AMIGO IMAGINARIO

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De Ramón Lara Gómez

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InfantIles mIchoacanos

Vi un campo de trigo sobrevolado tal vez por una veintena de cuervos que daban la impresión de huirle al reflejo del día, deslumbrados por el amarillo del trigo, y perderse en un cielo azul oscuro y tormentoso. No pude contar los cuervos pero eran muchos. El cuadro que más me im-presionó, desde la primera visita con el doctor Rudy, era uno en donde había un cuarto pequeño todo pintado de azul, con una sola ventana de vidrios amarillos, una cama individual con una colcha roja, dos sillas y una mesita, junto a la puerta, con dos jarras de agua, un vaso, un plato de comida, dos botellas y algo que parecía un pan. Seis cuadros adorna-ban las paredes del cuarto. Cuatro cuadros no se distinguían bien, pero los dos retratos que estaban en la pared del lado de la cama, se veían perfectos: era un hombre y una mujer. Imaginé mi cuarto con el retrato de mi mamá y mi papá y los que no se alcanzaban a distinguir éramos miguelito y yo. Cada cosa en ese cuadro cargaba con una gran tristeza. Ojalá algún día conozca al pintor del Abandono: Vincent van Gogh.

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Ramón Lara Gómez, nació en Palenque Chiapas, México, en 1972. Radica en Morelia desde 1988. Es autor del libro de cuentos: Palenque, la punta del campo editado por el Instituto Michoacano de Cultura (IMC) en 1997. ha sido becario del FOESCAM Michoacán en novela, 1998-1999 y del FOESCA Chiapas en cuento, 1999-2000. De 1999 a 2001 fue Director de la Casa de la Cultura de Palenque Fray Pedro Lorenzo de la Nada. En 2004 ganó los Juegos florales nacionales “Ramón Martínez Ocaranza” Organizados por el H. Ayuntamiento de Morelia y el Premio de Poesía de Uruapan. fue finalista del Concurso de Cuento Charles Bukowski México-España 2004, convocado por la Editorial Anagrama y la revista Generación. Participa en el libro colectivo, editado por Anagrama, El despojo soy yo. En 2008 recibió Mención Honorifica en el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano. En diciembre de 2010, el UNICACH (Universidad de Ciencias y Artes de chiapas) le publicó su novela: La puerta de enfrente, en su colección boca del cielo. Fue incluido en la antología: Lados B, Narrativa de Alto Riesgo. Nitropress 2011 y recientemente en la antología: La ciudad de los poetas, Secum, 2012.

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CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTESRafael Tovar y de Teresa

Presidente

Saúl Juárez VegaSecretario Cultural y Artístico

Francisco Cornejo RodríguezSecretario Ejecutivo

Ricardo Cayuela GallyDirector General de Publicaciones

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo FigueroaGobernador Constitucional

Marco Antonio Aguilar CortésSecretario de Cultura

Juan García TapiaSecretario Técnico

Fernando López AlanísDirector de Formación y Educación

Jaime Bravo DéctorDirector de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Raúl Olmos TorresDirector de Promoción y Fomento Cultural

Paula Cristina Silva TorresDirectora de Vinculación e Integración Cultural

Héctor García MorenoDirector de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos

Miguel Salmon del RealDirector Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán

María Catalina Patricia Díaz VegaDelegada Administrativa

Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

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A Pablo, Yolanda y Damián Alcázar que me regalaron parte de estas historias.

Para Dominga, Andrea y Ramón Lara Antonio, porque siempre hemos llorado y reído juntos.

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Amigo imaginario Primera edición, 2013

© Ramón Lara Gómez

DR © Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación editorial:Héctor Borges PalaciosMara Rahab Bautista López

Diseño de colección y cuidado editorial:© Editorial y Servicios Culturales El Dragón Rojo S. A. de C. V.

Ilustraciones:Ramón Lara Antonio

Edición de ilustración:Miguel Ángel Pérez Hernández

Diseño de Portada:Miguel Ángel Pérez Hernández

Edición: Juana Moreno Armendáriz

ISBN Colección: 978-607-8201-32-7ISBN Volumen: 978-607-8201-33-4

El contenido, la presentación y disposición en conjunto y de cada página de esta obra son propiedad del editor. Queda prohibida su reproducción parcial o total por cualquier sistema mecánico, electrónico u otro, sin autorización escrita.

Impreso y hecho en México

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Ramón Lara Gómez

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Índice

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un relato transparente y vidrioso al mismo tiempo, conmovedor a toda hora a lo largo de una trama em-papada de la necedad de un niño, como todos lo fuimos, cuando en la infancia inventábamos un camarada inseparable, conversábamos, jugá-bamos, peleábamos o maldecíamos con él para sentirnos menos solos y encontrar, en ese otro inexistente, reflejos de nuestro propio ser huidi-zo. Al final no se sabe quién inventa a quien.

Hay relatos que, a primera vista, parecen tan sencillos, que al leerlos uno podría pensar que cualquiera podría escribirlos. Pero esa aparente sencillez, tras una nueva valoración, evidencia con frecuencia una intrin-cada estructura que mueve muchos resortes de la memoria y de la vida. Se descubre entonces en lo narra-do una naturalidad que se nutre, sin tregua, de espontaneidad e inocen-cia, pero también de argucia y picar-día. Es el caso de Amigo imaginario,

Presentación

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Amigo imaginario es un relato salpicado de humor, de gracia recurrente y fina ironía, de instan-tes que rayan en lo soez y en lo in-decente pero que al mismo tiempo chispean de encanto y simpatía, como cuando el niño narrador ad-mira en las paredes del consulto-rio del doctor Rudy unas copias de las pinturas Dormitorio en Arles y Campo de Trigo con Cuervos, del eternamente enigmático Vincent van Gogh. Amigo imaginario es un relato logrado, sinuoso como la

propia niñez, un cuento para chi-cos y grandes, que cierra con un final casi inesperado, casi sorpresi-vo, como lo quiere cierta cuentística provocadoramente tradicional. Ra-món Lara Gómez (Palenque, 1972) es ya un narrador consumado, autor de varios volúmenes de cuentos y de la novela La puerta de enfrente y ahora de este inesperado y bien construi-do relato que llega desde la infancia.

Jorge Bustamante GarcíaMorelia, primavera de 2013

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Estábamos en la sala, cuando se me ocurrió decir: “cuando sea grande me dedicaré a viajar por el mundo…” Mi mamá y mi hermanito no me hicieron caso y me tacharon de loco. Miguelito estaba sentado en el si-llón chico y mi mamá en el sillón grande, con los pies apoyados sobre la mesa de centro, y en sus manos sostenía una bolsa de palomitas que se iba comiendo a puños y de vez en cuando nos aventaba una palomita a mí y otra a Miguelito para que la atrapáramos con la boca y no se nos reventara la hiel por el deseo de probarlas. Yo estaba tirado en el suelo, boca abajo, mientras recortaba fotos de la revista Ciudades del mundo para pegarlas en mi libreta, la cual titulé Ciudades para el mañana. La ciudad de Venecia y sus canales se vio reducida a pequeños cuadros que, al irlos pe-gando con resistol blanco y mucho entusiasmo, se me quedaban colgados en la mente y formaban galerías de recuerdos para el futuro. “Cuando tenga 20 años, —volví a decir— después de sufrir un accidente en un ca-rro deportivo, me pondrán una pata de palo y un parche negro en el ojo. Entonces me subiré a un avión y me marcharé a Europa. Me bajaré en el puerto más cercano a Venecia, conseguiré un perico, me compraré una góndola y me dedicaré por un tiempo a realizar mi sueño de pirata”. A mí mamá le dio risa y Miguelito me aventó una palomita en el ojo. El enano se estaba muriendo de envidia. “En la punta de la góndola, —proseguí— le colgaré una bandera negra y una imagen de una calavera calcada del

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frasco de veneno de las ratas. Con eso llenaré de terror y espanto los ca-nales de una ciudad que al inicio se me resistirá a entregarse, pero al final, cuando esté perdida, me hará su rey”. Miguelito, cuidando que mi mamá no lo viera, me tiró una patada de mula; suave, pero que me dolió porque me golpeó en la espinilla. Le hice señas de que iba a ver estrellitas al rato. “Cuando sea glande me dedicaré a viajar por el mundo”, dijo Miguelito, cambiando la r por la l, el muy copión.

2No te conté que antes que tú fueras mi mejor amigo, tenía otro mejor amigo, le decíamos el Amigo, aunque se llamaba Pablo Damián. Era más gordo que tú, más chaparro que tú y más tonto que tú. Le gustaba engor-dar las palabras en su boca cuando hablaba. Sobre todo cuando se dirigía a nosotros llamándonos A M I G O. Parecía que separaba las letras, que las hacía grandotas, sus palabras estaban tan bien alimentadas como él. Pablo Damián tenía unos cachetotes gordos, gordos, y rojos, rojos, como una manzana. Pues el Amigo era más grande que yo, como tres años me llevaba por delante. Una vez hicimos una piyamada en la cocina de mi

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casa. Mis papás antes de irse a dormir nos estuvieron contando dos que tres cuentos de terror y luego nos acomodaron unas colchas, nos dieron la bendición y se marcharon a su cuarto. Cuando nos quedamos solos, el Amigo, Miguelito y yo permanecimos en silencio. A lo lejos se escucha-ban los ladridos de los perros y los gritos de un borracho. Enseguida nos dormimos. Como a las cinco de la mañana nos levantamos por el ruido de una vaca o un fantasma, luego se escuchó un grito de La Llorona. Nos paramos muy rápido; en la oscuridad buscamos la puerta, Miguelito se descolgó del cuello su resortera, yo tomé la pistola de agua y el Amigo una espada de plástico. Como era el más grande iba por delante, cuidándonos y preguntando: “A M I G O, ¿quién anda ahí?, ¿quién trata de asustarnos?” Me viré y escuché a Miguelito que le castañeaban los dientes. En el pasillo ya estaba amaneciendo y al Amigo le temblaban las piernas. Cuando vio a mi padre empezó a gritar: “¡A M I G O!, nos asustaron…” a leguas mi papá se aguantaba la risa, nos calmó y nos mandó a dormir de nuevo; y así con tremendo susto nos la amanecimos con los ojos en blanco. Después de ese día al Amigo lo vi una o dos veces más y pasó un año o dos y cuenta mi papi que un día lo vio venir de frente hablando por su celular. Decía “mamacita” y “te quiero… chula te extraño”, “te veo al rato”, “vamos al cine…” hablaba como un adulto. Cuando pasó junto a él, dice mi padre que le dijo Pablo Damián: “A M I G O, gusto verlo”. Y mi padre que le

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pregunta: “¿con quién hablas, Pablito?” Y el Amigo que le responde con una sonrisa: “A M I G O, hablo con mi prima”. Hace poquito me enteré que ya se casó con una niña de 14 años.

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Los sábados, después de hacer la tarea, no hacemos nada, lo que se dice absolutamente nada de nada. Yo estaba acostado en la cama mirando el techo azul del cuarto y me imaginaba que era un cielo brillante, sin nubes, y trataba de ver a Dios a través de los rayos luminosos producidos por la luz del foco, pero lo único que veía eran las manchas negras nacidas por las filtraciones del agua de lluvia; las manchas parecían pequeños zopilotes negros que manchaban el techo; las grietas del techo, por donde se filtraba el agua, parecían las venas de mis manos a punto de crecer y crecer, hin-charse y reventar. Al rato mi mamá subió a decirnos que iba al minusuper de la esquina a comprar azúcar, leche y huevos y nos dejó solos. “Jugue-mos a las luchas”, dijo Miguelito corriendo al ropero y sacando su máscara verde del Espectro Jr. Vi de cerca mi desquite por lo de la patada de mula en la espinilla y yo corrí por mi traje completo de La Parka. Miguelito se desvistió rápido y se dejó solamente los calcetines y la trusa; se colocó la máscara y en verdad parecía un espectro surgido del infierno. Yo me des-vestí completo y luego me puse el traje de La Parka: como estoy flaco me veía como un esqueleto. Luego nos subimos a la cama para usarla como ring. Miguelito y yo nos dimos la mano, pero nos quedamos viendo con odio. “Soy ludo”, dijo Miguelito por su problema de cambiar la r por la l. “Soy técnico”, le dije. Otra vez nos dimos la mano y él aprovechó, en su

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calidad de rudo, para meterme el pie y empujarme sobre el cabezal de la cama. Lo bueno que estaba acolchonada, si no me quiebro la cabeza como un huevo. “Vas a ver, loco”, le dije. Se bajó de la cama y corrió por todo el cuarto; luego se volvió a subir y aproveché para tomarlo por la espalda y montarlo, le estaba aplicando la llave de caballito cuando sonó la puer-ta de la calle. Lo solté rápido; se quedó boca abajo pariendo chayotes y sobándose las costillas. “Te salvó la campana”, le dije. “Te salvó la campa-na”, me volvió a decir, como siempre, imitándome en todo.

Después de las luchas, Miguelito y yo nos portamos como niños civiliza-dos. Cada uno en su rincón, nos ignorábamos el uno al otro. Él entrete-nido en sus cosas y yo mirando por la ventana a un zanate que brincaba de rama en rama, del pino de la banqueta de la calle, aterrorizando a la comunidad de insectos y gusanos; agarraba un gusano y lo sostenía en su pico, luego alzaba la cabeza y con un movimiento veloz se lo tragaba. Cuando encontraba un grillo, lo seguía saltando detrás de él, y lo pico-teaba; cuando el grillo dejaba de moverse, lo tomaba con su pico y se lo

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tragaba; cuando el zanate estaba lleno, extendió las alas y expulsaba a los insectos, gusanos y grillos. Después llegó otro zanate, más negro, más grande y corrió al primero; hizo lo mismo: cagarse en el árbol y matar y matar insectos crudos para llenarse el buche. En cambio noso-tros, solo teníamos que esperar a que mi mamá nos llamara a comer y encontráramos todo calientito servido en la mesa. Cuando me alejé de la ventana, escuché ruidos en la cocina. Oí a mi mamá silbar “Amorcito corazón”, al estilo de Pedro Infante, mientras quebraba huevos en la fride-ra. Clarito escuchaba los huevos freírse y el agua caliente hervir y chorrear en la cafetera. Abría y cerraba el refrigerador, buscando cosas, y le daba paso al agua de la llave lavando frutas, verduras, y el cuchillo rebanaba tomates, chiles, y el filo chocaba estrepitosamente contra la tabla de picar. Como a las once, mi mamá nos sirvió de almuerzo huevos con salsa de tomate y en el centro de la mesa, en un platote, colocó para los tres la mi-tad de un pollo rostizado, Miguelito se adueñó de la pierna de pollo y no hubo poder humano que lo hiciera cambiármela por otra pieza; mi mamá me regañó y me dijo que no me pusiera loco y berrinchudo por una pier-na; además me recomendó que, por favor, no imitara a Miguelito en sus desvaríos. “Pero si es él quien me imita todo el tiempo”, le dije a mi mamá. “No empecemos Cristo Ángel, vas que vuelas para Miguelito segundo”. Sus reproches me hicieron chiquito… en cambio al nombre de Miguelito

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le daba un aire de gran señor. Cómete el ala, es más rica. Y si a ti te gusta volar, Cristo Ángel, con las alitas de pollo vuelas… Miguelito se rió de mí, bien sabía que me iba a quedar con la barriga llena de hambre. Le saqué la lengua y él, como siempre, me pagó con la misma moneda. Pero quién carajos puede volar con solo un ala…

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Desde temprano mi mamá llenó una cubeta de agua y la puso en el patio a calentar al sol. Al medio día el agua ya estaba caliente, mamá la metió al baño y nos mandó a bañar; también nos dijo que si le alcanzaba el día, por la tarde, nos llevaría a dormir con la abuela para que el domingo en la ma-ñana la acompañáramos a misa. Yo y Miguelito dijimos que no, que ahora no teníamos ganas de visitar a la abuela, ni quedarnos a dormir con ella, ni acompañarla a misa el domingo; pero lo que no le aclaramos a mamá fue que la abuela no nos lleva a misa sino al “limón”, así le llama ella a pedir limosna. Se viste de pobre y a nosotros nos muda con ropa sucia y desgarrada que consigue en los tianguis; y así nos vamos, por las calles y colonias alejadas de la nuestra a pedir limosna casa por casa. Pero nos da coraje, porque en la mayoría de las casas en lugar de que nos den dinero, nos invitan a comer tacos de frijoles porque nos ven cara de muertos de hambre. Y yo ya no quiero comer, ni Miguelito tampoco, porque nos due-le la panza por los gases que nos inflan como globos. Cuadra tras cuadra caminamos echándonos pedos muy apestosos y nos negamos a caminar, y mi abuelita, con señas, nos amenaza y nos pide que sigamos adelante y nos instruye, como si fuéramos actores, que nos agarremos la panza y que gritemos, con voz lastimera, que tenemos mucha hambre. Pero nosotros

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lo que tenemos es ganas de ir al baño. Miguelito se avienta un gas tras otro y yo, acompañándolo en su dolor, pienso que no es tan malo mi hermano. Y pensando en cosas buenas, ocurre el milagro: Dios nos ayuda y en lugar de comida, nos dan unas monedas que mi abuelita guarda como ahorro de ella y de nosotros en un cochinito que esconde en el fondo del ropero. Por cierto, domingo con domingo le decimos a la abuela que el puerquito no engorda que nuestra sociedad no crece, por eso este domingo no que-remos ir a verla. Nos metimos al baño, Miguelito iba con su pato amarillo en la mano izquierda y llevaba puesta su toalla del Spider-Man negro. Yo iba comple-tamente desnudo. Tomé unos pedazos de papel y los mojé; ya suavecitos, flexibles, los exprimí y los hice bolas; los estuve estrellando contra el techo del baño, algunos se pegaban y otros caían al suelo. Miguelito se me queda-ba viendo, le daba coraje, seguramente, porque no se le había ocurrido a él; entonces tomó un pedazo, largo de papel y lo mojó, y al aventarlo al techo, le pegó al foco y lo rompió. Los pequeños cristales cayeron sobre mí y él se moría de risa, entonces lo agarré del cuello y empezó a gritar “ayuda pol favol, ayuda pol favol…” entonces lo solté. Viéndolo así, vencido, tosien-do por el apretón y por su alergia, llorando como una nena, la verdad, no me dieron, por más ganas que tuve, de imitarlo a él.

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Luego mi mamá vistió a Miguelito y a mí me preguntó si quería que me mudara. Le dije que no… yo prefiero arreglarme solo. Eso me hace sen-tirme grande, y no como mi hermano que cada vez que lo ayudan a ves-tirse, lo veo más chiquito... Todos los días siento que Miguelito, en lugar de crecer, poco a poco se va encogiendo sin remedio, por tanta ayuda, y al final, creo, terminará por desaparecer. Pero lo que más me molesta de verdad, es que a los dos nos compran ropas iguales, mi mamá nos viste como si fuéramos gemelos. Los dos como marinero de agua dulce; pero otras veces nos disfraza de futbolistas, de vaqueros o de etiqueta, y nos vemos como religiosos. A las dos de la tarde, mi mamá, en lugar de llevarnos con la abuela, nos llevó a la cita de Miguelito con el alergólogo. Estábamos sentados en la sala esperando a que llegara el doctor Rudy. Me cayó en gracia que Mi-guelito estuviera quietecito, sentado, como si estuviera soldado a la silla; por primera vez parecía niño bueno. Mi mamá estaba ojeando una revista de modas y yo, aparte de vigilar a Miguelito, veía a una arañita que en un rincón del techo estaba devorando lentamente a una mosca. En eso en-tró el doctor, vestía de bata blanca, traía lentes oscuros, zapatos blancos de charol y la verdad, el doctor se veía enorme. Saludó a mamá y a mí me dio un caramelo; luego, dirigiéndose a Miguelito, le preguntó: “¿y este

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muchachote, cómo sigue?, ¿listo para tu segunda vacuna contra la alergia, Miguelito? Entonces Miguelito que se levanta, que se mete las manos a la bolsa, que saca un par de piedras y que responde: “mile doctol Ludy, si us-ted me vuelve a inyectal, saliendo de aquí le quieblo los vidlios de su casa”. Todos soltamos la risa, al que no le cayó en gracia, porque estaba dema-siado serio, fue a Miguelito. Entonces el doctor nos pasó al consultorio y empezó a buscar la jeringa, la medicina, hizo las mezclas del medicamento y ya que tenía todo preparado, le dijo a mi mamá que agarrara a Miguelito, que lo acostara en la camilla y que le bajara los pantalones. Miguelito se resistía, parecía un condenado a muerte, luego yo le agarré los pies y en-tonces el doctor le pasó un algodón con alcohol en la nalguita y lo inyectó. Todo fue muy rápido, creo que mi hermano no sintió ni la aguja, nada más dijo: “¡ay! me muelo…” y solo empezó a llorar cuando el doctor le dijo que no llorara porque el susto ya había pasado. Yo estaba feliz porque ayudé a someter a Miguelito para que lo inyectaran. Por cierto, como Miguelito estaba entretenido limpiándose los mocos, ni se acordó de imitarme en nada.

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Cuando salimos, el doctor Rudy nos acompañó hasta la puerta. Miguelito iba marchando hasta delante de todos. Mi hermano tenía prisa por salir del consultorio de la tortura, yo iba atrás de él por el pasillo del consultorio deteniéndome a ver los cuadros de pintura que estaban colgados en las paredes; me deslumbraba un cuadro con girasoles intensamente amarillos metidos en un jarro desprovisto de gracia, en otra pintura vi un campo de trigo sobrevolado tal vez por una veintena de cuervos que daban la impresión de huirle al reflejo del día, deslumbrados por el amarillo del trigo y perderse en un cielo azul oscuro y tormentoso, no pude contar los cuervos, pero eran muchos; el cuadro que más me impresionó, desde la primera visita con el doctor Rudy, era uno en el que había un cuarto pequeño todo pintado de azul, con una sola ventana de vidrios amarillos, una cama individual con una colcha roja, dos sillas y una mesita, junto a la puerta, con dos jarras de agua, un vaso, un plato de comida, dos botellas y algo que parecía un pan. Seis cuadros adornaban las paredes del cuarto; cuatro cuadros no se distinguían bien, pero los dos retratos que estaban en la pared del lado de la cama se veían perfectos: era un hombre y una mujer. Imaginé mi cuarto con el retrato de mi mamá y mi papá y los que no se alcanzaban a distinguir éramos Miguelito y yo. Cada cosa en ese cua-dro cargaba con una gran tristeza. Ojalá algún día conozca al pintor del “Abandono”: Vincent van Gogh.

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Atrás de mí venía el alergólogo y mi mamá platicando de Miguelito, que en dos meses ya iba a estar bien, que esas inyecciones eran buenísimas, que para fin de año ya iba a poder jugar con tierra y subirse a los árboles. “Va a ver doña Esperanza, como este niño se compone…” Luego le dio una paleta a Miguelito y este la tomó, creo yo, como pago a su sufrimiento. El doctor Rudy se despidió de beso en la mejilla de mi mamá, a Miguelito le dio una palmada en la espalda y a mí me guiñó un ojo, nos dijo que nos esperaba con ansias la próxima semana; con la mano izquierda el doctor nos dijo adiós y en la mano derecha sostenía las dos piedras que Miguelito no pudo usar en defensa propia.

Íbamos pasando frente a una tienda grande, pero muy grande, cuando a mi mamá le empezó a doler repentinamente la cabeza. Nos metimos a la tienda a comprar unas pastillas para el dolor, pasamos primero por la sección de electrodomésticos para el hogar y había de todo: microondas, computadoras, cámaras, antenas, pero lo más padre eran las televisiones enormes en las que uno fácil, fácil, podría caber parado dentro de la pan-

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talla. Luego pasamos por la sección de niños y a Miguelito se le salían los ojos viendo las bicicletas y los juguetes. Mi mamá nos llevaba de la mano, luego nos soltó mientras leía las cajitas de las medicinas en el departamen-to de farmacia. En esas estábamos, cuando a Miguelito se le ocurrió correr por los pasillos; me puse a buscarlo, no lo encontré; regresé con mi mamá, que para entonces ya había escogido unas pastillas; según ella, para sus migrañas. Entonces se le ocurrió preguntarme por Miguelito y le dije que lo había visto correr como loco, pero que no había regresado; nos fuimos a reportarlo perdido por los micrófonos de la tienda, mi mamá hasta quiso ofrecer una recompensa a quien lo entregara. Teníamos como tres minu-tos esperando, cuando apareció un señor que traía de la mano a Miguelito, mi hermano venía riendo y traía en la mano un gansito Marinela. Mi mamá lo regañó por perderse y le dijo que de castigo no le iba a comprar nada, Miguelito se le colgó de las piernas y se puso a llorar como un demonio por el gansito. Luego se tiró al piso, tirando manotazos, gritando, llorando y pidiendo que se lo compraran. Entonces el señor que lo traía de la mano que le dice: —¿Qué te pasa?— le dijo con voz grave y enérgica.Ñaaaaaaa –dijo Miguelito, ahogándose. Hizo una pausa y agregó: “nada... ñaaa, auch, ¡quiero!” (en su desesperación es la única vez que lo he oído pronunciar bien la r) y luego seguir igual: “¡quielo! ¡quielo...!”

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—Un gansito, señor, quiere un gansito –dijo mi mamá, apenada por el berrinche de mi hermano–, pero no me alcanza.—¡Ah! Es eso— Dijo el señor, pensando cómo resolverlo.—¡Quielo, quielo!—, continuaba Miguelito sin parar.—A ver niño, ¿quieres el gansito? –le preguntó el señor.—Sí, sí... –dijo con prisa, Miguelito.—Bueno, cálmate, este gansito ya es tuyo.—¿Sí? –preguntó mi hermano con el rostro iluminado. Se enjugó las lágri-mas y se levantó del suelo como rayo. Entonces el señor le ordena:—¡Pídele perdón a tu mamá!—Peldón mamá.—¡Dile que no volverás a hacerlo!—No volvelé hacelo.—Está bien, muy bien –dijo el señor–. Pero antes de entregarte el gan-sito, quiero que te tires al suelo, te revuelques y llores como un cocodrilo.Miguelito se lo quedó viendo y dijo: “vámonos mami”. Y nos salimos de la tienda. Por cierto, a mi mamá se le olvidó pagar las pastillas y a mí, por culpa de Miguelito, no me compraron nada.

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Saliendo de la tienda, caminamos dos cuadras y esperamos el camión; por suerte no tardó mucho. Y ahí veníamos los tres, sudando, apretujados como sardinas, y el montón de gente sacando la lengua como perros ator-mentados por el calor y bostezando por el aburrimiento. Cuando me di cuenta, estaba frente a mí un señor vestido de payaso contando chistes… Cuando terminó sus payasadas, la gente feliz le dio muchas monedas; el señor nos agradeció la ayuda y nos dijo que nuestro dinero estaba bien in-vertido, porque todo lo que él recolecta en los microbuses va para La Casa de Jesús. Entonces pidió la parada y dijo: “vámonos a casa Jesús…” y atrás de él se bajó un niño, que no me di cuenta a qué horas se subió con él, y el niño le respondió: “vámonos papá”. Todos nos reímos. Cuando llegamos a casa, como en otras ocasiones, el berrinche de mi hermano ya estaba olvidado. Hasta mi mamá en el fondo, creo, se lo agra-deció porque gracias al tango de Miguelito no pagó las pastillas. Como si hubiera sido uno de los mejores días de su vida, mi mamá se subió a descansar, pero antes nos dijo que de sorpresa nos pondría una película que nos había conseguido a media semana; mi mamá nos sentó quieteci-tos en la sala, nos preparó churros con limón y salsa, refrescos, una torta de jamón y nos puso la película El libro de la selva. Durante hora y media Miguelito y yo estuvimos divertidos viendo las aventuras de Mowgli y de su padre adoptivo el oso Baloo; cantamos con el rey mono Louis que

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buscaba obtener el secreto del fuego, pero el que sí me hizo sufrir por su maldad sin límites fue el tigre Shere Kan que estuvo a punto de comerse vivo a Mowgli y matar sin remordimiento alguno a sus amigos; al final con ayuda de los buitres, de Baloo y del maravilloso fuego, hicieron correr a Shere Kan. La pantalla se puso negra y empezaron a salir las letras con los nombres de los actores, y hasta el mero final salió la palabra fin. Entonces volteé a ver a Miguelito y estaba llorando, como si de pronto mi hermano se hubiera encontrado perdido en medio de la selva. “¿Qué tienes herma-no? le pregunté. —Nada—, me dijo. —Algo te pasa—, le dije, —si no, no estarías llorando—. Se limpió los mocos y me contestó: “lo que pasa es que quisiela tenel un amigo como Shele Kan.”

Dejamos el tiradero en la sala y subimos a espiar al cuarto: mi mamá seguía profundamente dormida. No la despertamos. Me asomé a la ventana que da a la calle y observé que había una fila de niños en la casa de enfrente. llamé a Miguelito y fuimos a ver qué pasaba. En la fila estaba Crispín, Rubén, Natalia y Herlindo; nos formamos, en la puerta estaba el Kilos

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cuidando la entrada y pidiendo como pase para ver el espectáculo alguna cicatriz horrible. —Enséñame tu cicatriz—, le dijo el Kilos a Herlindo. —No tengo—, le contestó. —Entonces no puedes pasar. A Herlindo le empezaron a vidriar los ojos y se fue llorando. —Enséñame tu cicatriz, le dijo el Kilos a Natalia— Natalia se subió la falda y le enseñó un raspón en la pierna. —Pasa corazón, —Le dijo con malicia. Luego el Kilos le pre-guntó a Rubén —¿Y a ti qué te pasó?— Yo me caí de la cama y me rompí la frente— Rubén se hizo a un lado el pelo y le enseñó la cicatriz de cinco puntadas. —Pasa— le dijo a Rubén, mientras se quitaba de la puerta para dejarlo entrar. —¿Y tú qué traes?—, le dijo a Crispín. —Yo traigo esta cicatriz de mi operación del apéndice. —Pasa, nomás porque parece un ciempiés pirograbado. —¿Y tú qué me puedes enseñar Cristo Ángel?—, Me preguntó el Kilos a punto de cerrar la puerta, —Yo traigo esta costra que todavía no se me cae— le dije, me la levanté tantito y agregué —hasta patitas tiene… —Pasa, me dijo. Entonces el Kilos se quedó viendo a Mi-guelito y le preguntó: ¿A ti qué te pasó? —Nada, aseguró Miguelito, —a mí no me ha pasado nada—. Entonces no puedes pasar —le dijo el Kilos cerrándole la puerta en la cara. Espera, le supliqué al Kilos, ¿me dejas salir un momento, ahorita regreso? —Pero no te tardes, porque vamos a empezar… —No me tardo, —le dije. Agarré a Miguelito y me lo llevé a la tienda de la esquina, agarré una tapa de refresco y le di un rayón en el

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brazo. Miguelito, impresionado por mi valentía, quiso llorar cuando vio que le salía sangre, pero lo jalé a prisa y corrimos de regreso a casa del Ki-los. Iba a tocar la puerta, cuando abrió; —Ya regresamos, Miguelito viene cortado. —El Kilos se quedó viendo la herida sangrante con asombro y deleite. —Pasen— nos dijo. A Miguelito lo sentó enfrente de la pantalla gigante, luego se fue al refrigerador y le sirvió unas fresas con crema. —Apenas a tiempo— le dije a Miguelito observándolo con envidia, la lu-cha libre norteamericana de la WWE ya estaba empezando.

Son unos salvajes e insensibles los luchadores de la WWE. Podríamos llenar una cubeta de sangre y hacer moronga con todas las heridas para venderla en el mercado. Se daban de sillazos en la espalda y las piernas, su-bían escaleras de aluminio y desde arriba se dejaban caer dándole de topes en el pecho al contrincante, a uno casi le destrozan la cabeza contra los postes, a otro casi le amputan las piernas con una sierra, con escaleras más pequeñas se torturaban brazos y piernas, hasta el luchador más tranquilo

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sacaba un soplete para quemarle la cara al adversario. Uno que vi medio payaso, se creía brujo y quería, con pases de mano y concentración mental, desaparecer al enemigo; me gustó la luz y el sonido, las pantallas gigantes, las edecanes de calzón chino y todos los efectos técnicos para hacer del en-cuentro más espectacular. En la lucha final, dejaron caer una jaula sobre el ring y metieron a varios luchadores, de los que me acuerdo, creo, eran Rey Misterio, Sin Cara, Jhon Cena, Undertaker y varios más… Cada uno fue llegando a su modo: Rey Misterio salió con música mexicana; Jhon Cena venía bailando rap, a Undertaker le fascina la música tétrica. Aunque todos se sentían guapos, me impresionaron los que traían máscaras, tatuajes y vestimentas raras, uno hasta salió de una caja de muerto, como si en mitad del ring hubiera resucitado. Era tanta la violencia, insultos y palizas que se propinaron, que al final no supimos quienes eran los técnicos y quienes los rudos. El ganador salió irreconocible de la jaula. Y qué digo si salió, lo ayudaron a salir de la jaula porque apenas podía sostenerse de pie, agarró su cinturón y lo ayudaron a ponérselo. El ganador alzó los brazos y luego luego el público se desbordó gritando frenéticamente y a cantar como lo-cos en las gradas de la arena canciones en inglés que yo no entendía. Uno a uno se me fueron cayendo mis ídolos mexicanos. Conan, el Hijo del Santo, el Perro Aguayo, Octagón, El Espectro Jr., y La Parka… Los luchadores mexicanos delante de los de la WWE parecen mariquitas. La próxima vez que luchemos Miguelito y yo, le voy a dar hasta con la cubeta.

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Cuando terminó la lucha libre, el Kilos prendió la luz, corrió las cortinas para que entrara el sol y nos dijo que nos podíamos ir. Les recomendó a los niños que vivían lejos que se fueran derechito a sus casas, que no hablaran con nadie y que no aceptaran dulces ni dinero de desconocidos. Me acordé de la recomendación de mis padres: “cuídate a ti mismo”. Nosotros fui-mos los últimos en salir de la casa del Kilos; íbamos cruzando la calle en eso me di cuenta que Miguelito llevaba un celular de juguete en la mano; cuando abrimos la puerta de la casa y cerramos empezó a picarle las teclas y a decir: “hola, hola. Don diablo.” en lugar de decir “¿dónde hablo?” Del otro lado me di cuenta que nadie le contestaba, le arrebaté el teléfono, marqué y milagrosamente me contestaron. A cada pregunta de Dios, yo iba respondiendo: “sí Señor, bueno Señor, aquí va conmigo Señor, así lo haré Señor…” —¿Y quién ela?—, me preguntó Miguelito. —Dios—, le dije, me contestó Dios. —¿Y pol qué le colgaste?—, me preguntó mi her-mano. Y muriéndome de risa que le contesto —Porque ya no tenía más que decirle… Me arrebató el celular y corrió al cuarto. Marcaba y marcaba, preguntando por Dios, pero no le contestaron. No tardará en venir a ver-me, pero aunque se arrodille y llore, no le daré su número.

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—Como que todo se ha quedado en silencio… ¿no crees?— Le conté a Miguelito que tú eres mi mejor amigo, y que eres más buena onda que él, pero no me cree, me ruega que los presente; le dije que no puedes venir a conocerlo cuando él está acompañándome. Enojado, me dijo entonces que no existes, pero yo se la regresé, preguntándole: “Miguelito, ¿tú crees en Dios?” Me respondió que sí, entonces le dije que por qué creía en Dios si no lo había visto. Ya no me dijo nada.

Espera… Se oye el carro: creo que vienen mis padres. Luego te sigo contando, porque pueden verte y preguntar qué haces aquí. Además, como siempre, mis padres vendrán cansados, me mandarán al baño, me darán de cenar, y sin darme un beso, me preguntarán si terminé la tarea, y sin más trámites, me llevarán a dormir. Entonces mi papá me contará el cuento de siempre:Yo era un niño como cualquier otro del barrio, pero tenía algunas diferencias notables: me fascinaba devorar insectos, disfrutaba de la frescura de las hierbas por la mañana y desperdiciar, por su abundancia, frutillas silvestres; me desplazaba con mis cuatro patitas y me protegía del calor mi piel rugosa; tenía la cola larga y, ¡ah!, esto es lo mejor, cambiaba de color con facilidad. Desde mi árbol de tachicón me gustaba observar a los niños jugar en el patio, pero yo no les agradaba a ellos; me buscaban entre las hojas y en las rendijas, me insultaban gritándome “¡lagartija!” y con sus resorteras me corrían a pedradas.

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Cuando termine el cuento, me haré el dormido y él como siempre dirá: ¡Dios! Lo que hay que hacer para dormir a un niño.Pero yo no me dormiré, porque antes tengo que rezar por la abuela, porque Dios la tiene con él, y a cambio de ella, le pediré a Dios que a mi mamá le crezca la panza, grande, grande, con puntita en el ombligo y pueda traerme un hermano como Miguelito.

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Amigo imaginario, de Ramón Lara Gómez,se terminó de imprimir en junio de 2013 en los talleres de Editorial y Servicios Culturales El Dragón Rojo S.A. de C.V.

El tiraje consta de 1,000 ejemplares