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1 La huella del crimen. Imagen de la ciudad por Patxi Lanceros[*] No obstante, la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son indesterrables, están en nosotros desde el comienzo del rebaño, son más antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pasado y futuro, son doble recuerdo del ensueño y tienen más poder que nosotros. Herman Broch, La muerte de Virgilio. DE ESPACIO Concebido en la modernidad, junto al tiempo y en relación con él, como condición a priori de la sensibilidad (con el concurso y la venia de Kant, evidentemente), el espacio no se ha beneficiado —sí, por el contrario, el tiempo— de una suficiente reflexión filosófica hasta hace muy pocos años. Si a lo largo del siglo XX el concepto de espacio ha sido habitual en las obras de arquitectos y urbanistas, de geógrafos y sociólogos, parece que su carácter “condicionante”, acaso equivalente al del tiempo, no incitó a la filosofía tanto como el de este último. Tal vez porque la modernidad ha vivido bajo el patrocinio de la historia (o ha consistido en el pre-dominio de la historia) y esta se extiende y se distiende en el tiempo, el espacio, inmóvil y fijo, paciente y subyacente, no ha requerido atención adecuada. O tal vez porque parece que la humana existencia se halla afectada por el tiempo y por el tiempo infectada, mientras que “solamente” se soporta en el espacio. Sin embargo, en el espacio se sostiene y se contiene la existencia humana. En el Espacio máximo de desconocidos límites que, más o menos, equivale al Universo y en los espacios mínimos, inframicroscópicos, infraatómicos o infracelulares; y también, más próximos a la experiencia habitual, en esos “mesoespacios” que se sitúan entre las magnitudes macroscópicas y microscópicas, que van desde el habitáculo hasta el Globo terrestre pasando por lugares, ciudades, regiones, naciones, continentes… Todos ellos son condición —inmanente— de la sensibilidad; y aun parecería que también del entendimiento y de la razón. Todos ellos son condiciones de la existencia y de la co-existencia. En ausencia de confirmación de una base en el griego spadion-stadion,[1] la palabra espacio (espace, space, spazio) procede del latín semiculto spatium que designa un terreno abierto, un campo hábil para correr o para pasear (sentido que se mantiene en el alemán spazieren, también semiculto), un terreno, por ello que se entiende “exterior” y “público”, y que podría considerarse como dato inicial, o como mera naturaleza. En alemán, sin embargo, el término que cabe traducir por espacio (Raum) procede del teutónico ruun, que da room en inglés o ruimte en holandés. Derivado del adjetivo común altogermánico ruuma relacionado a su vez con el avéstico ravah y con el latino rus (ruris) designa espacio, sí, pero un espacio que ha sido previamente “abierto” o despejado, un espacio que se ha conseguido o ganado; delata el término Raum la actividad humana en la elaboración y en la “conquista del espacio” (Duque, 2001, pp. 8 y ss., 2005, 2008). Encontrarse en el espacio abierto o provocar la apertura, saberse en el espacio o conquistarlo. Esa parece ser la alternativa que la historia de las palabras descubre y describe. O, más que la alternativa, la alternancia que indica la posición del humano y su trabajo creador: desde el espacio, sobre el espacio. Que puede aparecer, a la vez, como ilimitado y susceptible de delimitación, como indeterminado y susceptible de determinación.

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La huella del crimen. Imagen de la ciudad

por Patxi Lanceros[*]

No obstante, la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son indesterrables, están en nosotros desde el

comienzo del rebaño, son más antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pasado y futuro, son doble recuerdo del ensueño y tienen más poder que

nosotros.

Herman Broch, La muerte de Virgilio.

DE ESPACIO

Concebido en la modernidad, junto al tiempo y en relación con él, como condición a priori de la

sensibilidad (con el concurso y la venia de Kant, evidentemente), el espacio no se ha beneficiado —sí, por el contrario, el tiempo— de una suficiente reflexión filosófica hasta hace muy pocos años. Si a lo largo del siglo XX el concepto de espacio ha sido habitual en las obras de arquitectos y urbanistas, de geógrafos y sociólogos, parece que su carácter “condicionante”, acaso equivalente al del tiempo, no incitó a la filosofía tanto como el de este último. Tal vez porque la modernidad ha vivido bajo el patrocinio de la historia (o ha consistido en el pre-dominio de la historia) y esta se extiende y se distiende en el tiempo, el espacio, inmóvil y fijo, paciente y subyacente, no ha requerido atención adecuada. O tal vez porque parece que la humana existencia se halla afectada por el tiempo y por el tiempo infectada, mientras que “solamente” se soporta en el espacio.

Sin embargo, en el espacio se sostiene y se contiene la existencia humana. En el Espacio máximo de desconocidos límites que, más o menos, equivale al Universo y en los espacios mínimos, inframicroscópicos, infraatómicos o infracelulares; y también, más próximos a la experiencia habitual, en esos “mesoespacios” que se sitúan entre las magnitudes macroscópicas y microscópicas, que van desde el habitáculo hasta el Globo terrestre pasando por lugares, ciudades, regiones, naciones, continentes… Todos ellos son condición —inmanente— de la sensibilidad; y aun parecería que también del entendimiento y de la razón. Todos ellos son condiciones de la existencia y de la co-existencia.

En ausencia de confirmación de una base en el griego spadion-stadion,[1] la palabra espacio (espace, space, spazio) procede del latín semiculto spatium que designa un terreno abierto, un campo hábil para correr o para pasear (sentido que se mantiene en el alemán spazieren, también semiculto), un terreno, por ello que se entiende “exterior” y “público”, y que podría considerarse como dato inicial, o como mera naturaleza. En alemán, sin embargo, el término que cabe traducir por espacio (Raum) procede del teutónico ruun, que da room en inglés o ruimte en holandés. Derivado del adjetivo común altogermánico ruuma relacionado a su vez con el avéstico ravah y con el latino rus (ruris) designa espacio, sí, pero un espacio que ha sido previamente “abierto” o despejado, un espacio que se ha conseguido o ganado; delata el término Raum la actividad humana en la elaboración y en la “conquista del espacio” (Duque, 2001, pp. 8 y ss., 2005, 2008).

Encontrarse en el espacio abierto o provocar la apertura, saberse en el espacio o conquistarlo. Esa parece ser la alternativa que la historia de las palabras descubre y describe. O, más que la alternativa, la alternancia que indica la posición del humano y su trabajo creador: desde el espacio, sobre el espacio. Que puede aparecer, a la vez, como ilimitado y susceptible de delimitación, como indeterminado y susceptible de determinación.

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Determinación y delimitación son condiciones del orden, de todo orden. Y orden, u órdenes, es lo que descubre la mirada en los diferentes hábitats que la condición humana se ha dado, los que ha elaborado en su existencia y con su experiencia. Órdenes que, a una percepción no entrenada, o excesivamente complaciente con el propio entramado de relaciones, con las disposiciones habituales de sus palabras y sus cosas, le puede frecuentemente parecer caos. Pero orden delata la gruta prehistórica, o el claro abierto en el bosque a efectos de culto o reunión, o la ciudad antigua, cruzada por sus dos principales avenidas, o la Roma quadrata.

Determinadas y determinantes, esas experiencias de orden son el resultado de una intervención técnica; una intervención en la que la técnica todavía conserva y guarda la presencia del arte. Esas experiencias son, también —o sobre todo— sustracción al espacio in-finito, inmenso; son acto —violento, si se quiere— de apropiación: o verdadera violencia fundadora, que antecede a la estudiada por Benjamin o Derrida. Del espacio in-finito se hace lugar al establecer límite, valla o cercado, al talar o despejar el bosque o el matorral. El espacio continuo se ve así fracturado, cortado por discontinuidades que establecen diferencias cualitativas, niveles y jerarquías: un ámbito sagrado, por ejemplo, un espacio separado y protegido, un espacio segregado del bosque o la llanura, un espacio capturado, captado y conceptualizado

Así el temenos griego, o incluso anterior, y el templum romano son el producto de un corte, de una segregación. Y se alzan como territorio sagrado en la medida (y por la medida) en que representan una intervención, o una sustracción fundadora de culto y cultura. Lo mismo que la tierra de labor; también ella, en este sentido, sagrada, ha sido separada, sustraída para el cultivo.

Cultivo, culto y cultura, ámbitos de actividad y contemplación, de acción y pensamiento, escenarios en los que se gesta —y se gestiona— la experiencia humana y que aparecen inicialmente como dibujo, diseño y designio en el espacio: en un espacio que una vez cultivado y culturizado, se expone como condición de existencia.

No se discute aquí si el humano ha trabado combate —singular y plural, individual y colectivo— en, con y contra el tiempo. Y que la intervención, también demarcadora, delimitadora, en el flujo temporal ha propiciado ritmos de actividad o labor, de celebración, culto y guerra, días fastos y nefastos, también ellos segregados. Como no se discute que el orden y la medida se experimenten también en el decurso del tiempo: en la alternancia del día y la noche, en los ciclos solares o lunares, en el devenir y retornar de las estaciones. Lo que ocurre es que la ley —férrea ley— del tiempo se conjura y se conjuga con la ley del espacio. Y ambas, de común acuerdo, son condición de orden, condición de existencia; o condiciones de toda experiencia posible.

Pues la ley de la posibilidad y la posibilidad de la ley implican pro-posiciones, condiciones pro-puestas de(l) poder. Del poder ser, del poder estar. Despejar una estancia o promover un intervalo, es la genuina actividad creadora, previa a cualquier edificación. Bien lo sabía el cronista de la creación en el mito semita (Gen. 1, 1-18), que narra el episodio como una sucesión de separaciones y reuniones, de delimitaciones y demarcaciones que abren espacio y tiempo, escenarios en los que tendrá lugar la completa aventura de la vida (vegetal, animal y, finalmente, humana); o en los que tendrán lugar la producción (vv. 11 y 24), la expansión y el dominio (vv. 26 y 28).

El imperativo “fiat” del Dios bíblico es el arquetipo, efectivamente, de la creación, de una “tecnopoiética” que delimita y separa: la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, la tierra de los mares, el día de la noche. El arte de la separación crea espacio y da lugar (y tiempo).

Trazar una línea es circunscribir un habitat, y prefigurar hábitos y habitantes, divisiones y decisiones normativas que presuponen el gesto creador inicial e iniciático, gesto que se repite en

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la fundación de ciudades, en ese acto in-augural que invoca cielo y tierra y se consuma con un trazo, con una marca de limitación.

Ocurre también que el espacio que así se abre, o el lugar que se augura y se inaugura, tiende rápidamente a cerrarse, que el trazo de apertura puede ser también trazo de clausura; y que la demarcación se prolonga en líneas de fractura: de exilio, hostilidad y combate.

Caos es el “espacio” infinito, no demarcado o no trazado. Caos es el bostezo informe que, según Hesíodo, era en el principio, o era el principio. La línea o el trazo, la separación en cualquier caso, dan lugar (tópos) o espacio propiamente dicho, el que puede ser, con trabajo, violencia o astucia, habilitado y habitado (jóra): recipientes y contenedores hospitalarios en los que se cursa la experiencia y que cobijan la existencia. Pues espacio y lugar son cercos o límites sagrados de protección (el lugar, dice Aristóteles, es el primer límite inmóvil de lo abarcante: tou periéjontos péras akíneton proton). Inmóvil y, frecuentemente, impasible, el lugar, apertura de hospitalidad, es también clausura que proyecta hostilidad. No ambigüedad sino intrínseca duplicidad de toda línea, de cada trazo.

Quizá todo el drama del humano, el drama de su existencia, se proyecta desde la primera línea que se traza, desde esa línea que crea espacio y da lugar: también al horror. Quizá el drama humano se haya escenificado preferentemente —y hoy más que nunca— en ese conjunto de líneas, superficies, volúmenes, en esa organización del espacio (y) del poder que es la ciudad (Cfr. van de Ven, 1981).

La línea, trazo o traza, es establecimiento e institución de un principio de orden. De un principio que sucede, sin embargo, a otro: a un origen, si se quiere, que queda retraído o rezagado, a un origen separado (sagrado) del que el humano ha sido expelido, expulsado. Y del cual queda, resiste, memoria narrada, leyenda: mito. Origen paradisíaco, roto por la desobediencia: que abre otro espacio, de nomadismo y exilio, en el que se hace la experiencia de la orfandad, del abandono. El abandono y la orfandad de Adán y Eva, que dan paso a su condición humana:[2] demasiado humana y plenamente humana. Y orfandad de una estirpe que se revela delincuente, que habita en el inmenso territorio de la falta, de la falta de fundamento: fuga del origen con el que sólo (y siempre) se entabla relación a través del relato.

Estirpe, la de Caín, que gestionará la herencia, acaso sin testamento, de una fundación distante del Paraíso, o en permanente exilio: organizado y ordenado. Orfandad de Rómulo y Remo que, amamantados por una loba, se yerguen de su estado salvaje (agrios) para proyectar otro estado de cultura, tal vez —la expresión es conocida— otro estado de barbarie.

Y tras el abandono, el crimen: el de Rómulo mismo, el de Caín. Y tras el crimen (no se olvide: doméstico, familiar, “entrañable”), la ciudad. Roma, o aquella que fundó Caín en la región de Nod; y a la que puso el nombre de su hijo, Henoc. Otra vez la familia.

Muchas cuestiones se acumulan sobre la línea: línea de fuga, de fractura, pronto de protección. Cuestiones relativas al origen —eludido o elidido— y aun al “suplemento del origen” (Derrida, 1985, pp. 149 y ss.),[3] cuestiones referidas a la diferencia y a la presencia, o a la violencia, tanto fundadora como (in)fundada. A esa violencia que dispersa a la familia (y altera el estatuto de las génesis y las genealogías, la lógica del estirpe o del clan) al explotar en y desde su interior: y que re-produce (de forma difer(i)ente) sus arcaicos y arcanos prestigios en otro lugar.

En el espacio in-menso o des-medido, en el espacio infinito o meramente indefinido, la línea abre otro espacio (que se quiere definido y acaso definitivo) al cerrarse sobre sí misma, al instituirse como clausura autorreferencial: condición de posibilidad de la hetero-referencia, de la comunicación y el dominio. En el mundo infinito —por pervertir un famoso título de Koyré— abre, al clausurarse, un cosmos cerrado. Ese cosmos es la ciudad, artefacto principal de la conquista del espacio.

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La línea es la gran hazaña técnica; la gran hazaña artística, vale decir. Y su producto genuino es la ciudad. La línea es signo, es crimen. Es efecto de una discriminación o un discernimiento y causa de muchos otros, es efecto de una decisión, de una occisión. De una violencia que amenaza con extender el desorden, de prolongar el abandono. Habrá que seguir interrogando sobre el mensaje que emiten esas metáforas —familiares— del abandono o de la orfandad. Vayamos, sin embargo, al crimen, al signo: de Rómulo o de Caín. Vayamos a la ciudad (Zarone, 1993; Lanceros, 2006).

Pues sin línea, sin discriminación o discernimiento, sin crimen, sin signo, no hay ciudad. Y no hay región. No hay espacio abierto sin el cierre de líneas. Coincido con Edward Soja (1996, 1989) en que no se puede entender la ciudad sin referencia —fundamental— al espacio. Tampoco se puede entender el espacio como espacio político, o espacio estético, o espacio ético, sin referencia a la ciudad.[4] Que muchos estudios de geografía urbana, sociología y urbanismo avalen hoy ambos asertos, no es óbice para ensayar una interpretación del compromiso princip(i)al entre espacio y ciudad.

Foto: Arturo Talavera

Pues la ciudad no se instala en un espacio indiferente: crea, por el contrario, un espacio diferente. Y un espacio que quiere —puede querer y quiere poder— diferirse en el tiempo. La ciudad crea región. Cuestión, nuevamente, de líneas: de crímenes o signos.

La región puede pasar por ser el continente espacial más cercano a la mera naturaleza. La nostalgia de ella, de la naturaleza, que hoy nos afecta de forma particularmente acuciante, parece imponer esa “naturalidad” a las regiones, frente a la artificialidad de las provincias o de los Estados.

Conviene no olvidar algún dato que ilustra al respecto del estatuto de la región, desde el principio. Y en el principio, lo sabemos, era el verbo: en este caso el verbo rego (conducir o guiar, dirigir en línea recta). Un verbo que delata un evidente uso político, o ya prepolítico; una íntima relación con el orden y la organización. Que de él procedan las palabras que enuncian lo

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recto y lo correcto, la rectitud y la corrección, o las que dicen el derecho y lo derecho (también la derecha), las que aluden al régimen y al regimiento, o a toda suerte de dirección, rección y erección, es algo interesante que no puede ser explorado aquí.[5]

Región: un territorio, acaso un país, una zona, una comarca, una extensión de terreno delimitada. Naturalmente. Pero, ¿delimitada por quién?, ¿delimitada por qué?, ¿por qué, por quién y dónde se traza la línea quede-limita, que de-fine la región?, ¿qué marca (es) la comarca?, ¿qué signo, qué crimen, qué acto de discriminación, de discernimiento o demarcación?

En principio, regio no significa sólo zona o territorio delimitado, sino que alude, sobre todo en plural, a la misma línea o al límite, a la frontera que define la zona: y que zona, a su vez designa el ceñidor o la faja, el cinturón que ciñe, y así limita o demarca, lo que queda en su interior.[6] Al pensar la región estamos, una vez más, sobre la línea. Ya no tan naturalmente.

¿Qué línea o líneas? La regio, no visible para todos o para cualquiera es, efectivamente, una composición de líneas: las que traza el augur en el cielo con su lituo (lituus). Se trata de la fundación de la ciudad, se trata de la imagen de la ciudad, de sus límites imaginarios que, a través de un rito complejo al que más tarde aludiremos, se trasladan a la tierra. La regio, la zona, el espacio, se definen y se trazan desde la ciudad, desde la fundación de la ciudad. No se instala, no se instituye o se funda la ciudad en una región (sea la de Nod, la del Ática o la del Lacio) sino que es la ciudad la que proyecta y domina un espacio que queda de-finido, de-limitado o de-marcado como región, como territorio ceñido, dirigido y dominado por la ciudad: regio.

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Foto: Arturo Talavera

Toma de tierra, como diría Carl Schmitt, que implica capturar, partir o repartir, traer o sustraer, y habilitar un terreno nutritivo y seguro, zona de paz y zona en la que pacer, zona de pastoreo y de pasto (no sólo para animales no racionales): Nehmen, Teilen, Weiden. Trazado de líneas, partición o reparto, que precedería a la ley y al nombre: Nomos-Nahme-Name (Schmitt, 1953, 1959, 1979).

Se trata de líneas, se trata de signos (Azara, 2005, pp. 56 y ss.). Y de imagen, poder o dominio. El lituo, el instrumento con el que esas líneas se trazan (en el cielo, no se olvide) es, efectivamente, el bastón o el báculo del augur, pero también la trompeta o el clarín de guerra, y también el signo, la señal: y el que de-signa y da la señal.

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Desde el cielo y sobre la tierra se funda la ciudad, se traza la línea, la región. Se cierra lo que (se) abre y abre lo que (se) cierra: la línea. Y se ha señalado, de signo se trata, un centro que es imagen del cielo en la tierra, imagen de la gloria y del poder. Desde ese centro, convenientemente señalado, se medirán el espacio y el tiempo. Desde ese centro, convenientemente edificado —construido, habitado, pensado— se proyectan el orden, la ley y el nombre: edificio singular y ordenación total, organización y normalización desde lo que se contempla, se percibe y se consiente como excepcional. Esquema repetido y conservado en sus muchas metamorfosis, para ese edificio modelo que la imaginación y la pluma de Julio Verne ubican en el centro de Stahlstadt— la Ciudad del Acero—, gobernada con mano de hierro por Herr Schultze: “Sabía que el centro de la tela de araña formada por Stahlstadt era la Torre del Toro, especie de construcción ciclópea que dominaba todos los edificios próximos” (Verne, 1970, p. 81). Desde cada Torre del Toro se proyecta(rá) una imagen que concentra y promueve todo ese complejo, todo ese síndrome —enfermedad de repetición— de dominio. Y que ejerce como condición de la sensibilidad: cierto es que ser es percibir y ser percibido.

Desde la ciudad, desde la fundación de la ciudad, desde la imagen que la ciudad encarna o pretende, desde el Zigurat o la acrópolis, el palacio o el templo se habilitan espacio y tiempo habit

En un verso célebre del primer estásimo de Antígona, se refiere Sófocles a tres dominios que el hombre, que poco antes ha sido calificado como “lo más formidable” (to deinotaton), ha aprendido por sí mismo: el lenguaje, el pensamiento y las pasiones que ordenan ciudades (astynómous orgás). Hemos de prescindir aquí, no por su menor importancia, de las dos primeras para centrarnos en la tercera. Considerando, además, que esas pasiones ordenadoras de ciudades se vierten en dos cursos de acción, obviamente relacionados, como se acaba de sugerir, desde el principio: la instauración de normas y la construcción de formas. Entre ambas, en el nudo que las ata, se produce y se reproduce la multisecular alianza o el verdadero matrimonio (no ajeno a desavenencias y conatos, nunca definitivamente consumados, de divorcio) entre la arquitectura y el poder.

Espacio y tiempo, y todos los modos y todos los aspectos. Ab urbe condita.

DE LA CIUDAD

Si no una estricta necesidad, es una vieja convención la de comparar la ciudad real —en

detrimento de ella— con una imagen o modelo que presume del valor añadido de la perfección y de la trascendencia. Sea la ciudad ideal (Platón es, obviamente, el aludido), sea la Ciudad de Dios (San Agustín, esta vez) o la larga serie de utopías que, a lo largo de los siglos, han proyectado el pensamiento, la literatura y el arte.

La ciudad real, aquella que, de diversas formas se ha ido real-izando desde sus lejanos comienzos (acaso Jericó, acaso Uruk, o Ur, o Çatal Huyuk...) hasta las actuales megalópolis tiene que justificarse; y tiene que defenderse, todavía hoy, de su pecado original. Que, según el mito bíblico, consiste en haber nacido al margen del plan y del cobijo divino, y como consecuencia del crimen.

Pues fue Caín —se sabe— el que fundó y construyó la primera ciudad; y cainitas serían, desde sus infames comienzos, las relaciones y la convivencia en la inicua ciudad real. Signo del crimen y crimen del signo: la ciudad.

Quizá por ello, por esa necesidad de justificación, por esa permanente necesidad de indemnización, o de expiación de la falta cometida en el principio, la ciudad se impone por principio la tarea de mostrarse digna, de proyectarse como orden. Pero se trata de una dignidad y un orden que no son prolongación de la naturaleza o don gratuito de los dioses. La imagen de la ciudad (Lynch, 1984), la dignidad y el orden que esa imagen persigue tiene un carácter artificial:

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arte y técnica se alían, desde el principio y por principio, para construir una imagen que no consta en el catálogo de la naturaleza ni en el legado de los dioses, aunque establezca con aquella y con estos un diálogo no exento de fricciones y conflictos. La huella del crimen.

La historia de la ciudad puede narrarse como una historia de las normas, lo que daría lugar al despliegue de una ética y de una política urbana; también puede narrarse como una historia de las formas: cuestión de percepción y estética. Creo que separar ambas historias es una operación falaz, ya que la norma se refleja en la forma, se incorpora a la forma. Y esto es lo que nos está ocupando aquí: el relato, necesariamente esquemático, de una estética de la ciudad. Pero de una estética integral, de una estética que considere los compromisos normativos y normalizadores de la forma. Si se pretendiera exhaustivo, este relato tendría que dar cuenta de las continuidades y discontinuidades en la composición urbana, en el trazado y en la trama, tendría que recordar modelos y pautas de crecimiento, también modelos y pautas de colapso. Más modesto en sus pretensiones, el presente ensayo propone algunos motivos para pensar la ciudad desde el punto de vista estético. Para volver a pensarla. Para volver a empezar a pensarla.[7]

Doblemente im-pertinente, por cuanto no perteneciente a la ecología natural ni a la economía divina, el artificio urbano construye sus normas y sus formas según pautas y lógicas que han de ser producidas e inventadas. Se propone y progresivamente se impone como una nueva presencia, como una nueva representación.

Hoy, cuando más de la mitad de la humanidad habita en ciudades, cuando son las ciudades las que imponen modos, modas y estilos, las que gestionan la necesidad y el deseo, el trabajo y el ocio; hoy, cuando las grandes urbes se exhiben como hipérbole, acaso atroz, de aquella “elefantiasis megalopolitana” a la que aludía Lewis Mumford refiriéndose a la Roma clásica, quizá sea más urgente e importante que nunca estudiar la plural norma urbana, la múltiple forma de la ciudad.

Una y otra en el cruce entre presencia y representación. ¿Por qué en ese cruce, en esa encrucijada entre presencia y representación? Tal vez por la costumbre, propiciada por la historia y la teoría, fomentada por ciertas “estéticas de lo bello” y acentuada por el turismo masivo,que sólo percibe la ciudad en tanto representación: y representación enucleada en unos cuantos puntos de referencia. Puntos, se dice, significativos, que expresan la identidad y la diferencia de la ciudad, fragmentos de pasado o visiones de futuro, reliquias o piezas de vanguardia que consienten ser fácilmente percibidos y consumidos.

Monumento u ornamento del que hoy, apenas se cuestiona su lugar, su sentido y su función en el conjunto de la ciudad. Y de una ciudad de la que se olvida o ignora que no sólo es representación sino presencia; o que no sólo es arquitectura, sino estructura.[8] Quizá en el momento actual más que en ningún otro, bajo la instrucción de una economía, una política y una cultura de la imagen y del espectáculo, se tienda a cercenar la estética de la ciudad, a prescindir de las complejas relaciones de estructura a favor de las impresiones ópticas, de la seducción visual que producen el monumento y el ornamento (Cfr. Loos, 1993, en particular “Ornamento y delito” y “Ornamento y educación”; también Kracauer, 1999). Y esa misma cultura de la imagen (con sus corolarios o fundamentos, económicos y políticos) dicta la pauta de intervención en las ciudades. Una pauta que apenas se preocupa de la producción de una estética urbana integral mientras multiplica gestos retóricos, a menudo superfluos, a menudo esperpénticos, del “star system” arquitectónico, o se dedica a restauraciones y conservaciones de dudoso valor artístico y nulo valor funcional mientras se incrementan los problemas de habitabilidad, movilidad, etcétera; de todo aquello que la ciudad como presencia ha de proporcionar (Tarufi, 1976, 1980; Benevolo, 1985).

Podría decirse que desde el mismo comienzo de la forma urbana, la ciudad ha aparecido como “teatro del poder”, como escenografía para la producción, multiplicación y exhibición del poder político, o de los poderes religioso y económico, a menudo con-fundidos (Cfr. Giedion, 1955,

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1981; Soja, 2008; Davis, 2003, 2007; Kotkin, 2006; Ibelings, 1998; Morris, 1984; Benevolo, 1999). La estética de la representación ha dominado siempre sobre la estética de la presencia. Cierto es, si de dominio se trata. Cierto que la exhibición del poder ha dado —en todos los momentos de la historia— forma a la imagen de la ciudad; cierto que los edificios y monumentos que cobijan y exaltan los poderes se destacan en el espacio y se prolongan en el tiempo. Aquí y allá podemos admirar restos: la calzada de los muertos de Teotihuacán o las pirámides de Egipto, acrópolis, arcos de distintas fechas, de distintos triunfos, iglesias y catedrales, castillos y palacios de diferentes culturas y estilos. Arquitectura altiva, más sobrecogedora que acogedora, que un día dominó el espacio y ahora resiste en el tiempo y al tiempo. Arquitectura altiva que, muda, llama la atención sobre lo que no resiste, sobre lo que no existe: sobre la ciudad precisamente, que antaño se rendía —casi literalmente— a sus pies.[9] Representación sin presencia, memoria llena de olvidos, de una estética de la ciudad ligada a la representación, sacrificada a ella. De un estética que sigue informando los modos de construir y percibir la ciudad.

A lo largo de sus muy venerables historias tanto la ciudad monumental como la ciudad documental han padecido el síndrome de la representación y han producido el efecto de la represión. Por decirlo, sin total consentimiento, con los términos que ahora utiliza la antropología, la ciudad ha reprimido a lo urbano (Cfr. Lefevre, 1968, 1971, 1972, 1974, 1976; Hannerz, 1993; Joseph, 1999; Delgado, 1999, 2002). Dicho de otro modo, el teatro de la ciudad —representación del poder— ha excluido, sometido y reprimido la dramaturgia urbana —presencia de una potencia siempre incómoda y acaso peligrosa. La imagen de la ciudad es una cierta organización del espacio que se proyecta en el tiempo. Uno y otro — espacio y tiempo— son, pervirtiendo levemente a Kant en la Crítica de la razón pura, condiciones de toda sensibilidad, de toda percepción, condiciones estéticas en todos los sentidos del término.

Pero la percepción humana dista de ser natural; es más bien un proceso —habitual, a veces instantáneo, a menudo inconsciente, pero siempre complejo— informado por condiciones de organización y orden, producidas por la invención, consolidadas por la tradición y reiteradas como costumbre. No es un exceso, afirmar que la mera percepción, es un acto moral. E incluso el acto moral por excelencia, ya que prescinde de cautelas reflexivas o reservas críticas, ya que no impone corrección ética, o política, al (in)flujo moral.

Y es la ciudad la que ordena y organiza ese (in)flujo moral, la que, al medir y distribuir el espacio y el tiempo, pro-pone las condiciones, a la vez trascendentales y empíricas, de toda sensibilidad, de toda y cada percepción. O es la ciudad la que —utilizando pro domo famosas categorías de Reinhart Koselleck (1993)— organiza tanto el espacio de experiencia como el horizonte de expectativa. Es, en cualquier caso y en todos, la que incorpora a la forma la norma del orden público, de la jerárquica convivencia. Desde el principio (Cfr. Park, 1999).

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Foto: Arturo Talavera

Se pueden consultar, por ejemplo en el libro de Charles Delfante (2006), cientos de planos de ciudades que se han ido produciendo y sucediendo en el tiempo y en diversos espacios; se puede leer esa historia urbana en el texto de Lewis Mumford (1966, 1945). Se puede repasar la filosofía desde sus comienzos, por ejemplo en la Carta VII de Platón, donde se impone el cometido de “salvar la polis”, y en todos los casos, tanto en los miles de ejemplos de ciudad monumental como en los miles de páginas que exponen la ciudad documental, se descubren dispositivos, artes y técnicas de representación que imponen norma y forma a la ciudad.

Rykwert (2002) ha reconstruido el complejo rito de fundación de la ciudad antigua, aquella a la que Numa Fustel de Coulanges (1984) dedicara un libro. Ese rito, del que entre nosotros Trías (2001, 1991) ha hecho reiteradas lecturas y ha extraído sutiles conclusiones, ejemplifica perfectamente la constante histórica a la que me estoy refiriendo: la incorporación de la norma en la forma, la prioridad de la representación en la organización de la presencia.

Previa a su plasmación en la tierra, la ciudad se halla dibujada en el cielo. Augures pacientes y arúspices tenaces contemplaban (cumtemplatio) cielo y tierra hasta encontrar las señales propicias para garantizar el éxito de la proyección de aquel sobre esta. Hasta hallar, en el cielo, el lugar exacto en el que trazar las líneas, el lugar exacto desde el que delimitar o definir la regio, o marcar la comarca: dibujar la zona y ceñirla. Y desentrañaban —literalmente, como señala Trías en el prólogo a la edición española del citado texto de Rykwert— el secreto de la ciudad. En el cielo aguardaba la norma; y ojos atentos de sacerdotal o hierática dignidad la incorporan a, y en, la forma: las dos avenidas principales de la ciudad, el cardo y el decumanus que al cruzarse ubican el centro, y las murallas que habrán de proteger el espacio urbano. Rito, ceremonia o institución del vallum: genuina “cuadratura” válida tanto para la fundación de la ciudad como para la erección del campamento militar (ciudad diferente, ciudad diferida).[10] Desde el centro se proyectan las avenidas que, en el interior de la empalizada, y acaso del terraplén defensivo (agger), dividen la ciudad en cuatro cuadrados, quartiers o barrios. El espacio

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ha quedado instituido, ordenado y dominado. Y el futuro augurado. La in-auguración se ha cumplido.

A partir de aquí, la institución se impone, naturalmente. La institución, preciso es recordarlo, es, más por antonomasia que por ejemplo, Roma: la ciudad eterna, caput mundi. Roma, que multiplicará señales de su poder y de su gloria, que fundará otras ciudades, que será modelo obviamente envidiado.

Contemplada en el cielo, la norma se proyecta idealmente sobre la tierra. Proyección ideal o representación que genera una arquitectura y segrega una estructura. Una estructura, ya que las avenidas de la ciudad, el cardo y el decumanus, separan y excluyen, dibujan espacios habitables de distinta densidad económica y política, también artística. Y una arquitectura. La que, elocuente, se alzará, con vocación de perennidad, con ambición de eternidad, flanqueando las avenidas: signo de la ciudad como representación del poder y de la gloria. Crimen de la ciudad, poder y gloria de la representación.

La norma ideal, aquella que a lo largo de los siglos ha estado custodiada en distintos cielos —el de los múltiples dioses, el del Dios único, el cielo del Estado o el cielo del capital— dispuesta, sin embargo, a revelarse en el momento oportuno, se plasma en la forma urbana: horizontalmente distribuye los espacios (y los tiempos: de trabajo, fiesta, etcétera) y atribuye a esos mismos espacios diferentes valores: produce estructura; verticalmente erige signos del poder, hieráticos y dominantes, visibles desde la lejanía: produce arquitectura. Lo importante, lo sabía y lo dice Lewis Carroll, es saber quién manda. Y el lenguaje de la ciudad expresa el mensaje del que manda.

Ese mensaje, más que en ningún otro sitio, más que en órdenes precisas, en códigos o en libros de intención y contenido legal, político o moral se escribe en la ciudad: [11] se plasma violentamente en la estructura y se exhibe obscenamente en la arquitectura. Porque la forma de la ciudad, traducción real de la (presunta) norma ideal, es un artificio pedagógico: cosmos “bien ordenado” que regula espacios, tiempos y movimientos, enseña a percibir el orden establecido como orden necesario, en el extremo como único orden. Educación estética, en el sentido más radical del término, pues nacer en la ciudad —o integrarse en ella— obliga a adaptarse a sus espacios, a sus tiempos y a sus modos, obliga a insertarse en las rutinas y en el (in)flujo moral que produce el uso de su estructura. Y la arquitectura —no pensada ni realizada para intimar sino para intimidar— puede y debe ser contemplada: para recordar quién manda.[12]

De este modo, se convierte en asistente óptimo de esa operación estético-política fundamental que consiste en ordenar la sensación, organizar lo sensible, dominar la sensibilidad o producirla según pautas precisas. O según pautas difusas: otra modalidad. Operación a la que Jacques Ranciére denomina, acertadamente, “división de lo sensible”: irrupción en —más que interrupción de, como afirma el filósofo francés— “las coordenadas normales de la experiencia sensorial”,[13] ordenación y normalización que tiene su principio en la mera percepción, en la pura sensibilidad. Y que acaso no tenga fin, aunque sí fines (Harvey, 1990, pp. 260-308, 1997, 2003, 1999).

Así pues, la ciudad real —refugio para siempre de la estirpe de Caín— paga permanentemente la deuda infinita contraída en el momento de su pecado original. Expulsada del Paraíso —incluso de la Promesa—, hija del crimen y heredera del signo, se somete al más violento de los mitos: aquel del orden alógeno y del orden necesario. El mito de la representación. Con su corolario: la represión.

Nuestras ciudades —modernas o posmodernas, en el caso de que hubiera diferencia apreciable— guardan (o inventan) memoria de esos mitos, de esas violencias. Los edificios que se yerguen, que se elevan intimidatorios exhibiendo orgullosos toda la envergadura que la técnica en cada periodo

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histórico ha podido lograr, son recuerdo —y, desgraciadamente, promesa— de otros tantos órdenes, de otras tantas violencias.

Antaño la ciudad elevada —la acrópolis—, después palacios, catedrales, luego los edificios repres(entat)ivos del Estado-nación, ahora las estilizadas torres de empresas y bancos que dibujan el horizonte: skyline del capital globalizado. Y siempre, sometida, una estructura en la que sangran las heridas de mil violencias. Las insulae romanas,[14] que horrorizaban a Marcial, Terencio, Juvenal o Petronio no han dejado de proliferar, no han dejado de degradarse. Quizá sorprenda su presencia humillada y humillante, su presencia sometida al mito de la representación.

No he transitado las barriadas asiáticas; sí las europeas y las americanas: allí donde se presenta —que no se representa— el drama urbano, el drama humano de la presencia excluida y sometida.

Suburbios o arrabales, bidonvilles o favelas. No sólo recuerdo y presente sino promesa. Se calcula que en el inminente futuro, esos lugares de asentamiento, en África, Asia y América Latina, albergarán a más del 90 por ciento de la nueva población urbana. Pero también en las ciudades europeas y norteamericanas, el incremento de la suburbialización se impone como tendencia: las banlieues francesas han dado, desde el otoño de 2005, nombre a ese proceso; y han mostrado una parte de su complejidad. Fuera de la imagen de la ciudad, incluidos como excluidos (o viceversa) en la ciudad de la imagen, esos paisajes —con su política, su estética, su economía y su ecología— hablan y gritan sobre la hegemonía de la forma, sobre su alianza con la norma. Y sobre la capacidad de ambas —forma y norma— de imponer significado, de crear discurso.

Obviamente esos asentamientos ejercitan lo urbano; obviamente mantienen con “la ciudad” una relación extraña: de extrañeza y extrañamiento. En ellos se cursa una genuina Ent-fremdung, una auténtica Ent-äusserung. Extraños y ajenos a la lógica de la ciudad y, sin embargo, atados a ella. Extraños y ajenos no porque en ellos se cobije —que también— una masa creciente de población inmigrante y alógena: no sólo por la ascendente etnificación —y consiguiente guetificación— del suburbio. Ya Walter Benjamin en Passagen-Werk había identificado esas dinámicas de ocupación y rechazo. Y había señalado a un cierto urbanismo, a una cierta arquitectura, como operación destinada a asegurar la extrañeza.

El suburbio no pertenece a la imagen de la ciudad. No pertenece a su arquitectura. La imagen de la ciudad se tramita estética y políticamente, se ofrece a la contemplación. La contemplación que requiere el suburbio es de otra índole: despojo infrapolítico, desierto económico, que puede interesar como documento sociológico o demográfico, que puede atraer al cine documental. Y que sin duda llamó la atención de la novela y de determinada poesía, de la pintura, ya desde el expresionismo.

Cinturón alrededor de la ciudad, archipiélago que penetra en su interior, que medra y se expande como infección, o como metástasis. En él —verdadero Ground Zero dibujado tras una explosión demográfica, o tras la imparable atracción de la inalcanzable ciudad— se localizan todas las especies del peligro y desde él se proyectan todas las figuras —desfiguradas— del miedo (Davis, 1992, 1998; Bauman, 2007, 2005).

En esos lugares dimite la forma, en esos espacios se altera la norma. Lugares y espacios de alteración y alteridad, de impertinencia: la ciudad ni los tiene del todo ni los contiene, no los alcanza (teneo); tampoco se extiende hacia ellos, no se prolonga y apenas los toca (pertineo). Cuando lo hace, lo hace con temor o asco. Varios grados por debajo de la ciudad, de su forma y de su norma, son espacios de-gradados (y la caracterización, habitual, falsa inferioridad económica y ecológica, política, estética y moral).

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Son lugares in-formes, amorfos, desfigurados. Por ello, a-nómicos y anómalos. Poblados por masas humanas que comparten la misma anomalía, la misma condición amorfa o anamórfica. En el extremo, verdaderos anacronismos humanos. Fuera de la norma y de la forma, del espacio y del tiempo. Fuera de la ley. En el límite —a veces difuso, a veces bien definido— en el que cesa la forma, también la norma se eclipsa.

Sobra decir que sólo la imagen habla, sólo la forma y la norma se expresan. También, o sobre todo, para mejor resguardarse de la intromisión.

En los márgenes (aunque estos penetren en “el centro”) y al margen de la ciudad, crece lo inhóspito, lo siniestro, lo que produce una radical inseguridad (unheimlich). Aquello, oprimido y reprimido, que amenaza con el eterno retorno. Espacios en relación problemática con la ciudad de la imagen y la ecología del espectáculo, en los que se ensayan alternativas de socialización, con otros códigos, con otros ritmos y tiempos (rag-time): desaforadas por estar fuera, inquietantes por estar próximas. Sobre ellos, delincuentes a natura por estar permanentemente en falta, no se inclina la política sino la policía. Y si gozan de atención política es, frecuentemente, la de una política penal y punitiva. “Tolerancia cero”: consigna del otrora alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, y de su jefe de policía, eminente asesor internacional, William Bratton. En el Manhattan de Dos Passos. Y en todo el mundo (Wacquant, 2000). Urbanismo y arquitectura, policía y derecho, blindan o acorazan, muchos pasos obstruidos. Y garantizan uno permanentemente abierto, franco: el que va del gueto a la cárcel y viceversa. Y es que, pervirtiendo la intención de una certera idea de Leibniz, “El Dios arquitecto satisface plenamente al Dios jurista”. La inversa también suele ser cierta.

Esos espacios omitidos, borrados de la imagen, anicónicos y acaso iconoclastas, revelan una proliferación del fragmento y llaman la atención sobre otros tipos de (auto) segregación. A la suburbialización amorfa y anómala replica una suburbanización —esta sí, formal y normal— que busca y encuentra seguridad y confort. Lo que desaparece en el proceso es el espacio público y el sentido pleno de lo que un día quiso ser la ciudad. Suburbialización y suburbanización: ¿promesa

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o amenaza de una futura, o acaso ya presente, subpolitización y subcivilización?, ¿qué hay de la ciudad, qué de lo urbano?, ¿y de la imagen de la ciudad, su signo, su crimen?

“Los edificios acompañan a la ciudad desde su lejana prehistoria. Son muchas las formas artísticas que, desde entonces, han nacido y desaparecido [...] Pero la necesidad de alojamiento en el hombre es constante. La arquitectura nunca se interrumpe. Su historia es más larga que cualquier otro arte y hacerse cargo de su influencia resulta de importancia capital para cualquier intento de comprender la relación de las masas con el arte. Los edificios son recibidos de una doble manera: por el uso y por la percepción. O también, mejor dicho: táctil y ópticamente [...] En el lado táctil no existe, en efecto, ningún equivalente a lo que es la contemplación en el lado óptico, ya que no se produce tanto por la vía de la atención como por la costumbre, la cual determina en gran manera la recepción óptica respecto a la arquitectura”. Walter Benjamin (2008, p. 82).

Recepción táctil, recepción distraída, afirma Benjamin, recepción que se forja en el uso y se consolida en la costumbre.[15] O exposición permanente, señalo, a un (in)flujo moral que transita por las calles. Exposición a una moral que, a fuerza precisamente de costumbre, acomoda y no incomoda, que domestica la percepción (y tras ella el entendimiento y la mera razón). Por otro lado, por el lado de la contemplación, percepción atenta, percepción recogida, dice Benjamin. No tanto recogida, corregimos aquí, cuanto sobrecogida. Y sobrecogedora. En el enésimo eón del arte y de la técnica, en el momento en que uno y otra vuelven a co-incidir en una determinada (y determinante) arquitectura, se complica la “imagen dialéctica” de la ciudad. Esa imagen en la que se dan cita el presente y “lo ya siempre sido”. Y se complica la relación —fundamental sin embargo— entre percepción táctil y percepción óptica, entre distracción y sobrecogimiento en ausencia de recogimiento o acogida.

Lo que re-cita ese “ya siempre sido” en el que y por el que la atención se dirige rendida, a la instancia que impone y garantiza la costumbre, a la que gestiona el (in)flujo moral que se vierte como orden necesario. Como orden obligatorio. Por eso, la perspectiva, un punto optimista, que Benjamin deriva de la percepción —mediada por la costumbre— formada en la arquitectura (y que traslada al cine) ha de ser atendida. Y tal vez matizada: “También ella se da originariamente mucho menos en una atención tensa que en una observación ocasional. Pero esa recepción, formada en la arquitectura, tiene bajo ciertas circunstancias un valor canónico, pues las tareas que en las épocas de cambio se le plantean al aparato perceptor humano no cabe en absoluto resolverlas por la vía de la mera óptica, es decir, de la contemplación. Poco a poco irán siendo cumplidas, bajo la guía de la recepción táctil, por la repetición y por la costumbre” (Benjamin, 2008 [cursivas del autor]; véase también, del mismo Benjamin [1982]; además, Buck- Morss, 1996). La dialéctica —y aun la imagen dialéctica— adquiere otros compromisos, sanciona otros presentes y vaticina otros futuros (para el aparato perceptor humano) cuando la óptica, la contemplación sobrecogida, impone sus diseños y designios a la recepción táctil, a la costumbre y a toda repetición. Dialéctica negativa, en un sentido decisivo del término, y fácil de entender. Dialéctica congelada, en la repetición y en la variación, en la cita de lo “ya siempre sido”. En la re-citación implacable.

Esa es la dialéctica inscrita en la imagen y en el lenguaje de la ciudad, en su estética, siempre trascendental, siempre empírica. La cuadrícula de Hipodamo de Mileto —celebrado por Aristóteles, ridiculizado por Aristófanes— deja sitio a distintas —jerarquizadas— formas de habitar, formas de uso y costumbre, de educación estética y moral; y da lugar a la arquitectura representativa del poder. Incorpora a la forma la norma ideal de la polis. No es el peor ejemplo. Vitrubio en su —fragmentariamente conservada— instrucción escrita, Antonio Averlino (Filarete) o Palladio, el barón Hausmann o Albert Speer. Todos ellos, augures y arúspices, contemplaron la ciudad en distintos cielos. Y, seguramente, no dudaron a la hora de someter la ciudad real, la ciudad de la presencia, al infierno de la representación.

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Hoy, en este mismo momento, arquitectos aúlicos han observado, quizá pacientemente, el vuelo de otras aves. David Childs, Frank Ghery, Cesar Pelli, Renzo Piano, Norman Foster y tantos otros compiten, o siempre habrán competido ya —hablamos de Manhattan, otra Roma— por dibujar, desde el cielo y hasta el cielo, el perfil del horizonte. Y por imponer una arquitectura intimidatoria a la que cualquier estructura se somete (Cfr. entre otros, Frampton, 1981; Rossi, 1971; Leach, 2001; Amendola, 2000; Foster, 2002; Sudjic, 2007; Montaner, 1997; Norberg- Schulz, 1979, 2005; Chambers, 1990). No ya en nombre del emperador o del papa sino en nombre de Time Warner, New York Times, World Trade Center 7 (WTC7), Reuters o el Banco de América, en Bryant Park. Manhattan, precisamente (A.A.V.V., 1997; Frampton, 2004; Koolhaas, 2007, 2001). Manhattan, que re-produce la memoria alterada de la célebre cuadrícula de Hipodamo. Sin ágora.

Hacer imagen, hacerse con una imagen, dar imagen. Obsesión de una sociedad de consumo y de espectáculo que se alza, literalmente, como obstáculo insalvable para la genuina experiencia urbana. Arquitectura monumental que lleva en su interior el ADN del palacio o de la catedral, como representación del poder, como poder de la representación. Arquitectura altiva, sobrecogedora, al servicio de un urbanismo que tramita gramáticas de exclusión. O arquitectura selectiva que elige su público y que se ejercita en rechazos y desprecios. Elocuente: dice y muestra lo que hay. Un orden (¿hay otros?) atado a la forma y a la norma que en la forma se expresa. Orden de la imagen. Y —cómo no— imagen de orden.

La imagen y el orden del capital, y aun del capital financiero, dominan la imagen, dominan desde la imagen en una sociedad del espectáculo y de la especulación: organizan los espacios y los tiempos trazando sus líneas horizontal y verticalmente. Rigen y crean región. O regiones. Expanden, hoy a escala global, la norma y la forma: a través de reiteradas, incesantes y sobrecogedoras re-formas (o, más radicalmente, re-generaciones). Y dejan, como residuo o como excremento[16] zonas asoladas y desoladas: enormes y a-normales, informes. Fuera de la imagen, fuera de la norma y la forma, fuera de la ley.

La historia de la ciudad, la que narra su estructura y de la que alardea su arquitectura, es una historia de dominación. Es una historia de poderes despóticos, tiránicos, absolutos. Los edificios ante los que nos inclinamos —como debe ser, con rendida admiración, con sumiso sobrecogimiento— narran esa historia. No hay otra.

Y esto no constituye problema. Es una mera constatación. El problema es el de nuestras actuales ciudades, que repiten acaso irreflexivamente la pauta de una construcción obsesionada por la representación —del capital, en este caso— y represora de la presencia. O definen una imagen de ciudad que es, cada vez de forma más decidida, la ciudad de la imagen. Imagen de dominio y dominio a través de la imagen. Una ciudad cuyo signo, cuyo crimen emite plurales mensajes en grandes letras. Acaso en ninguna se lea la justicia. Acaso no haya imagen de la justicia. Sólo otros signos, sólo otras huellas. Del crimen.

La ciudad posmoderna carece por completo de forma democrática. ¿Puede alguien pensar que sea democrática la norma que la inspira? ■