Acerca de Mariposas Griegas

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Acerca de “Mariposas Griegas”, de Cristina Loza Por Ivan Grgic Se podría decir que una vez más, Cristina Loza nos sorprende al llevarnos por los recónditos caminos del amor. Y no faltaría a la verdad de “Mariposas griegas”. Pero antes habría que decir que, una vez más, Cristina nos ilusiona en pensar que la “palabra”, en estos tiempos de demasiadas palabras con tanto vacío, puede unir belleza descriptiva, profundidad existencial, realismo tan humano, y una unidad con el lector tal que no se puede evitar ser protagonista en el relato. La belleza en “Mariposas griegas” es una sana costumbre de los textos de Cristina Loza. Y es sana porque no es repetitiva o previsible. Se podría releer en paralelo otros libros con descripciones de lugares, momentos, relaciones, y se podría confirmar la originalidad de cada texto. No hay un “copiar-pegar” de sí misma. Sus ojos parecen mantener la asombrosa niñez de mirarlo todo por primera vez. Hasta los cuatro insultos de la novela adquieren una oportuna ubicación para entender las bellezas, para saber desde dónde se ama y hasta para valorar lo paradójicamente bello del dolor. La profundidad existencial es un camino que se transita junto al corazón abierto de la protagonista de la novela. Nada falta a ese camino, aún en la descripción de una simple sala de enfermería, una mesa, o una playa. Los orígenes infinitos de cada persona se manifiestan cuando habla la muerte, así como la muerte asoma en cada instancia de vida plena. La decisión cotidiana y trascendente de amar no es más que la respuesta a cada pequeña invitación de la vida. La sabiduría surge más de un tranquilo y paciente encuentro con uno mismo que de grandes maestros. La humildad de Antonia es tan sincera y competente que se vuelve maestra sin pretenderlo. La humanidad tan humana de Rafael, de Antonia y de su entorno familiar y circunstancial se aleja de todo guión hollywoodense, sin golpes bajos ni escabrosidades, pero sin ocultar nada cuando los seres humanos somos humanos. Podría bastar para mostrarla la lucha contra la enfermedad, pero la aparentemente inconexa descripción de los años posteriores mantiene la lógica tan ilógica de nuestra imaginación, de nuestros pensamientos y de nuestros recuerdos que tienen la independencia de llevarnos por dónde quieran. No hay moralina barata en los errores de cada humano en el relato, pero tampoco hay justificación de los mismos que buscan siempre una redención propia de toda persona respetuosa de sí misma y de sus flechas de plenitud que no admite mochilas ni peso alguno de culpas o equivocaciones. En esa humanidad tan humana nadie sobra, todos son importantes aún apareciendo sólo un párrafo por ahí, como sucede en la vida aunque no nos demos cuenta. La ilusión de la palabra llena de sentido obtiene una vez más una dosis reconfortante de lógica y esperanza cuando se sabe llamada a ser parte del camino de cada actor de “Mariposas Griegas”. No parece haber palabras de más, o palabras vacías o, lo que es peor aún, palabras lejanas. Por el contrario, son palabras llenas que se hacen propias en cada página, en cada párrafo. El corazón del lector, por eso, no deja de latir a la par: de reír y de llorar, de vivir y de morir, de caer y de resucitar, de sostenerse en sí y de dejarse fluir en Dios.

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Acerca de “Mariposas Griegas”, de Cristina Loza Por Ivan Grgic Se podría decir que una vez más, Cristina Loza nos sorprende al llevarnos por los recónditos caminos del amor. Y no faltaría a la verdad de “Mariposas griegas”. Pero antes habría que decir que, una vez más, Cristina nos ilusiona en pensar que la “palabra”, en estos tiempos de demasiadas palabras con tanto vacío, puede unir belleza descriptiva, profundidad existencial, realismo tan humano, y una unidad con el lector tal que no se puede evitar ser protagonista en el relato. La belleza en “Mariposas griegas” es una sana costumbre de los textos de Cristina Loza. Y es sana porque no es repetitiva o previsible. Se podría releer en paralelo otros libros con descripciones de lugares, momentos, relaciones, y se podría confirmar la originalidad de cada texto. No hay un “copiar-pegar” de sí misma. Sus ojos parecen mantener la asombrosa niñez de mirarlo todo por primera vez. Hasta los cuatro insultos de la novela adquieren una oportuna ubicación para entender las bellezas, para saber desde dónde se ama y hasta para valorar lo paradójicamente bello del dolor. La profundidad existencial es un camino que se transita junto al corazón abierto de la protagonista de la novela. Nada falta a ese camino, aún en la descripción de una simple sala de enfermería, una mesa, o una playa. Los orígenes infinitos de cada persona se manifiestan cuando habla la muerte, así como la muerte asoma en cada instancia de vida plena. La decisión cotidiana y trascendente de amar no es más que la respuesta a cada pequeña invitación de la vida. La sabiduría surge más de un tranquilo y paciente encuentro con uno mismo que de grandes maestros. La humildad de Antonia es tan sincera y competente que se vuelve maestra sin pretenderlo. La humanidad tan humana de Rafael, de Antonia y de su entorno familiar y circunstancial se aleja de todo guión hollywoodense, sin golpes bajos ni escabrosidades, pero sin ocultar nada cuando los seres humanos somos humanos. Podría bastar para mostrarla la lucha contra la enfermedad, pero la aparentemente inconexa descripción de los años posteriores mantiene la lógica tan ilógica de nuestra imaginación, de nuestros pensamientos y de nuestros recuerdos que tienen la independencia de llevarnos por dónde quieran. No hay moralina barata en los errores de cada humano en el relato, pero tampoco hay justificación de los mismos que buscan siempre una redención propia de toda persona respetuosa de sí misma y de sus flechas de plenitud que no admite mochilas ni peso alguno de culpas o equivocaciones. En esa humanidad tan humana nadie sobra, todos son importantes aún apareciendo sólo un párrafo por ahí, como sucede en la vida aunque no nos demos cuenta. La ilusión de la palabra llena de sentido obtiene una vez más una dosis reconfortante de lógica y esperanza cuando se sabe llamada a ser parte del camino de cada actor de “Mariposas Griegas”. No parece haber palabras de más, o palabras vacías o, lo que es peor aún, palabras lejanas. Por el contrario, son palabras llenas que se hacen propias en cada página, en cada párrafo. El corazón del lector, por eso, no deja de latir a la par: de reír y de llorar, de vivir y de morir, de caer y de resucitar, de sostenerse en sí y de dejarse fluir en Dios.

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Por esta tan agradable “previsibilidad” de Cristina Loza, que supera sus ofrendas anteriores, es que uno puede arribar a algo nuevo en los recónditos caminos del amor. Vale creer en el amor, vale apostarlo todo por amor, vale entenderse a sí mismo desde el amor. El amor es quien explica los encuentros con la muerte. Es el amor quien le abre puertas. Pero paradójicamente, es también el amor quien le hace ingreso a la muerte a la propia vida, ya que se recibe el tesoro del otro que se puede perder, que se va a perder. Sin embargo, la inclusión del otro con su muerte latente es la única alternativa para salir de sí mismo, ya que sin el otro, uno está muerto. Y uno con el otro, aun luego de haber muerto, vive.