Baudrillard - Maldonado - Manzini
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INTRODUCCIÓN
¿Puede clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como una flora o
una fauna, con sus especies tropicales, polares, sus bruscas mutaciones,
sus especies que están a punto de desaparecer? La civilización urbana es
testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de
productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el
hombre parece ser una especie particularmente estable.
Esta abundancia, cuando lo piensa uno, no es más extraordinaria que la de
las innumerables especies naturales. Pero el hombre ha hecho el censo de
estas últimas. Y en la época en que comenzó a hacerlo sistemáticamente
pudo también, en la Enciclopedia, ofrecer un cuadro completo de los
objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado.
Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de
máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción
acelera su nacimiento y su muerte, y nos falta un vocabulario para
nombrarlos. ¿Hay quien pueda confiar en clasificar un mundo de objetos
que cambia a ojos vistas y en lograr establecer un sistema descriptivo?
Existen casi tantos criterios de clasificación como objetos mismos: según
su talla, su grado de funcionalidad (cuál es su relación con su propia
función objetiva), el gestual a ellos vinculado (rico o pobre, tradicional o
no), su forma, su duración, el momento del día en que aparecen
(presencia más o menos intermitente, y la conciencia que se tiene de la
misma), la materia que transforman (en el caso del molino de café, no
caben dudas, pero ¿qué podemos decir del espejo, la radio, el auto?).
Ahora bien, todo objeto transforma alguna cosa, el grado de exclusividad
o de socialización en el uso (privado, familiar, público, indiferente), etc.
De hecho, todos estos modos de clasificación, en el caso de un conjunto
que se halla en mutación y expansión continuas, como es el de los
objetos, podrán parecer un poco menos contingentes que los de orden
alfabético. El catálogo de la fábrica de armas de Saint–Étienne, a falta de
un criterio de clasificación establecido, nos proporciona subdivisiones que
no tienen que ver más que con los objetos definidos según su función:
cada uno corresponde a una operación, a menudo ínfima y heteróclita, y
en ninguna parte aflora un sistema de significados.1
1 Pero la sola existencia de este catálogo es, por el contrario, rica en sentido; en su
proyecto de nomenclatura completa existe una intensa significación cultural: que no se
llega a los objetos más que a través de un catálogo, que puede ser hojeado “por puro
gusto” como prodigioso manual, un libro de cuentos o un menú, etcétera.
Capítulo: Introducción
Editorial: Éditions Gallimard
Lugar: París
Año: 1968
UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS
“EL SISTEMA DE LOS OBJETOS”, Jean Baudrillard.
A un nivel mucho más elevado el análisis funcional, formal y estructural
de los objetos, en su evolución histórica, que encontramos en Siegfried
Giedion (Mechanization Takes Command, 1948), esta suerte de epopeya
del objeto técnico señala los cambios de estructuras sociales ligados a
esta evolución, pero apenas si da respuesta a la pregunta de saber cómo
son vividos los objetos, a qué otras necesidades, aparte de las funcionales,
dan satisfacción, cuáles son las estructuras mentales que se traslapan con
las estructuras funcionales y las contradicen, en qué sistema cultural, infra
o transcultural, se funda su cotidianidad vivida. Tales son las preguntas
que me hago aquí. Así, pues, no se trata de objetos definidos según su
función, o según las clases en las que podríamos subdividirlos para
facilitar el análisis, sino de los procesos en virtud de los cuales las
personas entran en relación con ellos y de la sistemática de las conductas
y de las relaciones humanas que resultan de ello.
El estudio de este sistema “hablado” de los objetos, es decir, del sistema
de significados más o menos coherente que instauran, supone siempre un
plano distinto de este sistema “hablado”, estructurado más
rigurosamente que él, un plano estructural que esté más allá aun de la
descripción funcional: el plano tecnológico.
Este plano tecnológico es una abstracción: somos prácticamente
inconscientes, en nuestra vida ordinaria, de la realidad tecnológica de los
objetos. Y, sin embargo, esta abstracción es una realidad fundamental: es
la que gobierna las transformaciones radicales del ambiente. Incluso es, y
lo decimos sin afán de paradoja, lo que de más concreto hay en el objeto,
puesto que el proceso tecnológico es el de la evolución estructural
objetiva. Dicho con todo rigor, lo que le ocurre al objeto en el dominio
tecnológico es esencial, lo que le ocurre en el dominio de lo psicológico o
lo sociológico, de las necesidades y de las prácticas, es inesencial. El
discurso psicológico y sociológico nos remite continuamente al objeto, a
un nivel más coherente, sin relación con el discurso individual o colectivo,
y que sería el de una lengua tecnológica. A partir de esta lengua, de esta
coherencia del modelo técnico, podemos comprender qué es lo que les
ocurre a los objetos por el hecho de ser producidos y consumidos,
poseídos y personalizados.
Por lo tanto, es urgente definir desde el principio un plano de racionalidad
del objeto, es decir, de estructuración tecnológica objetiva. Veamos, en
Gilbert Simondon (Du mode d’existence des objets techniques, Aubier,
1958), el ejemplo del motor de gasolina: “En un motor actual, cada pieza
importante está hasta tal punto vinculada a las demás por cambios
recíprocos de energía que no puede ser distinta de como es. La forma de
la culata, el metal con que está hecha, en relación con todos los demás
elementos del ciclo, producen una determinada temperatura en los
electrodos de la bujía; a su vez, esta temperatura reacciona sobre las
características del encendido y del ciclo entero. El motor actual es
concreto, mientras que el motor antiguo es abstracto.
En el motor antiguo, cada elemento interviene, en un determinado
momento, en el ciclo, y después se le pide que ya no actúe sobre los
demás elementos; las piezas del motor son como personas que trabajaran
cada una por su parte, pero no se conocieran entre sí... De tal manera,
existe una forma primitiva del objeto técnico, la forma abstracta, en la
cual a cada unidad teórica material se la trata como un absoluto, que
necesita para su funcionamiento constituirse en sistema cerrado. En este
caso, la integración nos plantea la resolución de una serie de problemas...
es entonces cuando aparecen estructuras particulares a las que podemos
llamar, para cada unidad constituyente, estructuras de defensa: la culata
del motor térmico de combustión interna se eriza de aletas de
enfriamiento. Éstas están añadidas desde el exterior, por así decirlo, al
cilindro y a la culata teórica y no cumplen más que una sola función, la de
enfriamiento. En los motores recientes, estas aletas desempeñan además
un papel mecánico, pues se oponen, a manera de nervaduras, a la
deformación de la culata por la presión de los gases... ya no podemos
distinguir las dos funciones: se ha desarrollado una estructura única, que
no es una componenda, sino una concomitancia y una convergencia: la
culata nervada puede ser más delgada, lo cual permite un enfriamiento
más rápido; la estructura ambivalente aletas–nervaduras cumple
sintéticamente, y de manera mucho más satisfactoria, las dos funciones
antaño separadas: integra las dos funciones, rebasándolas...
Diremos entonces que esta estructura es más concreta que la anterior y
corresponde a un progreso objetivo del objeto técnico: el problema
tecnológico real es el de una convergencia de las funciones en una unidad
estructural y no el de la búsqueda de una componenda entre las
exigencias rivales. En el caso límite, en este paso de lo abstracto a lo
concreto, el objeto técnico tiende a alcanzar el estado de un sistema
totalmente coherente consigo mismo, plenamente unificado”.
Este análisis es esencial. Nos proporciona los elementos de una
coherencia jamás vivida, jamás legible en la práctica. La tecnología nos
cuenta una historia rigurosa de los objetos, en la que los antagonismos
funcionales se resuelven, dialécticamente, en estructuras más amplias.
Cada transición de un sistema a otro mejor integrado, cada conmutación
en el interior de un sistema ya estructurado, cada síntesis de unificaciones
hace que surja un sentido, una “pertinencia” objetiva independiente de
los individuos que la llevarán a cabo: nos encontramos en el nivel de una
lengua, y por analogía con los fenómenos de la lingüística, podríamos
llamar “tecnemas” a estos elementos técnicos simples (diferentes de los
objetos reales) en cuyo juego se funda la evolución tecnológica. A este
nivel, es posible pensar en una tecnología estructural, que estudie la
organización concreta de estos tecnemas en objetos técnicos más
complejos, su sintaxis en el seno de conjuntos técnicos simples (diferentes
de los objetos reales), en el seno de conjuntos técnicos privilegiados y las
relaciones tecnológicas de sentido entre estos diversos objetos conjuntos.
Pero esta ciencia no puede ejercerse rigurosamente más que en sectores
restringidos que van de las investigaciones de laboratorio a las
realizaciones muy técnicas como las de la aeronáutica, la astronáutica, la
marina, los grandes camiones de transporte, las máquinas
perfeccionadas, etc. Allí donde la urgencia técnica hace que se emplee a
fondo la constricción estructural, allí donde el carácter colectivo e
impersonal reduce al mínimo la influencia de la moda. Mientras que el
automóvil se agota en el juego de las formas, mientras conserva un status
tecnológico minoritario (enfriamiento por agua, motor de cilindros, etc.),
la aviación, por su parte, está obligada a producir los objetos técnicos más
concretos por simples razones funcionales (seguridad, velocidad, eficacia).
En este caso, la evolución tecnológica sigue una línea casi pura. Pero es
evidente que, para dar cuenta y razón del sistema cotidiano de los
objetos, este análisis tecnológico estructural es insuficiente. Se puede
soñar en una descripción completa de los tecnemas y de sus relaciones de
sentido que baste para agotar el mundo de los objetos reales. Pero no es
más que un sueño. La tentación de utilizar los tecnemas como astros en la
astronomía, es decir, según Platón “del mismo modo que la geometría,
valiéndonos de problemas, sin detenernos en lo que pasa por el cielo, si
queremos hacernos verdaderos astrónomos y convertir en útil lo que hay
por naturaleza de inteligente en el alma” (La República, VII, iv–2), tropieza
inmediatamente con la realidad psicológica y sociológica vivida de los
objetos, que constituye, más allá de su materialidad sensible, un cuerpo
de constricciones tales que la coherencia del sistema tecnológico se ve
continuamente modificada y perturbada. Es esta perturbación, y cómo la
racionalidad de los objetos choca con la irracionalidad de las necesidades,
y cómo esta contradicción hace surgir un sistema de significados que se
proponen resolverla, lo que nos interesa aquí, y no los modelos
tecnológicos sobre cuya verdad fundamental, sin embargo, se destaca
continuamente la realidad vivida del objeto.
Cada uno de nuestros objetos prácticos está ligado a uno o varios
elementos estructurales, pero, por lo demás, todos huyen continuamente
de la estructuralidad técnica hacia los significados secundarios, del
sistema tecnológico hacia un sistema cultural. El ambiente cotidiano es,
en gran medida, un sistema “abstracto”: los múltiples objetos están, en
general, aislados en su función, es el hombre el que garantiza, en la
medida de sus necesidades, su coexistencia en un contexto funcional,
sistema poco económico, poco coherente, análogo a la estructura arcaica
de los motores primitivos de gasolina: multiplicidad de funciones
parciales, a veces indiferentes o antagónicas. Por lo demás, en la
actualidad no se tiende a resolver esta incoherencia, sino a dar
satisfacción a las necesidades sucesivas mediante objetos nuevos.
Así ocurre que cada objeto, sumado a los demás, subviene a su propia
función, pero contraviene al conjunto, y a veces incluso subviene y
contraviene, al mismo tiempo, a su función propia.
Además, como las connotaciones formales y técnicas se añaden a la
incoherencia funcional, es todo el sistema de las necesidades (socializadas
o inconscientes, culturales o prácticas), todo un sistema vivido inesencial,
el que refluye sobre el orden técnico esencial y compromete el status
objetivo del objeto.
Pongamos un ejemplo: lo que es esencial y estructural y, por
consiguiente, lo que es más concretamente objetivo en un molino de café,
es el motor eléctrico, es la energía distribuida por la central, son las leyes
de producción y de transformación de la energía (lo que es ya menos
objetivo, porque es relativo a la necesidad de una determinada persona,
es su función precisa de moler el café); lo que no tiene nada de objetivo y,
por consiguiente, es inesencial, es que sea verde y rectangular, o rosa y
trapezoidal. Una misma estructura, el motor eléctrico, puede
especificarse en diversas funciones: la diferenciación funcional es ya
secundaria (por lo cual puede caer en la incoherencia del gadget.). El
mismo objeto–función, a su vez, puede especificarse en diversas formas:
estamos aquí en el dominio de la “personalización”, de la connotación
formal, que es el de lo inesencial. Ahora bien, lo que caracteriza al objeto
industrial por contraposición al objeto artesanal es que lo inesencial ya no
se deja al azar de la demanda y de la ejecución individuales, sino que en la
actualidad lo toma por su cuenta y lo sistematiza la producción2 que
asegura a través de él (y la combinatoria universal de la moda) su propia
finalidad.
Es esta inextricable complicación lo que determina que las condiciones de
autonomización de una esfera tecnológica y, por consiguiente, de
posibilidad de un análisis estructural en el dominio de los objetos no sean
las mismas que en el dominio del lenguaje. Si se exceptúan los objetos
técnicos puros con los que nunca tenemos que ver en su calidad de
sujetos, observaremos que los dos niveles, el de la denotación objetiva y
el de la connotación (por los cuales el objeto es caracterizado,
comercializado y personalizado hasta llegar al uso y entrar en un sistema
cultural), no son, en las condiciones actuales de producción y de
consumo, estrictamente disociables, como lo son los de la lengua y la
palabra en lingüística. El nivel tecnológico no es una autonomía
estructural tal que los “hechos de palabra” (aquí, el objeto “hablado”) no
tengan más importancia en un análisis de los objetos que la que tienen en
el análisis de los hechos lingüísticos. Si el hecho de pronunciar la r
arrastrada o guturalmente no cambia nada en el sistema del lenguaje, es
decir, si el sentido de connotación no pone para nada en peligro a las
estructuras denotadas, la connotación de objeto, por su parte, afecta y
altera sensiblemente a las estructuras técnicas. A diferencia de la lengua,
la tecnología no constituye un sistema estable. Al contrario de los
monemas y de los fonemas, los tecnemas se hallan en evolución continua.
2 Las modalidades de transición de lo esencial a lo inesencial son hoy relativamente
sistemáticas. Esta sistematización de lo inesencial tiene aspectos sociológicos y psicológicos, y tiene también una función ideológica de integración (véase “Modelos y series”).
Ahora bien, el hecho de que el sistema tecnológico esté hasta tal punto
implicado, por su revolución permanente, en el tiempo mismo de los
objetos prácticos que lo “hablan” (lo cual es también el caso de la lengua,
pero en medida infinitamente menor); el hecho de que este sistema tenga
como fines un dominio del mundo y una satisfacción de necesidades, es
decir, fines más concretos, menos disociables de la praxis que la
comunicación que es el fin del lenguaje; el hecho, por último, de que la
tecnología dependa estrictamente de las condiciones sociales de la
investigación tecnológica y, por consiguiente, del orden global de
producción y de consumo, limitación externa que no se ejerce, de ninguna
manera, sobre la lengua, de todo esto resulta que el sistema de los
objetos, a diferencia del de la lengua, no puede describirse
científicamente más que cuando se lo considera, a la vez,
como resultado de la interferencia continua de un sistema de prácticas
sobre un sistema de técnicas. Lo que nos da cuenta y razón de lo real no
son tanto las estructuras coherentes de la técnica como las modalidades
de incidencia de las prácticas en las técnicas, o más exactamente, las
modalidades de contención de las técnicas por las prácticas. Y, para
decirlo todo de una vez, la descripción del sistema de los objetos tiene
que ir acompañada de una crítica de la ideología práctica del sistema.
En el nivel tecnológico no hay contradicción: sólo hay sentido. Pero una
ciencia humana tiene que ser del sentido y del contrasentido: de cómo un
sistema tecnológico coherente se difunde en un sistema práctico
incoherente, de cómo la “lengua” de los objetos es “hablada”, de qué
manera este sistema de la “palabra” (o intermediario entre la lengua y la
palabra) oblitera al de la lengua. Por último, ¿dónde están, no la
coherencia abstracta, sino las contradicciones vividas en el sistema de los
objetos?3
3 Con fundamento en esta distinción, podemos establecer una analogía estrecha entre el
análisis de los objetos y la lingüística o, más bien, la semiología. Aquello a lo que, en el
campo de los objetos, llamamos diferencia marginal, o inesencial, es análogo a la noción
semiológica de “campo de dispersión”. “El campo de dispersión está constituido por las
variedades de ejecución de una unidad (de un fonema, por ejemplo), mientras estas
variedades no traigan consigo un cambio de sentido (es decir, no pasen al rango de
variaciones pertinentes)... En alimentación, se podrá hablar de campo de dispersión de un
plato, el que estará constituido por los límites en los cuales este plato sigue siendo
significante, cualesquiera que puedan ser las ‘fantasías’ de su ejecutor. A las variedades
que componen el campo de dispersión se lasbllama variantes combinatorias. No participan
en la conmutación del sentido, no son pertinentes... Desde hace mucho tiempo se han
considerado las variaciones combinatorias como hechos de palabra; es cierto que se les
asemejan muchísimo, pero en la actualidad se las considera como hechos de lengua,
puesto que son ‘obligadas’.” (Roland Barthes, Communications , núm. 4, p. 128.) Y R.
Barthes añade que esta noción habrá de ocupar un lugar preponderante en semiología,
pues estas variaciones, que son insignificantes en el plano de la denotación, pueden
volverse de nuevo significantes en el plano de la connotación.
Se observa una profunda analogía entre variación combinatoria y diferencia marginal:
ambas tienen que ver con lo esencial, carecen de pertinencia, dependen de una
combinatoria y cobran su sentido al nivel de la connotación. Pero la distinción capital es
que, si la variación combinatoria sigue siendo exterior e indiferente al plano semiológico
de denotación, la diferencia marginal, por su parte, nunca es precisamente “marginal”.
Esto se debe a que el plano tecnológico no designa, como el de la lengua para el lenguaje,
una abstracción metodológica fija, que llega al mundo real por intermedio de las
connotaciones, sino un esquema estructural evolutivo que las connotaciones (las
diferencias inesenciales) fijan, estereotipan y hacen regresar. El dinamismo estructural de
la técnica se fija al nivel de los objetos en la subjetividad diferencial del sistema cultural, el
cual repercute en el orden técnico.
Cuerpo humano y conocimiento digital
En los últimos tiempos, el cuerpo (humano) no goza de demasiada estima
entre los partidarios del ciberespacio. Algunos, los más indulgentes, lo ven
con bonachona y resignada desconfianza. Otros, en cambio, expresan por
él un arrogante y rencoroso desprecio. Nuestro cuerpo sería, para ellos,
anticuado, superado, en fin, obsoleto. Tras haber permanecido sin
variaciones durante miles de años ahora debería ser cambiado, sustituido
por otro más a la altura de los nuevos y apremiantes desafíos que
provienen de un entorno cada vez más condicionado por las nuevas
tecnologías.
Un artista australiano, conocido por sus fantasiosas performances
biónicas, escribe: «Es tiempo de preguntarse si un cuerpo bípedo, dotado
de visión binocular y con un cerebro de 1.400 cc, constituye una forma
biológica adecuada». Su respuesta es negativa. Y añade: «Ya no tiene
sentido considerar al cuerpo como un lugar de la psique o de lo social,
sino más bien como una estructura a la que controlar y modificar. El
cuerpo no como sujeto sino como objeto, no como objeto de deseo sino
como objeto de rediseño». Y aún más: «Ya no nos beneficia en nada seguir
siendo humanos o evolucionar como especie, la evolución termina cuando
la tecnología invade el cuerpo» (Stelarc, 1994, págs. 63-65).
Desde luego, este modo de pensar (y de expresarse) pertenece al
tradicional estilo fideísta y voluntarista propio de los manifiestos de las
vanguardias artísticas. Se anuncian, en tono apodíctico, inminentes
transformaciones epocales, sin aclarar, en términos plausibles, cómo
podrían acaecer. No querría excluir que frente a estas temerarias
lucubraciones es posible, e incluso culturalmente justificado, asumir una
actitud condescendiente, argumentando que, después de todo, sólo se
trata de provocaciones poéticas, a las cuales se debe reconocer el mérito
de remover un mundo demasiado saturado de certezas.
Esta actitud que, teóricamente, habría podido ser la mía, no carece de
contraindicaciones. La principal es que semejantes teorías encuentran
una amplia resonancia en los media y, por tanto, una difusa credibilidad:
son muchos los que, consolados, por otra parte, por la autoridad de
Marvin Minsky, «piensan que el cuerpo se debe tirar, que el wet ware, la
materia húmeda en el interior del cráneo, el cerebro, debe ser sustituida»
(D. de Kerckhove, 1994, pág. 58). La apuesta en juego, filosófica y
políticamente hablando, es demasiado alta para tomar a la ligera estas
afirmaciones. Como veremos más adelante, la progresiva artificialización
del cuerpo es un hecho ya patente. Y es seguro que, en el futuro, nuevas
Capítulo: 3-Cuerpo humano y conocimiento digital
Editorial: Paidós Ibérica
Lugar: Barcelona
Año: 1998
UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS
“Crítica de la razón informática”, Tomás Maldonado
prótesis, cada vez más refinadas, vendrán a enriquecer sus actuales
prestaciones.
El problema no es, pues, para mí, tanto la defensa a ultranza de la
sacralidad natural del cuerpo, o sea creer que entre la técnica y el cuerpo
no pueda haber, como, por otra parte, siempre ha ocurrido, momentos de
convergencia funcional. No hay duda de que los confines entre la vida
natural y la vida artificial hoy aparecen cada vez más huidizos. La tesis
sostenida por G. Canguilhelm, hace treinta años, sobre la continuidad
entre la vida y la técnica, entre el organismo y la máquina, parece
encontrar ahora su definitiva confirmación (G. Canguilhelm, 1965). No
están los androides por una parte y los no-androides por la otra. En la
actualidad, los intercambios son intensos y frecuentes, y los fenómenos
de (casi) hibridación y simbiosis están a la orden del día (K.M. Ford, C.
Glimour y P.J. Bayes, 1995).
Por otra parte, el cuerpo siempre ha estado condicionado (e incluso
determinado y conformado) por las técnicas socioculturales. Basta citar
las «técnicas del cuerpo» (M. Mauss, 1968) y las técnicas (o prácticas)
sociales coercitivas que se ejercitan sobre un cuerpo convertido en
objeto, sobre un «cuerpo-objeto» (M. Foucault, 1975). Las primeras nos
explican cómo los hombres, en toda sociedad, saben servirse del propio
cuerpo; las segundas cómo los hombres, en toda sociedad, se sirven del
cuerpo de los demás para los propios fines.1
Prescindiendo de sus aspectos cómicos y grotescos, lo que no convence
en los discursos sobre la necesidad de tirar el cuerpo humano (cerebro
incluido) al cubo de las especies extinguidas es la sospecha (y en mi caso
más que la sospecha) de que detrás de tales discursos se esconde la vieja
1 Véase B. Huisman y F. Ribes (1992), pág. 142
aversión del cristianismo hacia el cuerpo. Esta vez repropuesta con la
apariencia de una ideología neomecanicista y. de ciencia ficción. Porque la
verdad es que el prejuicio contra el cuerpo -el «abominable cuerpo»- fue
una de las contribuciones más nefastas del cristianismo a nuestra cultura
(J. Le Goff, 1985). Una herencia que ha marcado profundamente las
relaciones con nosotros mismos y con los demás.2
Ya Nietzsche (1960, págs. 300-301) lo había intuido, y de ello derivaba su
odio contra los «despreciadores del cuerpo» (<<die Vedichter des
Leibes»). Por lo demás, la historia nos ha dejado una enseñanza que no se
puede (ni se debe) olvidar: el desprecio del cuerpo (sobre todo el de los
demás) ha sido demasiado a menudo la antesala de la despiadada
aniquilación de los cuerpos de mujeres y hombres. Lo testimonia
profusamente la experiencia del universo inquisitorial, pero también del
concentracional (J.-M. Chaumont, 1992). Deberíamos ser cautos, pues,
con la teoría de un cuerpo humano obsoleto e ineficaz al que tirar, y
también con la idea de un cuerpo que replantear sobre la base de un
modelo ideal. También este esencialismo biológico nos trae recuerdos
nada agradables.
Pero si las teorías de estos modernos «despreciadores del cuerpo»
pueden tener, como hemos visto, implicaciones moral y políticamente
execrables, esto no significa que el tema de la relación entre el cuerpo y la
tecnología no sea de extremada importancia en la sociedad
hipermoderna: afecta ante todo al modo en que nuestro cuerpo vivirá la
aventura de una continuidad entre natural y artificial llevada a sus
extremas consecuencias. Y las incógnitas, digámoslo también, son
muchas.
2 Para una defensa del papel del cuerpo en el cristianismo, véase G. Leclercq (1996).
¿Cómo se configurará, en esta perspectiva, el intercambio de nuestro
cuerpo con el medio ambiente y con los demás cuerpos? ¿Nacerán de
este intercambio nuevas formas de sensorialidad, sensualidad y
sensibilidad, o sólo nuevas variantes (o nuevos rituales) de las ya
conocidas? Y en el caso de que las formas en cuestión fueran
verdaderamente nuevas, ¿deberíamos atribuir- las, una vez más, a la
presunta calidad congénita de las mujeres, y sólo de las mujeres, de
actuar creativamente en este campo? O bien, ¿identificar a las mujeres,
siempre y en cualquier caso, con el universo de la sensorialidad,
sensualidad y sensibilidad no es más que un estereotipo interpretativo
ideado por los hombres para segregar a las mujeres y condenado a
desaparecer?
¿Pero si las mujeres se decidieran a aceptar el desafío artificialista, esto
significaría desembarazarse, por su parte, de la opción naturalista -
«nosotras, las mujeres, responsables privilegiadas de la suerte de la
madre naturaleza»- hoy favorecida por algunas corrientes del feminismo,
opción que ha tenido como consecuencia un alejamiento cada vez mayor
de las mujeres de la participación (y gestión) del desarrollo técnico-
científico?
Donna J. Haraway (1991), importante representante del feminismo
californiano, está convencida de ello. Y no sólo eso. Ella asume, me parece
que sin resistencia, todas las consecuencias de su opción artificialista. La
primera, quizá la más valiente, es la de aceptar la propia condición de
cyborg, una condición ni inocente ni sublime, pero de la cual, a su
parecer, no se puede escapar. «A finales del siglo veinte -escribe
Haraway- en este tiempo mítico nuestro, todos somos quimeras, híbridos
teorizados y fabricados de máquina y organismo: en breve, todos somos
cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos da nuestra política.» (Trad.
ital., págs. 40-41.)
Conciencia del cuerpo
Es una convicción muy difundida que los seres humanos, a diferencia de
los demás seres vivos, son conocedores (o conscientes) de que tienen un
cuerpo.3
Se trata de una convicción que, por su perogrullesca obviedad, pertenece
desde siempre a nuestro sentido común. Hasta el punto de que cualquier
intento de demostrar su Jalta de fundamento no es, de costumbre,
benévolamente recibido. Es más, se lo juzga un intento desatinado. Y con
razón. Porque, si se lo piensa, es de veras desatinado querer sostener,
contra toda evidencia, que no somos conscientes de nuestro cuerpo.
Sobre todo cuando, en apoyo de esta tesis, se recurre al argumento,
como poco, sorprendente, de que el cuerpo es sólo una ilusión de nuestra
mente y que, por tanto, sería inútil interrogarse sobre el conocimiento (o
no) de algo que no existe.
Estimo que esta teoría, fruto del celo especulativo de un crepuscular
idealismo subjetivo, es filosóficamente aberrante, además de
manifiestamente falsa. Y creo que es preciso rechazada sin rodeos.
Incluso a riesgo de ser tachados de obtuso materialismo, de ingenuo
realismo, o aún peor. Poco importa.
Dicho esto, me parece, en cualquier caso, oportuno evidenciar algunos
matices interpretativos sobre la convicción, evocada al principio, de que
somos, a diferencia de otros seres vivos, conscientes de que tenemos un
cuerpo.
Prescindiendo de la conocida dificultad de demostrar que los otros seres
vivos son capaces (o no) de un comportamiento genuinamente
3 J. Starobinski (1981) y F. Dolto (1984).
consciente, queda el problema del modo en que, en los seres humanos, se
prefigura: el conocimiento del propio cuerpo.
Detengámonos un momento en la premisa de que somos conscientes de
que tenemos un cuerpo. Hay algo que no convence en el uso del verbo
tener. Estimo que es, en última instancia, desorientador sobre la
verdadera naturaleza de nuestra conciencia corporal. La idea de tener un
cuerpo permite suponer que estamos en posesión de un cuerpo. Algo de
lo que nosotros, en un momento dado, nos hemos adueñado. Algo que
antes no teníamos y que, de repente, hemos adquirido o nos ha sido
concedido.
Bien mirado, ser conscientes de nuestro cuerpo es un hecho extraño a la
idea de posesión. En nuestro cotidiano cuerpo a cuerpo con nuestro
cuerpo, nunca pensamos que estamos en posesión de un cuerpo, sino
sencillamente que somos un cuerpo. Los dolores y los placeres de nuestro
cuerpo son nuestros dolores y placeres.
Desde luego, en la tradición mística oriental, y también en la occidental,
se ha teorizado (y practicado) la posibilidad de enajenarse, de
desembarazarse del propio cuerpo: una especie de rechazo a ser un
cuerpo en el sentido antes discutido. Más bien se ha querido considerar
que estamos en posesión de un cuerpo y, por tanto, que tenemos libertad
para eximimos de semejante posesión. En breve, de que somos libres
para despojarnos del cuerpo.
Sin entrar a discutir sobre la naturaleza de estas eventuales experiencias
trascendentales del cuerpo, debo decir que mi posición es otra. Para mí,
el cuerpo debe ser entendido más bien como nuestra irrenunciable
realidad cotidiana, como el cuerpo vivido cada día, y en primera persona,
por todos y cada uno de nosotros, como el cuerpo que es sensorialidad,
sensibilidad y sensualidad, en suma, como el cuerpo que somos.
Personalmente estoy persuadido de que, antes de ser un objeto de
sofisticadas reflexiones metafísicas, o de estimulantes valoraciones de
matriz psicoanalítica, o de insensatas conjeturas de ciencia ficción sobre
su futuro, el cuerpo humano es un objeto de conocimiento. En efecto, el
modo de ser conscientes del cuerpo parece íntimamente ligado al
conocimiento que, en cada época, hemos tenido de nuestra realidad
corporal. Pero no sólo eso: además de objeto de conocimiento, el cuerpo
ha sido también un sujeto técnico, un punto de referencia fundamental de
nuestra laboriosidad técnica.
Es superfluo recordar que nuestro cuerpo tiene una historia. La historia
del hombre es, entre muchas otras cosas, la historia, de una progresiva
artificialización del cuerpo, la historia de una larga marcha hacia un cada
vez mayor enriquecimiento instrumental en nuestra relación con la
realidad. Lo cual, a fin de cuentas, no significa más que la creación de
nuevos artefactos destinados a suplir (o completar) las congénitas
carencias prestacionales de nuestro cuerpo. Así nace, en torno a él, un
heterogéneo cinturón de prótesis: prótesis motoras, sensoriales e
intelectivas. El cuerpo, en suma, se convierte en protésico.
Sin embargo, el cuerpo protésico, el cuerpo que hace de sujeto técnico (o,
mejor, tecnificado), no sólo tiene una relevancia operativa, no sólo se
pone al servicio de la necesidad de volvemos más eficaces en la relación
performativa con el medio ambiente. El cuerpo protésico se ha
convertido, hoy en día, también en un formidable instrumento
cognoscitivo de la realidad en todas sus articulaciones, sin excluir, está
claro, su misma realidad.
Artefactos y cuerpo protésico
Si ahora queremos avanzar en el análisis, debemos llamar en nuestra
ayuda a un concepto recurrente en el discurso de los arqueólogos. Aludo
a la noción de artefacto. Se puede decir que; genéricamente hablando, el
artificio es el resultado de la techne, del hacer con arte, el artefacto es su
producto concreto. La cultura material de una sociedad es el conjunto de
todos los artefactos que tal sociedad ha creado.
Hoy hay un acuerdo general en considerar que los artefactos no son más
que prótesis. De ordinario, por prótesis se entienden estructuras
artificiales que sustituyen, completan o potencian, parcial o totalmente,
una determinada prestación del organismo. Las más conocidas son, por
ejemplo, las dentales y ortopédicas. Pero la noción de prótesis asume
ahora un sentido mucho más amplio.
Desde esta óptica, se ha hecho necesario desarrollar una articulada
taxonomía del universo protésico. Están, en primer lugar, las prótesis
motoras destinadas a acrecentar nuestra prestación de fuerza, de
destreza o de movimiento. A esta categoría pertenecen todos los
utensilios y herramientas que, desde siempre, nos han ayudado a hacer
más fácil y precisa la elaboración de la materia. Prótesis motoras son, por
ejemplo, el martillo, el cuchillo, la tenaza, el destornillador, las tijeras, las
pinzas, el cincel y la sierra, pero también todas las máquinas herramientas
de la moderna producción industrial. Por otra parte, forman parte de la
misma categoría los medios de transporte y de locomoción. En un primer
momento, puede parecer extraño decir que la bicicleta, la motocicleta, el
automóvil, el tractor, el tren y el avión son prótesis. Si se reflexiona,
empero, es difícil no reconocer 'que efectivamente lo son: es obvio que
facilitan nuestra movilidad, amplían nuestro radio de acción y nos hacen
accesibles espacios que, de otro modo, habrían sido inalcanzables. Son
prótesis porque suplen y subrogan.
Otra importante categoría está constituida por las prótesis
sensorioperceptivas. Prótesis de este tipo son los dispositivos para
corregir minusvalías de la vista o del oído (gafas y prótesis acústicas), pero
no sólo eso. Pertenecen a dicha categoría también todos los aparatos y
los instrumentos que nos permiten percibir esos niveles de la realidad
que, normalmente, no son accesibles (el microscopio, el telescopio, los
aparatos de radiología médica computadorizada, etc.). Prótesis
sensorioperceptivas se pueden considerar igualmente las técnicas que,
entre otras cosas, fijan, registran y documentan imágene9 (la fotografía,
la cinematografía, la televisión, etc.).
Además de las prótesis motoras y de las sensorioperceptivas, hay una
tercera categoría: las prótesis intelectivas. El ser humano, pese a su
excepcional capacidad intelectiva, o quizás a causa de dla, tiende a
potenciada cada vez más, recurriendo a dispositivos que permiten
almacenar y procesar una sorprendente cantidad de datos. El más
importante ejemplo de esta clase de dispositivo es el moderno
ordenador, cuyos tímidos precursores han sido indudablemente el viejo
ábaco y la regla de cálculo. Otros ejemplos de prótesis intelectivas son el
lenguaje y la escritura.
Hay, asimismo, una cuarta familia de prótesis nacida recientemente. Me
refiero, en concreto, a las prótesis sincréticas. En este caso, los tres tipos
de prótesis (motoras, sensorioperceptivase intelectivas) confluyen en una
única y articulada agrupación funcional. Una variedad de estas prótesis, si
no la única quizá la más importante, está constituida por los robots
industriales. Sobre todo los de la última generación, los denominados
robots inteligentes. Notoriamente, los robots industriales inteligentes son
sistemas mecánicos altamente automatizados, o sea mecanismos en
condiciones de realizar, sin (o con un mínimo de) participación operativa
del hombre, complejísimas intervenciones tanto de desplazamiento y
elaboración de materiales como de manipulación de equipamientos,
maquinarias y componentes. Se trata de sistemas mecánicos
preprogramados que, gracias a los formidables progresos de la
informática y de la microelectrónica, consiguen combinar
interactivamente cálculo, acción y percepción en la gestión de los
procesos productivos.
En síntesis, se puede decir, para entendemos, que los robots son
estructuras que «piensan», «actúan» y «perciben». (Por supuesto, aquí
las comillas son obligatorias.)
He aquí por qué los robots de la última generación, por la tarea vicaria
global que asumen, deben ser estimados prótesis sincréticas. No
obstante, alguien podría objetar que semejante prótesis no es, con toda
lógica, una prótesis propiamente dicha. Va de suyo que una prótesis es tal
cuando, y sólo cuando, existe un sujeto respecto al cual desarrolla su
función integradora o sustitutiva. En el caso hipotético de que un robot
alcanzara un estado de absoluta autorreferencialidad y autosuficiencia,
difícilmente se lo podría juzgar sensu stricto una prótesis.
Pero, bien mirado, esta total autonomía de un robot, autonomía
entendida, sin más, como capacidad de autodiseño, autoprogramación y
autorreproducción, es de veras hipotética. Hoy en día, el robot, incluso el
más sofisticado, es proyectado, programado y reproducido por nosotros.
Es, por consiguiente, una creación nuestra. En la práctica, un sosias
nuestro al que confiamos la tarea de desarrollar, en nuestro nombre,
determinadas funciones que nosotros, no importa por qué motivo,
preferimos no asumir en primera persona. Desde esta óptica, el robot
debe ser considerado, fuera de toda duda razonable, una prótesis.
Natural-artificial Pienso que ahora es importante tratar de aclaramos las ideas sobre este
aspecto de nuestro asunto. Normalmente, el artificio es tomado como el
resultado de un hacer humano con arte y la naturaleza, en cambio, como
una realidad hecha por sí misma. La naturaleza, por consiguiente, es
entendida como una realidad autónoma, una realidad que se sitúa más
acá y más allá de la intervención con arte.
No se puede olvidar al respecto que la contraposición naturaleza-artificio
no es en absoluto nueva.4 Ya en la antigüedad se verifica el duro
enfrentamiento entre naturalistas y artificialistas, entre aquellos para los
cuales la naturaleza se hace por sí misma y aquellos para los que todo,
incluida la naturaleza, es artificio. Plinio el Viejo, con su Historia naturalis,
es el representante más radical del naturalismo. En efecto, Plinio sacraliza
la idea de la naturaleza: la naturaleza es (y debe seguir siendo) ajena al
artificio. Es más, el artificio es demonizado, se 10 juzga una calamidad
para la naturaleza. En la misma línea se mueve Diógenes de Sínope, el
gran anticipador del moderno fundamentalismo ecológico. Para Diógenes,
nunca se debe menoscabar el orden de la naturaleza. Ni siquiera la
necesidad de satisfacer las necesidades humanas justifica recurrir al
artificio, ya que, según Diógenes, el artificio siempre contribuye a
desnaturalizar la naturaleza. Y, por tanto, a desnaturalizar al hombre.
El poeta Lucrecio, en cambio, es el representante, no menos radical, del
artificialismo. Siguiendo los pasos de Epicuro, Lucrecio enuncia su
memorable apotegma: «Nada es naturaleza, todo es artificio». Pero el
dicho lucreciano resume muy bien sólo un aspecto, si bien importante, del
artificialismo: subraya la congénita tendencia de la realidad (natural) a
autoartificiali¬zarse, a autoorganizarse y a cambiar sus formas,
estructuras y funciones en el curso del tiempo. Hasta el punto de que la
realidad acaba por identificarse totalmente con el artificio.
4 Debemos un documentado informe sobre la continuidad de este tema en la historia del
pensamiento occidental sobre todo a los estudiosos franceses]. Ehrhard (1963), S.
Moscovici (1968), R. Lenoble (1969) y e. Rosset (1973); véase G. Bohne (1989).
Hay otro aspecto, empero, que no está presente en Lucrecio. O al menos
sólo lo está de manera implícita. Me refiero a la artificialización como
resultado de la intervención directa del hombre sobre la naturaleza, un
proceso mediante el cual el hombre, desde el exterior, contribuye a
artificializar la naturaleza. Digo que, en Lucrecio, esto está presente de
manera implícita porque si «todo es artificio», como afirma, nada impide
ver en la actuación del hombre uno de los factores, con seguridad el más
decisivo, de autoartificialización de la realidad.
Ahora querría citar a cuatro grandes pensadores modernos que han
defendido un artificialismo muy similar al de Lucrecio. Aludo a Voltaire,
d'Alembert, Kant y Marx. «Me llaman naturaleza y yo soy toda arte», dice
Voltaire. En una famosa definición de d' Alembert, la naturaleza es, entre
otras cosas, <el conjunto de las cosas creadas», también de las creadas
por el hombre. Kant va más allá: «el arte de la naturaleza es una técnica
de la naturaleza». Marx habla de «naturaleza humanizada» y de
«naturaleza artificializada».
En estas cuatro tomas de posición se transparenta, con distintos matices,
la común voluntad de romper el aislamiento de la idea de naturaleza, tal
como había sido postulada por los naturalistas: la idea, a mi parecer
errónea, de que naturaleza y artificio son dos compartimentos estancos.
Y, siempre y en cualquier caso, contrapuestos. Pero se entrevé también
una mal oculta desconfianza hacia el mismo término naturaleza. En el
siglo XX, esta desconfianza se transformará en un franco repudio. Freud,
por ejemplo, no esconde su profunda aversión al respecto. El término
naturaleza, escribe Freud, encubre «una abstracción vacía y está
desprovisto de todo interés práctico».
En efecto, en el contexto de un discurso científico, basado en la
objetividad y en la verificación empírica, el término naturaleza resulta
poco útil, por cuanto, la mayoría de las veces, hace referencia a valores y
creencias de corte romántico (e incluso sentimental) que tienen sentido,
desde luego, en un contexto literario (o artístico), pero relativamente
poco fuera de él. Sin contar con el hecho de que, en el lenguaje cotidiano,
la palabra naturaleza está con frecuencia impregnada de connotaciones
subjetivas fuertemente ligadas a las vivencias personales.
Quizás ahora estemos en condiciones, con conocimiento de causa, de
relativizar la vieja dicotomía natural-artificial. Hay exigencias de lo natural
que llevan a lo artificial, y viceversa. La máquina fotográfica, por ejemplo,
imita al ojo de los mamíferos. El radar es una especie de sensorialidad
artificial que se inspira directamente en la sensorialidad natural de los
murciélagos.
Las articulaciones del robot (sus «brazos» y sus «manos») tienen por
modelo las de nuestro cuerpo. En los últimos tiempos, la relación natural-
artificial se ha hecho aún más compleja: No es sólo lo artificial que da pie
a lo natural, sino que es lo artificial que se une, que pasa a formar parte
de lo natural. Basta pensar, para dar un ejemplo, en los aparatos
electrónicos a batería para regular determinadas funciones del
organismo. Uno de éstos, quizás el más conocido, es el marcapasos
artificial.
Pero ¿por qué el hombre, a punto de convertirse en tal, se ve obligado,
para sobrevivir, a desarrollar artefactos, o sea, por qué (y cómo) el homo
se convierte en faber? Las explicaciones son diversas. La más difundida es
la proporcionada por los antropólogos, biólogos y paleontólogos, pero
también por los cultores de la antropología filosófica. Entre estos últimos
no se puede olvidar la controvertida figura de Arnold Gehlen (1950) que,
siguiendo los pasos de J.G. Herder, J. van Uexkûll, M. Scheler y K. Lorenz,
ha teorizado al hombre como un animal que nace incompleto (unfertig),
indeterminado (nicht festgestellt) y deficiente (mangelhaft). En breve:
como un animal que nace débil. Aparte del uso ideológico reaccionario
que hace Gehlen, a mi juicio abusivamente, de su propia teoría, no hay
duda de que su descripción se corresponde con la realidad.
Es, sin duda, evidente que el humano recién nacido es incompleto,
indeterminado y deficiente. No es un misterio que el ser humano viene al
mundo prematuramente, en un estadio precoz de la ontogénesis, y que
en el momento del nacimiento aún no está listo para introducirse
rápidamente (y eficientemente) en el medio ambiente. El período de
ineptitud, como lo llama B.G. Campbell (1966), dura de dos a tres años.
Aunque destinado a la posición erecta y bípeda, en los primeros tiempos
el humano recién nacido se comporta casi como un cuadrúpedo y, en
relación a otros mamíferos y simios superiores, está escasamente dotado
para sobrevivir. Necesita protección en todo. No sabe caminar y está
desprovisto de cualquier sentido de la orientación. En los primeros días es
notoriamente incapaz de distinguir una figura del fondo. Su mundo es
plano, carente de concavidad y convexidad. En suma, no está a la altura
del desafío del medio ambiente.5
Cuando, más tarde, supere esta fase crítica inicial, el hombre seguirá
estando igualmente condicionado por la persistencia de algunas carencias
que lo hacen vulnerable. Los órganos sensoriales de los animales están
altamente especializados, o sea unilateralmente encaminados a un
objetivo. El hombre es una excepción: desde luego, es lo opuesto a un
«ser programado para la especialización».
El hombre está «abierto al mundo». O, mejor, a los mundos. No está
encerrado, como los animales, desde el nacimiento a la muerte, en un
mundo, un mundo estrecho del que un esquema connatural ha
5 La idea de que el recién nacido es incapaz de tener visión tridimensional es aún objeto de
controversia, véase J. Mehler (1994).
sancionado rígidos condicionantes y trazado insuperables confines. Como
todos los animales, el hombre tiene, con seguridad, un lugar -su nicho--,
pero sólo él consigue inventarse los medios que le permiten traspasar los
confines de su lugar. Carente de especializaciones inscritas en su ajuar
genético, está dispuesto, en principio, a explorar todos los mundos
posibles. Lo cual, en la práctica, significa estar en condiciones de adquirir,
de crearse motu propio esas especializaciones que le faltan, pero que son
imprescindibles para actuar fuera de su propio mundo originario. Sin
embargo, el precio que paga por semejantes aperturas es bastante alto.
Su interés y su curiosidad por todas las cosas le impiden concentrarse,
como hacen los demás animales, en pocas cosas pero con gran eficiencia.
Lo curioso, empero, es que los condicionantes negativos derivados de sus
carencias son compensados por específicas capacidades que, como
hemos dicho, sólo él posee. Entre éstas, la más distintiva es su capacidad
de hacer de la necesidad virtud, de mudar las desventajas en ventajas.
Dicho de otro modo: de hacer palanca en sus debilidades constitucionales
para transformadas, mediante intervenciones compensatorias, en
verdaderas capacidades adicionales. Hay fundados motivos para creer
que esto se debe sobre todo al hecho de que sus debilidades no son
sectorial mente homogéneas.
Examinemos, para entendemos, el caso de la visión. Por un lado, su visión
de lejos, pese a la amplitud y la profundidad que le permiten su posición
erecta y la implantación visual binocular y estereoscópica, tiene escasa
agudeza y no puede compararse con las prestaciones visuales de muchos
mamíferos depredadores, por ejemplo los leopardos, que tienen una
increíble agudeza de percepción de lejos. Una agudeza, está claro, que no
afecta sólo al aspecto visual, sino también al operativo. El leopardo, según
los etólogos, está en condiciones de valorar desde lejos el
comportamiento y la calidad d¡ la presa, además de la distancia y la
velocidad requerida para alcanzada con éxito (J. Reichholf, 1994).
De la opacidad a la transparencia del cuerpo
Hay un hecho, como poco, curioso: el proceso de artificialización del
cuerpo ha avanzado, durante milenios, a un ritmo sostenido, aun cuando
nuestras ideas sobre el cuerpo, su estructura y su funcionamiento han
sido durante mucho tiempo vagas, inciertas y superficiales. Es más, gran
parte de ellas -hoy lo sabemos- eran equivocadas. En un momento dado,
empero, el mismo proceso de artificialización ha abarcado áreas en las
que parecía imprescindible un conocimiento del cuerpo más exacto.
En otras palabras, el cuerpo ya no podía seguir siendo una «caja negra».
Desde luego, los esfuerzos para desvelar sus secretos, para hacerlo menos
opaco, más transparente, tienen -como veremos- una larga historia. Se
debe reconocer, empero, que la contribución decisiva en este sentido, la
verdadera inflexión, se debe atribuir a la moderna radiología médica.
En los orígenes de la radiología médica está el revolucionario
descubrimiento de los rayos X por parte de Rontgen. Pero Rontgen,
notoriamente, no era médico, sino físico experimental. La radiología
médica nació, como su mismo nombre indica, de una convergencia entre
la física de las radiaciones y la medicina. Y también de las contribuciones
de la química, la biología y las tecnologías instrumentales. Esta fuerte
tendencia interdisciplinaria de sus orígenes no se detiene aquí. Al
contrario, se acrecienta con el tiempo.
Desde comienzos de los años ochenta, el formidable potencial de
modelización y simulación proporcionado por la gráfica computadorizada
abre nuevas e inauditas perspectivas a la radiología médica. Tanto en su
componente diagnóstico, como en el terapéutico, e incluso quirúrgico.
Este nuevo desarrollo abre el camino a clamorosos desarrollos
tecnicocientíficos que, recurriendo a las técnicas de radiaciones ionizantes
o no ionizantes, hacen cada vez más rico y detallado el conocimiento de
un universo que la opacidad somática había siempre escondido, cediendo,
a lo sumo, algunos de sus l¡ecretos sólo a través de actos invasores.
Quedaba sin resolver, empero, el problema de cómo traducir este
conocimiento en modelos o simulaciones tridimensionales que
permitieran intervenir operativamente, es más, interactivamente y en
tiempo real, sobre las imágenes obtenidas.
Esto se ha hecho posible gracias a las nuevas técnicas de radiología
médica computadorizada -tomografía axial computadorizada, tomografía
de emisión de positrones, resonancia magnética y tomografía de emisión
de fotón único-, pero también a los nuevos sistemas informáticos de
virtualización, que, en cierto sentido, vienen a complementar esas
técnicas.6
Así, el medical imaging se enriquece con nuevos instrumentos de
visualización y con nuevas técnicas en la modelización de los sólidos. Se
conquista, de pronto, la posibilidad de ver los órganos y los aparatos de
nuestro cuerpo en cuatro dimensiones (tres espaciales y una temporal).
Ahora, por primera vez en la historia de la clínica médica, se está en
condiciones de observar in vitro, mediante un monitoreo dinámico
interactivo en un espacio tridimensional, las estructuras y las funciones
del cuerpo humano in vivo. Y no sólo eso: se está asimismo en
condiciones, como veremos, de intervenir (incluso quirúrgicamente) sobre
tales estructuras y funciones.
6 Véase sobre el tema J. McLeod y J.Osborn (1966), E. N. C. Milne (1993), L.L. Harris (1988),
N. Laor y J. Agassi (1989), C. R. Bellina y O. Salvetti (1989), R. O. Cossu, O. Marcinolli y S.
Valerga (1989), M. J. Gore (1992), H. Hohne y otros (1992), G. Cittadini (1993), M.
Silberbach y D.J.Sahn (1993).
Estaría tentado de decir que estamos frente a una novedad revolucionaria
en el ámbito de la modelización científica. De ordinario, el fenómeno es
puesto en relación con el nacimiento de ese repertorio de imágenes de
síntesis que, con una expresión no demasiado feliz (pero quizás eficaz a
nivel divulgativo), se ha convenido en llamar realidad virtual.
Aunque semejante aproximación sea más que justa, es necesaria una
precisión. Bien mirado, los modelos científicos de tipo visual figurativo
han sido siempre virtuales. La novedad de los modelos que estamos
discutiendo aquí no reside tanto en t: hecho de que sean virtuales, sino en
su peculiar modo de sedo. Su novedad, permítaseme la paradoja, se debe
buscar más bien en el hecho de que son los modelos virtuales más reales
que nunca se hayan concebido. Modelos más reales en el sentido de más
parecidos -formal, estructural y funcionalmente- a los objetos
simbolizados, modelos, pues, operativamente más fiables para quien
debe utilizados como instrumentos cognoscitivos.
No hay duda de que el fuerte impacto innovador de la modelización
virtual interactiva se hace sentir hoy en la totalidad de las disciplinas (o
especializaciones) médicas. Tiene un papel de vasto alcance, y cada vez
mayor, en la anatomía, en la fisiología, en la diagnosis, en la terapéutica y,
últimamente, incluso en la cirugía. No podía ser de otro modo. Si es
verdad, como lo es, que este tipo de modelización está en condiciones de
potenciar notablemente el conocimiento del cuerpo humano, está claro
que esto no puede dejar de interesar directamente a todos los sectores
de la medicina.
La característica más saliente de los nuevos modelos virtuales interactivos
es su capacidad de funcionalizar las estructuras representadas. Sin
embargo, sería reductivo creer que se trata de una aportación técnica a
una renovación sólo figurativa de la anatomía descriptiva. Bien mirado,
nada está más lejos de semejante modelo que el mero reconocimiento
estático de las morfologías estructurales. En tanto manufactura dinámica,
en funcionamiento, el modelo virtual interactivo contribuye a hacer
explícita la función de las estructuras.
y es así como se intuye, por otra parte, por qué los modelos virtuales
pueden concurrir, si no a desvanecer, al menos a hacer menos
esquemática la clásica distinción entre describir la forma de una
estructura y describir su función, entre anatomía y fisiología. Algunos
estudiosos formulan la hipótesis, siguiendo los pasos del gran anatomista
Alf Brodal, de que la progresiva virtualización del medical imaging
favorecerá, en resumidas cuentas, el nacimiento de una nueva anatomía,
en la que estructura y función sean inseparables. «En la nueva imagen
funcional», observa agudamente el neurorradiólogo sueco Torgny Greitz,
«estamos en condiciones de describir la nueva anatomía». 7
Pero cuando debemos enfrentamos con novedades técnico-científicas de
vasto alcance, es útil mirar hacia atrás, no sólo para saber de dónde
provienen tales novedades, sino para estar en condiciones de examinar,
en un marco de referencia más rico, el papel que ellas están asumiendo
hoy e incluso el que pueden desarrollar en el futuro.
Hasta hace pocos siglos, los medios a disposición eran sólo los sentidos
del médico: el oído para auscultar el rumor proveniente del interior del
organismo, pero también para escuchar del paciente la descripción de sus
propios sufrimientos; el tacto para palpar y detectar las características de
los tejidos, el estado y el funcionamiento de los órganos profundos; el
olfato para oler las eventuales exhalaciones; y la vista para juzgar sobre
todo el rostro y los aspectos exteriores del cuerpo. Esta última, empero,
7 T. Greitz, 1983
generalmente no era considerada muy fiable. Comienza a sedo, y no por
casualidad, sólo cuando se liberaliza la práctica de la disección.
Se deberá esperar a la llegada de los grandes anatomistas (y disectores)
del Renacimiento -Leonardo da Vinci, Berengario da Carpi, Andrea
Cesalpino, Andrea Vesalio, Charles Estienne, J. Valverde de Amusco y
Girolamo Fabrici d'Acquapendente para dar a la visión una centralidad
que nunca antes había tenido. Una visión que se identifica con la
disección, que desafía la opacidad del cuerpo, su presunta sacralidad, que
se propone hacer visible lo que es invisible en él, que quiere indagar
meticulosamente cómo está construido y cómo funciona el taller -la
fabrica- del cuerpo humano. Se inaugura el invasor reino del ojo.
Según el historiador Piero Camporesi (1985), con los anatomistas del
Renacimiento se «interioriza el ojo de Dios». Para las religiones
monoteístas, la omnisciencia de Dios se explicaba porque lo veía todo. En
los siglos XV y XVI, el médico disector y el artista disector, cogidos por la
«atroz voluntad de estudiar», aparecen obsesionados por el deseo de
alcanzar la misma visión total. Su despiadada y, a veces, cruel invasión es
justificada (y legitimada) por el supuesto de que, a fin de cuentas, sus ojos
no serían más que sumisas prolongaciones del ojo de Dios, que, como
dice Camporesi, «escrutaba y hurgaba por doquier» y «al que nada podía
permanecer escondido». Y así la visión emprende el «viaje dentro del
hombre», la ocular inspección de esa «fábrica dentro de una fábrica» que
es el interior de nuestro cuerpo.8
Pero no sólo eso: la visión asume la tarea de documentar, de ilustrar
gráficamente los conocimientos adquiridos. La primacía de la visión, como
era de esperar, se convierte en la primacía de la imagen. Y he aquí las
8 Sobre el cuerpo como «simulacro biológico», véase U. Galimberti (1987), págs. 46- 5 1.
tablas anatómicas de Vesalio. Con Vesalio, la anatomía se convierte en
objeto de simbolización. De una simbolización a la cual se exige un
elevado verismo, la próxima fidelidad descriptiva. Tendencia que llevará,
en los siglos sucesivos, como ha demostrado otro historiador, Martin
Kemp, a un cada vez mayor realismo en las ilustraciones anatómicas,
realismo del que son un sorprendente ejemplo las imágenes realizadas en
el siglo XVIII por William Chelselden, Bernard Sieg,fried Albinus y William
Hunter, y también las ceras anatómicas de los ceroplastas florentinos y
boloñeses.9
Más allá de la primera vista
Hay que decir que esta primacía de la visión en la representación
anatómica no carece de consecuencias en las prácticas de la diagnosis
médica. La diagnosis basada en los sentidos del oído, del tacto y, en
menor medida, del olfato es ahora enriquecida por una fuerte
revalorización del sentido de la vista. El médico ya no es, por así decir, un
detective que persigue preferentemente indicios de naturaleza acústica o
táctil, sino también, y cada vez más, indicios visuales. Sea de manera
directa, durante las intervenciones quirúrgicas, sea valiéndose de los
conocimientos morfológicos y fisiológicos adquiridos gracias a las nuevas
representaciones gráficas del cuerpo humano, sea mediante el
microscopio óptico que; a partir del siglo XVI, hace posible la observación
de células y tejidos orgánicos.
9 Véase Paolo Rossi (1988), E. Battisri(1989), 1. Belloni (1990), M.Kemp (1993), C. M. de
Saunders, J.B. y Ch. D. O'Malley (1993), W. F. Bynum y R. Porter (1993) y A. Carlino (1994).
Este desarrollo, empero, no es lineal. No se puede olvidar que, como ha
observado Mikel Dufrnne (1991), la vista copia al tacto, pero también al
oído. Y viceversa.10 Si bien el sentido de la vista tiende a hacerse
hegemónico en relación a los demás sentidos, seguirá, en el plano del
imaginario metafórico, aún subordinado al oído. En la segunda década de
nuestro siglo, el gran histólogo Santiago Ramón y Cajal, fundador de la
neurofisiología, al describir el trabajo de observación en el microscopio,
habla justamente de «escuchar encantado, por el ocular del microscopio,
los ruidos de la bulliciosa colmena que todos llevamos dentro» (1981).
Por lo demás, cien años antes que él, la invención del estetoscopio de
René Laennec había conferido a la auscultación mayor credibilidad
semiótica. Pero ni la gran difusión entre los médicos de este instrumento,
ni la más reciente adopción de las técnicas de análisis químico y
fisicoquímico de las sustancias orgánicas sacadas del paciente, debilitará
el papel que la observación visual venía asumiendo en la diagnosis. Para
decido brevemente: el denominado ojo clínico, la capacidad atribuida a
algunos médicos de una inmediata e infalible valoración diagnóstica, deja
de ser una metáfora. El ojo clínico se vuelve cada vez más ojo. Sin
embargo, con el transcurso del tiempo, la simple vista descubrirá límites
insuperables (C. Wilson, 1995).
El uso del microscopio óptico en la investigación biomédica es un paso
importante para superar estos límites. Pero la verdadera ruptura con el
pasado se produce en1895 cuando -como ya hemos señalado- Rontgen
descubre los rayos X y abre así el camino a la radiología médica. Este
descubrimiento hará cada vez más rico y detallado el conocimiento de un
10
Véase M. Merleau-Poney (1964), J.-P. Césarini (1981),1. ]o11y (1991), F. Mangili y G.
Musso (1992), I. Amato (1992), F. Dagognet (1993) y D. Ricco (1996)
universo que la opacidad somática había siempre escondido, cediendo, a
lo sumo, algunos de sus secretos a través de actos invasores.
Mucho más tarde, en el marco de los métodos y de las técnicas
diagnósticas, se añadirá el análisis químico y físicoquímico de las
sustancias orgánicas sacadas del paciente. Ni siquiera en este caso,
empero, se debilitará el papel que la observación visual venía asumiendo
en la diagnosis. En nuestro siglo, y en particular en las últimas décadas,
esta tendencia se ha consolidado definitivamente. Esto ha acaecido
gracias a la decisiva contribución -querría recordado una vez más- de las
nuevas técnicas de procesamiento digital de imágenes.
No hay duda de que estas nuevas técnicas llevan a término un ambicioso
proyecto: proporcionar a la práctica médica imágenes dinámicas del
organismo. Imágenes dinámicas no sólo en cuanto están en condiciones
de registrar las actividades propias de un organismo vivo, sino también en
cuanto es posible, desde el exterior, cambiar su forma, posición y
dimensiones (por ejemplo, haciéndolas girar o agrandar según las
exigencias de observación).
Pese a los grandes progresos que se han hecho en este campo, debemos
esperar nuevos y cada vez más sorprendentes desarrollos en un futuro
próximo. Verosímilmente, ellos tendrán que ver con los intentos, hoy en
marcha en muchos centros de investigación, de colmar la distancia que
separa lo real de lo virtual. La empresa, por su naturaleza, plantea
interrogantes que hasta ahora no han encontrado una respuesta unánime
entre los estudiosos que, de una manera u otra, se ocupan de los aspectos
teóricos y prácticos de las imágenes generadas por ordenador.
Para poder valorar el alcance de los problemas que están en discusión,
detengámonos ahora en esos experimentos que, en los media, son
definidos como «cirugía virtual». Como se sabe, en la cirugía el modelo
virtual hoyes utilizado a menudo para ejercitar y programar in vitro la
intervención a realizar luego in vivo sobre el cuerpo del paciente. Es un
uso preoperatorio del modelo virtual. Lo que ahora se está intentando, en
algunos casos con resultado positivo, apunta, en cambio, a un objetivo sin
duda más ambicioso: una especie de simbiosis entre la intervención
simulada in vitro y la real in vivo. De hecho se está experimentando la
posibilidad de que la intervención realizada por el cirujano en el espacio
virtual pueda tener eco, ser replicada, en correspondencia sincrónica, en
el espacio real, sobre la parte afectada por el acto quirúrgico. Algo similar
a la relación que se establece entre titiritero y títere (A. Rovetta, 1993 y
1994, N. Vittadini, 1993).
La lógica consecuencia de este desarrollo sería la telecirugía, es decir, la
delegación a dispositivos teledirigidos de la responsabilidad fáctica de la
intervención propiamente dicha. En teoría, significaría confiar a un
ingenio instrumental la tarea de realizar sobre el cuerpo del paciente los
mismos movimientos y acciones que emprende el cirujano sobre el
cuerpo virtual.
Desde esta perspectiva, el cirujano que -según la etimología griega:
cheirourgós- es quien opera con su propia mano , estaría a punto de
cambiar su manera de actuar, al menos en algunas especialidades (por
ejemplo, en neurocirugía y cirugía ocular). Desde luego, seguirá operando
con su propia mano, pero su acto operatorio sobre el cuerpo del paciente
no será directo. El bisturí que tendrá en la mano incidirá sólo
virtualmente, no realmente. Realmente incidirá un bisturí con función
vicaria, o sea un telemanipulador quirúrgico en condiciones de emular
fielmente el comportamiento operativo de un cirujano fuera de campo.
De este modo, las intervenciones resultarían, siempre en estas
especialidades, más precisas y menos arriesgadas para el paciente.
Es evidente, por otra parte, que este planteamiento telemático de la
cirugía trae consigo, como es obvio, la posibilidad de intervenciones a
distancia, porque cuando la copresencia del cirujano y del paciente no es
necesaria, la distancia que separa al cirujano del paciente resulta
indiferente.
Debemos reconocer, empero, que la creciente supremacía de las
imágenes, sobre todo en esta variante extrema, repropone
dramáticamente la cuestión de la relación paciente-enfermedad-médico.
Es evidente que cada imagen, justamente en cuanto imagen, resulta de
una toma de distancia del objeto observado (o simbolizado), pero la visión
virtual exaspera aún más esta distancia.
Este tema concierne plenamente a la filosofía de la medicina: desde
siempre reflexionar sobre los fundamentos teóricos del oficio de médico,
del arte de curar y de prevenir las enfermedades ha sido, de una manera
u otra, enfrentarse con la cuestión de la distancia entre médico y
paciente.
Algunos historiadores de la medicina sostienen que, ya en la antigüedad,
era posible distinguir dos aproximaciones diferentes al tema. Una era la
representada por la escuela médica de Kos, de la que Hipócrates, como se
sabe, era el representante más autorizado. En esta escuela, se aconsejaba
reducir al mínimo la distancia entre médico y paciente, y a veces se
llegaba incluso a sugerir una especie de fusión (o de identificación
subjetiva) de ambos. El paciente era juzgado lo más importante, y el
médico debía estar a su lado, en estrecho y solícito contacto. Otra
aproximación sería la de la escuela de Cnido, que privilegiaba más bien la
enfermedad como objeto de observación y de estudio. Aunque ésta sea
una contraposición, como poco, reductiva, se puede afirmar que, en
líneas generales, estas dos posiciones son comprobables -de forma, con
seguridad, más matizada- a lo largo de toda la historia de la medicina. En
algunos períodos parece predominar el paciente y en otros la
enfermedad. En cuanto a hoy, estamos entrando en una fase en la que
parece que el médico está más interesado en la enfermedad que en el
enfermo.
En efecto, no es aventurado constatar que, a causa sobre todo del
importante papel que está asumiendo el medical imaging, estamos, por
un lado, frente a un aumento de la distancia física (y psicológica) que
separa al médico del paciente y, por el otro, en cambio, frente a una
disminución de la distancia cognoscitiva entre el médico y la enfermedad.
En breve: el paciente estaría más lejos y la enfermedad más cerca.
El medical imaging y la relación real-virtual
Después de la publicación de mi libro dedicado a la relación entre lo real y
lo virtual (1992), me pregunté cómo era posible encontrar un ámbito de
reflexión en el que dicha relación pudiese ser verificada directamente, sin
tener que recurrir, para examinada, a demasiadas hipótesis auxiliares.
Creo haberlo encontrado en el medical imaging, en particular en sus
últimos desarrollos.
Como me parece haber aclarado hace poco, en este ámbito, a diferencia
de lo que acaece en otros sectores de lo virtual, las cosas asumen Un
carácter muy concreto. Las abstractas (y, de ordinario, inconcluyentes)
meditaciones parafilosóficas sobre lo virtual visto como una construcción
autorreferencial, sin ninguna repercusión sobre lo real, encuentran aquí
un clamoroso desmentido.
Lo virtual, en el campo del medical imaging, tiene implicaciones teóricas y
prácticas que van mucho más allá de la medicina. Los problemas que
plantea lo virtual interesan a un vasto arco de campos del saber: desde la
informática a la neuropsicología cognitiva, desde la robótica a la
epistemología y desde la inteligencia artificial a la teoría del
comportamiento.
Ya me he extendido sobre algunas cuestiones surgidas, a nivel teórico, en
el uso de lo virtual en cirugía. Y también, y no en menor medida, sobre el
significado de lo virtual en la historia del conocimiento del cuerpo
humano y de sus enfermedades. Ahora querría examinar un aspecto
particular: los recientes intentos de valerse de dispositivos virtuales para
tratar a pacientes afectados por trastornos sensomotores, sea para
monitorear los síntomas, sea con objetivos de terapia rehabilitadora. Mi
interés al respecto es de carácter' general, en el intento de explorar
algunas de las condiciones que están en torno al tema en discusión y
echar luz sobre algunas implicaciones cognitivas que, a mi juicio,
presentan aspectos aún no resueltos.
Es preciso dejar sentado que el de las patologías de las funciones
sensomotoras es uno de los sectores de mayor complejidad entre los que
hoy aborda la investigación neurocientífica. Si bien esto, como se sabe, es
verdad para todas las patologías del sistema nervioso central, lo es aún
más para Gs que conciernen a las anomalías sensomotoras. Sobre todo
cuando en el origen hay un grave trauma craneal. En efecto, en el caso de
los que han sufrido lesiones cerebrales nos encontramos frente a una
sintomatología que, según el lugar y la naturaleza de la lesión, es muy
heterogénea. He aquí por qué en las patologías de origen traumático -
pero también en las de origen cardiocirculatorio o neoplástico- no es
posible hablar de una sintomatología general, sino más bien de una serie
de sintomatologías particulares, relativas a cada tipo de lesión.
Las cosas se complican aún más por el hecho de que los efectos de una
lesión no son circunscribibles a los límites en que se presenta, sino que a
menudo se hacen sentir en zonas contiguas e incluso alejadas. De ello se
desprende que las sintomatologías particulares no siempre permiten una
diagnosis lineal, sin desmalladuras interpretativas (P. S. Churchland y T. J.
Sejnowski, 1993). Desde luego, es menos compleja la situación de algunas
minusvalías de origen no traumático igualmente graves. En el caso, por
ejemplo, del parkinsonismo arterioesclerótico o de la esclerosis múltiple,
la sintomatología es, en líneas generales, mucho más rutinizable.
En la actualidad hay, como ocurre siempre en la medicina con cada nueva
metodología, un comprensible entusiasmo por lo virtual. Pero esto no
significa que se pueda aplazar, por principio, un análisis objetivo de sus
presupuestos o de sus implicaciones. Porque si es verdad, como lo es, que
lo virtual está en condiciones de contribuir a un conocimiento más
profundo del comportamiento motor del enfermo, es igualmente cierto
que, para la rehabilitación, aún plantea problemas de tal alcance que es
imposible no tenerlos en cuenta. Problemas de neuropsicología cognitiva,
pero también, y no en menor medida, problemas que conciernen a las
tecnologías en uso en la producción de entornos virtuales.
Querría decir de inmediato, empero, que con esto no tengo la intención
de plantear dudas sobre el empleo de lo virtual en el campo de la
investigación biomédica. Personalmente, soy un convencido defensor:
creo que el uso interactivo de imágenes tridimensionales generadas por
ordenador abre nuevas (y cautivado ras) perspectivas en este campo.
Estoy igualmente seg de que el recurso a lo virtual, en el caso específico
de las minusvalías neuromotoras (bradicinesia, apraXia, ataxia, hipertonía,
falta de control postural, etc.), se demostrará, antes o después, un camino
no sólo viable, sino también fecundo.
Y no hay nada de aventurado, me parece, en esta valoración. Lo virtual es
una novedad, pero relativa. A fin de cuentas, es sólo un nuevo desarrollo
de las técnicas de rehabilitación asistidas por ordenador. Técnicas, como
se sabe, empleadas con óptimos resultados, desde hace más de una
década, y destinadas a secundar (no a sustituir) las técnicas presentes
desde siempre en todo training de recuperación funcional: Aludo, para
entendernos, a las pruebas con «lápiz y papel» y taquistoscopio.
Sin embargo, impresiona el hecho de que las técnicas asistidas por
ordenador hasta ahora hayan sido utilizadas, si no exclusivamente, desde
luego preferentemente en pocos campos de la práctica rehabilitadora. La
utilización más frecuente se ha verificado sobre todo en el tratamiento e
la apraxia constructiva y de la agrafia. Pocas veces en el tratamiento de las
anomalías motrices propiamente dichas.
Creo que el advenimiento de lo virtual puede permitir superar esta
carencia. Es evidente que disponer de un espacio virtual en el cual el
paciente, provisto de dispositivos «inteligentes», ahora pueda, como
suele decirse, navegar, ofrece de hecho inéditas posibilidades de training
reeducativo de enfermos con déficit de coordinación motora y espacial (A.
Pedotti y otros, 1989,1. Tesio, 1994, A. Freddi, 1995). Me refiero, en
concreto, a enfermos que sufren, por ejemplo, de deambulación lenta, de
incapacidad para andar con ritmo' y de escaso control del equilibrio.
Decía hace poco que, en este sector, lo virtual puede contribuir a un
conocimiento más profundo del comportamiento motor del enfermo. Me
parece que esto es más que aceptable. La inmersión del enfermo en un
espacio gestionado por la formidable potencia de cálculo y de
memorización del ordenador facilita notablemente las tareas de análisis y
de valoración de un comportamiento motor anómalo. Por otra parte,
empero, también hemos mencionado el hecho de -que el uso de lo virtual
con objetivos de training rehabilitador plantea una serie de cuestiones
con las que es necesario enfrentarse. Veamos cuáles son.
Espacio real y espacio virtual
Detengámonos, para comenzar, en el problema de la relación entre
espacio real y espacio virtual, entre espacio natural y espacio artificial.
¿Qué sucede cuando un paciente que sufre de dificultades sensomotoras
en el espacio real se sumerge en un espacio virtual? ¿Cuáles son las
diferencias para el enfermo entre navegar en un entorno realmente
estructurado y navegar en un entorno virtualmente estructurado? Si el
primero es un entorno que es vivido como experiencia total, o sea como
una experiencia en la que el vínculo gravitacional y la implicación
multisensorial tienen un papel relevante, ¿qué comporta para el paciente
el hecho de tener que actuar en un entorno, como el virtual, en el que la
gravitación sólo es simulada y la experiencia es, de ordinario,
preferentemente visual? ¿Qué acaece cuando, durante un limitado
período de tiempo, se transfiere del entorno rico en estímulos de la
realidad a otro, con seguridad más pobre, de la virtualidad? Se trata de
interrogantes, digámoslo, nada irrelevantes. Porque detrás de ellos está la
cuestión central del asunto que estamos discutiendo: cómo y en qué
condiciones el espacio virtual puede favorecer la recuperación de
automatismos sensomotores comprometidos.
Se ha dicho (M. I. Jordan y D. A. Rosenbaum, 19902) que las ciencias
cognitivas, por el papel central que asignan a la percepción, no se pueden
permitir ignorar la acción. Pero si esto es verdad, no lo es menos lo
contrario.
En una aproximación cognitiva, nada puede ser más desorientador que
aislar la acción de la percepción (]. Paillard, 1988, C. Fermi.iller e Y
Aloimonos, 1996, A. Berthoz, 1997). Los trastornos motores son siempre,
en mayor o menor medida, también trastornos de percepción espacial.
Esto surge claramente cuando se observa, por ejemplo, el
comportamiento de un paciente con dificultades de coordinación para
caminar. Que no consiga ritmar el paso, que vacile en el crítico y decisivo
momento del paso de la fase de oscilación a la de apoyo del pie es un
hecho tanto motor como perceptivo. La inestabilidad general que puede
resultar de ello, la eventual pérdida de equilibrio, es un fenómeno
íntimamente ligado a la anómala percepción, por parte del paciente, del-
marco de referencia espacial.
Desde el nacimiento de la psicología experimental en el siglo XIX, con
Fechner, van Helmholtz y Wundt, hasta llegar a los últimos desarrollos de
la psicología cognitiva, el recorrido ha sido largo y accidentado. Un
recorrido en el cual los temas discutidos han sido, al principio, los
relativos al papel psicofisiológico de los sentidos estudiados por separado;
más tarde, los relativos a los procesos perceptivos en sus dos dimensiones
propioceptiva y exteroceptiva; aún más tarde, los de la localización de
tales procesos en el sistema nervioso central y periférico; y,
recientemente, los ligados al problema, hasta ahora sólo mínimamente
resuelto, de cómo los mensajes recogidos por los receptores llegan a
nuestro cerebro y sobre todo de cómo adquieren un sentido.
Esta referencia a la historia del estudio de los fenómenos
sensorioperceptivos no está, a mi parecer, fuera de lugar. A fin de
cuentas, lo virtual plantea problemas que han estado presentes desde
siempre en el pensamiento filosófico y científico sobre la percepción. No
tenerlos en cuenta comporta un riesgo: creer que para examinar las
implicaciones sensorioperceptivas de lo virtual se debe comenzar, en la
práctica, desde el principio. O peor aún, en nombre de un aparente
pragmatismo, no interesarse en absoluto por estos problemas.
Todo esto sería irrelevante si la inmersión de un sujeto en un espacio
virtual fuera sólo una' incursión lúdica, un juego más o menos inocente.
Pero la cosa es particularmente delicada porque aquí estamos hablando
del uso de lo virtual en clave diagnóstica y terapéutica. No se puede pasar
por alto el hecho de que el sujeto al que nosotros proyectamos en el
interior de un espacio virtual es un enfermo, Hay, pues, una cuestión de
responsabilidad que no debemos dramatizar, pero tampoco eludir.
Muchas cosas relativas al uso perceptivo del espacio virtual son muy
conocidas, por cuanto no, difieren sustancialmente de aquellas, ya
adquiridas, relativas al espacio real. Debemos reconocer, empero, que
hay otras qué ignoramos o sobre las cuales tenemos, por el momento,
ideas muy aproximativas.
Está fuera de duda que el estudio de estas últimas puede enriquecer, de
paso, nuestros conocimientos sobre la percepción en general. Porque el
espacio virtual, está claro, se presenta hoy como un modelo límite, un
modelo nunca tenido antes a disposición de los estudiosos de las
vivencias perceptivas. Un modelo en el que el sujeto, si bien durante un
lapso de tiempo muy breve, está sometido a condiciones extremas, y en
el que, precisamente por eso, afloran con inaudita claridad todos los
problemas resueltos (y no resueltos) de nuestra relación sensomotora con
la realidad (M. Bergamasco, 1993).
Sobre la base de trabajos empíricos de numerosos estudiosos,
recientemente se ha formulado la hipótesis de que, en la práctica
rehabilitadora, se debe constreñir al paciente a servirse de su sistema
propioceptivo y a desalentar, por todos los medios, su espontánea
tendencia a confiarse exclusivamente en el sistema exteroceptivo, sobre
todo del órgano de la vista. De este modo, se facilitaría, en el sistema
nervioso central, la recuperación intrínseca y no meramente adaptativa
(1. Tesio, 1994).
Percepción y locomoción
Hay que decir, empero, que, en este caso, como en muchos otros, se
entrevé la importancia que asumen las cuestiones relativas a los procesos
perceptivos. En síntesis, lo que caracteriza a un enfermo con trastornos
de locomoción, independientemente de las causas, es sobre todo la
pérdida del control automático de la habilidad motora. Pero semejante
pérdida abarca al mismo tiempo la esfera de la acción y la de la
percepción.
Tratemos ahora de examinar más de cerca qué significa, en la práctica, la
pérdida de este tipo de control automático. Se sabe que gran parte de
nuestras habilidades motoras están sometidas a una especie de control
automático. Me refiero tanto a las innatas como a las adquiridas, tanto a
las de matriz filogenética, como caminar, nadar y correr, como a las de
matriz ontogenética, como escribir a máquina, tocar el piano y conducir
un automóvil.
Pues bien, la dicotomía entre el control automático y el control no
automático fue muy combatida por algunos estudiosos (D.O. Hebb, 1949,
A. Allport, 1990, C. Ryan, 1983, S. M. Kosslyn y O. Koenig, 1992), que la
han juzgado demasiado simplista. Se ha preferido trabajar con la idea,
planteada por Hebb, de «atención inconsciente» (unconscious attention)
de la acción motora contrapuesta a la idea de «atención consciente».
Mientras que la primera es una atención pasiva, la segunda es activa. La
primera es una especie de atención no consciente y la segunda, en
cambio, se manifiesta como un consciente prestar atención.
El argumento, pese a lo que pueda parecer, no es meramente lexical. Bien
mirado, tiene una directa relación con algunos aspectos de relevancia
metodológica en el training para Inhabilitación motora. Hemos dicho que
un trastorno motor entre otras cosas, una especie de cese, si queremos
usar la vieja nomenclatura, del control automático. Si preferimos, como
preferimos, la nueva nomenclatura se puede hablar de un cese de la
«atención inconsciente». Lo cual no significa que una «atención
consciente» se haya instaurado en su sitio. Aquí está el problema: el
paciente permanece, por así decir, en el vacío, entre una «atención
inconsciente» desaparecida y una «consciente» aún inalcanzable.
La aproximación tradicional de los expertos en training de recuperación
ha consistido siempre en tratar de habituar poco a poco al paciente, por
medio de una rica y muy articulada batería de ejercicios, a una «atención
consciente», o sea a un cada vez más consciente prestar atención a los
movimientos que realiza. y esto en la esperanza de conseguir restablecer,
por esta vía, al menos parcialmente, el estado anterior al surgimiento del
trastorno, un estado en el que los movimientos voluntarios eran
gestionados por, una discreta, pero siempre vigilante «atención
inconsciente». Esta ha sido la práctica seguida, a veces connotables
éxitos, por los fisioterapeutas comprometidos en el tratamiento, por
ejemplo, de la enfermedad de Parkinson.
En este punto, es preciso preguntarse: ¿en qué medida el uso de lo virtual
con fines rehabilitadores puede aportar cambios sustanciales en los
términos de la temática recién discutida? Aunque no haya razones para
formular la hipótesis de cambios de gran alcance, es seguro que ella
permitirá su notable enriquecimiento teórico y práctico. Lo: cual significa -
ya lo hemos señalado- que deberíamos enfrentamos no con menos, sino
con más problemas.
Uno de éstos se refiere al recurso terapéutico que consiste en obligar al
paciente a prestar una atención prudente y puntual al movimiento que
está realizando. En otro contexto, un gran psicólogo experimental (R. 1.
Gregory, 1974) ha llamado a este recurso «conciencia de movimiento»
(awareness of movement). Todos sabemos, por nuestra experiencia
cotidiana, que la mejor manera de reducir la eficacia de tina acción
motora consiste justamente en someterla a una atención de ese tipo. Si
un dactilógrafo profesional prestase atención a los movimientos de sus
dedos, estamos seguros de que sus errores de pulsación aumentarían
enormemente. El fenómeno, empero, tiene implicaciones distintas
cuando hay que vérselas no con una habilidad,sino con una falta de
habilidad. En condiciones normales, es difícil imaginar que una falta de
habilidad pueda, de este modo, ser agravada. Salvo que el terapeuta sea
completamente inexperto en la dirección y en la dosificación de los
ejercicios de rehabilitación.
Ahora bien, es importante saber si los conocimientos que hemos
adquirido sobre el uso terapéutico de la «conciencia de movimiento» en
el espacio real son transferibles al espacio virtual. Es fácil percatarse de
que entre las dos situaciones espaciales existen diferencias, y no de poca
monta. Actuar en un espacio no es, como se cree, percibir desde el
interior un contenedor, sino interactuar perceptivamente con sus
contenidos.
Los contenidos del espacio virtual tienen características muy particulares.
En primer lugar, hay en él una debilísima e indirecta presencia de la
gravedad, lo cual hace bastante inestable el marco de referencia
perceptivo: a la escena virtual le falta ese fuerte anclaje de la osamenta
perceptiva que es esencial en la escena real, y que se explica por la
influencia de la omniinvasora atracción gravitacional. En este mundo
ilusorio, el anclaje parece existir y no existir, un poco como si la atracción
gravitacional pudiera ser ignorada a voluntad.11
Esta vulnerabilidad estructural del campo visual perceptivo artificial hace
que esté continuamente sometido a bruscos cambios, según los
movimientos de nuestra cabeza. Como en las primerísimas experiencias
del recién nacido con el ambiente exterior, en lo virtual se verifican a
veces situaciones en las que lo percibido se identifica con el perceptor, el
11
Sobre la relación gravedad-verticalidad en la percepción del espacio, véase A. Benhoz
(1997), págs. 107-124.
objeto con el sujeto. Más banalmente: lo percibido parece comportarse
como una mera extensión del perceptor. Y viceversa. Aquí debe buscarse
quizá la causa de esa sensación de náusea que a menudo
experimentamos cuando acabamos de quitamos el casco.
Para entender éstos y otros fenómenos similares, es importante recordar
que, en el espacio virtual, la visión tiene, de hecho, una primacía casi
absoluta. Por supuesto, hoy están en pleno desarrollo intentos (y más que
intentos) de crear sofisticados ingenios aptos para permitir experiencias
táctiles y auditivas, pero éstas nunca podrán, como intentaremos
demostrar más adelante, invalidar la primacía de la visión. Sin embargo,
se trata de una extraña primacía, porque la visión a la que se hace
referencia tiene un carácter muy particular.
A decir verdad, la experiencia visual en un espacio virtual, especialmente
cuando la inmersión se realiza mediante el casco, tiene poco en común
con nuestra cotidiana experiencia visual. Se trata de una experiencia
visual que depende exclusivamente de los movimientos de la cabeza, y
que excluye, lo cual es fundamental en la percepción visual del mundo
real, los movimientos de los ojos.
Desde hace más de treinta años, sobre todo a partir de los trabajos del
soviético Alfred L. Yarbus sobre este asunto (A.L. Yarbus, 1967), los
movimientos de los ojos se han convertido en objeto de investigación
privilegiada en el ámbito de la neuropsicología cognitiva. Está
generalmente admitido entre los expertos que la deriva de la mirada, su
velocísimo nomadismo focal, tiene un papel insustituible en nuestra visión
estereoscópica (P. Viviani y).-1. Velay, 1987, P. Viviani, 1990, H. 1. Galiana,
1992). Un espacio que excluya los movimientos de los ojos será siempre
un tosco y poco fiable simulacro del espacio real. Lo mismo vale para el
actual intento de algunos investigadores de seguir utilizando el casco,
completándolo sólo con lo que ellos llaman un virtual dom (M. Hirose, K.
Yokoyama y S. Sato, 1993).
Esto no quiere decir, empero: que esta dificultad no pueda ser superada
en el futuro. Permiten esperado algunas investigaciones que apuntan a
soluciones de tipo mixto, al mismo tiempo inmersivas y no inmersivas.
No obstante, la actual pobreza perceptiva del espacio virtual no se puede
atribuir exclusivamente a la naturaleza de la experiencia visual que nos
proporciona. La percepción humana, contrariamente a cuanto se ha
creído durante siglos, no se puede escindir en compartimentos estancos.
A los cinco sentidos de Aristóteles se han hecho siempre corresponder
cinco tipos de percepciones. Ahora sabemos que las cosas no son tan
sencillas.
La experiencia del espacio, en distinta medida e intensidad, involucra al
menos a cuatro de nuestros sentidos: la vista, el tacto, el oído y el olfato.
Por tanto, es justo definir el espacio como un sistema perceptivo
(J.J.Gibson, 1950 y 1966). Nuestro comportamiento sensomotor, sea
normal o anómalo, se remite: siempre a un sistema perceptivo. Cuando
éste falta, como en el espacio virtual, el comportamiento sensomotor se
ve afectado. Es interesante analizar, al respecto, la sensación de
inestabilidad física, de pérdida del equilibrio, que se experimenta en el
espacio virtual, a veces incluso por parte de un sujeto sano. En el ser
humano, como se sabe, la posición erecta es siempre inestable.
Preservada requiere, a cada paso, una subliminal negociación con el
entorno. Una negociación compleja y articulada que continuamente
aspira a recomponer un marco de referencia siempre amenazado (L.
Tesio, P. Civaschi y L. Tessari, 1985).
Y para alcanzar tal fin recurrimos a todas nuestras sensibilidades, tanto a
las exteroceptivas como a las propioceptivas. Pero esto no se verifica en el
espacio virtual y tampoco en una simulación aproximada. No sólo, como
ya hemos destacado, por la pobreza de la experiencia visual, sino también
por la aún mayor de la experiencia táctil y auditiva, y por la absoluta
ausencia de la olfativa.
Se podrá objetar que, por lo que concierne al tacto, las cosas están
mejorando. No hay duda. Es preciso admitir, empero, que los formidables
progresos que se están realizando en el área de los sensores y
mecanismos táctiles artificiales destinados a la robótica (F. Mangili y G.
Musso, 1992, 1. Amato, 1992, K.B. Shimoga, 1993, H. Iwata, 1993), no
vienen a modificar sustan¬cialmente la naturaleza del problema que
hemos planteado. Todo considerado, se trata de dispositivos que afectan
en especial sólo a prestaciones «de retroacción de fuerza y táctiles». Aun
cuando, hay que admitido, los actuales intentos de desarrollar una «piel
artificial», realizada en «material plástico con resistencia eléctrica en
función de la presión», tienen una finalidad mucho más ambiciosa.
Pero el sentido del tacto en el hombre es algo muy distinto. Nuestro tacto
no es sólo contacto (F. Dagognet, 1993). La piel, que notoriamente cubre
toda la superficie de nuestro cuerpo, no es sólo un pasivo envoltorio que
nos protege del ambiente exterior y nos separa del mundo. La piel es
también uno de los más eficaces mecanismos para interactuar con el
mundo. Es la sede de sensibilidades de la más variada naturaleza. En la
percepción del espacio el sentido del tacto tiene un papel relevante. No
sólo, como es obvio, mediante el contacto directo con los objetos que
ocupan ese espacio, sino también en ausencia de dicho contacto, como
demuestra nuestra sensibilidad cutánea a la temperatura, a la humedad, a
la gravedad, a las vibraciones e incluso a los efectos electromagnéticos.
Muchos estudios han subrayado la importancia de estos factores en la
valoración perceptiva de la distancia y, por tanto, en la construcción del
marco de referencia espacial. «La piel tiene ojos», sostiene Diane
Ackerman recurriendo a una aventurada pero certera metáfora (D.
Ackerman, 1991).
La percepción del espacio virtual, ya lo hemos señalado, es pobre, poco
fiable y rudimentaria. Y lo es por la ausencia de los movimientos oculares,
pero también por la falta de una piel en condiciones de ver, en el sentido
metafórico de Ackerman, o sea de proporcionar las mismas prestaciones
que la piel humana.
Dicho esto, creo que es justo utilizar, como se está haciendo, el espacio
virtual en función diagnóstica y rehabilitadora en el campo de los
trastornos sensomotores, aunque éste sea una burda caricatura del
espacio real. No es difícil que, reconociendo estas insuficiencias, se pueda
hacer palanca en ellas para adquirir nuevos conocimientos sobre el
comportamiento del enfermo que sería imposible obtener en el espacio
real. En otras palabras, hacer de la necesidad virtud.
Desde el punto de vista de la rehabilitación, siempre quedará el problema
del fenómeno que Gregory ha llamado de «transferencia negativa de
training» (R. L. Gregory, 1974). Es el fenómeno que se verifica cuando,
para dar un ejemplo banal, se trata de jugar al ping-pong con los modos
aprendidos jugando al tenis. En nuestro caso la pregunta es: ¿el training
de rehabilitación (o reeducativo) proporcionado al enfermo en el espacio
virtual no corre el riesgo, de regreso al espacio real, de configurarse como
una «transferencia negativa de training»?
Pregunta nada retórica, si se piensa en la sustancial diferencia, sobre la
cual tanto hemos insistido, entre espacio virtual y espacio real.
Virtualidad y modelización científica
Entre las cuestiones más importantes, en el ámbito de la eidomática, es
probablemente la que tiene una relación más directa con las
implicaciones epistemológicas de la modelización virtual. Porque, debe
recordarse, las imágenesde síntesis, sin tener en cuenta su grado de
virtualidad -débil o fuerte, en forma de ventana o inmersiva- no son más
que modelos matemáticos destinados a simular visualmente objetos y/o
procesos del mundo real. Espacios abstractos en condiciones de
configurar espacios intuitivos y físicos. En la ya larga historia de la
modelización científica, el advenimiento de los modelos virtuales de
síntesis representa una verdadera inflexión. Los modelos tradicionales,
para entendemos los modelos usados en el siglo XIX por Lord Kelvin,
James C. Maxwell y Oliver Lodge, eran preferentemente analogías visuales
de naturaleza mecánica. De la misma naturaleza era el modelo hidráulico
del que se valía William Harvey, en el siglo XVII, para explicar la circulación
de la sangre y la función de bombeo del corazón.
Los modelos de síntesis -virtuales o no- y los modelos mecánicos
tradicionales tienen una función replicad ora de lo real, pero en el primer
caso, a diferencia del segundo, la imagen replicada que resulta de ello no
es arbitraria. O, si queremos ser más cautos, digamos que sólo es
arbitraria en una mínima parte. Y esto se explica por el hecho de que,
mientras las imágenes mecánicas tradicionales derivan de una elección,
por así decir, metafórica, las imágenes de síntesis son, en cambio, el
producto de un proceso técnico (a decir verdad, ya presente en la
fotografía, el cine y la radiología) que se desarrolla en directo contacto
generativo con el objeto replicado.
En el caso del medical imaging esto está particularmente claro: en este
caso, más que en los otros, las imágenes de síntesis aparecen como el
resultado de un complejo proceso de extracción-digitalización llevado a
cabo por una combinación operativa de las técnicas radiológicas e
informáticas. Si el punto de llegada es una imagen digitalizada, el punto
de partida es la extracción de una imagen del cuerpo humano.
Es comprensible, pues, que, de este modo, entre lo que representa (la
imagen virtual de síntesis) y lo representado (la imagen extraída del
objeto real) haya un alto grado de similitud, que, en los últimos tiempos,
los sorprendentes progresos técnicos en el campo de la modelización
virtual contribuyen a hacer cada vez más elevado.
Pero, como la historia de la modelización científica enseña, es difícil, sino
imposible, hablar de similitud de un modelo respecto de la realidad sin
tener que abordar, en el plano teórico, el vasto arco de cuestiones que
siempre ha planteado la idea de similitud. Esto es verdad, más que nunca,
por el tipo de imágenes que estamos discutiendo. Y el motivo es simple:
ningún modelo de visualización científica ha tenido en el pasado la
pretensión, como en este caso, de querer funcionar como gemelo del
mundo real. A menudo se ha dicho que el mapa no es el territorio, pero
con el advenimiento de la realidad virtual estamos frente a un mapa que
se convierte -o que aspira a convertirse- en algo muy similar a un
territorio, una especie de casiterritorio.
Contrariamente a lo que pueden pensar aquellos que están inmersos en
el uso cotidiano de las imágenes de síntesis, médicos e informáticos, el
tema de la relación entre imagen virtual y realidad no es un tema para
dejar a los filósofos de la ciencia o a los estudiosos de la eidomática. El
tema debe (o debería) interesar igualmente a aquellos que, de un modo u
otro, emplean este sistema de simulación replicativa. Porque el problema
del grado de similitud de estas imágenes con la realidad objeto de la
simulación abarca plenamente la cuestión, de vasto alcance práctico, de
su fiabilidad cognoscitiva. La pregunta es: ¿interactuar con la realidad
virtual es igual que interactuar con la realidad real?
En el importante libro Teoría de la similitud y la simulación, publicado en
inglés en 1966, un estudioso de la ex Unión Soviética, V. A. Venikov, había
acuñado el término isofuncionalismo. Para Venikov, el criterio de similitud
es el isofuncionalismo, o sea esas propiedades que permiten que un
modelo reaccione del mismo modo que el original frente a las mismas
influencias exteriores.
En el caso de un modelo virtual del encéfalo, ¿en qué medida es legítimo
sostener que tal modelo es isofuncional con el encéfalo real encerrado en
el cráneo? Si, el criterio del isofuncionalismo es el antes mencionado -
misma respuesta frente a las mismas influencias exteriores-, me parece
bastante aventurado dar por segura, en el estado actual de nuestros
conocimientos, la isofuncionalidad entre el encéfalo que representa y el
representado, entre el encéfalo que simula y el simulado.
En el análisis del problema relativo a la divergencia funcional entre el
modelo y su objeto, puede ser útil introducir algunos matices sobre el
concepto de similitud, e inevitablemente también sobre el contrario de
disimilitud.
K. M. Sayre y F. J. Crosson (1963), conocidos por sus contribuciones a la
teoría de la modelización, han llamado la atención sobre el hecho de que
mientras el proceso generativo de la disimilitud es de naturaleza finita, el
de la similitud es de naturaleza infinita. En otras palabras, la búsqueda de
la similitud no tiene, a diferencia de aquella de la disimilitud, un umbral
crítico más allá del cual deba fatalmente detenerse: prosigue,
ininterrumpidamente, hasta el infinito: la similitud absoluta entre imagen
y objeto real es una meta que se aleja cuando más cerca creemos estar.
Los objetos fractales nos enseñan algo al respecto.
Esto vale también, mutatis mutandis, para la similitud en el campo de la
modelización científica. Pese a los clamorosos desarrollos de la realidad
virtual, la hipótesis de llegar a una total identidad entre un modelo y su
objeto no figura en el actual horizonte de lo posible. Y, a nuestro parecer,
no figurará ni siquiera en el futuro. Si con una especie de test de Turing se
pidiera a un observador puesto frente a dos realidades, una virtual y una
real, que individualizara cuál es la real, con toda probabilidad no tendría
dudas al respecto: la realidad real, con seguridad, no escaparía a la
identificación.
Hay que decir de inmediato, empero, que de esta constatación no se debe
inferir una general falta de fiabilidad cognoscitiva de las imágenes de
síntesis. La práctica cotidiana del uso clínico de estas imágenes demuestra
lo contrario.
En razón de estos éxitos en la práctica médica, muchos están
entusiasmados con tales desarrollos, por cuanto ven en ellos una victoria
de la objetividad científica, una victoria sobre el albedrío de la
subjetividad del médico. Otros, por el contrario, denuncian los riesgos
implícitos en la pérdida de contacto inmediato con el paciente, entre
otras cosas, la posibilidad de que esto comporte una crisis de identidad
del mismo médico. El acercamiento a la enfermedad, dicen estos últimos,
es una ilusión, ya que la tendencia a una diagnosis asistida por ordenador
implica en los hechos un alejamiento del médico no sólo del paciente sino
también de la enfermedad. Desde esta óptica, se podría decir,
extremando un poco las cosas, que la enfermedad se vuelve autónoma.
Aun admitiendo que en semejantes juicios hay mucho de verdad, no debe
excluirse que en la raíz de algunos de ellos hay una actitud de prejuicioso
rechazo (o de irracional desconfianza) hacia el uso de las nuevas
tecnologías. Una especie de nostalgia por los «buenos tiempos de los
candiles y las velas» en la práctica médica. Es la actitud, muy frecuente,
de quien no quiere tomar nota de los recientes progresos alcanzados en la
medicina gracias a estas tecnologías, progresos que conciernen
directamente al conocimiento del cuerpo humano, sus enfermedades y el
modo de prevenidas y curarlas.
Debo decir de inmediato, empero, que estas valoraciones mías no deben
ser tomadas por una pueril tendencia a ver en toda novedad tecnológica -
por ejemplo, en la realidad virtual- una especie de panacea para todos los
problemas de la medicina. Por lo demás, en la relación entre medicina y
nuevas tecnologías está la abrumadora cuestión, antes mencionada, de la
futura identidad del médico. Se ha dicho que para un robot es más fácil
sustituir a muchos científicos que a un jardinero. Si, como parece, esto es
cierto, la identidad del médico tiene mucho que temer. Porque en el
médico, mira qué casualidad, hay en la actualidad mucho de científico,
pero también de jardinero.
Cuerpo y visión: el caso del color
En las páginas precedentes he discutido una variedad de asuntos, todos
orientados a aclarar cómo nuestro cuerpo, en el curso de pocas décadas,
se ha convertido en objeto y sujeto del conocimiento digital. He insistido
largamente sobre el hecho de que este acontecimiento viene a confirmar
(es más, a sancionar definitivamente) una tendencia que se había ido
configurando desde el Renacimiento: la primacía de la visión. Además,
creo haber proporcionado ejemplos muy persuasivos de cómo la primacía
de la visión se manifiesta en diferentes campos de la ciencia y la técnica.12
Al contrario, he dejado en suspenso la pregunta, no menos importante,
de cómo las nuevas tecnologías informáticas pueden favorecer una mejor
comprensión del fenómeno de la visión.
Desde siempre, los dos grandes temas de la visión y del lenguaje han
estado en el centro de la controversia filosófica. El objeto de la disputa
era (y aún es) la cuestión de todas las cuestiones: ¿el mundo que
percibimos (y del que hablamos) es de veras el mundo, o sólo en parte el
12
Para juicios favorables y contrarios a la idea de que la nuestra es la época de la primacía
de la visión, véanse M. Jay (1993) y D. M, Levin (1993).
mundo, o sólo nuestro mundo? Es la antigua y nunca adormecida cuestión
de la relación materiamente. Tratándose de una cuestión claramente
filosófica, es natural que hayan sido los filósofos los primeros en afanarse
por encontrar respuestas. En los últimos tiempos, empero, el círculo de
los interesados en el asunto se ha ampliado notablemente. A los filósofos
se han sumado los estudiosos en el campo de las neurociencias y de las
ciencias cognitivas. Y la aportación científica de estos estudiosos ha
contribuido a un sustancial enriquecimiento del tema en discusión. De
ello se han beneficiado, desde luego, los mismos filósofos, sobre todo
aquellos que incluyen en su área de reflexión la ciencia, la técnica y el
lenguaje. Al respecto, es muy instructivo el hecho de que el color, un
tema muy frecuente en la filosofía tradicional de la visión, hoy sea
retomado, aunque con una aproximación distinta, por las nuevas
disciplinas antes mencionadas.13
Y no debemos asombramos de que sea así. Puesto que para los filósofos y
los científicos la pregunta relativa a los colores, a su naturaleza y a sus
causas ha sido recurrente en todas las épocas.14 Esto es particularmente
cierto en los períodos históricos en que, a diferencia del actual, los
pensadores que trataban de articular un discurso sobre el mundo eran,
13 No por casualidad, el fil6sofo C. 1. Hardin (1988) sintió la necesidad de escribir un libro
sobre el color para uso de los filósofos.
14 No hay que olvidar, empero, que esta misma pregunta es verificable de manera
implícita en la esfera de reflexión de artistas e historiadores del arte. «El color, decía Paul
Cézanne, «es el lugar en que nuestro cerebro y el universo se encuentran» (citado por E.
Thompson [1995, pág. XII], que la toma de M. Merleau-Ponty). Sobre la relación color-
percepción, véase R. Arnheim (1954) y M. Brusacin (1983).
muy a menudo, los mismos empeñados en desarrollar hipótesis
cognoscitivas sobre él.
Aludo sobre todo a los pensadores de la antigüedad. En sus reflexiones los
fenómenos cromáticos estaban presentes, más o menos explícitamente,
siempre que trataban de entender cómo los seres humanos están en
condiciones de establecer una relación visual con la realidad circundante.
Y el motivo es obvio: tanto ayer como hoy lo que impresiona en la
experiencia visual cotidiana es que ella se configura, a nivel intuitivo,
como una experiencia preferentemente cromática. En nuestra relación,
digamos, ingenua con la realidad, el acto de ver concierne sin duda a la
forma, el movimiento y la distancia, pero especialmente a los colores. Ver
es, en primer lugar, ver colores.
Sin embargo, ya en la antigüedad era imposible abordar el problema de
los colores sobre bases objetivas, porque las ideas relativas al mecanismo
de la visión eran; como poco, aproximativas. Entonces faltaban los
presupuestos científicos más elementales. Aunque los desarrollos de la
geometría, como habían intuido Aristóteles y Euclides, hubieran de hecho
abierto el camino a una fase fundacional de la óptica geométrica, la óptica
física encontraba dificultades para arrancar. Carente de soportes
empíricos, permanecía en los límites de un tratamiento vagamente
especulativo sobre el comportamiento de los rayos luminosos, sobre cuya
naturaleza se sabía poco, por no decir nada.
Muy similar era la situación de la óptica fisiológica (y psicofisiológica).
Había, con seguridad, un fuerte interés por la anatomía del ojo. Lo
testimonian las descripciones (y las representaciones) muy fieles de los
componentes del globo ocular: córnea, pupila, iris, humor acuoso,
cristalino y humor vítreo. Pero sobre la retina, sobre su estructura y
función, sobre su decisiva contribución al procesamiento de las imágenes,
sobre su papel en la visión cromática y acromática, las ideas eran confusas
y superficiales. Y no podía ser de otro modo. En la antigüedad, como se
sabe, había una carencia absoluta de ese saber científico y de esos
instrumentos de observación indispensables para acceder al
conocimiento de los procesos químicos y electroquímicos que, a nivel
celular, permiten que la estructura retínica transforme los estímulos
luminosos en impulsos eléctricos destinados al cerebro.
A esto se debe añadir que, en el estudio del globo ocular, no se iba nunca
más allá del punto de inserción del nervio óptico, pasando por alto el
papel del sistema nervioso central. Lo cual no debe asombramos si
recordamos que entonces el cerebro era, en su conjunto, una especie de
objeto misterioso, una masa informe, gelatinosa, poco llamativa, a la cual
era incluso embarazoso tener que reconocer alguna función perceptiva e
intelectiva. En este contexto debe examinarse la controversia sobre el
tema de la visión de la cual han sido protagonistas los grandes pensadores
de la antigüedad. Sobre, el objeto en disputa, el historiador de la óptica
Vasco Ronchi (1952 y 1968) ha escrito un documentado informe.
La controversia giraba en torno al tipo de relación funcional que se
instaura entre el ojo y el mundo exterior. En síntesis, se discutía si el ojo -
como querían Alcmeón de Crotona, Anaxágoras, Demócrito y Aristóteles-
recibía los rayos del exterior, o si, en cambio, como pretendía, entre
otros, Epicuro, los proyectaba desde el interior hacia el exterior. Para los
primeros el ojo era un órgano de inmisión y para los segundos de emisión.
Para los primeros un ojo trampa y para los segundos un ojo faro.15 Pero
también estaban aquellos que -como Empédocles, Platón y Galeno-
15
Véase R. Pierantonio (1989).
defendían una posición intermedia: el ojo era entendido al mismo tiempo
como trampa y como faro.
Desde luego, éstas eran hipótesis sin ningún fundamento empírico, en las
que los vacíos de saber eran valientemente colmados por intuiciones, a
veces asombrosas, sobre los fenómenos. No hay duda de que así nacieron
ideas y creencias erróneas, muchas de las cuales nos han acompañado
durante milenios y de las que sólo recientemente hemos conseguido
liberamos.
Sin embargo, no siempre las intuiciones de estos pensadores se han
demostrado erróneas. Es más, algunas de ellas nos parecen prueba de
una sorprendente capacidad profética. A modo de ejemplo, deben
recordarse las intuiciones de Demócrito y de Lucrecio, algunas de las
cuales son consideradas hoy por los especialistas en física de partículas
como anticipaciones (o casi) del propio programa de investigación.
Naturalmente, en el acto de identificar precursores de los actuales
desarrollos científicos en un pasado lejano, se corre siempre el riesgo de
hacer interpretaciones forzadas. En concreto, significa tomar las
metáforas en serio. Pero estoy persuadido de que a veces las metáforas
esconden algo más que un saber insuficiente sobre las cuestiones
discutidas.
En una controversia como la de la visión en la antigüedad, el recurso a
metáforas contrapuestas ilustra -estimo que muy bien- los motivos de
fondo de las posiciones en conflicto. Posiciones filosóficas (y científicas, o
precientíficas) relativas al enfrentamiento entre los representantes del
objetivismo y del subjetivismo, del fisicalismo y del fenomenismo, del
empirismo y del innatismo.
Las metáforas antes mencionadas -el ojo trampa, el ojo faro y el ojo
trampa-faro- se sitúan en dicho contexto. Sin embargo, ese
enfrentamiento no es, a decir verdad, circunscribible sólo a la antigüedad.
Ha tenido -mutatis mutandi- una cierta continuidad en la atormentada
historia de las teorías de la vi¬sión. Y esto hasta que, gracias a las
contribuciones de Ibn al Haitam, Grossatesta, Roger Bacon, Witelo, y más
tarde Maurolico, Della Porta, Kepler, Descartes y Huygens, la idea del ojo
faro, entendido como la única fuente activa en la mecánica de la visión,
fue definitivamente descartada. Pero si esto es verdad, es igualmente
cierto que la posición que formulaba la hipótesis de un ojo al mismo
tiempo trampa y faro no ha desaparecido totalmente del horizonte de
reflexión sobre los fenómenos visuales.
No se trata, como es obvio, de restablecer literalmente la versión del ojo
faro expuesta por Platón en el Timeo, un fuego puro que, partiendo del
ojo, va al encuentro de otro fuego similar proveniente de los objetos, con
el que acaba formando un cuerpo único y homogéneo.
Me parece, empero, que una versión modificada de la idea platónica, una
versión que se aparte de las connotaciones precientíficas originarias,
podría emplearse hoy, con todas las cautelas del caso, para ilustrar
algunas de las más delicadas implicaciones epistemológicas del fenómeno
examinado. Una versión que debería ser asumida exclusivamente como
una gran metáfora de un particular modo de entender, en el contexto
científico actual, la relación de doble vía entre los objetos del mundo
exterior y el sistema visual humano.
Color y doble vía
La utilidad de semejante modelo es evidente, me parece, cuando se debe
examinar la cuestión, tan debatida, de si es pertinente (o no) hablar de
doble vía en la interpretación de los procesos que hacen posible la
experiencia humana del color. Y me refiero a las investigaciones
científicas sobre dicha experiencia tal como se han ido configurando de
Newton en adelante. En particular, gracias a las contribuciones de. Young,
Helmholtz y Hering, a los trabajos de los teóricos de la Gestalt y a los
progresos alcanzados, a partir de Schultze, Vetrey, y Ramón y Cajal, desde
la neurobiología. Sin excluirlas cuestiones planteadas, recientemente, por
los estudios sobre la inteligencia artificial y por los nuevos territorios
abiertos por la tecnología informática en el campo de las imágenes
cromáticas digitalizadas. Tampoco se pueden olvidar las aportaciones
teóricas de los filósofos que, como Hussed, Neurath, Merreau-Ponty y
Goodman, toman posición en la controversia entre fisicalismo y
fenomenismo, o tratan, como Wittgenstein, de superada a nivel
lingüístico.
La tendencia a reproponer, con una nueva apariencia, la metáfora
platónica de la doble vía ha tenido sus precursores en los tiempos
modernos. El primero, quizá, fue Descartes, que escribe en la Dióptrica:
«Es necesario reconocer que los objetos de la vista pueden ser sentidos
mediante la acción que, presente en ellos, tiende hacia los ojos, pero
también mediante la acción que, presente en los ojos, tiende hacia los
objetos» (1953, pág. 183). Pero en Descartes hay una novedad, como
poco, revolucionaria, cuyo precedente más remoto debe buscarse en
Hipócrates: la dirección de la circulación de doble vía, del objeto al ojo y
viceversa, es confiada por Descartes al cerebro. «Las imágenes de los
objetos», afirma, «no se forman sólo en el fondo del ojo, sino que van
más allá hasta alcanzar el cerebro» (pág. 215).
Newton, en tantos aspectos deudor de Descartes, no lo seguirá por este
camino. El quiere permanecer, a causa de una precisa toma de posición
debida a sus trabajos experimentales sobre la luz, en los límites de la
óptica geométrica y de la física. Su interés se concentra en la naturaleza
de la luz y en el modo como se comportan los rayos de luz en la relación
que media entre los cuerpos naturales y el ojo humano.
En sus experimentos sobre el color, que realiza siguiendo los pasos de
Descartes y Hooke, Newton excluye los colores que dependen del «poder
de la imaginación» (power of imagination) (1952, pág. 158). Aunque hay
en él mucho platonismo (y neoplatonismo), no hay duda de que, en el
Newton científico, prevalece el aristotelismo. Fiel a sus lecturas juveniles
de las obras de Aristóteles, Newton se mantiene alejado, más aún,
desconfía, del modelo interactivo de Platón. Su óptica propugna la idea,
rigurosamente fisicalista, de una sola vía, de esa única vía que va del
objeto alojo. Pero ¿es todo tan simple? No, desde luego. Para entender
mejor cómo están las cosas, aun cuando se trata de un tema ya
demasiado manido (y abusado), puede ser provechoso revisar la mal
famada polémica de Goethe contra la teoría de los colores de Newton.
Como se recordará, Goethe critica (y ridiculiza) la aproximación
puramente fisicalista que subyace a esta teoría. Pero su intento de
demostrar «la inconsistencia de la teoría de Newton» no tuvo éxito (J.W.
Goethe, 1993). La ciencia contemporánea ha demostrado, más allá de
toda duda razonable, que el equivocado era Goethe. Si nos atenemos a la
metáfora platónica, se puede decir que el error de Goethe consistió en el
hecho de que, para demostrar la importancia de la vía psicofisiológica y
cultural -ya presente, por otra parte, en Galileo y Berkeley (G. Toraldo di
Francia, 1986)-, estimó necesario rechazar, in toto, la vía física de la visión
(y del color). Por lo demás, como siempre ocurre en las tomas de posición
fuertemente polémicas, Goethe nos proporciona un informe
caricaturesco de las teorías de Newton.
Por supuesto, Newton fue el genial representante de una interpretación
mecanicista de los fenómenos naturales, pero sus teorías eran menos
burdas de lo que Goethe -llevado por la vehemencia de la polémica-
quería hacernos creer: Newton nos sorprende, por ejemplo, cuando
reconoce, muy poco newtonianamente, que los colores son algo
semejante a «fantasmas» (phantomes).16 Y en tanto que fantasmas no
son abordables con las categorías propias de la óptica física, sino sólo
recurriendo a otras categorías, que obviamente no eran las de Newton.
En su Óptica, se encuentra un famoso pasaje en el que admite el papel
fundamental del aparato sensorial en la visión de los colores: «Los colores
del objeto», afirma Newton, «no son más que una disposición a reflejar
este, o aquel tipo de rayo más copiosamente que los demás; en los rayos,
ellos (los colores) no son más que la disposición (de los rayos) a propagar
este o aquel movimiento por el aparato sensorial, y en el aparato
sensorial ellos (los rayos) se convierten en sensaciones de esos
movimientos bajo la forma de colores»17
Una aclaración, a mi juicio decisiva, sobre el tema relativo a la teoría del
color de Goethe en oposición a la de Newton, se debe al físico Werner
Heisenberg que, en una conferencia celebrada en 1941, discutió por
extenso este asunto. 18 Como se sabe, Heisenberg pertenece al grupo de
físicos que, en el marco de la mecánica cuántica, más ha contribuido a
poner en duda la validez, sino de todos, al menos de algunos
presupuestos fundamentales de la mecánica clásica, de la cual Newton
fue uno de los principales artífices.
No obstante, Heisenberg confirma sin medias tintas que para la física
moderna es la teoría del color de Newton y no la de Goethe la
científicamente correcta. Pero Heisenberg no se detiene aquí. Intenta, por
así decir una labor de mediación entre las dos teorías. Para él, la teoría de
16
Newton, s.f., pág. 2, véase R.S. Westfall (1980)
17 Newton (1952), pág. 125.
18 W. Heisenberg (1980), véase D. Brinkmann y E. J. Walter (1947
Goethe es científicamente insostenible si se la presenta – y ésta era la
idea de Goethe- como alternativa a una teoría física del color-luz. Sin
embargo, según Heisenberg, las cosas cambian si, por el contrario, se la
juzga sólo como una teoría concerniente a los aspectos psicológicos,
fisiológicos y estéticos del uso (y de la producción) del color material por
parte de pintores, artesanos y fabricantes de tintas y barnices.
En este caso, la teoría goethiana asume un valor autónomo y conquista su
propio campo de indagación. En pocas palabras, para Heisenberg, las dos
teorías serían, a su modo, legítimas. Y, en última instancia, no
comparables, dado que pertenecerían a «dos niveles de realidad
totalmente distintos» (zwei ganz verschiedenen Schichten der
Wirklichkeit).
Naturalmente, el riesgo de este, digámoslo así, compromiso entre las dos
teorías -riesgo del que Heisenberg es consciente-, es escindir la realidad
en dos compartimentos estancos, o sea reproponer la dicotomía entre
una realidad objetiva y una subjetiva del color. Por un lado, estaría la
realidad física, susceptible de una formalización matemática abstracta;
por el otro, nuestra cotidiana experiencia sensible, emotiva y creativa con
la percepción (y producción) del color, experiencia que sería, de hecho,
difícilmente abordable con medios matemáticos. Heisenberg no nos
indica el modo de evitar este riesgo. Pero nos da a entender que, quizás,
un posible camino es dirigir una atención cada vez mayor a los aspectos
neurofisiológicos de la visión, porque, todo considerado, dice Heisenberg,
“las reacciones del ojo se explican por la refinada construcción biológica
de la retina y de los nervios ópticos (llamados a conducir la impresión del
color al cerebro)”. Además, no excluye que, en teoría, los procesos
químicos (y eléctricos) que se verifican en ese lugar puedan ser objeto de
un abordaje matemático.
Sea como fuere, la propuesta de Heisenberg va mucho más allá de la
controversia Goethe-Newton, y nos reconduce a la hipótesis de que la
visión del color es el resultado de una relación bidireccional, y no
unidireccional, entre la realidad exterior y nuestro cerebro. Una hipótesis
que repropone, ahora en términos científicos, el modelo intuido por
Platón. A abrir estas nuevas perspectivas han contribuido en particular los
desarrollos de las neurociencias en las últimas décadas. Se trata de
nuevas perspectivas no sólo científicas, sino también filosóficas.
Dos de los más importantes representantes de la actual investigación
neurobiológica de la visión cromática son David H. Hubel y Semir Zeki. Por
razones obvias, no oso entrar en asuntos que conciernen a sus específicas
áreas.de competencia. Querría aventurar, empero, algunas reflexiones
que, a un nivel muy genérico, tocan estas áreas. No tengo más remedio,
dado que los resultados científicos alcanzados, por mérito suyo, pero
también de otros estudiosos, son una referencia imprescindible en la
temática que estoy discutiendo.
A mi juicio, en la investigación neurobiológica se encuentra una plena
confirmación de la teoría de la doble vía. Esto es particularmente evidente
en el estudio del recorrido bidireccional que va del ojo a la corteza y de la
corteza alojo. Recorrido que, no por casualidad, es descrito en términos
de propagación y retropropagación, de flujo y reflujo, de abajo arriba
(bottom-up) y de arriba abajo (top-down).
En un ámbito de análisis más restringido, el fenómeno del recorrido
bidireccional aparece lúcidamente examinado por David Marr (1982) en
su teoría de la «primera visión» (early vision) y en la de la «óptica inversa»
desarrollada por Tommaso Poggio (1989) siguiendo los pasos de Marr.
Desde luego, todo esto no es una novedad para los científicos que
trabajan en este campo. Ellos saben desde hace mucho que la imagen
retínica es burda, huidiza y ambigua (al mismo tiempo, demasiado pobre
y demasiado rica en informaciones) en relación a la imagen, por así decir,
final. Para ellos es un dato adquirido que esta última es el resultado de un
articulado proceso de reelaboración que tiene lugar principalmente, pero
no exclusivamente, en la corteza visual primaria. Aun cuando, sobre dicho
proceso, aún se ignoran muchas cosas y no las menos importantes.
S. Zeki (1993, pág. 241) ha llamado la: atención sobre el hecho de que la
corteza visual primaria actúa más como un «categorizador» (categoriser)
que como un «analizador» (analyser). Es evidente que en este caso
específico la obra de categorización, a diferencia de la de análisis, es un
proceso, por un lado, de simplificación, o sea de eliminación de las,
informaciones superfluas, y, por el otro, de unificación y de sustancial
enriquecimiento de las informaciones útiles. En pocas palabras, la imagen
de retorno, la imagen que hemos definido: como final, es la consecuencia,
entre otras cosas, de un proceso constructivo (o reconstructivo) que
responde al «principio del mínimo esfuerzo» teorizado por Ernst Mach
(1922) y por Richard Avenarius en los años ochenta del siglo pasado. Un
comportamiento destinado a la máxima economía, en el que se
privilegian las soluciones que rinden funcionalmente, más que las que
parecen más lógicas, coherentes o elegantes.
Es la idea que subyace a la «teoría utilitarista» de V. S. Ramachandran
(1990, pág. 347), según la cual la percepción visual es una «maleta de
trucos» (bag of tricks). Con esta curiosa analogía entiende un conjunto de
recursos, expedientes y estratagemas con las que el sistema visual, a
través de una constante búsqueda de la sencillez, se asegura altísimas
prestaciones.
Es un hecho que el cerebro, el organismo más complejo de nuestro
planeta, prefiere la sencillez. Y para alcanzada su estrategia consiste,
como escribe Ramachandran, en remover los elementos complicados,
pero también, y principalmente, en suplir las carencias con elementos
creados expresamente. Con toda probabilidad muchos problemas aún
abiertos (y controvertidos) relativos al color -como la oposición cromática,
el contraste simultáneo y la constancia- se pueden explicar
preferentemente en función de dicha estrategia. Es igualmente probable
que lo mismo valga para la visión del color en relación con la visión de la
forma, el movimiento y la profundidad.19
Se han abierto nuevas perspectivas hacia un mayor (y más exacto)
conocimiento del itinerario que el flujo óptico recorre en el cerebro,
desde la retina, pasando por el cuerpo geniculado, hasta alcanzar las
áreas cortical y subcortical. Aunque muchísimos aspectos (quizá los más
importantes, según los neurobiólogos) sean todavía desconocidos, el
cerebro ya no es una black box. Yeso gracias a algunos desarrollos
notables de la microscopía electrónica, que han permitido el acceso visual
a los más recónditos tejidos del cerebro, pero en no menor medida a los
recientes desarrollos en el campo del medical imaging. Basta recordar,
entre estos últimos, los formidables resultados posibilitados por la
tomografía por emisión de positrones (PET) en el estudio in vivo de la
actividad neuronal. Cuando hoy hablamos de doble vía a nivel cerebral,
comenzamos a tener algunas certezas sobre cómo se produce.
Colores y visión artificial
Sin embargo, más allá del papel desarrollado al respecto por los potentes
dispositivos técnicos de observación, no podemos ignorar las
aportaciones que provienen de la investigación en el campo de la
inteligencia artificial y de la robótica. Me refiero, en concreto, a los
trabajos sobre la visión artificial.
19
Véase D. Marini (1995a y b, 1995-1996).
Estas aportaciones tienen una particular relevancia para nuestro tema.
Junto a la visión natural-la capacidad de la mayoría de los seres vivos de
ver el mundo exterior- ahora nació, sobre todo de una convergencia entre
la informática y la microelectrónica, la visión artificial: la capacidad de
algunos sistemas técnicos (robots) de ver, mediante sensores,
determinados objetos o agrupaciones espaciales de objetos del mundo
exterior.20
El análisis comparativo de los dos sistemas visuales -el biológico y el
artificial- abarca de lleno algunas cuestiones tradicionalmente filosóficas.
En el centro de ellas se sitúa el problema de la relación entre qualia y
properties,21 un problema que ha acompañado durante siglos el debate
epistemológico sobre la visión. Pero si la premisa es ya extremadamente
compleja cuando se habla de visión natural, lo es aún más cuando se
discute sobre la visión artificial. Y todavía más cuando el objeto del
análisis no es la visión artificial en general, sino la del color en particular.
Que los robots puedan reconocer forma, movimiento y profundidad es ya
un hecho adquirido. Lo es mucho menos que estén en condiciones de
reconocer colores. A decir verdad, hasta ahora los intentos en este
sentido no han sido nada convincentes. Y esto se explica por el hecho de
que en la visión artificial falta hasta ahora esa doble vía que es
fundamental en la visión natural del color.22
Hace poco hablábamos del papel de la estrategia de la sencillez en el
fenómeno de la visión. Pero se deben evitar los malentendidos. Aun
20
Harris y M. Jenkin (1993). Véanse R. H. Haralick y 1. G. Shapiro (1993) y S. A. Klein
(1993).
21 N. Goodman (1966), págs. 130 y 136.
22 K. K. De Valois y F. 1. Kooi (1993).
cuando puede parecer paradójico, la ejecución de dicha estrategia es de
una elevada complejidad. «La sencillez», anota Tommaso Poggio, «es
engañosa» (1989, pág. 279). Y añade, con obvia referencia a la visión
artificial: «Una cosa es digitalizar una imagen por medio de una cámara
digital y otra es comprender y describir lo que la imagen representa». Esto
vale también para el interesante modelo computacional mediante el cual
se ha intentado simular artificialmente la retina. Me refiero a la
denominada «retina de silicio», cuyo circuito, según sus autores, estaría
en condiciones de dar una respuesta que «se acerca mucho al
comportamiento de la retina humana».23
En los últimos tiempos, se han desarrollado nuevos dispositivos de
simulación de la visión natural. Entre éstos figuran las imágenes virtuales
de tres dimensiones generadas por ordenador, conocidas como
realidades virtuales, imágenes de síntesis interactivas de altísimo
verismo.24 Imágenes en las que están presentes todos los elementos que
caracterizan nuestra experiencia de la realidad, sin excluir la posibilidad
inmersiva por parte del observador y la implicación, más allá del sentido
de la vista, también del tacto y el oído.
La realidad virtual se está demostrando no sólo un útil dispositivo para
simular el proceso de la visión, sino también para simular el resultado de
tal proceso, o sea lo que hemos llamado la imagen final. Un aspecto, éste,
de gran interés, porque abre el camino a un análisis más objetivo de la
relación entre lo real y lo virtual en la percepción cromática. Los colores,
ya se sabe, existen sólo en nuestra cabeza, son verdaderas construcciones
23 M. A. Mahowald y C. Mead (1991), págs. 46-48.
24 Véase T. Maldonado (1992).
virtuales de nuestro cerebro. Por eso el modelo virtual, en cuanto
simulación de tales construcciones, hace posible una mayor comprensión
de los mecanismos de percepción real del color. En este sentido el color
virtual no niega, sino que confirma, una relación con la realidad.
Las nuevas temporalidades
Con respecto a la lectura de la realidad, el «sentido común» puede ser
entendido como la parte más profunda de nuestra estructura mental, lo
que hace que nos sintamos situados en un espacio y un tiempo que
compartimos con los demás, del que podemos hablar con otros
presumiendo qué nos referimos a la misma cosa.
Como se sabe, el sentido común no tiene necesidad de referirse a cómo
son las cosas de verdad (y quizá nunca nadie lo pueda decir), sino a cómo
éstas se han percibido en el tiempo. Todos sabemos que la tierra es
redonda y que gira alrededor del sol. Esto no quita para que en nuestra
vida concreta la consideremos como una superficie plana y que todas las
mañanas podamos decir que el sol ha salido.
Lo mismo podemos decir de la idea de materia. Si para la ciencia y la
filosofía el interrogante acerca de lo que es la materia siempre ha dado
lugar a profundas discusiones (y además cuanto más avanza la ciencia, la
respuesta parece menos clara), para el sentido común la respuesta
parecía clara. La materia es algo sólido, pesado, inerte, resistente y
duradero. La materia supone cansancio; cansancio cuando se transforma,
cansancio cuando se transporta. La materia es el sus trato estable de
nuestras experiencias. Es el ente estático y mudo al que se oponen la
ligereza y efervescencia de las ideas.
Las cosas de las que e! mundo está hecho son partícipes de esta inercia,
de este peso y de esta duración. Lo mismo podemos decir de los objetos
artificiales producidos por e! hombre que surgen de la dialéctica entre las
ideas y la materia y están mediatizados por el cansancio de la mano que
los realiza.
En realidad, se podría decir que también los fluidos, el agua y el aire, son
materias, y observar que el hombre no reconoce sólo las formas
congeladas en la materia estática de los sólidos, sino también las formas
generadas por los fluidos: como la de un remolino de agua en e! agua o la
de un molinillo de polvo en el aire.
La reflexión sobre la materia fluida y las formas que ésta crea, ha
interesado a algún filósofo o científico, sin embargo en nuestra cultura no
se ha convertido en «sentido común». Durante milenios nuestro mundo
siempre ha sido un mundo de solidez sin que existieran motivos para
imaginar algo diferente.
Durante milenios el hombre ha trabajado con los mismos, escasos
materiales. Hasta la revolución industrial el ambiente artificial estaba
constituido casi exclusivamente por madera, piedra, arcilla, piel, fibras
naturales y, en menor medida, por algún metal. Al mismo tiempo las
UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS
“Artefactos”, Ezio Manzini
Capítulo: 3-Los tiempos de lo artificial
Editorial: Celeste
Lugar: Madrid
Año: 1992
formas que el hombre extraía con cansancio de la materia iban
evolucionando, pero esta evolución, excepto en momentos particulares,
era lenta, casi imperceptible de una generación a otra.
Con la repetición de la experiencia, la acumulación de memoria subjetiva
y colectiva produjo una semántica de los materiales y de las formas. La
materia comenzó a hablar del mundo físico y cultural que contribuía a
construir y que había construido en el pasado. Y de este encuentro entre
propiedades físicas y valores culturales surge la identidad de los
materiales; un conjunto de propiedades que acababan siendo intrínsecas
al propio material y que éste llevaba como un don a las formas que
surgían de él, enriqueciéndolas en profundidad y espesor cultural.
Debemos subrayar el carácter de larga duración de esta historia de los
materiales y de las formas: en la permanencia de los materiales, en los
largos tiempos de la evolución de la forma de los artefactos es donde hay
que buscar la construcción del sentido de la realidad material de nuestra
cultura.
Sin embargo, hoy en día algo se ha roto, ya que las informaciones que
nuestros sentidos nos envían parecen cada vez menos procesables con los
tradicionales instrumentos que el sentido común se había construido en
relación a un mundo sólido. La ruptura se ha dado en el aspecto temporal:
lo que era lento, casi estático, en los últimos dos siglos ha comenzado a
sufrir una aceleración, llegando hoy en día a un punto en el que la
velocidad de cambio es tal que resquebraja la solidez del mundo que
percibimos.
Una vez llegados a este punto, nos convendrá pasar del mundo de los
sólidos al de los fluidos y las imágenes dinámicas que éste puede crear.
Sin embargo, entre tanto, puede ser útil reflexionar acerca de algunos
conceptos que provienen de las ciencias cognitivas. Conceptos que,
mientras en el pasado podrían haberse considerado tan sólo como una
interesante reflexión científica, en la actualidad se convierten en
instrumentos fundamentales para una lectura más eficaz de la realidad
cotidiana.
Los tiempos de cambio y profundidad
Nuestra experiencia del mundo se da a través de esas ventanas situadas
entre e «ambiente interno» y el «ambiente externo» que son los sentidos:
sensaciones ópticas, olfativas, táctiles, térmicas, gustativas... un flujo
continuo de informaciones desorganizadas. Estas informaciones son
posteriormente ordenadas componiéndose en imágenes y
estructurándose en un espacio mental; en un conjunto de «escenas»
recíprocamente interconectadas a las que damos el nombre de realidad.
La trama que conecta todo esto, manteniendo unida nuestra experiencia
y junto a ella, a nosotros mismos, es el tiempo. Es en e! tiempo en donde
fluyen las informaciones y es en la reiteración de la experiencia en donde
la realidad que nosotros nos construimos toma consistencia.
El espesor y la realidad de: las cosas no están, pues, en las cosas mismas,
sino que están en nuestra mente y dependen de la cantidad de
correlaciones que una cierta estimulación sensorial consigue generar. Esta
cantidad de correlaciones, depende a su vez, del hecho de que aquella
estimulación ya se, haya dado, y de que se llegue a correlaciones
activadas por experiencias precedentes, tanto directas como indirectas.
Todo esto, tiene que ver con el tiempo; mejor dicho con la persistencia,
con las mutaciones y con el ritmo que son, a fin de cuentas, las únicas
realidades del tiempo de las que podemos tener experiencia.
Como se ha dicho en capítulos precedentes, si el aspecto emergente de
nuestra actual experiencia del ambiente artificial es la sensación de la
pérdida de profundidad, del espesor de la «realidad» de las cosas, más
que en la materia, la causa debemos buscada en el tiempo. Mejor dicho,
en el cambio de la materia de que está hecho el mundo se encuentra el
origen de un flujo de información incongruente con los modelos
culturales que querríamos utilizar y organizar en imágenes mentales.
Debido a la velocidad, es decir al tiempo con el que dicho cambio tiene
lugar, se hacen inútiles los modelos culturales establecidos; debido a la
velocidad de las imágenes mentales que conseguimos construir se nivelan
en superficies planas.
En efecto, desde el punto de vista físico, nuestra relación con los objetos
es en todo momento solamente una relación con sus superficies, de
hecho son las superficies las que nos envían mensajes (ya sean ópticos,
táctiles, térmicos u olfativos).
Pero si superficie es lo que se reconoce como parte de una columna de
mármol y a ella asociamos toda una serie de imágenes ya organizadas en
nuestra memoria, que van desde lo que sabemos del mármol (cuánto
pesa, cuáles son sus características térmicas, cómo es la estructura
interna, cómo reacciona con el tiempo), a toda la historia de los
monumentos y de las obras de arte que se han realizado con este
material, y a los ambientes culturales a que ha pertenecido en el curso de
la historia…todo esto es «el mármol»: con su peso, su profundidad
cultural, y su evidente materialidad.
En cambio, no reconocemos nada o muy poco de la superficie con la que
nos relacionamos, no existen conexiones posibles y la superficie no es
más que un soporte que nos comunica las pocas informaciones que, en
este momento, nuestros sentidos nos transmiten. En otras palabras, si en
una determinada experiencia no se pueden reconocer ciertas formas y
convenciones culturales importantes, esta experiencia se nivela, la
información se organiza de la manera más elemental, es decir en una
superficie sin espesor físico y cultural, en una superficie en la que se
encuentran impresos o proyectados signos pendientes de decodificación.
La velocidad de los cambios, que se basa en la actual vivencia del
ambiente artificial, se articula a su vez en dos aspectos: lo que han
cambiado las cosas y lo que ante nuestros ojos continúan cambiando.
Estos dos aspectos de la velocidad del cambio, aunque sean reconducibles
a análogas motivaciones técnicas, y a pesar de contribuir ambos a la crisis
del tradicional concepto de materialidad de: la experiencia, inciden en
esta última de manera diferente y a diferentes niveles.
Si en realidad sólo se verificase el primero de los dos aspectos (un cambio
tecnológico que sustituye bruscamente el sistema de los materiales y de
los objetos precedentes, con otros totalmente nuevos), podríamos
imaginar la regeneración de una semántica de materiales y de formas
similares a la precedente, a pesar de referirse a significantes y significados
distintos. Sólo sería cuestión de tiempo: el mundo, con más disponibilidad
de tiempo experiencia, volvería a adquirir profundidad.
Sin embargo se verifica también el segundo fenómeno. Los materiales y
las formas cambian continuamente, y a la experiencia no se le da la
posibilidad de repetirse. O mejor dicho, la repetición de la experiencia no
se da de la misma forma que antes. Cuando nos encontramos más de una
vez con un mismo material (si por alguna razón sabemos que se trata del
mismo material), ello no quiere decir que éste nos ofrezca siempre la
misma imagen; y viceversa, cuando nos encontramos más de una vez con
una misma imagen esto no quiere decir que le corresponda siempre el
mismo material.
De este modo, la reiteración de la experiencia no colabora en la
construcción de la identidad compleja y profunda de un determina-do
material (como mucho podemos llegar a pensar que su identidad es la
mutabilidad, como sucedía con Zelig, el personaje propuesto por Woody
Allen, que cambiaba de personalidad según las circunstancias). La
reiteración de la experiencia también puede colaborar en la identidad de
una superficie simple, en el sentido que una cierta decoración o una cierta
textura, a la larga pueden comenzar a asumir un significado concreto,
independientemente del sus trato material sobre el que éstas se aplican.
Este orden de consideraciones, sigue siendo válido si pasamos de los
materiales a las formas, es decir a los objetos con su conjunto de
propiedades matéricas, prestacionales y culturales. También en este caso,
el problema no es tanto el de la aparición de nuevos objetos, como el de
su manera de situarse en el tiempo.
Los tiempos de respuesta e interactividad
Tanto el reloj mecánico como el electrónico son máquinas que prestan un
servicio análogo. Pero los diferentes principios sobre los que tal
prestación se funda, la diferente escala dimensional de los «mecanismos»
y el diferente: orden de las velocidad de los movimientos 00s
movimientos de los engranajes por un lado y el de los electrones por
otro), hacen que la percepción que se tiene de ellos sea completamente
diferente.
Si el primero nos conduce a un juego de componentes macroscópicos en
movimiento, y a la «gramática» y «sintaxis» del funcionamiento mecánico
que desde hace tiempo hemos logrado comprender, el segundo nos
propone un funcionamiento basado no sólo en fenómenos menos
conocidos, sino principalmente en fenómenos cuya especificidad 00 que
hace que un reloj sea un reloj y una calculadora una calculadora) escapa a
nuestra escala dimensional.
Esta observación se puede generalizar. Los objetos, alcanzados por la
tendencia (trend) de las integraciones de las funciones y por la
miniaturización de los componentes, posibles gracias a las nuevas
calidades de los materiales, tienden a hacerse más densos, a perder
transparencia (la transparencia mecánica por la cual todas las partes son
legibles en su individualidad y en sus recíprocas relaciones de
interdependencia). Lo objetos, al volverse opacos, se nos presentan
ilegibles con nuestros consolidados instrumentos de interpretación, Como
se ha visto, este fenómeno es el reflejo de un cambio de escala en el
funcionamiento del objeto que afecta tanto al aspecto dimensional como
a aquél relativo a las velocidades, es decir al tiempo en el que tiene lugar
la concatenación de sucesos que finalmente llega a producir la prestación
requerida.
Evidentemente los dos aspectos están correlacionados. Entre masa y
aceleración existe un vínculo que establece límites precisos en la práctica
constructiva. Si aumenta la masa aumenta la inercia y por lo tanto
también la energía necesaria para variar la velocidad. De ahí que, en un
mundo de artefactos producidos con componentes materiales
macroscópicos, para obtener una prestación dinámica fuera necesario
definir una cadena de correlaciones de causa y efecto entre componentes
fuertemente inerciales, cuyas velocidades reentraban amplia-mente en el
campo de lo que puede ser percibido. De este modo, generaciones de
objetos mecánicos nos han acostumbrado a leer las prestaciones como un
movimiento de diferentes partes.
Bajando de escala en cuanto a capacidad de manipulación, la técnica ha
hecho posible la sustitución de una cantidad de aparatos mecánicos en
movimiento, por componentes electrónicos, no sólo prácticamente
indistinguibles entre sí en lo que a su forma se refiere, sino también en
cuanto a lo que nosotros podemos ver, tanto estáticos en su aspecto
básico, como dinámicos en cuanto a las prestaciones que proponen.
Pero una vez que un aparato ha superado una cierta velocidad a la hora
de llevar a cabo prestaciones complejas, se verifica otro fenómeno. En el
momento en el que dicho aparato desarrolla con rapidez funciones, tiene
la necesidad de relacionarse con frecuencia con el sujeto que lo utiliza
para presentar los resultados a los que ha llegado, o para pedir ulteriores
informaciones. Se establece entre ambos un tipo de relación que no tiene
precedentes en la historia de la relación entre objetos y sujetos ya que se
trata de un coloquio. Cuando esto se verifica, la imagen mental que
tenemos del objeto sufre un profundo cambio, Lo que siempre fue una
presencia muda se anima, se hace sensible, expresiva, coloquial. Se
convierte casi en un interlocutor. Frente a ello, por primera vez en la
historia, el hombre deja de ser la única entidad del mundo capaz de
hablar. Parece realizarse el viejo sueño-pesadilla del hombre: el de
realizar su doble.
Pero la ingenuidad de nuestros antepasados les hacía pensar que el doble
del hombre, una creación demiúrgica de un mago o de un científico, era
doble del hombre porque era físicamente parecido a éste. Sin embargo, lo
que hoy en día observamos es la creación de un doble, perdido y
fragmentado en un ambiente artificial cuyas partes se subjetivizan sin
necesidad de pasar por ningún antropomorfismo. El futuro próximo quizá
no nos encuentre relacionándonos con unos replicantes antropomórficos
sino ciertamente entregados a coloquiar, enfadamos, o simpatizar con
lavadoras, bombas de gasolina, lectores de campact disc o sistemas
expertos.
Además nuestro doble, no sólo no se antropomorfiza sino que, al mismo
tiempo en que se convierte en interlocutor, parece alejarse cada vez más
de nosotros y de nuestra materialidad e individualidad: su materialidad
disminuye o pasa a segundo plano, su individualidad se atenúa. Este es
cada vez menos una entidad única y cada vez más el elemento de un
sistema, el nudo de una red de comunicaciones cada vez más vasta.
Existe una creciente generación completa de objetos que está entrando
en esta inédita esfera relacional, y que lo hace llevando una variada gama
de calidades en la interacción que establece (niveles de interacción,
formas de comunicación, grados de «inteligencia» prestacional). Los
electrodomésticos avanzados, las fotocopiadoras, las ventanillas
automáticas de los bancos, 'los contestadores automáticos, los procesa-
dores de texto... son objetos y sistemas bastante diferentes entre sí, pero
que presentan aspectos comunes. La experiencia que nos proponen se
aleja de la que tradicionalmente ha sido nuestra relación con los objetos.
Se configuran como entidades híbridas a medio camino entre diferentes
polaridades, entre el mundo material de las cosas y el mundo inmaterial
de los flujos informativos. Entre el mundo real, dotado de consistencia
física, y el mundo virtual, fruto de sutiles simulaciones.
Entre el mundo de las presencias inanimadas y el de las relaciones
intersubjetivas.
Frente a la aparición de estas nuevas entidades híbridas, la idea
tradicional que poseemos acerca de lo que es un objeta debe ser revisada.
De hecho, el objeto se ha caracterizado siempre por su doble naturaleza,
la de objeto-prótesis, es decir instrumento que, con un cierto fin,
amplifica nuestras posibilidades biológicas, y la de objeto-signo, soporte
significante de posibles significados, parte integrada en un lenguaje de las
cosas más amplio y complejo. Quizá, hoy en día, ya no baste este
esquema binario por el hecho de que hablar de objeto-prótesis y de
objeto-signo en los casos a los que aquí nos estamos refiriendo, ya no
basta para hacemos comprender la relación que se va a establecer con
ellos. Con la aparición de esta nueva familia de objetos capaces de
desarrollar rápidamente funciones complejas, de elaborar, memorizar y
transmitir informaciones en «tiempo real», este modelo se enriquece
ulteriormente.
En realidad, el objeto-prótesis de la nueva generación informatizada, se
presenta como un multiplicador de las actividades cerebrales y
sensoriales, que tiende a alejarse profundamente de su tradicional
naturaleza de prolongación física de nuestras potencialidades que los
instrumentos siempre tenían. Por lo tanto, lo que surge es una especie de
«súper-prótesis-virtual», información organizada en forma de
instrumento.
Además, como hemos dicho, este nuevo objeto, al desarrollar sus
funciones, al presentar la complejidad de datos que ha recogido,
memorizado y elaborado, debe establecer con el fruidor una interacción
que se define como una especie de coloquio. De ahí la necesidad de tener
en cuenta otra posible naturaleza el objeto, la de «objeto-interactor», es
decir el objeto que se relaciona con la persona que lo usa entrando en la
dimensión del lenguaje; en forma coloquial. Deja de entrar, pues,
exclusivamente como objeto-signo, soporte estático de posibles
significados, haciéndolo ahora como elemento activo. Como interlocutor
con el que el usuario debe relacionarse, entendiendo su lógica y
tanteando sus respuestas.
Todo esto se basa en la nueva escala temporal sobré la que actúa el
sistema, en una dimensión temporal que ya no es aquella que habíamos
aprendido a conocer mediante los mecanismos tradicionales, sino que se
acerca, y en algunos casos supera, a propia dimensión de los organismos
biológicos.
Los tiempos de proceso y variabilidad
La aceleración del tiempo también ha supuesto un profundo cambio en
relación a la oferta y demanda de productos. El resultado ha sido el
crecimiento de la flexibilidad productiva y la tendencial producción
industrial de objetos en «serie variada y «por encargo». Esto, como
veremos, contribuye a una especie de «fluidificación» de los objetos, a la
producción de una artificialidad en la cual las cosas parecen menos
vinculadas a la materialidad de los procesos.
Todo esto va unido a la progresiva informatización de las actividades
productivas y al proceso de aceleración que ha alcanzado a las relaciones
entre las diferentes funciones industriales: proyecto, producción,
marketing y distribución.
Vale la pena precisar mejor este concepto. Con toda seguridad, la relación
de recíproca influencia entre producción y mercado no es un hecho
nuevo, sino que ya se daba en la producción industrial clásica, con la
diferencia de que en esta última las fases de proyecto, producción y
comercialización de los objetos, se consideraban en secuencias
rígidamente separadas entre sí. En las fases iniciales, la relación con el
público era relativamente débil y entraba en juego, de forma decisiva, en
la fase final e la comercialización con el marketing. Una vez diseñado el
producto, (así como las líneas de producción), éste ya no podía ser
modificado. La tarea del marketing consistía en hacerla aceptable tal
como era.
Pero el nuevo contexto tecnológico y organizativo permite cambiar este
esquema, ya que la industria se organiza en tomo a un sistema
informativo y productivo integrado y en contacto con la demanda. Un
sistema en el cual todas las partes actúan recíprocamente en un tiempo
rapidísimo. En particular, la integración entre el diseño y las máquinas de
control numérico o las líneas robotizadas, permite (dentro de los límites
consentidos por el sistema) realizar variaciones del producto
prácticamente continuas, sin necesidad de interrumpir la línea productiva.
La integración de la red comercial con el aprovisionamienco, la
producción y el almacenaje, permite trabajar tendencialmente por
encargo, y las soluciones técnicas adoptadas permiten aportar, sobre una
base sustancialmente homogénea, variaciones que dan diversas
connotaciones al producto final. Todo ello, está encabezado por una
nueva idea del marketing, entendido como una actividad de relación con
el público, desde las fases iniciales de la producción, que orienta, tanto a
largo como a corto plazo, la estrategia de imagen de la empresa
productora, así como las calidades específicas de cada uno de los
productos, basándose en un análisis en tiempo real de los trend de
consumo y de la evolución del gusto.
En este nuevo contexto, la relación entre producción y demanda tiende a
alejarse cada vez más de los tradicionales estereotipos de la industria,
para acercarse al modelo de las televisiones comerciales en las que se da
una especie de condicionamiento recíproco, y casi en tiempo real, entre
audience y programación: el telespectador al actuar con su mando a
distancia, al hacer sus elecciones, modifica la audience y, en un cierto
sentido, decide las futuras transmisiones.
El caso del sistema televisivo es transparente y emblemático, pero aún
puede parecer demasiado lejano de lo que tradicionalmente se considera
como actividad productiva. Sin embargo, mirándolo bien no es así. El
«sistema moda» por ejemplo, trabaja con productos mucho más
«materiales» que las «emisoras televisivas» y sin embargo es otro
ejemplo muy pertinente de esta tendencia. Tras una observación todavía
más atenta, surge después que este tipo de relación, aunque más
matizada y ligada a lo específico de las mercancías producidas, llega hoya
proponerse incluso en los ámbitos productivos más «clásicos» del sistema
industrial. Desde el punto de vista de los procesos de formación del
ambiente artificial y de la experiencia que tenemos de él, todo esto se ha
resuelto en un continuo deslizamiento de las formas. Aunque estas
variaciones raramente produzcan imágenes dotadas de identidades
radicalmente diferentes (es más, la variedad disponible tiende en todo
caso a presentar diferencias irrelevantes en el plano semántico,
generando una especie de «variedad uniforme»), sin embargo proponen
un conjunto de mercancías continuamente cambiante, como si la
materialidad de los procesos hubiera dejado de ser un verdadero
condicionante a la rigidez de los productos en el tiempo.
Los tiempos de consumo, lo efímero y la memoria
Otro campo fundamental en el que la aceleración del tiempo incide en
nuestra relación con los artefactos, modificándolos profundamente, es
aquél que nace de una reducción que llega a la tendencial anulación de
los tiempos de producción y consumo. Pensemos en una maquinilla de
afeitar desechable, al igual que sucede con todos los objetos de un solo
uso, la relación que establecemos con ella, es más una relación con un
tipo de servicio que una relación con una cierta entidad matérica.
Todavía podemos referimos a una maquinilla como a algo dotado de
estabilidad en el tiempo, pero si la consideramos en su realidad física, el
objeto a que nos referimos no tiene ninguna persistencia. Cada día, cada
vez que la usamos tenemos en la mano un objeto exactamente igual al del
día anterior que, sin embargo, no es el mismo.
En realidad, lo que se mantiene estable es una especie de «arquetipo»
abstracto de maquinilla que se «materializa» día a día gracias al servicio
garantizado por un productor y por un sistema de distribución. En este
caso, el componente «material» de estabilidad no es ya el objeto físico en
sí, sino más bien el servicio que se nos da proponiéndonos con
continuidad el instrumento capaz de desarrollar la función requerida.
Consideremos ahora el caso del reloj Swatch, diferente del anterior en
algunos aspectos, pero similar en otros. Su carácter dominante no es
tanto su breve duración (ya que el reloj como tal podría incluso tener una
duración relativamente Iarga) sino el predominio de la imagen sobre la
materialidad del objeto.
Un producto como este posee ciertamente una «presencia material»
propia. Es decir, está hecho de una cierta cantidad de materia que nos
acompañará por un período de tiempo pero nuestro modo de percibido
es puramente en término de imágenes y lo que nos ponemos en la
muñeca es una imagen elegida entre muchas otras. El plástico de que está
hecho no se percibe de manera diferente a la percepción que podríamos
tener del papel cuando leemos un libro, y su productor no es diferente del
editor que usa la forma libro» como soporte para transmitir las
informaciones que sobre él se imprimen.
Entre estos dos significativos casos, la maquinilla desechable y el reloj de
plástico, hay Una amplia y creciente gama de productos industriales de
gran consumo.
Hablar de estos objetos significa entrar en un mundo en el cual los
tiempos del ciclo de vida tienden a anularse, es decir e! tiempo en el que
se imprime una página de periódico, en el que se sopla una botella de
plástico, en el que se teje de manera ultrarrápida una camiseta, es el
tiempo igualmente breve de su consumo. Se trata de objetos cuya
existencia ya no está ligada a la individualidad física, sino al flujo continuo
de su paso por nuestra vida. Son objetos en perenne e inmediata
decadencia y. precisamente por esto, siempre nuevos.
Nuestro tradicional modo de ver las cosas ha estado hasta hoy muy
cercano al pensamiento de Parménides, según el cual lo que existe «es
inmortal, entero y compacto, único, inmóvil y sin fin».
Sin embargo deberíamos, reorientar nuestros modelos de lectura de la
realidad hacia el pensamiento de Heráclito, según el cual todo transcurre
así: «no puedes descender dos veces por el mismo río». No puedes
afeitarte dos veces con la misma maquinilla.
Con estas rápidas consideraciones acerca de la relación entre el tiempo y
los objetos (o mejor dicho entre el tiempo y nuestra vivencia de los
objetos), hemos buscado algunas causas de lo que vivimos como pérdida
del espesor en nuestra experiencia del mundo.
Con esta clave de lectura han surgido diferentes familias de artefactos
muy lejanas entre sí: «objetos interactivos», «objetos de serie variada»,
«objetos instantáneos». A éstos le corresponden procesos productivos,
ámbitos de consumo y relaciones sujeto/objeto muy diferentes pero que
tienen en común la forma de situarse en el tiempo. Para estos objetos
existe la duración de la performance, y no la duración del objeto en sí. Son
objetos sin memoria.
Pero en el ambiente artificial, incluso en el actual, también existen
objetos que, de alguna manera, están hechos y utilizados precisamente
por su duración. Esto se debe a que en nuestra cultura la necesidad de
relacionamos con cosas persistentes, la necesidad de encontrar en los
objetos unos testimonios de nuestra vida, parece ser una necesidad
profunda. De todas formas, la aceleración de los tiempos también ha
afectado a la producción de los objetos así como la vivencia que podemos
tener de ellos.
En la cultura europea el más emblemático «objeto de la memoria» es la
casa, la construcción en la que habitamos. Para ésta, al menos
subjetivamente, el tiempo de referencia es la eternidad. Uno adquiere
una casa para sí mismo y para sus propios hijos. Nadie llega a imaginarse
que un día podrá ser derribada. Pero a este caso límite, se unen otros
objetos del paisaje cotidiano, como algunos muebles y objetos de
decoración, que entran profundamente en la esfera afectiva. A ellos les
confiamos (o nos gustaría confiarles) la tarea de durar, de acumular
memoria, de proveemos de una especie de referencia temporal, de
funcionar como un reloj analógico, que con su lenta cadencia marca el
transcurso de los largos tiempos de la existencia. Objetos que no
quisiéramos ver pasar por nuestra vida: por el contrario quisiéramos ser
nosotros los que pasáramos por la suya. Estos objetos, cuya demanda
responde a una exigencia profunda y difícilmente modificable (que
parecería justo poder garantizar), son los mas difíciles de producir en el
nuevo ambiente técnico-productivo. No debido a que ya no se puedan
realizar objetos duraderos, sino debido a que su modo de durar se
conecta mal a la idea de memoria. Los nuevos materiales, incluso aquellos
duraderos, no parecen ser capaces de salir de una condición de existencia
dual, en la cual de la condición «como nuevos» pasan bruscamente, con
una especie de traspiés, a la de «degradados para tirar».
Lo que surge del sistema técnico contemporáneo nos parece, pues,
incapaz de recubrirse con la «pátina del tiempo» convirtiéndola así en
soporte del recuerdo. Es como si los nuevos artefactos tratasen de poner
en escena una eterna juventud estando destinados a la más melancólica
decadencia cuando ya no lo consiguen.
Entre todas las extraordinarias posibilidades que la tecno-ciencia nos
propone cotidianamente, puede faltar la de saber «envejecer con
dignidad». Quizá no sea una casualidad y no sea este un problema
intrínseco a la tecno-ciencia que los ha producido. Tal vez esta situación
exprese significativamente un problema que atañe profundamente a la
cultura en la que esta tecno-ciencia nace, es decir nuestra actual cultura
occidental: el de no ser capaces de pensar con serenidad en la decadencia
y en la muerte.