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EL CRISTO DEL EVANGELÍÓ

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COLECCION BIBLICA

DIRIGIDA POR LA

SOCIEDAD BIBLICA CATOLICA INTERNACIONAL

Número 5

E D I C I O N E S P A U L I N A S Avda. Bdo. O’Higgins, 1626 — Casilla 3746 — Santiago-Chile

Con las debidas licencias

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PBRO. HUMBERTO MUÑOZ R.

EL CRISTO DEL EVANGELIO

Introducción crítico - histórica al estudio del Sagrado Texto

EDICIONES PAULINAS

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O B IS P A D O D E T A U C A C H I L E

Las Ediciones Paulinas de Chile inician la publicación de los “Cuadernos Bíblicos” .

Feliz iniciativa que responde a una urgente necesidad presente.

Tres son los grandes males que destrozan nuestra edad: el olvido de lo sobrenatural en las inteligencias, el desprecio de la ley moral en las costumbres y el odio sustituyendo al amor fraterno en los corazones.

Ahora bien, ¿dónde encontraremos un remedio más efi­caz a estos males que en el estudio y meditación de la Pala­bra divina?

Ahí contemplamos el plan misericordioso de Dios sobre el mundo y admiramos los caminos de su paternal providen­cia. Ahí vemos realizada la frase del salmista de que la pa­labra divina es “antorcha para nuestros pies y luminaria para nuestros senderos” (Salmo 118, 105), ahí tomamos el sentido espiritual y eterno de la vida.

La meditación de las Sagradas Escrituras nos muestra la base, el autor y los efectos de la ley moral. Ahí vemos que el hombre no puede gobernar a capricho su vida sino so­meterla a la ley eterna de su Creador.

Ahí también experimentamos que solamente son “felices en su camino aquellos que marchan en la ley del Señor” (Salmo 118).

La lectura del Santo Evangelio nos recuerda por último, que en la ley de caridad que encierra toda la ley y los Pro­fetas, que es “el gran mandamiento” dado por Cristo y aue “el aue permanece en caridad permanece en Dios y Dios en el .

Pero, de un modo especial ha de sernos provechosa la lectura del Santo Evangelio, ya que de él hemos de saoar vn

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mejor conocimiento de Jesús Nuestro Señor. “La vida eterna es conócer a Dios y Aquél a quien envió Jesucristo”, y el Evangelio ha sido escrito precisamente para que “creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y creyéndolo tengamos vida en su nombre” (Juan 20, 30).

Con razón, Pío XII, en la Encíclica “Affiante Spiritu”, dice: “Pues a este Cristo, autor de la salud, le conocerán los hombres tanto más plenamente, le amarán tanto más inten­samente, le imitarán tanto más fielmente, cuanto con más empeño se muevan al conocimiento y meditación de las Sa­gradas Escrituras y, sobre todo, del Nuevo Testamento, por­que, como dice el Estridonense: “La ignorancia de las Escri­turas es ignorancia de Cristo” y “si hay algo que en esta vida contenga al varón sabio entre las incitaciones y torbellinos del mundo y le persuada a permanecer con ánimo sereno, creo que es en primerísimo lugar la meditación y la ciencia de las Escrituras”. Porque quienes están fatigados y oprimi­dos por adversos y tristes sucesos, de aquí sacarán los verda­deros consuelos y la virtud divina para padecer y sufrir; aquí, es decir, en los Santos Evangelios, tienen todos a Cristo, sumo y perfecto ejemplar de justicia, caridad y misericordia, y es­tán abiertas para él género humano, herido y tembloroso, las fuentes de aquella divina gracia, que cuando se desprecia y olvida, ni los pueblos y sus gobernantes pueden iniciar ni consolidar la tranquilidad social y la concordia; finalmente, aquí aprenderán todos a Cristo, que es cabeza de todo prin­cipado y potestad”, y “que se hizo para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención” .

Que los fieles se acerquen a esta fuente de aguas vivas. Que la lectura y meditación de la Biblia les haga conocer me­jor la historia de la salvación por donde Dios se acerca al hombre y por donde la humanidad retorna a Dios.

Que esta feliz iniciativa Paulina, a la que auguramos ricos frutos de vida cristiana, nos acerque al amor infinito de Cristo cumpliendo así la sentencia de San Agustín: “Disce Cor Dei in verbis Dei” .

Conoce el corazón de Dios en las palabras de Dios.

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LA B U E N A N U E V A

La palabra griega “evangelio” significa “buena nueva” o “buena noticia”, y corresponde a la impresión que. hizo la predicación de Cristo en sus oyentes y en los primeros cristianos. Actualmente se designa con el nombre de Evangelio, o mejor, de los Santos Evangelios, al libro que contiene esta buena nueva. Si la lectura de los Evangelios no produce en nosotros esta novedad buena, quiere decir que el libro ha permanecido sella­do, que hemos captado solamente su aspecto humano; pero no la gran revelación que allí se contiene. Esta “Introducción a los Santos Evangelios” tiene por objeto facilitar la lectura del libro, y hacer que sus páginas cobren vida, y que entreguen su mensaje personal a los que las leen, con fe y devoción sencilla.

Muchas veces he pensado en la felicidad de aque­llos que escucharon personalmente a Nuestro Señor, que se sentaron a la orilla del lago de Genezaret mientras El les adoctrinaba desde la barca, o bien allá en la montaña donde predicó su famoso sermón. La impresión tiene que haber sido extraordinaria e imbo­rrable. Rehacer la escena es totalmente imposible; pero esbozarla siquiera en nuestra imaginación, valiéndonos de los mismos vestigios dejados en las páginas del Evan­gelio, es sin duda una tarea cautivadora.

La primera en recibir la buena nueva, fue natu­ralmente María. Se la trajo el ángel de la Anunciación:

“No temas, María, porque has hallado gracia de­lante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será

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grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Luc. 1, 30-33) (1).

Ya sabemos cómo a partir de ese momento la vida de la Santísima Virgen cambió completamente: el Ver­bo de Dios se hizo carne en sus entrañas, y una vida nueva, desde todo punto de vista, comenzó para ella. Y no fue María la única en experimentar algo extraordi­nario. También Isabel, al recibir su visita, se sintió llena del Espíritu Santo y exclamó: “Así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, saltó de gozo el niño en mi seno” (Le. 1, 44). Y el mismo anciano Simeón, al tomar en el templo al niño en sus brazos, entonó un cántico: “Han visto mis ojos tu salud, la que has-pre­parado ante la faz de todos los pueblos, luz para ilu­minación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel” (Luc. 2, 30).

“El niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con El” (Luc. 2, 40). A los 12 años lo llevaron a Jerusalén y, después de una pér­dida de tres días, “le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Cuantos le oían se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas” (Luc. 2, 46).

Quien así se iniciaba en la vida, estaba evidente­mente destinado a llamar la atención del mundo entero. Apenas comienza su vida pública, las multitudes acu­den de todos los rincones de Palestina, y sucedía, a veces, que estaban hasta tres días sin comer por escu­char su palabra. Después de uno de sus sermones, San Mateo se limita a colocar esta pequeña glosa: “Cuando acabó Jesús estos discursos, se maravillaban las mu­chedumbres de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como sus doctores” (Mt. 7, 28).

(1) Luc. es la abreviación del Evangelio de San Lucas. El pri­mer número corresponde al capítulo, y los que siguen, después de la coma, a los versículos. Los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Juan, sé abrevian Mt., Me. y Jn. respectivamente.

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Se imponía la comparación con los doctores de la ley, que se limitaban a comentar la letra de las Escrituras Santas, y este joven maestro que hacía brotar luces to­talmente nuevas. San Marcos hace la misma observa­ción a propósito de su predicación en la sinagoga de Cafarnaum: “Se maravillaban de su doctrina, pues en­señaba como quien tiene autoridad, y no como los es­cribas” (Me. 1, 22). Y su predicación no podía ser más simple: “Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano-; arrepentios y creed en el Evangelio” (Me. 1, 15). En otras palabras, El venía a establecer su reino en los corazones que quisieran recibirlo. La condición de este reino era el arrepentiimento de los pecados. Quien se arrepentía de sus pecados y creía en la pala­bra de Jesús, recibía el Evangelio, la buena nueva, el gozo del hombre nuevo que surgía de las cenizas del pecador.

No todos venían, naturalmente, en busca de este reino del espíritu. Llegaban muchas veces hasta El por motivos interesados: habían oído hablar de sus mila­gros y querían que sanara a un enfermo o aun que re­sucitara a un muerto. No por eso Jesús los rechazaba. Se limitaba a exigirles previamente una profesión de fe, o bien se la sugería a continuación del milagro: “Vete, tu fe te ha salvado”. Buscaba de adrede la amistad de los pecadores, y cuando los fariseos le criticaban, se li­mitaba a responder: “No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos. Id y aprended qué signifi­ca: “Prefiero la misericordia al sacrificio”. Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecado­res” (Mt. 9, 12). Después de veinte siglos de cristia­nismo, estas palabras casi no nos llaman la atención; pero pensemos en el efecto que hacían en los pobres pecadores despreciados de todos. Y afirmaba esta mis­ma posición una y otra vez: “El. Hijo del hombre ha venido a salvar lo perdido” (Mt. 18, 11). Quizás nadie como María Magdalena experimentó en lo íntimo de su alma la suavidad del perdón divino. Pero no fue la única. Al gozo de la curación de los cuerpos, Jesús agregaba ese otro, mucho más íntimo, del perdón de los pecados. Cuántas veces no repitió después de un mila-

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2.—El Cristo...

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gro: “Tus pecados te son perdonados”, derramando asi un bálsamo de paz sobre el cuerpo restablecido. Lla­maba a Sí a todos los hombres, que experimentaban en su cuerpo y en su alma el peso de la miseria humana: “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es blando y mi carga ligera” (Mt. 11, 28). ¿Cuál es este yugo de Cristo que alivia en vez de pesar? No es otro que el precepto del amor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, sobre todas las cosas”. Ese es el yugo que aliviana, el yugo que comienza por quitar las cadenas del pecado, y vuel­ve el alma ligera y feliz.

Y todo esto no era pura palabrería. Los discípulos sentían efectivamente una transformación en sus vidas. En el interior comenzaba a brotar una fuente de agua viva, de esa que habló Jesús a la samaritana, la de los cinco maridos: “El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, porque el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” (Jn.4, 14). El gozo de esta agua no quita evidentemen­te los sufrimientos de la vida; pero ahora se miran en otra forma, desde otro ángulo: el amor a Cristo alivia la cruz, y por eso, por nada del mundo querrán desoir el Evangelio de Cristo que hace saltar el agua de la gracia: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 69).

Cristo quiere en todo momento conducir a sus oyentes a este Evangelio de la renovación interior. “Le­vantó su voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que ma­maste. Pero El dijo: Más bien dichosos, los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Le. 11,*27). ¡Ni en su propia madre valía la pena detenerse, mientras no se llegara al gozo de la palabra de Dios!

Pero podemos preguntarnos: ¿Siguen teniendo las palabras de Cristo la misma eficacia de hace veinte siglos? ¿No se han vuelto fósiles en las páginas de un libro? La Iglesia nos responde que no. Sus palabras si-

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guén siendo “espíritu y vida”, y el mismo Cristo de Ga­lilea es el que está ahora en íos cielos y quiere conti­nuar en nosotros su siembra de vida eterna. Cada pa­labra suya es como una semilla que lanza en el surco. Depende de nosotros la acogida que le demos. Enton­ces como ahora, se requieren dos condiciones para que la semilla se convierta en árbol: fe y arrepentimiento de los pecados. Si este pequeño libro de los Santos Evan­gelios se lee con fe sencilla y compunción de corazón, producirá un efecto igual al de la predicación de Cristo, y el reino de Dios se establecerá con gozo en cada co­razón de buena voluntad. Naturalmente que este efec­to depende fundamentalmente de la gracia de Dios; pero el que nosotros leamos el Santo Evangelio y nos aficionemos a él, es ya una gracia de Dios. Este peque­ño folleto no pretende sino decir algunas cosas acerca del libro, a fin de estimular su lectura, y así, indirecta­mente, predicar también el reino de Dios.

Nos cuenta San Lucas que en el mismo día de la resurrección, dos discípulos se dirigían a Emaús, per­dida ya la esperanza en Cristo. Jesús se les hizo el en­contradizo en el camino y comenzó a explicarles su pro­pia vida a la luz de lo que de El habían hablado los profetas. Hasta que “se les abrieron los ojos y le reco­nocieron, y desapareció de su presencia. Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nos­otros mientras en el camino nos hablaba y nos decla­raba las Escrituras?” (Le. 24, 31). Si al leer las pági- nos del Santo Evangelio escuchamos ahí la voz de Je­sús y sentimos arder nuestro corazón, auiere decir que también para nosotros el reino de Dios está cerca.

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LA S A N T A B I B L I A

Lo primero que debemos saber de los cuatro Evan­gelios, es que no constituyen un libro completo, sino que son parte de un libro mayor, la Santa Biblia o Sagra­da Escritura. Si no entendemos primero lo que es la Biblia, nunca sabremos lo que son los Evangelios. La palabra Biblia es un vocablo griego que significa “los libros”, o mejor “el libro” (por excelencia). Propiamen­te es más bien una biblioteca. Si consideramos que es una colección de setenta libros, y que antiguamente no había ediciones de fino papel como ahora, sino 'que los gruesos pergaminos se enrollaban y guardaban por se­parado, quizás nos formemos mejor una idea de lo que era, viendo esos atriles en que se guardaban los mapas. De estos 70 libros, los Evangelios son solamente cuatro, es decir, una pequeña parte. A la misma conclusión lle­garemos considerando el número de páginas. La Sagra­da Biblia de Nacar-Colunga tiene un total de 1622 pá- vinas, de las cuales, 175 solamente están ocupadas por los Evangelios. Mas estas consideraciones de tipo cuan­titativo no nos deben llevar a menospreciar la impor­tancia de los Evangelios dentro de la Biblia. El perso­naje central de toda la Sagrada Escritura es Cristo, y nada como los Evangelios nos habla tan directamente de Jesús.

La Santa Biblia está dividida en él Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento comienza con la creación del mundo y llega hasta poco antes del nacimiento de Jesús. El Nuevo, en cambio, comienza con el nacimiento de Cristo, y nos lleva hasta el fin del

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mundo. La palabra “testamento” podría traducirse me­jor por pacto o alianza. En efecto, el Antiguo Testa­mento tiene como tema central el pacto o alianza ce­lebrado por Dios con su pueblo escogido de Israel. Este pacto fue hecho primero con Abrahán y confirmado después a Moisés y otros profetas. El pacto del Nuevo Testamento se refiere a Nuestro Señor Jesucristo que con su sangre selló la alianza con los hombres alejados de Dios por el pecado. “Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para re­misión de los pecados” (Mt. 26, 28). Como todo el An­tiguo Testamento es una figura o preparación del Nue­vo, resulta que Cristo es el centro de toda la Biblia. Por eso San Pablo nos enseña: “La Ley (el Antiguo Testamento) no llevó nada a perfección, sino que fue sólo introducción a una esperanza mejor, mediante la cual nos acercamos a Dios” (Hebreos 7, 19). Y un poco más adelante: Cristo “es el mediador de una nueva alianza, a fin de que, por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, reciban los que han sido llamados, las promesas de la herencia eterna” (Hebreos 9, 15).

Los libros del Antiguo Testamento los podemos di­vidir, de acuerdo con su género literario, en cuatro gru­pos: históricos, proféticos, poéticos y didácticos.

H I S T O R I C O S

Constituyen propiamente la Historia Sagrada. Co­mienza la Biblia por el Pentateuco, o cinco libros de Moisés, que son: Génesis, Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Vienen después el libro de Josué, de los Jueces, dos de Samuel, dos de los Reyes, dos de Cróni­cas o Paralipómenos dos de los Macabeos. Además de estos libros principales, existen también otros menores. Todos ellos describen las vicisitudes del pueblo de Israel: su dureza de corazón y la infinita misericordia de Dios para con ellos.

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P O E T I C O S

Entre los libros poéticos sobresalen los 150 Salmos atribuidos principalmente a David, y el Cantar de los Cantares, atribuido a Salomón, aunque no con segu­ridad.

P R O F E T I C O S

Profeta es el hombre que habla en nombre de Dios. Generalmente, cuando Israel se olvidaba de Dios, Este suscitaba un profeta que, bajo el influjo divino, ora conminaba al pueblo con amenazas, ora les recordaba las grandes promesas del reino venidero. Los profetas principales son cuatro: Isaías, Jeremías, Ezequiel ,y Da­niel. Además existen también 12 Profetas Menores.

D I D A C T I C O S

Nos enseñan la Divina sabiduría. Recordemos el li­bro de Job, los Proverbios, el Eclesiastés, la Sabiduría y el Eclesiástico.

Esta división no es rigurosamente exacta, ni menos excluyente, sino que mira solamente al género literario predominante en cada libro. Los libros de Moisés, por ejemplo, contienen muchas profecías, los Salmos están llenos de enseñanzas, y en los didácticos y proféticos se encuentran también datos históricos.

Para el Nuevo Testamento, que es más pequeño, podemos seguir un sistema más completo y ordenado.

Los 4 Evangelios de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan contienen la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Los estudiaremos con detenimiento más ade­lante.

Hechos o Actas de los Apóstoles.— Comienzan con

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la Ascensión del Señor y narran la historia de la Igle­sia primitiva, principalmente el ministerio de los Após­toles Pedro y Pablo. Su autor es San Lucas, el mismo médico que escribió el tercer Evangelio.

Las Epístolas son cartas que mandaban los Após­toles a los fieles. Contienen generalmente enseñanzas dogmáticas y prácticas, y son el mejor comentario de la doctrina contenida en los Evangelios. Son 14 de San Pablo, una del Apóstol Santiago, dos de San Pedro, tres de San Juan y una de San Judas.

El Apocalipsis cierra la Biblia. Contiene revelacio­nes recibidas por San Juan en la isla de Patmos. Por medio de símbolos de gran hermosura y misterio, se describen los acontecimientos con que terminará la his­toria del mundo.

Todo lo dicho hasta aquí no constituye sino una vaga descripción de lo que es la Santa Biblia. Hay algo que es esencial, algo que diferencia a la Biblia de todo otro libro,, por bueno y santo que sea, y es que el autor de la Sagrada Escritura es el propio Dios. Esto signifi­ca que la Biblia no es un libro humano, sino el único libro propiamente divino que existe en el mundo. Y si divino, infalible, porque Dios no puede ser autor de nin­gún error.

El que Dios sea el autor principal, no quiere decir que no se haya valido de algún hombre como de instru­mento o secretario. Esos escritores que prestaron a Dios su mente y su mano para escribir los diversos libros de la Biblia, se llaman hagiógrafos. No escribieron por cuenta propia, sino por inspiración de Dios. Si logra­mos entender iu que es la inspiración divina, habremos entendido lo que es la Santa Biblia. Comencemos por ver lo que no es la inspiración, para que queden más claros nuestros conceptos. No debemos confundirla con la infalibilidad del Papa o de la Iglesia, ni con las re­velaciones. La infalibilidad no es una luz o inspiración divina, sino una asistencia del Espíritu Santo, en cierto modo negativa, que impide simplemente al Papa caer en error cuando habla ex cátedra. Las revelaciones, por otra parte, consisten en luces o conocimientos que Dios

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mismo infunde en el entendimiento en forma sobrena­tural.

La inspiración de las Sagradas Escrituras, en cam­bio, de acuerdo con la definición del Papa León XIII, consiste en una triple acción de Dios en el hagiógrafo.

1. — Una iluminación del entendimiento para que rectamente conciba lo que ha de escribir. Puede que también haya una revelación como en el caso de los profetas; pero eso no es esencial. San Lucas, por ejem­plo, nos dice en el prólogo de su Evangelio, que escri­bió “después de informarse exactamente de todo desde los orígenes”. ¿En que consistió entonces la inspiración, si tuvo que hacer averiguaciones como cualquier otro historiador? Pues en que la luz divina le ayudó en ese trabajo, a fin de que captara exactamente la verdad, sin equivocarse. Cualquier historiador puede equivocar­se. San Lucas no, porque estaba inspirado por Dios. San Mateo y San Juan escribieron lo que ellos mismos ha­bían visto y oído. La inspiración divina nos garantiza que vieron y oyeron exactamente la verdad. San Mar­cos, finalmente, nos transmitió las enseñanzas de San Pedro. Cualquier otro de los oyentes de San Pedro pudo entender mal. San Marcos fue iluminado por Dios y captó, con certeza infalible, la vida de Cristo.

2. — Pero no basta esta iluminación del entendi­miento. La inspiración incluye también ana moción de la voluntad. El hagiógrafo escribe todo y sólo aquello que Dios quiere. Ni más ni menos. Su voluntad es divi­namente movida.

3. — No bastan, sin embargo, estas dos condiciones anteriores. Podría concebirse el caso de un hombre que captara exactamente la verdad, que quisiera transmi­tirla, y que, sin embargo, la pluma lo traicionara y no expresara fielmente sus deseos. Por eso la inspiración incluye un tercer elemento: la aptitud literaria de ex­presar exactamente lo que' Dios quiere que escriba.

Cuando se verifican estas tres condiciones, la es­critura que resulta está verdaderamente inspirada por Dios, o mejor dicho, Dios mismo es su autor. El hagió-

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grafo ha actuado como simple secretario; pero al decir que es un simple secretario, no se quiere significar que es un puro instrumento mecánico en manos de Dios. No. Dios acostumbra respetar la personalidad de cada hombre, y así, en los numerosos libros de la Biblia, ve­mos también el sello humano del autor secundario. El estilo es el hombre, y esto es verdadero también en la Biblia. Por eso, cuando se trata de interpretar estos li­bros ya tan antiguos, todo lo que sepamos acerca del hagiógrafo, la época en que vivió, la lengua, la cultura, las circunstancias, etc., nos ayudará grandemente. Con­sideremos que los libros más nuevos de la Biblia fueron escritos hace ya casi dos mil años, por medio de hombres de una mentalidad tan diferente de la nues­tra. Por eso, todo lo que acerca de ellos conozcamos, nos ayudará, grandemente a interpretarlos. La Biblia contiene la verdad divina; pero envuelta en ropaje hu­mano: necesitamos mucho estudio y paciencia para deshacer la envoltura, y fe penetrante para captar las enseñanzas que en ella se ocultan.

Tener en nuestras manos un libro infalible, inspi­rado por Dios es, sin duda, algo- maravilloso. Pero de­bemos mirar también sus limitaciones. Ya San Juan nos advierte que no se trata de un libro completo, pues­to que no todo se escribió en él: “Muchas otras seña­les hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro” (20, 30). Y lo que nos ad­vierte al final de su Evangelio, es esto mismo: “Muchas otras cosas hizo Jesús, que si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros”. A lo cual se agrega otro inconveniente quizás más gra­ve. San Pedro nos advierte que la Biblia tiene pasajes de difícil interpretación: “Hay algunas cosas difíciles de comprender, cuyo sentido los indoctos e inconstantes pervierten, de la misma manera que las demás Escri­turas, para su propia perdición” (2. ̂ Pedro 3, 16).

¿Cuál es la solución a estos problemas? La Biblia, con ser tan importante, no es la única fuente de reve­lación que Dios nos ha dado. Junto a ella existe tam­bién la Tradición, que es la transmisión viva, oral, de las verdades reveladas por Dios. Aquello que no se en-

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cuentra en ía Biblia, o está allí en una forma mera­mente implícita, recibe una potente luz de parte de la Tradición. Sin la Tradición, la Biblia es en cierto sen­tido un libro muerto, sujeto a la mera inteligencia hu­mana para su interpretación; y por eso los protestantes que niegan la Tradición, en un afán de exaltar la Bi­blia, en realidad le quitan su vitalidad sobrenatural. En cambio los católicos, al estudiar la Biblia a la luz de la Tradición y guiados en todo momento por el ma­gisterio de la Iglesia, tenemos la seguridad de encontrar en ella la única verdad de origen divino. Los protestan­tes, por el contrario, en su misma multiplicidad de sec­tas e interpretaciones, están confesando claramente que no han encontrado la clave de la verdadera interpreta­ción. El católico que reza antes de tomar el Evangelio o toda la Biblia en sus manos, que la lee con espíritu de fe y que tiene su ánimo pronto a recibir en ella las enseñanzas de Dios y de la Iglesia, puede tener la se­guridad de encontrar allí raudales de luz y de gracia sobrenatural.

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HISTORICIDAD DE LOS EVANGELIOS

Los santos Evangelios, por el hecho de formar par­te de la santa Biblia, son libros divinos, quizás los más divinos de toda la Biblia, porque versan más directa­mente sobre la persona adorable de Nuestro Señor Je­sucristo. Pero no es éste su único aspecto. Desde el pun­to de vista humano son también de un valor inaprecia­ble, ya que tienen todos los requisitos para ser consi­derados como documentos históricos de primera clase. Esto tiene gran importancia, cuando se trata de per­sonas no católicas que no aceptan la Biblia como un libro inspirado por Dios. Tienen que rendirse ante el libro histórico de autoridad indiscutible. Pero el mismo cristiano, al estudiar los Evangelios desde el punto de vista histórico, ve aquí una confirmación de su fe y, de paso, encuentra muchos hechos y noticias interesan­tes que le sirven para la mejor comprensión e interpre­tación del texto sagrado.

Dejando entonces bien sentado que el verdadero y principal autor de los Evangelios, como de toda la Bi­blia, es el mismo Dios, veamos ahora, de tejas abajo, el proceso histórico de su formación, y los motivos que tenemos para considerarlos adornados con todos los re­quisitos de la historicidad.

A partir de Pentecostés los Apóstoles comenzaron a predicar, y, como es natural, su predicación consistía principalmente en repetir las enseñanzas que habían oído de labios del Maestro tantas veces. Ellos acompa­ñaban al Señor a todas partes, y es seguro que El re­petía sus parábolas y sentencias a los diversos audi­

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torios. En esta narración incluían naturalmente los mi­lagros que habían presenciado y que más llamaban su atención. Así se formó un tema de predicación muy semejante entre todos los Apóstoles y primeros discí­pulos. A esto se ha llamado catcquesis primitiva, o bien protoevangelio oral.

No se sintió la necesidad de escribir los Evangelios, sino veinte o treinta años después de la muerte del Señor. No se sabe con certeza la fecha exacta en que se escribió ninguno de los Evangelios, pues las fechas que dan los entendidos varían entre los años 36 y 70 de nuestra era. En todo caso, los tres sinópticos, se es­cribieron antes del año 70 en que Jerusalén fue des­truida, acontecimiento que ellos anuncian como futuro. San Juan probablemente escribió el suyo alrededor del año 100.

Cristo no habló la lengua hebrea que en su tiempo era considerada muerta desde hacía casi cinco siglos, sino el arameo occidental, dialecto que se hablaba en casi toda Palestina. El Evangelio de San Mateo es el único libro del Nuevo Testamento que se escribió en arameo; pero no se conserva en el idioma original, sino que, traducido muy pronto al griego, sólo en esta úl­tima lengua ha llegado hasta nosotros. A pesar del pre­dominio político de Roma, Grecia mantenía todavía en aquella época su hegemonía cultural. Por eso todos los otros libros del Nuevo Testamento se escribieron en griego. San Marcos y San Juan, hombres de poca cul­tura, debieron escribir en el koiné o griego vulgar. San Lucas, médico, pudo escribir en un griego más culto.

No se conservan los originales de ninguno de los Evangelios, como no se conservan los de ningún libro de la antigüedad. En ese tiempo se escribía en papiros que perecían a los pocos siglos. Pero las copias y traduc­ciones se multiplicaron en tal forma que, con los es­tudios comparativos de los diversos códices y versiones, hoy tenemos en forma casi perfecta el texto primitivo. A partir del siglo IV comenzaron a usarse pergaminos en vez de simples papiros, y desde esta fecha tenemos ya copias más completas, como el Códice Vaticano, el Sinaítico, etc.

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Para comprender la fisonomía peculiar de cada uno de los cuatro Evangelios, ayudará también el saber algo acerca de sus respectivos hagiógrafos, y de la finalidad particular que se propusieron.

S A N M A T E O

Su nombre hebreo significa Adeodato — dado por Dios. Recibe también a veces el nombre de Leví (Mt. 9, 9; Me. 2, 14; Luc. 5, 27). Ocupa unas veces el 7.9 y otras el 8.9 lugar en el catálogo de los Apóstoles. Ejer­cía su profesión de publicano —cobrador de impuestos— cerca de Cafarnaum. Este oficio era muy despreciado por los judíos y en especial por los fariseos. Oyó muy temprano el llamado de Cristo y lo dejó todo por se­guirle. Pudo entonces presenciar personalmente casi todo lo que narra, y averiguar directamente de la San­tísima Virgen lo que a la infancia de Jesús se refiere. Después de la dispersión de Palestina, no se sabe si pre­dicó en Etiopía, en Persia o en Macedonia. Existe una tradición de que murió mártir.

Escribió su Evangelio para los judíos de Palestina, y por eso está lleno de alusiones al Antiguo Testamen­to para demostrar que en Jesús se cumplen las' pro­fecías mesiánicas. Muestra un conocimiento perfecto de las condiciones geográficas, políticas y religiosas de su época, a las que simplemente alude, como que sus lec­tores también las conocían.

S A N M A R C O S

Marcos es un sobrenombre romano. Se le llama con frecuencia Juan Marcos. Hay tradiciones de que fundó la Iglesia de Alejandría y de que murió mártir. Fue discípulo de San Pedro y probablemente su tra­bajo sólo consistió en poner por escrito las predicacio­nes de San Pedro en Roma. Por eso se le podría consi­

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derar como el Evangelio de San Pedro. Su fin es de­mostrar que Cristo es Señor de todas las cosas, aun de los demonios. De aquí la profusión de milagros y expul­siones de demonios. Este era el mejor argumento para probar la divinidad de Cristo a los paganos.

S A N L U C A S

El nombre Lucas es probablemente una abreviatura de Lucano. Es un médico de Antioquía de Siria. Acom­pañó a San Pablo en algunos de sus viajes, y es tam­bién el autor del libro de los Hechos de los Apóstoles. Según la tradición, murió célibe en Bitinia, después de evangelizar en Italia, las Galias, Dalmacia y Mace- donia. Según otra tradición, murió mártir.

En el prólogo de su Evangelio, escrito en un exce­lente estilo clásico, nos habla de los fines que se pro­pone al escribir, su diligencia en informarse, y de su destinatario Teófilo. ¿Quién es este Teófilo? No se sabe; pero en todo caso, más que a él, el tercer Evangelio está dirigido al mundo étnico-cristiano, es decir, a todos aquéllos que, del paganismo, se habían convertido al cris­tianismo. Se le considera el Evangelista de María por las informaciones tan completas, que seguramente ob­tuvo de la Santísima Virgen en persona, especialmente en lo que se refiere a la infancia del Señor que él re­lata como nadie.

SAN J U A N

Es el discípulo predilecto del Señcr. Galileo de Bet- saida e hijo del Zebedeo. Gozaba de cierta situación económica, pues su padre tenía jornaleros (Me. 1, 20), y era conocido en casa del Sumo Sacerdote (Juan 18, 16). Parece que su madre era Salomé. Primeramente se con­tó entre los discípulos de Juan Bautista y fue de los primeros en escuchar el llamado del Señor. Formó par­

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te del grupo predilecto, con Pedro y Santiago. Fue Obis­po de Efeso. En el destierro de la isla de Patmos recibió las revelaciones que se contienen en el Apocalipsis. Es­cribió también tres Epístolas católicas. Antes de morir, y ya muy anciano, escribió su sublime Evangelio. No pretende repetir lo que dicen los tres anteriores, sino más bien completarlos. En especial se propone demos­trar la divinidad de Cristo. Trae pocos, aunque selectos milagros, y las más elevadas enseñanzas del Señor .que él como nadie pudo captar. Por eso el Evangelio de San Juan se diferencia de los anteriores o sinópticos, como se los llama generalmente, porque de los tres se puede obtener casi una única visión. Por su misma sublimi­dad se ha querido poner en duda su carácter histórico, a pesar de que él mismo asegura que es un testigo ve­raz: “Este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió y sabemos que su testimonio es verda­dero” (Jn. 21, 24).

Con todos estos antecedentes, ya estamos en con­diciones de saber si los Evangelios son o ño libros his­tóricos. Llamamos histórico a todo libro o documento que nos merece plena fe en lo que dice. La historicidad incluye tres cosas: autenticidad, esto es, que el escrito pertenezca verdaderamente al autor al cual se atribuye. Integridad, es decir, que el libro no esté mutilado ni in­terpolado, que no se lé haya agregado ni disminuido a lo que puso allí su autor. Y veracidad, o sea, que el autor conozca la materia de aue habla, y que no haya pretendido engañar. Si en los Evangelios concurren es­tas tres condiciones quiere decir que son libros histó­ricos, dignos de plena fe.

A U T E N T I C I D A D

Los Evangelios aparecieron desde el comienzo con los nombres de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Los con­temporáneos no reclamaron de esto ni menos los auto­res. Desde fines del siglo primero, sabios escritores ecle­siásticos, como el autor de la Didajé, Papías, demente

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Romano, Epístola de Bernabé, San Policarpo, San Jus­tino, etc., los atribuyen a ellos sin que exista duda al respecto. Son los argumentos externos que tienen valor máximo en crítica histórica. Pero además de ellos te­nemos los argumentos internos provenientes del examen o análisis del libro mismo. En este análisis aparecen re­tratados sus autores: judíos (menos Lucas), incultos, conocedores minuciosos de Palestina y describiendo todo tal como estaba antes de la ruina de Jerusalén.

I N T E G R I D A D

Desde el comienzo los Evangelios fueron tenidos como libros sagrados y guardados con gran veneración. Se les leía solemnemente en las funciones religiosas, y los fieles, y más aún los sacerdotes, los sabían casi de memoria. La menor alteración de ellos habría produ­cido protestas estruendosas. Por otra parte, como des­de el comienzo fueron traducidos a varias lenguas y las copias se multiplicaron; la interpolación de textos se torna imposible. Muchas de estas copias y versiones es­tán hoy en manos de herejes y cismáticos, que nada quieren saber de la Iglesia Católica, y con los cuales sería humanamente imposible convenir fraude de nin­guna especie.

Como las copias se hacían a mano, no se pudieron evitar los errores de los copistas, que —en ningún caso— han alterado substancialmente el texto; pero que dan mucho trabajo a la crítica textual para conocer en muchos detalles cuál es el texto primitivo. Esta revisión minuciosa de los textos no tiene casi valor práctico sino puramente científico. Los que usamos traducciones no nos damos siquiera cuenta de las pequeñas variantes.

A fin de darnos más seguridad en el uso de la Bi­blia, la Iglesia ha aprobado la Vulgata Latina, traduc­ción hecha casi en su totalidad por San Jerónimo, cuan­do todavía existían muchos papiros y códices que hoy han desaparecido. La Vulgata es entonces substancial­mente segura, lo cual no quiere decir, por supuesto, que

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valga más que los originales, hebreo o griego. Hoy éñ día pcseemos en castellano, buenas versiones hechas di­rectamente del original reconstruido con los códices.

V E R A C I D A D

a) Los autores conocían su materia, ya que dos de ellos, Mateo y Juan, eran Apóstoles, testigos presencia­les de la vida de Cristo; Marcos repitió la predicación de San Pedro, y Lucas, según su propio testimonio, se informó diligentemente de todo, en una época en que todavía vivían gran número de testigos y en que toda adulteración de los hechos habría causado gran revuelo. Por lo demás, no se trataba de cosas difíciles de enten­der, sino de hechos simples, que ellos no trataban de explicar, sino solamente referir.

b) Los evangelistas no trataron de engañar. Pro­fesaban una religión que abomina de la mentira y ellos murieron con fama de santos. ¿Cómo pretender engaño tan grande? El estilo de los Evangelios respira veraci­dad. La manera de hablar es simple, sin exageraciones de ninguna especie. Cuentan sus propios defectos con toda tranquilidad, y aun aquellas cosas que podrían, a primera vista, desprestigiar al Señor, como el hambre y el cansancio. Ellos no solamente escribieron, sino que consagraron su vida a la predicación de estas verdades y todos murieron mártires. ¿Cómo explicarse eso si eran simples mentiras? Por otra parte, aun los no católicos reconocen que la figura de Cristo es lo más sublime que ha producido la humanidad, y a Cristo lo conoce­mos principalmente por los Evangelios. Si todo eso no es efectivo, ¿cómo explicarse que lo hayan inventado hombres tan ignorantes? Si los evangelistas no saca­ron sus datos de la realidad, sino que inventaron ellos la persona de Cristo, nos encontramos ante un hecho inexplicable. Hace veinte siglos que los Evangelios son estudiados como ningún otro libro del mundo. Los ma­yores genios del cristianismo se confirman cada día más en su veracidad; los incrédulos, en cambio, todos los

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días están inventando objeciones nuevas, que anuían las anteriores, sin encontrar hasta ahora ninguna de­finitiva.

La gran objeción contra la veracidad de los Evan­gelios proviene de los milagros que allí se contienen. Todos los racionalistas argumentan así: los Evangelios están plagados de milagros, y como los milagros son im­posibles, tampoco los Evangelios son dignos de crédito. Y dan esta prueba como indiscutible. Pero en realidad no resiste al más leve examen. La imposibilidad del mi­lagro es un simple prejuicio. Nadie ha podido probar nunca que Dios no tenga poder suficiente para hacer milagros. Ya lo dijo el ángel a María cuando le anunció su maternidad virginal: “Para Dios no hay nada im­posible” (Le. 1, 37). Y esto es lo lógico. Si Dios no pu­diera hacer milagros, no sería Dios. Y por- lo tanto cuando nos encontremos ante un hecho milagroso, no podemos rechazarlo de antemano como algo imposible, sino que ver, históricamente, si el hecho es efectivo o no. Lo contrario es subordinar la historia a los prejui­cios filosóficos. No son, pues, los milagros un obstáculo a la veracidad de los Evangelios, sino que, por el con­trario, el hombre de fe sabe ver en ellos un sello de lo sobrenatural.

Como un complemento a la historicidad de los Evangelios, conviene saber algo acerca de las fuentes no cristianas de la vida de Jesús. Son muy pocas en número e importancia. Esto no tiene por qué llamar la atención, sino que es una cosa natural. Los judíos no escribieron, prácticamente, sino el Antiguo Testamento, y éste ya estaba terminado en la época de Cristo. Sólo se interesaron por El sus discípulos, y éstos son cabal­mente los evangelistas. Después del año 70 los judíos recogieron sus tradiciones en el 3 almud, y allí sí se ha­bla de Cristo; pero para atacarlo. El único judío no cristiano que habla propiamente de Nuestro Señor es Flavio Josefo en su obra “Antigüedades Judaicas”. Allí existe un célebre y muy elogioso testimonio de Cristo que se ha prestado a muchos comentarios, pues parece ser interpolado, a lo menos en parte.

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Como fuera de Palestina no tuvo trascendencia la actuación de Cristo, los escritores latinos contemporá­neos apenas si hacen a El alguna alusión. Tres de ellos escribieron a principios del siglo segundo. Plinio el Jo­ven, gobernador de Bitinia, hace una consulta al em­perador Trajano acerca de los cristianos que comienzan a aparecer, y “entonan himnos a Cristo como a Dios”. Tácito en sus “Anales” cuenta cómo Nerón, en el in­cendio de Roma del año 64, culpó a los cristianos, y da algunos datos acerca del origen del cristianismo. Y el historiador Suetonio dos veces nombra a los cristianos, en tiempos de Nerón y de Claudio.

Y quizás no será superfluo decir algo acerca de los Evangelios apócrifos. Se distinguen claramente de los cuatro evangelios canónicos o inspirados, en que nunca han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia, a pesar de sus pretensiones de pasar por auténticos evangelios. Fueron escritos en el siglo segundo o- ter­cero a lo más, y difieren grandemente de la sencillez y veracidad de los bíblicos. Están con frecuencia infi­cionados de las herejías de esos primeros siglos, y obe­decen a la necesidad de llenar los vacíos que dejan los Evangelios auténticos. Es difícil discernir en ellos lo verdadero de lo falso; pero no carecen de interés para los hombres de ciencia. Los principales son: el Evange­lio de los Hebreos, el de Pedro, el de los Egipcios, el de los 12 Apóstoles, el de Felipe, el Protoevangelio de San­tiago, el del Pseudc Mateo, el de Tomás, el Evangelio Arabe de la Infancia, el de Nicodemo. Muchas leyendas que circulan en libros de literatura, como los pajaritos que hacía el Niño Jesús y echaba a volar, provienen de estos evangelios. A nosotros nos deben servir más bien, para apreciar la diferencia con los que nos cuentan la pura verdad histórica de la vida de Jesús.

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EL H IJ O D E L H O M B R E

Así como en los Evangelios hemos visto un doble aspecto: el autor humano y la inspiración divina, así también en la propia persona de Cristo, la Iglesia nos enseña a distinguir üna doble naturaleza, la humana y la divina. Es lo que con tanta sencillez nos dice el catecismo: Jesucristo es Dios verdadero y hombre ver­dadero.

Jesucristo se llama a Sí mismo, en repetidas oca­siones, el “hijo del hombre”, tomando este título de una célebre profecía de Daniel referente al Mesías. Aquí to­mamos las palabras en su sentido más directo, para en­tender simplemente que El es hombre verdadero, es decir, un ser compuesto de cuerpo y alma.

En los Evangelios aparece claramente la zfigura hu­mana de Cristo. Sin embargo, por prejuicios de orden filosófico o religioso, se ha llegado a negar o deformar esta verdad. Y así los docetas, partiendo de la base que la materia es mala, enseñaron que Cristo tenía sólo un cuerpo aparente. El gnóstico Valentino, por razones de espiritualidad mal entendida, enseñó que Su cuerpo era espiritual o celeste. Los arríanos, por su parte, nega­ban que en Cristo hubiese alma humana, y afirmaban que el mismo Verbo hacía las veces de alma. Contra todos ellos los católicos creemos que Cristo es un hom­bre verdadero, que recibió su cuerpo de la Virgen San­tísima por una verdadera generación, y el alma direc­tamente de Dios como cualquier otro hombre.

En los tiempos modernos, los racionalistas, no pu- diendo negar ya la historicidad de los Evangelios, ni

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atreviéndose nadie a decir que Cristo es un impostor o un mentiroso, han osado, sin embargo, afirmar que Je­sús era un fanático, un loco, un iluso. Su locura con­sistió en creerse Dios y logró engañar a los demás. No nos extrañe, ya que sus mismos parientes se habían demostrado incapaces de comprender su grandeza, y los escribas lo creían un endemoniado: “Oyendo esto sus deudos salieron para llevárselo, pues decíanse: Está fuera de sí. Los escribas, que habían bajado de Jeru- salén, decían: Está poseído de Beelcebul, y por la vir­tud del príncipe de los demonios, echa a los demonios” (Me. 3, 21 ss.).

Interesados en mostrar la divinidad de Cristo, los evangelistas no tratan ex profeso acerca de su huma­nidad. Hay que desentrañar, por lo tanto, del relato general, aquello que a su humanidad se refiere. De la simple lectura de los Evangelios resultará una sem­blanza de la persona del Señor. Aparecerá claro que Jesús es un hombre verdadero; tal como enseña la Igle­sia y, como los estudios de psicología han avanzado tanto en nuestro siglo, aparecerá también claro que no solamente es hombre, sino un hombre perfectamente normal, sin nada de patológico o enfermizo que pueda hacer sospechosas sus enseñanzas. Y de paso nosotros, al estudiar este tema, obtendremos un mejor conoci­miento de nuestro divino Redentor.

Fue un hombre nacido de mujer, como todos los demás. Así lo dijo el ángel Gabriel con toda claridad: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Luc. 1, 31). Todo lo cual se cumplió fielmente como nos lo dice el mismo evan­gelista: “Estando allí se cumplieron los días de su par­to y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón” (Luc. 2, 6 ss.).

No tenemos ningún retrato o descripción de su fi­sonomía; pero se ve que su persona causaba una grande y agradable impresión. Una mujer del pueblo no pudo reprimir su entusiasmo y le gritó: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste” (Luc. 11, 28). Sus propios enemigos, antes de tenderle una emboscada,

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dieron de El este testimonió: “Maestro, sabemos que eres sincero, que no te da cuidado de nadie, pues no tienes respetos humanos, sino que enseñas según la ver­dad el camino de Dios” (Me. 12, 14). Se trasparenta claramente en estas palabras la impresión que de Él tenían. Y cuando en los términos de Gesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hom­bres que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; otros, que Je­remías u otro de los profetas” (Mt. 16, 13 ss.). Todas las opiniones coincidían en esto, que Jesús debía ser un gran personaje.

De toda su persona, parece que su mirada debió ser especialmente impresionante. Su misma doctrina acerca de los ojos es ya sugestiva: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt. 6, 22). Nadie que no tu­viera una mirada transparente se habría atrevido á pro­clamar tal doctrina. Al narrar el milagro de la curación del hombre de la mano seca, el hagiógrafo llama es­pecialmente su atención sobre su mirada: “Y dirigién­dole una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La ex­tendió y fuele restituida la mano” (Me. 3, 5). Y el mismo énfasis en su mirada notamos cuando proclama la doc­trina sobre sus verdaderos parientes: “Y echando una mirada sobre los que estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Me. 3, 34). Tenemos la impresión de que la profundidad de su mirada dio un vigor especial a sus palabras. Sucedía lo mismo en la intimidad con sus. discípulos: “Pedro, tomándolo aparte, se puso a repren­derle. Pero El volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: Quítate allá, Satán, porque no sientes según Dios, sino según los hombres” (Me. 8, 32 ss.). Se trataba de la predicación de su muerte, que Pedro pretendía impedir. También en el caso del joven rico, su vista jugó un papel primordial: “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó, y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los

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pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y vén, sígueme*’ (Me. 10, 21). Aunque el caso más célebre es la mirada que dio a Pedro a raíz de su triple negación-. “Vuelto el Señor miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del Señor, cuando le dijo: Antes que el gallo cante hoy me negarás tres veces; y saliendo fuera, lloró amarga­mente” (Luc. 22, 61). Dice la tradición que Pedro no olvidó nunca esta mirada, que lloró su pecado hasta su muerte, de tal modo que en su ancianidad las lá­grimas habían abierto surco en sus mejillas.

Debió ser de gran vigor físico, pues nunca se hace referencia a ninguna enfermedad suya, a pesar de que trabajaba mucho, desde la mañana hasta la noche. “A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Me. 1, 35). “Acon­teció por aquellos días que salió El hacia la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a Sí a los, discípulos y escogió a doce, a quie­nes dio el nombre de apóstoles” (Luc. 6, 12 ss.). Y du­rante el día su trabajo era abrumador: “Una muche­dumbre grande, oyendo lo que hacía, acudía a El. Dijo a los discípulos que le preparasen una barca, a causa de la muchedumbre, para que ésta no le oprimiese, pues curaba a muchos, y cuantos padecían algún mal, se echaban sobre El para tocarle... Llegados a casa, se volvió a juntar la muchedumbre, tanto que no podían ni comer” (Me. 3, 8-10 y 20). “El les dijo: Venid, reti­rémonos a un lugar desierto que descanséis un poco, pues eran muchos los que iban y venían, y ni espacio les dejaban para comer” (Me. 6, 31). Su trabajo apos­tólico de evangelizar el reino de Dios lo obligaba a con­tinuos viajes, siempre a pie, por Judea, Galilea, Sama­ría y hasta los confines de Tiro y Sidón. Muchas veces debía dormir en despoblado, pues no encontraba alo­jamiento. “Díjole Jesús: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt. 8, 20). Es un hom­bre que se ve plenamente contento de su vida en con­tacto con la naturaleza, lo mismo en el mar que en la montaña: “Se levantó un fuerte vendaval, y las olas se echaban sobre la barca, de suerte que ésta estaba

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ya para llenarse. El estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal” (Me. 4, 37). Este relato, no corresponde cier­tamente al de un hombre enfermo de los nervios.

De todo esto se desprende que Jesús no era sola­mente un hombre verdadero, sino también físicamente fuerte y normal. Si de lo físico pasamos a lo moral, vamos a encontrar la misma normalidad. Se trata cier­tamente de un genio; pero de un genio que guarda en todo momento su equilibrio mental.

Es, en primer lugar, un hombre de carácter, de vo­luntad inquebrantable. Conoce su destino desde muy pequeño y quiere vivir de acuerdo con él. Por eso con­testa a su madre cuando, a los doce años, se le encuen­tra en el Templo disputando con los doctores de la ley: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocupar­me en las cosas de mi Padre?” (Luc. 2, 49). Al iniciar su vida pública, el demonio tuvo la ingenuidad de ten­tarlo, por tres veces, y las tres veces fue rechazado con singular energía (Mt. 4, 1-11). Ni siquiera la presen­cia de su madre y de sus parientes que lo llamaban desde fuera era capaz de distraerlo de su obligación de predicar a las muchedumbres (Me. 3, 31), y ni al mis­mo Pedro, a quien .tanto amaba, le permitió que lo apar­tara de la idea de su muerte próxima: “Pedro tomán­dolo aparte, se puso a amonestarle diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero El, volviéndose dijo a Pedro: Retírate de Mí Satanás; tú me sirves de es­cándalo, porque no sientes las cosas de Dios, .sino las de los hombres” (Mt. 16, 22 ss.). Y no eran simples palabras porque viera la muerte a la distancia. Cuando agonizaba en el huerto de Getsemaní, en la víspera ya de su muerte y hubo necesidad de que un ángel le viniera a confortar, oraba así: “Padre, si quieres, apar­ta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Luc. 22, 42).

Quien es así de heroico en el cumplimiento de su deber, está calificado para hablar a los demás de he­roísmo, y si es un carácter fuerte como el de Cristo, puede esperar que le sigan con heroísmo semejante al del maestro: “Otro discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le res­

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pondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a los muertos” (Mt. 8, 22). Es bastante decir. “Otro le dijo: Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Jesús le dijo: Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire atrás, es apto para el reino de Dios” (Luc. 9, 61 ss.,). “Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o cam­pos, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y he­redará la vida eterna” (Mt. 19, 29). No hay duda al­guna de que se trata de un- maestro exigente, precisa­mente porque El mismo comenzaba por exigirse mucho a Sí mismo. La fuerza de su carácter se manifiesta tam­bién en el vigor con que increpa a sus enemigos: “ ¡Ay de vosotros ̂ escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos” (Mt. 23, 13). “Lle­garon a Jerusalén y, entrando en el Templo, se puso a expulsar a los que allí vendían y compraban, y derri­bó las mesas de los cambistas y los asientos de los ven­dedores de palumas” (Me. 11, 15).

Esta fuerza de su carácter era serena, tranquila, como que le permitía observar un gran realismo en me­dio de sus discusiones. No era el caso de esos hombres de mucho carácter y de poca inteligencia, sino del per­fecto equilibrio, eminente en voluntad y en inteligen­cia. Basta verlo actuar en medio de sus enemigos. “Le enviaron algunos de los fariseos y de los herodianos para cogerle en alguna trampa. Llegados, le dijeron: Maestro.... ¿es lícito pagar el tributo al César o no? ¿Debemos pagar, o no debemos pagar? El, conociendo su hipocresía, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Traedme un denario que lo vea. Se lo trajeron y les dijo ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Ellos dijeron: del César. Jesús replicó: Dad pues al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Me. 12, 13). La in­geniosidad de la respuesta causó admiración en los oyen- tes, y todavía nosotros nos admiramos de la sabiduría que se encierra en esa respuesta.

Con semejante brillo reprendía y convencía a los que exageraban la observancia del sábado: “Habiendo entrado en casa de uno de los principales fariseos para comer en día de sábado, le estaban observando. Había

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delante de El un hidrópico. Y tomando Jesús la pala­bra habló a los doctores de la ley y a los fariseos, di­ciendo: ¿Es lícito curar en sábado o no? Ellos guarda­ron silencio. Y asiéndole, le curó y le despidió, y les dijo: ¿Quién de vosotros, si su hijo o su asno cayere en un pozo, no le s^ca al instante en el día de sábado? Y no podían replicar a esto” (Luc.- 14, 1-6).

Su defensa de la adúltera, es simplemente genial: “Los escribas y fariseos trajeron a una mujer cogida en adulterio, y, poniéndola en medio, le dijeron: Maes­tro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú ¿qué dices? Esto le decían tentándole, para tener de qué acusarle. Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Como ellos insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pe­cado, arrójele la piedra el primero. E inclinándose, de nuevo escribía en tierra. Ellos, que le oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más ancia­nos, y quedó El solo y la mujer en medio. Incorporán­dose Jesús le dijo: Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Dijo ella: Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peque más” (Jn. 8, 3-11).

Esta manera profunda y penetrante de discutir, in­dica ya su realismo y su conocimiento de los hombres. Podría pensarse, sin embargo, que su amor grande por la humanidad que le hizo bajar del cielo a la tierra, podría haberle cegado un tanto respecto a su opinión sobre los hombres en general. Pero no es así. El no ama una humanidad ideal, forjada por una mente en­fermiza, sino que tiene los ojos plenamente abiertos a los defectos humanos. A los fariseos y saduceos que le pedían una 'señal o milagro en el cielo para creer, les responde con toda crudeza y realismo: “Esta genera­ción mala y adúltera busca una señal, mas no se le dará sino la señal de Jonás. Y dejándolos, se fue” (Mt. 16, 4). Jesús comprendió perfectamente que el mila­gro era un simple pretexto, y que la causa de la in­credulidad era la perversión del corazón. Y también sa­be ver la maldad en los mismos que acusan a unos po­bres galileos que se supone que han sido castigados por

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Dios: “Por aquel tiempo se presentaron algunos, que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mez­clado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían, y respondiéndoles, dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber padecido todo esto? Yo os digo que no; y que si no hiciereis peniten­cia, todos igualmente pereceréis” (Luc. 13, 1-3). Nos podemos imaginar fácilmente la cara de espanto de los acusadores. Y a los que dudan de la eficacia de la ora­ción, les da un argumento de honda psicología huma­na: “Vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!” (Mt. 7, 11). Sus consejos son de la más elevada moral y del más agudo realismo: “¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? Hipó­crita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás de quitar la paja del ojo de tu hermano” (Mt. 7, 3 y 5). En la parábola de la cizaña mezclada con el trigo, cuan­do los servidores se ofrecen para sacar la cizaña de la maldad, El da este sabio consejo: “No, no sea que al querer arrancar la cizaña arranquéis con ella el trigo. Dejad que ambos crezcan hasta la siega” (Mt. 13, 29 ss.). ¡Qué comprensión tan profunda de la miseria humana, y cuánta bondad! Y lo mismo se diga de la consulta que le hizo Pedro: “Señor, ¿cuántas veces he de per­donar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No digo Yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt. 18, 21 ss.). Y hasta en la hora de la muerte, en la misma cruz, estuvo El practicando esta doctrina: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23, 34).

Y por encima de este realismo y bondad al mismo tiempo, campea su soberana inteligencia. Todo el mun­do está de acuerdo en la sublimidad de su doctrina, y en su sencillez también. Las parábolas se pueden con­tar a los niños, y hace muchos siglos que los sabios las meditan sin agotar su sentido. Y en este sentido el Evangelio es un libro eterno y católico, porque su doc­trina nunca pasa de moda, y todo el mundo lo puede gustar y entender. Desde pequeño dio muestras de su

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privilegiada inteligencia, no sólo cuando lo encontraron con los doctores de la ley, sino en todo momento: “Je­sús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Luc. 2, 52). Quizás su experiencia más difícil fue cuando debió predicar en su propio pue­blo, allí mismo donde dijo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Y sin embargo, dieron de El este testimonio: “Todos le aprobaban, y maravillados de las palabra llenas de gracia que salían de su boca, decíaii: ¿No es éste el hijo de José?” (Luc. 4, 22). Cuando los príncipes de los sacerdotes y los fariseos mandaron a prender a Jesús, no habiéndose atrevido los alguaciles a hacerlo, se limitaron a contestar: “Jamás hombre al­guno habló como éste” (Jn. 7, 46). Y esa es la gran verdad: nunca hombre alguno ha hablado como Jesús. Llegó el momento en que no se atrevieron a discutir más con El: “Tomaron entonces la palabra algunos de los escribas, y dijeron: Maestro, muy bien has dicho. Porque ya no se atrevían a proponerle ninguna cues­tión” (Luc. 20, 40). Para derrotar a Jesús no quedaba otro camino que el de la muerte.

De semejante hombre no puede decirse que sea un alucinado o un enfermo mental. Sería ponerse de fren­te a una gran realidad. Si en su vida aparecen mani­festaciones extraordinarias, eso es prueba de su divi­nidad, y es inútil buscar otras explicaciones. En todo caso, Dios que sabe escribir derecho con renglones tor­cidos, ha permitido que, de las mismas blasfemias con­tra Jesús, saquemos un mejor conocimiento de sus ca­racterísticas humanas, obligados como han sido los ca­tólicos a estudiar mejor estos aspectos.

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E L H I J O D E D IO S

En el telón de fondo de su humanidad, resalta más nítida la divinidad de Jesús. Los evangelistas, y en es­pecial San Mateo que escribió directamente para el pueblo judío, nos presenta a Jesús como un enviado di­vino, como el Mesías a quien el pueblo de Israel espe­raba desde hacía tantos siglos. Todos los libros del An­tiguo Testamento nos hablan de un enviado de Dios que vendría a salvar a su pueblo. Pues bien, todas esas profecías se cumplen cabalmente en Cristo y solamen­te en El. Como los libros del Antiguo Testamento se escribieron muchos siglos antes del nacimiento de Cris­to, podemos ver aquí una demostración clara de que El es el Salvador del mundo. Tal cúmulo de profecías no pueden explicarse, en manera alguna, como simple coin­cidencia, sino que tenemos que ver aquí el dedo de Dios. En la imposibilidad de hacer un estudio completo de las profecías, ya que esto es una simple introducción a los evangelios, seleccionaremos algunas más sencillas, y ve­remos cómo se cumplen en Jesús.

TENDRA UN PRECURSOR

El profeta Malaquías 3, 1 dice: “He aquí que voy a enviar a mi mensajero, que preparará el camino de­lante de mí, y luego en seguida vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el ángel de la alianza que deseáis”.

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Y por su parte Isaías, con siglos de anticipación, profetiza: “Una voz grita: Abrid camino a Yavé en el desierto-, allanad en la soledad camino a vuestro Dios. Que se rellenen todos los valles, y se rebajen todos los montes y collados; que se allanen las cuestas y se ni­velen los declives”.

Todos sabemos que este Precursor fue Juan Bau­tista, que vino al mundo ya con el sello de la predesti­nación divina y que cumplió fielmente su misión. Dice San Marcos ál comienzo de1 su evangelio-: “Apareció en el desierto Juan el Bautista, prédicando el Bautismo de penitencia para remisión de los pecados. Acudían a él toda la región de Judea; todos los moradores de Jeru- salén, y se hacían bautizar por El en el río Jordán, con­fesando sus pecados. Llevaba Juan un vestido de pelos de camello, y un cinturón de cuero ceñía sus lomos, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. En su pre­dicación les decía: Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no soy digno de postrarme para desatar la correa de sus sandalias. Yo os bautizo en agua, pero El os bautizará en el Espíritu Santo”. Toda la vida tan extraordinaria de Juan Bautista no tiene otra razón de ser que preparar al pueblo de Israel para la venida del Mesías. Todos los otros Evangelios co­mienzan también su historia hablándonos de Juan.

NACERA DE UNA VIRGEN

Con ocho siglos de anticipación, el profeta Isaías había dicho: “He aquí que la Virgen grávida da a luz un hijo y le llama Emmanuel” (Is. 7, 14). Y ese aconteci­miento único de una virgen que da a luz un hijo, se cumple en María, la Madre de Jesús. Hasta ella misma no atina a aceptar este hecho, hasta que el ángel Ga­briel se lo explica: “Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo en­gendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Luc.

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i, 34 ss.). Los' impíos que explican el cumplimiento de las profecías diciendo que Cristo se amoldó deliberada­mente a ellas, ¡tendrán mucho trabajo para decir cómo, si Cristo no era Dios, se las arregló para tener una ma­dre virgen!

ORIGINARIO DE BELEN

Cuando los magos llegados del Oriente pregunta­ron por el nacimiento del Niño Jesús a Herodes, éste llamó a los sacerdotes y escribas para averiguarlo. Ellos no sabían todavía del nacimiento de Jesús; pero no du­daron en contestar que nacería en Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta:

“Y tú, Belén, tierra de Judáno eres 'ciertamente la más pequeñaentre los príncipes de Judá,porque de ti saldrá un jefeque apacentará a mi pueblo Israel’ (Mt. 2, 5 ss.).

HACEDOR DE MILAGRO^

En Isaías 35, 5 ss. estaba dicho para los tiempos del Mesías: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. En¡ mees saltará el cojo como un ciervo, y la lengua de los mudos cantará gozosa”.

Con esta profecía tan antigua a la vista, nos expli­camos muy bien una contestación de Jesús: “Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo envió por sus discípulos a decirle: ¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro? Y respondiendo Jesús les dijo: “Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y bienaventurado aquel que no se es­candalizare de Mí” (Mt. 11, 2-6). Era lo mismo que

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decir: Sí, yo soy el Mesías, el enviado de Dios, puesto que con mis milagros estoy dando cumplimiento a las palabras de Isaías. Sólo el Hijo de Dios podía dar, con hechos, una respuesta semejante.

DOMINGO DE RAMOS

“Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey. Justo y salvador, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Zac. 9, 9). El cumplimiento de esta profecía es de todos conocido: “Lo llevaron a Jesús, y echando sus mantos sobre el pollino, montaron a Je­sús. Según El iba, extendían sus vestidos en el camino. Cuando ya se acercaban a la bajada del monte de los Olivos, comenzó la muchedumbre de los discípulos a alabar alegres a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto, diciendo: “Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor; paz en el cielo y gloria en las alturas” (Luc. 19, 35-38).

S U P A S I O N

Al profeta Isaías se le ha denominado muchas ve­ces el quinto evangelista, porque parece haber presen­ciado la Pasión del Señor, con ochocientos años de an­ticipación: He aquí una muestra solamente: “He dado, mis espaldas a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los esputos” (Is. 50, 6).

También en los salmos leemos descripciones que se dirían tomadas del Evangelio... si no mediaran tantos siglos entre ambos: “Me rodean como perros, me cerca una turba de malvados, han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran, me contemplan. Se han repartido mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica” (Sal. 21, 17-19).

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E insistiendo en Isaías (57, 7-9), nos trae detalles prolijos de su pasión y de su muerte: “Maltratado y afligido, no abrió boca, como cordero llevado al ma­tadero', como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defen­diera su causa, cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo. Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores; a pesar de no haber en él maldad, ni haber mentira en su boca”.

S U R E S U R R E C C I O N

También ésta estuvo profetizada por el salmista: “No dejarás tú mi alma en el sepulcro; no dejarás que tu santo experimente la corrupción” (Sal. 15, 10).

Estas, y muchas otras profecías que omitimos, no dejan lugar a dudas que Cristo era el Mesías, el en­viado de Dios. Pero ¿será el mismo Dios, o solamente su representante? Veamos entonces lo que El mismo dice de Sí mismo. Como enviado de Dios, no puede men­tir; ni podemos aceptar la hipótesis de los impíos de que sea un loco que se ha sugestionado creyéndose Dios. Ya vimos que era un hombre de psicología perfecta­mente normal. Si Jesús entonces, como enviado de Dios y hombre perfecto, se dice Dios, no hay más que acep­tar esta realidad, realidad que, por otra parte, está co­rroborada por el sello divino e infalsificabie de los mi­lagros.

San Juan comienza su Evangelio dando este tes­timonio :

“Al principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Habla aquí San Juan del Verbo que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es eterno, y que es Dios. Todo ese prólogo del Evangelio, que nosotros rezamos como el último Evangelio de la Misa, nos ha­bla de ese Hijo eterno' de Dios, que se encarnó en el

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tiempo, se hizo hombre por nosotros y ha quedado cons­tituido como una fuente de vida para toda la huma­nidad.

Hablando con Nicodemo, dice el mismo Jesús estas palabras, que no se pueden entender, a menos que El sea al mismo tiempo Dios y hombre, temporal y eterno: “Nadie sube al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn. 3, 13). Tanto eso de venir del cielo, como de estar actualmente en el cielo, en el momento mismo de conversar con su interlocu­tor, sólo a Dios se puede aplicar.

Habla de su Padre Dios con la mayor naturalidad: “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino, el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt. 7, 21). Nótese que habla de su Padre en singular, con lo que claramente diferencia la paternidad natural que tiene respecto de El, con la paternidad general de adopción que tiene respecto de vosotros. Esta diferencia de paternidad respecto de Cristo y de nosotros, aparece todavía más clara en las palabras que dirigió a María Magda­lena el día de la resurrección: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20, 18).

Otra forma de testimoniar su divinidad es expre­sar la naturaleza del conocimiento que existe entre El y su Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo” (Jn. .11, 27). Esa comunidad de conocimientos sólo puede existir entre dos personas di­vinas.

Nadie que lea los Evangelios puede negar que Cris­to se proclama el Hijo de Dios, igual a su Padre. Ante la evidencia de esta afirmación se han inventado tantas explicaciones absurdas, en vano intento de ne­gar la divinidad de nuestro Salvador. Será mejor que nosotros, al leer con sumo respeto las páginas santas, aceptemos con máximo espíritu de fe la divinidad de Cristo que rebalsa a cada momento de su aspecto hu­mano, y repitamos con el centurión que presenció su muerte y las señales que la acompañaron: “Verdade­ramente, éste era Hijo de Dios” (Mt. 27, 54).

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EL SERMON DE LA MONTAÑA

De todas las predicaciones de Jesús, la más famosa sin duda, es el Sermón de la Montaña. No que Cristo lo pronunciara todo de una vez, sino que más bien San Mateo recolectó en un solo todo, las enseñanzas de Je­sús en diversas ocasiones. En todo caso, aquí se con­tiene la quinta esencia de la moral cristiana, de la pura enseñanza salida de los labios de Cristo. No hemos de hacer otra cosa, en este capítulo, que reproducirla al pie de la letra con algunas ligeras explicaciones que ayuden a comprender mejor su sentido.

Comienza por las célebres bienaventuranzas. La pa­labra bienaventurado se toma generalmente entre nos­otros en sentido peyorativo, sinónimo de poco inteligen­te. Pero en la Biblia tiene su sentido verdadero. Biena­venturado significa feliz, dichoso. Al comenzar enton­ces el Sermón de la Montaña por las bienaventuranzas, Cristo nos muestra allí el camino a la verdadera felici­dad. No puede haber un tema más importante, puesto que todos sentimos un impulso instintivo hacia la fe­licidad.

La multitud que estaba sentada a los pies de Jesús, en la ladera del monte, tenía el presentimiento de que Jesús tenía el secreto de la verdadera felicidad. Y no se equivocaba. Pero todas las enseñanzas de Jesús son paradógicas, y por eso, en el primer momento, quizás no lo comprendieron bien. ¿Pero estamos seguros nos­otros de haberlas entendido bien? Leámoslas de nuevo y meditémoslas:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque su­yo es el reino de los cielos.

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Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos al­canzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecusión por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos” (Mt 5, 3-10).

En otras palabras, la felicidad no se puede buscar directamente, sino a través del sacrificio. Desde lo alto de la cruz se ilumina toda la moral cristiana. “Per cru- cem ad lucem”. Este es el secreto para encontrar el verdadero sentido cristiano de la vida. La felicidad no está en la riqueza ni en ninguno de los bienes de este mundo, sino en la pobreza, en la mansedumbre, en la justicia, en la misericordia, en la limpieza de corazón.

Comencemos por sentir estupefacción ante esta doc­trina; pero entremos por esa puerta angosta, y veremos —por propia experiencia— que estamos en el camino verdadero.

El hombre que se ha introducido por este camino de la renunciación, está destinado a brillar ante el mun­do. Una nueva paradoja.

“Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres.

Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara y se la coloca bajo el celemín, sino sobre el candelabro, para que alumbre a cuantos hay en la casa. Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt. 5, 11-16).

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Yo no sé qué atemoriza más nuestro corazón pusi­lánime, si el camino de renunciación de las bienaven­turanzas, o la tremenda misión de ser la “sal de la tie­rra” y la “luz del mundo”.

¿Somos en la actualidad los cristianos sal de la tie­rra y luz del mundo? La gran disculpa ante Dios de los millones y millones de incrédulos, será el que los cris­tianos no les damos el espectáculo edificante a que ellos tienen derecho. “Ved cómo se aman los cristianos” ex­clamaban los antiguos, y el mundo antiguo se convirtió al cristianismo. Hoy se dice: los católicos no son me­jores que los demás, y el mundo está volviendo rápida­mente al paganismo. ¡Qué tremenda responsabilidad para todos nosotros!

La moral de Cristo se muestra inmensamente su­perior a la del Antiguo Testamento, y en especial a la de los escribas y fariseos.

“Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 5, 20).

¿Y cómo era la justicia de los escribas y fariseos? Muy exterior. Hecha principalmente del cumplimiento de obligaciones externas, que no procedían necesaria­mente de la gran ley de la caridad. Y lo que ante todo le interesa a Cristo es el amor a Dios y al prójimo, en forma de sentimientos que broten de lo íntimo del co­razón. “Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio”. Y Dios no acepta ofrendas que no pro­vengan de un corazón reconciliado con su hermano.

“Si vas, pues, a presentar tu ofrenda ante el altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a re­conciliarte con tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt. 5, 23 ss.).

En materia de pureza, es también nuestro Señor de un rigor exquisito: “Todo el que mira una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5, 28).

Nada hay en todo esto, que deje lugar a la religión exterior e hipócrita de los fariseos. Dios va recto al co­razón e investiga sus verdaderas disposiciones.

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La superioridad de la ley nueva sobre la antigua, queda principalmente de manifiesto al abolir la pena de talión:

“Habéis cído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero Yo soy digo: No resistáis al mal, y si al­guno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requi­sara para una milla, véte con él dos. Da a quien te pida, y no vuelvas la espalda a quien te pida algo prestado” (Mt. 5, 38-42).

Esta manera de entender la caridad para con nues­tro prójimo, excede todo lo que entiende el buen sentido, el sentido puramente humano o natural. Tenemos que ponernos en un plano superior, el del amor de Dios hasta la locura de la cruz, para actuar en este terreno. Y es necesario ponernos en ese plano sobrenatural, por­que se nos va a exigir aun el amor a nuestros enemigos

“Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llueve so­bre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publícanos? Y si saludáis solamente a vuestros herma­nos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen esto también los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vues­tro Padre celestial” (Mt. 5, 43-48).

El mcdelo que se nos pide seguir es el mismo Dios. Así como el Padre celestial hace salir el sol y llover sobre buenos y malos, así también nosotros debemos amar a todos nuestros prójimos, buenos y malos, nos hagan bien o nos hagan mal. Portarnos bien solamente con los buenos, eso no tiene ningún mérito. Lo hacen hasta los gentiles y publícanos. Devolver el bien con otro bien, es propio de corazones bien nacidos. Devolver el mal con el bien, eso ya es la característica de los cris­tianos, puesto que Dios así lo hace.

No hemos de esperar tampoco la aprobación de los hombres, sino únicamente la que viene de Dios.

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“Estad atentos a no hacer vuestra justicia deianté de los hombres para que os vean; de otra manera no' tendréis recompensa ante vuestro Padre, que está en los cielos.

Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, come hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su re­compensa. Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará.

Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan orar de pie en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de les hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu pieza, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará” (Mt. 6, 1-6).

No hemos de buscar, por lo tanto, la aprobación de los hombres, sino la de Dios.

En seguida viene la oración sublime del Padre Nues­tro. De tanto repetirle, hemos hecho de ella una rutina. Los protestantes dicen con ironía que el Padre Nuestro es el mayor mártir que tienen los católicos. Quizás no les falta razón. Pero tratemos ahora de oirla y medi­tarla tal como si fuera la primera vez que la escucha­mos. Pongámonos en la situación de los discípulos, cuando la oyeron de los propios labios de Cristo:

“Así, pues, habéis de orar vosotros:Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos tu Reino,hágase tu voluntad, como en el cielo así en la tierra.El pan nuestro de cada día, dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros

perdonamos a nuestros deudores, y no nos pongas en tentación, mas líbranos del mal” (Mt. 6, 9-13).No existe oración más sublime que ésta. Debiéra­

mos rezarla de rodillas, pausadamente, sintiéndonos ver-

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daderamente hijos de nuestro Padre que está en los cielos.

El mismo Jesús se encarga de poner una glosa a propósito del perdón de las deudas: “Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados” (Mt. 6, 14 ss.).

Glosas de este tipo, en cada una de las peticiones, nos ayudarían mucho a captar su hondo significado. Pero como es tan diáfano el sentido de esta oración cada uno puede hacer estas glosas por su cuenta.

Jesús nos aconseja como a hijos del Padre celestial. Nuestra herencia no está en las cosas de la tierra, sino en las del cielo, y hemos de guardar en todo momento la jerarquía de valores.

“No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen, y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen, y donde los ladrones no horadan ni roban. Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo es­tuviere enfermo, todo tu cuerpo estará en tinieblas, pues si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué tales serán las tinieblas!” (Mt. 6, 19-23).

Para apreciar más los tesoros del cielo que los de la tierra, tenemos que tener los ojos limpios. De la for­ma que tengamos de mirar o de entender las cosas, de­penderá nuestra filosofía de la vida. Si nuestro ojo es limpio, si no está oscurecido por las pasiones y los bie­nes de este mundo, comprenderemos sin dificultad la doctrina de Jesús del desprendimiento de las riquezas. Y cuando El dice: “Si tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso”, no podemos menos de recor­dar la bienaventuranza que dice: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y es que en realidad, la pureza de nuestra mirada y del en­foque a los problemas de la vida, depende en gran parte de la pureza de nuestro corazón. A un corazón puro, corresponde una mirada limpia, y a una mirada limpia,

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un acierto en el juzgar entre los bienes del mundo y el verdadero tesoro que es Dios.

Pero uno puede preguntarse, ¿si he de poner todo mi corazón en Dios, de dónde sacaré lo necesario para vivir? A esta objeción, Jesús responde con una de las páginas más hermosas de todo el santo Evangelio:

“Nadie puede servir a dos señores, pues o bien abo­rreciendo al uno amará al otro, o bien adhiriéndose al uno menospreciará al otro. No nodéis servir a Dios y a las riquezas.

Por esto os digo: No os inquietéis por vuestra vida sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo sobre qué os vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo codo? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo crecen: no se fatigan ni hilan. Yo os digo que ni Sa­lomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo que hoy es y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?'No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis, pues, por el día de mañana; porque el día de mañana ya se inquietará de sí mismo; bástale a cada día su propio afán” (Mt. 6, 24-34).

La argumentación de nuestro Señor es de una ló­gica contundente: si Dios viste las flores y alimenta las aves, no dejará al hombre sin lo uno y lo otro. ¿Pero no será esta doctrina una incitación al quietismo y a la pereza? De ninguna manera. Tratemos de entender bien los términos de la argumentación de Jesús.

“Nadie puede servir a dos señores”. Aquí la pala­bra “señor” está tomada en el sentido antiguo de amo absoluto, al cual, como correlativo, corresponde el es­

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clavo. Lo que se nos prohíbe entonces, es ser esclavos de las riquezas. Esta actitud de esclavos frente a ellas, es incompatible con el amor a Dios y su señorío sobre nosotros. Pero si el hombre se mantiene en su papel de rey de la creación, y pone las riquezas a su servicio, para él a su vez servir mejor a Dios, no hay nada de incompatible con este Evangelio.

La conclusión final de esta doctrina confirma esta interpretación: “Buscad primero el reino y su justicia”. No se nos prohíbe, entonces, que busquemos ordenada­mente les bienes de este mundo, siempre que demos a Dios la primacía, siempre que le amemos a El sobre todas las cosas, siempre que reconozcamos que todos los bienes vienen en último término de la mano de Dios, a pesar de todos los trabajos y esfuerzos nuestros. Se trata de una jerarquía de valores. Dar la primera importancia a Dios que es lo primero, y subordinar la preocupación por la comida y el vestido al cumplimien­to de la voluntad de Dios. Eso es lo cristiano. Invertir el orden: buscar primero nuestros intereses, y secun­dariamente los de Dios, eso es lo propio de los gentiles.

Jesús no se hace, per lo tanto, cómplice de los pe­rezosos, sino que más bien nos exige un doble trabajo: primero para Dios y después para nosotros.

Cuando nuestra vida ya está centrada en Dios, y hemos recuperado el papel de reyes de la creación, no de siervos de las riquezas, entonces estamos preparados como se debe frente a nuestro prójimo y frente al mis­mo Dios.

Y así iba Jesús derramando las perlas de la sabi­duría cristiana.

“Cuando acabó Jesús estos discursos, se maravilla­ban las muchedumbres de su doctrina, porque les ense­ñaba como quien tiene poder, y no como sus doctores” (Mt. 7, 26 ss.).

Hace veinte siglos que las muchedumbres se ma­ravillaron de la doctrina del Sermón de la Montaña, y todavía el mundo no se ha repuesto de este asombro. Ni antes ni después, la humanidad ha producido una moral de tan sublime elevación.

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L A S P A R A B O L A S

No siempre predicaba Jesús en forma tan directa como en el Sermón de la Montaña. Por lo general re­vestía su pensamiento de alegorías y parábolas, tan del agrado de la mentalidad oriental. Leamos con deteni­miento esas parábolas.

“Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al mar. Se le acercaron numerosas muchedumbres. El, su­biendo a una barca, se sentó, quedando la muchedumbre sobre la playa, y les dijo muchas cosas en parábolas.

Salió un sembrador a sembrar, y de la simiente, parte cayó junto al camino, y viniendo las aves, la co­mieron. Otra cayó en sitio pedregoso, donde no había tierra, y luego brotó, porque la tierra era poco profun­da; pero levantándose el sol la agostó, y como no tenía raíz, se secó. Otra cayó entre cardos, y los cardos cre­cieron y la ahogaron. Otra cayó sobre tierra buena y dio fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga” (Mt. 13, 1-9).

¿Qué significa esta parábola? El mismo Jesús se encarga de darnos la interpretación:

“Oíd, pues, vosotros, la parábola del sembrador. A quien oye la palabra del reino y no la entiende, viene el maligno y le arrebata lo que se había sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado en sitio pedregoso es el que oye la palabra y desde luego la recibe con alegría; pero no tiene raíces en sí mismo, sino que es voluble, y en cuanto se levanta una tormenta o persecución a causa de la palabra, al instante se escandaliza. Lo sembrado entre espinas es

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el que oye la palabra; pero los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda sin dar fruto. Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y da fruto, uno ciento, otro sesenta, otro treinta” (Mt. 13, 18-23).

Después de esta explicación del mismo Señor, no se necesita, evidentemente, de ninguna otra. Pero quizás podamos ayudar un poco a la imaginación a rehacer el cuadro.

Cuando Jesús predicaba, miraba a su auditorio y calaba hasta el fondo de sus almas el efecto que produ­cía su palabra. En ese ambiente campesino, a El le era muy fácil compararse con un sembrador que va espar­ciendo la semilla. Cada palabra suya era como una se­milla que iba cayendo en el terreno de sus oyentes. Pero El advertía que no todos los terrenos o almas eran igua­les. Dividió a sus oyentes en cuatro categorías. Los pri­meros los asemejó a un camino, porque tenían la cabeza dura y no entendían la palabra de Dios. Los segundos la entendían muy bien, y se entusiasmaban con ella; pero eran volubles y no perseveraban. Por eso lo com­paró a la semilla que cae en terreno pedregoso: co­mienza con entusiasmo y se seca pronto, porque no tiene raíces. Un tercer puñado de semilla cayó entre es­pinas, y éstas sofocaron la planta. Son los que se deian envolver por el vicio y la ambición. Pero hubo también semilla que cayó en buena tierra, es decir, en corazones generosos que la hicieron fructificar.

Nosotros también estamos en una de esas cuatro categorías. ¿En cuál de ellas se colocaría Ud.?

Consideremos otra parábola.“Es semejante el reino de los cielos a uno que sem­

bró en su campo semilla buena. Pero rpientras su gente dormía, vino el enemigo y sembró cizaña entre el trigo y se fue. Cuando creció la hierba y dio fruto, entonces aDareció la cizaña. Acercándose los criados al amo le dijeron: Señor, ¿no has sembrado semilla buena en tu campo? ¿De dónde viene, pues, que haya cizaña? Y él les contestó: Eso es obra de un enemigo. Dijéronle: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos? Y les dijo: No, no sea que al querer arrancar la cizaña arranquéis

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cóh ella el trigo. Dejad que ambos crezcan hasta la sie­ga; y al tiempo de la siega diré a los segadores: Coged primero la cizaña y atadla en haces para quemarla, y el trigo recogedlo para encerrarlo en el granero” (Mt. 13, 24-30).

¿Podría Ud. por sí solo descifrar esta parábola? Tra­te de hacerlo, y compare después su interpretación con la que hace su propio autor.

“El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la siega es la consumación del mundo; los segadores son los ángeles. A la manera, pues, que se recoge la cizaña y se quema en el fuego, así será la consumación del mundo. Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles y recogerán de su reino todos los escándalos y a todos los obradores de iniqui­dad, y los arrojarán en el horno de fuego, donde habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre” (Mt. 13, 37-43).

En esta parábola se da respuesta a dos problemas que angustian la mente de todo hombre que piensa: el del ori­gen del mal, y el de la paciencia de Dios con los pecadores.

Dios todo lo ha hecho bueno; pero es el demonio el que introduce en el mundo la cizaña de la maldad y del pecado. ¿Y por qué no acaba Dios de una vez con todos los malos? Paciencia. Este es el tiempo del merecimien­to. Aquí en este mundo es necesario que esté mezclado el trigo y la cizaña. Por muy malo que sea un hombre, Dios le da una oportunidad de convertirse. El plazo es hasta la siega.

Las .imágenes son de un brillo extraordinario, y al mismo tiempo de una gran simplicidad.

Ensayemos ahora la interpretación de otras parábo­las, para las cuales no tenemos la ayuda preciosa del divino Maestro.

“Es semejante el reino de los cielos a un grano de mostaza que toma uno y lo siembra en su campo; y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol, de suerte que las aves del cielo vie-

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nen a anidar en sus ramas**. t“Otra parábola les dijo: Es semejante el reino de

los cielos al fermento, que una mujer toma y lo pone en tres medidas de harina hasta que todo fermenta” (Mt. 13, 31-33).

Notemos que estas dos parábolas tienen una sola e idéntica enseñanza. Esto nos servirá para que, des­prendiéndonos de la imagen, de la comparación, cap­temos la doctrina que allí se contiene como en un cofre.

Todas las parábolas comienzan con esta frase: “Se­mejante es el reino de los cielos”. ¿Qué es el reino de los cielos? El significado del reino de los cielos es com­plejo: Cristo nos trajo el reino de los cielos, y por eso es su Iglesia, la redención alcanzada por El, su gracia en nuestras almas, y finalmente la gloria del cielo. To­das estas cosas se entrelazan y en el fondo quieren decir casi lo mismo. Tomemos su significado más simple y di­gamos que el reino de los cielos es la Iglesia o la religión cristiana. Y hagamos ahora esta pregunta: ¿En qué se parece el cristianismo a un grano de mostaza y a un poco de fermento o levadura? Tanto el grano de mos­taza que se convierte en árbol, como la levadura que fer­menta la masa, dan la idea de progreso, de crecimiento. Y esa es justamente la verdadera imagen de nuestra santa religión. El día del Bautismo se deposita en nos­otros la semilla de la gracia, y ésta debe ir creciendo hasta convertirse en árbol, con toda clase de frutos de buenas obras. O si tomamos la religión como sociedad. Jesús dejó Doce Apóstoles. Estos se repartieron por el mundo, y hoy la Iglesia Católica tiene 500.000.000 de fieles en el mundo entero. El cristianismo, por lo tanto, es algo esencialmente dinámico. Es la fuerza de Dios que penetra en el mundo y lo transforma. Nada hay más contrario a la vida cristiana que el estancamiento.

El estilo de las parábolas es característico del Evan­gelio. Jesús las contaba a gente sencilla, y se las enten­dían perfectamente. Debemos también sentarnos nos­otros, con sencillez, a los pies de Jesús, escuchar sus parábolas, meditarlas en nuestro corazón, y la luz di­vina se irá enpendiendo en nuestras almas.

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APOSTOLADO DEL EVANGELIO

Existen, por lo menos, dos motivos que deben im­pulsarnos a propagar la lectura del Santo Evangelio y, a ser posible, de toda la Biblia. En primer lugar, la lec­tura diaria y llena de fe de las páginas del Santo Evan­gelio, es un medio extraordinariamente eficaz de per­feccionar la vida cristiana de nosotros y las de los de­más. El raquitismo espiritual de la época presente, pue­de ser curado por la palabra de Cristo. Tengo para mí que la revitalización de nuestros católicos está estre­chamente unida a la vuelta a la lectura directa del li­bro Santo. Por eso, toda difusión que hagamos del Evangelio, significa un apostolado de alta calidad.

El segundo motivo es más circunstancial: la in­tensa propaganda protestante. Nadie ignora el extraor­dinario progreso del protestantismo en toda la Améri­ca Latina. Baste decir que en Chile han experimentado un aumento del 105% en los 12 años que van de 1940 a 1952, fechas de los dos últimos censos. De seguir a esta velocidad, de aquí a 50 ó 60 años todo el país será protestante. Ahora bien, ya sabemos que la propagan­da protestante se basa en la Biblia, y que la gran obje­ción contra la Iglesia Católica, es que ésta ignora las Sagradas Escrituras y aun que las prohíbe. Presentan el catolicismo como una adulteración de la enseñanza de Cristo, y ellos se declaran a sí mismos los verdaderos evangélicos. Como por otra parte difunden la Biblia en cantidades enormes, y los católicos, pór nuestra parte, tenemos que avergonzarnos de conocerla y emplearla muy poco, no nos admire que la objeción protestante tenga apariencias de verdad.

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frente a este hecho doloroso, nada vale probar, cori Citas de los Papas y de los Santos Padres, que la Igle­sia recomienda la lectura de la Biblia y exhorta a los fieles a leerla diariamente. Estos, y otros argumentos que son en sí mismos muy válidos, solamente pueden ser percibidos por pequeños grupos de personas de ma­yor cultura religiosa. Mientras la masa no vea la Bi­blia y a lo menos el Evangelio en manos de todos los católicos, seguirá creyendo que la Iglesia prohíbe su lectura, o que, por lo menos, no le da la debida impor­tancia. Por eso el apostolado y el conocimiento del Evan­gelio tienen en nuestros días una gran importancia apologética. La falsa propaganda evangélica de los pro­testantes, sólo se detendrá ante el Evangelio bien inter­pretado. Cuando los católicos podamos presentarnos como los verdaderos evangélicos, y esto sea visible a todo el mundo, habremos quitado al protestantismo su arma más poderosa, y podremos iniciar la reconquista de muchas ovejas extraviadas.

¿Cómo difundir los Santos Evangelios? Creo que la primera condición es que el propio apóstol lo conozca, lo aprecie y haya experimentado en su propia vida los efectos saludables de su lectura. La difusión del Evan­gelio debe producirse por una especie de contagio. Cuan­do la palabra de Cristo está en un alma, encuentra eco en las otras. De otra manera es una pura transmi­sión material del libro, casi comercial, me atrevería a decir. Existen, en cambio, cristianos, que tienen una verdadera vocación para el apostolado del Evangelio, y sea que lo regalen, que lo vendan, que escriban o ha­blen de él, se ve de inmediato un fruto bendecido por Dios. Hay que recomendar insistentemente, sin cansar­se nunca, la lectura diaria del Santo Evangelio. Es aconsejable, para que esta lectura resulte fructífera, que se siga un buen método. Este puede consistir: pri­mero, en fijarse en lo que enseña Jesús con sus pala­bras o ejemplos o en las verdades que encierran sus pa­rábolas. Inmediatamente después, aplicar a la propia vi­da las enseñanzas del evangelio, llenando' el vacío que encontramos entre nuestra conducta y la del Maestro, con un esfuerzo constante de imitación y de asimila­

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ción. Y en tercer lugar, terminar siempre con un pro­pósito, especial y práctico, que deberá ser traducido en acción. Ni al comienzo ni al final debe faltar la oración, puesto que el Evangelio “es espíritu y vida” -y para com­prenderlo y practicarlo necesitamos siempre la ayuda de lo Alto. Este método se llama integral y se inspira al culto de Jesús Maestro, que es Verdad para nues­tra mente, Camino para nuestra voluntad, Vida y gra­cia para nuestro corazón.

Si se sigue este método, a las pocas lecturas, el alma percibe el mensaje divino que allí se contiene, y co­mienza a sentir directamente la acción iluminadora de la gracia. Es un alma ganada, que si persevera en su lectura, pronto verá que la palabra de Cristo se encarna en su existencia, y esa “metanoia”, y esa vida nueva, y ese renacer de que habla continuamente Jesús, no será la presentación de algo extraño, sino algo muy íntimo y dulce, el maná escondido que derrama el Señor.

Para el estudio colectivo del Evangelio, ya sea en una clase de religión o en círculos de estudio de la Acción Católica o de cualquier otro tipo, recomiendo el siguiente método que en la práctica ha dado muy buenos resultados. Después de la oración inicial, se lee de pie el trozo del Evangelio que se desea estudiar. Ojalá que no sea el sacerdote o el que enseña quien lo lea y dirija después el estudio, sino que se turnen todos los participantes. Al enunciar el trozo de lectura, debe evitarse decir la página, porque éstas varían en las di­versas ediciones, sino que hay que enunciar el nombre del evangelista, el capítulo y el versículo. San Juan, ca­pítulo dos, versículo cinco, por ejemplo. Así podrán en­contrar también fácilmente las citas bíblicas cuando las encuentren en un libro.

Después de esta lectura se sientan y comienza la primera parte del estudio: el vocabulario. Los presen­tes deben buscar todas las palabras desconocidas y pre­guntarlas al que dirige el círculo de estudio. Este de­berá estar previamente preparado. Conviene que antes de la reunión converse con el sacerdote y preparen jun­tos el tema. Es indispensable que en la reunión misma el que dirija sepa responder satisfactoriamente y que el

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sacerdote intervenga lo menos posible. De otro modo los seglares se acostumbrarán a que el sacerdote lo ha­ga todo, y ellos se sentirán liberados de todo esfuerzo personal. Hay infinidad de palabras técnicas con las cuales se irán familiarizando poco a poco, y sin cuyo conocimiento tropezarán a cada momento en la lectu­ra del Evangelio. Parábola, fariseo, sinagoga, escriba, Galilea, publicano, etc., etc., son palabras que aparecen en cada página. Al final de este folleto hay un vocabu­lario evangélico mínimo que puede servir para esta pri­mera parte. Cuando después de algún tiempo se haya dominado la terminología evangélica, no vale la pena perder mucho tiempo en esto, sino que simplemente se sigue adelante.

Quien dirige el círculo debe hacer preguntas há­biles para cerciorarse de que el texto está bien com­prendido. Deben evitarse las preguntas muy generales que son muy difíciles de contestar, como por ejemplo: ¿Qué es lo primero? ¿Qué lo que sigue? ¿Qué más?, etc. Supongamos que se trate del bautismo de Nuestro Se­ñor. Las preguntas deben ser tan concretas como éstas: ¿Dónde se verificó esta escena? ¿Dónde queda el río Jordán? ¿Quién era Juan Bautista? ¿Qué diálogo hubo entre Jesús y Juan? ¿Qué voz se oyó desde el cielo? ¿De quién era? ¿Quién era la paloma? ¿Por qué se dice que aquí estuvo representada toda la Santísima Trinidad? Las preguntas deben ser simples y directas, teniendo mucho cuidado, sobre todo cuando se trata de las pa­rábolas, de no avanzarse todavía a buscar el significa­do, sino de mantenerse en el texto mismo, en su signi­ficado obvio.

Además, en esta primera parte, hay que deducir las verdades que allí se enseñan. Cuando éstas no fluyen espontáneamente de entre los participantes, el mismo director las puede sugerir mediante hábiles preguntas.

Jesús Maestro es nuestra Verdad y de Él tenemos que aprender las verdades trascendentales que se refie­ren al destino sobrenatural del hombre y a la misión de la Iglesia. En el Evangelio tenemos ocasión de cono­cer el pensamiento de Cristo sobre el mundo, los hom­bres, nuestros instintos y pasiones, y para ser fieles dis­

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cípulos suyos debemos creer todo lo que El nos enseña. Sin darnos cuenta, con este método, llegamos del Evan­gelio al Catecismo y a la enseñanza de la Iglesia, fiel intérprete del Evangelio y de la otra fuente de la Reve­lación, la Tradición divina. Insisto sobre la Tradición, para que el laico católico sepa la verdad, que Cristo nos ha enseñado, en toda su totalidad, recibiéndola de aque­lla Maestra infalible qué Cristo ha constituido para “en­tregar fielmente” su divino Mensaje.

Volvamos al ejemplo del Bautismo del Señor. El director puede preguntar, para acostumbrar a los asis­tentes a desentrañar el contenido dogmático de cada trozo evangélico: ¿Quién instituyó el Sacramento del Bautismo, Jesús o Juan? ¿Qué relación existe entre ambos bautismos? O bien ¿en qué consiste el misterio de la Santísima Trinidad? ¿Qué es un misterio? ¿Está reñido con la razón? ¿Qué es el bautismo?

En la seguda parte de la lectura hay que sacar conclusiones morales. Si la primera fue doctrinal, ésta tiene que ser eminentemente práctica. La lectura evan­gélica se reduciría a bien poco o a una simple investi­gación científica, si no tuviéramos el valor de seguir ade­lante y ver lo que importa para nuestra conducta dia­ria la palabra eterna de Jesús. Siguiendo el ejemplo propuesto más arriba, son éstas algunas preguntas que se pueden hacer respecto de la lectura evangélica del Bautismo del Señor: ¿Qué obligaciones nos impone el Bautismo? ¿Qué promesas hicieron los padrinos a nom­bre nuestro? ¿Qué debo hacer para vivir el Bautismo?

No hay que temer que el Evangelio así se trans­forme en un examen de conciencia colectivo, puesto que el fruto del Sagrado Texto debe ser de renovación y de reforma de vida. Siendo la lectura colectiva, las preguntas deben ser bien elegidas y discretas, de modo que todos puedan recabar verdadero provecho.

La tercera parte de la lectura es llamada VIDA, porque nos ponemos en contacto vital con el Maestro Divino Jesús, autor del Evangelio. En el citado ejemplo del bautismo de Cristo, se pueden hacer preguntas como éstas: ¿En qué ocasión el cristiano adora a la Santísi­

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ma Trinidad? ¿Qué importancia tiene la liturgia de la Trinidad? ¿Cómo hago la señal de la Cruz?

Así la lectura del Evangelio queda completa y en cada trozo que se lee, buscamos con afán de discípulos la verdad que debemos creer, lo- que debemos practicar y la adhesión de todo nuestro ser al Evangelio. No debe nunca faltar la oración de clausura, que sería mejor rezarla todos conjuntamente. Habiendo notado, por cierto, nuestra “disonancia” con el Evangelio, ella sirve para pedir al Señor la gracia de practicar nuestros pro­pósitos y para agradecerle por las luces que nos ha co­municado durante la lectura . comunitaria del Santo Evangelio.

Demás está decir que este estudio colectivo no es nunca suficiente. Hay que tomarlo como una iniciación para que cada cual, en su casa, lo lea diariamente. Si entre varios, mejor; pero lo importante es que se con­vierta en el pan de cada día. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt. 4, 4).

El Instituto Bíblico Católico, ubicado en Los An­des — San Esteban, ha organizado un curso bíblico de religión titulado: “Vivamos el Evangelio”. Son clases por correspondencia para las personas que desean estudiar cómodamente en sus casas.

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VOCABULARIO EVANGELICO ELEMENTAL

Abrahán: patriarca del Antiguo Testamento del cual se originó el pueblo de Israel.

Angel: mensajero o nuncio. Ser puramente espiritual, sin cuerpo o materia.

Apóstol: enviado (por Dios a salvar almas).Bautizar: sumergir y lavar (el alma de sus pecados).Bienaventurado: feliz o dichoso.Casa de David: descendencia o dinastía del rey David, de quien ha­

bía de nacer el Mesías, según los profetas.Decápolis: conjunto de diez ciudades.Centurión: oficial romano a cargo de cien soldados.César Augusto: emperador romano de cuyo imperio dependía Pales­

tina en tiempos de Nuestro Señor. -Cristo: el Ungido o Mesías prometido por Dios para la salvación

del mundo.Circuncisión: señal o marca en el cuerpo por la cual el niño se in­

corporaba al pueblo de Israel a los ocho días de nacer.Desposada: la que ya había celebrado' su matrimonio; pero todavía

no se iba a la casa de su marido.Diezmo: la décima parte que pertenece a Dios.Doctor de la ley: perito en la interpretación de la ley de Moisés. Elias: gran profeta del Antiguo Testamento.Escribas: no eran escritores, sino maestros que explicaban las Sa­

gradas Escrituras.Estadio: distancia equivalente a 185 metros.Evangelio: buena nueva (del amor de Dios, de la redención, de la

fundación de la Iglesia). Libros que contienen esta buena nueva.Fariseot de una secta que era muy estricta en las exterioridades.

Hipócrita.Galilea: una de las cuatro provincias de Palestina.Gehenna: lugar con fuego perenne, que ha servido para sijnbolizar

el infierno.Gentiles: los extraños o extranjeros al pueblo de Israel.Hermano: con este apelativo se denomina también a los parientes

en general.Herodes el Grande: natural de Idumea, era un usurpador que se

mantenía en el trono por la ayuda de Roma. Murió poco des­pués de la matanza de los inocentes. Su hijo del mismo nombre fue el que intervino en la Pasión del Señor.

Hijo de David: título de Jesús en cuanto Mesías.

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Horas: ios judíos contaban 12 horas aproximadas desde la salidá hasta la puesta del sol. Prima: 6 de la mañana; Tercia: las 9; Sexta: a las 12 del día; Nona: 3 de la tarde; Undécima: 5 de la tarde.

Iglesia: sociedad o conjunto de los que practican una religión. La única verdadera es la Católica fundada por Cristo.

Incienso: resina que se quema en señal de adoración a Dios.Isaac: hijo de Abrahán. Patriarca del Antiguo Testamento.Israel: el pueblo escogido de Dios.Jerusalén: capital política y religiosa de Palestina. Era la ciudad

santa edificada sobre el monte Sión.Jeremías: profeta del Antiguo Testamento.Jesús: Salvador.Jordán: río que atraviesa la Palestina de norte a sur.Jota: la letra más pequeña del alfabeto hebreo. Tiene la forma

de una coma.Judío: de la tribu de Judá, una de las 12 de Israel. Judea es una

provincia de Palestina.Justicia: tomada eri sentido amplio es santidad. Un hombre justo

es un santo.Levita: perteneciente a la tribu de Leví. Asistían a los sacerdotes

en su ministerio.Ley de Moisés: se refiere a todas las leyes del Antiguo Testamento

y principalmente a los 10 mandamientps.Libelo de repudio: documento que entregaba el marido a la mujer

cuando la repudiaba.Lunático: epiléptico o poseso del demonio.Llaves (con que se abren las puertas de la ciudad); poder o au­

toridad.Magos: sabios dedicados al estudio de los astros y de la religión,

principalmente en Persia.Maná: alimento blanco caído milagrosamente durante los 40 años

de la peregrinación de Israel en el desierto de Arabia.Mesías: el Cristo o ungido prometido por Dios.Monedas: He aquí un cuadro con sus equivalentes en dólares. Hay

que tener en cuenta que el valor adquisitivo era mucho mayor que el actual:

Monedas de platadenario rom ano ...................................................................... 0.12 USdracma fen ic ia ......................................................................... 0.11 ”dracma asiática ...................................................................... 0.10 ’’didracma t i r i a ......................................................................... 0.22 ”estera — tetradracm a............................................................ 0.43 ”argénteo rom ano ..................................................................... 0.48 ”

Monedas de broncedoble as (dispondius) ........................................................... 0.02 USa s .............................................................................................. 0.01 ”cuadrante (cuarto) ................................................................ 0.002 ”minutum (lepton) .......... ..................................................... 0.001 ”

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üna mina de plata equivale a 12 US y un talento a 717 ÜS. Milagro: un hecho que sobrepasa las fuerzas naturales, y que por

lo tanto sólo se puede atribuir a Dios.Mirra: hierba que sirve para embalsamar cadáveres.Misterio: una verdad tan alta que necesita ser revelada por Dios. Moisés: profeta del antiguo Testamento. Legislador y organizador

del pueblo de Israel, a quien sacó de Egipto.Nazaret: pequeña aldea de la provincia de Galilea.Palestina: o tierra santa. La patria de Jesús.Parábola: enigma o comparación que contiene una enseñanza. Pedro: piedra.Perea: provincia de Palestina al oriente del Jordán.Presentación: rito con el cual debían ofrecerse a Dios, en el Tem­

plo de Jerusalén, todos los primógénitos.Primogénito: el primer hijo, aunque no se siga ningún otro. Profeta: el que habla a nombre de Dios. Generalmente anuncia

cosas futuras.Publicano: cobrador de los impuestos de Roma. Generalmente eran

muy mal mirados.Puerta: poder. El poder o resistencia de una ciudad dependía mu­

cho de sus puertas.Purificación: rito de la madre a los 40 días de dar a luz un hijo. Baca: palabra injuriosa equivalente a loco.Reino de Dios: se emplea en tres sentidos diferentes que no se

excluyen: el cielo, la gracia de Dios y la Iglesia.Saduceo: de una secta materialista e incrédula.Samaria: provincia de Palestina ubicada entre Galilea y Judea. Santuario: parte del Templo de Jerusalén en el que los sacerdotes

ofrecían diariamente el sacrificio.Santísimo: parte del Templo en el que, una sola vez al año, entraba

el Sumo Sacerdote. Estaba separado del santo o santuario por un velo.

Señor: a Jesús se le dice Señor para indicar su señorío entre nos­otros.

Sanedrín: supremo tribunal judío compuesto de 70 jueces.Templo de Jerusalén: único templo verdadero de la Antigüedad.

Se llamaba también Templo de Salomón porque este rey fue el primero en construirlo. En tiempos de Jesús existía una recons­trucción hecha por Herodes.

Testamento: pacto o alianza de Dios con su pueblo. El Antiguo Testamento fue celebrado con Abrahán. Isaac y Jacob. Es figura o preparación del Nuevo Testamento cuyo mediador es el mis­mo Jesucristo.

Tetrarca: príncipe de una cuarta parte de un territorio.Verbo: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, engendrada

por el Padre, El Verbo, en nuestra manera de hablar, corres­ponde a la inteligencia divina.

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IN D IC E

Prólogo................................................................................................ 5

La Buena N ueva................. . . . . ................................................. 7

La Santa B ib lia ................................................................................. 12

Historicidad de los Evangelios ........................................................ 19

El Hijo del H om bre.......................................................................... 28

El Hijo de D io s ........................................................................ ... 37

El Sermón de la M ontaña................................................................ 43

Las Parábolas..................................................................................... 51

Apostolado del Evangelio ... . .......................................................... 55

Vocabulario Evangélico Elem ental.................................................... 61

Se terminó de imprimir el • 3 de. agosto de 1961 en los Talleres de l a ' Sociedad de San Pablo Avda. V. Mackenna 10777 — Santiago de Chile