabemos que la vida biológica, la vida humana, es absolutamente real. Si no fuera así, no podríamos hablar ni movernos. Podemos tener delante de nuestros ojos todas las partes tangibles del cuerpo humano, pero la capacidad de movernos no pertenece a la esfera de lo físico y visible, sino que es una realidad invisible. Sucede lo mismo con la Biblia, y a ello se debe que tantos estudiosos no vean lo que constituye el meollo de la Biblia. Todo lo que ellos logran captar es mucha historia y un poco de ciencia. Hay también quienes sólo ven en la Biblia una serie de doctrinas, narraciones y profecías, tales como la profecía de la gran imagen con la cabeza de oro presentada en Daniel. Pero todo cuanto concierne al misterio de Dios y Su economía sólo puede sernos revelado en nuestro espíritu. Al ejercitar nuestro espíritu, todas estas cosas surgen claramente en nuestro ser como una visión.

Habiendo recorrido el sendero de la vida cristiana durante más de cincuenta años, he tenido muchas experiencias. Agradezco a Dios que por Su misericordia, Su gracia me ha guardado en Su presencia. Pero puedo testificar que poseer una visión clara es un factor determinante por el cual he sido resguardado todo este tiempo. Una visión clara tiene el poder de resguardarnos. La Biblia trata sobre muchos asuntos, y el cristianismo tiene una historia que abarca unos dos mil años. La religión cristiana ha producido muchos libros en los que se han vertido miles de opiniones y conceptos. A nosotros que estamos en el recobro del Señor, tarde o temprano habrá de afectarnos alguna de estas opiniones. Por ejemplo, supongamos que usted entabla una amistad con un maestro

cristiano. Es probable que dicha persona converse afablemente con usted y le pregunte, por ejemplo, si usted sabe algo sobre las setenta semanas mencionadas en Daniel 9. Tal vez usted esté muy interesado en dicho tema y quiera escucharlo, pero ello hará que usted caiga en una trampa; dicha trampa le habrá sido tendida por un orador muy elocuente que con una presentación atildada habrá despertado en usted extraordinario interés en el asunto de las setenta semanas. Hace cincuenta años yo escuché muchos mensajes sobre las setenta semanas. Además, escuché muchos otros mensajes sobre los 1,260 días, los 1,290 días y los 1,335 días. Todos estos asuntos se encuentran en el libro de Daniel. Esto ciertamente está en la Biblia, en la Palabra santa, pero al escucharlos podemos caer en la trampa de querer obtener más conocimiento.

EL MISTERIO DE LA PIEDAD

Las dos epístolas a Timoteo deben ser consideradas en su conjunto. Los versículos citados en el encabezado de este capítulo, constituyen el meollo o pensamiento central de estos dos libros. En estos versículos aparece nuevamente el término misterio, pero en este caso se refiere al misterio de la piedad. En realidad, no hay otro misterio, sino que se trata del mismo misterio, a saber, el misterio del universo, el misterio de Dios y el misterio de Cristo. Todos estos son diferentes aspectos de un mismo misterio, el cual es llamado el misterio de la piedad en estas dos epístolas. Aquí la palabra piedad en realidad significa asemejarse a Dios, parecerse a Dios o ser semejante a Dios; es decir, poseer la semejanza divina, expresar a Dios y manifestarlo. La piedad aquí se refiere a la manifestación de Dios. Por tanto, el misterio de la piedad implica que Dios mismo se manifiesta y expresa. En 1 Timoteo dice que la piedad es Dios “manifestado en la carne” (3:16). Es decir, el misterio de la piedad es Dios manifestado en seres humanos. El misterio de Dios y el misterio de Cristo es Dios mismo que se manifiesta en la humanidad. Dios manifestado en la humanidad es el misterio de la piedad. ¡Es tanto lo que se halla implícito en esta sola palabra!

NO ENSEÑAR COSAS DIFERENTES

Otro término que encontramos en las epístolas a Timoteo es la palabra economía, la cual es mencionada en 1 Timoteo 1:4. En dicho pasaje se nos advierte que enseñar cosas diferentes únicamente acarrea disputas en lugar de promover la economía de Dios, la cual es una economía mediante la cual Dios se imparte en Su pueblo escogido. El apóstol Pablo nos advierte en estos dos libros, que entre los así llamados cristianos hay muchas otras enseñanzas. Él incluso le encargó a Timoteo, su joven colaborador, que mandara a algunos que no enseñasen cosas diferentes. Enseñar cosas diferentes no significa necesariamente enseñar doctrinas erróneas ni enseñar herejías, sino enseñar otras cosas

que no son la economía de Dios, es decir, que no corresponden con la enseñanza recibida acerca de la economía de Dios.

Si leemos 1 Timoteo nos daremos cuenta de que estas cosas diferentes incluían la ley de Moisés. Algunos enseñaban la ley, y otros enseñaban genealogías, en torno a las cuales se desarrolla la historia del Antiguo Testamento. Tanto la ley de Moisés como la historia del Antiguo Testamento se hallan en la Biblia. Ambas forman parte del oráculo santo y no son erróneas en sí mismas. La ley de Moisés se hallaba establecida sobre tres columnas o pilares: una de ellas era la circuncisión, otra era el día de reposo, el sábado, y la tercera era la santa dieta levítica. Todo varón israelita debía ser circuncidado al octavo día, lo cual se hacía una vez y para siempre. Además, cada siete días debía guardar el día de reposo, el sábado. Y no sólo esto, sino que todos los días de su vida tenía que ceñirse a la dieta santa, tres veces al día. Todas estas prácticas pertenecían al Antiguo Testamento, pero en el Nuevo Testamento estos tres pilares fueron abolidos. Primero, vemos que el propio Señor Jesús abolió ese pilar del judaísmo que era el sábado, el día de reposo (Mt. 12:1-8). Segundo, vemos que Pablo, con toda franqueza y confianza, consideró abolida la circuncisión (Gá. 5:6; 6:15). Y finalmente, podemos ver en Hechos 10 que también el pilar de la dieta santa había sido abolido. Si bien todas estas cosas ciertamente se hallan en la Biblia, ninguna de ellas forma parte del meollo o pensamiento central de la misma.

El meollo de la Biblia es el siguiente: el misterio del universo es Dios, el misterio de Dios es Cristo, y el misterio de Cristo es la iglesia. Este Dios es triuno y se imparte en nuestro ser a fin de que lleguemos a ser miembros del Cuerpo de Cristo, el cual es la iglesia; y nosotros somos seres tripartitos, que poseemos un espíritu humano, el cual es un receptor cuya función consiste en recibir al Dios Triuno. Cada día —mañana y noche— podemos beber a este Dios Triuno a fin de llevar la vida de iglesia. Pablo le encargó a Timoteo que mandara a algunos que no enseñaran cosas diferentes, sino que hablaran una misma cosa. Esta única cosa es Cristo y la iglesia, los misterios de la economía de Dios.

Ciertamente en la Biblia, incluso en 1 y 2 Timoteo, podemos encontrar otras enseñanzas además de la enseñanza de la economía de Dios. Muchas doctrinas, tales como la enseñanza relativa a las setenta semanas y los siete últimos años que se mencionan en el libro de Daniel, ciertamente pueden acarrear disputas y una serie de preguntas. Si caemos en tales discusiones, habremos caído en una trampa; de hecho, ésta es la razón por la cual muchos cristianos se han dividido.

¿En qué consiste el recobro del Señor? Éste consiste en traernos de regreso a los comienzos, a aquellos orígenes en donde no tienen cabida los cuestionamientos ni las

divisiones. En los comienzos, todos los apóstoles hablaban una misma cosa. Pedro, Juan y Pablo hablaban una misma cosa. Tenemos que ser recobrados y retornar a los orígenes a fin de hablar una misma cosa, esto es, Cristo y la iglesia. Lo que nos importa es Cristo y la iglesia. Lo que nos importa es beber del Espíritu cada día y a cada hora. Lo que nos importa es presentar un testimonio vivo ante nuestros suegros, primos, vecinos, colegas y compañeros de escuela. Lo que nos importa es predicar el evangelio completo de Dios a los pecadores, llevar la vida de iglesia apropiada y tomar a Cristo como nuestra vida y nuestra persona. Sólo estas cosas debieran ser importantes para nosotros. No nos debemos interesar tanto por los diez cuernos en Apocalipsis, ni por los diez dedos de la imagen en Daniel. Estos asuntos ciertamente se mencionan en la Biblia, pero no nos interesan tanto, pues ellos no constituyen el meollo de la Biblia. Lo único que realmente nos importa es Cristo y la iglesia como misterios de la economía de Dios.

En el primer capítulo de este libro, Pablo le encargó a Timoteo que mandara a algunos que no enseñaran cosas diferentes (1 Ti. 1:3). Él le advirtió que algunos se habían desviado de la meta, que habían errado el blanco (v. 6). ¿Cuál es la meta? La iglesia. Podemos decir que la meta es Cristo, la iglesia y la Nueva Jerusalén. Estos tres son realmente lo mismo. Nos encontramos en el carril central, conduciendo hacia la meta, pero hay muchas distracciones en el camino. Algunos han perdido de vista esta meta al asumir que son maestros capaces de enseñar a las personas esta o aquella doctrina. Pablo nos exhorta a no ser distraídos por esta clase de doctrinas y nos insta a mantenernos en el carril central. El carril central es el misterio de Dios y el misterio de Cristo. El carril central es Cristo y la iglesia. El carril central consiste en que el Dios Triuno es el Espíritu compuesto, que nosotros tenemos un espíritu regenerado que se ha mezclado con el Espíritu divino, y que podemos disfrutarle en nuestro espíritu como nuestro todo a fin de llevar, en términos concretos y en nuestra práctica actual, la correspondiente vida de iglesia. Únicamente esta visión, una visión clara, podrá mantenernos todo el tiempo en este carril central.

EJERCITARSE PARA LA PIEDAD

Pablo continúa diciendo que tenemos que ejercitarnos para la piedad (1 Ti. 4:7). Aquí el término ejercítate es la traducción de un término griego que alude a todas las clases de ejercicios que se practicaban en los juegos olímpicos. En la antigüedad, en los juegos olímpicos se practicaban toda clase de ejercicios físicos. Pero nosotros, los cristianos, practicamos otra clase de ejercicio, pues nos ejercitamos para la piedad. Ejercitarnos para la piedad significa ejercitar nuestro espíritu a fin de hacer realidad el misterio de la piedad. Para probar que al hablar de ejercitarnos para la piedad Pablo se refería al ejercicio de nuestro espíritu, hemos de remitirnos a 2 Timoteo 1:7, donde dice que Dios nos ha dado espíritu de poder, de amor y de cordura; tal espíritu posee una voluntad

férrea, una parte emotiva afectuosa y una mente sobria. Es necesario que todos nosotros nos ejercitemos para la piedad. Tenemos que ejercitar nuestro espíritu debido a que el misterio de la piedad se halla en nuestro espíritu, según lo dice 2 Timoteo 4:22: “El Señor esté con tu espíritu”. El propio Señor Jesús es este misterio, ¡y este misterio está en nuestro espíritu! Si hemos de ser la expresión de este misterio, si hemos de ser la manifestación práctica de este misterio, entonces es imprescindible que todos nosotros ejercitemos nuestro espíritu.

¿En qué consiste ejercitarse para la piedad y cómo podemos ejercitarnos para la piedad? Supongamos que algunos hermanos, jóvenes y solteros, comparten una misma vivienda, y entre ellos hay uno cuya conversación empieza a girar en torno a temas mundanos; en cuanto este hermano empiece a sostener tal clase de conversaciones, los otros hermanos deberán ejercitar su espíritu a fin de no participar en dicha conversación. Si ellos se unen a esa conversación, caerán en una trampa. Pero si en lugar de ello claman: “¡Oh, Señor Jesús!”, habrán ejercitado su espíritu. Esto es ejercitarse para la piedad, lo cual ciertamente ayudará a aquel hermano a volverse a su espíritu.

Podemos dar otro ejemplo basándonos en la relación entre un esposo y su esposa. Todos sabemos que casi toda pareja ha tenido una discusión alguna vez. Todos los esposos son expertos en argumentar, y todas las esposas son especialistas en discutir. En toda discusión entre esposos, ninguno de los dos da su brazo a torcer. Cuanto más hablan, más tienen que decir. Cuanto más discuten, más argumentos tienen. Aprendamos a ejercitarnos para la piedad. Supongamos que después de la reunión, un esposo llega a su casa y su querida esposa inesperadamente se empieza a enojar con él. Él no debe preguntarle: “¿Por qué te enojas?”, pues ello no sería ejercitarse para la piedad; más bien, sería ejercitarse para discutir. ¡Él no debe ejercitar su lengua, sino su espíritu! De este modo se ejercitará para la piedad, y después de un rato, su esposa estará contenta.

Si los ancianos en las iglesias no saben cómo ejercitarse para la piedad, seguramente se enfrentarán con muchas cuestiones que les harán estar descontentos con los santos. Hay muchas ocasiones en las que los ancianos podrían sentirse ofendidos por los demás. En la vida de iglesia ninguna otra función trae tantos problemas, ni es tan agobiante, como la función que desempeñan los ancianos. Ser anciano no es nada fácil; antes bien, es una tarea muy ardua. Los ancianos de la iglesia tienen que aprender a ejercitarse para la piedad. Si un anciano le dice a otro que él no está de acuerdo con lo que éste último dijo, y éste último no se ejercita para la piedad, entonces el primer anciano tiene que ejercitar su espíritu; de otro modo, seguramente discutirán y pelearán entre sí, con lo cual el espíritu de ellos será afectado por la muerte. Como consecuencia de ello, tarde o temprano la vida de iglesia en dicha localidad sufrirá también los efectos de tal muerte.

Así pues, por causa de la vida de iglesia, es indispensable que todos los ancianos aprendan a ejercitarse para la piedad.

Antes de decir cualquier cosa, debemos ejercitar nuestro espíritu. Antes de hablar, tenemos que ejercitarnos para la piedad. Entonces nuestro espíritu nos guiará, y todo lo que digamos estará en la esfera de la piedad. Todo lo que digamos será Dios manifestado en la carne. Esto es ejercitarnos para la piedad. Tenemos que aprender esta lección. En todas las cosas tenemos que ejercitarnos para la piedad. Antes de ir de compras tenemos que ejercitar nuestro espíritu para la piedad. Hemos visto claramente que poseemos un espíritu mezclado. Por tanto, nuestra manera de conducirnos, todo cuanto hagamos en nuestra vida diaria y aun la totalidad de nuestro ser, deberá estar en conformidad con nuestro espíritu. Éste es el primer aspecto.

INVOCAR SU NOMBRE

El otro aspecto es aún más práctico. Antes de hacer cualquier cosa, debemos ejercitarnos para la piedad. Incluso antes de ponernos la corbata, debemos ejercitarnos para la piedad. Pero en la práctica, no basta con andar en conformidad con nuestro espíritu. Tenemos que ejercitarnos para la piedad. Y la manera más eficaz y prevaleciente de lograrlo es al invocar el nombre del Señor. Les aseguro, basado en mi experiencia, que esto tiene gran eficacia. Debemos practicar esto en nuestra vida diaria. Incluso mientras nos peinamos, debemos decir: “¡Oh, Señor Jesús! Te necesito aun mientras me peino”. Si lo hacemos, cierto aspecto de la piedad será manifestado en la manera en que nos peinamos. La piedad es Dios manifestado en la humanidad, y esto sólo se logra si nos ejercitamos debidamente. Esto es algo concreto que podemos practicar en nuestra vida diaria. Si todos nos ejercitamos para la piedad de esta manera, seremos un verdadero testimonio; tendremos una vida de iglesia armoniosa y prevaleciente.

No debemos ser distraídos con doctrinas; más bien, debemos mantenernos en el carril central, el cual está conformado por Cristo y la iglesia, el misterio de Dios, el misterio de Cristo y el Dios Triuno que se imparte en nuestro ser, en nuestro espíritu regenerado. Esto es lo único importante para nosotros. Todo el día nos ocupamos de beber de este Dios Triuno en nuestro espíritu, y todo cuanto hacemos lo hacemos ejercitándonos para la piedad. Ésta es la manera concreta en la que expresamos a Cristo en nuestra vida diaria para llevar la vida de iglesia. Éste será nuestro testimonio práctico, la armonía prevaleciente en nuestra vida de iglesia, y esto avergonzará al enemigo. Además, esto será una gloria para nuestro Cristo. Más aún, esto hará posible el advenimiento del reino y propiciará el retorno del Señor, con lo cual proclamaremos al universo entero que esta manera de vivir no es una religión, sino que es la manera práctica y concreta en la que

nosotros, los que amamos a Cristo, le expresamos en nuestro vivir. Esta clase de vida de iglesia es lo que el Señor busca hoy.

Nuestro encargo, la comisión que nos ha sido encomendada y nuestra misión, consiste en hacer realidad —en las principales ciudades del mundo— tal vida de iglesia en la tierra hoy. Sin embargo, no abrigamos la expectativa de reunir un gran número ni de generar un movimiento de masas. Lo que sí esperamos es que en las principales ciudades haya un buen número de creyentes que amen al Señor Jesús y que vivan por Cristo de esta manera práctica y concreta, es decir, ejercitándose para la piedad. Tales personas manifestarán a Dios en todo aspecto de sus vidas, en todos los aspectos de su diario andar. La verdadera piedad se manifestará en todos los aspectos de su vida diaria.

Debemos dedicar el debido tiempo a tener comunión y orar; ello nos permitirá ser iluminados y recibir las advertencias eternas. Jamás debiéramos dejar que otras enseñanzas nos tengan cautivos o distraídos. Lo único que nos importa es el misterio de Dios, la economía de Dios, Cristo y la iglesia, y el Dios Triuno que es constantemente impartido a nuestro ser. Lo único que nos importa es beber de este Dios Triuno. Lo único que nos importa es ejercitarnos para la piedad. Hermanos y hermanas, esto es lo que el Señor busca hoy. Éste es el verdadero recobro que el Señor quiere realizar. El recobro pleno del Señor hoy, consiste en llevar una vida de iglesia que sea apropiada, en la cual vivimos por Cristo y nos ejercitamos para la piedad.