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5ta parte:
Últimos piadosos delirios
::: Grandes Temas de la Literatura :::
Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida
Lorenzo Verdasco
Primera edición en la Argentina bajo este sello.
Autor:Lorenzo VerdascoDiseño de tapa:Mateo Carabajal
Edición General:Natalia Acosta
Diciembre de 2011San Miguel de Tucumán, Tucumán.Argentina.
Dichosa Editorial
Lorenzo Verdasco , escritor, autor del
libro Informe sobre señores, ha ganado el 1º
Premio de poesía en el Julio cultural 2001.
Otorgado por la Universidad Nacional de
Tucumán. Ha pergeñado el curioso ensayo En
torno a la muerte de Iván Ilich, donde se
evidencia la ingente obsesión de nuestro autor
por la lengua rusa. Parte de sus poemas,
porque este hombre también versifica, han sido
traducidos al francés y aparecen en una
antología editada por Abrapampa Editions, París
2006. Compartió la revista El astrolabio con
Aldo Alvarado y Federico Soler. También
coordina el taller literario El dolmen croata, en
el centro Baraja Cultura y co‐dirige el taller
Desde los escombros en compañía de la Magíster
Amira Juri en la Sociedad sirio libanesa de
Tucumán.
Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida
Lorenzo Verdasco
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Últimos piadosos delirios 5ta Parte:
La tierra baldía
El otro día me agarró una descompostura intestinal en un hiper, y
fui a parar a un descampado. Mientras cagaba profusamente, detrás de
unos yuyos, comencé a sentir un extraño optimismo. Yo había estado
con computadoras y celulares, pero ahora, como una cucaracha, me
había deslizado por una grieta de la vida hacia una zona no controlada.
"Todavía puedo cagar en un lugar no habilitado para eso" pensé con
fervor. "Puedo limpiarme con estos yuyos que no fueron hechos para
esa finalidad" (a menos que creamos en el discurso medieval…).
Incluso, al ver mi propia mierda, agonizando sobre una mata de pasto
salvaje, comprendí que carecía del aspecto reprochable del inmundo
sorete cagado en una letrina pública. El descampado tiene brisas que
disipan las aromas y las contagian de estío. Aquel desecho humeante,
sobre la mata de pasto, adquiría por momentos la apariencia de un
exótico plato, servido en el almuerzo. De pronto, mientras arrancaba la
hierba que podía, con intención de limpiarme detalladamente el
trasero, me sorprendió uno de esos pibes que lavan los parabrisas de
los autos a cambio de unas monedas. El menor, con su actitud tranquila
y una guiñada de ojo, se encargó de ratificar mi demorado garque.
¿Qué no usa eslip tío Ud? Me gritó por decir algo. No, le repliqué, a mí
me gusta montar en pelo. Pero ya el mocetón ni me escuchaba, se había
dispuesto a echar una meada detrás de una pila de cascotes,
hundiéndose en sus propios soliloquios, como un Diógenes del siglo
XXI. Comprendí que conocía el oficio, y guardé silencio. Al abrocharme
y volver al ajetreo del centro, el vaho de mis pantalones me informó que
necesitaban una urgente lavada. En treinta minutos tenía una cita con
una mujer. Avance con paso seguro, convencido de que el leve tufillo
lácteo que me rondaba, obraría sobre la dama como un erotizante
adicional. No me equivocaba.
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El ómnibus como posible vengador anónimo
Yo venía llegando al centro en el 17 a las siete de la tarde.
Colectivo lleno. De pronto miro bien y descubro una mano sacando un
par de billetes de la cartera de una señora. Mi primer impulso fue
denunciar el robo. Pero justo una gorda (cómplice) tapa el lugar con un
diario La Gaceta abierto. Pude leer en el matutino con letra grande que
decía: El General Bussi a punto de arrasar con las urnas en Tucumán.
Entonces pensé ¿y yo voy botonear a esta gente, que dentro de todo está
laburando, para salvar a unos pasajeros que muy probablemente
votarán por Bussi? Como dijo Moreno, ¡ni ebrio ni dormido! Vi cómo
despojaban de toda la guita a un gordito con cara de boludo. Después
agarraron un obrero con camisa tipo Grafa, que por la fecha, vendría de
cobrar el sueldo. Y después a otra vieja. Una mujer me miró y me dijo: a
esa señora la están robando por qué no le avisa. ¡Por qué no le avisa Ud,
mejor! ‐fue mi respuesta con tonito sardónico. La mujer se levantó,
secreteó a la otra y las dos bajaron muertas de miedo. Todos estos
pasajeros –pensé‐ consideran que Bussi hizo su trabajo. Muy bien, estos
carteristas (un flaco, una gorda y un viejardo) también ahora ejecutan
‐¡y con qué precisión!‐su trabajo. Al bajarme, el viejardo se sintió
descubierto por mí, y detuvo la mano donde la tenía. Al ver que yo lo
miraba con cara de poker, el vejete me cierra un ojo y continúa con su
tarea. En este caso estaba haciéndole el celular a una cincuentona
maquilladísima. Descendí y me alejé por la calle iluminada a medias,
reconciliado conmigo mismo. Ese día le había descubierto una nueva
dimensión a mi resentimiento. Han pasado años. Hoy ya nadie se
acuerda del general asesino. Pero. Por esas cosas de la vida, no sé. Sigo
permitiendo que diariamente los carteristas desvalijen a los pasajeros
tucumanos. Me doy cuenta que me hace bien.
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El mendigo esteta
El flaco venía pidiendo una moneda y a cambio te daba una
estampa del gauchito Gil. La curadora de la muestra ̋ Cucarachas para
la cenaʺ metió la mano en la cartera para ver si tenía algo. De pronto el
flaco descubre los pequeños cuadritos adosados a la pared y pregunta:
¿para qué pegaron todas esas fotos? "Las pegaron para que estén ahí"
dije yo por decir algo. "Maa, pero eso es una mieeeeerda" dijo el
mendigo y se retiró sin esperar el dinero que se le estaba por dar.
Y ahora yo pienso que, desde el momento en que él preguntó, ya
había dejado de ser un mendigo para convertirse en un esteta. Ya no le
importaba la limosna porque él estaba en desacuerdo con lo que
estéticamente se estaba haciendo allí. Y a mí me hubiera gustado
becarlo con un buen billete; porque el rechazo que él experimentó por
la muestra era de mayor intensidad que la admiración que nosotros
sentíamos por ella. Ahí me di cuenta de que la cosa artística no camina
por medio de gustos, sino de temblores.
Imitación de dios
Leí por ahí, en uno de esos libros de curiosidades, la historia de un
tipo muy católico que le preguntó al cura qué debía hacer para ser un
buen cristiano. "Tenés que imitar a Dios nuestro Señor en todos los
actos", le aconsejó. Esa misma noche el tipo empujó a su mujer por la
escalera y quedó viudo. A la hija adolescente la vendió a un rufián que
la explotaba y le daba todos los días una paliza hasta que murió de
tuberculosis. Al hijo lo metió en el ejército y lo mandaron a la guerra y lo
mataron. El cura que lo había aconsejado, sabía por supuesto todo
porque era su confesor, y le recriminó su actitud. "Y bueno pero ¿Dios
no hace cosas así? –contestó‐ ¿en qué fallé?"
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Navidad con canillitas
Una vez, cuando era chico, me tocó pasar la navidad con una
familia de canillitas, en el barrio de Colegiales, dentro de la misteriosa
Buenos Aires. A la madre, los hijos y el marido le decían "la otra", y
nunca hablaban con ella en forma directa sino recurriendo a terceros.
Por eso siempre tenían un invitado. "Decile a la otra que se apure con la
comida". Al padre le decían "el otro". "No lo despertés al otro, mejor que
siga durmiendo, así nos comemos la parte de él". Mi primo se quejaba
de su hermano: "El otro trajo una mujer a su cama, y no me deja entrar a
la pieza para dormir". Realmente esa gente sí sabía vivir en familia,
porque tenía bien desnudadas las relaciones naturales del egoísmo.
Esto pasó
Fui a hacer pis, y en el baño encontré dos cucas. Haciendo el
amor: eran simpáticas. Pero yo entendía que había que exterminarlas.
Volví con el Raid, y efectué un rociado a 45º. Una quedó pataleando y la
otra escapó. Esa intuición que le dan las antenas antes de que el hecho
ocurra. Después regresé con intención de hacer un patrullaje
minucioso. Encontré que una estaba muerta y la otra la sostenía en sus
bracitos. Me quedé mirando. Los pequeños ojos negros llenos de odio,
que se distinguían del resto marrón brilloso. Comprendí el dolor de esa
consorte. En mi desesperación, giré el Raid y lo apunté hacia mi sien.
Disparé. Ya en al suelo, sin fuerzas, pude oír una voz que salía de la
cucaracha viva, y que decía "¿Viste cómo lo engañamos, Pochola?".
Entonces la muerta le contestaba "Ahora el problema va a ser conseguir
refrigeración para toda esta carne". "No te olvidés que hay que pasar el
invierno".
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El niño que no pudo ser fastidiado
Había una vez un niño de nueve años, que caminaba por un
prado rodeado de flores. El sol brillaba en el horizonte. Este nene se
llamaba Ramón, y los papás le habían dado permiso para que visitara a
su vecinita Migala, con quien jugaría y tomaría el té con escones a las
cinco de la tarde. De pronto, creyó ver entre los hierbajos a un lobo
feroz. Pero no eran más que los restos de un bebedero para gallinas,
oxidado. Después, un globero lo llamó desde el yuyal, enseñándole un
globo. Pero el niño le dijo que sus padres se habían ido al cielo en un
enorme globo, más lindo que ése. Que él, de globos, sabía bastante.
Continuó su camino, hasta que creyó ver una víbora. Pero no era más
que una muñeca despanzurrada a pisotones. Luego se encontró con un
muchacho vagabundo, quien, desde unos mogotes, lo invitaba a
conocer unas ruinas diaguitas. Pero el nene le contestó que para ruinas
ya estaba su casa. Finalmente, cuando llegó a su destino, le pareció un
asilo de huérfanos. Y adentro lo trataron con dureza, como en un asilo
de huérfanos. Pero él sabía que había llegado a la casa de su vecinita
Migala. Que estaba jugando con ella a los novios y que tomarían juntos
el té con escones, a las cinco de la tarde.
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Gracias a la vida que me ha dado tanto
Yo fui violada, pero elegí la vida. No presenté ninguna
resistencia, para que no me hiciera daño. Hizo conmigo lo que quiso,
hasta aprendí cosas que me da vergüenza contar. Como yo no tengo
marido, ni hermano ni padre, ni llega la policía por estos barrios, el tipo
la vio fácil y decidió violarme todos los días. En mi ranchito era muy
poca la protección que yo podía tener. Al principio las encamadas con
él eran espantosas. Pero, a todo se acostumbra uno. Me hacía que le
cocine y le lave la ropa. Sé que a una chica universitaria, o que vive en el
centro, un tipo la viola una sola vez; y después, mejor que lo trague la
tierra porque se le viene encima una bronca bárbara. Con una chica
pobre y sola, el tipo se queda lo más pancho. Muchas chicas de barrios
marginales, a veces llegan a ser pareja del violador, porque no les
queda otra. Me acostumbré también a las palizas, o biabas como solía
decir él: "Te via dar una biaba chinita…". Pasado el mes y medio, ya casi
no me molestaba, sólo me exigía la comida. Calculo que andaría
violando a otra. Entonces se me ocurrió fingir desearlo, y lo busqué
sexualmente. Cuando el tipo vio esto se horrorizó. Desde ese día no me
molestó más, y a los pocos días se fue para no volver nunca. Creo que la
idea fue buena porque, al creer que yo me sentía su mujer, descontó que
no lo iba a denunciar, y entonces no se tomó el trabajo de matarme. Yo
les aconsejo a las chicas, de bajos recursos, violadas que no se resistan:
al mes, el tipo se aburre de ellas, las empieza a ver feas, y un día se
dedica a violar a otra. Yo creo que lo más importante en la vida es la
vida. No la dignidad. Porque con la dignidad yo no respiro. Después
me enteré que estaba embarazada. Algunos me sugirieron que lo
aborte, pero elegí la vida. Después de todo, nunca había podido quedar
preñada; porque, como les dije, no tengo marido, ni hermano, ni padre,
y hasta estos barrios no llega jamás la policía
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Juguetes en la niebla
Pancho llegaba con un juguete nuevo cada día. Mi Papá y Pancho
eran distribuidores. Pero el viejo manejaba solamente planillas. En
cambio Pancho, cada vez que venía a comer a casa, me pasaba un autito
de colección que era la envidia de los chicos en la escuela. Mamá lo
retaba a mi Papá porque decía que se la pasaba todo el tiempo hablando
con Pancho y no comía. Él era bajito y morocho, pero sabía bailar muy
bien el tango. Un día vinieron unos señores de corbata y nos echaron de
la casa. Lo malo es que Papá no estaba, a él lo habían venido a buscar
otros señores, y cuando yo pregunté a donde iba, Mamá puso el dedo
sobre los labios imponiéndome silencio. Pancho consiguió un camión
de mudanza y metimos todo ahí. En el viaje no pude ver mucho,
porque venía atrás bajo la lona, y entre los muebles. Llegamos a un
lugar que parecía el campo. Había un molino y un tanque muy grande,
de esos de hormigón. Pancho se puso otra ropa y empezó a limpiar la
casa. Estaba muy sucia y las hormigas habían hecho hormigueros
adentro de las piezas. Pancho trabajó mucho. Mamá lo ayudaba
cuando estaba entrando algún mueble pesado. Pero él le decía: "Salí
que te va a hacer mal", y después "Acordate lo que te dijo el médico".
Esa noche dormí solo por primera vez y, a la mañana siguiente, sentí
que ya era un hombre. Mi Mamá se había acercado en la oscuridad, me
había preguntado si no tenía miedo, que, como la casa ahora era más
grande, cada uno podía tener su propia pieza. Que además yo ya estaba
crecidito. Así dijo. Fueron épocas muy felices para mí porque no tenía
que ir a la escuela y me la pasaba todo el día trepado a un árbol enorme
que tenía unas flores como bolas amarillas muy chiquitas. Más que un
árbol parecía un planeta.
Y un día, al despertarme encontré a Papá tomando el desayuno.
Corrí y me colgué de él. Tanto tiempo hacía que no lo veía. Estaba más
gordo. Me puse tan feliz, que ese día me olvide de preguntar dónde
andaba Pancho. Mi viejo me regaló un autito, pero era de plástico, de
esos que se rellenaban con masilla. Hacía mucho que no recibía yo de
esos de colección, chiquititos y metálicos. Me daba rabia porque antes
los tres nombrábamos a Pancho todo el tiempo, era nuestra mascota, y
ahora nadie se acordaba de él.
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Empecé a preguntar y a no recibir contestaciones convincentes.
Además noté que ahora mis papaes no hablaban mientras comían.
Estaban reeducados. Mi Papá me daba miedo cuando se ponía educado
para hablarme: seguro que me anunciaba una cosa muy mala. Pasaron
los días, y un día dije que no iba a comer más si Pancho no aparecía.
Entonces mi viejo se levantó y me dijo: "vamos un rato a la quintita".
Estaba haciendo una quintita con tomates y zapallos. Ahora ya me
trataba más como compinche y eso me tranquilizaba. Nos sentamos en
el tronco de un árbol derribado y él escupió varios gargajos a la tierra
antes de poder decírmelo: "Pancho se tuvo que ir porque estaba
enamorado de tu mamá". Yo, a mi edad, no sabía mucho de esos temas;
no era como los chicos de ahora, instruidos por las novelas. Además
nunca había visto a mi madre como una mujer. Pero entendí que ya no
tenía que preguntar, y que la cosa era irreversible. Esa noche, después
de mucho tiempo, dormí abrazado a ella.
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Nunca hablo de mi padre
Quizá hoy sea un buen momento para hacerlo. Voy a hablar de
una ausencia que tuvo en una casa donde se lo homenajeaba. Todos
tomaban vino, pero allí estaba la jarra de limonada con hielo de Papá,
esperando a que él viniera y se la bebiera. De pronto un viejo dijo: Me
levanté mal barajado, voy a hacer un poco de dieta voy a probar la
limonada de Verdasco. Pero apenas llevó la jarra a los labios, escupió
todo con irritación. La limonada estaba demasiado fuerte. Revisaron el
portafolios de Papá, querían aclarar el misterio. En su interior
encontraron la "Pechito colorao". Así le decían al octavo de litro del
alcohol etílico Frau, por la etiqueta roja. Había dos botellitas más de
vidrio verdoso, ya vacías.
Mi abuelo cabía en un zapato
Mamá me contó que mi abuelo trabajaba en las vías cuando ella
era chica. Pasaba semanas sin volver. Una vez, habiendo llovido, él se
despidió de mamá, que era una nena y, al irse, dejó en el barro una
huella de su zapato. Ella esperó que él se alejara tanto que ya no lo
pudiera ver, entonces sembró palitos alrededor del rastro, con mucho
cuidado, y construyó, con un pedacito de chapa, un pequeño techo,
para que la huella de mi abuelo no se borrara con la crueldad de las
lluvias. Todas las mañanas vigila su precario tabernáculo.
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El atroz encanto de los actores porno
Un actor porno que me encanta, no voy a decir su nombre, se me
cruzó una vez por la calle. Ante mi imprudencia de pedirle un
autógrafo, me miró desde su sonrisa rubia, como diciéndome: esperaba
otra cosa de vos. Me avergoncé, y él pareció comprender. Lo invité a
tomar un café y, oh paradoja, me dijo que prefería un sanguche de
milanesa, porque ya pasábamos de las nueve de la noche y "tenía
hambre". Me encantan los actores porno porque no parecen tener
aspiraciones intelectuales. Se limitan simplemente a vivir, y a que
nadie les rompa las bolas, las necesitan para el próximo set. Lo mismo
me sucedió con otro que conocí el año pasado. Uno quisiera
demostrarles que los admira, pero, hasta el menor elogio parece
demasiado estúpido ante la sencillez de estos chabones. "Yo creía que
ustedes hacían dieta" le largué como para romper el silencio. Para esto,
ya le habían traído la mila y se la estaba mandando a bodega. "Y sí, yo
debería, mirá la panza que se me está haciendo". Me dijo, al tiempo que
se levantaba la remera y me dejaba ver su pupo lampiño. Todo lo que
me decía parecía estar tan en su lugar, que por momentos sus palabras
sonaban como cachetazos. "Me parece que te conozco de algún lado" le
comenté como quien cambia de tema. "Claro que me conocés" me
contestó. "No pero yo no digo de las películas –insistí‐sino de algún
otro lado". "Pero si yo estuve en tu casa, vos vivís frente al Cristo…", me
aclaraba como tratando de que yo recordara. Entonces me pegué un
chirlo en la frente: una vez secuestramos a un payaso de una fiesta de
carnaval, yo y mis amigos putos, me acuerdo que le hicimos de todo:
untarle un pastel de crema y dulce de leche por todo el cuerpo, meterle
un palo de escoba, pegarle, esconderle la ropa y largarlo en bolas a la
calle,…no sabía que decirle. Hice como que sollozaba un rato
tapándome la cara. En realidad no sabía dónde meterme. Me puso una
mano en el hombro y me consoló: "Son cosas de la noche –dijo‐no te
calentés, ya ni me acuerdo". Y otra vez esa sonrisa que parecía
comprender todos los males del mundo y estar más allá de ellos. Sin
importarme lo que dijeran en el bar de milanesas, le quité el sanguche
que estaba comiendo y le di un beso en la boca. Un furtivo jetazo lleno
de migas y gusto a salame. Lo aceptó y estuvimos así unos minutos,
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ajenos a nuestro propio espectáculo. Mi mano avanzó por su muslo,
adivinando la virilidad de mi actor de cine, así como un dentista en
procura de la muela del juicio. Pero nada. Su entrepierna estaba
deshabitada, como un desierto. Mis dedos desprendieron el botón
bajando el cierre. Al comprobar que lo que yo buscaba no existía, miré
desesperado la tranquilidad varonil de sus ojos gris‐azules. "Va a ser un
secreto entre nosotros –susurró‐nadie debe enterarse". "¡Pero cómo!¡En
las películas vos…siempre…". "es el oficio, la utilería, nos vemos
cuando quieras". Me quedé mirando cómo se alejaba, y el modo
extraño en que su cadera parecía maltratarle el pantalón color óxido.
Me recordó a una prima lejana.
Hallazgo macabro frente a la Sociedad española
Anoche, domingo, venía yo por la calle Laprida, razonando bajo
la helada con una amiga acerca de temas sociales. De pronto, en la
vereda de la Sociedad Española, un bulto intrigante nos impide el paso.
Recordemos que hay allí instalada una de esas barandas guarda‐niños,
por lo tanto el espacio se ve un poco encajonado. Lo que ambos
coincidimos en percibir era el siguiente cuadro: "Linyera y su perro
durmiendo bajo el frío posmoderno tucumano"; técnica: ni oleo, ni
grabado, ni instalación o performance: directamente un cacho de vida
instalada ahí a la intemperie. Como yo venía hablando
apasionadamente de Ernesto Guevara, y tenía con este tema fascinada
a mi acompañante, no me pareció consecuente seguir de largo ante
paisaje tan comprometedor. Acto seguido, avanzo por la calle y me
asomo a la baranda en inspección del bulto durmiente de la vereda.
Puedo entonces constatar por lo nuevo de las ropas y los lentes que se
trata de "una persona normal" y no de un linyera. Pero en la siguiente
décima de segundo, el perro me saltó a la cara defendiendo el bulto,
prodigándose inmediatamente en ladridos y gruñidos hacia mi
persona. Emprendí una retirada elegante, y descubrí que se planteaban
varios problemas lógicos. Si este singular muchacho era un honorable
miembro de la clase media, bien podía estar allí durmiendo una
borrachera de las fuertes. Pero el perro sarnoso que nos ladraba no
podía ser el suyo, ni siquiera tenía un collar; y si no era suyo ¿por qué el
animal lo defendía? Creo que tiene razón Adolfo Bioy Casares cuando
afirma que un perro, si un humano no le da una consigna clara, elige al
azar un objeto cualquiera para defender. Continuamos nuestro paseo
nocturno, lamentando yo para mis adentros (no olvidemos que
veníamos hablando de Guevara) que mi acto de militancia social
improvisado resultara de una eficacia ridícula con respecto a la obra
del rosarino. Amagué tirarle una piedra al animal, lo que provocó
ladridos aún más fuertes, y el perro no sé por qué, tenía ahora el aspecto
de un canguro. El bulto continuaba inerte. Las posibilidades
existenciales, de ahí es más, eran tres: que se muriera de frío él y el
perro; que se levantara y se fuera a su casa, el humano; o que el sol de la
mañana sorprendiera el sueño de los dos amigos. La chica que venía
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conmigo parecía reírse internamente de los cortos alcances de mi
quijotada. Yo le puse con afecto la mano sobre el hombro, y le susurré al
oído: "No todos podemos ser salvadores de la humanidad, al estilo de
un Federico Terzi por ejemplo, para eso hay que tener talentoʺ.
Esporas
Estábamos sentados en un bar bien comunardo, tomando un café
con leche. La morocha me había dicho que no podía. De pronto se
agarra el entrecejo entre el índice y el pulgar, sacude la cabeza como
diciendo "no", "no" y se pone muy, pero muy, mal. Me encarga el bolso y
el guardapolvos, y raja para el baño. Sobre la silla de aglomerado y
fórmica blanca, ha quedado un charquito de color punzó. Su cuerpo,
parece, no le dio tiempo. El mozo se me acerca, entonces, husmeando
como un perro. "¿Qué? –pregunta‐ ¿está esporulando?" Sin siquiera
contestarle, me agacho hasta la fórmica, y recojo con la lengua toda la
sangre de mi amiga. El mozo, a esta altura, era toda una leoparda.
Cuando la morocha sale del baño, nos encuentra, al mozo y a mí,
uniendo nuestras bocas, mezclando nuestras lenguas negreadas por
ese líquido viscoso que ella mana, y que no se compra en el drugstore
Ella se pone lívida: la mirábamos como a un oasis.
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El espejo que me quedó adentro duele
La niña encontró un tulipán azul, que crecía en la puerta misma
de la casa. No se atrevió a salir por respeto a ese ser. Pasaron muchos
años y se hizo muy viejita. Las ventanas de madera se fueron cerrando
solas a causa del olvido. A las paredes les crecieron ojos como estrellas
nocturnas. Las arañas se fueron aplastando, al igual que rosas en un
viejo libro de poemas baratos. Una de ellas semejaba un tulipán azul
que se desarmaba en las yemas de la anciana absorta. Entonces corrió
hacia la puerta, y la abrió por primera vez en varios siglos. En lugar de
la flor había un agujero. Por él la vieja se miró mirar: ahora la niña
arrancaba el tulipán y lo ponía en el libro.
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La biblioteca rusa
Coloqué cuatro anaqueles al costado de la cama y comencé a
llenarlos con mis libros rusos. Yo navegaba por el caos de una enorme
biblioteca, en busca de libros rusos para confiscarlos y traerlos a este
lugar sagrado. Cuando, finalmente, di por realizada la tarea, adopté
sobre la cama la posición fetal, con la intención de contemplar mi obra
hasta quedarme dormido. Entonces una angustia lenta se fue filtrando
por los agujeros de mi alegría: ahora tenía la certeza de que nunca más,
cuando navegara por el caos de la enorme biblioteca, un libro ruso me
haría temblar con la sorpresa de su ser. Yo era el déspota que había
encarcelado a todos los poetas.
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El viejo lobo de los Kárpatos
Tuve yo un abuelo, acaso adoptivo, de pelo cano cortado al ras; un
viejo borrosamente mitológico que hoy se desplaza por mi
desmemoria, obstinado como una jauría. Era posible encontrarlo a
cualquier hora en su taller de cerrajero: recoveco atestado de mujeres
humildes que aguardaban la soldadura de algún cacharro allá por la
zona de Villa Crespo. Todavía me parece que lo veo: la cinta scotch
uniendo las partes de sus lentes, el mameluco azul recién lavado,
mostrando los arroces blancos del remiendo, la risa franca como una
brisa polar, la tenaza temible de su abrazo. Pasados los setenta, sus
miembros sólo se movían por impulsos grotescos. Los alternados
oficios de mecánico, soldado y boxeador no habían contribuido a un
estilo cuidado de sus gestos.
Para todos era evidente que le costaba el habla local. A veces
descubría una palabra que lo hacía reír durante toda la mañana, o le
causaba admiración, entonces la incorporaba a su léxico para terminar
empleándola cuando se le antojara, viniera o no al caso. Esto es lo que
sucedía con la palabra guarango. Guarango, de aquí, guarango, de allá.
De hecho las conversaciones se presentaban más o menos de esta
manera.
‐Abuelo ¿en qué cárcel trabajó Ud.?
‐Pero. Este guarango. ¿De dónde sacaste que trabajaba en una
cárcel?
‐Es que Ud. siempre se está acordando de su prisionero.
‐A ti te digo una cosa. En guerra no hace falta tener cárceles,
guardas a las personas en una casa particular.
‐¿En una casa particular? Y cómo es eso?
‐Muy fácil: buscas una casa abandonada y si no la hallas, evacuas
una. Le sacas los muebles y le dejas las paredes desnudas; entonces ya
puedes comenzar a apilar tus prisioneros.
‐¿Y cuántos prisioneros tenía Ud.?
‐Uno solo.
‐¿Por qué tan pocos?
‐Pocos no. Uno solo. Era un hombre muy importante. Había sido
jefe de la policía, era un hombre grande, muy grande de cuerpo, y
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lloraba, no sabes cuánto lloraba. "¿Ud. No sabe si me van a matar? ‐me
decía‐ No. No le van a matar"‐Contestaba. Aunque yo sabía que le iban
a matar.
‐¿Y que hacían con los muebles?
‐¿Con los muebles? Servían para calentarte por las noches.
‐¿Y por qué tenían que matarlo?
‐ Bueno. El había sido de la policía. Conocía muchas historias. Por
ejemplo si él pudiese ir al otro lado del río, contaría que nuestro arsenal
en realidad no existía, que había sido una bonita mentira de Bela, El
loco, y que los blancos se lo habían creído; es por esto que nos
respetaban y no avanzaban sobre nuestra orilla oriental. Así que yo lo
consolaba, para que no se le hicieran tan amargos los últimos
momentos. Ya se enteraría. ¿Usted no sabe si me van a matar? Y lloraba,
no sabes cuánto lloraba.
Era común que el abuelo me llamara a cualquier hora desde su
pequeño tugurio. ¡Eh! Guarango. Entonces yo acudía, entendiendo que
deseaba que le sujetase un tornillo con la llave francesa mientras él
trataba de desenroscar la tuerca del otro lado del mecanismo. Todo el
trasto firmemente asegurado por una enorme morsa del número seis.
Era allí cuando recomenzaba el relato de aquellos extraños días que
pasara cuando vivía del otro lado del mar.
‐ Tú ibas por una calle, y en la esquina había unos tipos; y tú ibas
por la otra calle, y en la otra esquina había otros tipos. Esto sí que era
una cuestión de imbecilidad. Ahora los nuestros quedaban del otro
lado del río, y los que habían sido nuestros prisioneros controlaban este
costado, deteniendo personas, interrogándolas. Entonces veo que se
acercan. A la parada donde yo me encuentro. El hombre grande, ahora
realmente un jefe, caminando al frente de los otros, conduciéndolos.
Me reconoce. Me habla "¿Qué hace acá?". Contesto. "Estoy esperando la
tranvía". De pronto, con la mirada hace retirar a sus inferiores. Ya a
solas conmigo, me toma de los hombros, me abraza, y me suelta estas
dulces palabras: "Venga m´hijo. Yo le voy a sacar de aquí."
Años más tarde, habiéndome convertido en lo que llaman un
adulto, no había renunciado aún a seguir preguntándome a mí mismo
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cómo habría sonado "m´hijo" en aquella lengua lejana.
Desgraciadamente, cuando de veras me propongo huir de tales
insondables preguntas, es cuando ellas más se abaten sobre mí, como
una verdadera tormenta de granizo.
Cuentan que a la hora de su muerte se le escuchó preguntar en
diversas oportunidades Dónde se habrá metido este guarango. Pero
nadie supo darle una respuesta satisfactoria. Siento que me hubiese
gustado permanecer junto a él hasta el momento final, aunque más no
fuera para curiosear vanamente en sus periódicos de letras invertidas.
Pero. Ya se había tornado una cuestión definitiva el hecho de que yo
también me encontraba ahora del otro lado del río.
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Cómo nace un escritor
Estaba leyendo un tratado de sicopatología en un bar. Elijo los
bares porque en casa la gente suele visitarme y eso, además de
interrumpir mi lectura, daña mis nervios. Acá uno paga un café con
leche y se puede quedar horas. No han inventado todavía un
parquímetro para bares. Pero he aquí que levanto la vista y encuentro a
un morocho motudo merodeando mi mesa. Me mira, lo reconozco,
hace como que recién me descubre, y ambos nos resignamos al apretón
de manos. Como lleva años viviendo de una beca en Canadá, me
observa con cara de "yo visité Ganímedes" y se instala en mi mesa como
la cosa más natural del mundo. Sé que deberé postergar mi lectura vaya
a saber por cuánto tiempo. El hombre tiene que descargarse con
alguien conocido pues necesita ser admirado. Vivir en otros país
enseñando a los gringos la Latinoamérica que ellos quieren ver, no es
cosa de todos los días. De modo que le doy nuevamente la mano y lo
felicito por sus andanzas catedráticas internacionales. Me dejo relatar
anécdotas anodinas, que revelan la admiración del buen salvaje, acerca
de esa suerte de yanquis afrancesados y ecológicos que vienen a ser los
canadienses. Pero claro. Era inevitable. Todo hombre superior precisa
desesperadamente compararse con algún infeliz que nunca ha podido
salir de su propia pocilga, de modo que el moreno de pelo ondulado se
preparó a hacer las preguntas de rigor, lo menos crueles posibles eso sí,
sobre mi despreciable y oscura vida. Luego de unas cuantas
bravuconadas de argentino, comenzó a sopesar con desconfianza el
manual de sicopatología en el que me encontró enfrascado al llegar.
Supo husmearlo como si se tratara de un sábalo recién comprado en el
Mercado del Norte. "Estás preparando una tesis para la universidad…"
afirmaba más que preguntaba. "No me recibí" le contesté. "Entonces
estás preparando una materia para rendir…" volvía a la carga. "No
estudio en la universidad", le dije con despreocupación.
"¿Entonces…?" interrogaba ahora casi triunfante. Ya estaba yo por
confesarle que no estaba haciendo absolutamente nada, que no
conseguía trabajo y que vivía de la caridad de algunas personas de
bien. Que me encontraba leyendo el manual por puro placer. Para pasar
el rato. Sabía que eso era lo que él estaba esperando para lanzarse a
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aconsejarme y recriminarme, endilgándome aquello de "tomar
responsabilidad por uno mismo", y no sé que otros recursos para
lucirse. Para que quede bien claro, ante ambos y la posteridad, que él
había estado en los cierto durante aquella pelea donde yo le quité la
presa que él más deseaba. Sí de hecho, estuve al borde de confesarle
todo mi fracaso. Y de pronto, la gran idea. "Lo que pasa es que me hice
escritor". Lo inventé en una décima de segundo. "Y este material me va
a dar letra para mi última novela". No se puede describir la
contrariedad que le causó mi engaño. El esfuerzo que él hacía por fingir
naturalidad e indiferencia causaba risa. Me costaba sujetar la carcajada.
Pero ya me había lanzado al abismo de la mentira y no podía echarme
atrás: había que seguir, costara lo que costase. "¿Y cómo se llama tu
última novela?" me disparó, tratando de remedar el tono en que yo lo
había dicho. Se notaba que revolvía una saliva de veneno. "Cumplirás
tu Karma" contesté sin pensar. "La epopeya de un gay que pasó por el
Hospital del Carmen y sobrevivió" "¡Qué largo el subtítulo!" malició.
"No tiene subtítulo: te estoy contando el argumento". Dejé a mi ex
enemigo en una confusión que se parecía mucho a la derrota. ¡Saludos a
Oscar! Me gritó resignado mientras yo huía en un taxi hacia ninguna
parte. Ese día decidí contarle a todo el mundo la misma mentira. Mi
vida cambió.
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‐¿Sabés por qué a la Federal le dicen la mejor del mundo, Chango?‐decía
Perrone.
A mí no me interesaba esa historia retrucha, pero le seguía la
corriente para que me hablara del hombre aquel que se había adueñado
de mis noches, sí, el del apodo ilustre. Así había que hacer a veces con
Eduardo, y en ocasiones, directamente empezaba contando una cosa y
terminábamos en cualquier otra parte. Porque este "preso común",
cuando andaba suelto, era como un barco a la deriva.
‐Una vez hubo un linyera –empezaba el viejo‐ que se murió congelado
en ese caedero que queda detrás del casino. ¿Lo junás?
Yo, aunque nunca había "ranchado" detrás del casino, le decía
que sí, la cuestión era alimentar la fogata del tremendo relato que uno
se veía venir.
‐En cuclillas, cerca de un fueguito que hacían los borrachos pa
calentarse, castañeteando los dientes se nos fue el pibe de los
diamantes.
Y ya de ahí no lo paraba nadie. Era la misma historia pero siempre
le quitaba o le agregaba algo. Por supuesto, en cada punto culminante
de la saga, se hacía un par de gárgaras de tinto, como decía él "para
descomprimir".
Parece que en una época remotísima había llegado a Buenos
Aires un "príncipe de La gran Bretaña". Siempre me sonaba falsa esa
presentación, pero, ya estábamos en el baile. Y también parece que el
jefe de la Federal se puso a su disposición en cuestiones de seguridad.
Según rumores, nunca fui bueno para andar revolviendo archivos y
comprobando declaraciones, según el decir popular de aquella época y
según Perrone, el príncipe habría humillado al mencionado milico
diciéndole:
El pibe de los diamantes
A Eduardo Perrone, in memoriam
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‐No preciso la custodia local. Tengo "la mejor del mundo".
Uno no se imagina a un inglés hablando así, pero, podemos
suponer que cuando pisan estos países subdesarrollados, los tipos
sienten tanto desprecio que el sentido británico de la medida y de las
formas se les va a la miércoles y hablan como unos guanacos. Pasando a
otra cosa, es fácil pergeñar que no es nada saludable dejar "calentito los
panchos" a un jefe de la policía argentina. Y uno sí se puede figurar
cómo son estos "organismos de seguridad", por llamarlos de alguna
manera, cuando alguien se da a la temeraria tarea de herirlos en el
orgullo. Y entonces el jefe (seguimos confiando en el relato de nuestro
escritor canyengue) le dijo a su tropa, seguramente con una voz menos
aguardentosa que la del narrador, y más decidida:
‐Traigamén al Tucumano.
El Tucumano, por empezar, vestía en Gath y Chávez, y lucía un
anillo de diamante en el anular y otro, más chico, en el meñique. Un
pick pocket de alto nivel al que en esa época no le temblaban los dedos
por efecto del alcohol, capaz de "hacerse un cuero" en cualquier
circunstancia. Y de desvalijar una joyería en cuestión de minutos.
‐Tucu, si le hacés el reloj al gringo ése, no te persigo más. Vas a tener
carta blanca para trabajar en cualquier punto del país.
‐Pa lo que guste mandar‐contestó el norteño‐.
Y se quedaba Perrone paladeando el Michel Torino que servían
en ese bodegón mal disfrazado de casa de la cultura que ha dado en
llamarse peña "El Cardón". Y yo me quedaba contemplando las mesas
vacías, y llenándome también el vaso ¿por qué no admitirlo? mientras
trataba de elucubrar cómo pudo este flaco maravilloso (porque me lo
imagino flacucho y atractivo) transitar el camino desde la posibilidad
de afanarle a un príncipe hasta la tenebrosa noche del fueguito detrás
del casino de Tucumán.
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‐¿Y de ahí cómo termina?
Había a veces que decirle de esa manera, para que pusiera
primera y apretara el acelerador, salteando los puntos muertos y
definiendo de una buena vez un desenlace. Pero Eduardo se ponía a 89
describirme la increíble parafernalia de milicos disfrazados de
mozos que iban como apoyo del "Tucu" en la cena de recepción,
también disfrazado de mozo. Y bueno, Perrone me organizaba una
cena con baile tipo cenicienta donde se comía y se bebía en una noche lo
que él difícilmente consumiría en todo un año. Y justo a las doce en
punto (hora tradicionalmente mágica) el Tucumano va y le "hace" el
veneradísimo reloj al "príncipe de la Gran Bretaña". A los pocos
minutos, "salta la bronca", palabras textuales del escritor. Ni rastros de
joya ni ladrón. Y en menos de cuarenta y ocho horas el Jefe de Policía se
presenta ante el príncipe para restituirle el reloj "rescatado de las
manos del crimen". No hace falta decir que lo hacía con una sonrisa de
oreja a oreja. Y, si bien no existían cámaras de televisión, estaban esos
reporteros que oían y anotaban todo lo que se decía, y esos flashes de
magnesio que manejaban los fotógrafos y que te despabilaban como
una molotov.
Y, bueno… se trataba de un final feliz. El orgullo nacional de
vuelta en casa, nuestro héroe esbelto y cetrino, quizá oliváceo, con una
espectacular vida de rapiña por delante, en fin. Nadie se podía quejar.
Pero luego de eso había un hiato indescifrable en la biografía, y
terminábamos derribando décadas sin ninguna clave, en cuchillas,
frente a un fueguito y, como Dios manda, detrás del casino de
Tucumán. La vejez y el alcohol no parecían suficiente explicación.
‐La culpa fue nuestra.‐decía Perrone‐ Se había dormido tan cerca del
fuego, que pensamos que se iba a caer a la llama y se iba a quemar la cara. Lo
habremos alejado un metro…
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Indice
Últimos piadosos delirios
La tierra baldía……………………………………… ………………..3
El ómnibus como posible vengador anónimo………………………………………………..4
El mendigo esteta………………………………………………………………………….….....5
Imitación de dios………………………………………………………………………….……..6
Navidad con canillitas……………………………………………………….………………….7
Esto pasó…………………………………………………………………………………..……..8
El niño que no pudo ser fastidiado……………………………………………………...…….9
Gracias a la vida que me ha dado tanto………………………………………..……………..10
Juguetes en la niebla…………………………………………………………………….…..…11
Nunca hablo de mi padre………………………………………………………………..........13
Mi abuelo cabía en un zapato…………………………………………………………………14
El atroz encanto de los actores porno………………………………………………....….….15
Hallazgo macabro frente a la Sociedad española……………………………………..…….17
Esporas…………………………………………………………………………………..……...19
El espejo que me quedó adentro duele…………………………………….…………….…..20
La biblioteca rusa………………………………………………………………………..……..21
El viejo lobo de los Kárpatos……………………………………….…………………….…...22
Cómo nace un escritor……………………………………………….……………..……….....25
El pibe de los diamantes………………………………………………………………...…….27
…………………………