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A Pathy, mi esposa,

por su comprensión y su apoyo.

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“NOCHES DE INSOMNIO”

índice

“DANI”............................................................................ 7

Comienza el curso. ...................................................... 9 ¿Cómo permites que te hagan esto?.......................... 27 La excursión. ............................................................. 43

“EL DESVELO DE UNA MADRE” ............................ 67 “EL HOMBRE DE LA BOLSA DE VIAJE” ............... 81 “EN SU PRIMERA NOCHE DE GUARDIA”........... 107 “INSOMNIO” .............................................................. 135

I................................................................................ 137 III ............................................................................. 151 IV ............................................................................. 165 V .............................................................................. 171 VI............................................................................. 183 VII............................................................................ 197 VIII .......................................................................... 207 IX ............................................................................. 225 X .............................................................................. 233

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“DANI”

(1980)

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Comienza el curso.

En todos los colegios se encuentra un personaje

parecido. Un niño, que dada su naturaleza pacífica, o algún

rasgo físico determinado, acaba siendo el blanco de las

burlas de sus compañeros. En el colegio “San Juan de la

Cruz” de Pincia, ese personaje era Daniel.

Una serie de infortunios el día de su nacimiento (una

madre primeriza, un parto complicado, unos médicos

incompetentes que no utilizaron correctamente los

fórceps...) tuvieron como resultado su ligero retraso. Era lo

suficiente ligero como para no considerarle retrasado, pero

lo bastante como para no ser ni de lejos, el primero de la

clase. Por ese motivo había repetido varios cursos de lo que

por aquella época se denominaba EGB. Aprobara o

suspendiera éste octavo grado, sería su último año en el

colegio.

Tenía dieciséis años y su cuerpo larguirucho y

enclenque destacaba siempre entre los demás compañeros

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como el de una jirafa en una estampida de búfalos. Su pelo

era negro y muy tupido, motivo por el cual siempre lo

llevaba corto. Su rostro cuadriculado, barbilla prominente y

su ancha nariz que parecía haber sido aplastada por algún

objeto contundente, le daban un aspecto de caricatura

bastante cómico, por lo que las bromas sobre su persona

eran la tónica generalizada. Daniel estaba acostumbrado a

ellas, pero nada le podía preparar para lo que estaba a punto

de soportar en aquel 1980.

Ya era conocido por todos los compañeros de clase y

las burlas comenzaron pronto. Los típicos insultos de

“tonto”, “estúpido”, “retrasado”; el tirarle bolas de papel, el

copiar su forma de hablar (muy despacio, como si las

palabras se formaran una a una en su cerebro en lugar de la

fluidez que suele utilizar la gente normal para expresarse);

todo eso Daniel lo tenía asumido. Ya lo había sufrido en

más ocasiones de las que él hubiese deseado, y lo aguantaba

con resignación. Pero luego llegaron las agresiones físicas.

El primero fue Francisco, ó Paco, como le llamaban

todos. Era un líder nato, y el cabecilla del grupito de amigos

más gamberros del colegio. Era de esos chicos que, a

primera vista piensas: “¡Que cara de bruto tiene ese tío!”,

pero cuando se le conoce realmente, el calificativo de

“bruto” se queda corto. Físicamente, destacaba por su

inmensa espalda y su enorme cabeza. Sus rollizos carrillos

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colgaban flácidos de su rostro incluso cuando se reía a

carcajadas, y el resto del cuerpo en concordancia con su

cabeza era también de grandes dimensiones, sin llegar a la

obesidad.

Paco empezó a darle collejas a Daniel, pero de las que

van a hacer daño.

–¡Que tal Dani, como lo llevas! –y “zas”, una colleja.

–¡Tío, que me has hecho daño! –se quejaba Daniel.

–¿Que te duele esto? –“zas”, y le soltaba otra colleja.

–¡No te pases!

–¡Tíos que le duele esto! –y le soltaba otra colleja más

fuerte provocando la risa de toda la clase.

Luego llegó Alberto y le dio otra colleja, y a

continuación David, y a él le siguió Miguel. Cada colleja

era más fuerte que la anterior. ¡A ver quién le daba la más

fuerte!

–Venga, José –animó Paco.

El aludido, que se entretenía meciéndose sobre las patas

traseras de su silla de atrás a delante, declinó la invitación.

José era un tipo alto, aunque no llegaba a alcanzar a

Daniel. Iba siempre enfundado en una cazadora de cuero

decorada con innumerables cremalleras. Su pelo castaño

caía sobre sus hombros formando una descuidada melena y

sus ojos azules destacaban sobre su níveo rostro.

–¡Joder tíos! –dijo–. Si es que me da pena. ¡Miradle!

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Daniel tenía el rostro rojo y los ojos aguados. Una

mueca entre dolor, rabia e impotencia se dibujaba en su

rostro. Eso no impidió que Paco le asestara una última

colleja. Entonces Daniel se levantó bruscamente de su

asiento y se dirigió hacia la puerta, justo en el momento en

que el profesor hacía su aparición:

–¡Daniel! ¿Qué le pasa?

Daniel quedó paralizado con la respiración

entrecortada. Miró a sus agresores, los cuales le devolvieron

la mirada amenazantes, y volvió el rostro hacia el profesor.

–Nada –dijo agachando la cabeza.

–¡Pues regrese a su asiento! –le apremió el profesor.

Cuando regresó a su asiento, Paco le susurró:

–¡Gilipollas!

Ese tipo de agresiones se prolongó en el tiempo, y a

pesar de que Daniel les sacaba dos años al que menos jamás

se le ocurrió hacerles frente. A mediados de noviembre

Daniel pensó que la cosa mejoraba, pero resultó ser un

espejismo.

Eso ocurrió un día en el que un profesor no pudo asistir

a su hora lectiva. Como ningún educador se encontraba

libre en ese momento, el director optó por dejar al alumnado

solo en el aula. Se dividieron en varios grupos y algunos

simplemente charlaban, los más aplicados hasta estudiaban

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o hacían los deberes… el grupo de paco se decantó por

jugar a “verdad, beso o atrevimiento”.

A este grupo, además de Daniel, se les unió dos

alumnas de clase. Ana, una chica gruesa, poco agraciada

físicamente y que para hacerse entender no conocía otro

método que no fuese decir las cosas a voces; y la otra chica

era su amiga Laura, todo lo contrario. Delgadita, muy

guapa, con una preciosa melena negra enmarcando unos

brillantes ojos verdes, y con un cuerpo capaz de marear a

cualquiera con tanta curva. Era la única de la clase que ya

tenía los pechos completamente desarrollados, y muy bien

desarrollados.

El juego consistía en que por turnos iban eligiendo una

de las tres opciones. El que proponía las pruebas era Paco,

con lo que él se libraba de realizarlas.

–Verdad, beso o atrevimiento.

–Atrevimiento –contestó Alberto.

–Atrévete a subirte sobre la mesa del profesor y hacer

un calvo a toda la clase –dijo Paco después de unos

segundos de meditación.

–¡Vale! –contestó Alberto con desparpajo.

A continuación se dirigió a la mesa del profesor, se alzó

sobre ella y, de espaldas al alumnado, se bajó los pantalones

y los calzoncillos, y se inclinó mostrado su imberbe culo.

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Toda la clase rió alborozadamente. Cuando Alberto

regresó al grupo, Paco continuó con la ronda.

–Verdad, beso o atrevimiento.

–Verdad –contestó Ana.

–¿Verdad que no te lavas? –preguntó Paco al instante

consiguiendo la risa de los presentes.

–Eso es mentira –gritó Ana levantándose de su asien-

to–. Yo sí que me lavo.

–Sí, pero muy poquito, por que hueles… –dijo Paco

entre risas abanicándose la mano por delante de la nariz.

–¡Vete a tomar por culo, gilipollas! –espetó Ana

agarrando su silla y regresando a su pupitre.

Laura fue tras ella.

–No te enfades mujer. Si tan solo es un juego.

–Yo ya no juego más con ese cabrón –gritó Ana para

hacerse oír.

–¡Vamos! Si nos reímos de todos.

Laura tomó su brazo y Ana se dejó llevar de nuevo al

corro mostrando sus reticencias. Ahora le tocaba contestar a

Laura, y eligió beso.

–Tienes que dar un beso… –dijo Paco mirando a cada

uno del grupo.

–¡A mi, a mi! –le susurró David.

–No –contestó Paco–. A Daniel.

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Laura se incorporó y acercó sus labios al rostro de

Daniel, pero fue interrumpida por la voz de Paco.

–No. En los labios.

Las risas se escucharon de nuevo en el grupo.

–¡Vamos, no jodas! –se opuso Laura.

–En los labios.

–¡Que yo en los labios no se lo doy!

–Pues prenda.

–Vale –aceptó Laura desatándose los cordones de su

zapatilla.

–La camiseta.

–¿Cómo que la camiseta? Será la prenda que yo quiera.

–No. Es la prenda que yo quiera. Y yo quiero tu

camiseta.

–¡Si no llevo nada debajo!

–¡Pues con mayor motivo! –contestó Paco con una

sonrisa burlona mientras todos los demás reían a carcajadas.

–¡Vamos, si sólo es un juego! –dijo Ana riéndose, con

lo que se ganó una mirada de reproche de Laura como

queriendo estrangularla.

Lo que menos le apetecía era enseñar el sujetador a

toda la clase, de modo que optó por darle el beso. Tomó de

la barbilla a Daniel y acercó los labios a los suyos.

–Con lengua –volvió a puntualizar Paco.

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–¡Tampoco te pases! –protestó Laura mirándole de

reojo sin soltar a Daniel.

–Con lengua o la camiseta.

Tras una breve reflexión juntó sus labios con los de

Daniel e introdujo la lengua en su boca hasta que tocó la de

él. El beso finalizó cuando Daniel cayó de su silla dando

con sus posaderas al suelo. Todos se desternillaron de risa.

Todos menos Laura, que regresó a su asiento limpiándose

con el dorso de la mano los labios y la lengua mientras

repetía una y otra vez:

–¡Qué asco! ¡Dios, qué asco!

El juego continuó y ahora le tocaba el turno a Daniel.

–Verdad, beso o atrevimiento –inquirió Paco como de

costumbre.

–A… atre… vimiento –contestó Daniel con su peculiar

forma de hablar.

–¿A… atre… vimiento? –ironizó Paco–. Atrévete a

salir de la clase y llamar a la puerta de la clase de al lado.

–¡Bah! Vaya mierda de prueba –se quejó Miguel.

–Tú calla –le increpó Paco.

Daniel, al oír a Miguel, se envalentonó. Cruzó el

recinto con decisión y se dirigió a la puerta de al lado. Dio

un par de golpecitos con los nudillos sobre la madera y

regresó corriendo a su aula, pero se topó con la puerta

cerrada. Intentó abrirla sin éxito. Asió la manilla con mayor

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fuerza y empujó con su hombro, pero aun así la puerta no

cedió.

En cuando Daniel hubo salido del aula, Paco cerró la

puerta, y en ese instante la presionaba en compañía de

Alberto, Miguel y David, impidiendo su apertura.

La puerta en la que Daniel había tocado se abrió, y el

profesor hizo su aparición en el pasillo. Era Don Antonio, el

de sociales, uno de los más severos e inflexibles del colegio.

Su ya arrugado rostro de cincuentón se frunció en el

entrecejo, y su áspera voz resonó en el pasillo como la de

un párroco en una iglesia sin feligreses.

–¿Has llamado tú?

Daniel quedó petrificado y enmudecido, con la mano en

la manilla y el rostro caído. No tenía valor ni a levantar la

vista hacia Don Antonio.

–¡Contesta! ¿Has llamado tú?

Daniel continuó callado.

–¿Qué haces fuera de clase?

–Es que no puedo entrar –contestó al fin Daniel.

Don Antonio se acercó a él, asió el pomo y abrió la

puerta sin resistencia alguna. Cada uno de los alumnos se

encontraba en su pupitre con libros abiertos o cuadernos en

los que escribían.

–¿Tú, que pasa? –le reprendió el profesor–. ¿Qué te

crees más listo que nadie? Están todos tus compañeros

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estudiando y tú por ahí de juerga. Me parece que esta tarde

te vas a quedar aquí una hora más castigado. ¿Te parece

bien?

Daniel asintió con la cabeza y luego la agachó

desconsolado.

–Y ahora siéntate en tu sitio y que sea la última vez que

te veo fuera del aula.

Daniel obedeció resignado, y una vez que el profesor

hubo desaparecido de escena, una lluvia de bolas de papel e

insultos le cayó encima.

Daniel esa tarde se quedó una hora más castigado, pero

pensó que sólo por ese beso recibido durante el transcurso

del juego, había merecido la pena.

Era el primer beso que Daniel recibía en toda su vida y

había sido precioso para él. Una sensación increíble, aunque

luego se truncara cuando escuchó esas últimas palabras de

Laura. Ese “¡Que asco!” le había dolido más que cualquier

insulto que pudiese haber recibido en toda su vida. Pero la

semilla ya estaba plantada. Ese beso fue el principio de un

amor que comenzó a germinar en el corazón de Daniel, y la

belleza de Laura (que a su parecer, cada día era mayor) fue

lo que hizo crecer ese amor, a pesar de que ella no le diera

jamás ninguna muestra de simpatía. Es más, a partir de ese

día, Laura demostró una especial animadversión hacia él.

Por eso el día que le preguntó Paco:

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–Dani, ¿Quién te gusta de la clase?

Daniel inmediatamente se sonrojó.

–¿Así que te gusta alguna?

–Pues sí –contestó Daniel.

–Dime, ¿Quién?

Daniel no contestó.

–¿Es Ana?

–¡No jodas!

–¡Ah! He acertado. Se nota que te he pillado.

–¡Que no, tío!

–Ana –gritó Paco–. Mira lo que dice Dani, que le

gustas.

–Pues que le den mucho por el culo –contestó Ana con

su peculiar voz –. Que a mi él no.

–¡Qué... qué me vas a gus... a gustar! –contestó Da-

niel–. Pero si eres mmmás fea que... que un culo.

–Ni que tú fueras muy guapo. ¡Subnormal!

–¡Di que sí! –continuó Paco–. Que me lo acaba de con-

fesar. Que está loco por ti.

Pues a ver si le voy a meter una hostia que le quito la

locura –contestó Ana.

Las risas de los compañeros empezaron a ser sonoras.

–Me ha dicho que le encantaría darse un revolcón

contigo porque seguro que eres una fiera en la cama.

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Eso ya acabó con la paciencia de Ana. Se levantó del

asiento y fue encolerizada hacia Daniel.

–¡Qué andas diciendo tú, gilipollas! –le increpó

mientras descargaba tres golpes con la mano abierta sobre

su cabeza.

–¡Que yo no he di..cho nada! –se defendía Daniel

intentando cubrirse sin mucho acierto.

–Pues que no te oiga yo hablar de mí nunca más –dijo

Ana mientras regresaba a su asiento.

–¡Que yo de… ti no he dicho… nada! Que no… me

gustas. Que a m...i la que m...e gusta es... Laura.

En ese momento la aludida lanzó una mirada furibunda

contra Daniel. No necesitó decir nada. Daniel comprendió

que la había sentado mal su comentario.

Las risas de los compañeros no pararon hasta que entró

el profesor en clase.

–Así que Laura, ¿eh? –le dijo Paco a Daniel–. ¡Joder

con el Dani! Y parecía tonto.

No pasó mucho tiempo, apenas unos días, cuando Paco

le dijo a Daniel:

–¿Sabes? He estado hablando con Laura. ¡Le gustas!

Daniel le miró extrañado.

–¡En serio! –continuó Paco–. Lo que pasa es que no le

gusta que lo sepa la gente. Y además, me ha confesado que

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no cree que ella te guste de verdad. ¿Te gusta Laura de

verdad?

–¡Que si mmme gusta! ¡Ya te… digo!

–Pues entonces demuéstraselo. Díselo a la cara. Me ha

dicho que si se lo demuestras de verdad, saldría contigo.

–¿Y cómo se lo demuestro?

–Pídela salir.

Daniel se lo pensó unos segundos.

–No. No meee... atre...vo –dijo después.

–¡Atrévete, no seas tonto!

–Me... me dirá que... no.

–Me ha dicho que si se lo pides de rodillas, aceptará.

Porque demostrarás que vas en serio. Y es lo que ella está

buscando, un chico que vaya en serio con ella.

–¿De verdad? –preguntó Daniel con desconfianza.

–¡Claro! –contestó Paco convincente-. ¿Por qué te iba a

engañar?

–Pa… para reír… te de mi.

–Oye, una cosa. –dijo Paco con gravedad–. Yo con los

asuntos del corazón no bromeo. Es un tema muy serio. ¡Me

ofendes al pensar eso de mí!

Le convenció. Y Daniel salió al pasillo donde Laura

fumaba a escondidas un cigarrillo junto a Ana y otra amiga

de otro curso.

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Caminó hacia ella y a medio trayecto se detuvo. Iba a

dar media vuelta, pero Paco se lo impidió.

–Vamos. No te acojones ahora –dijo Paco empujándole

hacia Laura.

Detrás de Paco, toda la banda se agrupaba para

disfrutar del espectáculo.

Daniel avanzó y se detuvo en el lugar donde se

encontraba Laura. Quedó plantado frente a ella, con rostro

compungido y sin atreverse a levantar la vista. -ella le lanzó

una mirada de desdén, no obstante, cargada de cierta

curiosidad.

“A ver que coño quiere éste ahora” –debió pensar.

Daniel miró a Paco, y éste le hizo un gesto con la

cabeza para animarlo. Entonces se arrodilló a los pies de

Laura y dijo con un hilo de voz:

–¿Qui... quieres saaalir conmigo?

–Perdona, ¿Qué has dicho?

Cuando Daniel se lo iba a preguntar de nuevo, Laura le

interrumpió.

–Es que me a parecido oír que si quiero salir contigo.

–Es looo que he dicho –contestó Daniel.

Laura puso los ojos en blanco y se giró dándole la

espalda. A continuación tomó el cigarrillo de los dedos de

su amiga Ana y, llevándoselo a los labios, aspiró una honda

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calada para después girarse de nuevo hacia Daniel,

inclinarse a su altura y soltar lentamente el humo en su cara.

–No saldría contigo ni aunque fueras un grano en mi

culo, ¡Jodido imbécil! Y ahora aparta de aquí si no quieres

que te pisemos.

Y abandonó el lugar abriéndose paso con un puntapié

en el costado de Daniel.

Las ya acostumbradas risas volvieron a surgir en su

honor y para rematar la escena, Ana se inclinó y despidió un

eructo al oído de Daniel según pasaba por su lado.

A las dos semanas de este incidente, un profesor sacó a

Laura al encerado para realizar en la pizarra un esquema.

Mientras Laura hacia rayas y escribía lo que el profesor le

dictaba, todos los demás de la clase copiaban el esquema en

sus cuadernos. Todos menos Daniel.

El observaba detenidamente a Laura. Sus movimientos,

sus curvas. Le parecía un ángel tremendamente seductor.

Iba vestida con un ajustado pantalón elástico negro, que

dejaba entrever el contorno del encantador secreto que

guardaba en su entrepierna. Y lo acompañaba con una blusa

roja muy ceñida, que acrecentaba aun más sus, ya de por si,

colosales pechos. Cuando se daba la vuelta para escribir, el

contorno de sus glúteos resultaba tentador. Como si

estuviera pidiendo que los tocaran. Y Daniel lo hacía en su

mente. Se imaginaba pasando su mano por esas lindas

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nalgas y, quizá si se dejara, hincarle los dientes en ellas,

mientras exploraba con sus manos las cimas de la cordillera

que formaban sus senos…

–¡Daniel!

Daniel regresó a la realidad cuando oyó la voz del

profesor.

–¿Sí?

–Como veo que usted no escribe en su cuaderno –dijo

Don Antonio con autoridad–, va a salir al encerado a

escribirlo aquí.

Daniel se incorporó y se dirigió lentamente hacia el

encerado. Al pasar al lado de Laura se percató de que ésta

se había ruborizado. Sus ojos brillaban y una mueca de

rabia se dibujó en su rostro. A Daniel le pareció que si no

hubiese estado Don Antonio se le habría lanzado al cuello,

pero no precisamente para abrazarlo.

–Laura vuelva a su sitio –ordenó Don Antonio.

Ella regresó a su asiento sin quitar de Daniel esa

rabiosa mirada que él no alcanzaba a comprender a qué era

debido. Lo descubrió en cuanto se dio la vuelta.

–¡Mirad, pero si está empalmado! –voceó David. La

clase rió estruendosamente.

Daniel bajó la mirada. Un bulto se alzaba en su

cremallera. Se llevó las manos a la bragueta para taparlo y

notó como un inmenso sofocón le subía por las mejillas.

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Todos reían. Todos menos el profesor (que intentaba

sin mucho éxito sosegar al alumnado), y Laura que le seguía

mirando con ira contenida.

–¡Le ha puesto cachondo la Laura! –se dejó oír la voz

de Paco entre el griterío.

–¡Silencio! –gritó el profesor golpeando su mesa con el

puño.

Daniel no aguantó más. Salio del aula y se alejó de ella

corriendo hasta llegar al servicio, donde se encerró en un

retrete y aplacó su vergüenza con llanto.

Su humillación ese día todavía no había concluido.

Una vez que se calmó, regresó al aula. Asegurándose,

eso sí, de que Don Antonio ya había terminado su hora de

clase. En cuanto entró en el aula, tuvo que aguantar las risas

y las bromas de sus compañeros. Eso se lo esperaba. Lo que

no esperaba fue lo que ocurrió a continuación.

Laura se levantó de su silla, y precipitadamente recorrió

la distancia que lo separaba de Daniel para abofetearlo con

todas sus fuerzas.

–¡Eres un cerdo! –le dijo antes de regresar a su asiento.

Daniel, bajo las risotadas de sus compañeros, se dirigió

a su sitio con la mejilla caliente, dolorida y marcada con los

dedos de su amada.

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¿Cómo permites que te hagan esto?

Otra de las costumbres que se dieron día sí, día

también, fue el repartir entre el grupo de Paco el almuerzo

de Daniel. Por supuesto sin su consentimiento. José, que era

el único que nunca intervenía en las bromas con las que

humillaban a Daniel (aunque se reía con ellas más que

ninguno), eligió un mal día para olvidarse el almuerzo en

casa.

–¿Qué has traído hoy? –preguntó a Daniel hurgando en

su cartera.

–¡Déjalo! –impuso Daniel con determinación.

José le sacó el bocadillo y lo desenvolvió.

–¡Jamón! Con lo que a mi me gusta.

Daniel se lo arrebató de las manos.

–¡Que no! Ho… Hoy no me lo… no me lo quitas.

–¡O sea! Que todos los días te lo dejas quitar por todo

el mundo y para un día que te lo quito yo, ¿te me pones

chulo?

–Hoy no me lo quitas –dictaminó Daniel ocultando el

bocadillo en su espalda.

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José sin mediar palabra le asentó un puñetazo en pleno

rostro que le hizo caer. El bocadillo rodó por el suelo. José

lo recogió y se lo tiró a Daniel a la cara.

–¡Para ti todo!

En ese momento llegó Doña Enedina, la profesora y

tutora de la clase. Una señora que por su edad, podría

perfectamente ser quinta del propio Matusalén.

–¿Qué pasa aquí? –dijo con voz autoritaria.

Daniel se incorporó.

–¡Éste! –acusó señalando a José con el dedo–. Que me

quería quitar el bocadillo y como no se lo daba me ha

pegado.

La profesora se acercó a Daniel y, posando su huesuda

mano sobre su barbilla, observó con detenimiento su ojo

amoratado. A pesar de sus gafas de cristales gruesos como

el fondo de un vaso de whisky, no debía verlo bien, por que

se acercó tanto que Daniel pudo haber contado cada una de

las numerosas arrugas de su cara si se lo hubiese propuesto.

–Ve a la enfermería y que te lo miren.

Daniel salió de clase sin mirar atrás. Si lo hubiese

hecho habría visto como José le lanzaba una mirada asesina.

–Tú, ven conmigo –ordenó la profesora.

Ambos salieron de la clase, y al cabo de unos minutos

regresó ella sola.

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Al acabar la jornada escolar ese día, José esperaba en la

calle. En cuanto Daniel pisó la calle recibió un fuerte

puñetazo en la cara que le hizo caer sobre los adoquines. No

contento con eso, y mientras se encontraba abatido e

indefenso, José comenzó a darle patadas.

Una le dio en pleno vientre. Para la segunda se pudo

proteger el vientre con el brazo, pero el brazo también era

susceptible al dolor. La tercera le hizo ver las estrellas al

impactar directamente en sus partes.

Por suerte, no recibió ninguna más. Paco, Miguel y

David trabaron a José y le apartaron.

–¡Imbécil! Por tu culpa me han expulsado tres días. –

vociferaba José mientras era sujetado por los chicos.

–¡Tranqui, tío! –le decía Paco.

–¡Te has pasado, macho! –secundó David.

–¡Qué me voy a pasar! –dijo José–. ¡Más le tenía que

haber dado al subnormal éste!

–¡Cálmate, hombre! –apaciguó Paco probablemente por

primera y única vez en su vida–. Si no merece la pena. ¿No

ves que es un pobrecillo?

–¡Soltadme ya, coño! –reclamó José.

–Cuando te tranquilices un poco te soltaremos. Antes

no, porque tú eres capaz de matarlo.

–¡Exagerado! –refutó José.

Cuando aparentó estar más sosegado le soltaron.

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–¡Ahora vas y te chivas otra vez, gilipollas! –espetó

José a Daniel antes de dar media vuelta y alejarse del lugar.

Daniel se retorcía en el suelo de dolor.

–¡Pero cómo se te ocurrió chivarte, hombre! –le decía

Alberto ayudándole a levantarse.

Alberto y Miguel le acompañaron a casa, y la verdad es

que si no llega a ser por ellos hubiese tardado mucho más

en llegar. Eso suponiendo que llegara. Cosme Rodríguez, el

padre de Daniel, al verle montó en cólera. Era un hombre

afable y jovial, y verle de mal humor no era en absoluto

normal, pero ese día tenía más que motivos suficientes para

encresparse.

Le llevaron al hospital y allí Daniel dijo no saber quién

era el que le había pegado. Su padre no le creyó. Pero a

pesar de todo no confesó quién fue. Dijo que era la primera

vez que veía a aquel chico.

Al día siguiente no pudo ir a clase como consecuencia

de las lesiones sufridas. No fue nada grave, tan solo

magulladuras, pero los dolores no le dejaban permanecer en

pié. El que sí visitó el colegio fue su padre. Se dirigió al

despacho del director y entró sin tan si quiera llamar. Se

encaró con Don José Luis y sin parar de gritar le dijo que no

se podía consentir que a su hijo le dieran una paliza al salir

de clase sin que hubiesen hecho absolutamente nada por

evitarlo.

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–¿Y qué quiere que nosotros hagamos? –expuso en

tono conciliador Don José Luis–. Nosotros podemos

controlar lo que ocurre dentro del colegio. ¡Y ya es bastante

trabajo! Lo que ocurre fuera ni es nuestra obligación, ni

podemos controlarlo.

–Creo que no se da cuenta de la situación –señaló

Cosme matizando cada palabra–. A mi hijo aquí le ocurre

algo. Le ha cambiado el carácter. Ahora cuando llega a casa

únicamente se encierra en su cuarto y no sale para nada.

Cada día llega con una magulladura nueva, cuando no con

una herida sangrante. Se pasa las noches en vela llorando en

su cama, ¡que le escucho yo! Y cuando consigue conciliar el

sueño se despierta gritando por las pesadillas. ¿Sabe usted

lo que es eso para un padre? Es más, ¿Tiene una mínima

idea de lo que está pasando entre sus aulas? Porque a mí me

da la sensación de que no tiene usted ni puta idea.

–No me consta que aquí pase nada, y nosotros hacemos

todo lo que podemos. Y ahora si me disculpa…

Esa fue la respuesta de Don José Luis. Con lo que

Cosme Rodríguez salió del despacho con mayor irritación

de la que tenía cuando entró.

Al regresar Daniel a la escuela, la cosa continuó más o

menos igual. Y así se prolongó hasta que llegaron las

vacaciones de navidad, y por fin Daniel pudo estar unos

días tranquilo.

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Pasó las fiestas en el pueblo, con toda su familia. Su tío

Marcos vivía en Madrid, y ese año contraería matrimonio

con su novia Azucena, con la que llevaba saliendo casi un

lustro. Como todos los años le trajo un regalo estupendo. Se

trataba de una espectacular bolsa de viaje color azul, y con

un montón de compartimientos. Pero lo mejor estaba en su

interior. ¡Un balón de reglamento!

–¡Está firmado por todos los jugadores del Real

Madrid! –le dijo su tío.

–¿Sí? –preguntó Daniel sin apartar sus ilusionados ojos

del balón mientras lo hacía girar observando cada una de las

firmas.

–¡Sí! Estuve una temporada trabajando en el Bernabeu

y un día en que estaban entrenando, me fui a la tienda,

compré un balón y ahí lo tienes.

–¿Con la firma de todos?

–De todos y cada uno. Tenía que hacerte un buen

regalo. Al fin y al cabo, el año que viene con eso de la boda,

quién sabe si podré comprarte algo.

–¡Gracias tío Marcos! –y le dio un fuerte abrazo, como

si supiera de antemano que iba a ser el último que le daría.

Tras las vacaciones Daniel regresó al colegio. Ese

primer día de clase Laura vino deslumbrante. Vestía un top

negro sin mangas con la inscripción “sexy girl” en unas

brillantes letras rojas sobre sus voluminosos pechos, y una

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minifalda negra que le cubría hasta la mitad de los muslos,

exhibiendo alegremente sus bien torneadas piernas cubiertas

por unas medias negras casi transparentes. Y además, iba

maquillada, algo novedoso en ella. El rimel en las pestañas,

un suave tono rosado en sus labios, la sombra de ojos y un

pequeño toque de colorete el los pómulos habían

transformado a la hermosa joven en una atractiva y

seductora mujer.

Nada más entrar en el aula, atrajo los ojos de todos los

chicos, y el riguroso silencio que acompañó su entrada fue

más significativo que cualquiera de los comentarios que

surgieron después de las bocas de todos ellos.

–¿Dónde vas tan guapa? –gritó Paco como avanzadilla

de los vítores, silbidos y aplausos que le siguieron.

Si durante las vacaciones se había atenuado en algo el

ciego amor que Daniel sentía por Laura, verla de esa

manera consiguió que los emociones brotaran aún con más

fuerza.

Doña Enedina impartió la primera hora de las clases ese

día, y antes de comenzar con su asignatura les informó que

al mes siguiente se irían de excursión a Madrid, para visitar

el congreso de los diputados.

Sus compañeros tardaron en fijar el punto de mira en

Daniel, lo justo para ponerse al tanto de las anécdotas

ocurridas durante las vacaciones que se contaban unos a

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otros. Después todos volvieron a la rutina, y la rutina de

Dani eran los insultos, las collejas y las bolas de papel…

En una ocasión a Daniel se le ocurrió devolver una bola

de papel que le había lanzado previamente Alberto. Le dio

en la nariz, consiguiendo arrancar una risotada de toda la

clase al completo. Para Alberto probablemente resultó más

dolorosa la risa generalizada que el pelotazo, pero su

respuesta fue contundente. Aferró la silla de su compañero,

que en ese momento estaba desocupada, y se la arrojó a los

pies de Dani.

El golpe en la espinilla fue descomunal, pero lo fue más

el encontronazo de su rodilla contra el suelo al caer. Eso le

contuvo por completo las pocas ganas de revelarse que

tenía.

Y así fueron pasando los días. Algunos mejores, otros

peores, pero en todos ellos Daniel tuvo que sufrir alguna

degradación. Hasta que llegó el día previo a la excursión, en

el que, tras la clase de gimnasia, sufrió la mayor de todas.

La que marcó un antes y un después en la historia que nos

ocupa. El punto de inflexión; el desencadenante de lo que

tiempo más tarde ocurrió.

A Paco y sus amigos les pareció gracioso que pudieran

atar de pies y manos a Daniel, y así actuaron. Se hicieron

con un par de cuerdas y, mientras todos los demás le

sujetaban, Paco y José le ataron las manos a la espalda y los

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pies entre si, dejándole completamente inmovilizado y a su

merced.

Daniel comenzó a gritar.

–No, No, por favor, soltadme.

–¿Por qué? Si así estás muy guapo –contestó David.

–Socorro, Socorro.

Alberto embutió un pañuelo en la boca de Daniel y

luego David selló sus labios con cinta adhesiva. Ahora sus

gritos quedaban ahogados en unos berridos ininteligibles y

poco ruidosos provenientes de lo más profundo de su

garganta, y sus ojos, abiertos desmesuradamente, permitían

ver su miedo por debajo de las lágrimas que manaban de

ellos de forma descontrolada. Toda esa escena no hacía más

que incrementar la risa de sus agresores.

–¡Se me ha ocurrido una idea genial! –anunció de

pronto Paco con el rostro iluminado por una maliciosa

sonrisa. A continuación tomó una de sus toallas y la anudó

en torno a la cabeza de Daniel transformándola en una

venda que cubría sus ojos.

–¿Qué vas a hacer? –quiso saber Alberto.

–Ahora veréis.

–¿Ves algo? –preguntó Paco a Daniel, el cual hizo caso

omiso al interrogatorio y prosiguió con sus alaridos

ahogados.

–¡Contesta y te soltamos ahora mismo! ¿Ves algo?

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Daniel negó con un desorbitado movimiento de

cabeza, como si hubiese creído a pies juntillas la palabra de

Paco.

–David, vigila el pasillo a ver si no hay moros en la

costa.

El aludido salió del vestuario al pasillo y al cabo de un

par de segundo regresó.

–¡Vía libre!

Entonces Paco aferró el cinturón de Daniel y haló de él

saliendo del vestuario. En la primera envestida Daniel

perdió el equilibrio y, de no ser sujeto por José y Alberto

sus huesos habrían sabido lo duro que está el suelo. Luego

entre todos condujeron el bulto en el que se había

convertido entre los pasillos del colegio. David iba por

delante vigilando. Se pararon frente a una puerta. Todo el

grupo reía sin control por que ya se imaginaban cual era la

intención de Paco y les pareció divertidísimo. Paco se llevó

un dedo a los labios pidiendo discreción.

–¡Schhhh!

Los demás a duras penas pudieron contener las risas,

pero el silencio se logró. Después le retiraron la venda de

los ojos y le empujaron contra la puerta hasta que la cruzó

para, a continuación, salir apresuradamente a ocultarse.

Daniel hizo su entrada en el vestuario de las chicas en

el mismo instante en que Laura salía de la ducha. Había

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algunas chicas que ya estaban vestidas, otras que andaban

en ropa interior y otras, como Laura, que estaban como su

madre las trajo al mundo. Pero todas al verle reaccionaron

de la misma manera: gritando.

Daniel había tenido el privilegio de ver las intimidades

de Laura a corta distancia, y la imagen en otras

circunstancias hubiera sido de lo más agradable. Pero ver a

Laura como, en un primer gesto de sorpresa, se tapaba con

las manos los pechos y el pubis, para después, con los ojos

encendidos, descargar unos fuertes bofetones sobre la cara

de Daniel hasta que de un empujón le echó del vestuario fue

un precio demasiado caro a pagar por lo que había visto.

Al salir de la dependencia se precipitó contra el suelo.

Sin poder sujetarse en ningún sitio el golpe de su cabeza fue

inevitable.

Daniel sintió un fuerte dolor en la ceja, y al instante, la

calidez de la sangre que manó por la herida hasta que se le

metió en el ojo produciéndole un fuerte escozor. A

continuación unas manos le tocaron y él se retorció en el

suelo gritando de miedo. No quería que le siguieran

pegando.

–¡Tranquilo, tranquilo!

Daniel, con su ojo sano miró a la chica que lo

apaciguaba. Se trataba de Noelia, una compañera de su

clase que comenzó el curso escolar como nueva alumna del

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colegio y a la que él, y es más que posible nadie de la clase,

había reparado nunca en ella dada su naturaleza algo tímida

y reservada. Ahora sin embargo, su exiguo cuerpecillo, con

sus espigadas piernas y del que brotaban unos

imperceptibles bultos que algunos denominarían pechos, se

encontraba junto a él, mirándolo con sus profundos ojos

marrones llenos de compasión. Su pelo color caoba colgaba

perfectamente alisado a ambos lados de su fino y delicado

rostro; y en sus labios se intuía una expresión de absoluta

desaprobación.

–¡Déjame que te ayude!

Noelia abrió su bolso, hurgó en su interior hasta que

extrajo un pañuelo de hilo blanco, y limpió con delicadeza

la sangre que ya le ensuciaba toda la cara.

–Esto tiene mala pinta –dijo mientras limpiaba la herida

con extremo cuidado.

Luego sus menudas manos desenredaron el nudo que

aprisionaba sus pies, y a continuación el que inmovilizaba

sus brazos.

–¡Aviso! Te va a doler –advirtió Noelia cuando sus

manos tomaron un extremo de la cinta adhesiva. Luego dio

un tirón seco y la arrancó.

Daniel lanzó un pequeño alarido de dolor, pero mucho

menor del que hubiese despedido de no haberse hecho el