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Alejandra María Sosa Elízaga ¿Te has encontrado con Jesús? Colección Vida desde la Fe Volumen 2

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Alejandra María Sosa Elízaga

¿Te has encontrado con Jesús?

Colección Vida desde la Fe Volumen 2

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“designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante...

a todas las ciudades y sitios a donde Él había de ir...”

(Lc 10, 1)

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ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

¿TE HAS ENCONTRADO

CON JESÚS?

Colección Vida desde la Fe Volumen 2

EDICIONES 72

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Título: ¿TE HAS ENCONTRADO CON JESÚS? Colección ‘Vida desde la Fe’ Volumen 2 EDICIONES 72, S.A. DE C. V. Moctezuma 17 local C, esq. Chimalcoyótl, Col. Toriello Guerra, Tlalpan, C.P. 14050, México, D.F. ISBN: 978-607-95422-7-6 Registro del Derecho de Autor: 03-2011-081113071500-14 Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso por escrito de la autora y/o del editor www.ediciones72.com Correo electrónico: [email protected] Si desea escribirle a Alejandra María Sosa Elízaga puede hacerlo al Ap. postal 22-289 México, D. F. Correo electrónico: [email protected] tel: 56 65 12 61

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Í N D I C E PRESENTACIÓN 7 Un chisme ¿buenísimo? 8 ¿Qué hacen los que hacen oración? 9 Dónde poner el corazón... 14 Tener fe 17 Honor a quien honor merece... 20 La corrección de Dios 23 Shhh...¿escuchas? 26 ¿Sabios o sabihondos? 29 Amor vs desamor 32 El poder en la oración 35 Encuentro o desencuentro 38 No son las cuentas sino ¡con la que cuentas! 41 Dar gracias 44 Manos arriba 47 ¿Dulces al diablo? 50 Santidad 53 De principios y consecuencias 56 ¡Ya nos contaron la película! 59 ¿Cuándo será ese cuando? 62 Dame paciencia, pero ¡¡ya!! 65 Guadalupana 68 Sueños no imposibles 70 Tu propósito de año nuevo 73 Perder o no perder la cita 76

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Dime con quién andas y te diré quién eres 79 La tragedia: ¿destruye o fortalece tu fe? 82 Oración por la unidad de los cristianos 90 Cambio festejable 93 Solidaridad 96 Adiós al saco roto... 99 Amigo 102 Pedir perdón por otro 105 ¿Le has perdido la confianza a Dios? 108 Para ser ‘alguien’... 111 ¿Quieres ser libre? 114 ¿Te has encontrado con Jesús? 120 Tiniebla rota 117 Docenario de la Misericordia Divina 123 A la muerte de Juan Pablo II 125 La Iglesia y el Papa 128 ¿De qué nos alegramos? 131 Alegoría 134 Obras de Alejandra Ma. Sosa E. 137

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PRESENTACIÓN

ste es el segundo volumen de la colección de cinco libros titulada: ‘Vida desde la Fe’. Con ese estilo característico de Alejandra María Sosa

Elízaga, que sabe decir cosas profundas en pocas líneas, y a veces hace reír y a veces pone un nudo en la garganta, estas reflexiones, de no más de dos o tres páginas cada una, son ideales para leer una diaria. Trata temas de la vida cotidiana, casi siempre iluminados por textos bíblicos que se proclaman en Misa. Su objetivo es relacionar la vida y la Palabra, para ayudar al lector a descubrir qué sabroso es no sólo leerla sino saborearla, porque nutre y fortalece, habla al corazón y lo llena de paz, gozo y esperanza.

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Un chisme ¿buenísimo? e tengo un chisme ¡¡bue-ní-si-mo!! Esta frase garantiza capturar la instantánea atención de quien la escucha. Parece que a todo el mundo le

interesa el chisme, especialmente si promete ser informativo y sobre todo...venenoso. Todo el mundo parece estar dispuesto a oír algo malo de alguien más. El problema es que no existen chismes ‘buenísimos’: todos los chismes son malísimos. ¿Por qué? Porque hacen un triple daño: En primer lugar el chisme daña a la persona de la que se habla. Se hace público un defecto, un error, una falta y eso provoca dos reacciones muy negativas: por una parte hace que quienes oyen el chisme etiqueten a esa persona. Dicen que ‘al que mata un perro le llaman mataperros’ y es verdad; los que oyen hablar mal de alguien tienden a hacerse una mala imagen de él y es casi imposible que la cambien. Por otra parte, la persona ‘etiquetada’ queda aislada pues los demás ya no confían igual en ella. Y quizá entre quienes ya no se le acercarán estaba alguien que la iba a ayudar a cambiar y a superar su defecto. Alguno podría considerar que no importa si al hablar mal de otro le hace un mal, al fin que le cae gordo y no le importa lo que le pase. Ante esto cabe responder que esta actitud no es cristiana. Como seguidores de Cristo estamos llamados a cumplir el único mandamiento que nos dejó: amarnos unos a otros (ver Jn 15, 12), y el amor consiste en hacer un bien al otro, no sólo con las obras sino también con las palabras.

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En segundo lugar el chisme daña al que lo escucha. ¿No te ha pasado que te cuentan algo malo de alguien cercano o algo que supuestamente dijo de ti y como no puedes ir a aclararlo porque ‘quemarías’ al chismoso, te quedas con un sentimiento de molestia y decepción que no puedes quitarte porque no tienes manera de averiguar si aquello que te dijeron fue cierto o no? Prestar oídos a chismes equivale a llenarnos de comida chatarra: no sólo no nos alimenta sino que nos desnutre y enferma. En tercer lugar el chisme daña a quien lo cuenta. El que habla mal queda mal. Cuando un amigo tuyo te dice horrores de otro amigo, te quedas pensando: ‘si así habla de éste cuando no está, ¿cómo hablará de mí?’... Recuerdo una ocasión en la que mi hermano y yo estábamos criticando a un conocido que había hecho algo con lo que no estábamos de acuerdo. Mi mamá interrumpió la charla diciendo: ‘bueno ya, cambien de tema, que nadie se ha hecho mejor porque hablen mal de él a sus espaldas.’ Esa frase fue un golpe a la conciencia, una invitación a reflexionar en lo que aquí se ha planteado: que hablar mal no sólo no hace mejor a nadie: ni a la persona de la que se habla, ni a quien habla ni a quien escucha, sino que es una práctica destructiva totalmente contraria a lo que Dios espera de nosotros. En el Salmo 14 se plantea esta pregunta: ‘¿Quién será grato a Tus ojos, Señor?’, y entre otras cosas, se responde: ‘El que con su lengua a nadie desprestigia...el que no hace mal al prójimo ni difama al vecino...’ (Sal 14, 1.3). El chismoso que cree serle muy grato a quien lo escucha, se olvida de que también lo está escuchando Dios...

En una ocasión en que trataba este tema con un grupo de señoras una de ellas preguntó impaciente: ‘pero entonces, ¿qué?, ¿ya no se puede hablar de nadie?’. La respuesta es: ‘depende de la intención con que lo hagas’. Cuando la intención es exhibir al otro, hacerlo quedar mal, arruinar su buena fama (es decir, difamarlo), en suma, cuando se busca destruir hay que callar. Y ni siquiera decir: ‘tengo un chisme sobre fulanito pero no lo puedo contar’: esto despierta más curiosidad y hace que lo oyentes se imaginen algo peor de lo que en realidad es. Sólo se puede hablar de otra persona

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cuando no se hace mal o se busca hacer un bien, encontrar una solución, una manera concreta de ayudar a aquél del que se habla. Alguien podría alegar que es difícil callar cuando otro nos cae mal o ha hecho algo que nos enoja o indigna. Surge siempre la tentación de platicarlo. La sugerencia aquí es: platícalo, sí, pero no a la gente sino a Dios. Y pídele ayuda para esa persona. Hay que orar en lugar de criticar. Había un sacerdote que cuando alguien hablaba mal de otro decía: ‘¡qué barbaridad, qué mal está, necesita que recemos un Rosario por él!’ Y ahí mismo se ponía a rezar y hacía que el chismoso rezara con él. Y hacía esto tantas veces como se hablara mal de alguien. La gente empezó a cuidarse mucho de decirle nada malo de nadie ¡a riesgo de pasarse el día rezando Rosarios! (no es mala idea, ¿eh?). Santa Teresa de Ávila decía que como no permitía que en su presencia se hablara mal de alguien, donde ella estaba todos tenían bien cuidadas las espaldas.

Qué bello que se pudiera decir eso de nosotros...

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¿Qué hacen los que hacen oración?

ace años cuando oía que alguien hablaba de ‘hacer oración’ no entendía a qué se refería, porque eso de ‘hacer’ me sonaba a cosa práctica, como hacer pan o

hacer una casa, pero yo veía que los que oraban no ‘hacían’ nada aparente, más bien se quedaban sentados o arrodillados, inmóviles, en silencio y a veces hasta con los ojos cerrados, así que me preguntaba: ¿qué quieren decir con eso de ‘hacer oración’? y más aún, ¿cómo se hace eso? Encontré una respuesta en algo que dijo Santa Teresa de Ávila: que orar es hablar de amor con Aquel que sabemos nos ama. ¡Así de simple! Eso quiere decir que hacer oración es construir nuestra relación con Dios, una relación en la que ya vamos ‘de gane’ porque de antemano lo tenemos conquistado, pues sabemos que nos ama, que, como dice San Juan: “Dios nos amó primero”(1Jn 4,19). Viene a la mente la imagen de dos novios sentados en una banca del parque, que se miran a los ojos en silencio o hablan quedito entre los dos. Aparentemente no están haciendo nada, y sin embargo están haciendo ¡mucho!, están construyendo su noviazgo, conociéndose mutuamente. De igual modo, la oración es un medio indispensable para alimentar y mantener una estrecha comunicación amorosa con Dios.

En Lc 11, 1; dice que Jesús estaba orando y los apóstoles se esperaron a que terminara y luego le pidieron que

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los enseñara a orar. Es muy interesante que San Lucas nos haga notar que no lo interrumpieron. Seguramente no lo dice para mostrarnos la cortesía de los apóstoles (no suele hacer este tipo de comentarios: ‘cuando Jesús entró se pusieron de pie’, ‘cuando salió lo dejaron pasar primero por la puerta’). Más bien esta frase nos hace pensar que los apóstoles no se atreven a interrumpir a Jesús porque han percibido que sucede algo extraordinario cuando Jesús ora, y no me refiero a que le salgan rayos de la cabeza, como lo pintan en las estampitas, sino a que de la oración extrae la fortaleza, la capacidad de enfrentar con paz y alegría esas jornadas tremendas y agotadoras en las que se ve continuamente rodeado y apretujado por multitudes ávidas de escucharlo, de tocarlo, de pedirle milagros, y a las que siempre enfrenta con paciencia y con misericordia. La oración, el contacto con el Padre lo sostiene e ilumina y por eso siempre se da tiempo para orar. No es pues de extrañar que los apóstoles le pidan: ‘enséñanos a orar’, es decir, enséñanos a tener eso que tienes Tú, esa relación especial con Dios, esa fuente de la que extraes tanta riqueza... ¿Cómo responde a esto Jesús? En primer lugar vemos que les enseña el Padrenuestro (ver Lc 11, 5-4), pero ¡ojo! no lo hace para que lo reciten sino para que lo vivan, para que aprendan a descubrirse hijos del Padre más amoroso; para que se sientan comprometidos a construir el Reino; para que no se atrevan a pedir ser perdonados si no perdonan; para que ante toda dificultad aprendan a poner su mano en la mano del Padre...

Jesús les da esta oración no para que se contenten con repetirla sino para que sea una guía con base en la cual construyan su relación de amor y confianza con el Padre. Y después ¿qué hace? Los invita a perseverar en la oración (ver Lc 11, 5-10). Es que sabe que la gente se desanima pronto cuando se trata de orar. ¿Cuál es la razón de este desánimo?

Se realizó una pequeña encuesta sobre oración y a quienes respondieron que hacía tiempo habían dejado de orar se les preguntó por qué. Unos dijeron que porque no ‘sentían’ nada cuando oraban (seguramente habían acudido a la oración en espera de vivir sensaciones sobrenaturales y cuando pasó el tiempo y no sucedió nada, se decepcionaron). Otros dijeron

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que no se había cumplido lo que pidieron (en un mundo en el que todo sucede de inmediato: oprimes un botón y se enciende un aparato; marcas un número en el teléfono y en seguida te comunicas con alguien, resulta desesperante para algunos orar pidiendo algo y no ver resultados instantáneos). Detrás de las razones de unos y otros está un concepto equivocado acerca de la oración. El que ora no debe hacerlo para ver si levita o le cae el rayo de las once, o sólo porque espere obtener al instante lo solicitado. Orar es sobre todo querer entrar en diálogo no en monólogo con Dios; hablarle sí, de todo lo que nos pasa, nuestros sueños y dificultades, pero también aprender a escucharlo, percibir la manera como responde; orar es permitir que el Señor nos dé Su Luz y nos lleve por Sus sendas; orar es dejar que el Señor siembre Su amor en nuestro corazón. Si no oramos ¿cómo estrecharemos nuestra amistad con Él?, ¿cómo aprenderemos a reconocer Su voz?, ¿cómo confiaremos en Su Palabra?, ¿cómo nos daremos cuenta de que en todo interviene para bien?

Como se ve, hacer oración no es lo mismo que no hacer nada, todo lo contrario. En primer lugar es imitar y obedecer a Jesús, pero además implica edificar día con día en tu corazón un espacio privilegiado para tu cita íntima y amorosa con Dios, tu enamorado...

NOTA: Si sientes que necesitas ayuda para aprender a orar, te recomiendo que asistas a un Taller de Oración y Vida (TOV). En aproximadamente catorce sesiones de dos horas, una vez por semana, te enseñan e invitan a practicar diversas maneras de orar, de modo que al finalizar el taller ya quedas ‘armado’ para ¡toda la vida! Estos TOV se suelen llevar a cabo en parroquias, conventos, escuelas, casas de retiros, etc. y los hay para adultos, jóvenes, etc. en todos los rumbos y todos los horarios imaginables. Tienen lugar dos veces al año: a mediados de enero y a mediados de agosto. Pregunta por el más cercano a tu domicilio y anímate a asistir. Es una experiencia que te enriquecerá para siempre.

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Dónde poner el corazón...

l paisaje era fantástico. Las nubes tenían los bordes naranjas y rosados, y al soplo del viento las hojas de los árboles se agitaban dejando ver detrás un sol inmenso,

amarillo rojizo que lo pintaba todo de un vibrante color dorado. En eso se alcanzó a oír un ruido como de motor y ¡zaaas! el paisaje se deshizo convertido en carretada de agua lodosa y sucia que cayó sobre mí como aguacero. Pensé: ‘es lo que saco por contemplar un charco en una calle transitada.’ Es que se reflejaba todo ¡tan bonito!

Fue una brusca vuelta a la realidad que me obligó a incorporarme, sacudirme y secarme, pero no sólo eso: me permitió darme cuenta de que todo a mi alrededor se había puesto infinitamente más espectacular: el cielo entero estaba rojo y lila, el sol era un gran disco colorado a punto de rodar sobre el borde oscuro de la montaña; había aparecido el lucero de la tarde y hasta una uñita de luna. La vista no lograba absorber tanto color, tanta belleza. A buen resguardo del charco, que ahora estaba otra vez lisito como espejo el muy hipócrita, le dirigí una última mirada, no exenta de cierto rencorcillo, debo admitirlo, y comprobé que aunque era un charco bastante grande, el paisaje que reflejaba no se comparaba ni de chiste con la realidad que ahora abarcaban mis ojos. Eso me hizo recordar lo que dice San Pablo: “Busquen los bienes de arriba, donde está Cristo...Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra.” (Col 3, 1-2). A veces va uno por la vida fijándose sólo en los

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bienes ‘de la tierra’; en las realidades inmediatas; en lo de acá abajo; en los ‘charcos’; en cosas aparentemente bellas y buenas que en realidad son sólo un pálido reflejo de lo verdaderamente bello y bueno: los bienes de Dios. Esto se debe a que vivimos en un mundo que nos quiere convencer de que los bienes que ofrece bastan para alcanzar la felicidad; que con tener cierto auto, una casa en cierta colonia, un cierto puesto de poder, seremos felices. Y lamentablemente muchos se lo creen. Leía en el periódico que un asaltante declaró que él y su banda no robaban por hambre sino para tener pulseras de oro, buenos coches y poder darse la ‘gran vida’. Qué triste que haya quien crea que los bienes de la tierra garantizan la vida. Y peor aún si cree que podrá tener ‘buena vida’ haciendo el mal y despojando a otros. Jesús llama ‘insensato’ a todo aquel que ‘amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios.’ (Lc 12, 21). Lo que vale ante Dios no es que tengas una esclava de oro, sino un corazón de oro; no es que te sirvan sino que seas capaz de servir; no es la rapidez de tu auto sino la rapidez con que perdonas, ayudas, tiendes la mano... El mundo engaña cuando promete que los bienes garantizan la felicidad, no lo hacen. Era acertado el título de aquella telenovela: ‘Los ricos también lloran’. La enfermedad, el dolor, la soledad, la muerte llega a pobres y ricos por igual. Nadie se llevará sus posesiones materiales a la tumba, ¿qué caso tiene pasarse la vida anhelándolas y/o acumulándolas? Por eso San Pablo nos invita a poner el corazón en los bienes del cielo. ¿A qué se refiere? Alguno podría pensar que se trata de algo que espera esté muuy lejano (el momento de morir y llegar al cielo); otro quizá crea que se trata de pasarse rezando todo el día o de hacer algo tan elevado y espiritual que le da flojera. La verdad es que los bienes del cielo están muy a nuestro alcance y son infinitamente más satisfactorios que cualquier otra cosa: se trata de los bienes que Dios ha sembrado en nuestros corazones, como el amor, la fe, la esperanza, la justicia, la paz, el perdón...Poner el corazón en ellos significa dejar que animen cada uno de sus latidos; significa vivir ejerciéndolos. San Pablo nos invita a tener los pies bien puestos en la tierra, pero con la conciencia de que somos ciudadanos del cielo, de paso en este mundo, destinados

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a otra realidad en la que lo que cuenta no es acumularlo todo sino darlo todo. Los bienes de la tierra están a nuestra disposición para que los usemos como instrumentos que nos ayuden en nuestro caminar hacia Dios, no son fines en sí mismos. Y tienen algo muy malo: son muy pegajosos: se nos adhieren al corazón, nos convencen de que son indispensables y nos vuelven capaces de cualquier cosa con tal de conseguirlos o conservarlos. Decía San Ignacio de Loyola que debemos usar todas las cosas en la medida que sirvan para el fin para el que fuimos creados que es la vida eterna. Ello implica luchar continuamente para que los ‘bienes de la tierra’ no se nos vuelvan obstáculo, lastre; tener muy presente que no sólo no garantizan la felicidad eterna sino también estorban la felicidad en este mundo porque nos esclavizan, nos vuelven seres egoístas, frívolos, competitivos, preocupados por no perderlos y por acumular más; y nos aíslan de los demás y de Dios. Decía San Agustín que Dios nos creó para Él y nuestro corazón sólo descansa en Él. Tenemos en el alma un hueco del tamaño de Dios que sólo Él puede llenar. Intentar llenarlo con ‘bienes de la tierra’ es conformarse con contemplar el cielo reflejado en un charco. Cuidado. No tarda en deshacerse el encanto y salpicarnos el fango...

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Tener fe

l otro día escuchaba por radio a un locutor y una locutora que coincidían en afirmar que les gustaría tener fe en Dios pero que no podían tenerla, y cuando

cada uno expuso sus razones para esta supuesta ‘imposibilidad’ me llamó mucho la atención que las mismísimas respuestas que dieron las hubiera podido dar otra pareja cuya historia se cuenta en el Antiguo Testamento y cuya fe era tan grande que en San Pablo la pone ¡como ejemplo! Pensé que era muy curioso que lo que unos consideran obstáculo para creer, a otros no les estorbe en lo absoluto. El locutor dijo que no se consideraba creyente porque tenía muchas dudas respecto a Dios, muchos interrogantes sin respuesta; que además su vida actual le parecía bastante aceptable y no le interesaba complicársela con una fe que le exigiera cambiar en algo. Es obvio que no ha captado que uno no cree en Dios porque uno lo sepa o entienda todo acerca de Dios; que la fe no implica no tener dudas. Como seres humanos jamás podremos abarcar a Dios con nuestra limitada mente, es absurdo esperar a tener todas las respuestas para poder creer. El creyente no es aquel que no descansa hasta saberlo todo de Dios, sino el que descansa en Dios que lo sabe todo. Ahí tenemos a Abraham. Es ya un anciano cuando Dios lo invita a abandonarlo todo -su tierra, su gente, su hogar de toda la vida- para ir quién sabe a dónde a cumplir un sueño que hasta ese momento parecía irrealizable. Cuando quizá ya estaba pensando en pasarse las tardes merendando ‘chopitas’ y

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contemplando el atardecer con sus pantuflas puestas y su viejita a su lado, Dios le cambia los planes ¡radicalmente!, y no le da detalles, no le regala un mapa, no le presta una ‘guía roji’, no le hace reservación en ningún hotel, no le explica el itinerario, no le revela por qué lo eligió a él, para acabar pronto: no le aclara nada de nada. Le deja intactas sus dudas, sus preguntas, su incertidumbre. Tan sólo le hace una promesa y una invitación, y espera a ver qué hace Abraham. Si Abraham hubiera sido como este locutor, hubiera dicho: ‘no gracias, de aquí no me muevo, así estoy bien, no me fío de un programa tan incierto’ y se hubiera quedado como estaba, y no hubiera dejado que el maravilloso proyecto que Dios tenía para él se realizara. Afortunadamente Abraham elige fiarse de Dios, y a sus ‘sopetecientos’ años emprende la fatigosísima marcha hacia lo desconocido, conducido tan sólo por su fe en el Señor. Y el Señor recompensa su fe y le da una descendencia tan numerosa como las estrellas que un día lo invitó a contar...

La locutora dijo que ella no creía porque le parecían absurdas todas esas historias de la Biblia que muestran a Jesús haciendo milagros, que ni modo que Jesús fuera ‘superman’, que no creía que curara gente, devolviera la vista a los ciegos, la vida a los muertos, en fin, que le parecía que era imposible que todo eso hubiera sucedido. Es cierto que para un ser humano todo eso es imposible, pero no para Dios, y Jesús es Dios, y, como Dios, puede hacer cualquier cosa. Cualquier cosa. Resulta absurdo considerar que Dios sólo es capaz de realizar lo que a nosotros nos suene lógico y razonable. Aquel que creó el universo entero, que fue capaz de diseñar los agujeros negros en el espacio y dibujar los puntitos negros en el caparazón rojo de una catarina; que pinta de inverosímiles colores los atardeceres y sostiene en el aire el vuelo de un colibrí, ¿no podrá realizar lo que se le ocurra? ¿Por qué pretender que comparta nuestros límites? Si los santos han realizado milagros en Su nombre, ¿no iba a poder hacer milagros el Dueño de ese Nombre? El creyente no es aquel que tiene una fe encerrada en un ‘no se puede’, sino el que se fía del Dios para el que todo es posible. Ahí tenemos a Sara, la mujer de Abraham. El sueño de ambos había sido tener un hijo, y cuando ella entra en la menopausia pierde las

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esperanzas al grado de que cuando Dios promete que tendrá un hijo, se carcajea. Si Sara hubiera pensado como la locutora, ahí mismo hubiera cerrado el asunto, hubiera creído que tuvo un sueño absurdo y nada hubiera pasado. Afortunadamente ella, como Abraham, también sabe fiarse de Dios. Cree. Y por su fe Dios le concede lo imposible: concebir en su vejez al hijo anhelado y prometido.

Esta pareja de locutores ¡no sabe de lo que se pierde! Es que la existencia cobra otro sentido para quienes tenemos fe, es decir, para quienes nos fiamos de Dios, aceptamos Su propuesta, decimos ‘sí’ a Su invitación, al modo siempre provocativo, inquietante, audaz, novedoso como se hace presente en nuestra vida obligándonos a salir de los estrechos confines de nuestras seguridades y nuestra lógica, animándonos a romper nuestras paredes, salir al camino, cambiar algunos planes por otros siempre mejores y sentir el vértigo de no saber qué sucederá mañana, pero también la alegría y la paz de saber que nos acompaña Aquel que sí lo sabe y por eso podemos abandonarnos confiadamente a Él...

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Honor a quien honor merece...

ste barco ni Dios lo hunde’. Lo dijo el que construyó el Titanic, y ya sabemos cómo acabó la cosa. ‘¿Qué, a poco se nos van a caer los rifles de

las manos?’, preguntó retador Napoleón cuando le pidieron que no invadiera Rusia. No hizo caso y el tremendo frío invernal congelaba los dedos de sus soldados al grado de que efectivamente se les caían los rifles. A lo largo de la historia contemplamos una y otra vez cómo la soberbia siempre queda humillada. Y no sólo en los grandes acontecimientos, también en la vida cotidiana. La familia que presume de ‘impecable’ de pronto se ve envuelta en un vergonzoso incidente; la joven que se envanece por su belleza contrae un mal que la afea; el empresario que se siente en la cima, quiebra; el atleta que se considera el número uno, pierde; la persona que se vanagloria de su buena salud, se enferma. Siempre que alguien se cree autosuficiente, indestructible y superior a todos, pronto se ve forzado a comprobar lo falso de su suposición.

En el Evangelio escuchamos a María decir que: “Dios dispersa a los soberbios, derriba del trono a los poderosos.” (Lc 1, 52-53). ¿Por qué hace esto Dios? ¿Para humillarlos?, ¿para desquitarse de ellos? No. Cuando yo era chica estudié la primaria en un colegio en el que era frecuente que las maestras humillaran a las alumnas menos ‘aplicadas’ o cuyos papás no habían podido pagar a tiempo la colegiatura o cuya familia

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pasaba por un momento penoso. Me indignaba que hicieran eso y pensaba que ojalá un día les tocara sufrir en carne propia lo que hacían sufrir a otros. Pensaba que quienes humillan a los demás merecen ser humillados para que vean lo que se siente. Mi enfoque era vengativo. No así el de Dios. Cuando Él humilla al soberbio no es para hacerle pagar ‘ojo por ojo y diente por diente’, ni para desquitarse aplastándolo, todo lo contrario. Dios humilla al soberbio para rescatarlo, para impedir que se pierda y se aleje para siempre de Su lado. Y es que si algún pecado pone preocupadísimo a Dios es el de la soberbia. ¿Por qué? Porque el soberbio tiene un orgullo desmedido que lo hace creer que lo puede todo él solo, que no necesita a nadie, mucho menos a Dios; si comete errores o pecados los justifica, y como jamás admite sus equivocaciones ni se siente necesitado de perdón o conversión, se va colocando voluntariamente fuera de la misericordia de Dios; va caminando por la vida en sentido contrario a la luz y puede acabar verdaderamente perdido en la tiniebla. De ahí que cuando Dios detecta en alguien aunque sea un poquitito de soberbia, se apresura a derribarle del trono al que se ha subido, pero no lo hace como castigo sino como curación: como quien extrae un tumor, por pequeño que sea, para que no siga creciendo y contaminando todo el organismo. Dice San Pedro: “Dios resiste a los soberbios y da Su gracia a los humildes” (1Pe 5,5). Ello significa que el soberbio comete el tremendo error de desaprovechar la gracia que Dios regala a manos llenas a los humildes, a los que se reconocen necesitados de ella. ¡Ah! ¡Si entendiéramos esto! Lamentablemente vivimos en un mundo que promueve la soberbia y nos invita a creernos autosuficientes; un mundo que nos anima a pavonearnos por lo que somos y tenemos y alardear de ello como si todo se debiera a méritos propios; que nos mueve a olvidar que todo es don divino, gratuidad. San Pablo nos invita a reflexionar en ello cuando pregunta: “¿qué tienes que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7) ¡Todo nos viene de Dios! Es ridículo presumir nuestros logros cuando todo, absolutamente todo lo que hemos logrado ¡se lo debemos a Él! En lugar de presumir debíamos reconocer y agradecer. Como María. Ella anuncia que todas las generaciones la llamarán bienaventurada, pero de inmediato

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aclara por qué: “porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1,49). No dice: “porque yo soy la poderosa, la ‘mera, mera’, la mamá del Hijo de Dios”, sino que reconoce que es el Señor el que lo ha hecho todo, y si ella se alegra no es porque se siente ‘lo máximo’ sino porque se goza en Dios que puso Sus ojos en su pequeñez, en su humildad. Afirma María que Dios: “enaltece a los humildes” (Lc 1, 52) y en efecto así es, y hoy celebramos el cumplimiento de esta gran verdad: Aquella muchachita de una aldea insignificante, aquella que aunque fue elegida como Madre del Salvador del mundo se consideraba simplemente una esclava y nunca se sintió por encima de nadie, fue elevada por Dios por encima de toda criatura, asunta al cielo en cuerpo y alma, llevada a vivir para siempre con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y ni por un momento creas que desde su situación privilegiada de Reina del universo nos ve de arriba a abajo, nada de eso. Se mantiene cercana y vela por nosotros como Madre.

Pidamos a Santa María su intercesión constante para que no nos ciegue nunca la soberbia sino podamos imitarla en la humildad para acompañarla un día en la gloria.

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La corrección de Dios

Te va a castigar Dios! Esta es una frase que seguramente hemos escuchado y quizá dicho muchas veces. Se emplea para advertirle a alguien lo que le espera por algo que hizo

o que planea hacer. Lo malo de esta frase es que no solamente resulta bastante ineficaz para lograr que quien la escucha se enmiende (los castigos endurecen más el corazón; sólo el amor puede ablandarlo y transformarlo), sino que va grabando en su mente la imagen distorsionada de un Dios castigador, que tiene el cinturón o la vara siempre a mano, siempre dispuesto a descargar toda la fuerza de su ira sobre alguien. Pero creer que Dios es así no sólo es erróneo sino injusto. Él es todo amor y nunca actúa movido por algo que no sea el amor. Ahora bien, antes de que alguien piense que puede hacer lo que le venga en gana al fin que Dios no lo castigará, cabe aclarar que el hecho de que Dios no castigue no significa que no haga nada. Pensemos en esto: si un papá permite que sus niños se comporten como se les antoje, no sólo los lastima con su desinterés sino que los perjudica dejándolos sumirse en el caos, pues los niños necesitan límites y disciplina para desarrollar adecuadamente todo su potencial. Así pues Dios, Padre sabio y amoroso, no se desentiende de nosotros ni se cruza de brazos: nos pone límites, nos disciplina. Dice San Pablo que “el Señor corrige a los que ama” (Heb 12, 6). Y ¿cómo es la corrección de Dios? Puede decirse que varía según el caso: Puede ser dulce y discreta como la que le da Jesús a Martha cuando ésta acusa a su hermana de no ayudarla con el

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quehacer: “Martha, Martha, muchas cosas te preocupan y una sola es necesaria...” (Lc 10, 41-42). Puede ser tan radical y rotunda como la que le aplica a Saulo cuando lo derriba por tierra y lo deja ciego tres días para detenerlo cuando éste sintiéndose superhéroe se dispone a ir a Damasco a seguir su desaforada persecución de cristianos (ver Hch 9,1-19). Puede ser muy incómoda, cuando nos fuerza a pasar por lo que menos querríamos (¿no has oído eso de ‘al que no quiere caldo...’?): convivir con esa persona que nos choca; aceptar esa ayuda; soportar esa situación; admitir ese error; ofrecer esa disculpa, es decir, vivir algo que nos obliga a derribar resistencias, superar nuestros miedos, romper algún apego exagerado y crecer en tolerancia, humildad, fortaleza...Puede ser dolorosa, cuando nos deja padecer las consecuencias de nuestras malas decisiones, como nos sucede hoy que vivimos en un mundo que ha querido sacar a Dios de la política, de la escuela, del hogar, y se ha llenado de corrupción, violencia, injusticia, libertinaje sexual, consumismo, adicciones... En fin, la corrección de Dios adopta muchas formas pero tiene siempre una misma razón de ser: que nos ama y se interesa por nosotros, y un mismo objetivo: animarnos a reaccionar cuando todavía es tiempo. La pregunta es: ¿permitimos que se cumpla ese objetivo? Dice San Pablo: “de momento ninguna corrección nos causa alegría, sino más bien tristeza” (Heb 12, 11), y es verdad: nos choca que nos corrijan, nos cuesta admitir que nos equivocamos, que procedimos mal; pero consideremos esto: si un niño cuyos papás lo aman y buscan su bien, es corregido por éstos, puede reaccionar de dos maneras: encerrarse en el resentimiento y sentirse víctima de la injusticia (‘no me entienden’, ‘no me quieren’), o reflexionar que efectivamente hizo algo que no debía, pero ahora le están dando la posibilidad de corregirse y lo mejor que puede hacer es aprovecharla. La primera reacción no conduce a nada bueno, la segunda en cambio sí. Dice San Pablo que la corrección produce “frutos de paz y santidad” (Heb 12, 11). ¿Cómo puede darse esto? Cuando aceptamos la corrección con humildad y no la echamos en saco roto. Revisemos los casos de Martha y de Saulo. Si luego de lo que le dijo Jesús, Martha hubiera mirado enojada a su hermana con ojos de ‘en cuanto el

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Maestro se vaya me las pagas’, o si cuando Saulo se levantó del suelo hubiera dicho: ‘pues aunque ciego yo le sigo’ y hubiera continuado persiguiendo cristianos, ambos hubieran desperdiciado miserablemente un gran regalo, una oportunidad que Dios les había puesto en bandeja de plata: la de ajustar sus prioridades, reorientar su vida y encaminarla de veras hacia Aquel que es la Luz, el Camino, la Verdad, la Vida... Afortunadamente ambos respondieron positivamente. Y ¿nosotros? También a nosotros nos corrige Dios, y ¡vaya que tiene recursos para llamarnos la atención! La cuestión es: ¿como reaccionamos? ¿Nos deprimimos?, ¿nos enfurecemos y rebelamos?, ¿decidimos ignorarlo? ¡Cuidado! Dios no se resigna a nuestros malos caminos ni suele quitar el dedo del renglón cuando se trata de rescatar a un hijo suyo. Si no haces caso a la primera, insistirá. Si crees que puedes ‘salirte con la tuya’ quizá en apariencia así sucede, pero puedes tener esta certeza: no será siempre así, y más temprano o más tarde tendrás que enfrentar esto: ¡te va a corregir Dios!, y muy probablemente lo hará cuando menos te lo esperes...

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Shhh...¿escuchas?

n una pequeña encuesta se le preguntó a la gente qué preferiría si sólo pudiera elegir una de dos: hablar o escuchar. Todos eligieron hablar. Explicaron que les

parecía indispensable comunicarse con los demás, expresar su opinión, pedir algo, hacer oír su voz. Lo de escuchar no tuvo adeptos. Uno dijo que era algo demasiado pasivo; otro que era para los que no tenían nada que decir. Qué curioso. En la Biblia se nos presenta una versión muy diferente acerca de lo que significa ‘escuchar’. La primera palabra del primer mandamiento que recibe el pueblo judío es ‘Shemá’ (Dt 6,4), que significa ‘Escucha’ (Shemá, Israel. Escucha, Israel). El gran pecado del pueblo consiste en cerrarse a la escucha. Una y otra vez Dios se queja, por medio de los profetas, de que Su pueblo ha prestado oídos sordos a Su voz. También Jesús enfatiza la importancia de la escucha. En repetidas ocasiones pronuncia estas palabras: ‘El que tenga oídos para oír, que oiga’. Podemos pues concluir que para el Señor es de suma importancia que sepamos mantener los oídos abiertos, y no sólo los del cuerpo (no hay pretexto aquí para quien tenga una discapacidad auditiva), sino sobre todo los del alma. Un amigo sacerdote decía que deberíamos confesarnos del ‘pecado de cerilla espiritual’, es decir, de permitir que se nos acumule aquello que nos hace incapaces de escuchar la voz de Dios. En el libro del Eclesiástico se afirma que el gran anhelo del hombre prudente es saber escuchar. (Eclo 3, 31). Cabría preguntarnos: ¿sabemos escuchar? Te invito a que abras hoy un espacio de quietud y te sometas a una ‘prueba de audición’

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(no temas, quizá duela pero ¡es gratis!) para averiguar cómo anda tu capacidad auditiva en estas cuatro áreas: 1. Escuchar a Dios. Muchos creyentes han tomado a Dios como si fuera uno de esos servicios telefónicos donde llamas para grabar una queja. Se persignan (el equivalente a marcar el número) y ni siquiera se esperan a que les digan: ‘al escuchar el bip diga su reporte’ porque tarde se les hace para lanzarle a Dios todas las quejas y peticiones de las que se pueden acordar (como si se les fuera a acabar el minuto de grabadora). Ya luego se persignan otra vez (como quien cuelga el auricular), se paran y se van muy satisfechos porque ya se desahogaron y le aventaron todo el paquete a Dios. Pero, ¿y Él?, ¿cómo se quedó? Literalmente con la palabra en la boca porque no le dieron ni ¡derecho a réplica! Pregúntate si sueles actuar así en tu oración y en ese caso hazte el propósito de dedicar un tiempito cada día a escuchar a Dios. Dirás: ‘¡pero Él no habla!’ y la respuesta es: sí, habla, no con una voz atronadora que baje del cielo (qué bueno porque nos daría un ¡infarto!) sino a través de Su Palabra (la Biblia), a través de cosas que nos pasan y personas que nos aman y nos aconsejan para bien, etc. La voz de Dios resuena muy dentro del corazón de quien de veras se esfuerza por escucharla, pero es tan discreta, tan delicada que debes hacer silencio interior para lograr captarla... 2. Escuchar a los demás. El mundo está lleno de gente a la que nadie escucha: ese viejito cuya familia ya está harta de oír sus historias; esa niña que habla y habla pero a la que sus padres oyen distraídos sin prestarle atención; ese joven difícil al que nadie hace caso...¡Ojalá nos enseñaran a escuchar!, no sólo a parar la oreja, sino a captar con el corazón lo que el otro necesita decir. ¿Hace cuánto no te sientas a escuchar a alguien pero ¡ojo! sin intercalar comentarios sobre lo que te pasa a ti, ni acaparar la charla? ¿Puedes decir en este momento que sabes exactamente qué ha alegrado, entristecido o preocupado a tus seres más cercanos el día de hoy? Si no es así, ¿qué tal si empiezas ahora mismo a averiguarlo?...

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3. Escucharte a ti. Tu cuerpo te habla de muchas maneras, ¿sabes percibirlas? y sobre todo, ¿sabes responder a ellas? Cuando te pide agua, comida sana, descanso, ejercicio, alegría, perdón, paz, ¿lo atiendes o le dices: ‘luego’? Recuerda que sólo tienes un cuerpo y estará contigo hasta que te mueras, ¿le estás dando el mantenimiento adecuado para que no se te descomponga? Dicen que Dios perdona siempre, los hombres a veces sí y a veces no, pero el cuerpo ¡nunca! Ocúpate hoy de que mañana no tenga que reclamarte nada... 4. Escuchar algo hermoso. Estamos rodeados de ruidos fuertes y desagradables, música atronadora, palabras altisonantes y programas violentos. ¡Atención! Así como cuidamos lo que nos metemos en la boca, así debemos cuidar lo que penetra nuestros oídos. Fueron creados para la belleza, ¿les permitimos disfrutarla? ¿Cuál es tu sonido favorito?, ¿el crujir de las hojas secas al pisarlas?, ¿la lluvia que cae?, ¿la risa de los niños?, ¿el canto de un ave?, ¿los grillos en la noche?, ¿un concierto de Mozart? ¿Hace cuánto que no te das tiempo para escuchar algo que reconforte tu alma? ¿Y si esta tarde te regalas un apapacho sonoro?...o tal vez de silencio...

Escuchar es un arte precioso que nos hace crecer en sabiduría y paz porque nos conecta con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con el mundo maravilloso que nos rodea. No permitas que tu corazón caiga en la sordera. Pídele al Señor, como el profeta, que mañana tras mañana, Él despierte tu oído...

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¿Sabios o sabihondos?

Que quiere decir ‘sabiduría’? -le preguntó un chavito a su mamá que estaba sentada cerca de mí en la banca de la iglesia. Ambos habían estado viendo la hojita de las

Lecturas de la Misa, una de las cuales era del Libro de la Sabiduría. La señora le contestó: ‘saber mucho, m’ijito, y como aquí dice que es muy bueno tenerla tienes que apurarte mucho en la escuela, ¿eh?’. El niño puso cara de que volverse ‘matadito’ no era para él, dejó a un lado la hojita y se dedicó a columpiar las piernas.

Mucha gente piensa que tener sabiduría consiste en ‘saber mucho’, y cuando lee en la Biblia que debe desear sabiduría, cree que se le está invitando a acumular conocimientos, pero no es así, pues ¿qué provecho saca un creyente por el solo hecho de llenarse de información? Ésta no necesariamente lo acerca más a Dios. Recordemos a los ‘sabios’ de Jerusalén que cuando nació Jesús supieron citar con precisión los textos proféticos donde se anunciaba Su nacimiento y el lugar exacto donde nacería, pero ¡no fueron a verlo! Su mucha ‘ciencia’ no les sirvió ¡de nada! Conocí una catequista que se sentía ‘realizada’ si sus alumnos podían recitar -de memoria y casi casi sin respirar- todo el catecismo. Lo malo es que cuando el sacerdote les preguntaba quién era Jesús, daban una respuesta salida de un libro, no salida de su propia experiencia. Jesús era para ellos una definición que se aprendieron, no un Amigo. Su maestra aseguraba orgullosa que estos niños ‘ya sabían todo lo que tenían que saber’, pero

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seguramente el autor del Libro de la Sabiduría no los hubiera considerado sabios (si acaso ‘sabihondos’...). ¿Qué es entonces lo que según la Escritura hace a una persona verdaderamente sabia?

La sabiduría es un don del Espíritu Santo que nos ayuda a conocer lo que le agrada a Dios (ver Col 1, 9-10) y a enderezar, acorde con esto, nuestros caminos; es decir, que no se trata aquí de atiborrar de datos la mente sino de mantenerla abierta, atenta para descubrir y ser dóciles a lo que nos pide Dios. ¿Qué sentido tiene pedir y cultivar esta virtud? ¡Mucho! Nos lo explica el autor de este libro. Dice que “los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse” (Sab 9,14), pues “el barro de que estamos hechos entorpece el entendimiento” (Sab 9,15), es decir que nuestra condición humana nos hace susceptibles de fallar, errar la senda, perdernos. La sabiduría que procede de Dios entra al ‘quite’, nos rescata, nos ilumina para que no nos vayamos chueco, sino sepamos preferir los caminos de Aquél que nos creó, pues son los únicos que pueden conducirnos a la Vida. Jesús nos invita a proceder con sabiduría, a preferirlo a Él por encima de nuestros seres más queridos, e incluso por encima de nosotros mismos (ver Lc 14, 26). Muchos creyentes malinterpretan estas palabras, las consideran demasiado exigentes porque se les figura que Jesús les está pidiendo que abandonen a su familia y se dediquen sólo a Él (aunque pensándolo bien, a algunos no les disgustaría nada la idea de deshacerse de algún parientito incómodo...), o creen que les está solicitando que dejen todo y se pasen el día rezando, sin atender las necesidades de los demás ni de sí mismos, pero eso no es lo que Jesús está pidiendo. El Señor sabe que tenemos una vida en el mundo (¡Él nos la dio! y no es Su voluntad que nos convirtamos en algo para lo que no tengamos vocación); cuando Él plantea que hay que preferirlo a Él nos está invitando a vivir nuestra vida sabiamente, nos está proponiendo algo que nos ayudará a elegir el camino mejor, que es el Suyo, más aún, nos está llamando a recorrerlo junto a Él. ¿Te has fijado cómo los amigos que pasan mucho tiempo juntos terminan por tener gustos parecidos?, ¿o cómo hay

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personas que cuando admiran a otra quieren parecérsele y hablan igual, imitan sus gestos y en todo procuran hacer lo que la otra hace? Pues bien, podría decirse que lo que Jesús está planteando aquí es algo semejante: que quien quiera ser Su discípulo debe preferir lo que Él prefiere, no lo que el mundo prefiere; ello implica ir tras Él y escucharlo, no como ‘fan’ que lo mira con admiración pero desde lejos, sino como su más cercano seguidor, alguien que se atreve a hacer lo que Él hace (amar, comprender, perdonar, tender la mano...) aunque le cueste...

Como el que antes de construir una torre debe calcular si podrá terminarla; como el que antes de salir a la batalla tiene que considerar si saldrá victorioso, antes de admitirnos como discípulos Jesús quiere saber si de veras podrá contar con nosotros, contigo, conmigo. Y no se anda por las ramas. Nos dice claramente lo que nos espera. Ser discípulo de Jesús no es para ‘burros’ espirituales; exige el valor de querer vivir cada minuto sabiamente, pero no con una ‘erudición de enciclopedia’, sino con la sabiduría que Él mismo nos ofrece para que sepamos ser verdaderos discípulos: preferirlo y seguirlo a donde sea...

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Amor vs desamor

erdonar el desamor, el desafecto es de lo más difícil. Perdonar a ése que creías un gran amigo tuyo hasta que un cuate mutuo te cuenta que habla pestes de ti.

Perdonar a esa amiga que se alejó sin dar explicaciones y ya no te habla. Perdonar a esa persona cercana con quien creías tener una sólida relación y que de pronto te demuestra que el cariño no es mutuo. Perdonar que sin que hubiera habido pleito ni motivo aparente te hagan ‘menos’, te echen a un lado, te traten como nunca pensaste que lo harían.

Lo más difícil de saberse traicionado, defraudado, no querido, es luchar por no pagar con la misma moneda; esforzarse por no traicionar, no defraudar, no dejar de querer. Es como tener que atravesar por un desierto sin permitir que el despiadado sol te despelleje, te insole, te deshidrate. La mayor parte de los conflictos interpersonales tiene la misma raíz: una -o ambas- de las partes se siente ‘no amada’. En los pleitos entre familiares o entre amigos nunca falta la queja de uno que siente que el otro no le correspondió como esperaba. Surge entonces la tentación de devolver mal por mal. ‘¿No me habla?, no le hablo’, ¿no cuento con él?, que no cuente conmigo.’ Detrás de esas actitudes hay un corazón lastimado que busca en el desquite la manera de sanar su dolor (y el dolor es mayor cuanto más cercana es la persona que lo inflige). Lo malo es que por ese camino jamás lo conseguirá. Vengarse se parece a lanzar una pelota de barro: siempre te deja las manos llenas de mugre...

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¿Qué hacer cuando se vive una situación semejante? En primer lugar tener el valor de aceptar con paz que no se puede forzar el cariño o la simpatía de la gente, que no podemos obligar a todos a querernos, perdonarnos o apreciarnos (dice el dicho mexicano: ‘no soy monedita de oro pa’ caerle bien a todos’). En segundo lugar, y esto es lo más importante, no permitir que los otros nos contagien sus actitudes negativas. Visualiza esto: el desapego de los demás hacia ti es como un viento helado que sopla y sopla contra una cabañita en cuyo interior arde un fuego que lo mantiene todo tibio e iluminado. Si alguien abre la puerta y permite que penetre el viento, se apagará el fuego y reinará el frío y la tiniebla. No dejemos que otros extingan la llama de amor que el Señor ha encendido en nuestros corazones; no dejemos que la ‘mala onda’ de los demás nos convierta en personas ‘mala onda’ a nosotros. Tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas para que nuestro corazón se mantenga grande, abierto y flexible, no empequeñecido, cerrado ni endurecido. ¿Suena difícil? Lo es. Por ello requerimos indispensablemente la ayuda de Dios. Él sabe lo que es amar sin ser correspondido (San Francisco de Asís lamentaba: ‘¡el Amor no es amado!, ¡el Amor no es amado!’); Dios es ‘el’ experto en eso de mantenerse amando pase lo que pase. La Biblia está llena de relatos que muestran cómo Aquel que es el Amor se enfrenta a nuestro desamor. Desde Adán hasta la cruz y desde ahí hasta el fin del mundo. Y ¿cómo reacciona? Con ¡redoblado amor!, con un amor desmedido, fiero, necio, que no está dispuesto a dejarse vencer. Dios es ese papá de la parábola del hijo pródigo, que cuando éste regresa sale corriendo a darle un abrazo. Qué fácil hubiera sido que mientras el hijo estuvo fuera, el corazón del padre se hubiera ido llenando de decepción, de enojo, de justos reclamos. Qué fácil que las murmuraciones y los chismes acerca de su hijo hubieran ido haciendo mella en el ánimo de este padre. Pero no es así, todo lo contrario. Apenas lo ve venir -y no por casualidad, obviamente había estado atisbando el horizonte día y noche, esperando su regreso- lo abraza, lo besa y dispone que se celebre una fiesta.

Sólo Dios es capaz de reaccionar así.

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Y sólo Él puede hacernos capaces de un amor semejante.

Por eso, cuando sientas que alguien en tu vida te ha fallado, cuando te ‘lluevan’ las ‘miradas que matan’, te zarandeen oleadas de chismes o quien menos lo esperas te ‘eche tierra’, pídele al Señor que te ayude a poner a ese mal tiempo, buena cara, y mientras todo se supera, le dé mantenimiento continuo a tu corazón para que no se achique ni se reseque; sus puertas se mantengan empecinadamente abiertas; en su interior brille Su luz y jamás se deje de preparar la fiesta...

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El poder en la oración

Se te acaba el amor cristiano ante las noticias que salen en el periódico, la tele o la radio? Te confieso que a mí me ha pasado muchas veces. Siento todo menos amor cuando

veo la sonrisota de algún político frívolo que se la pasa viajando con una comitiva inútil y costosa, mientras su patria vive una tragedia; cuando escucho el cínico relato de unos hampones que platican muy ufanos cómo asesinaron a sus víctimas; cuando miro la pose vulgar de alguna seudoestrellita de importación que para hacerse notar en sus conciertos comete sacrilegios contra símbolos católicos. Se me acaba el amor cristiano y me da mucho coraje y pienso pestes de ellos y digo pestes también. Me olvido del ‘no juzgarás’ y doy rienda suelta a la crítica y a la condena. Y me temo que no soy la única. He comprobado que casi no hay sobremesa en la que los ahí reunidos no ‘destacen’ a alguna figura pública cuyos errores o pecados son de sobra conocidos. Es una práctica casi obligatoria en cualquier reunión. Quién sabe por qué cuando se trata de personajes públicos nos sentimos con derecho a expresar opiniones ofensivas que seguramente no usaríamos para referirnos en público a nuestros seres cercanos: desgraciado, imbécil, malditos, rateros, méndiga, loca... Nos atrevemos a señalarlos con dedo flamígero y nos convertimos en sus jueces más implacables, pero esto no es lo que Dios espera de nosotros. Pide San Pablo “que ante todo se hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, y en particular por los jefes de Estado y las

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demás autoridades, para que podamos llevar una vida tranquila y en paz, entregada a Dios y respetable en todo sentido.” (1Tm 2, 1-2). Como quien dice que en lugar de criticar a los ‘jefes de Estado y demás autoridades’ hay que orar por ellos. ¡Vaya reto! Es fácil y cómodo despotricar por las equivocaciones notorias de los que tienen el poder (cuyas consecuencias padecemos y provocan nuestra indignación), pero ¡qué difícil orar por ellos! Pedir por los jefes de Estado (es decir, el presidente, los jefes de gobierno de las diversas entidades, quienes forman parte de su gabinete, etc.), y no sólo por ellos, también por ‘las demás autoridades’, es decir, por toda persona que ocupe un puesto de poder, que tenga alguna influencia sobre otros (no sólo en el ámbito político, sino también económico, cultural, social, educativo, familiar, artístico, etc.) es algo que seguramente no acostumbramos hacer pero que según San Pablo es indispensable para poder llevar ‘una vida tranquila y en paz’.

Desde el punto de vista cristiano, las cosas nunca se resuelven con ira y resentimiento, sino con amor y oración. Dice San Pablo “quiero, pues, que los hombres, libres de odios y divisiones, hagan oración dondequiera que se encuentren” (1Tm 2, 8). Eso de ‘dondequiera que se encuentren’ me parece una invitación muy audaz a orar por otro aunque se encuentre en el extremo opuesto a ti, es decir, aunque sea tu adversario; aunque esté arriba y tú abajo, es decir, ejerza algún tipo de autoridad sobre ti; aunque esté muy lejos de tu manera de pensar, de tus gustos, de lo que tú respetas. ‘Dondequiera que se encuentre’ debes orar por esa persona. ¿Te imaginas cómo sería el mundo si respondiéramos a esta invitación y nos decidiéramos a deponer el odio, la crítica, el resentimiento contra quienes ejercen algún cargo de poder y nos pusiéramos a orar por ellos? ¿Qué pasaría si los de la oposición oraran por el candidato triunfador aunque no fuera de su partido? (y no me refiero a pedirle a Dios que ‘le caiga un rayo’ sino que lo bendiga para que gobierne bien). ¿Qué pasaría si oráramos por los legisladores que no trabajan y sólo se presentan a cobrar, por los líderes charros, por las autoridades corruptas, por los que manejan los medios de comunicación para promover la mentira, la violencia, el consumismo? (y no para pedir que se

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vayan al infierno, sino para que dejen que Dios les mueva el corazón...).

Afirma San Pablo que orar por las autoridades “es bueno y agradable a Dios.” (1Tm 2, 3). Una y otra vez en la Biblia se enfatiza el poder de la oración y una y otra vez nosotros no acabamos de creer en ello. Ya es hora de que se nos grabe en la cabeza que el ‘poder’ de la oración es infinitamente más fuerte que cualquier ‘poder’ de este mundo. Te propongo algo: que cuando te enteres de una noticia o un escándalo que involucre a las autoridades, resistas la tentación de llenarte de ira y dedicarte a la crítica destructiva y mejor aproveches ese mismo instante para orar por todos los involucrados. ¿Quisieras tener el poder para cambiar a las autoridades incumplidas, incompetentes o corruptas?, ¡lo tienes! Sin palabras iracundas ni acciones violentas tú puedes participar en una auténtica revolución capaz de transformar las cosas con el uso continuo de un arma que está muy a tu alcance y es sumamente poderosa: la oración... ¿Lo harás?

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Encuentro o desencuentro

is papás celebraron cincuenta y nueve años de casados (aprovecho para expresarles mi amor, admiración y gratitud). Se dice fácil, pero es ¡toda

una vida! Y en el mismo mes se divorciaron dos amigas mías. Reflexionaba el otro día acerca de por qué un matrimonio continúa y otro termina, y como observadora neutral y confidente de amigos casados y divorciados, concluí que un buen matrimonio está sostenido por un ‘tripié’ formado por tres elementos indispensables: conocimiento, amor y gracia de Dios: Conocimiento.- Quien se casa sin conocer bien a su pareja va derecho al desastre. Antes de casarse cada uno debe saber exactamente qué piensa el otro respecto a la relación de pareja; los hijos y la forma de educarlos; quién y cómo manejará el dinero; si trabajarán ambos o no; cómo pasarán el tiempo libre; cómo será la vida doméstica (limpieza, alimentación, compras, etc); qué papel jugarán sus parientes políticos, etc. Tener claros esos asuntos evitará sorpresas y roces que puedan quebrantar la paz familiar. Sería utilísimo que cuando unos novios llegan a decirle al padre que se quieren casar, éste les aplicara un cuestionario de unas cien preguntas de opción múltiple, entre las que se tocaran esos temas, y que cada uno respondiera separadamente para al final cotejar si están o no de acuerdo en cosas importantes y así evitar graves dificultades

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más adelante: si reprueban o pasan de ‘panzazo’ habría que recomendarles que no se casaran...

Cabe comentar que al conocer al otro habría que preguntarse si se está dispuesto a aceptarlo como es y convivir con sus defectos. Hay quien dice: ‘lo voy a cambiar’, pero se engaña. La gente no cambia en lo básico y muchas veces empeora. El novio tomador se vuelve el marido alcohólico; la novia floja se convierte en esposa fodonga. Antes de casarse cada uno debe preguntarse: ¿qué me choca de ella o de él?, ¿puedo vivir con eso toda mi vida?; ¿qué le choca de mí?, ¿qué busca en mí?, ¿puedo dárselo?, ¿qué quiero de él o de ella?, ¿lo sabe?, ¿podrá cumplir mis anhelos?, ¿y si no lo hiciera?, ¿es realista lo que esperamos el uno del otro? Cabe comentar que hay que tener en cuenta que cuando se trata de relaciones humanas siempre hay un elemento sorpresa y nunca acabas de conocer completamente a alguien. El matrimonio implica mantener la buena disposición a dejarse sorprender por el otro. Aceptar que esto es como entrar en una tómbola: no siempre se recibe lo que se esperaba ni se esperaba lo que se recibe...

Amor.- El material del que se construye el matrimonio es el amor; si no lo hay a raudales fracasará. Hay que amar al otro sin egoísmo, estar dispuesto a darlo todo por hacerlo feliz. No se trata de dar el 50% para que el otro dé su 50%. Cada uno debe dar el 100%. Casarse es como remar en una canoa, ambos deben remar parejo porque si sólo uno rema, la canoa da vueltas como manecilla de reloj y no va a ninguna parte. Mucha gente cree que según la Iglesia Católica el objetivo del matrimonio es la procreación de los hijos, pero esto es parcialmente cierto. La Iglesia enseña que hay otro objetivo también: la santificación de los esposos, es decir, que mediante la vida conyugal ambos lleguen a la santidad, y ¡ojo! no porque se conviertan en mártires sino porque vivan el amor, entendido éste como donación mutua en la que sólo se busca el bien del otro. Antes de casarse habría que cuestionarse: ¿de veras amo a mi pareja?, ¿quiero dedicar mi vida a ayudarle a ser una persona plena?, ¿conmigo a su lado crecerá en amor, en alegría, en paz?, ¿cuál es mi motivación para casarme? Si falta el amor, si la gente se casa sólo por el sexo o para que

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alguien la mantenga o le sirva o para tener quien realice los quehaceres más latosos o, como dijo alguno, ‘para salir bien de su casa’, entonces no tiene ni vocación ni capacidad para el matrimonio y su unión fracasará: carecerá de validez. Gracia de Dios.- Éste es el ingrediente principal. El matrimonio es un Sacramento, es decir, un don especialísimo de Dios que otorga a quien lo recibe una gracia especial, en este caso para poder amar al cónyuge como Dios lo ama. El matrimonio capacita a los esposos a vivir su vida ordinaria de modo extraordinario, recibir de Dios ese ‘extra’ que necesitarán cuando se les acabe la novedad, la paciencia, el perdón, cuando enfrenten dificultades, enfermedades, desencantos... Los que viven juntos sin casarse renuncian a esta gracia y eligen atenerse a su humanamente limitada capacidad de amar; los que se casan por la Iglesia sólo para lucir el traje desperdician esta gracia y la dejan de lado, como regalo sin abrir; los que se casan por el civil y hacen una ceremonia dizque religiosa con vestido blanco y velo, flores, anillos y hasta lazo, se engañan. El rito del matrimonio, con todos sus signos, con su intercambio de promesas y argollas “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, en una iglesia y ante un ministro ordenado que representa a Dios y en Su nombre otorga este Sacramento no tiene sustituto. Recibir este Sacramento es así recibir la invitación y la ayuda del Señor para encontrarlo en el cónyuge, santificar la vida en común y dar testimonio al mundo de que es posible amar al otro con un amor como el que describe San Pablo en 1Cor 13, un amor sin límites, un amor como el de Dios...

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No son las cuentas, sino ¡con la que cuentas!

os hemos acostumbrado a ver un Rosario que cuelga del espejo interior de un automóvil, de las manos de unas viejitas en un velorio, de un hábito religioso y

hasta del pescuezo de un rockero azteca que dijo que le parece ‘chido’ usarlo como ‘amuleto’ (háganme el favor). El Rosario es probablemente el artículo religioso más accesible para todos, pues aunque los hay carísimos: elaborados de metales o piedras preciosas, los hay materialmente regalados: hechos con semillas, cuentas de plástico o de plano con un hilo con nudos y una crucecita de palo. Es uno de los artículos religiosos que más gente obsequia, por lo que no es raro que haya quien tenga no uno sino varios. La pregunta es: ¿lo rezan? Probablemente no. ¿Por qué? Porque se tiene la idea equivocada de que es aburridísimo, asunto de monjitas, costumbre de siglos pasados. A mí nunca me llamó la atención hasta que sucedió algo que me hizo replantearme el asunto: mi hermana, su esposo e hijos pertenecían a un grupo de acampadores. En una ocasión en que estaban en la Huasteca Potosina una señora cayó en una barranca. Sacarla era dificilísimo pues el terreno era abrupto y ella se había roto el cráneo. Mientras se realizaba el rescate alguien sugirió que todos rezaran un Rosario. Lo hicieron y las cosas fueron resolviéndose de manera providencial. Se logró estabilizar a la señora y subirla; se consiguió el dinero para rentar una avioneta y hubo una disponible para llevarla al

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hospital más cercano, donde se encontraba por ‘Diocidencia’ (que no coincidencia) un especialista que la operó y la sacó adelante. Imposible no atribuir ese ‘rosario’ de milagros al rezo de aquél... Los que vivieron esa experiencia y los que supimos de ella comenzamos a interesarnos por averiguar más acerca del Rosario. Por mi parte leí que todos los Papas y todos los santos, desde que inició esta devoción hace siglos, lo rezaban; que grandes milagros se le atribuyen, no sólo a nivel de personas sino incluso de ¡naciones enteras!, y, por si fuera poco, que Juan Pablo II lo considera su oración favorita. Que un hombre que seguramente conoce toda clase de modos de orar se incline por éste me hizo pensar: ‘sin duda aquí hay algo que vale la pena explorar y ¿por qué no?, intentar’. Conseguí un folletito explicativo, pedí asesoría y como dicen que el movimiento se demuestra andando, me dispuse a aprender a rezar el Rosario ¡rezándolo! Descubrí que es una oración bíblica que lo hace a uno profundizar en el Evangelio. Noté que refleja todas las experiencias humanas: el gozo, el dolor y la gloria, y ahora, con lo que añadió el Papa, también la luz; ello permite que se pueda relacionar cualquiera de sus Misterios con lo que uno está viviendo. Percibí que se vuelve muy rica la relación con María, como más íntima, más llena de cariño y de confianza. Advertí que se trata de una oración verdaderamente universal, pues tiene algo para todos los gustos: para quien ama la oración contemplativa, la oración vocal, la intercesión, la oración espontánea, etc. Por último, comprobé que se puede rezar el Rosario en cualquier parte y a cualquier hora, pues como no hace falta terminarlo todo de sopetón se puede rezar un Misterio cada vez que se pueda, hasta completar los cinco de ese día a lo largo de toda la jornada (o incluso rezar otros Misterios más). Mientras se hace fila, mientras se espera, mientras se recorre un trayecto, se puede uno poner a rezarlo en lugar de quedarse de brazos cruzados haciendo corajes por el tiempo que pierde en el trámite, el tráfico, etc. Mi hermana me regaló un Rosario que es un anillo, lo cual facilita llevarlo siempre puesto y rezarlo donde sea sin llamar la atención. Es delicioso hacer lo que un sacerdote católico llama ‘meter oraciones en los bolsillos ajenos’, es decir, orar por quien está alrededor y ni cuenta se

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da de que uno está pidiendo por él: esa dependienta malhumorada; ese señor con los clasificados bajo el brazo que quizá necesita trabajo o casa; ésos que van en la ambulancia, ese automovilista cafre; esa mamá que atraviesa apurada con sus chamaquitos de la mano, y desde luego, los propios seres queridos...Hay un formato básico para rezar el Rosario pero lo mejor es no conformarse con rezarlo mecánicamente sino ‘añadirle de tu cosecha’: Al mencionar cada Misterio, visualizar la escena (aparecen narradas en la Biblia). Por ej: en el segundo misterio luminoso, las bodas de Caná, miras cómo María pide a Su Hijo que intervenga pues se terminó algo necesario para la fiesta; lo relacionas con lo que te pasa a ti y lo platicas con María pidiéndole su intercesión: por ej en este caso, que le pida a Su Hijo que te ayude porque quizá se te terminó la paciencia con x persona, la capacidad de perdonarla...Así al entrar en la serena armonía de las AvesMarías tendrás presente lo que estás pidiendo y además sentirás que María es tu amiga, tu ‘cómplice’ en la oración y que tú y ella están orando juntos por tu intención. ¡No es poca cosa contar con la ayuda amorosa de la Madre de Dios! Ella misma nos invita a hacerlo: en cada aparición mariana de tiempos recientes ha pedido insistentemente que oremos el Rosario, y quien lo hace sin duda puede dar testimonio del poder y eficacia de esta maravillosa oración. Qué nadie se atreva a creer que rezar el Rosario pertenece al pasado: pertenece a todo aquel que hoy desea iluminar su vida con la luz del Evangelio y acercarse al Señor de la mejor manera: de la mano de María, Madre amadísima siempre dispuesta a interceder por todos nosotros.

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Dar gracias

Qué tiene que ver lo de los diez leprosos con lo que se inicia hoy en Guadalajara?’ -cuestionó una amiga cuando le comenté que me parece maravilloso cómo la

Palabra de Dios siempre viene al caso con lo que estamos viviendo en el momento. Me refería al Evangelio que se proclamó en Misa el día en que se inauguró en dicha ciudad tapatía el 48º Congreso Eucarístico. Mi amiga abrió su misalito mensual, leyó el texto para ese domingo, puso cara de extrañeza y me lanzó la pregunta. Le respondí: ‘Me parece que el evento de esta semana y el texto evangélico tienen mucho en común. Ambos tratan acerca de un regalo extraordinario que se ha recibido y ambos buscan hacernos conscientes de que no sólo hay que saber captarlo y celebrarlo sino también agradecerlo’... Profundicemos en esto. ¿Qué se celebraba esa semana? Que ante nuestros pecados y miserias Dios no reacciona con ira y con ganas de borrarnos del mapa, sino todo lo contrario, decide quedarse entre nosotros y darnos un regalazazo extraordinario, algo que ni en nuestros más locos sueños hubiéramos podido imaginar, ya no digamos esperar: Su Cuerpo y Su Sangre para el perdón de nuestros pecados, la Eucaristía, verdadero Pan de vida eterna y Bebida de salvación (ver Mt 26, 26-28; Jn 6, 47-51). Ahora bien, ¿de qué se trataba el Evangelio de ese día?, de unos hombres enfermos de lepra (una enfermedad que en su tiempo era considerada incurable y tan contagiosa que quien la padecía era obligado a abandonar su comunidad, apartarse de todo y vivir aislado, llevando luto

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por sí mismo -se le tenía por muerto en vida- y una campana al cuello para delatar su presencia y que ni por equivocación alguien pudiera acercársele), que se topan con Jesús en el camino, con el Dios-con-nosotros, con Aquel que no se asquea de nuestras miserias sino se hace cercano para remediarlas, y reciben un regalazo que jamás hubieran podido esperar: la salud, la vida recobrada. Y en este punto es donde me parece que coinciden en cierto modo tanto el tema del Congreso como el del texto bíblico: Dios no nos contempla lejano e indiferente desde el cielo sino que viene hacia nosotros, y no con mirada de horror sino de amor, dispuesto a darlo todo por nosotros. La interrogante que surge inevitablemente es ésta: ¿qué hacer ante semejante don? El Evangelio nos muestra que los diez leprosos se van y sólo uno vuelve para agradecer, sólo uno vuelve para demostrar que ha captado en toda su dimensión la enormidad de lo que ha recibido, y Jesús lamenta la actitud de los otros nueve, no porque necesitara que le dieran las gracias sino porque éstas hubieran sido expresión de que esos hombres habían sido transformados más allá de su aspecto puramente externo...Y ¿nosotros cómo reaccionamos? También nos ha salido al encuentro el Señor en el camino para sanarnos, pero por nosotros ha hecho algo infinitamente mejor que lo que hizo por los leprosos. A ellos les curó sus llagas externas y les devolvió su vida anterior, pero a nosotros nos da la oportunidad de sanar nuestra llagas interiores y nos invita a sentarnos a Su mesa para participar del don que es Él mismo, Pan que da verdadera vida, vida que no tendrá final (ver Jn 6, 54-58). ¡Eso es algo que no se compara con nada!, ¡nos da lo mejor que desde Su amor y sabiduría infinitos pudo concebir! Qué tristeza me provoca ver a la gente acercarse a comulgar con cara de aburrimiento y regresar a su asiento sin valorar lo que acaba de recibir. Se asemejan sus pasos a los de esos nueve leprosos que se alejaron como dando por hecho lo que Jesús hizo por ellos. Qué rico sería aprovechar estos días de intensa reflexión sobre la Eucaristía para revisar nuestra actitud (y cambiarla si hace falta) respecto a la manera como recibimos y aprovechamos la Comunión. Que ojalá sepamos hacerlo con la gratitud humilde y feliz de quien sabe que recibe un don inmenso que no merece, y después no olvidarlo

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ni sacar provecho de la presencia del Señor solo para pedirle y pedirle cosas sino para expresarle primero que nada la mayor gratitud por haberse dignado venir a nosotros, por haber entrado, como decimos en México, en nuestra pobre casa, y darle entonces la mejor bienvenida que podamos prepararle: no la que se da a una visita de cumplido a la que se recibe con gusto pero se despide prontito (el protocolo cansa), sino la que se da al ser más cercano, al más querido, al que se le pide que permanezca con nosotros para siempre...

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Manos arriba

Se le bajaron las pilas a Moisés? ¡Quién lo hubiera imaginado! Sorprende leer en el Libro del Éxodo que Moisés, el gran libertador de Israel, sube a lo alto de un

monte para desde ahí apoyar a su pueblo en una batalla, y no como quien ve los toros desde la barrera, sino que realmente hace algo efectivo pues cuando él mantiene las manos en alto, los israelitas ganan. Lo malo es que Moisés se cansa y los suyos comienzan a perder la pelea. Sorprende esta debilidad en alguien que se enfrentó a Faraón y sacó a su pueblo de la esclavitud; que extendió su brazo y dividió las aguas del Mar Rojo; que condujo a su gente por el desierto hacia la tierra prometida; que hablaba cara a cara con Dios. Uno esperaría que alguien que recibió semejante poder también recibiría una fuerza sobrenatural para mantener las manos en alto sin cansarse, pero no. A Moisés se le cansan los brazos como a cualquiera, pero a diferencia de lo que sucede con cualquiera -que nomás los baja y no pasa nada- cuando a él se le cansan los brazos ¡los suyos pierden la batalla! Es urgente hacer algo para impedirle rendirse a la fatiga y mantenerle los brazos arriba para asegurar la victoria. Al hermano de Moisés y a otro cuate se les ocurre una idea genial: sientan a Moisés en una piedra, se paran a su lado y cada uno le sostiene una mano en alto. Así el pueblo de Israel derrota a sus enemigos (ver Ex 17, 8-13).

Esta curiosa escena se presta para hacer una reflexión sobre algo que quizá no acostumbramos considerar: cuando

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Dios le da un don a alguien, ese alguien no se vuelve superhombre, sigue teniendo debilidades y necesidades como todos, y muchas veces el cumplir con lo que Dios le ha encomendado le puede resultar muy cansado o desalentador y puede tener la tentación de tirar la toalla (el equivalente a bajar los brazos) y abandonar la lucha. A nuestro lado tenemos infinidad de personas que han recibido un don especial, una vocación especial, y la ejercen con todo el ánimo y buena voluntad de que son capaces, pero las dificultades que enfrentan y la fatiga de perseverar pueden ir desgastando su resistencia y sus deseos de seguir adelante. Necesitan de nosotros para no desfallecer. Nos toca ingeniárnoslas para darles un respiro, sostener sus manos en alto y no permitir que se den por vencidos. No cometamos el error de creer que como tienen un don especial no necesitan apoyo. No es así. Ningún ser humano es autosuficiente, a todos nos hace falta oír palabras de aliento, recibir una palmada en el hombro, una señal que nos indique que vamos por buen camino. Consideremos algunos ejemplos: Los maestros. Pasan los días educando alumnos a los que nunca vuelven a ver. No comprobar el alcance de sus enseñanzas puede ser desalentador, ¿qué tal si visitas o le escribes a alguna maestra o maestro de quien aprendiste algo que ha sido de gran importancia en tu vida, se lo informas y agradeces? ¿Te imaginas su cara cuando lea tus palabras de reconocimiento y gratitud? Te aseguro que ese papel merecerá un diez... Los sacerdotes. La gente les exige que la Misa empiece a tiempo, que la homilía sea buena y corta, que estén dispuestos a ir a ver a algún enfermo a cualquier hora del día o la noche, pero quizá no todos se los agradecen. Si las palabras, la ayuda o el ejemplo de un sacerdote ha tenido un efecto especial en tu vida, ¿qué tal si se lo haces saber, le escribes una nota y le dices lo que significó para ti esa homilía, ese consejo que te dio? Los doctores y enfermeras. Muchos pacientes que sanan dan por hecho que así debía ser pues el médico cumplió su trabajo y recibió su paga. ¿Qué tal si te tomas la pequeña molestia de regresar a dar las gracias porque tú o un ser querido han

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podido reintegrarse a su vida debido a un buen tratamiento, a una exitosa operación? Y lo mismo aplica para una buena enfermera: qué positivo para ella saber que alguien aprecia su dedicación, su cuidado, su buen modo... Los voluntarios. Catequistas, maestros parroquiales, MESACs, miembros de diversos movimientos eclesiales que dedican tiempo y esfuerzo, sin cobrar ni un centavo, a difundir la fe, a preparar niños, jóvenes o adultos, a dar diversos servicios indispensables en nuestra iglesia, y muchas veces sienten que lo que hacen no cuenta o no vale la pena y tienen la tentación de abandonar su ministerio. Cómo los reanimaría recibir una nota de aliento de la mamá de aquel niñito al que prepararon para la Primera Comunión, de ese adolescente al que ayudaron a disponerse a recibir la Confirmación, de aquel enfermito a quien le llevaron la Eucaristía, de ese padre al que siempre ayudan. Unas cuantas líneas valorando su esfuerzo puede ayudarlos a seguir en el camino con renovado brío. Las personas cercanas. Conocidas o desconocidas, que hacen muchas cosas por nosotros que quizá damos por sentado y ya no apreciamos ni agradecemos: un servicio o trabajo honesto, puntual, bien realizado; las labores domésticas; pequeños o grandes favores; la ofrenda de su presencia amorosa y solidaria...

Hoy alguien que conoces quizá está a punto de dejarse vencer por el cansancio cotidiano, ¿le ayudarás a mantener el ánimo en alto para seguir ejerciendo la vocación especial que Dios le ha dado?

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¿Dulces al diablo?

i se te apareciera el diablo, ¿le darías un dulce?- Le hice este pregunta a varias amigas y todas me dijeron que no, que más bien saldrían ¡corriendo! Insistí: -¿no le

ofrecerían antes un caramelo?- Me miraron como si me hubiera vuelto loca. -¡Cómo crees!, ¡qué ocurrencia!-. Cuestioné por qué. Una me dijo: -En primer lugar porque se trata del maligno, del enemigo de Dios, ya parece que iba yo a querer darle algo bueno al malo, y en segundo lugar porque me daría pavor tratar con semejante personaje-. Todas respaldaron tal afirmación muy convencidas. Les repliqué: -Qué raro que digan esto, ¿qué no se han dado cuenta de que llevan años regalándole golosinas al ‘chamuco?- Esta vez ya me miraron como certificando que en efecto me había vuelto loca, así que les aclaré a qué me refería: -Cada año visten a sus niños de diablo, de bruja, de muerto viviente, de vampiro, de monstruo, en fin, de alguien que representa el mal, cuanto hay de sórdido y siniestro, y les dan dulces y los mandan a pedir su ‘Halloween’, es decir, los hacen participar de un ritual que premia lo malo, lo tenebroso, que le obsequia delicias al que va disfrazado de Satanás, de muerto, de fantasma-. Respondieron: -Ay no seas exagerada, se trata de un juego; a los niños les encanta disfrazarse y llenarse la bolsa y la panza de chocolates, paletas, chamois y toda esa ‘chatarra’ que les encanta, eso es todo, no hay nada malo en ello; además se ven simpatiquísimos vestidos de diablito-. Repuse: -Los niños aprenden jugando; toman sus juegos mucho más en serio de lo

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que parece. El niño que va vestido de ‘diablito’ (ojo, ya empezamos mal si le ponemos al diablo ese diminutivo cariñoso, casi familiar) aprende que eso es divertido, que está bien, que todos lo festejan, que obtiene cosas ricas, que le conviene ser ‘diablito’, y cuando crezca y lea que la Iglesia Católica afirma como dogma de fe la existencia del diablo como un ser personal enemistado con Dios y con los hombres, quizá no lo crea, quizá le parezca un cuento, y desde luego no tomará en serio lo que dice Jesús en relación al demonio ni las advertencias de San Pedro ni nada de lo que aparece en la Biblia al respecto, y quién sabe qué consecuencias tenga esto en su vida-. Se quedaron pensando y una me dijo: -Es que a los niños les hace ilusión esa fiesta y ni modo de quitársela, ya está muy arraigada-. Les contesté: -¿Y qué tal si ponemos en práctica lo que nos han estado pidiendo el Papa y los obispos? ¡Una nueva evangelización! Hagamos como los primeros evangelizadores, que en lugar de suprimir una fiesta pagana la sustituían con una fiesta cristiana. Ustedes han dicho que lo que les gusta a los niños es disfrazarse y que les den sabrosuras, pues bien, conservemos esa parte, pero en lugar de disfrazarlos de seres del mal, disfracémoslos de ¡santos!-. Soltaron la carcajada: -Ni de chiste aceptarían los niños que los vistamos de blanco y con su aureola, es cursi y a los niños de ahora les gusta ¡lo truculento!-. No me amilané: -¿Y quién dice que tendrían que ponerse algo cursi?, si quieren truculencias, ¡tienen de dónde escoger! Ha habido santos que murieron degollados, quemados, apedreados, heridos con flechas; santos que tenían los estigmas en las manos, en la frente; santos que permanecieron incorruptos en su ataúd...las posibilidades para disfrazar a un niño de un santo que le parezca suficientemente estremecedor son ¡incontables! y no se tiene que gastar nada (como cuando se compran disfraces hechos) basta un poco de imaginación... Les garantizo que sus hijos disfrutarán igual que siempre disfrazarse y salir a solicitar y recibir confites, la diferencia es que serán coherentes con su fe católica y no exaltarán la tiniebla sino la luz-. Logré convencerlas y entonces trazamos un plan: Que durante esta semana ayuden a sus peques a buscar información respecto a los santos, para que decidan a qué santo quieren

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representar: pueden revisar algún libro de biografías de santos o una de las ‘sopetecientas’ revistas infantiles llamadas ‘Vidas Ejemplares’ que edita la Obra Nacional de la Buena Prensa, cada una de las cuales reseña con texto e ilustraciones la vida de algún santo o santa. Que el viernes o sábado de esta semana se preparen los disfraces, y el domingo 31 de octubre en la noche, que es cuando se suele celebrar el ‘Halloween’, se disfracen los chavitos, se reúnan todos un momento a explicar de qué santo vienen vestidos y por qué lo escogieron (se le puede dar premio al mejor disfraz, al más original, al más significativo, etc.), y luego salgan a pedir golosinas, pero en lugar de ‘¡queremos Halloween!’ digan otra cosa, por ejemplo: ‘¡dulces para los santos!’ o lo que se les ocurra. Como es víspera de la Solemnidad de todos los Santos, es válido comenzar a celebrarla esa noche y hacer de ello una tradición nuestra que reemplace la extranjera. Sería estupendo que en las escuelas, iglesias, grupos de catecismo, y donde sea que se acostumbra festejar ‘Halloween’, se realice en cambio esta celebración que les daría a los chamaquitos la oportunidad de divertirse sanamente y a la vez aprender a reconocer y a celebrar a los santos y santas, nuestros hermanos mayores en la fe que nos precedieron en el camino, ya gozan de la presencia de Dios y nos ayudan con su buen ejemplo y su constante intercesión por nosotros.

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Santidad

eñor: En mi Bautismo me hiciste santo pero soy cántaro de barro

no me dejes romperme desperdiciar Tu don estoy dispuesto a aceptar Tu llamado a vivir en santidad y sé que ser santo exige el heroísmo de atreverse a aceptar que uno es pequeño y Tú eres grande que uno no puede nada y Tú lo puedes todo que uno cae pero Tú lo levantas que uno se equivoca pero Tú muestras el camino que uno peca pero Tú perdonas rescatas santificas redimes derramas Tu gracia y lo transformas todo

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Sé que ser santo es aprender a mirarlo todo con otros ojos los Tuyos a escuchar más allá de las palabras Tu voz que me invita simplemente a seguirte así como soy con lo que tengo tal como estoy la santidad lo sé no necesita títulos estudios fama poder escalones escalados aprobación del mundo todo lo contrario Tú lo has dicho quien quiera ser santo debe más bien aprender a dejar dejar que seas Tú quien conduzca la nave en mar tranquilo o en tormenta y luego en la orilla dejar las redes que impidan ir Contigo quien quiera ser santo debe dejarse fermentar iluminar incendiar sembrar fecundar podar

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transformar en levadura en sal en lámpara encendida en semilla de mostaza en tierra buena que da el ciento por uno en sarmiento siempre unido al que es la Vid debe aprender a entrar por la puerta estrecha a pedir para recibir a buscar para encontrar a construir sobre tierra firme a caminar sobre las aguas a velar y a estar atento a vivir cada día con una paz que no es la del mundo con un gozo que nadie puede arrebatar Señor enséñame a ser santo es decir a vivir el amor la esperanza la fe hasta el extremo como Tú a saber estar en el mundo y no pertenecerle a hacer lo ordinario extraordinario a poner siempre mis pies sobre Tus huellas (oración tomada del libro de Alejandra María Sosa Elízaga ‘Si Dios quiere’, Ediciones 72, México, DF, 2002, pp.78 y 79. Publicación autorizada por la autora)

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De principios y consecuencias

anto lío por unas carnitas, yo que estos cuates me las hubiera ‘echado’, total, ¿qué?” -Así decía un joven a su amigo, luego de leer esta historia en la

que una señora y sus siete hijos aceptaron voluntariamente ser torturados y asesinados con tal de no comer carne de puerco. Y antes de que alguien piense que esta familia tenía alto el colesterol y estaba dispuesta a cumplir hasta el extremo las recomendaciones de su doctor (no más chuletitas, no más chicharrón...), o que se trataba de fanáticos vegetarianos (conozco a algunos que realmente considerarían mejor morir que engullir un cadáver de cerdo...), conviene situar la historia en su contexto para evitar malentendidos y comprender la situación. Resulta que los judíos estaban bajo el dominio de un rey extranjero que quería obligarlos a desobedecer las leyes que siempre habían seguido y que para ellos eran las leyes de Dios. Como entre éstas había un mandato que prohibía el consumo de carne de puerco, el rey había ordenado que la comieran. Muchos judíos cedieron a la presión real, pero muchos se negaron a hacer lo que el rey ordenaba. Así pues, la Primera Lectura que se proclama hoy en Misa cuenta cómo una mujer y sus siete hijos, que se negaron a probar la carne de puerco, fueron por ello torturados y condenados a morir uno por uno, frente a los restantes miembros de la familia, pero resistieron valientemente hasta el final.

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Ante semejante historia cabe que nos preguntemos: ‘¿cómo reaccionamos cuando una persona o circunstancia nos invita a renunciar a nuestros principios cristianos? ¿Los defendemos o cedemos? Para poder responder esto quizá tendríamos que plantearnos primero qué importancia tienen para nosotros nuestros principios, pues de ahí se deduce qué sentido le vemos a cumplirlos. Consideremos esto: cuando un papá que ama a su niño pequeño le dice lo que éste puede y no puede hacer, le pone límites para ayudarlo, para protegerlo (no juegues con cerillos; no salgas solo a la calle, no metas tus deditos en el enchufe de la luz, etc.). Si el niño desobedece corre el riesgo de lastimarse seriamente. Lo mismo sucede con los principios que nos da Dios, nuestro Padre amoroso. Nos los da para nuestro bien, para librarnos de todo lo que en verdad puede dañarnos (la falta de fe, de amor, de esperanza, la posibilidad de alejarnos de Él). Sobra decir que lo que nos conviene es cumplir esos principios, no ignorarlos. Desafortunadamente vivimos en un mundo que nos presiona a relativizar todo, a seguir sus criterios y no los de Dios, a vivir el ‘siempre-y-cuando’ (cumple con lo que pide tu fe católica ‘siempre y cuando’ te parezca razonable; ‘siempre y cuando’ no te incomode en lo más mínimo); se nos anima a convertirnos en católicos de buffet (que de su fe toman -con pinzas- sólo lo que se les antoja de momento y desperdician el resto). Se nos enseña a acomodarnos a las circunstancias, a ir con la corriente, a ‘no hacer olas’, a ser taaaaan flexibles y a tener una conciencia taaaaaan elástica, que acabamos por perder lo que nos apuntala por dentro... Eso de tener convicciones muy firmes a mucha gente le parece demasiado estructurado, peor aún defenderlas: suena fanático, y ¡Dios nos libre de parecer fanáticos! Abundan los creyentes que cuando se ven forzados a declarar públicamente algo relacionado con su fe, sienten que tienen que añadir de inmediato una disculpa, alguna aclaración (soy católico, pero no practicante; voy a la iglesia, pero no cada domingo; sí rezo, pero no soy ‘mocho’...), quieren demostrar que han ‘superado’ todo eso, que tienen ‘criterio propio’ y están ‘por encima’ de ciertas prácticas que consideran innecesarias; no se dan cuenta de que se parecen a esos niños que por sentir que ya son ‘grandes’

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desobedecen a su papá, saltan sus reglas y terminan sufriendo aquello de lo que él había querido librarlos al ponerlas.

Cada día se nos presentan innumerables oportunidades para ser fieles o no a nuestras convicciones cristianas. Quizá aparentemente no nos toque padecer una situación tan dramática como la que vivieron esa madre y sus hijos, pero en el fondo tanto ellos como nosotros enfrentamos el mismo reto: optar o no por caminar según lo que sabemos que Dios espera de nosotros; mantenernos firmes en nuestros principios aunque se nos tome por rígidos, intolerantes, inflexibles, faltos de iniciativa o simplemente tontos; defender aquello en lo que creemos aunque sea grande la tentación de rendirse. Y es que ceder puede parecer tan sencillo e inocuo como ‘echarse’ unas ‘carnitas’ -según decía aquel joven- pero no es así: las consecuencias son mucho más graves que sufrir una probable indigestión: nos queda un malestar en el alma, una ‘cruda’ espiritual (traicionar no deja nunca un buen sabor de boca), pero no sólo eso: cuando uno comienza a doblar o a romper sus principios sucede como cuando se doblan o rompen las varillas de las columnas que sostienen un edificio: se afecta la construcción, surgen las cuarteaduras que la hacen vulnerable, y cualquier sacudida la puede derrumbar...

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¡Ya nos contaron la película!

No te ha ocurrido que vas al cine y cerca de ti se sienta alguien que ya vio la película y se dedica a contar en voz alta lo que ocurrirá? ¡Es enojosísimo! En plena

persecución de autos y rechinido de llantas se oye su voz: ‘ahorita se les escapa, pero más adelante lo esperan y lo agarran’. Ante un escalofriante crimen sin resolver: ‘el asesino es el pelón ése’. En lo más complicado de un romántico enredo: ‘acaba en que se casan’... No hay ‘¡¡¡ssshhhhh!!!’ demasiado fuerte ni ojos de pistola que hagan que el sabelotodo aguafiestas enmudezca y deje que los demás disfruten de la emoción de no saber lo que sucederá. Recuerdo una vez en un cineclub escolar que un fortachón que echaba chispas cada vez que el cuate detrás de él adelantaba algún detalle de la película, volteó y le dijo: ‘no sé lo que va a pasar en la pantalla, pero sí lo que va a pasar aquí: ¡o te callas o te callo!’ Sobra decir que el asunto terminó en trifulca.

A nadie le gusta que le cuenten lo que sucederá en la película, pero cuando se trata de la vida real, ¡cómo quisiéramos que alguien sí nos lo contara! Cuando la trama de nuestra existencia se complica tanto que ya no entendemos nada (‘¿por qué me toca esto a mí?, ‘¿qué vendrá después?’, ‘¿vamos a salir de ésta?’, ‘¿cuándo y cómo terminará este dolor, esta angustia, este período tan desgastante y difícil?’), quisiéramos que hubiera alguien que nos pudiera decir en qué

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parará todo, si vamos bien, si hay alguna posibilidad de que superemos pronto el atolladero...

La Iglesia es ese alguien que nos da luz para el camino, que nos ayuda a restaurar nuestra esperanza. En la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo nos recuerda que el Señor reina sobre todas nuestras realidades: vida, salud, familia, amigos, trabajo, proyectos, y que aunque parezca lo contrario no reina el caos o la tiniebla porque aquí el único Rey es Jesucristo. Alguien puede replicar: ‘pero eso no es consuelo porque de todos modos deja que me enferme o que se enfermen mis seres queridos, o peor, que se me mueran, y además sigo con mis mismos problemas, ¿de qué me sirve que Jesucristo sea Rey?’ La respuesta a esto es la siguiente: no debemos contemplar el Reino del Señor con criterios mundanos, no debemos creer que porque Jesús es Rey tiene que librarnos de todas las cosas aparentemente malas que nos pasan. Considera esto: ¡No se libró a Sí mismo de lo que le esperaba!, y ¡mira que le esperaba algo atroz que lo angustió tanto que sudó sangre en el Huerto de los Olivos! Él sabía que Su Padre podía enviar ángeles para defenderlo de Sus enemigos (ver Mt 26, 53) o que Sus seguidores podían impedir que lo apresaran (ver Jn 18, 36) pero voluntariamente rechazó esas opciones. Nos cuesta trabajo imaginar que alguien tenga el poder para zafarse de algo malo y no lo use. Nosotros en Su lugar, en cuanto hubiéramos visto llegar a Judas con los soldados habríamos usado nuestro poder divino para ordenarles: ‘¡engarrótense ahí!’ y aprovechado su inmovilidad para salir ¡corriendo! Se nos olvida que Él dijo: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), es decir, no es un Reino destinado a este mundo, a establecer que en este mundo todo sea ideal y perfecto. Este Rey no vino a asegurarse de que nadie se te muera, sino de que quienes mueren no queden muertos para siempre; no vino a impedir que te metas en callejones oscuros, sino que cuando te toque atravesarlos veas la luz que te permita encontrar la salida. No es un rey temporal sino eterno, que aceptó padecer por nosotros para que un día no tengamos ya que padecer; que aceptó morir por nosotros para que pudiéramos vivir para siempre con Él. Ello no significa que nos tengamos que resignar a sufrir en este ‘valle

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de lágrimas’, no. El Reino no es de este mundo, pero comienza aquí, y es un Reino de amor, de paz, de verdadero gozo, y si nuestro Rey no siempre interviene para evitar las dificultades que enfrentamos, no significa que no le importe o quiera que suframos (Él sabe bien lo que es sufrir y le duele nuestro sufrimiento porque es compasivo y misericordioso), ni tampoco significa que no haga nada, ¡lo hace!, nos regala a manos llenas los materiales que necesitamos para empezar, desde ya, a construir y habitar Su Reino en la tierra; nos da lo que nos hace falta para salir adelante: desde luego Su gracia inagotable y también fortaleza; paciencia; alguien que nos tienda la mano; el amor de la familia o los amigos; incluso la ayuda de desconocidos... Dice San Pablo que “en todo interviene Dios para bien de los que lo aman” (Rom 8, 28).

La Iglesia nos cuenta la película; nos avisa que todo termina bien, que gana el Bueno, que por truculenta que nos esté pareciendo la historia (la personal, la de los otros, la del mundo), no hay que desanimarse ni desesperar porque el bien triunfa, el Señor es el Rey y el mal no tiene ahora ni tendrá jamás la última palabra.

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¿Cuándo será ese cuando?

Cuándo será ese cuando? Es la pregunta que resuena en el fondo de nuestro corazón cuando leemos la visión para ‘días futuros’ que describe el profeta Isaías: “De las

espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra” (Is 2, 4). ¿Te imaginas? ¿Que llegue un tiempo en el que ya nadie se ‘adiestre para la guerra’?, ¿un tiempo en el que se fundan todas las armas y ese material se use para el provecho y bienestar del ser humano? A algunos nos parece desesperantemente lejano ese día; a otros quizá imposible de alcanzar. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en guerra. No hay lugar en el planeta en donde no se esté llevando a cabo, en este mismo instante, mientras lees esto, algún conflicto armado. Nos parece normal que los noticiarios nos traigan imágenes de tanques blindados recorriendo las calles; gases lacrimógenos dispersando multitudes; cadáveres tirados en las plazas; mujeres y niños de ojos grandes y asustados que se asoman cautelosos detrás de una ventana rota o de las ruinas de su casa, o huyen apresurados a un destino incierto en algún país vecino, sin llevar más que lo que traen puesto, dispuestos a convertirse en refugiados que lo han perdido todo -hogar, familia, empleo y esperanza- a causa de una lucha armada de la que son víctimas indefensas. Los países más desarrollados y poderosos del mundo tienen una economía basada en la guerra: en vender armas y equipo bélico. Se gasta más dinero en artefactos

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capaces de aniquilar al ser humano que en alimentos para nutrirlo, ropa para vestirlo, casa para protegerlo, medicinas para curarlo. Es escandaloso el monto del presupuesto que las superpotencias dedican a la destrucción de supuestos enemigos. Lo curioso es que todos los que hacen la guerra lanzan grandes discursos en torno a la paz; la enaltecen, la prometen, actúan como si de veras les importara que ésta por fin floreciera en este mundo tan lastimado, pero la verdad es que no hacen nada para construirla, todo lo contrario. En este estado de cosas, lo que dice Isaías despierta una gran nostalgia en el corazón. ¿Cuándo será ese cuando?, ¿cuándo sucederá que estas palabras bíblicas no sólo estén escritas en una escultura en las afueras de la ONU, sino inscritas en lo profundo de la conciencia de los que ahí deciden los destinos del mundo? La respuesta quizá nos incomode, y es ésta: la paz no es asunto que compete sólo a los demás; no es tema exclusivo para los dirigentes de las naciones. Nos atañe a nosotros también. A ti y a mí. Un país en guerra está formado por individuos en guerra, por personas que acumularon suficiente odio en su corazón como para salir a matar. Y ¿cómo fue que surgió ese odio? De a poquito. Día tras día. En cantidades suficientemente pequeñas como para que quienes lo albergaban no sintieran preocupación y siguieran creyéndose personas de bien; pero como siempre sucede cuando alguien permite que anide el odio en su interior, éste creció, y se volvió contagioso, y pronto se convirtió en estímulo para la violencia, en justificación para vivir matando. Lo vemos todos los días: los dirigentes firman la paz y la gente de sus pueblos no cesa las agresiones. ¿Cómo puede desterrarse tanta negrura del alma?, ¿qué hacer para que reine por fin la paz que hoy nos promete el profeta Isaías? El Papa Juan Pablo II ofreció una respuesta estremecedora: “no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”. En un maravilloso discurso que pronunció el Día Mundial de la Paz ( el 1º de enero del año 2002) nos dijo que con frecuencia había reflexionado acerca de cómo se puede restaurar el orden moral y social, y que tenía la convicción de que “la paz es fruto de la justicia, esa virtud moral y garantía legal que asegura el respeto de los derechos y responsabilidades y la justa distribución de beneficios y

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cargas. Pero como la justicia humana es frágil e imperfecta, sujeta como está a las limitaciones y el egoísmo de individuos y grupos, debe incluir y ser completada por el perdón que sana y reconstruye las atribuladas relaciones humanas desde sus cimientos. Esto se aplica a toda circunstancia, grande y pequeña, a nivel personal o más ampliamente, internacional.” Más adelante afirmó el Papa: “La sociedad está muy necesitada de perdón. Familias, grupos, estados, la comunidad internacional entera necesita del perdón para poder ir más allá de la esterilidad de mutuas recriminaciones...En la capacidad para perdonar se encuentra la base sobre la cual podrá construirse una sociedad futura, marcada por la justicia y la solidaridad.” El Papa puso el dedo en la llaga y la bola en nuestra cancha. Nos avisó que no podemos cruzarnos de brazos esperando que otros arreglen este maltrecho mundo; que no podemos sentirnos espectadores cuando estamos llamados a jugar un papel importantísimo: construir la paz, primero en nuestro interior, luego en nuestra familia, en nuestra comunidad, en nuestra nación, en nuestro mundo. Sólo si cada ser humano toma este reto como un llamado personal, podrá cumplirse la visión que nos narra Isaías. Las palabras de profeta son sólo una poética fantasía; son una realidad que es apenas proyecto, y que nosotros podemos y debemos comenzar a edificar.

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Dame paciencia, pero ¡¡ya!!

uando sientes que te hierve la sangre porque enfrentas una situación que te incomoda, molesta, desespera o enfurece y te dan ganas de dar de gritos, o salir

corriendo o estrangular a alguien, quizá te ha sucedido que levantas el teléfono ‘rojo’, el de las ‘emergencias’, para pedirle a Dios: ‘¡¡dame paciencia!!’, y como segundos después de esta petición ves que sigues en las mismas, que no bajó de las alturas una nube de celestial paciencia para envolverte y serenarte mágicamente, le reclamas a Dios, como quien habla a quejarse a uno de esos lugares que ofrecen servicio a domicilio: ‘Tú dijiste: ‘pedid y recibiréis’ (Lc 11,9) entonces ¡cumple!¿qué pasa que no me mandas lo que te pedí?, ¡llevo rato esperándolo y no llega!, es para hoy, ¿eh?; ¡me estás quedando mal!, te pedí paciencia y la necesito ur-gen-te-men-te, mándamela pero ¡¡¡yaaaaa!!!’ Nos choca esperar. Los bancos ponen televisiones y las empresas música en sus teléfonos para hacer más llevadera la larga espera a que someten a sus clientes. Los productos que más éxito tienen son los que ofrecen resultados ultra-rápidos: la medicina que te cura de volada; la computadora más veloz; el método de adelgazar más acelerado. Pero la verdad es que por más que luchemos contra ello la vida nos somete necesariamente a muchas esperas, y cuando esto sucede no sabemos reaccionar, queremos que todo se solucione ¡de

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inmediato! y si no es así, volvemos los ojos hacia Dios y exigimos que entonces nos dé paciencia, y que sea ¡instantánea! Pero las cosas no funcionan así, la paciencia no se obtiene de ese modo. San Pablo habla de “la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras” (Rom 15,4) es decir, que la Palabra de Dios puede darnos la paciencia que necesitamos. Y antes de que alguien se ponga a hojear apresuradamente la Biblia pensando que en alguna página puede encontrar una especie de ‘conjuro’ para pedir paciencia automática y obtenerla, hay que seguir leyendo lo que dice San Pablo: que es Dios la “fuente de toda paciencia y consuelo” (Rom 15,5). Si relacionamos ambas afirmaciones: que Dios es fuente de paciencia y Su Palabra nos da paciencia, podemos concluir que quien quiera obtener este don tan preciado y necesario, puede lograrlo si se acerca a Dios a través de Su Palabra. ¿Qué significa esto? Que en la medida en que vas leyendo y conociendo la Sagrada Escritura, vas descubriendo que Dios tiene todo en Sus manos, que todo sucede por algo, que en todo interviene para bien, que Sus tiempos no son nuestros tiempos ni Sus caminos nuestros caminos así que de nada sirve angustiarse o enojarse si las cosas no suceden como y cuando nosotros queremos, pues Dios, desde Su infinita sabiduría, tiene todo bajo control y si Él permite que algo suceda es porque así nos conviene, aunque de momento no lo consideremos así. Conocer a Dios a través de los relatos bíblicos es conocer a un Dios paternal, amoroso, providente, que está siempre dispuesto a darnos todo cuanto de verdad necesitamos (que no es lo mismo que cuanto creemos que necesitamos). Así, conforme te vas adentrando en el conocimiento de Dios, va creciendo tu confianza en Él y va creciendo tu certeza de que todo lo que pasa es por algo y, con Él a tu lado, es siempre para bien. De esa manera, sin darte ni cuenta, te llega la paciencia. Y si tienes que esperar a que se resuelva algo que tarda demasiado para tu gusto, si te toca enfrentar una situación enojosa, grande o pequeña, no te impacientas, la vives con la seguridad de que el Señor se encarga de ella y todo se irá resolviendo cuando y como Él disponga. Vivir así te permite no sólo no hacer corajes, sino incluso agradecer las situaciones difíciles, las esperas largas

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que te toca enfrentar y que antes te exasperaban porque ahora les encuentras sentido y las puedes aprovechar (para crecer en humildad, en amor; para orar por los demás...). Es sorprendente lo fácil que resulta pararle el alto a la ira cuando se vive todo de la mano de Dios. San Pablo incluye la paciencia en su lista de ‘frutos del Espíritu’ (ver Gal 5, 22), es decir que la recibimos como regalo cuando se nos dio el Espíritu Santo en nuestro Bautismo; el asunto es que así como cuando abres un regalo en un cuarto oscuro no te das cuenta de lo que es ni lo aprovechas, pues necesitas abrirlo donde hay luz para poderlo apreciar, de la misma manera, para aprovechar lo que Dios te da necesitas acercarte a Su luz, dejar que te ilumine Su presencia, vivirlo todo bajo Su luminoso amparo. La paciencia no se puede obtener de golpe: es algo que va surgiendo de a poquito y va creciendo e instalándose en el alma como consecuencia de una relación con Aquel que es el mismo ayer, hoy y siempre. Tomemos por ejemplo a María. ¡Cuántas esperas tuvo que enfrentar y con cuánta paz y paciencia las vivió! Tómate un tiempo cada día para sentarte un momento a contemplar una imagen de María, nuestra Señora de la Paciencia, y pídele que ore por ti para que sepas vivirlo todo con una paz y paciencia que, como la suya, brote de tu cercanía con el Señor, tu conocimiento íntimo de la Palabra, tu absoluta confianza en Dios, tu Salvador...

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Guadalupana

l altar mayor de una Basílica la modesta pared de una capilla un retablo en un convento

un cuadro un postercito clavado con tachuelas en un muro un tatuaje la celda de una cárcel una vereda de un parque un mausoleo en un panteón la cripta más sencilla una medalla un Rosario un llavero una taza un libro un calendario un imán adherido al refrigerador el parabrisas de un taxi la defensa de un camión el guardafangos de un trailer la camiseta de un chavo banda un altarcito al pie de una curva de la carretera un nicho en una calle una repisa en un negocio una vitrina en un mercado en una gasolinera

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el mostrador de una papelería la fachada de una casa un grafitti bajo un puente una estampita en la cartera una escultura en un jardín un cartelito en la ventana todos muestran tu imagen llenan de ti mi vida cotidiana me recuerdan porque lo necesito ¡tanto! que estás tú aquí que eres mi Madre y me tienes en el cruce de tus brazos en el hueco de tu manto gracias porque quisiste venir a acompañar mis pasos a iluminarlos con tu mirada buena a conducirlos con tus manos orantes a mostrarme a Jesús fruto bendito de tu vientre y no te cansas nunca de invitarme a caminar contigo a encontrarme con Él

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Sueños no imposibles

Has soñado que vuelas? Yo sí, y es fantástico. El otro día soñé que me encontraba en la calle a uno de esos perros que son la pesadilla de peatones y ‘bicicletos’; me gruñía

amenazador y cuando supuse que se disponía a atacarme, ¡que me elevo y me alejo volando! El canijo perro voló también pero más bajito que yo así que no me pudo hacer nada, juá juá. En muchas ocasiones he soñado que vuelo, que simplemente subo por los aires a voluntad (no tengo que poner ‘pose de superman’, con un brazo extendido y la rodilla opuesta doblada), y voy y vengo todo el tiempo que me da la gana, flotando por encima de calles, tejados, árboles... Lo curioso, es que cuando sueño que vuelo, no sueño que ello me asombre o que me dé miedo o que piense que de un momento a otro se me acabará la ‘pila’ y caeré en picada; y es que en los sueños puede suceder cualquier cosa y todo es normal. No así en la realidad. La realidad muchas veces destroza nuestros sueños. Pienso por ejemplo en José. Nos cuenta el Evangelio que cuando José descubrió que María estaba embarazada decidió dejarla en secreto. No concuerdo con algunos que dicen que José pensó que María le había sido infiel, y como era un hombre justo y bueno decidió no exponerla al castigo que merecía, sino abandonarla y dejar que le echaran a él la culpa de haberla embarazado. No. La pureza, la castidad, el recato de María sin lugar a dudas irradiaban de toda su persona. Su mirada limpia, su vida intachable hacían imposible que alguien pudiera pensar mal de ella, mucho menos José que

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seguramente la conocía bien y la amaba entrañablemente. Más bien podemos suponer que José, como todo buen israelita familiarizado con las Escrituras, tenía en mente la profecía de Isaías: “He aquí que la virgen concebirá a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’...” (Is 7,14), y como estaba consciente de que el tiempo de la llegada del Mesías estaba cercano, cuando descubrió el embarazo de María muy posiblemente intuyó que en ella se había cumplido lo anunciado por los profetas, y no se sintió digno de participar en algo tan trascendental. Por eso decidió hacerse a un lado, aunque ello implicara que se rompieran su corazón y sus sueños de casarse con la mujer más maravillosa del mundo. Dice el Evangelio que cuando tomó la decisión de dejar a María, se fue a dormir, y me pregunto: ¿cuál sería su estado de ánimo esa noche? Es creíble suponer que el más desanimado y deprimido, el de alguien que siente que lo que veía como un futuro risueño y promisorio, de pronto se le convierte en tristeza y desesperanza. Cuando José se fue a dormir estaba convencido de que el sueño que había venido acariciando tanto tiempo era ya imposible. ¡Ah!, pero no contaba con que Dios lo iba a hacer posible, más aún: iba a sembrar un sueño infinitamente mejor en su corazón, más grande, más audaz que el que jamás hubiera podido imaginar: ¡ser nada menos que padre adoptivo del Dios-con-nosotros! Cuando la realidad te devasta (te abruma la soledad; te sientes incomprendido; te agobian tus pecados; después de quién sabe cuántos años de casados tu pareja te dejó de amar; tu mejor amigo se decepcionó y se alejó de ti; te dieron un diagnóstico terrible; se te murió un ser querido...), cuando te sientes en un callejón sin salida y no te atreves siquiera a desear que pudiera ser posible que se cumplieran tus sueños más atrevidos (nunca sentirte solo; superar tus miserias; ser amado incondicionalmente y que quien te ama nunca se decepcione ni aparte de ti; poder vivir para siempre con tus seres queridos; que nunca te envuelva la tiniebla y siempre puedas ver la luz al final del camino...), cuando todo lo que quisieras es echarte a dormir y no despertarte más, espabílate y levanta la cabeza, sacúdete la ‘muína’ con esta extraordinaria realidad: ¡Dios ha hecho posibles estos tus sueños imposibles!,

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¡ha superado con creces todo cuanto jamás te hubieras atrevido a esperar! Tu Dios quiso hacerse ser humano ¡como tú!, Y en Él se cumple todo cuanto anhelas: ya no estás solo: Él te acompaña y te comprende; ya no te abruman tus miserias: Él te perdona y te libera de ellas; ya no te sientes rechazado: Él te ama sin condiciones; ya no te asusta la muerte, pues Él le abrió una salida al sepulcro y te regala la posibilidad feliz de vivir con Él y con todos tus seres amados una vida gozosa que no terminará jamás. Como a José, el Señor te rescata de la desesperanza, de los tristes planes que te has trazado.

Dios no quiere que nos echemos a dormir desalentados ni que creamos que sólo en sueños somos capaces de realizar lo extraordinario; nos da razones para despertar, como José, con la alegría infinita de saberlo cercano, con la emoción de descubrir que todo lo podemos porque Él vino a este mundo a tendernos Su mano.

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Tu propósito de año nuevo

n amigo se cambió de domicilio y contrató a un joven para que le diera una buena ‘mano de gato’ a la casa que dejó, para entregarla limpiecita. El joven llegó

puntual, con una mochilita al hombro en la que traía su ropa de trabajo y una Biblia que se veía muy gastada, evidencia de que había sido frecuentemente consultada (dicen que una Biblia que de tanto uso se está desbaratando, sin duda pertenece a una persona que nunca se estará desbaratando...). Mi amigo le dio indicaciones de que debía barrer, limpiar ventanas, baños, la cocina, etc. y lo dejó para que hiciera su trabajo. Cuando el joven avisó que había terminado, acompañé a mi amigo a revisar cómo había quedado todo. Y nos quedamos boquiabiertos. Este joven no se había contentado con hacer las cosas por encimita o al aventón. Se había empleado ¡a fondo! Con decirles que en lugar de darle un trapazo a la estufa ¡la desarmó para poderla limpiar mejor y dejó reluciente hasta las partes interiores que no están a la vista! Íbamos recorriendo la casa y sorprendiéndonos cada vez más de lo bien que hizo las cosas. Mi amigo lo felicitó y le dijo que era poco común encontrar alguien que le pusiera tantas ganas a lo que hacía. El joven le respondió: ‘es que yo no trabajo para ningún patrón, yo trabajo para el Señor, como dice San Pablo: “todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres.” (Col 3, 23).’ Mi amigo y yo nos quedamos

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gratamente sorprendidos de la sencillez y profundidad de la fe de este joven que obviamente no es una fe ‘dominical’, sino algo que compromete su vida los siete días de la semana. ¿Qué tal si tomamos esta propuesta de Pablo y la convertimos en propósito nuestro? Hacerlo todo como para el Señor. Y no en plan ‘lambiscón’ como para ver qué le sacas luego (hice esto por Ti, ahora Tú hazme este favor), sino simplemente porque lo amas y quieres darle gusto, corresponder a Su amor. “Hacedlo todo de corazón, como para el Señor”: que el ama de casa cocine como si fuera el Señor el que va a comerse lo que preparó; que el conductor del auto, la pesera, el camión maneje como si fuera el Señor su pasajero o fuera el Señor ese peatón que desea cruzar la calle frente a él; que el estudiante entregue ese trabajo como si fuera el Señor quien lo revisará; que el dependiente de ese comercio, de esa ventanilla, atienda a cada persona como si fuera el Señor quien quiere hacer esa compra, ese trámite; que la enfermera, el doctor, atiendan a ese paciente como si se tratara del Señor. Que sea cual sea tu ocupación, tu profesión, lo que haces para vivir, lo que ocupa tu tiempo libre, lo hagas todo como si fuera para el Señor, buscando agradarle al máximo. ¿Te imaginas qué sucedería si todos nos comportáramos así? Se acabaría el ‘ahí se va’, el dejarlo todo para después, el resolverlo a última hora y mediocremente. Y no sólo eso. Se acabaría también eso de sentir que nadie tomó en cuenta nuestro esfuerzo. Mucha gente justifica hacer las cosas mal porque dice: ‘nadie se fija, a nadie le importa’. Pues bien, cuando se realiza algo para el Señor, se puede tener la absoluta seguridad de que Él sí se fija, de que a Él sí le importa. Y algo más: a diferencia del mundo, al que sólo le interesan los resultados visibles, comprobables (obras son amores y no buenas razones), el Señor se fija en las intenciones, toma en cuenta tus ganas de hacer las cosas bien, incluso si al final no te salieron bien. Decía un sacerdote que un señor fue a confesarse de que por más que luchaba contra cierto defecto no lograba dominarlo. Le dijo: ‘padre, por más que trato de agradar al Señor, ¡no lo consigo!’, a lo que el sacerdote respondió: ‘amigo, querer agradarle a Dios ¡ya es agradarle!’. Nuestros

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logros quizá nos llenan de soberbia, nos hacen sentir ‘buenitos’, superiores a otros; nuestros intentos fallidos nos mantienen humildes y nos mueven a seguirlo intentando, y ese esfuerzo es comprendido y apreciado por Dios. Así que si tu propósito es hacerlo todo para el Señor, no te preocupes si las cosas no te salen tan perfectas como querrías, si tu intención es agradarlo ten por seguro que ¡lo lograste! ¡Qué descanso, qué maravilla saber que tenemos un Dios que valora hasta el menor de nuestros esfuerzos!, ¡qué consuelo saber que Dios es como ese papá o esa mamá a quien su niño le regala un trabajito manual que está verdaderamente espantoso (un pegote de engrudo, rayas de crayón, diamantina y quién sabe qué mas) y lo ve precioso y lo guarda cuidadosa y amorosamente en un lugar especial, porque se fija no en la perfección del trabajo en sí, sino en el amor con que fue hecho y regalado! Así pues, considera que hoy es el primer día de un nuevo año en tu vida y olvídate de hacer una larga lista de propósitos que nunca cumples. Proponte realizar uno solo: hacerlo todo para el Señor. Y puedes estar seguro de que no habrás terminado de hacerte ese propósito cuando Dios ya estará preparando un lugar muy especial para atesorar todo lo que tú, su amadísimo hijo o hija, te animes a ofrecerle...

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Perder o no perder la cita

n un programa de televisión al que acuden muchos concursantes que esperan ganar algo pero saben que sólo uno obtendrá premio, anunciaron que iban a

regalar un coche nuevo. Se le pidió a los concursantes que buscaran bajo sus asientos una caja; se les avisó que la persona que encontrara en ella una llave de automóvil sería el ganador. Cuando los concursantes abrieron sus cajas comenzó la gritería: todos encontraron una llave, ¡todos obtuvieron un auto nuevo! Se armó un alboroto tremendo. Unos saltaban, otros lloraban de emoción, otros se abrazaban. Todos estaban contentísimos. Y cuando el locutor los invitó a pasar al estacionamiento a conocer sus autos nuevos, todos se apresuraron a dejar sus asientos para ir por el premio prometido. Sobra decir que ninguno de los concursantes se quedó sentado diciendo: ‘a mí que me platiquen qué tal está mi coche, ahí luego me cuentan, yo aquí estoy bien y mejor aquí me quedo’. Es absurdo incluso imaginar tal posibilidad, ¿verdad? Por ello resulta tan sorprendente lo que nos platica San Mateo al inicio de su Evangelio. Resulta que unos hombres se enteran de que por fin les ha sido dado algo que han esperado desde hace mucho -y no sólo ellos, sino sus padres y los padres de sus padres- y ¡no van a verlo! La cosa estuvo así: el pueblo judío llevaba siglos a la espera de recibir algo infinitamente mejor que un premio material: esperaban el cumplimiento de la promesa de Dios de enviarles a Aquel cuyo Reino no tendría fin, a Aquel que vendría a salvarlos. En eso se presentaron en Jerusalén unos

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magos de Oriente (ojo: no pensemos en magos de sombrero negro y conejo, se trata de hombres sabios que estudiaban la bóveda celeste, las constelaciones, los cometas, etc.) diciendo que su presencia en estas tierras -para ellos lejanísimas- se debía a que en el cielo apareció una estrella que interpretaron como anuncio del nacimiento de un rey, y querían rendirle honores. En un tiempo en el que no había televisión ni cine ni periódico ni internet y la fuente mayor de entretenimiento era comentar lo que sucedía en la vida social o política de cada lugar, la visita de unos visitantes ilustres, venidos de tan lejos, con exóticos ropajes y más exóticas cabalgaduras, y seguramente seguidos de una numerosa comitiva de sirvientes, acompañantes e incluso familiares, sin duda llamó muchísimo la atención y fue la comidilla de la ciudad, y muy especialmente cuando se supo la razón de su viaje. Esta noticia debió haber pasado de boca en boca en un santiamén. Dice San Mateo que ‘Herodes y todo Jerusalén con él’ se sobresaltaron. ¡No era para menos! ¡Enterarse así de pronto de que se había cumplido lo que más ansiaba su corazón! Dice San Mateo que Herodes consultó entonces a los sumos sacerdotes y a los escribas, es decir, a los expertos en las Escrituras y les preguntó dónde debía nacer el Rey. Ellos le dijeron el lugar exacto: Belén, y Herodes se lo informó a los sabios. Lo curioso, lo raro es que él no hizo nada por acompañarlos, y los sabios ¡tampoco! ¡Es increíble! Pertenecían a un pueblo que llevaba siglos aguardando que llegara Aquel a quien todos los profetas anunciaron; podían localizar con toda precisión el sitio donde debía nacer, y cuando tuvieron poderosas razones para creer que por fin había nacido, ¡no fueron a verlo!, ¡no se movieron ni un ápice!, ¡se quedaron donde estaban! Esto es más extraño que si alguien que se ganó un coche no quisiera ir a echarle un vistazo; aquí no estamos hablando de una cosa, por buena que sea, sino de la realización de algo maravilloso: la llegada del Mesías, de Aquel que habría de traer la salvación. ¿Cómo es que ni Herodes ni los sabios corrieron a comprobar si en verdad nació el que tanto esperaban? Estaban viendo que unos sabios vinieron de muy lejos porque consideraron que valía la pena

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emprender un viaje tan extenuante, de varios meses, enfrentando toda clase de dificultades, con tal de adorar a ese Niño, y ellos que lo tenían como quien dice a la mano, y que eran los principales beneficiados, ¡no hicieron nada para conocerlo! ¿Qué sucedió aquí? Podemos suponer lo siguiente: Que a Herodes y a esos sabios la noticia no les provocó alegría, más bien les dio pánico. Estaban instalados en un estilo de vida que no deseaban cambiar. Herodes no quería que nadie lo destronara; los sabios no querían que nadie alterara su cómoda existencia. Conocían y citaban la Escritura a la perfección pero no estaban dispuestos a dejarse mover ni conmover por ella. Se limitaban a leerla y a citarla, no a vivirla. Y así perdieron la oportunidad de acudir a la que hubiera sido la cita más importante y feliz de su existencia.

Lo que sucedió a estos personajes nos puede suceder a nosotros también. Conocer la Palabra, escucharla cada domingo, o quizá diario, pero no dejarnos mover, sacudir, interpelar, conmover por ella. No querer cambiar nuestro modo de vivir. Leer que Jesús nos invita a amar, a perdonar, y creer que se lo dice a los demás; escuchar que nos exhorta a cambiar algo que anda mal y pensar: ‘que cambien los otros’. Pregúntate: ¿hace cuánto no te sucede que al escuchar las Lecturas el domingo en Misa piensas: ‘¡híjole, esto me lo dedica el Señor a mí y tengo que hacer algo al respecto!’? ¿Hace cuánto que no decides, luego de escuchar la Palabra, que vas a hacer caso de lo que te pide, de lo que te propone? Herodes y los sabios de su tiempo no se dejaron mover el corazón por lo que leyeron en la Escritura, y se perdieron el encuentro con el Dios-con-nosotros. Y ¿tú?

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Dime con quién andas y te diré quién eres...

so de ‘dime con quien andas’ tiene mucho de cierto: las personas suelen rodearse de quienes comparten sus creencias, gustos, profesión, ideas políticas, etc. (el

deportista tiene amigos deportistas; el parrandero se junta con parranderos; el ratero forma parte de una banda que se dedica al robo y así sucesivamente). Sin embargo también tiene mucho de falso, pues quienes te rodean no necesariamente definen quién eres, en el sentido de influir sobre ti (un estudiante puede sacar buenas calificaciones aunque sus amigos reprueben; una señora puede mantener viva su fe aunque su esposo e hijos no sean creyentes).

Desafortunadamente algunos toman ese dicho como advertencia: ¡ojo!, la gente piensa que eres igual a quienes te rodean, por lo cual debes cuidar mucho con quién te juntas, no sea que los demás piensen mal de ti. Esta mentalidad es en buena medida responsable de la discriminación que practicamos desde la infancia. En la escuela nadie quiere juntarse con el niño rechonchito que es torpe para los deportes; la niña que no es tan bonita o tan simpática no tiene amigas. En todos lados siempre existe el grupo de los ‘buena onda’ y el grupo de los que nadie toma en cuenta, de los que no tienen con quién sentarse a comer, de los que nunca son elegidos cuando se trata de formar equipos. En la universidad, en el trabajo, en el grupo de amigos, incluso en la comunidad

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parroquial siempre hay alguien a quien todos le hacen el ‘feo’, con quien nadie quiere ser ‘visto’ para no ‘quemarse’, con quien nadie quiere ‘andar’ para no dar la impresión de que es como esa persona. Practicamos la discriminación con una naturalidad aterradora. Casi sin darnos cuenta de ello vamos constantemente por la vida ‘pintando nuestra raya’, dejando fuera de los estrechos límites de quienes consideramos ‘aceptables’ a muchos seres humanos a los que evaluamos y reprobamos por su aspecto físico, inteligencia, simpatía, color de piel, calidad de ropa, año -y modelo- de coche, tamaño y ubicación de su casa, ocupación y sueldo anual, y un sinnúmero más de trivialidades que nos hacen apartarnos de ellos sin motivo justificado.

Te preguntan con quién andas y tú gozas al afirmar que con pura gente ‘bonita’, ‘cool’, ‘chida’. Crees que por eso ‘ya la hiciste’, pero Dios tiene otra opinión muy diferente al respecto. Para Dios eso de ‘dime con quien andas’ significa lo opuesto de lo que el mundo cree: que aquellos con los que andas no te ‘queman’, todo lo contrario, muestran tu grado de amor cristiano, de compromiso para vivir tu fe. Pensemos en la madre Teresa de Calcuta. ¿Alguien podía creer que era despreciable porque andaba entre personas que muchos consideraban despreciables? Claro que no, todo lo contrario. Su cercanía con los más pequeños no la empequeñecía, la hacía grande: mostraba su gran corazón, su enorme capacidad de amar, su cristianismo auténtico.

Jesús jamás se preocupó por el ‘dime con quien andas’, y ¡vaya que pensaban mal de Él porque aceptaba comer con publicanos y pecadores!, pero a Él eso lo tenía sin cuidado, lo que le importaba era acercarse a quien lo necesitara. Por ejemplo, no tuvo inconveniente en aguardar, entre pecadores, a que Juan lo bautizara en el Jordán. Los Evangelios nos muestran una y otra vez cómo Jesús se empeñó en derribar las barreras que los seres humanos construimos para separarnos de otros.

A Dios no le gusta nuestra costumbre de discriminar. San Pedro deja bien claro que el cristianismo es para

todos, judíos y paganos por igual. Afirma: “Dios no hace distinción de personas” (Hch 10, 34), es decir, Dios acepta a

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todos por igual. Alguien puede objetar: ‘es que en este mundo no se puede vivir así, hay que hacer ‘distinción de personas’ porque hay gente de la cual es mejor alejarse porque puede ejercer mala influencia sobre nosotros o sobre nuestros jóvenes o niños’. Ante esto cabe responder que hay que diferenciar, con prudencia y sentido común, las personas cuyo trato con nosotros o nuestros hijos puede resultar en verdad perjudicial (evitar lo que las abuelas llamaban ‘andar en malas compañías’), de las personas a las que estamos juzgando injustamente, sólo por apariencias. ¿Cómo saber la diferencia? Dándonos la oportunidad de ir más allá de lo superficial, dándoles la oportunidad de mostrarnos quiénes son en realidad. Debajo del traje de cuero negro y los pelos picudos y verdes de un chavo banda muy probablemente se esconde un chamaco asustado que quiere disimular su vulnerabilidad y desesperada necesidad de cariño bajo un aspecto feroz. Detrás de la cara de pocos amigos de esa persona que vive o trabaja cerca de nosotros quizá se oculta un corazón de oro, ávido de recibir y dar afecto.

¿No te ha sucedido que la primera vez que viste a quien hoy es tu gran cuate o cuata, te cayó gordo, te pareció ‘sangrona?¿Qué sucedió?,que le diste una oportunidad, y descubriste su valor.

En el Jordán había muchos aguardando a ser bautizados y seguramente también muchos otros que los veían desde lejos, juzgándolos indignos de su amistad y cercanía. Qué lástima. Si éstos se hubieran dado la oportunidad y se hubieran acercado, se hubieran encontrado con Aquel que suele estar donde menos se le espera...

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La tragedia: ¿destruye o fortalece

tu fe?

espués de ver en la tele las terribles imágenes de olas gigantescas que arrasaron con poblados e islas en Asia, India y África, y destruyeron todo a su paso;

después de saber que hubo alrededor de doscientos mil muertos (y que las cifras aumentaron debido a la falta de agua potable, las epidemias y la hambruna) y que hubo más de cinco millones de damnificados, una gran parte de los cuales fueron niños que quedaron huérfanos; luego de ver el dolor inimaginable de quienes perdieron a todos sus seres queridos en un instante; de percibir el miedo y desamparo de quienes quedaron sin casa, sin pertenencias, sin esperanza, alguien me preguntaba: ‘¿Cómo puedes creer en Dios después de esto? Es obvio que o no existe o existe pero no es ese ‘Dios Bueno’ del que siempre hablas, sino que le vale gorro lo que nos pasa, o si no ¿cómo pudo permitir esta tragedia?, ¿dónde estaba Dios cuando todo esto sucedió?’ Estas preguntas desafiantes surgen siempre que sucede una catástrofe, y no se pueden responder con ligereza, sino después de reflexionar hondamente en algunos aspectos que se plantean a continuación:

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Muchos males son achacables al ser humano

Vivimos en un mundo cuya naturaleza se manifiesta en ocasiones de manera violenta, y aunque conocemos bien las áreas de riesgo, insistimos en vivir en ellas. Habitamos a las faldas de los volcanes, levantamos edificios sobre fallas telúricas, construimos casas y hoteles al pie de las playas. Los humanos jugamos al ‘a mí no me va a pasar nada’, lo mismo al encender un cigarro que al edificar un rascacielos en zona sísmica. Y cuando sucede el terremoto, el huracán, la erupción, y cientos, miles o millones se ven trágicamente afectados, nos sorprendemos de que algo así hay podido ocurrir y entonces le echamos la culpa a Dios, pero la verdad es que no somos recién llegados al planeta, y si sabemos lo que puede suceder, somos los responsables de las consecuencias que traen los riesgos que decidimos correr. Alguien dirá: ‘pero no todas las personas que viven en situación de riesgo eligieron vivir así, muchas de ellas se vieron forzadas porque son pobres y fueron marginadas, y por ello tuvieron construir sus viviendas con materiales endebles o en lugares peligrosos’. Eso es verdad, y aquí tenemos otro ejemplo de culpabilidad exclusiva del ser humano: vivimos en una sociedad que ve con indiferencia que una tremenda mayoría viva en la miseria, sin medios adecuados para subsistir. Dios nos ha dado un mundo maravilloso cuyos recursos naturales bastan y sobran para que todos tengamos no sólo lo suficiente sino incluso más de lo necesario, pero unos cuantos acaparan las riquezas y dejan a los demás sin nada; Dios nos ha pedido que nos amemos y ayudemos unos a otros, pero nos hemos acostumbrado a vivir nuestra vida y despreocuparnos de los más necesitados. Los grandes países gastan cantidades estratosféricas en armas en lugar de destinar esos recursos a brindar ayuda humanitaria. Incluso se da el caso de un país que cuenta con bomba atómica, pero no con un sistema de alarma contra maremotos para alertar a tiempo a sus habitantes. Cuando sucede un desastre natural los pobres son siempre los más afectados. Quien tenga la tentación de culpar a Dios por ello debía preguntarse primero: ¿es culpa de Dios

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que el ser humano anteponga el amor al dinero al amor al prójimo? A lo largo de la Escritura Dios nos pide una y otra vez que no nos aferremos a bienes materiales, que vivamos en justicia, en equidad, que compartamos con los desposeídos lo que tenemos. No es culpa suya que no le hagamos caso y permitamos que nuestros hermanos vivan en condiciones infrahumanas de las que nos percatamos y condolemos sólo cuando sucede una desgracia.

Los terremotos no son predecibles, pero los tsunamis sí. Países desarrollados que cuentan con sensores en el mar y en satélites previeron y detectaron el maremoto pero no consideraron necesario dar aviso. A partir de que el primer oleaje tocó tierra en los países cercanos al epicentro pasaron ¡más de tres horas! antes de que las olas llegaran a los países más alejados del epicentro. Si éstos hubieran sido avisados de que les iba a llegar un maremoto hubieran tenido suficiente tiempo para evacuar a su población, pero nadie les dijo nada. Pero y ¿tantos muertos?

Una vez establecido lo anterior, queda claro que en muchos casos las terribles consecuencias de los desastres naturales hubieran podido aminorarse grandemente si el hombre pusiera más interés en ayudar a sus semejantes. Sin embargo, hay una cuestión que rebasa la responsabilidad del ser humano, y es la de las innumerables muertes que provoca un fenómeno como el que nos ocupa. Se parte el corazón al escuchar el llanto y las historias de horror de quienes que vieron desaparecer bajo las aguas a todos sus seres queridos, y surge la pregunta: ‘¿Por qué dejó Dios que se murieran tantos?, ¿por qué no intervino para salvarlos?’. La respuesta a esto tiene que ver con la manera como entendemos la muerte. Si la vemos simplemente como el final de todo (un final sin sentido a una vida sin sentido), o si la vemos como el inicio de la eternidad a la que estamos llamados. Aquellos que creen que todo termina cuando morimos, consideran la muerte de miles como prueba de que Dios no existe o de que, si acaso existe, no es Todopoderoso puesto que no pudo impedir la calamidad, o peor aún, sí es Todopoderoso pero es malo pues goza

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haciéndonos sufrir. Esta visión desde luego, no es compatible con nuestra fe cristiana. Nosotros los creyentes sabemos que la muerte física no es el final, que después de morir resucitaremos a la vida eterna, que todos habremos de morir, y que si unos mueren antes no es ‘castigo de Dios’ sino simplemente que Él, en Su infinita compasión y sabiduría, consideró que estaban listos para empezar a gozar, antes que nosotros, la vida eterna. Saber que todos aquellos que murieron violenta y repentinamente despertaron en los brazos amorosos de Dios no suprime, pero sí aminora el dolor, y le da sentido y esperanza. Por otra parte este suceso nos recuerda que en este mundo estamos de paso y nos ayuda a tomar en serio la invitación de Dios a estar preparados porque no sabemos ni el día ni la hora en que moriremos. Dios-con-nosotros Ante la interrogante exasperada: ‘¿dónde está Dios?’ que plantean los que creen que Dios se desentiende de nuestros asuntos y nos mira desde el cielo, lejano e indiferente, reflexionaba en que el maremoto sucedió un día después de Navidad, cuando el mundo entero celebraba al Emmanuel, al Dios-con-nosotros, a Aquel que nos ama tanto que quiso hacerse humano y padecer junto con nosotros todo lo que padecemos. A los que nos preguntan dónde estaba o dónde está Dios, podemos responderles con seguridad: se hizo hombre, vive en cada uno, estuvo en esa bahía arrasada, en esa construcción hecha pedazos, en esas calles inundadas; en cada turista que se ahogó en la playa, en cada indigente que quedó atrapado en su casita en ruinas, en cada mujer que no alcanzó a correr, en cada niño que fue arrebatado de brazos de sus padres, en cada anciano que quedó hundido en el lodo, en cada uno de los que fueron llevados por las aguas; en esos cuerpos sin vida que la marea ha devuelto a las costas, y en los rostros llorosos de los sobrevivientes. Dios estuvo y está allí. Aquel que lloró ante la muerte de Lázaro, Su amigo, comparte nuestro llanto, pero no se resigna a vernos llorar; por eso se hizo hombre: para asumir todas nuestras miserias y redimirlas. No hay pena, soledad, angustia que quede fuera del abrazo del

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Crucificado. Jesús le puso un alto al mal y al sufrimiento, clavándolo en la cruz. Y no conforme con eso le puso un alto también a la muerte. Al resucitar le abrió una salida a todo sepulcro, e hizo posible que a todo aquel que llora a un difunto lo sostenga la certeza de que lo volverá a encontrar en una vida sin final donde no habrá más lágrimas ni dolor. ¡Dios nos ha invitado al gozo eterno! Y no pensemos que tendremos que morir para empezar a disfrutarlo. Ya desde ahora e incluso en medio de la calamidad, Dios se manifiesta en todo lo bello, en todo lo bueno. Dice San Pablo que ‘en todo interviene Dios para bien’. A la pregunta: ‘¿dónde está Dios?’ desde luego hay que contestar: está en cada historia milagrosa de supervivencia; en cada feliz reencuentro; en cada oído compasivo, en cada mirada solidaria, en cada abrazo; en cada plegaria o en cada silencio compartido; en el modo como la desgracia ha hecho que estos pueblos se unan y ayuden, olvidando odios y divisiones como nunca antes había sido posible; está en esos lugareños que a pesar de su dolor se pusieron a auxiliar a otros; en su inquebrantable voluntad de sobrevivir y salir adelante; en millones que en todo el mundo se volcaron a ofrecer asistencia; en los rescatistas que trabajaron sin desmayar en las labores más terribles; en el personal de salud que se las ingenió para ayudar casi sin recursos; en los miles de voluntarios que donaron, empacaron, transportaron víveres, agua, cobijas, medicinas; en todos los que tras de ver las noticias se sintieron personalmente llamados a hacer algo, lo que pudieron, para ayudar, donando algo en una de las cuentas de banco abiertas para apoyo de los damnificados. Conmovía ver escenas que mostraban a japoneses, árabes, australianos, etc. en una cadena humana, pasándose unos a otros cajas para llenar un avión que llevaría auxilio; ‘topos’ mexicanos, rescatistas franceses y españoles, todos empeñados en una misma causa: poner cuanto eran y cuanto tenían a disposición de aquellos a quienes ni siquiera conocían, movidos por una inquietud, por una solidaridad fraterna que, aunque no lo supieran, Dios había sembrado en sus corazones. ¿Que dónde estaba Dios? Ahí, como siempre, discreto pero presente, iluminándonos y tendiéndonos la mano.

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Y ¿luego qué? Aunque parezca absurdo pensar que algo bueno pueda salir de una desgracia, siempre es posible aprovechar toda circunstancia para aprender, para crecer como seres humanos y para que nuestra fe se fortalezca. Es sin duda lo que Dios espera de nosotros. Si permite que suceda algo como lo que ocurrió en Asia es porque sabe que de ello se puede obtener un gran bien, y este bien quizá sea una enseñanza importantísima: que no podemos ser ajenos a las difíciles circunstancias en que viven hermanos nuestros; que la solidaridad no sólo debe darse para remediar una tragedia, sino para prevenirla y ello implica buscar modos concretos para proporcionar a quienes padecen necesidad los medios suficientes para salir adelante; que los seres humanos nos necesitamos unos a otros, y si nos unimos podemos lograr grandes cosas; que ya es hora de que aprendamos a deponer nuestras diferencias y a trabajar juntos por una meta constructiva, no destructiva. Se formó una alianza de países para ayudar en Asia: qué gozo verlos unidos no para atacar a otras naciones sino para ayudarlas a salir adelante (ojalá les durara por siempre la buena voluntad). Pidamos a Dios que ilumine nuestros corazones para que lo sucedido nos enseñe a vivir no sólo las emergencias sino la vida cotidiana con la conciencia de que en este mundo además de peregrinos, somos verdaderos hermanos, hijos amadísimos del mismo Padre.

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Oración por los damnificados Señor: Queremos poner en Tus manos a nuestros hermanos afectados por este (desastre). Te pedimos por los que murieron sin recibir auxilio espiritual: toma en cuenta el amor con que vivieron, perdona sus pecados y recíbelos en Tu Reino. Que los que quizá todavía hoy están en espera de ser rescatados, sean localizados y auxiliados a tiempo. Que los que sobrevivieron pero están en malas condiciones físicas o psicológicas puedan sanar no sólo su cuerpo sino sobre todo su alma. Que los que perdieron seres queridos, y se sienten solos y desamparados encuentren en Ti su sostén y compañía. Que los que llevan días mirando cadáveres buscando identificar a sus conocidos tengan la fortaleza para superar el horror de lo que están viviendo. Que los que a pesar de su tragedia personal ayudan a otros encuentren en ello alivio a su propio dolor. Que las familias que sobrevivieron pero quedaron separadas puedan reencontrarse. Que los niños que quedaron huérfanos tengan quienes los acojan y rodeen de cariño. Que los que nunca sabrán qué fue de sus seres amados sepan ponerlos en Tus manos y encontrar por fin la paz. Que los que perdieron su casa y no tienen a dónde regresar hallen pronto un sitio al que puedan llamar hogar. Que los que perdieron su lugar de trabajo descubran nuevos medios de subsistencia. Que los que se encargan de remover escombros, transportar, enterrar o incinerar cadáveres tengan la fuerza y perseverancia para llevar a cabo su dolorosa tarea. Que puedan establecerse pronto fuentes de agua potable, centros de distribución de alimentos y centros de salud para que nadie muera de hambre o sed y no broten epidemias peligrosas.

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Que al personal médico y de enfermería que tiene que trabajar sin suficientes medios lo guíe Tu luz, compasión y sabiduría para saber cómo ayudar eficazmente a sus pacientes. Bendice la nueva fraternidad que ha surgido entre quienes quizá antes eran enemigos y ahora se han unido en la desgracia para ayudarse mutuamente. Haz que dé frutos permanentes de reconciliación. Elevamos a ti nuestras oraciones por todos los que en su tribulación no saben o no pueden orar. Bendice la misión de todos los voluntarios que se han dado a la tarea de enviar, empacar, transportar y distribuir el auxilio necesario. Haz que la ayuda llegue realmente a quien más la requiera, y anima este esfuerzo el tiempo que sea necesario hasta que estos hermanos puedan levantarse y seguir adelante. Los aguarda la formidable tarea de reconstruir su presente y edificar su futuro: ayúdalos a realizarla cimentados en Ti. Por último te pedimos que a todos los que nos hemos enterado de este terrible suceso no nos permitas quedarnos de brazos cruzados sino nos des un corazón generoso para que en la medida de nuestras posibilidades apoyemos con oración y donativos a estos queridos pueblos a recuperarse. Señor: queremos sumergir a todos estos hermanos los en el mar sereno y luminoso de Tu misericordia infinita. Envuélvelos en Tu abrazo amoroso. Hazlos sentir reconfortados y llenos de Tu paz. Que todo este sufrimiento no sea en balde ni motivo de desesperanza o pérdida de fe, sino todo lo contrario, que esta dolorosa experiencia acerque a todos hacia Ti, Dios de todo consuelo, única fuente de verdadera luz y esperanza. Amén.

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Oración por la unidad de los

cristianos

eñor: Tú quieres que seamos uno

pero nosotros estamos divididos no hemos sabido ser hermanos derriba los muros que levantamos cura la herida de los malentendidos las desconfianzas las despedidas haznos salir del laberinto de soberbias y recriminaciones ábrenos al perdón no sólo para otorgarlo sino para saber pedirlo y aceptarlo y líbranos de convertir en trincheras nuestras buenas razones

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sana nuestros empeños de convertir al otro en seguidor y enséñanos a emparejar nuestras pisadas y a caminar hombro con hombro por Tus caminos reúnenos como a los Doce alrededor de Tu fuego distintos todos pero igualmente convocados iluminados redimidos reconciliados danos un solo corazón capaz de escucharte seguirte amarte con una sed de Verdad que nos conduzca hacia Tu fuente con un cansancio de tiniebla que nos oriente hacia Tu luz haznos capaces de reconocer que es más lo que tenemos en común que lo que nos separa conviértenos en multitud congregada dispuesta a abrir el alma ante el milagro de compartir Tu Pan Tu cruz Tu sepulcro vacío navegar en Tu barca ser Tus testigos

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anímanos a redescubrir el gozo inquebrantable de sabernos familia sostenida por una sola fe consolada por una misma esperanza conducida por una caridad ilimitada que nos mueva a encontrarnos un día por fin en un abrazo interminable

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Cambio festejable

s curioso que entre todo lo que se nos ocurre celebrar (el cumpleaños, el santo, el día de la madre, del padre, del compadre, del niño, del maestro, etc.) no

incluyamos el día del ‘cambio’, y no me refiero a un cambio político, sino a un cambio personal de actitud. Nadie conmemora, por ejemplo, el aniversario del día en que la adolescente de la casa milagrosamente se acomidió ¡a ayudar en la cocina!; la memorable ocasión en que el señor no se quedó viendo el ‘fut’ sino ¡fue a Misa con su familia!...Será porque esos cambios suelen ser ‘llamarada de petate’, obedecen a motivaciones pasajeras (la chica quería lucirse ante los papás del novio, invitados a comer; el señor no vio el ‘fut’ pues se había ido la luz...), pero si hubiera un cambio permanente y, sobre todo, que trajera grandes beneficios a toda la familia, seguramente sí sería considerado digno de ser recordado. Pues bien, la Iglesia, como la gran familia que es, celebra un cambio semejante, qué digo cambio, ¡cambiazo! Se trata de la conversión de San Pablo. ¿Quién era este hombre? Era un judío que vivió durante el inicio del cristianismo. Se llamaba Saulo de Tarso, pertenecía a la secta de los ‘fariseos’ (que consideraban de vital importancia cumplir al pie de la letra la ley de Moisés), era enemigo de los cristianos y se dedicaba a perseguirlos, encarcelarlos, castigarlos e incluso aprobaba que los mataran; pero un día el Señor Jesús se le apareció en el camino y le hizo darse cuenta de su tremendo

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error. A partir de ese momento se convirtió en el más ardiente defensor del cristianismo y dedicó su vida a anunciar el Evangelio por todas partes, especialmente a los pueblos paganos, entre los cuales era conocido por su nombre romano: Paulo (Pablo). Su conversión aparece mencionada no una sino ¡tres veces! en la Biblia: San Lucas la describe en el libro de Hechos de los Apóstoles (ver Hch 9, 1-19) y el propio San Pablo la cuenta con detalle en Hch 22, 2-21, y se refiere a ella en Gál 1, 12-17; Alguien podría preguntar: ‘¿por qué habiendo conversiones tan notables como las de San Agustín o San Francisco de Asís, la Iglesia rememora la de San Pablo?’ Podría decirse que por los enormes beneficios que trajo a los creyentes de todos los tiempos: en primer lugar, por las numerosas comunidades cristianas que Pablo fundó, pero además por las cartas que les escribió y que con el tiempo fueron conocidas y valoradas universalmente, al grado de que cuando la Iglesia Católica conformó el Nuevo Testamento, las incorporó a éste por considerarlas inspiradas por Dios. (Eso de: ‘Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los...’ que leemos en Misa, está tomado de dichas cartas). Y aquí hay algo que vale la pena remarcar: los grandes temas que toca Pablo en sus escritos y que han sido luz, guía, y consuelo para toda la cristiandad, sin duda comenzaron a surgir a partir del momento de su conversión. Cuando Pablo tuvo su encuentro con Jesús, quedó ciego y pasó tres días sin comer ni beber. El que creía tener todo muy claro, quedó en tinieblas, se vio forzado a hacer un alto y replantearse todo lo que hasta entonces había tenido por cierto, y dejar que el Espíritu lo iluminara y le marcara un camino nuevo. Sucedió una verdadera revolución en su interior, una auténtica ‘conversión’ (es decir, un cambio de rumbo, de mentalidad); el fariseo que creía que podía salvarse cumpliendo la ley, se dio cuenta de que la salvación es un don de Dios que nos trajo Cristo Jesús; que la única ley que vale la pena cumplir es la de la caridad; que a pesar de nuestras miserias nada puede apartarnos del amor de Dios que es

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misericordioso, compasivo, siempre perdona y en todo interviene para bien... La conversión de San Pablo es un hecho vital para la Iglesia, digno de festejarse porque de ahí se desprenden innumerables luces que todavía hoy alumbran a todo creyente que quiera seguir a Cristo. Es también ejemplo del enorme beneficio espiritual que genera para sí y para otros todo aquel que no deja que la vida simplemente le suceda o lo avasalle, sino que dedica el tiempo necesario para revisar, a la luz de Dios, lo que le sucede; preguntarse qué quiere Él decirle o pedirle a través de ello; descubrir qué nuevos rumbos le marca y atreverse a seguirlos...

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Solidaridad

a solidaridad es una cualidad conmovedora cuando surge espontánea, sin afán de lucimiento, sin buscar gratitud, simplemente por un hondo sentir del corazón

que te mueve a ayudar a otro ser humano al que quizá ni conoces pero al que sabes necesitado. Tal solidaridad suele despertarse cuando sucede un desastre como el maremoto que afectó a doce países del sureste asiático. Los noticiarios nos trajeron imágenes de lo peor y de lo mejor: lo peor fue la total devastación que provocó la tremenda marea que creció varios metros de altura y avanzó veloz destruyéndolo todo a su paso, más de dos kilómetros al interior de las costas; lo peor fue ver esas tomas aéreas de ciudades arrasadas; la interminable cantidad de cuerpos sin vida; las mamparas tapizadas de fotos de personas captadas en momentos felices y pegadas ahí con la esperanza de que alguien las localice vivas, y otras fotos, tomadas poco antes de un entierro obligado en una fosa común; lo peor fue contemplar a los sobrevivientes llorar la pérdida de sus seres queridos, de sus casas, de una vida que ya no será igual. Todo eso fue lo peor. Lo mejor fue constatar la solidaridad sin precedentes con la que reaccionó la gran familia humana. Y no sólo me refiero a los donativos de víveres, agua y medicinas que fueron enviados de todos los rincones del planeta, o a los rescatistas, médicos, y demás personal capacitado que se presentaron ahí,

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lo cual fue maravilloso, sino a lo que sucedió entre las propias víctimas del maremoto. Eso fue lo más conmovedor. Las olas demolieron las barreras que suelen separar a las personas de diversa raza y condición: prejuicios, egoísmos, desconfianzas y rencores; arrasaron con todo excepto con el amor y la bondad que Dios ha sembrado en el alma de cada ser humano. Tanto quienes sufren un desastre como quienes los contemplan se ven forzados a reordenar sus prioridades y a poner en primer lugar al ser humano, sin distinción de nada, sin discriminaciones; al ser humano como semejante, como verdaderísimo hermano. No cabe aquí más que la compasión, que no es sentir lástima, sino padecer con los demás, hacer propio el sufrimiento ajeno, llorar con los que lloran, como decía San Pablo. Ser uno con el otro, como Jesús. Saber hacerse cercano. Muchos noticiarios registraron ejemplos de solidaridad conmovedora, como la de un joven tailandés que perdió a toda su familia, pero se pegó en el pecho un papel que decía: ‘English, German’ para indicar que podía servir de traductor a turistas que hablaran inglés o alemán. Alguien le preguntó cómo podía sobreponerse a su propio duelo para ayudar a otros, a lo cual contestó con su sonrisa triste: ‘sí, perdí a mi familia, pero cuando menos estoy en mi país; pienso lo que sentirán los que perdieron a la suya y están en tierra extraña.’ Muchos turistas diero testimonio de la increíble generosidad de lugareños que fueron capaces de compartir con ellos el poquito arroz que habían logrado conseguir, la botellita de agua potable que era lo único que tenía para beber en quién sabe cuántos días. Y la solidaridad no fue sólo cosa de adultos: un niño que quedó huérfano, que estaba caminando sobre una inmensa área de escombros e iba diciéndole a un reportero: ‘aquí estaba mi hogar, aquí tenía mi cuarto, aquí jugaba’, de pronto se detuvo, se tapó el rostro y comenzó a llorar desconsoladamente; entonces otro niño, que también había quedado sin casa, se acercó a consolarlo y le dio su más valiosa posesión: un cochecito roto y sin ruedas que había logrado rescatar de entre las ruinas de su propia casa.

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Al contemplar estas escenas uno quería poder estar ahí, aunque no fuera más que para escuchar a alguien que necesitara platicar y platicar su tragedia; aunque no fuera más que para ofrecerle el hombro a alguien que quizá ya no tenía con quien más irse a desahogar. Desafortunadamente no a todos nos es posible acompañar físicamente a hermanos damnificados en su dolor, pero cuando menos hay algo muy grande y muy bello que podemos hacer por ellos: En primer lugar encomendarlos a Dios. Pedirle que los ayude a sanar las terribles consecuencias de los embates de la naturaleza enfurecida. Sumergirlos en el mar sereno y luminoso de Su misericordia infinita para que los envuelva en Su abrazo amoroso, los reconforte y los llene de Su paz. En segundo lugar podemos participar donando alguna cantidad, la que buenamente podamos, para apoyar a quienes trabajan en las tareas de, salud, alimentación y reconstrucción de estos pueblos hermanos. Dicen que amor con amor se paga. Y cuando se trata de dar con amor, nada es demasiado poco, aun el más pequeño donativo, unido a otros, hará una gran diferencia para alguien que lo requiere desesperadamente. Siempre que suceda una desgracia que afecte a otros, no te quedes sin dar. No te prives ni prives a otros de la alegría de experimentar tu generosa solidaridad.

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Adiós al saco roto...

ay recomendaciones que salen sobrando. A nadie se le ocurre decirle a la persona que se sacó la lotería: ‘no vayas a dejar de cobrar tu premio’; a un niño goloso

que parte la primera rebanada de su pastel de cumpleaños: ‘acuérdate de comértela’; a un turista japonés que visita el país: ‘no se te olvide tomar fotos...’ Si alguien se atreviera a hacerlo seguramente recibiría en respuesta una mirada de ‘¿cómo se te ocurre?’. Pues bien, San Pablo nos hace una recomendación a la que ojalá pudiéramos responder así, genuinamente sorprendidos de que crea que lo que nos advierte es posible. Pide San Pablo: “Como colaboradores que somos de Dios, los exhortamos a no echar Su gracia en saco roto” (2Cor 6,1). ¿Nos sabe algo o nos habla al tanteo? La verdad es que su consejo sí viene al caso porque muchas veces hemos hecho eso que nos pide que no hagamos. Alguien puede preguntarse: ‘pero, ¿qué es la gracia?, y ¿cuándo le he echado yo en saco roto?’ La gracia es un don de Dios, gratuito como su nombre lo indica; Es una fuerza especial que Él nos da para que podamos vivir nuestra vida ordinaria de manera extraordinaria. De hecho todo lo que recibimos es gracia de Dios, y la echamos en saco roto, es decir, la desperdiciamos como quien echa un tesoro en un costal agujereado, porque no la pedimos cuando la necesitamos, no la percibimos cuando nos la da, no la aprovechamos y casi nunca la agradecemos. Como se ve, nos hace buena falta el consejo de San Pablo. Y es interesante hacer notar que la Iglesia nos lo ofrece

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en una de las Lecturas que se proclaman el Miércoles de Ceniza, justo el día en que comienza la Cuaresma, y esto no es casualidad. Es que la Cuaresma, (cuarenta días con que nos preparamos a celebrar lo más importante de nuestra fe: que Jesús nos entregó Su Cuerpo y Sangre, que murió para rescatarnos del pecado y resucitó para darnos vida eterna) es un tiempo especial para abrirnos a la gracia de Dios, pero solemos desaprovecharlo miserablemente porque nos hemos limitado a considerarlo como un período latoso (¡ya llegaron otra vez los viernes sin carne!; ¡otra vez tengo que dejar los chocolates o la copita o el cigarro o la televisión o la juerga), que se nos hace eterno en espera de que llegue la Pascua para que termine el ‘sacrificio’, podamos retomar viejas costumbres y seguir como si nada. Pero la Cuaresma no fue concebida para ser un paréntesis fastidioso e intrascendente en la vida de los creyentes, sino un tiempo para recibir y aprovechar de manera especial la gracia de Dios, de modo que al llegar la Pascua podamos celebrar a Aquel que es Luz del mundo, con el gozo de saber que hemos caminado para dejar atrás la tiniebla. Pregúntate: ¿puedes afirmar que has aprovechado cada Cuaresma para avanzar en tu vida espiritual, crecer como católico y como ser humano? Si respondes que sí ¡felicidades!, si respondes que no, eres como la mayoría de nosotros, pero no creas que eso es piropo, todo lo contrario, y ¡ya es hora de hacer algo al respecto! Dice San Pablo: “ahora es el tiempo favorable” (2Cor 6, 2c) ¿Qué tal si cuando llegue el Miércoles de Ceniza nos proponemos vivir la Cuaresma con el alma abierta a recibir y aprovechar la gracia de Dios? La Iglesia nos propone caminos muy concretos para lograrlo: La limosna Que no consiste en dar una monedita a un mendigo, sino en ejercer la caridad, el amor a los demás, expresado en acciones concretas. Propongámonos, por ejemplo, perdonar a alguien o ayudar a que alguien perdone. El Señor nos regala a manos llenas Su gracia reconciliadora, ¡usémosla!

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El ayuno y la abstinencia Que no han de servir para que ‘juguemos al fakir’ y nos sintamos héroes, sino para que aprendamos a dominarnos a nosotros mismos y sobre todo, a privarnos de algo para favorecer a alguien más. Busquemos cómo beneficiar a otros con nuestras privaciones (llevar comida a algún albergue; dedicar el tiempito libre a visitar a algún enfermo, ancianito, pariente solo, etc.). El Señor derrama abundantemente Su misericordia con nosotros, ¡comuniquémosla! La oración Que nos permite entrar en intimidad con Dios, pasar tiempo a solas con Él para platicarle y aprender a captar cómo nos responde. Sería ideal que durante la Cuaresma practiquemos la costumbre de visitar cuando podamos -quizá una hora a la semana- alguna capilla donde se exponga el Santísimo para tener un encuentro amoroso con Jesús presente en la Eucaristía. El nos aguarda para colmarnos de Su gracia y Su ternura. ¡Acudamos a la cita e invitemos a otros a hacer lo mismo! El Señor quiere inundarnos de dones, ojalá aprovechemos la Cuaresma para reparar nuestro saco roto y que todo cuanto nos regale el Señor lo recibamos en un corazón que sepa atesorarlo y compartirlo...

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Amigo

Qué características debe tener una persona para que sea un amigo verdaderamente perfecto? Hice esta pregunta en una reunión en la que había adultos, chavos y niños, y

entre todos formaron una lista de doce cualidades básicas: 1. Que me conozca bien y me quiera a pesar de mis defectos. 2. Que no se decepcione ni se enoje conmigo si le fallo. 3. Que sea solidario: goce con mis alegrías y me acompañe en la dificultad. 4. Que esté dispuesto a ayudarme en lo que yo necesite, a la hora y en el lugar que sea. 5. Que sepa escucharme. 6. Que si la estoy regando se atreva a hablarme claro y me dé buenos consejos. 7. Que sea generoso. 8. Que sea detallista. 9. Que tenga sentido del humor. 10.Que nunca me mienta ni traicione mi confianza. 11. Que me defienda si alguien me critica o me ataca. 12. Que que pase lo que pase, nunca me abandone. ¡Uy, uy, uy, cuántas cualidades debe tener el amigo ideal! ¿Conoces a alguien así? El que diga no, se engaña. El que presuma que tiene muchísimos amigos así, también se engaña. Uno puede tener un ‘titipuchal’ de buenos ‘cuates’ pero no abundan los verdaderos amigos (ésos que nos quieren

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pese a todo y se mantienen a nuestro lado aun si nos falta el dinero, la salud, la libertad, la diversión...). No digo que no existan amigos maravillosos en esta vida (yo tengo la fortuna de contar con uno), pero aquí quisiera referirme al mejor Amigo que podemos tener, al único que no sólo posee todas las cualidades de un amigo ideal, sino que las tiene en un grado imposible de igualar en este mundo. Me refiero a Jesús. Repasemos una por una las características mencionadas antes, y veamos cómo Jesús las sobrepasa: 1. Te conoce mejor que nadie, mejor que tú a ti mismo, y te ama con amor infinito, sin importar tus defectos o pecados. 2. No se decepciona de ti ni se enoja ni te da por perdido cuando fallas, caes o no cumples tus promesas; otros quizá se apartarían de ti, Él se acerca más, te tiende la mano, te ayuda a levantarte. 3. Es solidario al extremo de haber querido venir a compartir en todo tu condición humana (excepto en el pecado). Goza con tu alegría, y te sostiene en las dificultades. 4. Aun tu mejor amigo de este mundo necesita dormir, atender asuntos y personas que lo apartan de ti. Él en cambio ni se va ni se duerme ni se distrae: ha estado presente como nadie, las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año, a lo largo de tu vida, pendiente de ti, y en todo ha intervenido para bien. 5. Él sabe escucharte, incluso cuando no dices nada; sabe mejor que tú lo que necesitas para salir adelante, y te lo da. 6. Tiene para ti siempre una Palabra clara, luminosa; sabe exhortarte, consolarte, guiarte. 7. Su generosidad no conoce límites: derrama sobre ti todas Sus bendiciones, y por Su pura misericordia te regala abundantes dones sin que los pidas o merezcas. 8. Es el más detallista: ¿quién más puede regalarte un amanecer?; te hace sentir Su presencia amorosa en todo, en lo insignificante y en lo grande. 9. Tiene el mejor sentido del humor, no sarcástico o burlón; se ríe contigo, nunca de ti y le encanta sorprenderte con sus ‘Dios-idencias’... 10. Él es la ‘Verdad’ (Jn 14,6), es el ‘Testigo Fiel’ (Ap 1,5); puedes fiarte de Él y nunca te defraudará.

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11.Nadie puede ponerlo en tu contra. Él te defiende contra todo enemigo, incluyendo el mal y la muerte, de los cuales te libró con Su Muerte y Resurrección. 12. Jamás te abandonará. Los amigos de este mundo pueden alejarse, enfermarse o morirse; sólo Él puede prometer: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28, 20), y ¡cumplirlo!

Como ves, Jesús es tu verdadero Amigo. Él así se considera (ver Jn 15, 15). La pregunta es: ¿sabes apreciar y agradecer Su amistad? Hay una canción de Rod Stewart que comienza diciendo: ‘¿te he dicho últimamente que te amo?’ (Have I told you lately that I love you?), y un día, al escucharla, me pregunté: ¿Cuándo fue la última vez que me dirigí al Señor no para pedirle algo sino simplemente para expresarle cuánto lo amo y cómo valoro todo lo que es y hace por mi?’ y desde entonces me propuse iniciar mis momentos de oración con alabanza, con palabras de gratitud.

Decía el padre Chichanchoma, qepd, que le encantaba decirle piropos a Dios, como un enamorado. ¿Has hecho eso alguna vez? Es un gozo para el alma...

¿Que tal si tomas un momento para expresarle al Señor lo que sientes por Él, como lo harías con una persona amada? Y no hablo de comprar una flor o una tarjeta. Comentaba con amigos cómo se ha vuelto común eso de regalar una tarjeta en un momento especial, pero si quien la regala no le añade nada, la tarjeta se siente fría, impersonal (quizá por eso todas tienen espacio para que uno escriba algo). Así pues, tratándose de expresarle tu amor a Dios no seas como los que entregan una tarjeta impresa por compromiso: no te conformes con dedicarle frases elaboradas por otros: tómate un tiempo para pensar qué te encanta a ti de Él, qué le agradeces tú a Él, y escríbeselo, donde sólo este Amigo, este Enamorado sabe y quiere leerlo: no en un corazón de papel, sino en el tuyo...

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Pedir perdón por otro

i a alguien le dicen que pida perdón por algo que no hizo, de seguro respondería: ‘y ¿por qué?, si ¡yo no fui!, ¡yo no lo hice!’ Tenemos muy arraigado eso de que sólo

‘el que la hace la paga’. Si no tuvimos vela en un entierro, ni nos acercamos al panteón. Y sin embargo, como seguidores de Cristo estamos llamados a imitarlo, y Él asumió pecados que no había cometido: nuestros pecados; y desde la cruz pidió perdón al Padre por nosotros. Así pues, como cristianos estamos llamados a salir de nuestro individualismo justiciero y a darnos cuenta de que hay muchas personas necesitadas del perdón de Dios que no lo reconocen o no saben cómo pedirlo, y por ello necesitan que les echemos una mano.

El otro día estaba leyendo el relato de las apariciones de la Virgen María a los tres pastorcitos de Fátima, Portugal, y me llamó la atención que primero vieron un ángel que les dijo: “Soy el ángel de la paz, recen conmigo: ‘Dios mío, creo en Ti, espero en Ti, te adoro y te amo, y te pido perdón por los que no creen en Ti, no esperan en Ti, no te adoran y no te aman’...” Es significativo que el ángel que se identifica como ‘ángel de la paz’ les solicite que pidan perdón por quienes, a diferencia de ellos, no creen en Dios, ni lo adoran, ni lo aman, ni esperan en Él. De ello se puede deducir que pedir perdón por las faltas de otros resulta de gran ayuda para construir la paz (la paz interior y la comunitaria), porque es una oración profundamente fraterna, en la que quien ora se asume como responsable de los demás (al revés de Caín que decía: ‘¿qué,

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acaso soy el cuidador de mi hermano?’ Gn 4,9) y ejerce por otros un amor como el de Jesús: gratuito (pues la persona por quien se pide no ha hecho nada para merecerlo); generoso (pues quien ora está usando su tiempo y su esfuerzo para pedir para otro la abundancia de la misericordia divina); que se da sin esperar nada a cambio, sin buscar gratitudes o reconocimientos (pues la persona por quien se ora no lo sabe y/o no demuestra su agradecimiento).

La llamada ‘oración de reparación’ (en la que quien ora pide perdón por los pecados de otros), se ha ejercido en la Iglesia desde sus inicios. Ahí tenemos el caso de San Esteban, el primer mártir cristiano, que mientras moría tras ser injustamente condenado, no echaba pestes y maldiciones contra quienes le arrojaban piedras, sino que rogaba: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7, 60). Hoy en día nosotros también estamos invitados a orar para pedir perdón por otros, sean conocidos o desconocidos, vivos o difuntos.

En el caso de los vivos, he aquí dos sugerencias: 1. Si tienes una serie de personas por las que siempre pides, repásala pero en ‘clave de perdón’, es decir, pidiendo a Dios perdón por los pecados de cada una de esas personas. 2. Cuando te des cuenta de los pecados de otros, se trate de gente cercana a ti o de totales desconocidos de cuyos pecados te enteras a través del radio, la tele o el periódico, pide a Dios perdón por ellos. En el caso de pedir por los difuntos, he aquí otra sugerencia: Aprovecha cuando puedas la posibilidad de obtener una ‘indulgencia plenaria’ que puedes aplicar por ellos. ¿Te imaginas las posibilidades que tienes para pedir por una grandísima cantidad de personas? No sólo en el círculo de tus familiares y amigos, piensa por ejemplo en quienes murieron sin auxilio espiritual: no creyentes, rodeados de no creyentes que no oraron por ellos; piensa en quienes murieron en forma violenta o repentina, sin tiempo de prepararse. Algo que hay que tomar en consideración es lo siguiente: cuando se trata de pedir perdón a Dios por los pecados de otros, no te limites a pedir por quienes amas o te caen bien. Atrévete a pedir por quien hizo daño (a ti o a otros)

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y cuya muerte quizá te dio gusto. Y no digas: ‘y ¿por qué voy a pedir por ese desgraciado? ¡si lo que espero es que se pudra en el infierno!’, porque pensar así no es cristiano: el que desea el mal contra otro, necesariamente guarda ese mal en su corazón, permite que entre la tiniebla en su interior y se vuelve generador de tiniebla. Jesús nos ha llamado, te ha llamado, a ser luz del mundo (ver Mt 5, 14). Te invito a que respondas de un modo muy bello a Su invitación: abre tu espíritu al perdón y a la paz, y obtén para aquella persona ya fallecida que hizo tanto mal, una indulgencia plenaria. Te aseguro que, como siempre sucede con las cosas de Dios, si te animas a dar ese regalo recibirás otro mayor de Aquel que dijo: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).

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¿Le has perdido la confianza

a Dios?

uizá te ha sucedido que toda tu vida o a partir de un retiro o de una charlas, creíste firmemente que ‘Dios es Amor’, lo consideraste Bueno y Todopoderoso e incluso

sentiste que te tenía cierta consideración especial porque escuchaba tus oraciones, pues generalmente te concedía lo que le pedías y nunca había dejado que te pasara algo realmente difícil; y cuando ya pensabas que eras uno de sus ‘consen’ ¡saz! sucedió algo que te afectó como nunca antes, algo que verdaderamente te sacudió y te hizo ver a Dios con otros ojos: se murió esa persona que tanto pediste que no se muriera; salías de la iglesia, te caíste y te rompiste un hueso; te asaltaron; te diagnosticaron una enfermedad terrible; viste sufrir a uno de tus seres queridos sin poder remediarlo; perdiste tu empleo; tu suegra se mudó a tu casa. De pronto todo lo bueno del pasado pareció puro espejismo y comenzaste a sentir que Dios no es como pensabas, le perdiste la confianza y le agarraste miedo. Te decías: ‘quién sabe qué se le ocurra hacerme ahora, quién sabe qué cosa mala me mande’. Es sorprendente la facilidad con que cambiamos nuestro punto de vista en relación a Dios. Le sucedió a los israelitas en el desierto. Dios los sacó de Egipto, separó las aguas del Jordán para que pudieran atravesar a pie, los guió de día como

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columna de nube, de noche como columna de fuego, les dio maná para que comieran en abundancia, en fin, los acompañó y pastoreó durante toda su travesía, pero apenas empezaron a sentir sed, se olvidaron de todo lo anterior y a pesar de haber visto todos los prodigios que Dios hizo en favor suyo comenzaron a preguntarse: “¿está o no está el Señor en medio de nosotros?”, y lo acusaron injustamente de haberlos hecho salir de Egipto para matarlos de sed en el desierto (ver Ex 17, 3-7). ¿Por qué ocurre esto?, ¿por qué los humanos tenemos una memoria tan frágil, tan incapaz de retener las cosas buenas que Dios ha hecho por nosotros? Pasamos por alto el milagro de que nos haya mantenido con vida hasta hoy, nos haya creado con la capacidad de amar y ser amados, nos haya rodeado de belleza, nos haya dado cualidades que podemos ejercer para ser felices y hacer felices a otros; nos atoramos, en cambio en aquello que sucede contrario a nuestra voluntad y eso solo basta para que nos sintamos traicionados por Él. ¿Por qué? Quizá porque nos falta seguir un consejo que el propio Dios nos pide a través del salmista: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de Mí, aunque habían visto Mis obras.” (Sal 95, 8) Parece que la razón por la que somos capaces de dudar de Dios, a pesar de haber recibido continuas pruebas de Su amor, a pesar de haber comprobado una y otra vez que siempre en nuestra vida ha intervenido para bien, es porque endurecemos el corazón. ¿Qué significa esto? Recordemos que cuando se habla de ‘corazón’ en la Biblia, no se hace referencia al afecto, sino a la mente y a la voluntad. Endurecer el corazón implica olvidar todo el bien que hemos recibido de Dios (al revés de María que guardaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón -ver Lc 2, 51b- y por eso conservaba intacto el recuerdo de las obras grandes que por ella había hecho el Todopoderoso -ver Lc 1,49- y en ello encontraba paz

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y alegría); implica también cerrar el entendimiento, cerrarlo a la escucha de la Palabra luminosa y consoladora de Dios. El salmista pide: ‘ojalá escuchéis hoy Su voz; no endurezcáis el corazón’ (Sal 95,7) porque si escuchas Su Palabra, y permites que penetre en tu corazón Su mensaje de amor, y contemplas toda tu existencia bajo Su luz y comprendes que Dios ha sido siempre tu sostén y fortaleza, entonces no caben en ti la duda o la desesperanza: te vuelves capaz de enfrentar cualquier dificultad, por grande que sea, con esta convicción: si Dios, que es Bueno, Todopoderoso, me ama -como me lo ha demostrado con creces- permite que me pase esto, es porque Él, desde Su sabiduría y misericordia considera que algo bueno se obtendrá, así que le doy mi voto de confianza y me abandono confiadamente a Su voluntad. Decía Corrie Ten Boom (una mujer holandesa que por ayudar a judíos a escapar de los nazis estuvo presa en los campos de concentración, y luego dedicó su vida a recorrer el mundo dando pláticas sobre el perdón y el amor de Dios), que toda circunstancia o persona que Dios permite que se presente en nuestro camino es la preparación perfecta para un futuro que sólo Él puede ver. Ella solía mostrar a su auditorio un trozo de tela llena de nudos e hilos salidos y decía que nuestra vida es como una bordado que Dios va elaborando junto con nosotros; por ahora sólo vemos la parte de abajo: los nudos, los remates, las puntadas aparentemente sin razón; pero cuando lleguemos a la presencia de Dios -volteaba la tela y del otro lado había una hermosa corona dorada- veremos la otra cara, la belleza de un bordado perfecto; entonces lo entenderemos todo y cada experiencia que el Señor nos haya permitido vivir cobrará sentido; comprenderemos que no fue para hacernos sufrir, sino para ayudarnos a alcanzar la perfección del amor a la que nos llamó. Y entonces -pero ojalá ya desde ahora- no sólo no lamentaremos lo que vivimos, sino lo agradeceremos...

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Para ser ‘alguien’...

ara ‘ser alguien’ en esta vida tienes que tener pelo abundante, ojos claros, dientes parejos y blancos, aliento de hierba fresca, piel blanca y sin manchas, cintura

pequeña, nada de lonjas ni celulitis, várices, callos, juanetes o pie de atleta; debes usar cierto perfume, usar ropa de cierta marca, manejar cierto automóvil, vacacionar en cierto ‘resort’, tener lo último en telefonía, computación, cámaras digitales, televisores, aparatos electrodomésticos y aparatos para ejercicio; debes comer y beber ciertos productos, acudir a ciertos lugares, fumar, tomar y darte la gran vida. Eso es lo que aseguran innumerables anuncios, programas y películas. Y nos lo repiten tanto que llegamos a creerlo, y entonces nos desesperamos por ser y tener todo lo que nos proponen, pero como no hay dinero o vida que alcance para lograrlo, nos desanimamos y vamos por ahí sintiéndonos ‘menos’, creyendo que ‘no la hacemos’, que somos ‘perdedores’, que no valemos nada; pensamos: ‘si sólo no fuera calvo’; ‘si no fuera tan morena’; ‘si tuviera mejor cuerpo’, ‘si me ganara el Melate’, y atribuimos todos nuestros males al hecho de no haber logrado lo que en la televisión, el cine, las revistas, etc. es considerado perfecto.

Afortunadamente Dios no comparte este punto de vista; no se va con la ‘finta’, no se deja ‘apantallar’ por lo aparente. Nos lo dice claramente: “Yo no juzgo como juzga el hombre.

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El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones” (1Sam 16,7b).

Para Dios tú eres alguien valiosísimo, simplemente porque eres Suyo. Y te creó porque te amaba. Y Su amor por ti es infinito, incondicional. Dios te ama con todo y tus dientes amarillos, tu carita picada de viruela o tu panza de pulquero.

Su amor es la vacuna perfecta contra la ‘baja autoestima’.

Él siempre ve en ti la mejor versión de ti mismo; y a pesar de que conoce lo que ocultas a otros por fuera (sabe de tu faja, de tu dentadura postiza, de tu peluquín, de tus hemorroides...) y lo que ocultas por dentro (tus defectos, tus pecados) nunca te desprecia, todo lo contrario: considera que eres capaz de grandes cosas y te invita a lograrlas con la ayuda de Su gracia.

Y no le importa que los demás no te crean suficientemente digno, ni siquiera que tú mismo hayas llegado a creerlo. Prueba de esto es lo que se narra en el Primer Libro de Samuel: Dios elige como rey de Su pueblo a David, al más chico de una familia, al que nadie tomaba en cuenta, al que habían encomendado la tarea de cuidar el rebaño, al que seguramente sus hermanos mayores consideraban inexperto e inmaduro, del cual no esperaban aprender nada y al que muy posiblemente se dedicaban a ‘moler’ y a tomar de ‘ botana’. Dice el texto que Dios envió al profeta Samuel a casa de David pues le dijo que ahí encontraría al que había elegido rey, y Samuel en un principio pensó que el elegido era el hermano mayor, que era alto e imponente, pero Dios le hizo saber que no era así, y el profeta tuvo que ir descartando uno a uno a todos los hijos de esa familia, hasta que sólo quedó el pequeño, al cual ungió como rey (un ritual que consistía en derramar aceite sobre su cabeza) enfrente de sus hermanos (ver 1Sam 16, 1.6-7.10-13).

¿Te imaginas la cara que éstos habrán puesto? Se habrán quedado sin habla. Ni en sus más locos sueños hubieran podido suponer que un día el último de todos sería ¡su rey!

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¡Vaya modo que tiene Dios de cambiar las cosas! Pone de cabeza nuestros criterios, nos desinstala de nuestra visión del mundo y nos reta a compartir la Suya.

Ni Samuel, ni los hermanos ni el propio David hubieran pronosticado acertadamente a quién había escogido Dios para hacerlo rey. Guiados por principios humanos se hubieran equivocado.

También nosotros nos equivocamos cuando nos calificamos de acuerdo a un ideal imposible promovido en los medios de comunicación.

Nuestro único parámetro para juzgarnos debe ser el de la infinita misericordia de Dios, y de acuerdo con ella somos ¡invaluables!

No necesitas entrar en esa inútil carrera por ser y tener más cosas para ser ‘alguien’, ¡ya lo eres a los ojos de Dios!

No hay entre nosotros ningún ‘don nadie’, no hay ninguno que valga poco o sea ‘menos’.

Puedes descansar en la gozosa certeza de que así como eres, con todas tus carencias, con todo lo que según tú te falta para ser como querrías, así y todo despiertas siempre la arrobada mirada amorosa de un Dios que ha declarado -y no se desdice-: “eres precioso a Mis ojos, eres estimado y Yo te amo.” (Is 43, 4).

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¿Quieres ser libre?

ees en el periódico esta noticia rarísima: una persona estuvo secuestrada durante mucho tiempo. Cansado de ver que nadie hacía nada efectivo al respecto, su

hermano se decidió a ir a rescatarla. Logró localizar el sitio en que la tenían, se presentó ahí y luchó contra los secuestradores, que salieron huyendo, no sin antes herirlo gravemente. Pero cuando por fin entró a donde tenían a la persona secuestrada, atada de pies y manos en un cuartito sin luz ni ventanas, húmedo e insalubre, ésta se quejó de que abriera la puerta, pues le molestó mucho la luz que rompió la oscuridad a la que se había acostumbrado, y al momento de avisarle que podía salir se negó a hacerlo. Dijo que deseaba quedarse ahí. No quiso ni que le quitara las ataduras, y eso que ya tenía marcas rojas en las muñecas y los tobillos. No hubo poder humano que convenciera a esta persona de salir. Ni el sacrificio que hizo su hermano, ni el amor con que la esperaban sus seres queridos, ni el recuerdo de todo lo bello y bueno de la vida que podía disfrutar afuera, siendo libre. Quiso quedarse ahí y ahí se quedó. ¿Te parece difícil de creer semejante caso? Pues es real, y deberías saberlo, porque muy probablemente esa persona secuestrada eres tú. Dirás: ‘¿que quééééé?, ¿cómo que yo?’ y te responderé: sí, si acaso estás viviendo una situación que te encierra en la estrechez asfixiante del mal, si acaso estás aferrado a tus apegos y ataduras aunque te dejan marcas que te lastiman, si a pesar de que Jesús dio la vida para rescatarte del

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mal y del pecado, no sólo no lo aprovechas ni agradeces sino te molestas porque Su luz ilumina tus rincones más negros y te rehúsas a salir de ellos, entonces eres igual que esta persona secuestrada. Lamentablemente son numerosos los que viven encerrados en la oscuridad sin decidirse a salir de ella; por ejemplo: quien mantiene un resentimiento contra alguien; quien vive en adulterio; quien obtiene sus ingresos del robo, la mordida, el tráfico de droga, la mercancía pirata, etc.; quien se relaciona con todos desde la ira, la prepotencia, la injusticia; quien se ha entregado a alguna adicción (llámese alcohol, droga, tabaquismo, sexo, pornografía, consumismo) y no la deja por nada, aunque afecte su salud y sus relaciones afectivas y laborales; quien vive instalado en el egoísmo, entregado a satisfacer sus instintos y apetitos sin siquiera considerar las necesidades de otros; quien se ha hecho una ‘religiosidad de bolsillo’ cómoda y a su medida, y combina su catolicismo con supersticiones como astrología, limpias, cultos demoníacos como el de la ‘santa muerte’. Podría seguir enumerando ejemplos pero éstos bastan para comprobar que es más común de lo que parece el triste caso de quienes han caído y se niegan a levantarse. Cabe comentar que todos podemos caer, lo importante es no querer permanecer caídos. Es peligroso acostumbrarse a vivir en cautiverio: se corre el riesgo de rechazar la libertad. Quien se ha habituado (o resignado) a vivir en pecado quizá le diga ‘no’ a Jesús, que viene a rescatarlo... Estamos a tiempo para aceptar la liberación que Cristo viene a ofrecernos; un tiempo propicio para hacer lo que pide San Pablo: despojarnos de las obras de las tinieblas y revestirnos de luz (ver Rom 13, 12); estamos a tiempo para reconciliarnos con Dios. La Iglesia pide que los fieles católicos nos confesemos cuando menos una vez al año, de preferencia en Cuaresma. Es su manera de ayudarnos a tomar por fin la decisión de dejar lo pasado atrás, romper ataduras y encaminarnos con un corazón nuevo, aligerado, libre, a celebrar la Pascua. La Vigilia Pascual comienza de noche, con luces apagadas para que sintamos lo que significa el pecado en

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nuestra vida: cómo nos impide ver dónde estamos (nos inmoviliza el miedo a caernos, golpearnos o perdernos) y quiénes están a nuestro lado: no vemos más que sombras. ¡Ah! pero cuando entra encendido el Cirio Pascual (que representa a Cristo), ¡cómo se ilumina todo!; y cuando esta llama se comunica y todos los asistentes encienden sus cirios o velas, ¡qué bello espectáculo! Es una pálida pero efectiva muestra de lo que sucede en nuestras vidas cuando renunciamos a seguir encerrados en la negrura y dejamos que el Señor nos encienda el corazón. La cuestión es si tenemos o no disponibilidad para ello. Viene a la mente esa escena en la que Jesús le pregunta al paralítico: “¿quieres curarte?” (Jn 5, 6). Cualquiera pensaría que la pregunta sobra, que es obvio que este hombre desearía estar bien, pero quizá no es así: quizá quiere seguir como está, postrado, dependiendo de otros, instalado en su parálisis...Es necesario que él reconozca su necesidad y su deseo de sanación. A través del profeta (ver Ez 37, 12-13) Dios anuncia que nos sacará de nuestros sepulcros. La cuestión es si queremos salir de ellos... Aquel que tiene el poder para derrotar toda tiniebla, todo pecado, todo mal, Aquel que venció a la muerte misma, viene hoy a tu lado y te tiende la mano para salvarte de cualquier situación oscura en la que puedas estar metido. La pregunta es: ¿quieres?, ¿aceptas tú que te rescate?

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Tiniebla rota

eñor:

Te declaré muerto y enseguida decidí abandonarte en la oscuridad irremediable de mi desmemoria rodé la roca sellé la entrada me fui Tú te dejaste llevar al centro mismo de mi noche pero la tiniebla no consiguió envolverte le abriste grietas un resquicio

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por donde se coló insistente penetrante inocultable incisiva Tu luz heriste de muerte mi negrura el escondite en que jugaba a ocultarme de Ti inútil que pretenda mantener la sombra en que me encierro caminas por mis cañadas oscuras y no hay rincón que no ilumines Tu claridad me ha sitiado saquea mi alma hasta exprimirle la última gota de penumbra y remueve la piedra que me aprisiona en mis miserias hazme salir contigo a descampado abandonar mi último miedo junto a la sábana vacía

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y celebrar que amortajas mi muerte con Tu vida *(Del libro 'Camino de la Cruz a la Vida' de Alejandra María Sosa Elízaga, Ediciones 72, México, 2003, pp.198-199. Publicado con autorización de la Editorial).

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¿Te has encontrado con Jesús?

Has tenido alguna vez un verdadero encuentro con Jesús?, o mejor dicho, ¿te has dado cuenta cuando Él te ha salido al encuentro? A través del profeta Isaías, Dios dice: ‘Me

he hecho el encontradizo de quienes no preguntaban por Mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ a gente que no invocaba Mi nombre” (Is 65,1). El Señor se hace el ‘encontradizo’ con nosotros, nos sale al paso una y otra vez de muy diversas maneras, pero cuando estamos demasiado ocupados con otras cosas no nos damos cuenta. Decía San Agustín: ‘Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo’, y probablemente lo mismo le sucede a muchas personas.

En los Evangelios se nos narra que entre quienes se encontraban con Jesús había muchos que ya nunca quedaban igual, salían transformados, renovados, sanados en el amplio sentido de la palabra. Había otros que seguían en las mismas. La diferencia está en que unos abrían su corazón para acogerlo y otros no. De ahí que sea vital que sepamos captar y aprovechar la presencia del Señor en nuestra vida.

El otro día comentaba con una catequista que lamentablemente a veces se da más importancia a que los niños que van a hacer su Primera Comunión memoricen oraciones que a ayudarlos a comenzar una sólida relación personal con Jesús que les permita percibirlo Vivo y Presente

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todos los días de su vida. Sin esa relación íntima con Jesús, es fácil que a la larga el niño, el joven, el adulto, abandone su fe, deje de encontrarle sentido, se vaya con la ‘finta’ de que en otro lado puede hallar lo que siente que le falta. En cambio aquel que descubre en Jesús al Amigo incondicional ya no lo cambia por nada. Lo digo por propia experiencia. Durante mi época universitaria pasé por una etapa de indiferencia religiosa: Jesús era una idea vaga de la que bien podía prescindir; dejó de interesarme participar en la Misa, y las críticas que oía a mi alrededor contra la Iglesia crearon dudas que acabaron por alejarme de ella. Hasta que un día el Señor condescendió a tenderme la mano y supe sin la menor sombra de duda que cierto favor que me concedió no podía ser achacado ni a la coincidencia ni a la casualidad (esta experiencia inspiró mi poema ‘Rendición’ del libro Camino de la Cruz a la Vida).

Grande fue mi conmoción al comprender no sólo que es verdad que Jesús existe y es Dios, sino que nos ama, -me ama, te ama- como dice el profeta: ‘aunque no lo merezcamos’ (ver Os 14,5), y está tan pendiente de nosotros -de ti, de mí- que, como dice San Pablo, “en todo interviene para bien” (Rom 8,28). De ahí en adelante, todo se transformó. Surgió natural el interés por conocerlo más a través de Su Palabra; la certeza de que la Eucaristía no es un símbolo, sino que en ella está Él realmente presente tal como Él mismo lo afirmó (ver Mc 14, 22-24; Jn 6, 51-18); nació consecuente el deseo de reconciliarme con Él y recibirlo en la Sagrada Comunión y, también el gozo de pertenecer a la Iglesia que fundó (ver Mt 16,18) y a la que prometió sostener y guiar con Su Espíritu Santo (ver Jn 14, 16-17). Se volvió imposible no querer corresponder a Su amor; olvidada quedó la indiferencia, la distancia; en su lugar llegó el anhelo de tener con Él la más estrecha cercanía posible.

Esto es lo que provoca en el alma el encuentro con Jesús. San Agustín lo describe bellamente: ‘Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste Tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste, y desee con ansia la paz que procede de Ti’.

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En cada Pascua celebramos no sólo que Jesús viene a nuestro encuentro, sino que viene triunfante, después de haber derrotado al mal y a la muerte. Celebramos que Aquel que viene a nuestro encuentro es el Resucitado. Que no se quedó en la cruz; que no se quedó en el sepulcro. Que resucitó y viene a encontrarse con nosotros para hacernos participar de Su victoria. Para transformar nuestras vidas e iluminarlas con Su luz.

Ojalá no sólo en Pascua sino todos los días seamos sensibles para captar la Presencia del Señor, en especial, en cada Misa, donde nos ofrece Su perdón, Su Palabra, Su paz, Su Cuerpo y Su Sangre, Su confiado amor, Su inquebrantable cercanía.

En la Biblia leemos de los encuentros de Jesús Resucitado con diversos personajes. Podemos identificarnos con ellos, porque quien viene a nosotros es el mismo Resucitado que se apareció a María Magdalena que lloraba desconsolada y a la que confortó con Su amor; el mismo que se les emparejó a los caminantes de Emaús que se regresaban a su tierra desesperanzados y les hizo arder el corazón; el mismo que se hizo presente en medio de los discípulos que estaban encerrados por el miedo y los colmó de serenidad y alegría.

Viene a nuestro encuentro -a tu encuentro- Aquél que ha dicho: ‘Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo...” (Ap 3,20).

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Docenario de la Misericordia

Divina

na de las características más consoladoras de Dios es la de Su misericordia infinita. Saber que todo lo que hace está motivado por ella, saber que nos ama a pesar

de nuestras miserias y traiciones, es un verdadero ‘apapacho’ para el alma. Hace algunos años sentí la inquietud de elaborar algo en torno a este tema para contemplar, como en un Rosario, diversas escenas o ‘misterios’ que mostraran la inagotable misericordia del Señor (recordemos que lo de ‘misterio’ no significa ‘suspenso’ como en las novelas, sino que se refiere a una realidad divina que nos supera). Surgió así lo que llamé: ‘docenario de la Misericordia Divina’, que propone doce puntos de reflexión, enteramente basados en escenas bíblicas, alternados con oraciones y jaculatorias. Los doce Misterios a considerar son: 1. Jesús se hizo Hombre. Quiso compartir nuestra condición, humana. 2. Jesús nos trajo Su Reino. Reino de amor, de paz, de justicia, al que todos somos invitados. 3. Jesús nos dio Su Palabra. Lámpara para nuestros pasos. 4. Jesús nos perdona. Nunca desprecia a un corazón contrito.

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5. Jesús nos sana. Del cuerpo y del alma. 6. Jesús nos dejó Su Presencia Real en la Eucaristía. Se nos da por alimento; se queda entre nosotros. 7. Jesús nos encomienda a María y a la Iglesia. Como Madre y Maestra. 8. Jesús muere en la cruz. Nos libró del mal y del pecado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 9. Jesús resucita. Rompió las ataduras de la muerte. Nos invita a pasar con Él la vida eterna. 10. Jesús nos reitera Su amistad incondicional. Se aparece a quien menos lo esperaba o creía merecerlo (a María Magdalena, a Pedro...Su amor por nosotros es gratuito y misericordioso: no depende de nuestros méritos). 11. Jesús nos da una vocación y nos confía una misión. La vocación de amar; la misión de ser testigos Suyos para anunciar al mundo la Buena Nueva. 12. Jesús nos envía al Espíritu Santo. Que nos hace miembros de Su familia, de Su Iglesia; nos consuela, nos conduce a la Verdad, intercede por nosotros.

El rezo de este ‘Docenario’ inicia con un acto de

contrición, luego en cada Misterio incluye jaculatorias tomadas de los Salmos y un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria al Padre. Puede rezarse en un cuarto de hora o aprovecharse para meditar los Misterios durante una jornada o un retiro.

Si te interesa, puedes conseguirlo. Lo publicó Ediciones 72. Se titula: ‘Docenario de la infinita misericordia del Sagrado Corazón de Jesús’.

Sobra aclarar que este rezo no pretende sustituir el del Rosario (que es, como afirma Juan Pablo II, la mejor devoción que tenemos los católicos, después de la adoración ante el Santísimo), ni otras devociones como la ‘Corona de la Misericordia’ de Santa Faustina. Sencillamente busca confortar tu corazón y hacerte sentir envuelto y agradecido por la infinita misericordia del Señor. Ojalá lo consiga.

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A la muerte de Juan Pablo II

uerido Juan Pablo II: Pasaron más de veinticinco años desde que dejaste tu

hogar en Polonia para volverte Papa y ciudadano universal, hasta que dejaste este mundo para ir a tu hogar definitivo y volverte ciudadano del cielo. Más de cinco lustros desde que te asomaste al balcón en San Pedro y solicitaste nuestra ayuda, pero ¡fuiste tú quien nos la dio! Surge por eso este agradecimiento: por todo lo que recibimos y aprendimos de ti:

Gracias por aquel primer discurso en el que nos invitaste a no temer y a abrir el corazón a Jesús. En este tiempo en que nos paraliza el miedo y la violencia; en el que no tenemos seguro el empleo, ni el alimento, ni la casa ni el mañana, tus palabras de aliento nos han ayudado a salir adelante.

Gracias porque te tomaste en serio el Evangelio del buen pastor que va a buscar a la oveja perdida, Papa viajero, misionero, y siempre estuviste dispuesto a llevar hasta el último rincón del mundo un mensaje de amor, de paz, de reconciliación, sin permitir que te detuviera ni el mal tiempo ni la mala salud ni la mala voluntad de los que amenazaron con atentar contra tu vida.

Gracias por permitirnos contemplarte en profunda oración, mostrarnos así la fuente de tu paz y fortaleza y animarnos a acudir a ella.

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Gracias por enseñarnos a perdonar cuando al salir del hospital luego de aquel balazo, visitaste a tu agresor en la cárcel para otorgarle tu perdón. Gracias por darnos lección de paciencia cuando te veíamos en tus viajes sentado bajo un sol inclemente o a merced de un ventarrón o en medio de una nevada, sin perder jamás tu buena disposición, sin quejarte jamás de las interminables y a veces engorrosas ceremonias que preparamos en tu honor. Gracias porque en tus recorridos te preocupaste más por los otros que por ti, preguntabas: ‘¿y estas personas tienen dónde dormir?, ¿algo para comer?’ cuando veías las multitudes de fieles que habían querido pasar la noche en vela, a la intemperie, con tal de poder verte aunque fuera unos segundos, y gracias porque a pesar del cansancio y la enfermedad te esforzaste hasta el final por regalarnos tu mirada buena, tu bendición.

Gracias porque a dondequiera que fuiste tuviste palabras de gratitud para aquellos que a otros suelen pasarles desapercibidos: quienes arreglaban tu cuarto, cocinaban, limpiaban, manejaban, atendían los pequeños grandes detalles que implicaban tus visitas.

Gracias porque te atreviste a pedir perdón por pecados que tú no cometiste, pero que a lo largo de siglos han lastimado la Iglesia que presidiste: ningún otro líder dio tal lección de humildad.

Gracias por las horas robadas a tu descanso escribiendo miles de páginas que nos han enriquecido fortaleciendo nuestro amor por la Palabra, la Eucaristía, María, nuestra vida de fe. Gracias por ese último libro en que como testamento nos dejas la invitación de San Pablo a no dejarnos vencer por el mal, sino vencerlo a fuerza de bien.

Gracias porque a pesar de haber sido el hombre que más millones de personas aclamaron y fueron a ver, nunca cediste a la tentación de la popularidad; osaste ir a contracorriente, y cada vez que hizo falta levantaste tu voz de profeta para denunciar las injusticias; para protestar contra las guerras; para defender la vida y la dignidad de todas las personas, desde su concepción hasta su muerte.

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Gracias porque a pesar de tu salud mermada y las piadosas sugerencias de que te retiraras, nunca quisiste ‘bajarte de la cruz’ y seguiste adelante, cuerpo frágil y voluntad de acero, entregando la vida por nosotros.

Gracias por todo lo que nos comunicaste, primero con tu sonrisa, tu voz y tus escritos, y luego, cuando no pudiste sonreír ni hablar ni escribir, con el conmovedor testimonio de ese valor inquebrantable nacido de tu absoluta confianza en el Señor, en quien supiste abandonarte y no quedaste nunca defraudado.

Gracias porque fuiste un octogenario que conservó intacto el corazón de niño, la ternura, la alegría de existir y la capacidad de asombro.

Gracias porque no te dio pena que te viéramos enfermo y asistido, nos diste ejemplo de humildad, dignidad y fortaleza y fuiste y serás siempre consuelo y esperanza para tantos que viven la ancianidad y el dolor. Es verdad que el Señor fue tu luz y salvación y tu defensa contra todo temor.

Gracias por esa bendición como un abrazo grande que nos diste desde la escalinata del avión, y por querer quedarte con nosotros. Ya completaste tu último viaje y despertaste acurrucado en las manos amorosas del Padre, con tu cabeza descansando sobre el regazo de María y contemplando a Jesús, bajo la luz sin ocaso del Espíritu Santo.

Damos gracias a Dios que nos concedió disfrutar un Papa que tuvo todas las virtudes que hubiéramos podido imaginar. Nos dolió tu partida pero nos alegra visualizarte feliz con tus seres amados, en compañía de San Pedro, tu primer antecesor, y de todos los santos y santas de esta gran familia tuya y nuestra que es la Iglesia.

Gracias porque sabemos que no nos olvidarás, y ahora serás tú el siempre fiel, el siempre dispuesto a encomendarnos al Señor, a unirte a la oración de la Guadalupana y sin cesar rogar a Dios por nosotros, tus bienamados mexicanos.

Adaptado de ‘Carta a Juan Pablo II’, del libro ‘Vida desde la Fe’ de Alejandra María Sosa Elízaga, Ediciones 72, México, 2005, pp. 53-55;)

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La Iglesia y el Papa

eguramente no necesito preguntarte si viste el funeral del Papa Juan Pablo II porque lo más probable es que sí. Fue el funeral más visto de toda la historia, transmitido

prácticamente en todo el mundo. Lo que me gustaría preguntarte es: ¿qué impresión dejó resonando en tu corazón? Desde luego me imagino que gran tristeza y nostalgia por la muerte de este Papa tan bueno, tan amoroso, tan sabio, tan especial, pero también me atrevo a esperar que haya quedado en ti algo más: el consuelo de saberte miembro de esta inmensa familia que es la Iglesia Católica que en este día se mostró, como decimos en el Credo: una, santa, católica y apostólica. Una: Millones de católicos de todo el mundo contemplaron esta liturgia y la comprendieron y la sintieron cercana porque han participado de la Misa toda su vida, y aunque las palabras hayan sido en otro idioma, cuando vimos entrar la cruz alta, los ciriales, la procesión de entrada, el beso al altar, el incienso...nos sentimos en casa, comprendimos los gestos, seguimos en nuestro interior las oraciones, nos supimos hermanos reunidos alrededor de la misma mesa, comprobamos la verdad de lo que dijo Pablo: “un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre de todos”. (Ef 4,5). Santa: En estos tiempos en que tanto se ha hablado de los escándalos que han sucedido en relación a los sacerdotes que,

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en palabras del Papa, ‘traicionaron su ministerio’, mucha gente se pregunta cómo es posible que los católicos nos atrevamos a afirmar que la Iglesia es santa, si hay en ella tantos pecadores. A ello se puede responder diciendo que la Iglesia es santa porque fue fundada por Jesucristo, que es Santo, y porque ella pone al alcance de todos sus miembros los medios necesarios para alcanzar la santidad, es decir la perfección en la caridad. No es culpa de la Iglesia que algunos de sus miembros no sigan sus enseñanzas y no abran el corazón a la gracia de Dios que les comunica, pero en cambio sí es atribuible a la Iglesia el dar al mundo hijos santos como Juan Pablo II. Fue impresionante ver reunidas a personas de muy diversas religiones rindiendo homenaje a un ser humano que fue admirable no porque hubiera sido un político carismático, políglota o gran viajero, sino porque fue ante todo un católico que supo serlo cabalmente, que creyó y vivió las enseñanzas de su Iglesia, que supo aprovechar los Sacramentos, que amó la Palabra, y que se dejó conducir fielmente por el Espíritu Santo que Jesús prometió enviar para sostenerla y conducirla. Sí, la Iglesia está formada por todos nosotros, pecadores (¡gracias a Dios porque si no tú y yo no tendríamos cabida en ella!) a quienes nos tiende la mano para salir del pecado, pero también está constituida por grandes santos. En más de dos mil años de existencia de su seno han brotado millones de santos, tanto anónimos como conocidos e incluso algunos que antes de ser oficialmente canonizados son reconocidos como tales por creyentes y no creyentes, como es el caso de la madre Teresa de Calcuta y del Papa Juan Pablo II (recordamos esas pancartas que sobresalían de la multitud reunida en San Pedro: ‘SANTO SUBITO’: Santo ¡pronto!). Católica: Qué bello fue experimentar vivamente el carácter católico, es decir, universal, de una Iglesia que abarca todo el mundo, que está abierta para todos, en la que todos tenemos un lugar. Hombres y mujeres de todas las razas estaban presentes ahí, como una sola alma, cumpliendo sin saberlo aquellas palabras del salmista: “ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos.” (Sal 133,1). Leí en el periódico que los líderes de naciones enemigas que estaban ahí presentes se

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dieron la mano cuando en la liturgia se pidió que intercambiaran un signo de paz. Imagino al Papa como bellamente lo describió el Cardenal Ratzinger: asomado da la ventana desde la casa del Padre, regocijándose al ver que aún después de muerto logró este acercamiento entre feroces adversarios, y orando incesantemente para que esto fuera semilla que en este milenio, del cual nos ayudó a cruzar el umbral, dé frutos de buena voluntad y paz duradera entre las naciones. Apostólica: El cuerpo de Juan Pablo II reposó durante varios días sobre el lugar donde está enterrado San Pedro, el primer Papa, de quien fue sucesor. Algunos corresponsales comentaban admirados cómo en todo lo que se llevó a cabo en estos días se palpaba la historia, los siglos de una tradición ininterrumpida desde tiempos de los apóstoles. Y es que la Iglesia es la misma ayer y hoy; sigue enseñando lo que enseñaban los apóstoles, defendiendo lo que defendían, caminando con ellos y como ellos al encuentro del Padre, en unión con Jesús, de la mano de María y bajo la guía del Espíritu Santo. ¡Qué gozo y qué orgullo sabernos parte de todo esto! Tras el funeral quedó, sí, ese sentimiento de orfandad por la ausencia momentánea de quien tanto amamos y a quien, como decía nuestra portada del domingo pasado, esperamos reencontrar en el cielo. Pero también queda la certeza de que la Iglesia no está huérfana: la sostiene en Sus manos amorosas el mismo Padre bueno que nos permitió disfrutar a Juan Pablo II estos 26 años, y que sin duda nos tiene preparado un nuevo padre y pastor que, con sus particulares dones e iluminado por la luz del Señor, guiará nuestra Iglesia con fe, esperanza y caridad, por caminos de unidad y de paz. Oremos y agradezcamos que así sea.

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¿De qué nos alegramos?

ace muchos años, durante un mundial de futbol, mi papá y yo salimos a caminar por un gran parque. El lugar estaba casi desierto, porque como jugaba

México muchos estaban viendo el partido. Cuando íbamos a la mitad del recorrido nos envolvió un alarido que salía de las ventanas de algunas casas que rodeaban el parque: ‘¡goooooool!’ Nos miramos sonrientes y dedujimos: ‘¡metió gol México!’, y luego supimos que así fue. Toda proporción guardada, recordé este momento cuando comenzó a salir humo blanco de la chimenea de la Capilla Sixtina, y no sólo de los hogares de unos aficionados sino de todas partes surgió una exclamación gozosa: ‘¡es humo blanco, el humo es blanco!’, y cuando echaron al vuelo las campanas, la Plaza de San Pedro se convirtió en un mar de aplausos y vítores, y en todos los rincones del planeta la gente se reunió espontánea alrededor de un radio o una televisión y aplaudió y celebró la gran noticia. Creo que si existiera un ‘alegrómetro’ que hubiera podido medir lo que sentimos en ese instante millones de católicos en todo el mundo, hubiera registrado un verdadero terremoto de júbilo. Lo curioso es que hasta ese momento no sabíamos quién era el elegido: nuestra alegría no se debía a que hubiera ganado nuestro ‘gallo’ o a que nos hubiera cautivado su carisma. No. Nuestra alegría surgía de saber que a esta enorme nave que es la Iglesia y en la cual durante unos días nos sentimos un poco a la deriva, había llegado un nuevo

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capitán; que ante el timón estaban otra vez manos expertas que sabrían conducirnos por mares serenos o tormentas, hacia puerto seguro. Nuestra alegría surgía de tener la certeza de que los Cardenales habían elegido bien porque millones estuvimos orando por ellos y ellos mismos entraron a ese Cónclave invocando la ayuda del Espíritu Santo. Cuando un comentarista hizo notar que ésta fue una elección en tiempo récord (cuatro votaciones en 24 horas) vino a mi mente algo que hace años le dijo el Cardenal Sin, de Manila, a Joaquín Navarro-Valls, vocero del Vaticano: “cuando el Espíritu Santo se empeña en meter un nombre en el corazón de los Cardenales, lo logra en seguida”.

Así pues en este primer momento nos sentimos gozosos porque nuestra orfandad fue breve, porque de nuevo el Señor nos dio un pastor y padre que nos conduzca hacia Él.

Nos sentimos alegres y agradecidos porque el Señor, que nombró a Pedro piedra sobre la que fundó Su Iglesia, nos dio un nuevo sucesor suyo; porque Aquel que prometió enviar Su Espíritu para guiarnos, lo sigue cumpliendo.

Una corresponsal reportaba extrañada que la gente aplaudía aun sin saber quién era el nuevo Papa. No comprendía que cuando se ponen las cosas en manos de Dios cabe alegrarse de antemano porque se sabe que lo que venga será sin duda lo mejor.

Cuando se abrió el balcón y nos enteramos del nombre del sucesor de Juan Pablo II, la ovación creció. Joseph Ratzinger, quien ha sido durante 24 años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Presidente de la Comisión Bíblica Pontificia y de la Comisión Teológica Internacional y Decano del Colegio Cardenalicio era ahora el Papa Benedicto XVI.

Sentimos que fue una acertada elección porque es un hombre íntegro, de gran fe y firmes convicciones; de profunda oración; de suma inteligencia; capaz y preparado; de amplios conocimientos y cultura, y a la vez de enorme bondad, sencillez y humildad. Es interesante notar que tras ocupar casi un cuarto de siglo un puesto de gran poder y responsabilidad no se hizo odiar por sus hermanos Cardenales pues nunca fue déspota ni abusó de su influencia: prueba de ello es que lo

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eligieron Papa quienes más lo trataron y saben bien cómo es. Amigos sacerdotes y seminaristas que lo conocieron en Roma contaron anécdotas que lo pintan de cuerpo entero: varios dijeron que para hablar con él no hacía falta hacer cita: bastaba encontrárselo caminando por la Plaza de San Pedro, y si se acercaban a decirle algo se detenía a atenderlos con toda afabilidad; otros comentaron que era sumamente austero: que usaba una simple sotana negra, comía con sencillez, usaba el transporte urbano; alguno platicó que en una ocasión en que él y un amigo fueron a saludarlo a la sacristía de una capilla donde celebraría Misa, lo encontraron orando, y cuando se presentaron con él como seminaristas mexicanos, los atendió en perfecto español, (habla 10 idiomas), se interesó por sus estudios, los invitó a ayudarlo en Misa y luego les autografió sus libros; que los trató con una calidez como si los hubiera conocido de toda la vida. Otro reveló que con frecuencia lo veía visitando asilos y hospitales, con caridad genuina y discreta. Desde luego no faltaron las observaciones en relación a su gran preparación porque es doctor en teología, prolífico escritor (tiene más de cincuenta libros publicados, lectura imprescindible para llegar a conocerlo bien) y, como lo demostró en las Misas que le hemos visto presidir: es sensible (me conmovió ver que cuando varias veces la gente interrumpió la Misa del funeral del Papa con un largo aplauso, él la dejó rendir este último homenaje y no se impacientó), pero no duda en decir la verdad aunque incomode.

¡Habemus Papam! Los católicos nos alegramos y estamos de fiesta pues por Su misericordia y sabiduría infinitas nuestro Padre Celestial tuvo a bien darnos un Papa que, con la ayuda de Jesús, bajo la luz del Espíritu y la protección maternal de María, sabrá guiar con seguridad y firmeza la gran barca de San Pedro, Su Iglesia.

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Alegoría

abía una vez un pequeño planeta cuyos habitantes tenían miedo de salir de la región en que vivían. Es que un día, que nadie recordaba, cada líder de las

diversas regiones halló misteriosamente el fragmento de una imagen de la región en que vivía, y erróneamente creyó que era la imagen del planeta. Así el que vivía en el desierto halló la imagen de un desierto y creyó que el mundo era un desierto; el que vivía en la selva halló la imagen de una selva y creyó que así era el mundo. Ya nadie quiso salir de su región, convencido de que no había otra cosa, temeroso de extraviarse en la nada. Sucedió entonces que un pescador que vivía junto a un hermoso lago, inesperadamente recibió la imagen entera del planeta, y con ella el encargo de mostrársela a todos. Se lanzó a esta tarea, aunque no era sencilla. Cierto que a muchos al contemplar la imagen los inundaba la alegría: ‘¡con razón intuíamos que este mundo era así!’ y guiados por ella, como si fuera un mapa, se atrevían a emprender la más maravillosa travesía. Pero muchos en cambio se ofendían y exclamaban: ‘¡quién se cree el pescador para venir a decir que es incompleta nuestra imagen del planeta!’ Su enfado creció tanto que al fin lo asesinaron. No obstante no lograron sofocar su misión: uno por uno, cientos de pescadores como él le sucedieron para seguir su encomienda. Hubo uno en especial que se volvió viajero y visitó el planeta enseñando la imagen en lugares lejanos. Su esfuerzo rindió frutos: muchos se

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convencieron de su veracidad y se pusieron felices de ya no tener miedo de descubrir y recorrer caminos. También hubo quien se mantuvo aferrado a lo que siempre había creído: ‘es mentira’ -decía- ‘todos sabemos que este planeta es puro mar y quien se atreva a buscar más allá morirá ahogado’. ‘Está loco’ -sospechaba- ‘sabemos bien que el mundo es todo cumbres y barrancos, y el que se atreve a recorrerlos caerá a un abismo’. -’Esta imagen es falsa, el planeta es nublado, no se puede ver nada, todo es incierto y el que se aleja se pierde en una bruma’.

No se desanimaba al pescador, y continuó su recorrido sin cansarse, pero lo entristecían los incrédulos, en especial aquellos que parecían admitir sus palabras y se reunían a aclamarlo cuando llegaba a sus regiones, pero al momento de mostrarles la imagen completa del planeta, volteaban a otra parte pensando: ‘¡que no nos venga a imponer esta idea!, ¡tenemos derecho a imaginárnoslo como nos dé la gana!, ¡que ya cambie de tema!’

Sus travesías duraron muchos lustros, agotaron sus fuerzas, lo envejecieron. Surgieron enemigos que intentaron arrebatar la imagen para alterarla, falsificarla, incluso destruirla, pero ningún intento prosperó pues el pescador había encargado el cuidado de la valiosa imagen a un servidor muy fiel, que le ayudaba también a difundirla. Pasados largos años el pescador murió. Todos en el pequeño planeta quedaron consternados y se pusieron a llorar su ausencia, a comentar conmovidos cuánto peregrinó, cuán firme era su ideal, qué respetable su lucha. No faltó, desde luego, quienes aprovecharon para advertir qué equivocado estaba en su afán de mostrar aquella imagen, inverosímil para ellos, con la que pretendió invitarlos a no temer y a atreverse a salir de las limitadas regiones en las que se encerraban.

Transcurrieron los días. Todos se preguntaban quién sucedería al fallecido pescador. Los habitantes del pequeño planeta especulaban. Muchos decían: ‘debe ser alguien sin la soberbia de creer que recibió la imagen más completa’; otros pedían: ‘que lo suceda uno que rompa toda imagen para que cada quien se invente la que quiera’; algunos más pronosticaban: ‘será moderno y cambiará de tema, dejará de insistir en invitarnos a comprobar lo que nos muestra’; y había

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quien exigía: ‘¡que nadie lo reemplace, no lo necesitamos!, ¡nadie se engañe: no hay nada más allá de la región en que habitamos!’.

El funeral del pescador tuvo lugar donde su primer antecesor fue asesinado. Y a ese sitio sagrado fueron llegando, de los confines del pequeño planeta, centenares de sabios que se reunieron bajo llave para elegir al sucesor. Al cabo de día y medio se pusieron de acuerdo y salieron gozosos a proclamar su voto. El elegido fue aquel servidor fiel, el guardián de la valiosa imagen, el que siempre veló que nadie la robara, rompiera o alterara. Continuaría con la vital misión de conservarla y difundirla hasta el rincón más remoto.

Inmenso fue el gozo con que muchísimos recibieron la noticia. Inmenso también el desencanto con que otros expresaron: ‘¡insistirá en mostrarnos la imagen y no queremos verla!’, ‘seguirá con lo mismo’, ‘adiós las esperanzas de olvidarnos del tema’, ‘adiós modernidad: continuará repitiendo la antigua invitación a ver y cotejar que eso que enseña es real’; y propusieron: ‘hay que encontrar el modo de comprobar que es falso’, pero por más que lo intentaron nunca jamás lo consiguieron.

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OBRAS DE ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

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