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1 La cuestión de cómo definir el campo de la historia del arte con respecto a las imágenes —y cómo considerar las encrucijadas entre una historia y una antropología del arte— es ya antigua, y cuenta con numerosas contribuciones importantes realizadas en el siglo xx; véanse entre otros Kubler 1985d, pp. 406-412, y Freed berg 1992. En este contexto, hemos de tener en cuenta los cambios de paradigma que se produjeron a finales del siglo pasado y el impacto de los estudios culturales y visuales. Véanse en especial, como esclarecedores análisis de la cuestión, Bryson, Holly y Moxey 1994, pp. XVI-XVII, y Elkins 1999, pp. IX-X.
IntroduccIón
En los últimos veinte años la historia de la pintura virreinal se
ha beneficiado considerablemente de las investigaciones rea-
lizadas en América Latina, Europa y los Estados Unidos, y es
este contexto de estudios internacionales, renovados e inter-
disciplinarios, el que hace posible un libro como La pintura
en Hispanoamérica, 1550-1820. Dada la enorme y dispersa
bibliografía sobre el tema, así como el alcance cronológico y
geográfico del período colonial (aproximadamente tres siglos
y un continente y medio), sus autores ofrecen explicaciones
espaciales, temporales e históricas de la pintura producida en
los principales centros artísticos. Pero, más allá de la tarea de
documentación e interpretación, hay un objetivo más ambi-
cioso, que es encontrar el lugar epistemológico (o los lugares)
que corresponde a este material dentro de una historia del
arte general. En ese sentido, un aspecto que distingue este
volumen de textos parecidos sobre la pintura en Italia, Espa-
ña, Francia y otros países es que muchas de las ilustraciones
que se presentan como objeto de estudio pertenecen más a
la historia de las imágenes que a la historia del arte1.
La cuestión de si los especialistas en pintura hispanoa-
mericana se dedican al «arte» o a la «imagen», aunque no suele
plantearse abiertamente, ha vertebrado la historiografía de las
últimas décadas. Cuando hablamos de imágenes, parece que
nos referimos sobre todo al tema representado —una imagen
representa o simboliza algo— y también como corolario a cues-
tiones sobre su función, su recepción y, como ocurre con mucha
frecuencia en el caso latinoamericano, su identidad. En cambio,
La pIntura
en Los vIrreInatos
amerIcanos:
pLanteamIentos
teórIcos y
coordenadas
hIstórIcasLu i s a E l e n a A l c a l á
Anónimo, Virgen niña hilandera, fig. 40, detalle
capítuLo 1
16 l u i s a e l e n a a l c a l á
2 Gruzinski 2007, y Gruzinski 1994b.
3 Gaskell 1992, p. 169.
4 El libro de Toussaint —redactado en los años cincuenta del siglo xx— sobre la pintura virreinal mexicana es el ejemplo clásico de monografía que tuvo una duradera influencia en su manera de tratar la historia del arte colonial en un marco histo-riográfico europeo. A pesar de ello, su utilidad documental sigue estando unánimemente reconocida; Toussaint 1990b.
5 Aunque el término manierismo se utilizó mucho en la década de 1970, su aplicación al arte virreinal también presentaba pro-blemas. Tras la propia historia epistemológica del manierismo en la historiografía del arte italiano, una de las cuestiones que había que dilucidar cuando se aplicaba al arte hispanoamericano era si los términos manierismo y contra-maniera eran adecuados. So-bre este problema en relación con el arte español, véase Marías 1984, pp. 7-47; sobre el manierismo en relación con el Perú colo-nial, véase el capítulo 10 de este volumen, debido a Luis Eduardo Wuffarden. Véanse asimismo Manrique 1971a, pp. 21-42, y Stastny 1980, pp. 197-230. El tema sigue despertando cierto interés: véase Manierismo y transición 2005.
6 En los capítulos 2 y 11 de la presente publicación se definen el arte tequitqui y el arte mestizo. Los criollos son los hijos de espa-ñoles nacidos en América. El sentimiento criollo se analiza con más detenimiento en los capítulos 3 y 4.
eL probLema centraL de La d I sc IpL Ina : La reLac Ión con eL arte europeo y su h I storIa
La dualidad arte/imagen es, ciertamente, una de las particula-
ridades del campo de la pintura hispanoamericana; otra es su
compleja relación con el arte europeo. La pintura colonial es
arte occidental y, por tanto, no puede analizarse por separado,
como sucede con el arte africano o el asiático. Quienes han
estudiado el arte no occidental han tenido en general más li-
bertad para establecer sus propias e independientes definicio-
nes de calidad e identidad, especialmente en las últimas dé-
cadas. Esto se debe en parte a que el colonialismo en África y
en Asia fue un fenómeno posterior, de los siglos xix y xx, y en
casi ninguno de sus territorios los colonizadores tuvieron como
objetivo la conversión religiosa y la aculturación social (y artís-
tica) en la misma medida que los de América Latina unos siglos
antes. Por el contrario, en toda Hispanoamérica se impusieron
y difundieron, mediante copias y adaptaciones, las formas del
arte europeo. Por esa razón, los primeros historiadores aplica-
ron a las obras coloniales las etiquetas estilísticas europeas, a
menudo convencidos de que la única forma de explicarlas era
como ejemplos de una influencia directa. Estos estudios pione-
ros sirvieron para crear la disciplina, pero tuvieron consecuen-
cias perniciosas, pues los cuadros coloniales dejaban mucho
que desear cuando se los comparaba con los de artistas como
Rafael o Velázquez. Consecuentemente, durante gran parte de
la segunda mitad del siglo xx las historias del arte virreinal
tuvieron que lidiar contra la opinión peyorativa y eurocéntrica
de que aquellas eran obras derivativas, provinciales y de infe-
rior calidad a las del arte europeo del mismo período4. Hace
tiempo que esta visión quedó obsoleta y hoy resulta evidente
que no se pueden aplicar indiscriminadamente las categorías
estilísticas generales del arte español al estudio del arte hispa-
noamericano. Por poner un ejemplo, el manierismo es un con-
cepto que ha de redefinirse con sumo cuidado para adaptarlo
al contexto hispanoamericano5. Igualmente, el naturalismo de
principios del siglo xvii, componente esencial del barroco es-
pañol en sus principales centros artísticos, no se encuentra con
la misma intensidad en ningún lugar de América Latina.
Aunque en el momento actual hay cierto consenso sobre
lo que no es la pintura colonial (una extensión secundaria de
la europea), sigue debatiéndose sobre lo que es, y sobre cómo
describirla tanto colectiva como regionalmente. En el centro
mismo de la disciplina se halla la cuestión de la identidad del
arte virreinal; una cuestión que ha condicionado profundamen-
te su desarrollo. El actual debate sobre cómo calificarlo pone
de manifiesto el problema, fundamental pero aún no resuelto, de
la identidad: mestizo, híbrido, criollo, indo-hispano, tequitqui6,
etcétera, dando como resultado propuestas y debates que se abor-
darán en varias secciones de este libro y que, en la actualidad,
entender una pintura como obra de arte introduce en el análisis
la biografía del artista, su estilo, técnica y procesos de trabajo, y
también, inevitablemente, cuestiones de calidad y valor estético.
Bajo el paraguas de los Estudios Latinoamericanos o Estudios
Coloniales, el interés por el arte virreinal ha surgido a veces en
campos académicos distintos a la historia del arte y ello ha ejer-
cido una influencia considerable sobre la misma a la hora de
ampliar el objeto de estudio e incluir obras que la historiografía
más antigua excluía del canon del arte hispanoamericano. El tra-
bajo del historiador Serge Gruzinski es un buen ejemplo de cómo
una gran diversidad de objetos (documentos en náhuatl y códices
pictográficos mexicanos, así como retablos, cuadros y estampas)
pueden tratarse colectivamente como documentos —o imáge-
nes—2. Al mismo tiempo, dentro de la historia del arte propia-
mente dicha, algunos estudiosos han venido trabajando con un
serio enfoque interdisciplinario, mientras que otros, aplicando
planteamientos más tradicionales, no han dejado de hacer contri-
buciones igualmente valiosas, muchas veces ofreciendo informa-
ción absolutamente necesaria para cualquier historia de las imá-
genes o del arte. Además, algunos historiadores del arte (incluidos
muchos de los autores del presente libro) trabajan a ambos lados
de esa frontera metodológica, recordándonos que puede tener
algo de artificial y que lo que estamos viendo en la disciplina es
una revisión y en última instancia un enriquecimiento de los
métodos tradicionales de investigación, inspirados por la extraor-
dinaria diversidad de la producción pictórica en esta parte del
mundo desde el siglo xvi hasta comienzos del xix. Así pues,
como historia de las imágenes y como historia del arte, los auto-
res de este volumen han tratado de contemplar ese corpus visual
«más allá de las fronteras del arte y también dentro del arte»3.
171 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
7 Los autores de la presente publicación coinciden en que el arte realizado en América Latina durante este período puede calificar-se de colonial siempre que el término no se aplique peyorativa-mente, es decir, en el sentido de que es un arte derivativo o se-cundario. Por el uso negativo que se le ha dado en el pasado, al-gunos estudiosos prefieren evitarlo. Marcus Burke, por ejemplo, cuando se refiere al arte novohispano prefiere «del virreinato de México» a «colonial»: Burke 2006-2007, p. 77.
8 Las observaciones que aquí se ofrecen sobre la historiografía no son exhaustivas. Dado que los estudios de pintura virreinal han estado bastante fragmentados por regiones y escuelas nacionales (más que los de arquitectura virreinal), cada autor abordará cues-tiones historiográficas y metodológicas relacionadas con los asuntos que examina.
9 Las colecciones de arte colonial están creciendo actualmente en muchos museos, especialmente en los Estados Unidos. Estas ins-tituciones desempeñarán un papel cada vez más importante en la configuración de un canon de la disciplina, responsabilidad que también comporta garantizar la autenticidad, calidad y conserva-ción de las piezas adquiridas.
10 La crónica de Guaman Poma de Ayala se descubrió en 1908 en la Real Biblioteca de Copenhague, pero la primera edición no se publicó hasta 1936 (Rivet 1936).
11 Una notable excepción a la escasez de corpus de imágenes con los que estudiar el arte colonial latinoamericano es la página web Vistas, creada por Barbara Mundy y Dana Liebsohn (http://www.smith.edu/vistas/vistas_web/index.html), a la que hay que añadir los catálogos de sus colecciones permanentes que han publicado algunos museos en las últimas décadas. Además, a mediados del siglo pasado se editaron algunos útiles corpus documentales sobre el tema en el virreinato del Perú: Vargas Ugarte 1937-1944, y Cor-nejo Bouroncle 1960. Más recientemente han aparecido compila-ciones interdisciplinares de fuentes primarias sobre el virreinato del Perú, especialmente Pillsbury 2008. Para el virreinato de Nueva España, véanse Tovar de Teresa 1988a, y Tovar de Teresa 1995b.
12 Montoya López y Gutiérrez Gómez 2008, pp. 46-61. Fernández-Salvador y Costales Samaniego 2007.
13 Esta situación ha sido más grave en el caso de Sudamérica, pues el territorio del virreinato del Perú incluye hoy varios países. No obs-tante, también es verdad que se han desplegado esfuerzos concerta-dos para romper con esa compartimentación nacional, y que en la actualidad se está invirtiendo en buena medida esa tendencia. Uno de los primeros historiadores del arte en separarse de ella fue Jorge Manrique. Su «Carta desde Quito» (Manrique 1974, pp. 249-263) pone de relieve el fondo común que comparten el arte colonial del Ecuador, especialmente su arquitectura, y el de México. Agradezco a Nelly Sigaut que me señalara este ensayo. En las últimas décadas, una de las principales iniciativas en el estudio del arte colonial con un enfoque transfronterizo es el que ha encabezado Concepción García Sáiz en una serie de seminarios internacionales itinerantes organizados conjuntamente con Juana Gutiérrez Haces y que tuvo como resultado el libro editado por ambas, García Sáiz y Gutiérrez Haces (eds.) 2004; ligado a ese esfuerzo conjunto, el interés por es-cribir una nueva historia de la pintura colonial en ambos virreinatos ha dado como resultado más reciente los cuatro volúmenes de Gu-tiérrez Haces (coord.) 2008-2009. También algunas exposiciones han contribuido a que tengamos conciencia de la necesidad de estudiar el arte colonial con una perspectiva panamericana, como por ejem-plo Bérchez (dir.) 1999, y Rishel y Stratton-Pruitt (eds.) 2006-2007.
español y el hispanoamericano existen diferencias importantes
que no son sólo de tipo estilístico y que, a menudo, se pasan
por alto pese a revelar la distinta naturaleza de ambos campos.
En primer lugar, aunque la historia de las colecciones mu-
seísticas ha influido a la hora de configurar la historiografía a ambos
lados del Atlántico9, esa historia es en América Latina muy diferen-
te de la que encontramos en Europa. En América Latina ninguna
de las colecciones de la aristocracia o de los virreyes sobrevivió lo
suficiente para acabar convirtiéndose en un museo como sucedió
en Europa con las colecciones reales. Lo más parecido a unas co-
lecciones históricas de origen colonial son los fondos de algunas
catedrales, concentrados en sus sacristías, y conventos y, para el
caso de México, la de la Academia de San Carlos, que se conservó
y formó el núcleo de dos de sus museos contemporáneos. Además,
algunas obras fundamentales no se descubrieron hasta el siglo xx,
como la Nueva Corónica y Buen Gobierno (h. 1613-1615), el famo-
so manuscrito ilustrado de Felipe Guaman Poma de Ayala10. Igual-
mente, los corpus de documentos e imágenes, tan consustanciales
para el trabajo del historiador, se han compilado tardíamente (en
su mayoría en la segunda mitad del siglo xx) y siguen siendo rela-
tivamente escasos11. Por otra parte, como los museos se crearon
después de la independencia, adoptaron unos planteamientos na-
cionalistas en los que la pintura colonial solía verse como menos
importante que la pintura de historia del siglo xix, la cual se había
fraguado como instrumento de la construcción de las nuevas iden-
tidades nacionales. Cuando en esos contextos se rescataba algún
pintor colonial, solía ser con la intención de redefinirlo como un
precedente de la identidad nacionalista, como fue el caso de Gre-
gorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711) en Colombia o de
Miguel de Santiago (h. 1633-1706) en Ecuador12. Y, desde luego, en
todos los nuevos países solo se consideraban de interés las obras
coloniales que caían dentro de sus nuevas fronteras geográficas. El
resultado fue que la emergente historia del arte virreinal estuvo
compartimentada por países, de una manera que no reflejaba la
geografía anterior a la independencia13.
Otra diferencia a tener en cuenta para entender por qué
no se puede estudiar la pintura hispanoamericana como la
española tiene que ver con las características intrínsecas de las
obras y con qué y cuánto sabemos de ellas. Para abordar esta
cuestión, acudamos por un momento a la historia del arte es-
pañol. En contraste con la de Hispanoamérica, la pintura que
se hizo en España desde el siglo xvi hasta principios del xix
tiene un canon sólidamente establecido que se basa en los
pintores que trabajaron para la monarquía (Velázquez y Goya
entre los más famosos) y también en las obras de los principa-
les pintores de sus centros artísticos más ilustres (como la Se-
villa del siglo xvii). Recientemente, la historia del arte español
se ha dedicado a estudiar a artistas menores y regionales, pero
ese canon sigue estando en gran medida vigente. Es un canon
limitado, que excluye miles de obras de segunda y tercera ca-
tegoría que se encuentran en prácticamente todas las iglesias y
plantean incluso la pertinencia del término «colonial»7. A conti-
nuación se ofrece un somero repaso a la historiografía, dete-
niéndonos en algunos momentos clave en la definición de la
identidad del arte colonial8. Veremos primero cómo en las his-
torias paralelas (y obligatoriamente interconectadas) del arte
18 l u i s a e l e n a a l c a l á
14 No obstante, esta situación también está cambiando, y el crecien-te interés por una historia de las imágenes en el arte del Siglo de Oro español es evidente en publicaciones como Palos y Carrió-Invernizzi (coords.) 2008.
15 Así ocurre especialmente en el caso de ciudades como Quito o Santa Fe de Bogotá y en la historiografía sobre sus pintores princi-pales, Miguel de Santiago y Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos respectivamente. Hace unos años, Concepción García Sáiz calculó que había solamente una veintena de monografías sobre artistas de toda la historia de la pintura colonial: García Sáiz 2004, p. 31.
16 Los volúmenes publicados por Diego Angulo Íñiguez, Enrique Marco Dorta y Mario José Buschiazzo, Historia del arte hispano-americano entre 1950 y 1955 tuvieron una enorme influencia y sirvieron de estímulo al desarrollo del campo en esta época (Angulo, Marco Dorta y Buschiazzo 1955).
17 Véase un excelente análisis historiográfico en Cuadriello 2001b, pp. 217-251. Entre otros, Santiago Sebastián reconoció su deuda intelectual con De la Maza en el prólogo de El barroco ibero-americano (Sebastián López 1990, p. 20).
18 Gisbert 1980.
19 Algunas de sus aportaciones son El barroco iberoamericano: iconografía e iconología del arte novohispano (Sebastián López 1992), y los volúmenes escritos con José de Mesa y Teresa Gis-bert, Arte Iberoamericano desde la colonización a la indepen-dencia (Sebastián López, Mesa y Gisbert 1985). También es re-presentativo de sus planteamientos metodológicos Contrarrefor-ma y barroco (Sebastián López 1981). Anteriormente, en las dé-cadas de 1960 y 1970, Sebastián publicó diversos artículos mono-gráficos sobre obras, iglesias y programas iconográficos, muchos de ellos producto de sus investigaciones sobre el terreno cuando vivía en Sudamérica.
20 Otro estudioso que llamó la atención sobre la originalidad temá-tica de la pintura cuzqueña de los siglos xvii y xviii en un perío-do en el que se seguía considerando peyorativamente y se insis-tía sobre su atractiva ingenuidad, fue Francisco Stastny (Stastny 1982a, pp. 41-54).
21 Durante muchas décadas, los historiadores del arte, tanto latino-americanos como del exterior, se concentraron en estudiar la arqui-tectura, pues les parecía la forma más innovadora del arte colonial. Analizaban los monumentos en términos de la tensión entre los modelos europeos y sus adaptaciones locales, y entre la década de 1960 y principios de la de 1980 muchos de ellos participaron en el crucial debate sobre la naturaleza del arte colonial y sobre si existía en realidad un barroco latinoamericano o si por el contrario debía hacerse una historia del barroco en América Latina, como manifestación regional de un estilo europeo. Lo que estaba en jue-go era la validez de una identidad latinoamericana, con su relativa autonomía frente a Europa, tesis que fue ganando terreno y que en la práctica ponía en tela de juicio la historiografía anterior, do-minada por la idea de que el arte latinoamericano seguía muy de
pea. Conviene recordar además que, por su naturaleza, las
pocas monografías sobre artistas del período colonial que po-
drían escribirse y que de hecho se han escrito ofrecen un pa-
norama fragmentario de la práctica artística en sus regiones o
épocas respectivas15.
Retomando el análisis historiográfico de la pintura virrei-
nal, podemos decir que uno de los períodos clave fueron las
décadas de 1950, 1960 y 197016. Fue entonces cuando unos
pocos historiadores empezaron a prestar atención, más que a las
similitudes de las obras coloniales con el arte europeo, a sus
singularidades. Francisco de la Maza (1913-1972) fue una de las
figuras destacadas de ese tiempo. Publicó estudios sobre una
gran variedad de temas del arte de Nueva España, desde pin-
tores concretos hasta los retablos de alabastro, los programas
iconográficos de las capillas, los conventos femeninos, y la
Virgen de Guadalupe. Su combinación de enfoques histórico-
artísticos tradicionales con una historia cultural fue novedosa
para el arte novohispano y tuvo gran influencia en generacio-
nes posteriores17. Más al sur, el trabajo pionero de Teresa Gis-
bert (n. 1926) entendía el elemento indígena en el arte del al-
tiplano boliviano de una forma que sigue teniendo mucha
vigencia18. Gisbert fue una de las primeras en aplicar de mane-
ra sistemática la idea de que el análisis iconográfico solo es útil
en el arte virreinal si tiene en cuenta las particularidades del
mundo andino y su sociedad, especialmente su componente
indígena. Otro iconógrafo que en esa época dejó una obra
crucial fue el español Santiago Sebastián López (1931-1995). Su
análisis de la presencia de la emblemática en la pintura, com-
binado con su interés por la iconografía religiosa, y en especial
la de la Contrarreforma —tan abundante en Hispanoamérica—,
abrió un nuevo campo de estudio para el arte virreinal: el de
la imagen religiosa y sus funciones19. Para principios de la dé-
cada de 1980, estos historiadores y otros más habían llamado
la atención sobre algo que quizás habían obviado o simplemen-
te relegado a un segundo plano los que consideraban la pintu-
ra hispanoamericana como una extensión de la europea: la
riqueza y a menudo la singularidad de su temática20. Es inne-
gable que gran parte de su atractivo reside en su creatividad
iconográfica, y esa es una de las razones que justifican una
historia general de la pintura virreinal.
Durante los años ochenta y noventa la disciplina se
afirmó como tal y empezó a crecer sustancialmente. Por en-
tonces, era más que evidente para la mayoría de especialistas
que reproducir las metodologías europeas, sobre todo el aná-
lisis formal con sus etiquetas estilísticas, no siempre deparaba
buenos resultados. De esa constatación nacieron varios enfo-
ques. De un lado, como acabamos de señalar, los estudios
iconográficos, que dieron una visión más rica del arte virreinal,
contribuyendo a subrayar su identidad autónoma. Además, el
fecundo resultado de los análisis iconográficos atrajo la aten-
ción de los estudiosos hacia la pintura, hasta entonces en un
colecciones españolas, lo mismo que sucede en América Latina.
La única diferencia es que las obras hispanoamericanas de ese
tipo —consideradas como imágenes— pueden ser objeto de
estudio por diversas y legítimas razones, mientras que la histo-
ria del arte español se ha interesado menos por aquellas14. A la
inversa, el arte virreinal de gran parte de América Latina no
podría estudiarse como el español. Por citar solo uno de los
varios problemas que se plantean, con la excepción de la ciu-
dad de México y de otros pocos lugares, existen demasiadas
obras anónimas para poder escribir el tipo de monografía que
tanto determinó la evolución de la historia de la pintura euro-
191 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
cerca los modelos españoles y europeos, era conservador, repetiti-vo y carecía de originalidad. Las dos reuniones fundamentales a este respecto fueron el XXXVI Congreso Internacional de America-nistas. España 1964 (actas en Congreso Internacional de America-nistas 1966), en el que se debatió, clarificó e incluso se sometió a votación el uso de «arte mestizo» como expresión adecuada, y el Simposio internazionale sul barroco Latino Americano (1980) (ac-tas en Simposio internazionale sul barroco 1982), que incluía im-portantes aportaciones de Graziano Gasparini y Ramón Gutiérrez entre otros. Sobre la historiografía de este período, véanse García Sáiz 1991, pp. 109-122; la introducción de Sebastián a El barroco iberoamericano (Sebastián López 1992, pp. 19-25); Mujica Pinilla 2002a, pp. 1-57, y Alcalá 2010b, pp. 322-348.
22 Sebastián López 1992, p. 21.
23 En Europa, los emblemas alegóricos circularon sobre todo entre los medios religiosos e intelectuales y en la corte, en forma de estampas incluidas en libros o en decoraciones efímeras, pero en algunas zonas de la América española tuvieron una visibilidad más permanente para un público amplio en forma de pinturas. Esto no significa, claro es, que todas esas audiencias entendieran los mensajes que estaban ocultos en ellas. Sobre la pintura em-blemática en Nueva España, véase Cuadriello et al. 1994; y en el virreinato del Perú, Mujica Pinilla 2003, pp. 251-335. Sobre la
muchas investigaciones históricas y los que se interesan por
ella han hallado en la pintura virreinal un rico laboratorio para
su trabajo.
Se vislumbra así con claridad que, si el xvii fue el Siglo
de Oro de la pintura en España, la época virreinal fue el momen-
to álgido de la pintura al otro lado del Atlántico, especialmente
la última parte del siglo xvii y todo el xviii. En los virreinatos
americanos, la pintura comunicó entonces una extraordinaria
diversidad de ideas, creencias e identidades por medios nuevos
e inesperados. Incluso cuando se identifica una fuente europea
para una composición aparentemente original, suele sorprender
la manera en que el modelo se ha utilizado, lo que confirma la
observación de Sebastián de que «el carácter americano de este
arte no reside en las formas mismas, sino en cómo éstas fueron
interpretadas»22. Por ejemplo, no es raro encontrar iconografías
alegóricas y emblemáticas derivadas de estampas europeas inva-
diendo los lienzos a una escala monumental y sin precedentes,
una forma de apropiación y magnificación del modelo que es
por sí sola una marca de originalidad23 (fig. 1).
A la luz de esta evolución, una de las preocupaciones
fundamentales (y el principal cambio de paradigma) de la
última década ha sido reformular la relación del arte europeo
con el hispanoamericano. Durante un tiempo pareció que la
relación histórica entre América y España era el locus ideal
para los estudios basados en el modelo centro-periferia. Se
establecían comparaciones entre los pintores coloniales y sus
segundo plano respecto a la arquitectura21. Otras novedades
metodológicas que se produjeron a finales del siglo xx —es-
pecialmente el interés de la posmodernidad por las cuestiones
de identidad, incluyendo la otredad y la formación del sujeto—
explican también la mayor atención que está recibiendo la
pintura en la actualidad. La identidad es hoy el motor tras
fIg. 1 Marcos Zapata, Las letanías de la Virgen: Speculum Justitiae, 1755, basado en estampas de Thomas Schaeffler de 1732,
óleo sobre tela (medio punto). Cuzco, Basílica Catedral, Arzobispado del Cusco
20 l u i s a e l e n a a l c a l á
importancia de la tradición emblemática en el mundo hispánico pueden verse las numerosas publicaciones de Fernando R. de la Flor, como Flor 1995, y Mínguez Cornelles 1995.
24 Aunque el arte colonial se realiza bajo un régimen colonial, ello no significa que en sí mismo sea colonial o periférico. Véase a ese respecto Jonathan Brown en su introducción al capítulo 3 de esta publicación.
25 Kubler 1985b, pp. 81-87.
26 Consciente de esto, Nelly Sigaut propone utilizar el modelo cen-tro-periferia, pero redefiniendo sus términos. Véase Sigaut 2002a, pp. 67-68. El trabajo de esta investigadora está relacionado con el de varios otros que a lo largo de los años han venido tratando de reformular el modelo centro-periferia para adecuarlo mejor a la situación artística de los virreinatos. Por ejemplo, Francisco Stast-ny sugiere las categorías de centro, periferia y arte provincial, estableciendo una diferencia entre las dos últimas y sosteniendo además que la mayor originalidad no se encuentra en las zonas provinciales, sino en la periferia; véase Stastny 2001a, pp. 94-96.
27 DaCosta Kaufmann 2008; también del mismo autor, DaCosta Kaufmann 2004, p. 205. Los enfoques mundiales de la historia del arte están hoy en la vanguardia metodológica de los estudios so-bre la Edad Moderna, en parte por la influencia de los estudios sobre los jesuitas realizados en las dos últimas décadas; véanse a este respecto Bailey 1999, y O’Malley et al. (eds.) 1999.
28 Dado que los catálogos de exposiciones se han convertido en un vehículo fundamental para los estudios especializados, es impor-tante tener en cuenta que las obras incluidas en las exposiciones no son siempre las mejores ni las más representativas de un deter-minado artista o una determinada escuela pictórica. Como es bien sabido, las exposiciones son el resultado de múltiples y azarosas circunstancias, en las que una pieza prestada puede ser sustituida por otra que no sea la más deseada o adecuada. Sin embargo, al mismo tiempo, las muestras impactan sobre el canon, pues es fre-cuente que las piezas que se presentan en una exposición luego se incluyan reiteradamente en otras, así llegando a formar parte del canon inevitablemente; véase Haskell 2000, especialmente p. 2; y para un análisis sobre cómo los cánones son establecidos en parte por la cultura popular y por factores como las exposiciones temporales de los museos, las políticas de exposiciones y el valor de mercado, pero no necesariamente por las aportaciones de los estudios especializados, véase Gaskell 1992, pp. 178-181.
29 El cuadro que aquí se ilustra (y que pertenece a una serie de cuatro) fue descubierto en los almacenes del Museo Nacional de Historia de Chapultepec, en Ciudad de México, por un equipo de historiadores del arte que preparaban la exposición Los pinceles de la historia. El origen del Reino de la Nueva España, 1680-1750 (Pinceles de la historia 1999).
arte en los virreinatos. Como teoría basada en dos categorías
fijas en la que la influencia va solamente en una dirección,
pasa por alto las múltiples formas en que circulaban las ideas
en el seno de los virreinatos, así como entre ellos y el conti-
nente, igualmente amplio y heterogéneo, que se hallaba al
otro lado del Atlántico. Como señaló hace décadas George
Kubler (1912-1996), el arte español no basta por sí solo para
explicar el arte realizado en América Latina debido a que
muchas de sus influencias procedieron de otras regiones de
Europa y también de Asia25. En suma, no había un único cen-
tro al que mirara de manera exclusiva el arte hispanoameri-
cano26. Y, lo que es tal vez más importante, el modelo centro-
periferia excluye los componentes indígenas, que es una
razón más de su limitada utilidad.
Respondiendo al interés de Kubler por una perspectiva
más amplia, Thomas DaCosta Kaufmann (n. 1948) ha sugerido
recientemente pensar en los virreinatos como áreas culturales
dotadas de una identidad propia, también en relación con
otras áreas culturales comparables de Europa, un modelo que
en realidad elimina la jerarquía que está implícita en el para-
digma centro-periferia y en su lugar inscribe la historia del arte
virreinal en la perspectiva metodológica de una geografía del
arte27. La vigencia de estos enfoques que se aproximan a los
objetos a través del prisma de la globalización ha permitido a
Europa incorporarse de una forma nueva a los debates sobre
el arte hispanoamericano. Más aún, este planteamiento nos
enseña que el conocimiento del arte europeo puede benefi-
ciarse del estudio de sus contactos con América. En la primera
línea de esta revolución metodológica se halla la historia de la
circulación y la transferencia de bienes e ideas artísticas y
culturales, tanto a escala local como mundial, cuestión de la
que nos ocuparemos con más detenimiento en otra sección de
este capítulo.
Un último aspecto metodológico a considerar para es-
tudiar la pintura colonial —y que por su propia naturaleza está
vinculado a la historia del arte europeo— es el canon. Una de
las consecuencias del actual interés por este campo es que se
está elaborando un nuevo canon de obras. Han contribuido de
manera significativa a este proceso el incremento de las publi-
caciones, pero también el considerable número de exposicio-
nes temporales que, con catálogos bien ilustrados, se han ce-
lebrado por todo el mundo en los últimos veinte años. A través
de su repercusión y visibilidad pública, las exposiciones han
incorporado muchas obras nuevas al «canon» simplemente por
el hecho de que figuraban en ellas. Además, han puesto de
manifiesto ante un público mayor que nunca que la historia del
arte hispanoamericano merece más atención28. A pesar de ello,
y paradójicamente, sorprende el escaso debate que hay sobre
el canon del arte virreinal.
Fueron las primeras generaciones de estudiosos del
arte hispanoamericano las que sentaron las bases de lo que
colegas en la metrópoli a partir del supuesto de que aquellos
basaban sus obras en los modelos importados y de que su
arte sólo podía explicarse adecuadamente a través de estas
influencias. En la actualidad, tal planteamiento resulta proble-
mático por diversas razones. En primer lugar, porque el para-
digma centro-periferia impone automáticamente una escala de
valores jerárquica que sitúa a Europa por encima de América.
Y en segundo lugar porque, al aplicarse a un contexto colo-
nial, se puede dar por sentado que la relación política entre
los dos territorios es equivalente a su relación artística y se
reproduce en ella24. El modelo basado en el centro y la peri-
feria es demasiado restrictivo y no tiene suficientemente en
cuenta los diversos procesos que explican la evolución del
211 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
para la mayoría es hoy el canon de la pintura colonial, bases
que siguen siendo en gran parte válidas. Los pintores a los que
colocaron en primera fila —utilizando como criterio la calidad
estética— siguen siendo los protagonistas: Baltasar Echave
Orio, Cristóbal de Villalpando, Miguel de Santiago, Gregorio
Vásquez de Arce y Ceballos, Melchor Pérez Holguín, Diego
Quispe Tito y otros. Sin embargo, en los últimos años, se han
descubierto obras maravillosas antes desconocidas en iglesias
remotas, colecciones particulares o incluso en los almacenes
de importantes museos, con lo que el canon se ha ido am-
pliando29 (fig. 2). Pero no es sólo una cuestión de «ponerse al
día» y tener el patrimonio catalogado de una manera más
completa como está el europeo. En la transformación del ca-
non también ha representado un papel importante el impacto
de las metodologías más recientes de la historia del arte en
general y el desarrollo de una visión más interdisciplinar para
el arte colonial en particular. El resultado es un canon en
expansión que se compone tanto de arte como de imágenes,
lo que no puede decirse del canon del arte europeo de nin-
guna región, y que, como señalábamos al principio de este
ensayo, dota a este campo de su propia singularidad. Así, al-
gunas de las mejores y más interesantes pinturas hispanoame-
ricanas siguen siendo anónimas, a diferencia de lo que suce-
de en el arte europeo de la Edad Moderna, cuyo canon se
basa sobre todo en la autoría. Dicho de otro modo, el canon
de la pintura virreinal no está unificado por ningún factor
fIg. 2 José Vivar
y Balderrama,
La humillación
de Cortés, mediados
del siglo xviii,
óleo sobre tela,
374 x 359 cm.
Ciudad de México,
Museo Nacional
de Historia, Instituto
Nacional de Antropología
e Historia
22 L U I S A E L E N A A L C A L Á
común que sea claramente determinante al modo en que lo
están los cánones tradicionales europeos (muchos de ellos ba-
sados en la vita o biografía de un artista, así como en los idea-
les de belleza, dibujo y perspectiva del Renacimiento italiano)30,
y sin duda no únicamente por su calidad estética (desde luego
no por una definición de la calidad que tome como referencia
a los maestros antiguos europeos).
Como viene advirtiendo la historiografía, para acercarse
a un centro artístico no italiano es imprescindible que el canon
se defina de manera interna, no externa con respecto a la tradi-
ción de Italia31. En general, por tanto, la norma para medir los
logros de estos artistas tendrá que venir determinada como res-
puesta a las condiciones locales, con el reconocimiento explícito
de que esas condiciones eran fundamentalmente distintas de las
que existían en Europa. El acceso al tipo de formación (especial-
mente en las primeras generaciones tras la conquista pero tam-
bién en fechas posteriores según los lugares) y a los ricos reper-
torios de modelos que informaron las obras de la mayoría de los
artistas europeos de la época moderna era casi inexistente en
Hispanoamérica. Por citar solo el ejemplo más evidente, la Anti-
güedad grecorromana no tenía la presencia que tenía en Europa
(ni en ruinas reales, ni en colecciones privadas, reproducciones,
fIg. 3 Anónimo, Pantocrator,
siglo xvi, mosaico de plumas.
105 x 90 cm. Tepotzotlán,
Museo Nacional del Virreinato,
Instituto Nacional de
Antropología e Historia
231 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
de la pintura esta más estrechamente ligada a tradiciones y prác-
ticas profesionales europeas, se puede entender la calidad como
estética normativa, pero existen situaciones geográficas y mani-
festaciones artísticas, como la pintura mural en el Altiplano an-
dino, donde se introducen factores muy particulares que expli-
can sus distintas cualidades plásticas (véase el capitulo 11).
Más allá del tema del canon, una de las cuestiones tra-
tada por los autores de este volumen es cómo explicar y des-
cribir una pintura tan diversa. En esta coyuntura, puede ser útil
tener en cuenta que el arte hispanoamericano es tan atractivo
por sus diferencias como por sus similitudes con el europeo.
La historiografía reciente ha enfatizado más las diferencias que
las semejanzas. Destacadas diferencias pueden identificarse en
diversos ámbitos: los materiales y las técnicas (los enconchados
[fig. 27], el arte plumario [fig. 3], los biombos o los queros
[cap. 6, fig. 7], por ejemplo); los estilos (la escuela pictórica de
Cuzco y sus aplicaciones de oro [fig. 4]); y la iconografía (en
invenciones temáticas como los arcángeles con arcabuces del
virreinato del Perú [cap. 9, fig. 31 y 51] o la pintura de castas
en Nueva España [fig. 5 y cap. 4, fig. 42]). No obstante, los
autores de este libro abordan también diferencias más sutiles,
especialmente de carácter estilístico, que en muchos casos son
difíciles de definir, aunque la pintura virreinal constituya un
corpus aparte de la europea y sea reconocible como tal tanto
por los especialistas como por los meros aficionados. Lo que
queremos hacer aquí es señalar el peligro de catalogar la pin-
tura colonial a partir de las disyuntivas «más o menos europea»
o «más o menos hispanoamericana». Como hemos visto, algunos
de los primeros historiadores del arte colonial privilegiaron las
vaciados, etcétera). Como señala Jonathan Brown en el capítulo 3
de esta obra, el arte europeo estaba disponible solamente en una
«forma incorpórea» para los artistas que habían nacido en Amé-
rica, circunstancia que por sí misma explica la naturaleza de la
pintura hispanoamericana como una tradición vinculada a la eu-
ropea pero distinta de ella.
Solo tomando estas cuestiones en consideración puede
empezar a configurarse un canon de la pintura hispanoamerica-
na, como de hecho se va haciendo implícitamente en gran parte
de los estudios existentes aunque no hagan referencia explícita
al tema del canon. Los diversos capítulos de este libro establecen
una serie de cánones para la historia de la pintura colonial, a
través de los cuales surge una nueva definición del término ca-
lidad. De hecho, la disparidad de estilos y tradiciones en esta
geografía parece aconsejar una aproximación mediante cánones
plurales. Es decir, en algunos casos, sobre todo en aquellos don-
fIg. 4 Anónimo, El regreso
de Egipto, siglo xviii,
oleo sobre tela, 66 x 123 cm.
Huaro, iglesia de San Juan
Bautista de Huaro,
Arquidiócesis de Cuzco
30 Aunque han aparecido nuevos enfoques de la historia del arte (del marxismo y el estructuralismo hasta el post-estructuralismo, el feminismo, los estudios de género, la semiótica, etcétera) que han modificado el discurso tradicional, la historia de la pintura europea sigue teniendo uno o varios cánones claros y consolida-dos que se basan en una selección cualitativa y estética.
31 Definir las diversas tradiciones artísticas de manera interna y no por comparación con el arte del Renacimiento italiano ha tenido un fundamental efecto de liberación para muchas culturas, inclui-das algunas europeas. Al respecto, véase la obra pionera de Svet-lana Alpers (Alpers 1973, pp. XVII-XXVII). Para un análisis de la redefinición de los cánones y del papel de los historiadores del arte en su construcción, véanse Moxey 2004, y, más recientemen-te, Brzyski 2007.
24
Los v Irre Inatos de nueva españa y eL perú : eL otro marco de comparac Ión
Aunque el presente volumen no es una historia comparada de
la pintura en los virreinatos de Nueva España y el Perú, sus
diferentes historias de conquista y colonización arrojan luz so-
bre algunas de las principales diferencias artísticas: especial-
mente, la notable ausencia en el Perú de una experiencia artís-
tica mixta, hispano-indígena, en el período inmediatamente
posterior a la conquista tan rica como la que encontramos en
Nueva España (véase el capítulo 2).
La capital azteca, Tenochtitlán, fue tomada oficialmente
por los españoles en agosto de 1521, fecha en la que el último
soberano independiente de los aztecas se rindió a Cortés y sus
tropas33. La exploración y conquista de lo que después sería el
virreinato del Perú se produjeron en gran parte en la década
siguiente. Mientras que la ciudad de México y sus zonas circun-
dantes fueron rápidamente organizadas y por tanto colonizadas
por las autoridades españolas con ayuda de las misiones fun-
dadas por franciscanos, agustinos y dominicos desde la década
de 1520, en el Perú ese proceso fue más tardío y lento. El prin-
cipal obstáculo a la pacificación y colonización del Perú fue la
guerra civil que dividió a los conquistadores españoles (el bando
obras de aspecto «europeo»32. Actualmente, debemos tener cui-
dado de no inclinar la balanza en dirección contraria, pues tan
virreinal e hispanoamericano es el arte más próximo a los mo-
delos europeos como el que parece tener más elementos indí-
genas. El espinoso problema de cómo analizar las diferencias
pero también las semejanzas con el arte europeo sin sesgos
eurocéntricos, sin depender en exceso de la idea de «influencia»
y evitando los tendenciosos modelos centro-periferia, es un
complicado rompecabezas que nos obliga a abordar cuestiones
difíciles pero importantes no solo para la historia de estas re-
giones, sino para el arte en general, cuestiones como la geo-
grafía del arte, el intercambio cultural, los sistemas de organi-
zación profesional, la evolución estilística y el desarrollo de los
géneros pictóricos.
Como hemos visto, la diferente percepción que se tiene
de la pintura hispanoamericana respecto a la europea es con-
secuencia tanto de lo que se ha estudiado y no se ha estudiado
como de la manera en que se ha estudiado. Una vez definido
lo que no es la pintura colonial —no es la periferia de Europa,
ni un canon mimético de los europeos (en el doble sentido de
que se refiere a las imágenes y al arte conjuntamente, y que se
desarrolló en condiciones diferentes)—, intentaremos ofrecer
una información básica que ayude a explicar por qué esta pin-
tura es como es.
fIg. 5 Luis Berrueco, Escenas de mestizaje, principios del siglo xviii,
óleo sobre tela, 209 x 406 cm. Madrid, Museo de América, inv. 2009/05/22
L U I S A E L E N A A L C A L Á
251 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
32 Para un análisis de esta historiografía, véase García Sáiz 1995, pp. 83-100.
33 Sobre el término «azteca», véase la nota 1 del capítulo 2.
34 Estenssoro 2010, pp. 151-205.
35 Cummins 1996, pp. 157-170; Cummins 1991, pp. 203-231; Dean 2002, pp. 144-150, y Dean 2010.
sión geográfica de su virreinato e insalvables obstáculos naturales
(como los Andes), así como una historia distinta en lo que se
refiere al papel de las órdenes mendicantes en sus primeras mi-
siones, son factores que explican en parte algunas de las diferen-
cias que aparecen en los diversos capítulos de este libro.
Aunque estas condiciones históricas y geográficas son fun-
damentales, no menos importante es tener en cuenta el efecto de
las tradiciones artísticas prehispánicas en el surgimiento del arte
virreinal. La tradición mesoamericana era rica en pinturas murales
y manuscritos pictográficos. Tras una reticencia inicial marcada
por polémicas internas sobre si se debían utilizar o no a los artis-
tas indígenas y fomentar unas formas visuales híbridas en el nue-
vo contexto cristianizado, las órdenes mendicantes se convirtieron
en los principales promotores de estas manifestaciones artísticas.
Lo mismo ocurrió con el arte plumario, tradición y técnica pre-
hispánicas que se reformularon en términos cristianos y que son
la cumbre de la producción artística y de la magnificencia en la
Nueva España de mediados del siglo xvi. Aunque espléndido por
sí mismo, el arte andino prehispánico, en especial el inca, no era
básicamente figurativo. Las tradiciones artísticas allí dominantes,
la cerámica y los textiles, favorecían los diseños abstractos. El
sistema de escritura utilizado en la Mesoamérica prehispánica,
que facilitaba la participación de los indígenas en la producción
de la primera pintura colonial en Nueva España precisamente
porque era pictográfico (unión de imagen y texto), no tenía un
equivalente en el imperio inca. Allí, los registros históricos obe-
decen a un sistema abstracto y de carácter mnemotécnico no
menos notable, mediante quipus o cuerdas con nudos de uno o
varios colores. En las primeras décadas posteriores a la conquista,
así pues, las continuidades artísticas eran más posibles en la zona
central de México que en el virreinato del Perú.
No obstante, esas continuidades no duraron mucho, y
en el último tercio del siglo xvi el elemento indígena —como
quiera que lo definamos (véase sobre este complejo asunto, el
capítulo 2)— pierde presencia. Ese cambio se explica en gran
parte por factores religiosos y políticos. Las décadas de 1570
y 1580 se caracterizan por la reorganización de la Iglesia y el
virreinato, la primera muy determinada por las consecuencias de
la Contrarreforma. Nuevas políticas restringieron el poder de las
órdenes mendicantes, que habían favorecido la participación
de los indígenas en las artes a gran escala, especialmente en
Nueva España. Además, en los virreinatos había crecido consi-
derablemente la población española, mientras que en muchas
zonas la indígena se había reducido drásticamente debido a
las epidemias. La llegada de más españoles y el aumento de la
población criolla (los descendientes de españoles nacidos ya
en América) favorecieron el desarrollo urbano y se tradujeron
en el deseo de una cultura más claramente hispanizada. Esa
clientela, incluidos los obispos y virreyes que llegaban de Es-
paña, y que fueron consolidando su base de poder, exigía un
arte de apariencia europea. En consecuencia, los efectos del
de Francisco Pizarro contra el de Diego de Almagro). Esa lucha
por el territorio, el poder y la riqueza (tanto real como imagi-
nada), en la que ambas partes implicaron a la población autóc-
tona, se mantuvo hasta 1549.
Además de estos problemas, el imperio inca opuso más
dificultades a la conquista que el azteca. Incluso después de que
Pizarro hubiera ejecutado en Cajamarca al emperador inca Ata-
hualpa, en 1533 —acción que ya era en sí misma problemática
desde el punto de vista del derecho del imperio español34— y
hubiera instalado a un gobernante inca títere para facilitar el
control, siguió habiendo durante muchas décadas un reino inca
independiente en Vilcabamba, que se resistía al dominio espa-
ñol. Por esta razón, no se puede decir que la conquista se había
completado definitivamente hasta 1572, año en el que el virrey
Francisco de Toledo capturó y ejecutó a Túpac Amaru, el último
de los soberanos incas insurgentes en Vilcabamba. E incluso
entonces, la bibliografía suele subrayar un mayor espíritu de
resistencia frente a la colonización y la cristianización de los
pueblos andinos que de los mexicas de Mesoamérica.
Parte de esa resistencia se entiende por las diferentes
situaciones geopolíticas de los dos virreinatos. Mientras que
Cortés fundó la capital española de México sobre las ruinas del
Tenochtitlán azteca, Pizarro prefirió crear una capital española
totalmente nueva en la costa, en Lima (cuyo nombre oficial era
Ciudad de los Reyes). Cuzco, que había sido hasta entonces la
capital de los incas, estaba en el interior, enclavada en los An-
des, y de hecho sigue percibiéndose hoy como la «capital de
los incas». Los visibles restos de muchos de los edificios prehis-
pánicos, como los que hay en el convento de Santo Domingo
(antiguo templo Coricancha), marcaron la identidad urbana de
Cuzco durante todo el período colonial de una manera que no
tenía paralelo en México. Junto con la memoria colectiva andi-
na e inca, aquellas piedras contribuyeron a que durante el
período virreinal persistiera un clima que se ha definido o bien
como de nostalgia de la grandeza del pasado inca, o bien como
de resistencia activa a la autoridad española, y que en última
instancia dotó a Cuzco y a su evolución artística de un carácter
singular, muy distinto del de la más hispanizada Lima35.
Este resumen histórico ya nos permite conocer una serie
de condiciones que hemos de tener en cuenta al valorar las di-
vergentes historias artísticas de los dos virreinatos. Nos ayudan a
entender por qué el Perú y Nueva España no tuvieron una histo-
ria paralela y cómo el arte virreinal se desarrolló antes en Nueva
España. La falta de estabilidad política en el Perú, la mayor exten-
36 La construcción de una tradición pictórica novohispana se estudia en Ruiz Gomar 2004a, pp. 47-77, y Ruiz Gomar 2004b, pp. 151-172.
37 Los españoles no podían entrar en las misiones salvo en días de mercado estipulados y en limitadas visitas especiales.
38 Cobo 1964, II, p. 425.
39 Entre los estudios pioneros sobre el mecenazgo en Nueva España cabe citar Vargas Lugo 1972, y Obregón 1971. Son útiles asimis-mo las ponencias de un coloquio internacional que tuvo lugar en 1997, recogidas en Curiel (ed.) 1997. No obstante, hay que señalar que los estudios sobre mecenazgo se han centrado mucho más en el papel de las órdenes religiosas que en el de miembros o colectivos particulares de la sociedad civil, sobre los que se necesita más investigación; una importante excepción es Cuadriello 2004a. En los capítulos 9 y 10 de esta publicación se menciona a varios interesantes mecenas del virreinato del Perú.
40 Entre los ejemplos clásicos figuran episodios de la historia de la conquista y de milagros de la Virgen y Santiago. Véanse al respec-to Estenssoro 2005, pp. 110-119; en esa misma obra, Wuffarden 2005, pp. 205-211; varios ensayos de Santiago y América 1993, y también de Vandenbroeck (ed.) 1992. Para un serio análisis de las contradictorias creencias y prácticas religiosas novohispanas en torno a Santiago, véase Taylor 1999, pp. 272-277.
26
La soc Iedad coLonIaL : cL IenteLa y púbL Ico
La importancia de tener en cuenta quién es el destinatario de
una pintura, quién la ha pagado, pero también quién la va a ver,
no puede exagerarse en la historia del arte, pero parece espe-
cialmente pertinente en el mundo colonial, en el que la socie-
dad estaba dividida no sólo en clases sino también en razas, en
una combinación socio-étnica compleja, inestable y en constan-
te evolución, que no tenía paralelo en Europa. En el siglo xvi,
el ideal utópico de establecer una república de indios separada
de una república de españoles —oficialmente para proteger a
los primeros de los vicios, los pecados y la corrupción de los
segundos— se practicó en los primeros asentamientos. Sin em-
bargo, el mestizaje se inició con la conquista misma y, a medida
que las ciudades fueron creciendo, ese tipo de separación aca-
bó siendo inviable salvo en algunas zonas rurales y en las mi-
siones37. Por tanto, aunque las trazas urbanas distinguían entre
las parcialidades o barrios indígenas y los españoles, en la prác-
tica el intercambio y encuentro cotidiano entre estos estamentos
era constante. No obstante, la dominación española, muy sen-
sible a las cuestiones de pureza de sangre, linaje y condición
social, tenía diversas formas de imponer sistemas de clasifica-
ción y separación, no sólo en divisiones étnicas, sino también
por edad, género, clase y profesión. Un buen ejemplo de esta
práctica es la forma en que solían estar organizadas las cofradías
religiosas —como también en España— al servicio de uno u
otro sector de la sociedad. A mediados del siglo xvii, por ejem-
plo, la iglesia jesuita de San Pablo de Lima (hoy San Pedro), una
de las mayores y más populares de la capital del virreinato del
Perú, tenía nueve cofradías: una para los indios, otra para los
negros, otra para los negros y mulatos jóvenes, otra para los
solteros, otra para los niños, dos para los estudiantes de nivel
superior y otra para el clero38. Pero de nuevo, aunque esas co-
fradías intentaron infundir un sentido del orden en la sociedad
colonial, la realidad es que era muy frecuente que la gente se
hiciera pasar por miembro de un grupo racial o social distinto
al que le venía marcado por el nacimiento.
Habida cuenta de la diversidad racial de la sociedad, los
estudios sobre el mecenazgo y la recepción de las obras de arte
han sido uno de los planteamientos metodológicos más fructí-
feros para la historia del arte hispanoamericano. Las investiga-
ciones sobre los comitentes irrumpieron de manera más consis-
tente en la historiografía del arte mexicano en las décadas de
1980 y 199039. Al poner en primer plano el contexto histórico
local se liberaba al objeto de estudio de la metodología domi-
nante, que era el análisis formal, y de la tendencia de la biblio-
grafía anterior a subrayar la dependencia de los modelos euro-
peos en detrimento de los procesos artísticos locales. A su vez,
los estudios sobre la recepción de las obras de arte, un enfoque
que es aún más reciente en nuestro campo, ha incrementado la
arte y los artistas que llegaban al Nuevo Mundo desde Europa
se acentuaron hacia finales del siglo xvi. Para esa época, las
filiaciones estilísticas y los orígenes geográficos de los pintores
europeos que viajaron a Hispanoamérica explican los modos
más italianizantes de la pintura en el Perú, frente a la tradición
más hispanoflamenca que se aprecia en Nueva España (véanse
los capítulos 3 y 7).
Sin embargo, desde más o menos mediados del siglo xvii,
si no antes, las tradiciones locales empezaron a desarrollarse
con bastante independencia de sus referentes europeos. Los
pintores tenían ya sus propios modelos locales que seguir,
obras anteriores creadas en suelo hispanoamericano que ha-
bían llegado a formar parte de la tradición fundadora y que se
reconocían como tal mediante citas visuales36. Estos artífices
demostraron asimismo más libertad para manipular los modelos
europeos, tanto estilística como temáticamente, y elegían a me-
nudo sus temas para adecuarlos a los intereses de la sociedad
en que vivían. Así pues, la historia de las influencias europeas
no es en modo alguno homogénea ni constante, y es solo uno
de los muchos factores que desempeñaron un papel en el
desarrollo del arte hispanoamericano. A finales del siglo xvii
existe un claro estilo del México metropolitano, otro estilo de
Puebla, en cierto modo relacionado con él, un estilo comple-
tamente distinto en Quito y otro en Santa Fe de Bogotá, todos
los cuales eran a su vez bastante diferentes de los que se cul-
tivaban en Lima, Cuzco y Potosí. Cómo se desarrolló cada uno
de esos estilos y por qué fue así son algunas de las cuestiones
que este libro quiere desentrañar. Fueron muchos los factores que
influyeron en esa historia, pero algunos de ellos forman parte
de una experiencia compartida que hemos de tener siempre en
cuenta al estudiar estos materiales, y de la que nos ocuparemos
en las secciones siguientes.
L U I S A E L E N A A L C A L Á
271 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
fIg. 6 José de Valladares, La apoteosis de la Orden Mercedaria, 1759, franja inferior añadida por Juan José Rosales en 1813,
óleo sobre tela. Guatemala, iglesia de la Merced, sacristía
sensibilidad sobre la definición de público o, más adecuada-
mente, sobre la existencia de públicos simultáneos. Junto con
la investigación sobre el mecenazgo, ha permitido también que
se plantearan cuestiones de visión, poder y negociación de
identidades a través del arte. Como está ya sobradamente de-
mostrado y se verá en este libro, las pinturas virreinales solían
tener múltiples significados, incluso contradictorios, según el
público que las recibía en un momento determinado40. Aún así,
aunque a continuación presentamos unas categorías concretas
de público y cliente, con una clara radiografía de la sociedad
colonial a todos los niveles —al igual que hacen las cofradías
de la iglesia de San Pablo que hemos mencionado—, no hemos de
olvidar que los intereses de esos grupos a veces se solapaban
y convergían y no eran en modo alguno estáticos.
En el nivel más alto de la sociedad encontramos a las
autoridades religiosas y virreinales, que solían ser españoles,
llamados también peninsulares en Nueva España y chapetones
en el Perú. De estos dos grupos, los documentos sugieren que
28 l u i s a e l e n a a l c a l á
41 La decoración del palacio ha sido analizada recientemente en Montes González 2005, pp. 153-165; véase también Schreffler 2007, pp. 37-82.
42 En algunos estudios sobre el arte hispanoamericano se considera útil establecer comparaciones con otras capitales de territorios sa-télites de la monarquía española (como Nápoles o Bruselas) o in-cluso con otras provincias europeas (como Bohemia y Polonia). Por ejemplo, sobre el último caso, véase Burke 2006-2007, p. 73. Al mismo tiempo, es importante tener en cuenta que la distancia, y sus consecuencias, es probablemente el principal factor indivi-dual que marca la diferencia entre las cortes y centros urbanos de Europa y las de Hispanoamérica, de manera que la circula-ción de personas, incluidos los comitentes y artistas, era mucho más fluida y frecuente en Europa que en América (o entre ésta y Europa). Son estudios clásicos sobre los imperios y la sociedad y cultura cortesanas Elliott 2007 y Elliott 2006.
43 Sobre el programa iconográfico de la sacristía de la catedral de Ciudad de México, véanse Sigaut 2002b, pp. 111-140, y Gutiérrez Haces et al. 1997, pp. 72-79 y 202-211. Sobre el ciclo completo, véase el capítulo 3.
44 Véase por ejemplo el análisis que se hace en Gruzinski 2000, pp. 295-320.
45 Sobre la tendencia de los agustinos a construir edificios más ornamentados y monumentales en el México colonial, véanse Angulo, Marco Dorta y Buschiazzo 1955, II, pp. 359-360, y más recientemente Peterson 1993, p. 17.
46 Mujica Pinilla 2003, pp. 290-292.
47 Alcalá 2002a, pp. 36-45.
48 Entre los estudios clásicos sobre la identidad y el desarrollo de los criollos figuran Alberro 1992, y Brading 1991.
capillas y sacristías de las catedrales hispanoamericanas están
llenas de ricos programas iconográficos (cap. 3, fig. 39 y 40). Esas
pinturas tienen la finalidad universal de glorificar a la Iglesia, pero
cada vez más, a partir de mediados del siglo xvii, se subrayan en
ellas temas locales relacionados con la celebración de una Iglesia
claramente americana, a menudo a través de alegorías43.
La «Iglesia» no debe utilizarse sin embargo como una
categoría monolítica para identificar ni a un público ni a un
mecenas. Como en el resto del mundo católico, la Iglesia in-
cluía la rama secular (diócesis y parroquias) y la regular (órde-
nes religiosas), y esta última no fue menos importante en su
intervención en la producción de obras. Del mismo modo que
las sacristías de las catedrales dan testimonio del sentido de
finalidad y grandeza de la Iglesia secular, también lo hacen los
monumentales lienzos que aún se conservan en muchas de las
sacristías, coros y claustros de las iglesias de las órdenes (fig. 6).
Por otra parte, aunque las resonancias triunfantes de la pintura
que se halla en las sacristías de catedrales e iglesias conventua-
les sugieren una experiencia común, a lo largo de todo el pe-
ríodo colonial las dos ramas de la Iglesia estuvieron a menudo
divididas, de modo que su competencia y sus luchas por el
poder llenan los anales de la historia. Es importante, por tanto,
tener en cuenta esa dinámica de coincidencias y divergencias
el mecenazgo de los arzobispos y obispos fue tal vez aún más
importante que el de los virreyes. El cargo de virrey era tem-
poral y, a partir del siglo xvii, su mandato en raras ocasiones
superaba los seis años de duración. Este cambio constante de
virreyes no permitía un mecenazgo estable como el que carac-
terizaba a la corte española de Madrid. Existían en los virreina-
tos pintores «de corte» o «de cámara» en la medida en que a los
pintores favoritos de los virreyes y obispos les gustaba aparecer
en la documentación como tales, pero aún no sabemos sufi-
ciente sobre cómo funcionaba ese cargo y su remuneración.
Además, aunque en los palacios del virrey de Lima y México
se reproducían en lo fundamental los programas decorativos e
iconográficos de los palacios reales madrileños y europeos, en
forma de galerías de retratos y salas de cuadros de batallas41, la
situación de las cortes virreinales en América no es fácilmente
comparable a la madrileña o a la de otras cortes europeas42.
A diferencia de lo que ocurría con los virreyes, los cargos
eclesiásticos solían tener mandatos más largos, y entre sus titula-
res encontramos a muchos e importantes mecenas de las artes:
los obispos Juan de Palafox y Mendoza (1640-1649) en Puebla y
Manuel de Mollinedo y Angulo (1673-1699) en Cuzco son dos de
los ejemplos mejor estudiados y reaparecerán en los capítulos
siguientes (cap. 4, fig. 16, y cap. 9, fig. 28). El resultado es que
unas veces por obra de determinados obispos y arzobispos, y
otras gracias al mecenazgo de los canónigos catedralicios, las fIg. 7 Anónimo, Niño Jesús de Huanca vestido de Inca, primera mitad
del siglo xviii, óleo sobre tela, 86 x 75 cm. Lima, colección particular
291 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
útil instrumento para la construcción de identidades corporati-
vas, se impregnó del criollismo local. Del mismo modo que en
Europa, esos cuadros utilizan fórmulas compositivas reiteradas,
que dan uniformidad al conjunto cuando está colgado como
una serie, pero además incluyen, con más frecuencia que en
Europa, inscripciones en cartelas barrocas y rococó en las que
se cuentan los méritos del personaje (fig. 8). Para el público
contemporáneo, los elementos compositivos que ennoblecían
estos cuadros (las inscripciones, los cortinajes, etcétera), junto
con los otros objetos complementarios que había en las estan-
cias y capillas donde colgaban, como habitualmente la imagen
de una devoción local, eran factores que construían y a la vez
reflejaban un creciente sentimiento de orgullo criollo.
Algunas categorías temáticas están asociadas casi exclu-
sivamente a las aspiraciones de los criollos, y en ese sentido es
importante señalar que el sentimiento criollo no se limitaba a
los americanos de origen español; a finales del siglo xvii se
había extendido ya a otros sectores de la población que com-
partían esa misma actitud de orgullo local. Especialmente ricas
pues en algunos períodos, como por ejemplo en la parte cen-
tral del siglo xvi en Nueva España, tenían ideas muy distintas
sobre cómo debía ser el arte colonial e incluso sobre quién
debía realizarlo, si los artistas indígenas o los europeos44.
Al desglosar la categoría de la Iglesia regular se pone
aún más de manifiesto la importancia de reconocer las diferen-
cias de estrategia y gusto entre las órdenes. La de los agustinos
fue una de los más ostentosas y audaces a la hora de incorpo-
rar elementos indígenas de tradición prehispánica en los mu-
rales de sus conventos novohispanos del siglo xvi45 (véase
cap. 2, fig. 19). Por su parte, los franciscanos tuvieron una in-
tervención decisiva en la organización de algunas de las prime-
ras escuelas artísticas para la población nativa tanto en la ciu-
dad de México como en Quito. En lo que se refiere al
mecenazgo artístico, uno de los grupos más activos en todas
partes eran a principios del siglo xvii los jesuitas. Al igual que
las demás órdenes, la Compañía de Jesús tenía su propia forma
de actuar, que consistía muchas veces en adaptarse a las formas
y costumbres locales de una manera sorprendente, como cuan-
do en Cuzco, en el último cuarto del siglo xvi y principios
del xvii promovieron la presentación del Niño Jesús con el
atuendo y la corona imperiales incas (la mascapaycha) para
facilitar la evangelización de la población indígena46 (fig. 7). Al
mismo tiempo, los jesuitas se aliaron decididamente con las
nuevas elites criollas y se convirtieron en firmes defensores de
sus causas, como la de la Virgen de Guadalupe en México. Los
intereses de la Compañía, como los de muchas órdenes religio-
sas, solían cruzarse con las aspiraciones de los criollos pero, a
través de sus múltiples adhesiones y proyectos, el caso de los
jesuitas es un claro ejemplo de cómo la historia de la identidad
es más compleja de lo que suele pensarse. Es decir, tampoco
podemos olvidar que los jesuitas fueron siempre leales a su
identidad corporativa multinacional y a su obediencia a Roma,
del mismo modo que las demás órdenes religiosas tenían tam-
bién sus propias identidades corporativas47.
La creciente población criolla era uno de los grupos
sociales más activos en lo que al arte se refiere, y es necesario
tenerla en cuenta en cualquier historia de Hispanoamérica.
Gran parte de la historiografía reciente sobre las imágenes co-
loniales y el desarrollo artístico general ha centrado su atención
en los procesos de formación de la identidad criolla, además
de los de la elite de la nobleza indígena. Ser criollo significaba
fundamentalmente ser a la vez europeo y americano, con una
relación de amor-odio con Europa, nunca resuelta, y un cre-
ciente sentido de orgullo americano48. Lo más habitual era que
a los criollos se les denegaran los cargos administrativos altos
en el gobierno virreinal en beneficio de los peninsulares, con
lo que se volvieron hacia otras instituciones, como la universi-
dad y las órdenes religiosas, para establecer su base de poder.
En esas instituciones, la galería de retratos de miembros ilustres,
repertorio iconográfico básico en todo el mundo occidental y
fIg. 8 Anónimo, Diego de Vergara y Aguiar, h. 1650, óleo sobre tela,
166 x 123 cm. Lima, Museo de Arte e Historia de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos
30 l u i s a e l e n a a l c a l á
49 La Virgen de Guadalupe tiene una historia singular por varias razones: la primera es la idea de que la imagen no se debía a la mano humana, manufactura divina a la que muy pocas imágenes de la tradición católica podían aspirar. En el plano sociológico, es también uno de los cultos que durante más tiempo han gozado de fervientes seguidores y han sabido adaptarse a lo largo de los siglos a sus cambiantes necesidades, desde el período colonial hasta los de la independencia y la modernidad. La bibliografía sobre Guadalupe es muy extensa, e incluye entre otros Lafaye 1974; Maza 1981; O’Gorman 1986; Poole 1995, y Brading 2001. Sobre las cuestiones artísticas relacionadas con la imagen, véanse especialmente el estudio fundamental de Cuadriello 1989a, y más recientemente, sobre algunos aspectos de la imagen, Peterson 2005, pp. 571-610. Para otras referencias sobre la iconografía guadalupana, véase la nota 20 del capítulo 3.
50 La mita, véase la nota 18 del capítulo 11.
51 Numerosos especialistas se han ocupado de los problemas termi-nológicos en las últimas décadas. Por ejemplo hibridismo en Dean y Leibsohn 2003, pp. 5-35; las identidades compuestas en Dean 2002, pp. 143-157, y la doble conciencia del artista colo-nizado («double consciousness of the colonized artist») en Mundy 1996, pp. 72 y 215-216, así como en Douglas 2003, p. 282.
52 Sobre los retratos con donantes indígenas en Nueva España, véa-se Vargas Lugo 2005a, pp. 245-287. Sobre algunos ejemplos en el virreinato del Perú, véanse Wuffarden 2005, pp. 186-188 y 230, y Fajardo de Rueda 1999, p. 80.
53 Cummins 1991, pp. 211-212; Dean 2002, pp. 99-114, y Wuffarden 2005, pp. 211-229.
a este respecto son las pinturas dedicadas a cultos religiosos
centrados en imágenes que habían realizado sus milagros en
suelo hispanoamericano. Aunque muchos habían surgido en
las comunidades locales (con frecuencia indígenas), esas imá-
genes solían ser apropiadas por los criollos en los centros de
poder urbanos porque ponían de manifiesto que la cristianiza-
ción había sido un éxito y que América, como Europa, había
recibido la bendición divina de los milagros. A la Virgen de
Guadalupe en México (fig. 9 y cap. 3, fig. 4) se suman en am-
bos virreinatos otros muchos cultos que dieron lugar a tradicio-
nes paralelas aunque no siempre de tanta riqueza iconográfica
(fig. 10; véanse también cap. 9, fig. 47, y cap. 4, fig. 44)49.
Por su parte, la población indígena también utilizaba las
imágenes como medio de negociación en las relaciones de po-
der. No obstante, es de la máxima importancia distinguir entre
el indio noble y el común. En diversos momentos posteriores a
la conquista, las autoridades españolas estuvieron dispuestas a
reconocer la nobleza de la aristocracia indígena prehispánica,
concediéndole títulos y privilegios, sobre todo eximiéndola de
las obligaciones tributarias (que en algunas zonas como el Perú
convocaban el terrible y mortífero espectro del trabajo forzoso
en las minas llamado mita50). La nobleza indigena tenía acceso
a un nivel educativo más alto. En algunos lugares, como en de-
terminados colegios de Nueva España a mediados del siglo xvi,
eso significaba que al tiempo que preservaban el conocimiento
fIg. 9 Anónimo, Primer milagro y traslado de la Virgen de
Guadalupe a su primera ermita, 1653, óleo sobre tela, 285 x 595 cm.
Ciudad de México, Museo de la Basílica de Guadalupe
311 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
de las tradiciones y la historia indígenas adquirían las destrezas
y la cultura de Europa, por ejemplo aprendiendo el latín. Aunque
su nivel educativo bajó considerablemente después del siglo xvi,
la elite indígena ocupó a lo largo de todo el período virreinal
una posición especial en la sociedad colonial. Eran intermedia-
rios culturales, que en cierto modo conservaban el acervo indí-
gena y sus valores sociales a la vez que promovían una especie
de identidad hispanizada que les garantizaba un estatus superior
frente al indio común. Ocupaban cargos en los gobiernos locales
y dirigían cofradías religiosas. Se ha descrito su identidad de
muchas maneras: «intermediaria», «híbrida», «compuesta» o carac-
terizada por tener una «doble conciencia», pero más allá del de-
bate que aún continúa sobre cómo llamar y describir su posición
en la sociedad, lo que aquí nos importa es que su presencia
explica parte de la singular producción artística de los virreinatos
en su triple papel de clientes, artistas y receptores51.
Distinguidos miembros de las comunidades indígenas
solían financiar la producción de obras de arte, como está do-
cumentado en los numerosos cuadros en que aparecen como
donantes52 (fig. 11). El interés de esta nobleza nativa por su
autorrepresentación tiene una de sus manifestaciones más fa-
mosas en algunos retratos del siglo xviii que se conservan de
Cuzco en los que los modelos, tanto masculinos como femeni-
nos, llevan o están representados con símbolos incas de poder
y prestigio (fig. 12). Son obras complicadas de interpretar, pues
hemos de preguntarnos qué representaban en última instancia
en términos de identidad indígena. ¿Están celebrando su dife-
rencia o, por el contrario, están exponiendo su completa asi-
milación del modelo del retrato español de corte (entendido
como el de una figura sola en una estancia no identificada, de
pie junto a una mesa con una cortina alzada al fondo)?53 ¿Tratan
de la subversión de la autoridad española, o más bien de la
acomodación a través de la hispanización hasta el punto en que
ésta fue posible e incluso deseable? Y, finalmente, ¿es una
ambigüedad que hay que resolver, o es intrínseca en el sentido
de que forma parte de la identidad de esta elite indígena co-
lonizada y su legado artístico? Es con respecto a la identidad
indígena donde la teoría poscolonial ha influido más en la
fIg. 10 Anónimo, Nuestra Señora del Rosario de Pomata, siglo xviii,
óleo sobre tela, 212 x 147,5 cm. Ayacucho, monasterio de Santa Clara
fIg. 11 Anónimo, El arcángel san Miguel con donante indígena, h. 1635-1640,
óleo sobre tela, 209 x 143,5 cm. Lima, iglesia de San Pedro (antes de San Pablo)
32 l u i s a e l e n a a l c a l á
54 Como en Dean 2002, pp. 52 y 144. Véase Bhabha 2002, pp. 111-119.
55 Taylor 2005, pp. 43-50; Verdesio 2002, p. 6.
56 Taylor, Quigley y Benítez 1988.
57 Sobre Liévana véase la nota 47 del capítulo 8. De Gil de Castro se trata en el capítulo 10.
58 Astraín 1920, VII, p. 487.
59 Sobre este retablo y la historia de este culto, véase Céspedes del Castillo (dir.) 2002, pp. 389-392, cats. 231-234.
60 «Existe una tensión entre las pinturas y las esculturas de Cuzco y Lima que radica no en sus diferencias o similitudes formales e iconográficas, sino en el lugar en el que se contemplaban», en Cummins 1996, p. 165. Ha analizado más recientemente esta idea Wuffarden 2005, pp. 212-232.
61 Sobre el problema del anonimato, véase Halcón 2001, I, pp. 111-129. Es también útil el análisis de la cuestión artista/artesano que figura en Bayón 1974, pp. 12-13.
Aunque de menos importancia que los grupos sociales
antes mencionados como mecenas y promotores artísticos, todo
análisis de la pintura hispanoamericana ha de tener en cuenta
también a la amplia población de raza mixta, que era especial-
mente visible en los núcleos urbanos. Mestizos, mulatos y una
multitud de otras castas ocupaban las capas medias y bajas de
la sociedad colonial, constituyendo la clase artesanal. Muchos
de nuestros pintores pertenecen a esos grupos, aun cuando en
algunos casos y períodos los encontramos, en los documentos,
haciéndose pasar por españoles (véase el capítulo 4). Dicho de
otro modo, la compleja historia de la etnicidad y la clase social
en los virreinatos es un aspecto fundamental de la historia de
la pintura en el terreno biográfico. Es una historia complicada
porque incluso artistas de los grupos raciales considerados más
bajos por esa sociedad (como los mulatos) podían conseguir
fama, como en el caso de José Campeche (1751-1809) en Puer-
to Rico56. Tampoco deberíamos olvidar a la población de origen
africano, libre o esclava, cuyos integrantes en su mayoría tra-
bajaban como criados o en profesiones de bajo nivel. Algunos
de ellos consiguieron ser artistas importantes, y aun cuando
normalmente trabajaban para maestros españoles, en alguna
ocasión recibían el debido reconocimiento, como en los casos
de Andrés de Liévana y José Gil de Castro en Lima57.
Estos estratos inferiores de la sociedad virreinal son tam-
bién interesantes desde el punto de vista de la recepción de las
obras. Muchas imágenes religiosas se idearon pensando en su
futura audiencia, lo que llevó a la creación y promoción de
iconografías adecuadas para ella. Por ejemplo, según las cróni-
cas, cuando san Pedro Claver (1580-1654) llevó a cabo varias
campañas de evangelización entre la población de origen afri-
cano de Cartagena de Indias (Colombia), utilizó un cuadro de
Cristo en la cruz junto con una escena del bautismo en la que
aparecían, en los márgenes inferiores, personas de origen afri-
cano. En ese cuadro, los bautizados están representados como
historiografía del arte virreinal. Tener en cuenta definiciones
teóricas de los procesos de colonización, como el análisis que
hace Homi K. Bhabha del «mimetismo» y sus límites, por men-
cionar solo un texto célebre, ha tenido importantes consecuen-
cias54. Al mismo tiempo, algunos historiadores han empezado
a elaborar modelos teóricos independientes con los que abor-
dar las singulares situaciones de Hispanoamérica, especialmen-
te porque la teoría poscolonial se desarrolló sobre todo en los
estudios sobre el sudeste asiático, zona que tenía un régimen
colonial sustancialmente distinto del de la América española55.
Se conceptualicen de un modo u otro estas cuestiones, el inte-
rés por ellas revela que el estudio de la pintura colonial plantea
preguntas que nos obligan a ir más allá de la práctica tradicio-
nal de la historia del arte.
fIg. 12 Anónimo, Retrato de ñusta, h. 1730-1750, óleo sobre tela,
205 x 124 cm. Cuzco, Museo Inka, Universidad Nacional de San Antonio Abad
331 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
personas felices, mientras que los rechazados son devorados
por monstruos58. Análogamente, las cofradías religiosas que
atendían a la población de origen africano fomentaron la di-
fusión de devociones concretas, y a veces menos difundidas,
como en el retablo dedicado a la etíope santa Ifigenia en la
iglesia de La Merced en Guatemala59 (fig. 13). Por otra parte, es
importante señalar que algunos cultos a santos negros gozaron
de un amplio seguimiento entre la población en general con
independencia de su raza, como es el caso de san Martín de
Porres (venerable en 1659) en toda Sudamérica; como culto
de origen local, parte de su atractivo residía en su capacidad de
contribuir a una identidad regional, no solo a una identidad
racial. En contraste con los otros ejemplos que hemos mencio-
nado, la historia del culto de san Martín de Porres nos advierte
de los peligros de partir de fáciles supuestos sobre la relación de
la iconografía con sus receptores. Los estudios sobre la recepción
han sido muy reveladores en la medida en que subrayan que
una audiencia —y su ubicación étnica, social e incluso geográ-
fica— podía condicionar el significado por encima de cuestiones
de estilo o iconografía. Por ejemplo, Cummins lo ha demostrado
en un análisis comparado de cómo un mismo tipo de imagen
—los retratos de los reyes incas en este caso— podía transmitir
significados distintos si se contemplaba en Lima o en Cuzco60.
La práct Ica de La p Intura
Una de las características de la pintura colonial que este libro
mejor refleja en los pies de sus ilustraciones es la persistencia
de un número considerable de obras de artistas anónimos. Esta
circunstancia se da con mucha más frecuencia en algunas zonas
del virreinato del Perú que en el de Nueva España y puede
deberse en parte a que sobre el segundo se han realizado más
investigaciones. No obstante, el hecho de que la producción
pictórica estuviera centralizada (y más controlada) en la ciudad
de México, mientras que en el virreinato del Perú estaba dis-
persa en una red de centros artísticos menores, puede también
tener algo que ver con las distintas maneras en que las imáge-
nes se producían y comercializaban en Sudamérica, donde en
general las obras firmadas son menos.
El problema del anonimato probablemente no desaparez-
ca pero es importante tomar conciencia de cómo ha generado o
obstaculizado, según el caso, determinados planteamientos me-
todológicos. Tomemos por ejemplo la tradicional distinción entre
artesano y artista, que se ha aplicado con frecuencia en la histo-
ria del arte europeo. Implícitamente, en la práctica artesanal es
menos probable que se planteen cuestiones formales y teóricas,
mientras que el «pintor/artista» pretende practicar un arte liberal
y noble y se interesa por la invención y la originalidad61. Aunque
a veces resulta útil para el estudio de la pintura hispanoamerica-
na, esta dicotomía carece de sentido cuando nos referimos a
obras anónimas, ya que para la Edad Moderna el paradigma
suele partir de la suposición de que la falta de información sobre
la identidad del artista está asociada a un contexto de producción
artesanal y en consecuencia a un cliente menos entendido. No
parece que fuera necesariamente así en el virreinato del Perú,
donde encontramos una y otra vez obras de artistas no identifi-
cados de notable calidad o de evidente importancia desde el
punto de vista de la iconografía y el cliente (por ejemplo, cap. 9,
fig. 57). Es posible que la distinción entre pintor y artesano sea
también más difusa y menos aplicable a nuestra disciplina por
la manera en que se mezclan las categorías de imagen y arte,
asunto que se explicaba en la primera parte de este capítulo. El
escaso éxito que el enfoque de la dicotomía artista/artesano ha
fIg. 13 Anónimo, Imposición del hábito a santa Ifigenia por
san Mateo, siglo xviii, óleo sobre tela, 146 x 77 cm (en su marco).
Guatemala, iglesia de la Merced, retablo de Santa Ifigenia
34 l u i s a e l e n a a l c a l á
62 Véase un análisis reciente de los gremios de pintores en España en Falomir 2006, pp. 135-163.
63 Como explica Luis Eduardo Wuffarden en el capítulo 8 (p. 292 y nota 49), en Lima los artistas recurrían a los tribunales por la competencia desleal de los clérigos dedicados a la producción artística. El papel del clero como intermediarios (tratantes) en la producción pictórica dio lugar a frecuentes conflictos durante este período en todos los territorios de la monarquía española. Otra causa de pleitos era la tributación: véanse Serrera 1995, pp. 275-288, y el capítulo 3 de este libro.
64 Una célebre crónica de ese tipo es Balbuena [1604] 1980, p. 81. Sobre la participación de los artistas en las festividades religiosas, véase la nota 51 del capítulo 8.
65 El cuadro aquí ilustrado y la estampa de la que se deriva se ana-lizan en Stratton-Pruitt (ed.) 2006, p. 130. Sobre la relación entre la condición social de los artistas y la producción de imágenes religiosas en España, véanse Portús 2009, pp. 37-52, y Falomir 2006, pp. 156-161. Falomir analiza entre otras cosas los pleitos en los que los artistas pretendían no pagar impuestos por sus obras religiosas, precisamente por su naturaleza superior. Respecto de Nueva España, este tema se analiza exhaustivamente en Mues Orts 2001b, pp. 29-59.
66 Véase un análisis más amplio y un útil panorama general de los gremios en Hispanoamérica en Gutiérrez 1995, pp. 25-50. Espe-cialmente instructivos sobre la situación de los pintores en el México colonial son Deans-Smith 2007, pp. 67-98, y Deans-Smith 2009, pp. 43-72.
ran gremios de pintores, la práctica artística estaba por lo ge-
neral organizada conforme a los modelos importados de
España. Fue en la ciudad de México donde se fundó el primer
gremio de pintores, en 1557, pero en Lima, por ejemplo, los
pintores no lo solicitaron a las autoridades locales hasta media-
dos del siglo xvii. Por el contrario, las cofradías o hermandades
religiosas organizadas en torno a una determinada profesión
eran un medio más extendido de asociación corporativa. La
ausencia de ordenanzas gremiales no es infrecuente en la Edad
Moderna y varias ciudades españolas carecían también de un
gremio de pintores, pues en realidad solamente era necesario
cuando las presiones económicas de la competencia exterior o
de los monopolios internos lo hacía deseable62. Así pues, antes de
la creación de las academias reales, en muchos centros urbanos
de toda Europa e Hispanoamérica la actividad artística se orga-
nizó a sí misma sin gremios, conforme a la práctica tradicional
de los talleres con los artistas recurriendo de vez en cuando a
los tribunales para resolver sus conflictos laborales63. Los maes-
tros tomaban aprendices por un período de varios años, en los
que cuidaban de sus necesidades materiales y espirituales ade-
más de impartirles formación. Y en ambos virreinatos, al igual
que en España, las familias de artistas solían celebrar matrimo-
nios entre ellas, lo que daba como resultado unas dinastías de
pintores que se mantenían por generaciones.
Otro de los aspectos que caracterizan el desarrollo de
la práctica artística en este período a ambos lados del Atlánti-
co es el creciente prestigio de la pintura como arte liberal.
Evidentemente, a lo largo de la época colonial hubo muchos
pintores que se movieron en un nivel meramente artesanal. Sin
embargo, en los centros artísticos dominantes tenemos datos
ciertos de que, al igual que en España, la idea de la nobleza
de la pintura tenía tras sí una larga historia. La conciencia de
su estatus profesional que tenían los pintores está registrada
ya en 1607 en el autorretrato que un pintor español que tra-
bajaba en México, Baltasar Echave Orio (h. 1558-h. 1623), creó
como frontispicio del libro que escribió sobre el vascuence
(cap. 3, fig. 2). El artista se representa allí con un despropor-
cionado escudo de armas, alusión al derecho legal entonces
vigente de todo vasco a ser considerado hidalgo. Significativa-
mente, se autorretrata con pluma y pincel en mano, y rodeado
por una inscripción en latín que dice: «Artista de la nación con
el pincel y la pluma, con ambas cosas por igual». Aunque los
autorretratos son raros en el ámbito virreinal, los artistas se
presentaban a sí mismos y manifestaban sus intereses en los
cuadros de diversas maneras (fig. 14 y 15), como por ejemplo
mediante destacados y a veces inusuales adornos de la firma
(véase el escorpión al lado de la de Leonardo Jaramillo en cap.
8, fig. 14). No es este el lugar para repasar toda la historia de
esta aspiración, pero, como señalan varios autores de este li-
bro, el prestigio de los artistas fue creciendo a medida que se
volvían indispensables para la sociedad a la que servían. Las
tenido al abordar tan elevado número de obras anónimas ha
invitado a aplicar otras metodologías.
En conjunto, el anonimato ofrece un panorama bastante
distinto de la producción artística en el virreinato del Perú en
comparación con la cantidad de obras de pintores conocidos, y
con un corpus identificado, de que disponemos para la mayor
parte del arte europeo de este período (y en cierta medida tam-
bién del arte novohispano). De ello se deriva que en algunas
secciones de este libro los autores se vean obligados a escribir
una historia de la pintura sin nombres. Algunas de esas obras se
analizarán desde el punto de vista iconográfico, que es uno de
los enfoques dominantes, pero en otras se llamará la atención
sobre otros aspectos, como por ejemplo el estilo. Como veremos,
el anonimato no limita necesariamente las preguntas que plantea
una pintura a su temática, pues también pueden analizarse cues-
tiones relacionadas con la identidad social del artista o el proce-
so artístico detrás de una obra, tal como su uso y manipulación
de fuentes, entendido como una forma de aproximarnos a la
identidad del pintor o de intentar recrearla. Es decir, el anonima-
to no significa que los artistas no tengan una identidad. En algu-
nos lugares, como Cuzco y Quito, abunda la documentación en
contratos y testamentos, todo lo cual nos ofrece un rico panora-
ma de la condición social y profesional del artista. Pese a que los
documentos raras veces permiten identificar con seguridad las
obras que conservamos, abren una valiosa ventana por la que
asomarnos a diversos aspectos de la profesión pictórica.
Aunque en la mayoría de las ciudades hispanoamerica-
nas, especialmente en las más pequeñas, no consta que existie-
351 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
algún milagro, poniendo así sus conocimientos técnicos al ser-
vicio de la Iglesia. En esas ocasiones, las comunidades locales
confiaban en que los artistas legitimaran hechos milagrosos que
se producían en la misma materialidad de las imágenes, como
cuando estas sudaban o cambiaban de color. En algunos casos,
como en el de la Virgen de Guadalupe, testificaban que ni si-
quiera estaban realizadas con pigmentos y técnicas humanas.
Igualmente, era a ellos a quienes se llamaba cuando la veracidad
pictórica era absolutamente necesaria en ámbitos no artísticos
(en los religiosos, pero también legales y económicos), como
cuando al italiano Angelino Medoro (1567-1634) se le pidió que
registrara el aspecto de santa Rosa de Lima poco después de su
muerte en 1617, un retrato que era necesario para el subsiguien-
te proceso de beatificación. Por último, pintores distinguidos
participaban también en prestigiosas cofradías, contextos socio-
religiosos en los que podían ampliar sus relaciones a esferas más
altas, más allá de sus círculos profesionales.
En muchos sentidos la práctica artística era similar a la
que existía en España, pero en Hispanoamérica la mayor dife-
rencia radica en la presencia de tensiones étnicas y raciales66.
Documentos de ambos virreinatos revelan que en diversos
períodos la competencia de los artistas indígenas fue una ame-
naza para los pintores criollos o españoles, o que pasaban por
tales. Esas tensiones son evidentes, por ejemplo, en 1681 en la
revisión de las ordenanzas del gremio que los pintores de
México presentaron para su aprobación al virrey. Pedían que
sólo se pudiera tomar como aprendices a españoles, una me-
dida que el virrey no podía aceptar. Sostenían que los indios
crónicas y poemas del siglo xvii que describen las ciudades se
refieren ocasionalmente a los pintores como ejemplos de ciu-
dadanos que ennoblecían la urbe, y, viceversa, las cofradías
religiosas de artistas competían entre sí para conseguir una
mayor visibilidad en la presentación de decoraciones efímeras
en las calles de la ciudad con motivo de festividades64. Más
pruebas encontramos en las documentadas reuniones de pin-
tores con miembros de la elite intelectual y religiosa para tratar
de cuestiones artísticas e imágenes religiosas, especialmente
en la primera mitad del siglo xviii; en México, esos nuevos
ideales y esas nuevas ambiciones profesionales se encarnan en
la figura de Miguel Cabrera (h. 1715-1768), que es analizada
por Ilona Katzew en el capítulo 4.
Como en España, un elemento determinante que daba
prestigio al artista en la monarquía hispánica era el arte religioso.
Los tratados artísticos de autores italianos y también españoles
—como Vicente Carducho, Francisco Pacheco y Antonio Palo-
mino— eran muy conocidos en Hispanoamérica, y algunos se
tradujeron, publicaron e incluso escribieron en los virreinatos.
No obstante, más que por esa tradición teórica, fue a través de
la producción de obras religiosas y de lo que implicaban para el
estatus del artista como la posición del pintor se elevó en todo
el mundo hispánico65 (fig. 16). Los pintores tenían una tremenda
responsabilidad para aquellas sociedades y desempeñar ese pa-
pel podía mejorar su situación. Eran los seguidores de san Lucas,
el pintor cristiano más antiguo conocido, y creaban las imágenes
religiosas ante las que rezaban miles de fieles. Además, se les
llamaba para examinar aquellas imágenes que habían realizado
fIg. 14 Melchor Pérez Holguín, autorretrato, en Entrada del virrey
arzobispo Morcillo en Potosi, 1718 (cap. 9, fig. 5, detalle)
fIg. 15 Anónimo, De albina y español nace torna atrás, h. 1785-1790,
óleo sobre tela, 62,6 x 83,2 cm. Ciudad de México, colección particular
36 l u i s a e l e n a a l c a l á
67 Vargas Lugo 2005b, pp. 203-215. Es muy probable que en los próximos años nuestro conocimiento de los pintores indígenas en la Nueva España de los siglos xvii y xviii se multiplique gra-cias a los diversos estudios que se están realizando sobre las es-cuelas regionales, escenario en el que todo indica que tuvieron mayor participación y presencia que en la ciudad de México.
68 Gisbert 2004b, pp. 131-150.
69 Los indios de familias nobles participaban a menudo en la pro-ducción artística novohispana del siglo xvi, pero no parece que fuera así en épocas posteriores. En cambio, había muchos artistas indígenas de origen noble en el virreinato del Perú, especialmen-te a partir de mediados del siglo xvii. El capítulo 11 de este libro amplía este análisis; así como Wuffarden 2011, pp. 251-273.
70 Dean 2002, pp. 62-63.
71 Estas organizaciones de carácter civil pretendían fomentar las re-formas sociales y económicas, entre otros medios mejorando la educación. En lo que se refiere a las artes, fueron más eficaces en regiones más pequeñas, como Guatemala y el Caribe, donde crearon academias de dibujo; Novoa 1955, pp. 81-84, y Gutiérrez 1995, pp. 41-43.
72 La conflictiva recepción de los ideales académicos en España se analiza en profundidad en Úbeda de los Cobos 2001, especial-mente pp. 67-95.
preparativos para la festividad del Corpus Christi en Cuzco en
1688 (véase el capítulo 9). Hubo acusaciones por ambas partes:
los españoles afirmaban que los pintores indígenas eran peores
artistas y además perezosos, mientras que estos contraatacaron
con el argumento de que eran explotados por los españoles
mediante prácticas de subcontratación injustas, hecho que es
corroborado por numerosos documentos de la época. Como
estudia Luis Eduardo Wuffarden en el capítulo 9, en este caso
y a diferencia de México, a la larga vencieron los pintores in-
dígenas. Lejos de desaparecer, se hicieron con la producción
artística de Cuzco y la región andina durante varias décadas68.
Otro aspecto que merece la pena señalar y que distingue la
práctica artística del virreinato del Perú de la novohispana es
que, especialmente en la región andina, muchos indios de des-
cendencia noble se dedicaban a la pintura, lo que sugiere que
la profesión tenía prestigio para ellos, aunque, por supuesto,
hubo muchos que sin ser nobles se dedicaron a esta actividad69.
Esos documentos ayudan a situar las tensiones raciales
en la práctica artística, pero son en cierta medida engañosos o,
como mínimo, debemos ser conscientes de que sólo cuentan
una parte de la historia. Nos informan de claras divisiones étni-
cas, pero en la práctica esas fronteras solían ser más difusas.
Paradójicamente, muchos de los pintores que pidieron al virrey
de Nueva España que se excluyera del gremio de México en
1681 a los aprendices no españoles eran ellos mismos de origen
mixto, y no españoles puros en absoluto. Además, como ya
hemos señalado, los mestizos, así como otros grupos raciales
mixtos, tenían una presencia importante en la práctica artesanal
de ambos virreinatos, pese a lo cual su participación se tiene
escasamente en cuenta. Esto se debe en parte a que se tiende a
aplicar la polaridad étnica «español-indígena» en los estudios, en
alguna medida porque es también la que se encuentra con más
frecuencia en los documentos y las crónicas contemporáneas. La
realidad es que desconocemos los orígenes étnicos de la mayo-
ría de los pintores virreinales. E incluso cuando los conocemos,
la historiografía ha demostrado que esa información ha de ma-
nejarse con prudencia. En el pasado algunos historiadores se
basaron en los apellidos de los artistas para determinar si podían
ser de origen español o indígena, suponiendo que estaban rela-
cionados con su identidad étnica y su producción artística, como
en el caso del famoso pintor cuzqueño Basilio Santa Cruz (act.
1661-1700), un indio al que durante mucho tiempo se consideró
español por las resonancias españolas de su apellido y por la
sobriedad y el aspecto más europeo de su estilo70. Esas teorías
se descartaron después —se descubrió que el segundo apellido
de Basilio Santa Cruz era Pumacallao—, y hoy los historiadores
saben que todos los naturales debían adoptar un apellido espa-
ñol al ser bautizados. Por último, aun cuando se ha identificado
de manera más convincente a los pintores de la escuela de
Cuzco del siglo xviii como mayoritariamente indígenas, sería un
error suponer que todos ellos eran indios puros.
no eran buenos pintores y que sus obras eran de menor cali-
dad. Aunque pudiera ser así en algunos casos, es también
posible que los pintores esgrimieran esos argumentos porque
querían evitar a unos competidores que vendían sus obras por
precios inferiores a los suyos (véanse los capítulos 3 y 4). El
borrador de las nuevas ordenanzas que se presentó al virrey
es uno de esos documentos cruciales para la historia de la
pintura colonial, pues sin él sería mucho más difícil medir las
tensiones raciales que sufría el gremio y, sobre todo, conocer
la presencia de pintores indígenas en la capital virreinal a fi-
nales del siglo xvii. En el caso de Nueva España, generalmen-
te se ha supuesto que los pintores indígenas fueron protago-
nistas durante el período de la primera evangelización, en las
décadas centrales del siglo xvi, pero que gradualmente fueron
saliendo de escena en beneficio de los artistas europeos y de
sus seguidores. De hecho, en la ciudad de México, es difícil
visualizar al pintor indígena para el período colonial medio y
tardío y sólo reaparece de vez en cuando gracias al descubri-
miento de alguna nueva fuente. Tal es el caso del documento
que revela cómo a finales del siglo xvii los pintores indígenas
se reunían anualmente en la basílica de la Virgen de Guadalu-
pe para competir entre ellos a ver quien hacía la mejor copia
del icono original67. Tenemos aquí a un auténtico ejército de
pintores de caballete indígenas que presumiblemente se gana-
ban la vida con algo más que las copias de la Virgen de Gua-
dalupe (aunque el mercado de turismo devocional era enton-
ces tan próspero como lo es hoy).
La historia del virreinato del Perú incluye casos similares
de competencia entre pintores indígenas y españoles, cuya ma-
nifestación más célebre es el cisma que se produjo durante los
371 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
radamente determinar la dirección que debía tomar el arte
hispanoamericano en un sentido normativo. Y, aunque era
bien sabido que las academias reales otorgaban un mayor
prestigio a los artistas, algo a lo que muchos pintores habían
aspirado durante más de un siglo en los principales centros
urbanos de Hispanoamérica, tales instituciones eran también
una amenaza a las formas tradicionales de organizar la profe-
sión, pues estaban concebidas para sustituir y en última ins-
tancia suprimir el sistema de gremios (lo que efectivamente
sucedió en 1813). Además, el gusto académico era en exceso
normativo y rechazaba maneras y formas asociadas hoy con
el barroco; esa tradición, en realidad muy viva en el arte his-
panoamericano de aquel momento, se consideraba como par-
te de la decadencia absoluta del arte, incluso en el sentido
moral. En esos dos aspectos, el pensamiento académico tro-
pezaría con una considerable oposición en muchas zonas de
los virreinatos (como también de España)72, pues fundamen-
talmente estaba en contra de la esencia de la práctica y la
tradición artísticas tal como habían existido durante más de
dos siglos. Así, aunque el academicismo trajo algunos benefi-
cios, como la consolidación de la idea de que la pintura era
un arte liberal y noble, digna del patrocinio real, la última
parte del siglo xviii y la primera del xix fueron un período
lleno de contradicciones para el arte virreinal.
Mientras en otros lugares de Europa se estaban produ-
ciendo cambios estilísticos significativos, gran parte del arte
colonial se mantuvo en las mismas líneas, perpetuando unas
En la segunda mitad del siglo xviii la práctica artística
se enfrentó con el academicismo oficial procedente de España.
En 1752 se había inaugurado en Madrid la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, y en México se creó en 1781-
1784 la Real Academia de San Carlos, muchos de cuyos princi-
pales miembros llegaron de España en la década siguiente. El
viejo sesgo de la oposición español/criollo se enconó en la
Academia mexicana, con el resultado de que su historia está
llena de disputas y disensiones más que de grandiosos logros
artísticos. De hecho, el academicismo español no tuvo más que
una repercusión limitada en los virreinatos. En el momento de
la independencia, solo la ciudad de México contaba con una
academia real oficial. El intento de fundar una en Lima en 1812
había fracasado. En la mayoría de las ciudades, el academicis-
mo se canalizaba tímidamente mediante academias de dibujo
o las Sociedades de Amigos del País, que aparecieron en el
último tercio del siglo xviii71.
La ausencia de una mayor tradición académica oficial
en los virreinatos se ha utilizado a veces para sostener que
América Latina iba por detrás de Europa en desarrollos pro-
fesionales y artísticos. No obstante, es importante señalar que
esta situación se debía en gran parte al bloqueo institucional
y político ejercido por España. La madrileña Academia de San
Fernando insistía en ser el único árbitro del gusto para un
continente que estaba demasiado lejos como para ser contro-
lado y que en buena medida desconocía. Desde el período
posterior a la conquista, España no había pretendido delibe-
fIg. 16 Anónimo, El Niño Jesús
pintando las Postrimerías, finales
del siglo xvii o siglo xviii, basado en
una estampa de Hieronymus Wierix,
óleo sobre tela, 84,45 x 111,76 cm.
Chicago, The Marilynn and Carl
Thoma Collection
38 l u i s a e l e n a a l c a l á
73 Otro ejemplo de esta práctica en el virreinato del Perú está publi-cado en Gutiérrez (coord.) 1997, p. 441.
74 Un reciente estudio técnico sobre los dibujos de Vásquez de Arce y Ceballos ofrece útil información sobre las prácticas de taller; véase Ortiz Robledo 2008, pp. 63-82. Sobre el dibujo de Ibarra, véase Mues Orts 2006, pp. 76-77. Muchos pintores realizaban di-bujos como base para grabados: sobre un ejemplo en el virreina-to del Perú, véase el caso de Goríbar en la nota 22 del capítulo 9. También se comenta la práctica del dibujo en Cuzco en Mesa y Gisbert 1982, I, pp. 262-265.
75 Véase como ejemplo la Virgen de Cayma venerada por los indios, que está reproducida en Gisbert 2003, p. 71.
76 Algunos ejemplos de las pinturas de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos se señalan en Montoya López y Gutiérrez Gómez 2008, pp. 22-23.
77 Rodríguez Nóbrega 2002, pp. 107-113; Rodríguez Nóbrega 2008, pp. 169-227, y Duarte 1996, pp. 112-117. Juan Pedro López rehízo muchos lienzos, unas veces retocándolos y otras repintando cua-dros importados de Europa, práctica que aparece esporádicamente en muchas zonas y que merece estudiarse más a fondo.
78 Véase el ejemplo que figura en Cuadriello 2004b, pp. 84-87.
79 Aunque están dispersos, se han hecho muchos trabajos sobre las cuestiones técnicas y materiales. Algunos de ellos figuran en artí-culos sueltos o en las monografías sobre pintores, como Sigaut 2002a, pp. 283-309, y Duarte 1996, y en catálogos de exposicio-nes como Quigley 1988, pp. 107-113. Aportaciones más sistemáti-cas en este ámbito se encuentran también en las publicaciones del Coloquio del Seminario de Estudio del Patrimonio Artístico. Conservación, restauración y defensa, que edita periódicamente desde la década de 1990 el Instituto de Investigaciones Estéticas en Ciudad de México, así como en las publicaciones de la Fun-dación TAREA, de Buenos Aires, que funcionó entre 1987 y 1997: Siracusano, Jáuregui, Burucúa et al. 2000.
80 Como con todo lo que se consumía en la sociedad virreinal, sin embargo, la producción local de pigmentos coexistía con su im-portación de Europa. Sobre el «azul romano y francés» que llega-ba a México desde Europa, véase Alcalá 1999b, p. 185; sobre el azul de Prusia en Hispanoamérica, véase Burke 1992, p. 157. Sobre la circulación de pigmentos en los Andes, véase Siracusano 2005b. Sobre la importación de materiales desde Europa en el siglo xvi, véase Sánchez y Quiñones 2009, pp. 45-67.
81 Siracusano 2005b.
82 La idea conexa de que en España solo se coleccionaba pintura religiosa fue desmontada por varios estudios documentales y se analiza en Cherry 1997, I, p. 95. Aunque se precisan estudios más completos sobre los inventarios coloniales, en Hispanoamérica era habitual poseer también paisajes, bodegones y cuadros de tema mitológico: véase por ejemplo el inventario post mórtem de Pedro del Castillo (1640) en el capítulo 8, p. 279.
83 Sobre el caso de Nueva España, véanse los pioneros catálogos de dos exposiciones comisariadas por Jaime Cuadriello: Los pinceles de la historia. El origen del Reino de la Nueva España, (Pinceles
académicos que llegaban a México procedentes de España ex-
perimentaron su propio proceso de adaptación al gusto local. En
términos generales, por tanto, este período del arte virreinal fue
el más ecléctico. Las diferencias entre los estilos regionales y los
de los grandes centros artísticos aumentaron, y es quizás el pe-
ríodo en el que hay una mayor conciencia de lo que son las
escuelas y estilos locales; aunque también hemos de recordar
que la aparición de esa conciencia se remonta al siglo xvii, pues
la práctica artística ya había recorrido un largo camino en los
virreinatos para cuando llegó el academicismo ilustrado.
El aspecto que menos conocemos de la práctica pictó-
rica durante el período virreinal es el que se refiere a las cues-
tiones técnicas, los materiales que utilizaban y la organización
de los talleres. Algunos pintores, como Juan Correa (h. 1645-
1716) o Miguel Cabrera (h. 1715-1768) en México, tuvieron una
enorme producción, y sabemos poco de cómo se las arreglaban
para ello. Hasta las cuestiones técnicas básicas están aún pen-
dientes de un estudio más detallado. ¿Utilizaban los pintores
coloniales plantillas que les ayudaran a repetir determinadas
figuras y composiciones? ¿Se usaban técnicas distintas cuando
los cuadros estaban destinados a la exportación? ¿Con qué fre-
cuencia representaban escenas independientes en un lienzo
muy grande que después se recortaba, como se puede com-
probar en diversas obras que se conservan, incluida toda una
serie de pinturas de castas de Berrueco que se halla en el
Museo de América de Madrid73 (fig. 5)? ¿Solían hacer dibujos
preparatorios? y ¿hasta qué punto se usaban cuadriculas para
trasladar composiciones previamente dibujadas a los lienzos?
Según documentación relacionada con los gremios tanto de
Lima (1649) como de la ciudad de México (1688) el examen
para conseguir la licencia de maestro pintor incluía la evalua-
ción de la capacidad de dibujar, tarea básica que hemos de
suponer que era práctica habitual en el período. Y, sin embargo,
formas más barrocas en detrimento de cualquier tipo de neo-
clasicismo, especialmente en la pintura si la comparamos con la
arquitectura y el grabado en el mismo momento. Los nuevos
estilos solo tuvieron manifestaciones episódicas y en su mayor
parte confinadas a los grandes centros artísticos. No obstante, sus
defensores sentían que en cierto modo habían triunfado, pues
estaban orgullosos de haber introducido las reformas ilustradas
procedentes de España. Al mismo tiempo, sin embargo, y como
pone de manifiesto Jaime Cuadriello en el capítulo 5, los artistas
fIg. 17 Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, Pies y manos,
pigmento sepia aglutinado con aceite sobre papel, 210 x 300 mm.
Bogotá, Museo Nacional de Arte, inv. 0.3.3.097
391 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
ble76. Así ocurre con muchas representaciones de la Virgen de la
Luz, un culto de principios del siglo xviii en el que originalmen-
te se mostraba a la Virgen rescatando del purgatorio a un alma
cristiana. Este gesto de salvación fue prohibido por varios con-
cilios de la Iglesia, y se pidió a los pintores que repintaran y
censuraran sus composiciones anteriores. Existe un número con-
siderable de estas pinturas censuradas en Caracas, donde el cul-
to gozó de amplia aceptación (fig. 18); en este caso la figura del
joven que estaba en la parte izquierda del cuadro es hoy leve-
mente visible tras la capa de pintura77. En otras ocasiones, los
retratos se transformaban para borrar y sustituir el rostro de una
persona cuando había perdido el favor de su comitente78. Estas
situaciones se han estudiado en casos aislados, pero merecerían
un análisis más sistemático y completo. Otra circunstancia mate-
rial que se ha de tener en cuenta en algunas zonas es la escasez
de buenas telas en el mercado, de modo que aunque se utiliza-
ran piezas nuevas los lienzos podían ser de poca calidad79.
No menos importante es la historia de los pigmentos.
En su pionero estudio sobre el color en la región andina, Ga-
briela Siracusano demuestra que los pintores preparaban sus
pigmentos según las recetas europeas que encontraban en los
tratados en circulación, adaptándolas a los materiales que po-
dían encontrar localmente. Los azules, rojos y blancos que
predominan en la pintura cuzqueña de mediados del siglo xviii
(fig. 1) pueden considerarse así el resultado de la confluencia
de unas condiciones materiales, unos intereses económicos y
la destreza de cada artista80. Además, Siracusano estudia la in-
fluencia que las creencias andinas en materia de colores y de
religión —por ejemplo los usos del color entre los incas pre-
hispánicos como símbolos del poder— tuvo en la pintura del
período virreinal y en la manera de verla. Con ello ha apunta-
do a un nuevo camino por el que podemos estudiar los «ele-
mentos indígenas» en el arte colonial81.
Los géneros p IctórIcos
En lo que se refiere a la temática, el arte hispanoamericano se
asemeja al de España en la elevada proporción de pintura
religiosa. No obstante, es importante no exagerar este hecho82.
En estudios recientes se ha demostrado el alcance y la origi-
nalidad de la pintura de historia y el retrato83. El retrato, espe-
cialmente en el siglo xviii, floreció en respuesta al creciente
interés de las elites coloniales por recordar a sus familiares y
dejar constancia de su posición social y sus méritos. Se con-
servan destacados ejemplos de todas las zonas, incluido Puer-
to Rico (fig. 19). Como ya hemos visto con los retratos de los
nobles incas y andinos en Cuzco (fig. 12), la sociedad colonial
y sus elites —indígenas y españolas— utilizaban la pintura
para forjar determinadas identidades (tanto individuales como
corporativas) y para negociar las relaciones de poder.
solo conservamos un puñado de dibujos de la época anterior
al inicio del academicismo, entre ellos un grupo atribuido a
Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711), en Bogotá
(fig. 17), y un dibujo de José de Ibarra (1685-1756) en México,
que sirvió de base para una estampa incluida en una famosa
crónica que celebraba la intercesión de la Virgen de Guadalupe
en la epidemia de 1736-173774.
En lo que se refiere a los materiales, sabemos que, como
en muchos otros sitios, en los virreinatos solían reutilizarse los
lienzos. Los cuadros devocionales muestran con frecuencia sig-
nos de haber sido repintados, debido a la costumbre de refrescar
una obra cuando sus colores palidecían. Fue una práctica co-
mún, también en España, a la que se recurría ampliamente y que
a veces se registraba en la inscripción que llevaba el cuadro75.
Encontramos esos repintes en muchos de los floreros y cande-
labros que ornamentaban los altares figurados en las pinturas de
imágenes de culto, sobre todo de la Virgen en sus distintas ad-
vocaciones y de Cristo crucificado. En otros casos, las pinturas
se repintaban por razones distintas, como por ejemplo para eli-
minar una iconografía anterior que había dejado de ser acepta-
fIg. 18 Juan Pedro López, Nuestra Señora de la Luz, h. 1764-1770,
óleo sobre tela, 79 x 59 cm. Caracas, iglesia de San Francisco
40 l u i s a e l e n a a l c a l á
Antigüedad para la civilización europea. Dignificadas represen-
taciones de los soberanos aztecas —y también para el Perú de
los incas— (cap. 9, fig. 57, y cap. 3, fig. 12), así como determi-
nados episodios de la conquista, se convirtieron entonces en
momentos fundacionales y definitorios que pasaron de textos a
la visualización en imágenes. En los Andes, la pintura (pareja a
las crónicas contemporáneas) reescribió efectivamente la histo-
ria del cristianismo, incorporando el Nuevo Mundo y sus pue-
blos a los orígenes de la Iglesia y defendiendo la tesis de que
el Jardín del Edén había estado en América y que los primeros
Aunque el retrato era útil en este sentido, también se
emplearon otros tipos de pintura para fomentar una gran diver-
sidad de ideas. Por ejemplo, como Eduardo de J. Douglas ana-
liza más a fondo en el capítulo 2, el arte pictórico plasmado en
códices y documentos se podía utilizar para defender los dere-
chos de propiedad de las comunidades indígenas. Por su parte,
la pintura de historia contribuyó a establecer distintas versiones
del pasado prehispánico. Para finales del siglo xvii, los criollos
novohispanos promovían la idea que el imperio azteca había
sido tan glorioso y admirable como lo había sido la Roma de la
fIg. 19 José Campeche,
Doña María Catalina Urrutia,
1788, óleo sobre tabla, 39 x 28 cm.
Ponce, Puerto Rico, Museo de Arte
de Ponce
411 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
de la historia 1999), y Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana, 1750-1860, (Pinceles de la historia 2000), ambas en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de Mé-xico; véase asimismo Schreffler 2007. Sobre la historia de la pin-tura en el virreinato del Perú, véanse Mujica Pinilla et al. 2003, y Majluf (coord.) 2005, así como el anterior y pionero Gisbert 1980. El género del retrato es tratado entre otros por Rodríguez Moya 2003, y Estabridis Cárdenas 2003, pp. 135-171.
84 Guaman Poma de Ayala [h. 1613-1615] 1988, pp. 48-49 y 22-23 respectivamente. Véase el análisis de Adorno 1986, pp. 99-100.
85 Estas pinturas se limpiaron hace unos años, proceso que desen-cadenó varios estudios nuevos como Mesa y Gisbert 2005b, y Siracusano (ed.) 2010.
apóstoles llegaron a evangelizar el continente. Lo podemos
comprobar en varios dibujos que ilustran la extensa carta ma-
nuscrita de Felipe Guaman Poma de Ayala a Felipe III (h. 1613-
1615). En una de esas ilustraciones, Guaman Poma representa
a los primeros habitantes míticos de los Andes y señala que Vari
Vira Cocha, que en el dibujo empuña un arado andino, descen-
día de Adán y Eva. En otra ilustración, unas páginas antes,
«andiniza» las representaciones de Adán y Eva mostrando a Adán
con el mismo huzo o arado andino de la otra ilustración84. Aná-
logamente, las pinturas de la iglesia de Carabuco, que es uno
de los programas iconográficos más monumentales de toda la
pintura andina, visualizan la narración popular de que santo
Tomás había predicado en el Nuevo Mundo siglos antes de la
conquista española85 (cap. 9, fig. 34 y 35). La pintura presentaba
estas historias con ligeras variaciones según el lugar y el encar-
go, pero todas ellas celebran la idea de que América estaba
predispuesta a la recepción del cristianismo en el siglo xvi.
Obras como estas, que existían en todas las iglesias, conventos,
universidades, ayuntamientos y palacios, ponen de manifiesto
que la sociedad virreinal confiaba en la pintura como poderoso
instrumento de persuasión y de creación de una historia propia.
La amplia producción de cuadros que representan la
historia local es también notable por su fluida y original combi-
nación de diversos géneros, como el retrato, el paisaje, la histo-
ria local y los temas religiosos. Enfrentados a la necesidad de
representar una nueva realidad, los artistas recurrieron con fre-
cuencia a la rica tradición de iconografía religiosa, haciendo
suyas y modificando determinadas fórmulas compositivas: así,
un Ecce Homo se convierte en Moctezuma saliendo a una bal-
conada para aplacar a una tumultuosa multitud de aztecas, uno
de los cuales le heriría mortalmente (fig. 20); y la figura reclina-
da de un santo mártir (tal vez un san Lorenzo) inspira la de un
indio herido al que llevan ante el altar de la Virgen de Guada-
lupe para ser milagrosamente sanado (fig. 9). En estos ejemplos,
los artistas demuestran sus profundos conocimientos, pues no
se trata sólo de préstamos compositivos, ya que también se
adaptan sorprendentemente bien a los mensajes que se quieren
transmitir. Moctezuma fue reelaborado por el discurso criollo
como una figura prudente, una especie de profeta o mártir que
era receptivo a la llegada de los españoles y que, al final, sería
víctima de la muchedumbre que aparece en el cuadro, al igual
que Cristo en las escenas que le representan como el Ecce
Homo. Análogamente, representar a un indio cristianizado caído
al que va a curar milagrosamente la Virgen de Guadalupe, en
una comparación implícita con un santo/mártir, era una manera
eficaz de subrayar las recompensas divinas reservadas a la
población indígena que abrazara la nueva religión. La pintura
fIg. 20 Miguel y Juan González, Conquista de México: núms. 32-33:
Pedrada y flechazo a Moctezuma / Hallan seis soldados españoles el tesoro
y no le llegan, 1698, enconchado, 97 x 53 cm. Madrid, Museo de América,
inv. 00116, depósito del Museo Nacional del Prado
42 l u i s a e l e n a a l c a l á
86 Kagan 1998.
87 Bérchez 1999, pp. 35-36, y Joaquín Bérchez, «Traslado de la ima-gen y estreno del santuario de Guadalupe» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 149-152.
88 Rodríguez G. de Ceballos 1999, pp. 89-105.
89 Gutiérrez Haces et al. 1997, pp. 102-105 y 290-292.
90 Por su suelta pincelada y su dinámico estilo Diego Angulo, Fran-cisco de la Maza, Marco Dorta y otros insistieron en una relación de influencia entre Villalpando y el sevillano Juan de Valdés Leal aunque no está documentado que llegara ninguna obra suya a México. Sólo en los estudios más recientes se ha abandonado esta hipótesis y se ha empezado a estudiar el pintor más en su contexto local, trazando así su propia evolución artística.
adquiría así una intencionalidad clara que en parte explica la
libertad de los artistas para combinar modelos distintos y mani-
pular las categorías de género establecidas.
Aunque cuadros de temática local existían a ambos la-
dos del Atlántico, los de América Latina han recibido mucha
más atención que sus equivalentes europeos. Incluyen el tipo
de cuadros que Richard Kagan ha denominado imágenes «co-
municéntricas», y que pueden considerarse también como do-
fIg. 21 Cristóbal de Villalpando, Santa Rosa de Lima luchando
con el diablo, h. 1697, oleo sobre tela, 132 x 53 cm. Ciudad de México,
Catedral Metropolitana, retablo de Santa Rosa de Lima
cumentales86. En general, esta categoría pictórica está vista
como un género menor en el arte europeo, mientras que para
el ámbito hispanoamericano incluye obras que se consideran
clave precisamente porque su temática ofrece una ventana a
gran cantidad de cuestiones relacionadas con la autorrepresen-
tación y la identidad. No obstante, los cuadros de este tipo son
tan importantes por lo que representan como por cómo lo
hacen87. En su forma de manejar fuentes distintas y combinar
hábilmente géneros pictóricos tradicionales, a menudo a una
escala monumental, ofrecen una vía para estudiar los procesos
artísticos y el estatus del arte de la pintura misma. En suma,
dada la innegable importancia tanto temática como artística, de
los cuadros de historia local, su inclusión en el canon del arte
hispanoamericano es otro rasgo distintivo de este campo.
Tras haber dejado claro que no toda la pintura es religio-
sa, hemos de volver a ese género, pues fue en realidad el domi-
nante. Habida cuenta de la naturaleza misma de la monarquía
española, la gran defensora de la Iglesia católica en la Edad
Moderna, no podría ser de otra manera. Más allá de la identidad
de la monarquía, la religión impregnaba y organizaba la vida
social a todos los niveles en la Europa y la América Latina cató-
licas. Aún así, la muy amplia expresión de «arte religioso» no
describe eficazmente las múltiples funciones que desempeñaban
esas imágenes, algunas de ellas de carácter político. Por esta
razón, conviene desglosar la categoría de arte religioso en dis-
tintos tipos de imágenes, como el devocional, el didáctico y el
icónico o de culto88. La imagen devocional es la que ayuda a la
oración y provoca una respuesta emotiva. Son por lo general
cuadros no narrativos de tamaño medio-pequeño y en los que
aparece una sola figura. La imagen didáctica es pintura narrativa
cuyo objetivo es enseñar los episodios básicos de la Pasión de
Cristo y la vida de los santos y de la Virgen María. Por último, la
imagen icónica o milagrosa es la que ha demostrado obrar mi-
lagros o tiene en su creación un origen milagroso (como la Vir-
gen de Guadalupe en México) y que suele desempeñar un papel
en el desarrollo de las identidades locales en toda América Lati-
na. Muchos de los cuadros que se analizan en esta publicación
pertenecen a alguna de estas tres categorías, aunque es impor-
tante recordar que sus funciones no están estrictamente determi-
nadas por distintos formatos compositivos o iconografías, sino
que en una misma obra pueden combinarse y converger algunas
o todas esas categorías y funciones. Al mismo tiempo, el análisis
de los diversos tipos de pintura religiosa nos permite avanzar en
el conocimiento del papel que desempeñaban los pintores.
Datos que tenemos de diversas zonas de los virreinatos
sugieren que, como muchos de sus homólogos europeos, los
pintores en Hispanoamérica eran conscientes de la importancia
de la iconografía religiosa y eran sensibles a los distintos efec-
tos que sus clientes podrían esperar de un cuadro devocional
frente a uno didáctico o narrativo. En otras palabras, establecer
categorías más matizadas para las imágenes religiosas y tener
431 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
presentes sus diversas funciones nos ayuda a conocer los in-
tercambios que se producían entre los pintores y sus clientes
y sobre la manera de trabajar de los primeros. Por ejemplo,
sabemos que al menos en una ocasión el pintor novohispano
Cristóbal de Villalpando (h. 1649-1714) y los jesuitas trataron
el tema de cómo realizar unas interpretaciones nuevas y espe-
cialmente emotivas a propósito de un ciclo de la Pasión de
Cristo89. El descubrimiento de un manuscrito que describe esos
cuadros y la identificación de uno de ellos, Cristo en el aposen-
tillo, permite explicar algunos detalles infrecuentes de esta
obra, como la escena en la que al fondo unos soldados se ta-
pan la nariz para indicar el fétido olor que salía del lugar en el
que Cristo había sufrido toda la noche anterior a la crucifixión.
Sería sencillo adscribir esos crudos detalles al naturalismo ba-
rroco hispánico y relacionarlos con la supuesta influencia del
sevillano Juan de Valdés Leal (1622-1690), que es un lugar
común de gran parte de la primera bibliografía sobre Villal-
pando90, pero este documento arroja luz sobre la intencionali-
dad de esos detalles y la colaboración entre los jesuitas y este
artista tan innovador.
Cabe imaginar una colaboración de este tipo en muchos
otros contextos de producción, colaboración que en el caso de
Villalpando nos ayuda a explicar la originalidad en el tratamien-
to de los temas que encontramos en gran parte de su obra. Un
buen ejemplo es su audaz Santa Rosa de Lima luchando con el
diablo (fig. 21), que es una sorprendente representación de un
abrazo entre dos cuerpos, adversarios espirituales, un encuentro
impregnado de ideas que son esenciales para el estudio de la
religión y el arte españoles: el problema de cómo representar
una visión mística; el papel que tienen en ello los sentidos (y
el cuerpo), así como la cuestión de cómo mantener el decoro
—mediante la rodilla avanzada del demonio— frente al franco
fIg. 22 José de Alcíbar, Vida de san José y de la Virgen, segunda mitad del siglo xviii.
Ciudad de México, iglesia de la Enseñanza, pinturas en el muro del evangelio
44 l u i s a e l e n a a l c a l á
contacto físico. No obstante, si el tema es infrecuente en la
iconografía de la santa, lo que en última instancia hace de este
cuadro una obra maestra es la capacidad de Villalpando para
traducir visualmente las instrucciones de sus clientes mediante
la manipulación del color, la pincelada y una composición di-
námica que gira en torno al abrazo, y para el cual es posible
que se aprovechase del modelo de Jacob luchando con el ángel.
Las múltiples funciones de las imágenes religiosas ten-
dían a converger en los retablos. Aunque llegó a haber un
número casi infinito de tipologías y diseños, muchos retablos
del siglo xvii presentan una imagen devocional más icónica,
normalmente esculpida, en un nicho central a cuyo alrededor
se desarrolla un ciclo narrativo pintado. Más tarde, en el xviii, se
populariza la solución contraria, con la escultura como elemen-
to dominante del retablo aunque ello no signifique que desa-
parezca la pintura. Más bien al contrario, empieza entonces a
ocupar todo tipo de nuevos espacios secundarios en las igle-
sias, con frecuencia incluso rodeando el retablo mismo. En esos
casos se invierte la concepción tradicional de que el retablo
enmarca las imágenes, de manera que las pinturas se convier-
ten en el marco (fig. 22). Dicho de otro modo, las iglesias
nunca sacrificaron las múltiples funciones que la pintura lleva-
ba al espacio sagrado, sino que más bien dejaron, felizmente,
que invadieran sus interiores. En algunos, todavía se aprecian
paredes revestidas de lienzos, dispuestos de muro a muro o
techo a suelo, de manera que obras de diferentes pintores y
períodos podían cohabitar en una engañosa uniformidad, im-
presión que se conseguía mediante el poder unificador de unos
marcos enteramente tallados, policromados y dorados (fig. 23).
En los retablos, la talla de madera sobredorada tenía la
misma importancia que las pinturas y esculturas dispuestas en
sus distintas calles y niveles. Es decir, el retablo no es meramen-
te un soporte para obras didácticas y devocionales, sino un
conjunto de elementos que satisfacen diversas necesidades, en-
tre ellas la decorativa. En las pequeñas iglesias parroquiales, en
los reducidos templos de los pueblos de indios o de las hacien-
das, solía haber un único retablo, situado detrás del altar mayor.
Por el contrario, en el caso de las iglesias mayores, los retablos
se fueron multiplicando en las naves y las capillas laterales a lo
largo de los años, y en la medida en que lo permitían las dona-
ciones. Los retablos eran una parte tan esencial de la práctica
religiosa que si no se disponía de fondos para encargar uno, se
pintaban a la manera de un trampantojo en un lienzo o direc-
tamente sobre el muro (cap. 11, fig. 4); algunas de esas versio-
nes más baratas pero no menos barrocas se conservan como
documento de esa práctica habitual (fig. 24 y cap. 9, fig. 17).
fIg. 23 Tunja, Colombia,
iglesia de Santa Clara la Real,
interior hacia el presbiterio
46 l u i s a e l e n a a l c a l á
91 La bibliografía sobre los retablos se refiere sobre todo a conjun-tos de obras localizados en determinadas zonas, y es demasiado amplia para citarla aquí. Para una introducción a sus funciones en el mundo hispánico, véanse Rodríguez G. de Ceballos 1995, y Rodríguez G. de Ceballos 2003, pp. 693-697. Es de especial inte-rés la historiografía específica sobre los retablos mexicanos por-que en el pasado se consideraron ejemplos del «barroco mexica-no». Dicho de otro modo, la historia de los retablos y sus estilos (como el churrigueresco) se vinculó a la creación de la identidad (barroca) mexicana o «mexicanidad», en parte porque las crónicas y fuentes coloniales los utilizaron como un medio de construir una identidad local. De esa manera, el tema ha trascendido la mera historia documental para convertirse en objeto de reflexio-nes teóricas. Véanse por ejemplo, como contribuciones clásicas, Fernández 1972, y Manrique 1971b, pp. 335-367. Véase también la introducción de Rita Eder en Eder (coord.) 2001, volumen en el que diversos historiadores analizan y deconstruyen algunos de los discursos nacionalistas anteriores. Figuran asimismo varios ensayos sobre retablos hispanoamericanos en las actas del III Congreso Internacional del Barroco Iberoamericano (Barroco Iberoamericano 2001).
92 Un estudio excelente sobre estos aspectos es Tovar de Teresa 1984, pp. 5-41.
93 La función didáctica del arte religioso es universal, y es muy es-clarecedor recordar que los eclesiásticos españoles de los siglos xvi y xvii situaran las «Indias» en algunas zonas remotas del norte de la península Ibérica, con lo que querían decir que aun en la propia Europa se necesitaba mucha educación religiosa. Para Felipe de Meneses (1554), «la experiencia nos ha mostrado dentro de España haber Indias y en el riñón de Castilla montañas en este caso de ignorancia», citado en Kamen 1998, p. 81.
Los retablos tienen una larga historia en España, pero
como han señalado numerosos especialistas, alcanzaron nuevas
cimas de inventiva y magnificencia barroca en América Latina91.
Son el mejor ejemplo del matrimonio de las artes en la medida
en que combinan arquitectura, escultura y pintura dentro de
una maquinaria teatral. A pesar de ello, no ha sido fácil estu-
diarlos salvo en su análisis formal. Se ha tendido a clasificarlos
estilísticamente según el tipo de soportes utilizados (columnas
salomónicas o estípites, por ejemplo), atendiendo menos a
otras cuestiones más teóricas como las que se refieren a su
recepción y funcionamiento.
Desde el punto de vista de su contemplación, hemos de
tratar de ponernos en el lugar de quienes rezaban ante un re-
tablo. A la luz de las velas, y a veces por la inclusión de peque-
ños espejos incrustados que acentuaban el reflejo de las super-
ficies doradas, los retablos brillaban de una manera mágica.
Eran altos y podían extenderse hasta las bóvedas de la iglesia,
parte que era prácticamente imposible apreciar en detalle por
el ojo humano. La acumulación y a menudo repetición rítmica
de formas en las versiones más barrocas, invitaba a la mirada
a pasar rápidamente de un elemento a otro, en un intento casi
inútil de captar el conjunto. Al espectador contemporáneo pue-
de costarle imaginar el efecto de los cirios y de las lámparas de
aceite con los que en su día se iluminaban sólo algunas de sus
partes, y le puede resultar frustrante no poder verlos bien en
su totalidad. Incluso podría pensar que esta combinación de
componentes ornamentales y narrativo-devocionales (pinturas
y esculturas) mermaba su eficacia. Sin embargo, ambos elemen-
tos no se percibían entonces como antagónicos, sino como
complementarios. Para el espectador de la época, las historias
religiosas que se representaban eran bien conocidas, de mane-
ra que las imágenes en los retablos solían funcionar como
mecanismos de recuerdo con los que iniciar una correcta ora-
ción. Con ello no queremos decir que la claridad narrativa no
fuera un objetivo deseable, pues no debemos reducir la expe-
riencia de la contemplación de los retablos a solamente uno de
sus aspectos. De hecho, podían ser un instrumento didáctico
para el predicador que pronunciaba un sermón, gesticulando
teatralmente hacia él y usándolo para hacer referencia a las
fIg. 24 Antonio Sánchez, retablo pintado, 1775, óleo sobre tela,
560 x 360 cm. Saltillo, Coahuila, iglesia de San Juan Nepomuceno
471 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
la producción artística en los virreinatos. Aunque pueda pare-
cer evidente para muchos lectores, conviene señalar que no
todo el arte religioso colonial estaba dirigido a las comunidades
indígenas y tenía como único fin su cristianización, y que in-
cluso cuando existía un público indígena, éste no contemplaba
necesariamente las imágenes sólo a un nivel didáctico básico,
sobre todo una vez transcurrido el primer período de la evan-
gelización. Esto es importante porque de la insistencia en la
función didáctica de las imágenes se ha derivado la idea de
que, en general, el contenido importaba más que la forma en
Hispanoamérica. En términos de claridad de presentación, co-
rrección iconográfica y decoro, el contenido era fundamental
en la práctica de la pintura en todo el mundo hispánico, y
como la colonización de Hispanoamérica en el siglo xvi coin-
cidió con la Contrarreforma, los principios de esta ocuparon
un lugar central en el desarrollo de la producción artística
local. El problema de relacionar la función y la forma de esta
imágenes allí representadas, lo que después podía ayudar a la
audiencia a volver en privado, una y otra vez, a ellos y a su
significado. Si tanta destreza artesanal y tanto gasto se invertía
en su diseño era porque representaban algo especial para la
audiencia que contemplaba desde abajo unas imágenes envuel-
tas en oro.
Los retablos pertenecían exclusivamente —o casi exclu-
sivamente, si tenemos en cuenta los altares domésticos, que por
lo general eran más pequeños y sencillos— a la iglesia en
torno a la cual se organizaba la vida de la comunidad. Así, en
las zonas rurales y en las poblaciones pequeñas los retablos
reflejaban el orgullo de la comunidad. En las localidades más
grandes, ese orgullo se canalizaba a través de una red de pa-
rroquias, y con ello surgió un espíritu de competencia entre los
diferentes barrios que muchas veces afectó a la producción de
retablos, con unos queriendo superar o emular lo que otros
habían hecho. También las órdenes religiosas, siempre deseosas
de superar a las demás, desempeñaron un papel importante en
esa competencia. Los contratos que conservamos demuestran
que algunos retablos crearon tendencia, pues otras iglesias en-
cargaron réplicas o versiones, hecho que otorgaba a sus dise-
ñadores (los ensambladores) un nuevo prestigio y más encar-
gos. El contexto general de la producción de retablos revela
por tanto una relación dinámica entre el papel de los artistas
que intervenían, el gusto artístico, las prácticas religiosas, los
valores sociales y las identidades locales92. No es de extrañar
por tanto que el vocabulario formal del retablo estuviera en
constante evolución, con notables innovaciones, y que Hispa-
noamérica fuera una de las geografías que produjo los resulta-
dos más increíbles.
contenIdo , forma y funcIón en La p Intura reL Ig Iosa
Sin negar la enorme significación del arte religioso en los vi-
rreinatos, es importante aclarar que las imágenes eran en His-
panoamérica algo más que un medio de evangelización. Es sin
duda cierto que la función didáctica de la imagen religiosa fue
un instrumento fundamental para los misioneros en el siglo xvi,
y también después en los nuevos territorios de misión que iban
apareciendo. Varias estampas y pinturas en las que religiosos
señalan imágenes ante un público indígena dan testimonio de
esa función, que también comprobamos en numerosas crónicas
y documentos93 (fig. 25). No obstante, hemos de recordar que
la función didáctica de las imágenes religiosas estaba tam-
bién muy extendida en Europa. Una idea errónea pero habitual
entre los estudiantes y los recién llegados al campo, conse-
cuencia de la asunción de que los temas religiosos predomi-
nan en el arte hispanoamericano, es considerar el contexto de
la evangelización como el único por el que se regían la vida y
fIg. 25 Matías de Irala, frontispicio, en fray Juan de Torquemada, Los veynte
y un libros rituales y monarchia Indiana (Madrid, Rodríguez Franco, 1723).
Madrid, Biblioteca Nacional de España, 2/49825
48 l u i s a e l e n a a l c a l á
94 Los retos que al historiador del arte le plantea la cuestión de la forma se exponen lúcidamente en Summers 1989, pp. 372-406.
95 Contratos de este tipo se analizan en Gisbert 2004b, pp. 147-148.
96 Véanse ejemplos en Alcalá 2002a, pp. 25-26.
97 Así se desprende de los numerosos documentos en los que se pide esa magnificencia para las imágenes religiosas. Por ejemplo, cuando se contrató al pintor italiano Bernardo Bitti para que tra-bajara en el virreinato del Perú, la justificación era «el mucho pro-vecho que sacarán [los indios] de ver imágenes que representa-sen con majestad y hermosura lo que significaban…». Este docu-mento de 1573 se cita en Estabridis Cárdenas 1989, pp. 115-116. Ese hincapié en la utilidad de lo visual para la conversión —y la frase tópica y muy repetida en los textos coloniales de que la fe «entra por los ojos»— era un viejo argumento en la historia de la Iglesia que se reformuló y fomentó activamente durante la Con-trarreforma. Véase un útil análisis del contexto retórico de la Contrarreforma en Jones 1993.
98 Por otro lado —como se comenta en el apartado «La práctica de la pintura» de esta introducción—, en el amplio marco cronológi-co que abarca este ensayo hay períodos y pintores en los que es-tuvo muy viva la reflexión teórica, como la primera mitad del si-glo xviii en la ciudad de México. En términos generales, hay que señalar que se ha dedicado más investigación a este aspecto en Nueva España que en el virreinato del Perú; véase, entre otras publicaciones, la reciente de Mues Orts 2006, pp. 67-69.
99 Sobre el empleo del oro véase Rodríguez Nóbrega 2009.
100 Véase más sobre esta pintura en Alcalá 1999a, pp. 122-124, y en Luisa Elena Alcalá, «Milagrosa aparición del Niño Dios de Eten en Chiclayo» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 357-359.
101 Uno de los principales defensores de la teoría arcaizante ha sido Francisco Stastny, para quien el arcaísmo es una fuerza positiva en la pintura colonial peruana y un componente fundamental de su originalidad. Stastny 1975, pp. 20-77, y Stastny 1994a, III, pp. 939-954. Las recientes reformulaciones del anacronismo en el arte europeo pueden ser útiles para reconsiderar algunos aspectos de la pintura hispanoamericana. Entre ellas figuran Nagel y Woods 2005, pp. 403-432, y de los mismos autores, Nagel y Woods 2010, especialmente pp. 13-14.
102 Aun así, muchos siguen considerando el arte virreinal como in-temporal, una clasificación que es todavía un ejemplo de valora-ción según los criterios europeos. Véase sobre esta cuestión Gar-cía Sáiz 1989b, pp. 21-30.
Aunque en algunos contextos la necesidad de contar
con imágenes religiosas didácticas como instrumento de la
evangelización fue lo bastante urgente como para que los clien-
tes atendieran menos a su belleza y se conformaran con los
materiales que tenían más a mano, en general no fue tal el caso
y los documentos parecen indicar que en la producción y el
consumo de pintura virreinal intervenía ampliamente el discer-
nimiento en materia de gusto y calidad. En muchos contratos,
los clientes manifiestan sus preferencias estéticas: por éste o
aquel artista, por un estilo concreto o por una forma de deco-
ración, como cuando se determina de antemano si una pintura
de la escuela de Cuzco debe tener aplicaciones de oro, algo
que posiblemente no era una cuestión solo de gastar más sino
también de gusto95. Incluso la correspondencia de los misione-
ros destinados en zonas remotas, como en los territorios sep-
tentrionales de Nueva España, que pedían pinturas al centro
artístico de México porque las obras producidas localmente no
eran aceptables, revela que la audiencia colonial era capaz de
distinguir entre la buena pintura y la que no lo era96. De hecho,
los propios misioneros —de quienes con tanta frecuencia se
supone que les preocupaba solamente el contenido de las imá-
genes— estaban entre los más interesados en obtener cuadros
de una determinada calidad y belleza siempre que fuera posi-
ble. Conocían bien la retórica clásica y la forma en que los
teóricos de la Contrarreforma propugnaban las imágenes reli-
giosas por su capacidad para enseñar (docere), pero también
para deleitar y conmover al espíritu (delectare et movere). Aun-
que a veces el gusto tenía que ajustarse a lo que había dispo-
nible y las aspiraciones de los misioneros y de sus comunida-
des no siempre se resolvían con resultados satisfactorios, lo que
importa aquí es que los misioneros creían que, en las imágenes
religiosas, la claridad del contenido no era suficiente para llegar
a su público y que no eran menos importantes la magnificencia,
aspecto clave de la teoría y la producción artísticas, y la eficacia
devocional97.
El problema metodológico de insistir en la primacía del
contenido sobre la forma se deriva no de su propia esencia sino
de su uso excesivo y, además, de la ausencia de una definición
clara de la forma y de cómo funcionaba en Hispanoamérica. Si
afirmar que la forma importaba menos significa —como está
implícito en la tradición italiana— que la mayoría de pintores
no participaba en debates teóricos sobre el color, el dibujo de
la figura humana, la geometría y el papel de la Antigüedad en
su obra; que no se planteaban esas cuestiones en el proceso
de producción, con el consiguiente efecto que ello tenía en
crear una atmósfera competitiva como en los principales cen-
tros artísticos italianos, entonces es en buena medida una afir-
mación correcta para muchas zonas de Hispanoamérica, así
como para España y otras partes de Europa98. Pero si al negar
la importancia de la forma lo que queremos decir es que los
pintores no reflexionaban sobre el aspecto de sus cuadros ni
manera no reside tanto en cómo entendemos la función y el
fondo sino en cómo queda desplazada la forma94. En la medi-
da en que resta importancia a la forma, la insistencia en el
contenido ha primado determinados planteamientos metodo-
lógicos (especialmente el análisis iconográfico) en detrimento
de otros. Puesto que «forma» es un concepto cargado de valor
y tradicionalmente asociado a la calidad (por cómo se fraguó y
fue defendido a través del discurso histórico-artístico sobre el
Renacimiento italiano), en muchos análisis del arte hispano-
americano enfatizar el contenido lleva aparejada, a menudo de
manera no intencionada, la impresión de que se están evitando
o rodeando las cuestiones formales. Además, este modelo de
interpretación tiende hacia una definición funcionalista del gus-
to y el estilo más que hacia una definición estética, pues el
elemento definidor del estilo de la pintura colonial se transfor-
ma es su énfasis por el contenido.
491 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
de los ejemplos más claros de cómo la manipulación de la
forma intensifica los efectos emocionales y estéticos de una
imagen devocional. En muchas de esas obras, las aplicaciones
de oro en las prendas de vestir (lo que se suele llamar «broca-
teado») (fig. 4) y las cenefas de flores en los márgenes adquie-
ren vida propia99 (cap. 8, fig. 33). Mucho más que mera deco-
ración, esos detalles delatan la calidad preciosa y sagrada de lo
que decoran o enmarcan. De manera parecida, cuando los
pintores andinos de los siglos xvii y xviii distorsionaban las
proporciones de las figuras, no era siempre porque no supieran
cómo utilizar la perspectiva y el canon de figuras clásicas, sino
más bien porque decidieron manipularlos. Es decir, la idea de
que el estilo puede ser una cuestión de elección, y de que así
lo fue con frecuencia en Hispanoamérica, debe considerarse
más a fondo. En muchas obras, la modificación de las propor-
ciones canónicas era una forma de visualizar la importancia
relativa de algunas figuras y símbolos sobre otras (fig. 26), con
lo que se incrementaba la eficacia didáctica y devocional100. En
el pasado, tales manipulaciones llevaron a que se establecieran
comparaciones con el arte medieval, con la implicación de que
la producción artística hispanoamericana era anacrónica y ar-
caizante con respecto al arte europeo y a su evolución101. Más
recientemente, la tendencia reformadora a ver el arte colonial
en su contexto y no en comparación con Europa ha llevado a
afirmar que posee su propia cronología102. Con todo, aunque
esto es verdad, tampoco debemos colocar la producción artís-
tica en Hispanoamérica en una burbuja. Como veremos en la
siguiente sección, muchos pintores —especialmente los que
trabajaban en los centros artísticos— recibían y asimilaban no-
ticias de la producción europea por medio de grabados, pintu-
ras y descripciones escritas, por no mencionar la repercusión
que tuvo la llegada de artífices europeos en las primeras fases
del desarrollo artístico y después, más esporádicamente, a lo
largo de todo el período virreinal.
eL mercado art í st Ico y La c IrcuLac Ión de p Inturas
Aunque el mercado de arte ha estado durante mucho tiempo
en la periferia de los estudios histórico-artísticos, como un cam-
po más propio de los historiadores de la economía, cada vez
se ve más como un medio para entender no sólo las relaciones
de mecenazgo y las transacciones financieras de los artistas,
sino también el crecimiento de la circulación mundial de obras
de arte que se produce en la Edad Moderna. De hecho, como
ya hemos señalado al tratar de los paradigmas centro-periferia,
el escenario artístico hispanoamericano ofrece una oportunidad
para cambiar la manera en que estudiamos y entendemos el
propio arte europeo. Para empezar basta con reconocer que
los objetos y las obras de arte viajaron de Europa a América y
les importaba, entonces estamos interpretando erróneamente
la complejidad del arte colonial.
Los autores de este libro creemos con firmeza que la
función y la forma están íntimamente interrelacionadas en el
arte virreinal, tesis que se demostrará una y otra vez. Utilizare-
mos la forma no como una idea configurada en Italia y una
norma estricta que se superpone al arte virreinal, sino de una
manera más neutra, como un instrumento que puede ser útil
para abordar cuestiones del estilo si viene acompañado de una
adecuada descripción de las obras. Como veremos, en algunos
ejemplos de la pintura mural mexicana, la forma es en sí el
significado, pues a murales que en general tenían un aspecto
europeo a veces se incorporaba la escritura pictográfica prehis-
pánica (véase el caso de Malinalco en el capítulo 2). En la
pintura devocional del virreinato del Perú, especialmente desde
finales del siglo xvii en adelante, podemos encontrar algunos
fIg. 26 Anónimo, Milagrosa aparición del Niño Dios de Eten
en Chiclayo, h. 1649, óleo sobre tela, 160 x 120 cm. Lima, Museo
del Convento de los Descalzos
50 l u i s a e l e n a a l c a l á
103 Este es el tipo de información que solía utilizarse en apoyo del modelo centro-periferia para estudiar Hispanoamérica, especial-mente con respecto a la influencia de Zurbarán. Sin embargo, el reciente interés por la globalización ofrece un nuevo marco al es-tudio del mercado de arte (y de la circulación de objetos, mate-riales y personas). Un estudio fundamental sobre la globalización en la Edad Moderna es Gruzinski 2010. Al mismo tiempo, los parámetros y las definiciones de los planteamientos históricos (e histórico-artísticos) basados en la globalización han tenido sus detractores y siguen siendo objeto de un amplio debate; véase por ejemplo Cooper 2005, especialmente pp. 7-10.
104 Véanse ejemplos en Falomir 2006, pp. 147-149.
105 Sobre este tipo de contratos, véase Sánchez Corbacho 1931, pp. 13-14. Palomero Páramo 1983, II, pp. 429-435.
106 No existen estudios estadísticos generales, pero las cifras que presenta Kinkead son reveladoras; Kinkead 1984, pp. 303-310.
107 Prácticamente todos los sevillanos tenían en esta época parientes que vivían en América. Zurbarán es el pintor sobre el que más se ha escrito en relación con el comercio de arte. Sobre él y sobre las conexiones familiares de Carducho con Lima, véase la nota 35 del capítulo 8.
108 Serrera 1988, pp. 70-72.
109 Phipps 2004, pp. 81-82; y sobre la cerámica, véanse Gavin, Pierce y Pleguezuelo (eds.) 2003, y Curiel 2009, pp. 19-36. Véase una vi-sión general de las rutas comerciales en Alfonso Mola y Martínez Shaw (dirs.) 2000.
110 A veces se utilizaba esta exención para hacer pasar arte no reli-gioso por material para las misiones.
111 Alcalá 2007, pp. 141-158.
112 Los jesuitas canalizaron esas influencias por dos vías: en primer lugar, a través del mercado de importación antes descrito, y en segundo lugar a través de la contratación de hermanos coadjuto-res artesanos para sus misiones. En el siglo xviii muchos de estos eran de origen centroeuropeo y se establecieron en Sudamérica, influyendo considerablemente en el curso del arte local, especial-mente en la arquitectura y las artes decorativas. Un estudio tem-prano de aquellos jesuitas europeos es Sierra 1944.
113 Las islas Canarias son una pieza fundamental del rompecabezas de la circulación mundial en el imperio hispánico. Sobre algunas de sus conexiones artísticas, véanse Rodríguez González 1992; Fraga-González 1982; Martínez de la Peña 1988, pp. 213-224; las aporta-ciones en el Coloquio Internacional Canarias y el Atlántico 1580-1648 (Béthencourt Massieu [ed.] 2001); y Amador Marrero 2002.
aventuraran a llevar ellos personalmente el negocio. En este
caso, el pintor dejaba en consigna sus obras al capitán de un
barco con el que había acordado por contrato su venta en el
puerto de llegada a un precio mínimo previamente convenido
y que le pagaba a su regreso105. En general, era un negocio
próspero a pesar de los riesgos que existían: el barco podía
hundirse o ser capturado por piratas, los cuadros podían estro-
pearse por el mal tiempo, o el capitán del barco podía no ser
una persona honrada.
En las primeras fases de la colonización, se necesitaban
cuadros por centenares para ayudar a la cristianización y la
decoración de las nuevas iglesias. Había pocos artistas euro-
peos profesionales que vivieran en los virreinatos y la pobla-
ción local aún no había dominado el estilo europeo que era el
deseable para las imágenes religiosas. Aunque el tráfico de
pinturas europeas a Hispanoamérica descendió a mediados del
siglo xvii, nunca llegó a desaparecer106. En épocas posteriores,
sin embargo, es probable que las obras no viajaran tanto para
satisfacer unas necesidades religiosas cuanto por otras razones
relacionadas con el gusto, los desarrollos artísticos y la popu-
laridad de algunas devociones en particular. Aunque tradicio-
nalmente se ha pensado que sólo trabajaban para el mercado
de exportación los artistas españoles de segunda o tercera fila,
especialmente andaluces, tenemos cada vez más datos de que
pintores reconocidos enviaron también obras a América en
algún momento, pero en menores cantidades que los que se
ganaban la vida únicamente en ese mercado. Esos artistas de
renombre, como Vicente Carducho (h. 1576-1638) (cap. 8,
fig. 19) o Francisco de Zurbarán (1598-1664) (cap. 8, fig. 15-17),
solían trabajar por encargo de una determinada institución del
virreinato —por lo general un convento o una catedral— y es
probable que se apoyaran para ello en conexiones familiares107.
El encargo de una obra garantizaba un mayor beneficio para el
artista, así como una mayor calidad para el comprador. No
obstante, como se ha comprobado en el caso de Zurbarán,
hasta los artistas famosos podían enviar sus obras en consigna-
ción con el capitán de un barco. Que Zurbarán lo hiciera pa-
rece indicar que no consideraba esas obras como arte, en pie
de igualdad con sus encargos, sino más bien como una mer-
cancía, lo que no significa que esas pinturas se percibieran
como tal en el lugar de destino108.
La otra ruta comercial oficial que tuvo gran repercusión
en el arte hispanoamericano fue el llamado Galeón de Manila,
que a partir del último tercio del siglo xvi llevaba productos
asiáticos a España vía Nueva España. Los comerciantes asiáticos
se reunían en Manila, que por entonces formaba parte del im-
perio español y que políticamente dependía del virreinato de
Nueva España, para comerciar con especias, sedas chinas, por-
celanas, papeles pintados, biombos, artículos lacados y otros
productos de lujo que se cambiaban por la plata española. Una
vez cargado, el galeón se dirigía a Acapulco, desde donde la
viceversa, no sólo dentro de la propia Europa. En realidad sa-
bemos hace mucho tiempo que numerosos artistas europeos
se especializaron en la producción de obras para la exportación
a los territorios hispanoamericanos103.
Estampas pero también cuadros viajaban desde España
en un mercado oficial del arte que tenía su centro de operacio-
nes en la Casa de Contratación, fundada en 1503 y extinguida
en 1790, y situada en Sevilla hasta 1717, año en el que se tras-
ladó a Cádiz. A veces, la propia Casa de Contratación encarga-
ba obras a artistas locales para enviarlas a los virreinatos, espe-
cialmente en la primera época, en la que había una enorme
demanda de cuadros, en su mayor parte religiosos, para deco-
rar las primeras iglesias y ayudar a la conversión y cristianiza-
ción de los pueblos indígenas104. Más frecuente era que los
pintores vendieran sus obras a un comerciante oficial o se
511 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
de devoción de valor artístico en Europa cuando viajaban a
Roma para sus congregaciones. La finalidad esencial del viaje
era asistir a esas reuniones, reclutar misioneros y adquirir las
cosas necesarias para las misiones pero, a menudo, esos viajes
se convertían en auténticas campañas de compras, en las que
los jesuitas visitaban diversas ciudades europeas y cumplían
encargos —una escultura napolitana, un pequeño cuadro sobre
cobre de un pintor romano o una mezzotinta de Augsburgo—
para sus contactos y colaboradores en todos los niveles de la
sociedad colonial111. Como orden bien conectada internacional-
mente, los jesuitas facilitaron la exportación de obras de arte
europeas a Hispanoamérica. De hecho, muchas veces se les ha
atribuido la introducción de algunas de las influencias no es-
pañolas, sino más bien centroeuropeas e italianas, que florecie-
ron en algunas regiones, especialmente en el cono sur en el
siglo xviii112. Así, además del mercado de arte oficial, había
otras formas a través de las cuales la sociedad colonial queda-
ba conectada con Europa.
En la dirección contraria, también cuadros hispanoame-
ricanos viajaban a Europa, sobre todo a España. Los españoles
que vivían en los virreinatos enviaban retratos a sus familiares,
así como imágenes de los cultos locales. Muchas de esas obras
sobreviven en las iglesias de pequeñas localidades de toda
España, incluidas las islas Canarias113. Para muchos españoles
Hispanoamérica representaba una conexión familiar o un ne-
gocio, pero para otros tantos que también residían o en España
mercancía se llevaba por tierra hasta Veracruz; allí se embarca-
ba en otro barco y marchaba rumbo a España. En teoría, esos
artículos estaban destinados al mercado ibérico, pero muchos
se vendían en Nueva España e incluso se dirigían al sur hasta
el virreinato del Perú. La consiguiente influencia asiática en el
arte colonial es patente en diversos ámbitos, como las cerámi-
cas mexicanas y los textiles andinos109. En lo que a la pintura
se refiere, en Nueva España inspiró la creación de los singula-
res enconchados (fig. 27), pinturas a base de concha nácar, y
la afición a los biombos japoneses. Algunos biombos eran im-
portados, pero enseguida empezaron a producirse en México,
donde solían decorarse con temas históricos en el siglo xvii y
con escenas galantes en el xviii (cap. 4, fig. 43), creando una
vez más un arte híbrido que en muchos aspectos ya no tenía
que ver con los modelos asiáticos originales.
Además de las rutas comerciales oficiales, había otros
circuitos no oficiales para la exportación de obras europeas a
Hispanoamérica. Como en Europa, las obras viajaban regular-
mente en forma de obsequios entre los círculos de elite, así
como en los equipajes de los oficiales y obispos virreinales
cuando marchaban a su nuevo puesto o regresaban a Europa.
Las pinturas eran también una parte importante de los carga-
mentos de los misioneros, y hay que recordar que si viajaban
como parte de su equipaje se consideraban exentos de impues-
tos110. Durante los siglos xvii y xviii, los jesuitas, más que otras
órdenes religiosas, se dedicaron a adquirir numerosos objetos
fIg. 27 Anónimo,
Desposorios de la Virgen,
de la serie de la «Vida de
la Virgen», último cuarto
del siglo xvii, enconchado,
68 x 99 cm. Madrid, Museo
de América, inv. 00172
52 l u i s a e l e n a a l c a l á
o en otros países europeos, era al mismo tiempo un lugar
exótico construido por la imaginación europea y se sentían
fascinados por un Nuevo Mundo que la mayoría nunca llegaría
a conocer directamente. Como es bien sabido, esa fascinación
generó ya en tiempos de Colón, imágenes europeas de una
América exótica y alegorizada. Esas iconografías circularon ex-
tensamente en forma de estampas y se exhibían también pe-
riódicamente a través del arte efímero que ornamentaba las
calles y los espectáculos de la corte114. Lo que quizá se ha es-
tudiado menos es la manera en que, en determinados contex-
tos, las sociedades virreinales se apropiaron de esas imágenes
de América y decidieron «exotizarse», algo que Hiroshige Oka-
da sugiere en el capítulo 11 a propósito de algunos motivos
aparentemente indígenas que aparecen en el arte andino. Este
aspecto de creación de estereotipos y autorrepresentación tiene
probablemente su mejor ejemplo en la pintura de castas, una
de las grandes innovaciones del arte novohispano y género que
carece de precedentes europeos directos. En estas series de
cuadros se representan las mezclas raciales de Nueva España a
través de unidades familiares dedicadas a actividades sobre
todo urbanas (fig. 5 y 15 y cap. 4, fig. 42). Las figuras suelen
estar acompañadas de frutas y hortalizas locales que llevan
cada una su nombre y que a veces se representan en propor-
ciones exageradas. Postales de la sociedad colonial, estas obras
se producían tanto para el consumo interno como para la ex-
portación. En este segundo caso, retrataban a la sociedad vi-
rreinal para un público extranjero curioso, lo cual no significa
que fuera un retrato fiel de esa sociedad115. Otro ejemplo más
obvio de producción artística de carácter exótico y destinada
a la exportación es el arte plumario. La fascinación que producía
fIg. 28 Anónimo, Conquista y reducción de los indios infieles de las montañas de Paraca y Pantasma en Guatemala, h. 1685,
óleo sobre tela, 160 x 220 cm. Madrid, Museo de América, inv. 00093, depósito del Museo Nacional del Prado
531 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
114 Dado que el tema pertenece en cierto modo a la historia del arte europeo, no se tratará más de ello en la presente publicación.
115 García Sáiz 1989a; Katzew 2004a, y Carrera 2003.
116 Para nuevos estudios acerca del arte plumario, se espera el catá-logo de la exposición que se celebró en el Museo Nacional de Arte de México en 2011, El vuelo de las imágenes. Arte plumario en México y Europa, de próxima aparición (Fane, Russo y Wolf [eds.] en prensa).
117 Luisa Elena Alcalá, «Conquista y Reducción de los indios infie-les…» [ficha de catálogo], en Rishel y Stratton-Pruitt (eds.) 2006-2007, pp. 430-431; ampliado en Alcalá 2012b, pp. 594-617.
118 Thomas B. F. Cummins, «Retrato de los Mulatos de Esmeraldas: don Francisco de la Robe y sus hijos Pedro y Domingo» [ficha de catálogo], en Bérchez (dir.) 1999, pp. 170-172.
119 Algunos de los estudios clásicos sobre este comercio son: Haring 1918; Chaunu y Chaunu 1955-1960; García-Baquero 1976; García Fuentes 1980, y Bustos Rodríguez 1995.
120 Ramírez Montes 2001, pp. 103-128. Sobre el papel de los tratantes en España, véase Cherry 1997, pp. 79-82.
yo real, mostrándole el éxito de la misión en aquel territorio
hostil e infestado de serpientes117. El famoso retrato de grupo
llamado Los mulatos de Esmeraldas, firmado y fechado en 1599
por el pintor quiteño Andrés Sánchez Gallque (act. 1590-1615),
presenta al rey a sus nuevos súbditos (fig. 29). Protagonista de
un largo conflicto militar en una zona remota del Ecuador, el
dirigente de ese grupo y sus hijos están representados como al
rey le gustaría verlos, pacificados y vestidos de manera híbrida,
pero a pesar de ello reconocibleme nte hispanizados118. Aun-
que estos dos cuadros están cuidadosamente construidos para
ilustrar situaciones locales, filtran las realidades históricas de las
que pretenden informar y crean unas imágenes persuasivas
para las expectativas de su audiencia al otro lado del Atlántico.
De esa manera, dan testimonio de la conciencia de la sociedad
colonial del poder de las imágenes y de que la pintura, en
particular, era importante para la monarquía española.
Además de este circuito internacional, los cuadros tam-
bién viajaban entre los virreinatos pese a que ese comercio
estuvo prohibido durante largos períodos de la Edad Moder-
na119. Cómo funcionaba exactamente ese mercado de arte es
un tema que espera más investigación: ¿Se encargaban las
obras directamente a los artistas por las partes interesadas, o
se utilizaban agentes? ¿Eran agentes comerciales privados —los
que aparecen como “tratantes» en algunos documentos120— o
funcionaban muchas veces como tales los miembros de las
órdenes religiosas, dado que tenían una fácil comunicación
con instituciones parejas situadas en otros lugares? Probable-
mente funcionaban los dos sistemas, y sin duda los documen-
tos y las obras que se conservan revelan que la geografía polí-
tica no se correspondía con la geografía artística. Gracias a las
rutas comerciales y al trazado de los principales caminos se
podían establecer estrechas relaciones artísticas entre territorios
la manera en que los indígenas representaban con plumas
temas figurativos occidentales hizo que muchas de aquellas
obras acabaran en colecciones reales, eclesiásticas y privadas
europeas (cap. 2, fig. 16 y 17)116.
Por último, otro canal por el que pinturas virreinales
atravesaban el océano era el de los regalos para el rey de Es-
paña. Aunque menores en número, cada uno de los cuadros
que han sobrevivido y cuya procedencia se puede rastrear has-
ta llegar a la colección real contiene una reveladora historia de
intencionalidad, persuasión y colaboración entre el promotor y
el artista correspondiente. El cuadro en el Museo de América
que representa una reducción franciscana en una zona proble-
mática de Nicaragua (fig. 28) se envió a Carlos II y al Consejo
de Indias a finales del siglo xvii para conseguir un mayor apo-
fIg. 29 Andrés Sánchez Gallque,
Los mulatos de Esmeraldas: don
Francisco de la Robe y sus hijos
Pedro y Domingo, 1599, óleo
sobre tela, 92 x 175 cm. Madrid,
Museo de América, inv. 00069,
depósito del Museo Nacional
del Prado
54 l u i s a e l e n a a l c a l á
121 Sobre las conexiones entre Nueva España y Venezuela, véase Duarte 1998, y con Guatemala, Alcalá 2002b, pp. 111-116.
122 Aunque eso es cierto en general, excepcionalmente podía darse la situación contraria, sobre todo en los centros artísticos sufi-cientemente pequeños. Un buen ejemplo es Puerto Rico, donde la llegada de Luis Paret y Alcázar (1746-1799), artista de la corte española de origen francés, influyó mucho en José Campeche y en el desarrollo de un estilo rococó. De hecho, hay pocos artistas en Hispanoamérica a quienes les vaya mejor que a Campeche el calificativo de rococó; véase Taylor 1988.
123 Hernández de Alba 1938, p. 46.
124 Navarrete Prieto 1998, especialmente pp. 23-32. Véase un exce-lente análisis de las estampas religiosas en España en Portús y Vega 1998. El papel de los grabados en la producción pictórica se pone claramente de manifiesto en el hecho de que Palomino lo aborde en varias secciones de su tratado, especialmente en el segundo tomo, titulado Práctica de la Pintura (1724); Palomino 1715-1724.
125 Marchi y Miegroet 1999, pp. 81-111, y Bargellini 1999.
fuentes europeas e Indígenas
Otra cuestión que plantea la circulación de obras en el plano
internacional o virreinal es cómo afectaban a la producción
local. ¿Veían siempre en ellas los pintores locales una nueva
inspiración, nuevas iconografías y nuevos modelos compositi-
vos que copiar? ¿O podían tener también algún otro significado
para esos públicos? ¿Se reconocían incluso como obras extran-
jeras, y más concretamente como italianas, españolas, flamen-
cas, mexicanas o cuzqueñas una vez que habían salido de su
lugar de origen? No es posible contestar a estas preguntas en
el presente ensayo, pero algunos de los autores de este libro
se ocuparán de ellas en la medida en que se insertan en la
historia general del desarrollo estilístico y del gusto que trazan
en sus textos. Baste de momento recordar que una de las cues-
tiones abiertas en el campo de la pintura hispanoamericana es
cómo tratar la influencia de los modelos europeos. Como ya
hemos señalado, en general está aceptado que la llegada de
pintores europeos —y no sólo españoles—, así como de pin-
turas en cantidades masivas, fue un factor crucial para el rum-
bo que tomó la pintura en el siglo xvi en ambos virreinatos.
A mediados del xvii, sin embargo, eran menos los pintores y
las obras que viajaban a América y, por lo tanto, decreció rela-
tivamente su impacto en las escuelas locales, que al mismo
tiempo ya habían desarrollado su propia y distintiva personali-
dad122. Las estampas, en cambio, llegaron en enorme cantidad
durante todo el período virreinal, y por tanto podían funcionar
como una fuente constante de influencia e inspiración.
Las estampas fueron un instrumento de trabajo funda-
mental para los pintores virreinales, y muchos de ellos acumu-
laron grandes colecciones como comprobamos en sus inven-
tarios. Baltasar de Vargas de Figueroa (?-1667), el principal
pintor de Santa Fe de Bogotá a mediados del siglo xvii, poseía
más de mil ochocientas cuando murió en 1667123. Como se ha
comprobado que muchas composiciones están basadas en es-
tampas, durante un tiempo se sostuvo que toda la pintura vi-
rreinal dependía más de las estampas que el arte europeo, con
lo que implícitamente se lo despojaba de cualquier originali-
dad y se reafirmaba el modelo de interpretación que se basa-
ba en su carácter derivativo y provincial. Sin embargo, los
nuevos enfoques que se vienen dando al arte europeo, y es-
pecialmente a la pintura española, así como un creciente inte-
rés por la copia en la historia del arte en general, han ayudado
a disipar esa impresión simplemente subrayando la frecuencia
con que los propios artistas europeos dependían de estampas
y descubriendo la manera en que esa práctica se teorizaba en
los tratados artísticos124.
Entendidas como parte y parcela de la práctica artística
occidental de la época, las estampas eran usadas por los artistas
de diversas maneras y por distintas razones a ambos lados del
Atlántico. Compositivamente, podían copiarse enteras o solo
pertenecientes a distintos virreinatos o audiencias (las subdi-
visiones provinciales de aquellos). Por ejemplo, Popayán, en
lo que hoy es Colombia, estaba artísticamente más cerca de
Quito que de la producción de la capital y sede de su audien-
cia, Santa Fe de Bogotá. El reino de Guatemala, que pertenecía
al virreinato de Nueva España, recibía pinturas de la ciudad de
México, pero también estaba bien conectado con sus vecinos
del sur, especialmente con los territorios que pertenecen hoy
a Venezuela y Colombia, de manera que cuadros procedentes
de esas zonas se encuentran en algunas de las iglesias de la
ciudad de Guatemala y de Antigua, capitales ambas durante el
período virreinal121.
Incluso dentro de cada virreinato, la circulación de cua-
dros entre grandes distancias fue un fenómeno común en el
siglo xviii. El caso más famoso tal vez sea el de la escuela de
pintura de Cuzco durante finales del xvii y la primera mitad
del xviii. Sus artistas recibían encargos y producían pinturas
en serie para la exportación a zonas del virreinato tan alejadas
como Santiago de Chile (cap. 9, fig. 30). En general, el virrei-
nato del Perú se caracteriza por el activo funcionamiento,
durante la segunda mitad del siglo xvii, de varios centros
artísticos, no sólo Lima y Cuzco, sino también ciudades como
Quito, Santa Fe de Bogotá y Potosí, cada una de las cuales
tenía su propia esfera geográfica de influencia. En Nueva Es-
paña, en cambio, la producción pictórica se concentraba en
la ciudad de México y sus exportaciones llegaban hasta los
territorios de las misiones del norte y, por el sur, hasta el rei-
no de Guatemala. En ambos casos podemos identificar a al-
gunos pintores que parece que se dedicaban más que otros a
la exportación (Miguel de Santiago en Quito o José de Páez
en México, por ejemplo), pero seguimos sin conocer bien sus
razones para esa dedicación, si ellos mismos viajaban o no y
los mecanismos a través de los cuales recibían esos encargos
y enviaban las obras.
551 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
partes de ellas, pues a veces se tomaban figuras o poses concre-
tas que se combinaban con originalidad en la obra final. En
ocasiones se copiaban no por una razón artística, sino por su
temática o iconografía. Así, tan interesante como analizar la for-
ma en que se utilizaban es identificar por qué una determinada
estampa pudo ser más influyente en un momento concreto,
cuestión que introduce el tema del gusto. ¿Se utilizaban tanto las
estampas de Rubens como modelos compositivos en Hispa-
noamérica porque circulaban más que otras, o porque estaban
consideradas como grandes obras que merecían ser reproduci-
das? Hay que admitir que en cierta medida el caso de Rubens,
como el de los hermanos Wierix en el siglo xvi, es especial pues
sus obras circularon en mayor cantidad y con un alcance más
internacional que las de casi todos los demás artistas. No obs-
tante, este ejemplo demuestra también que se pueden analizar
determinados fenómenos de la pintura europea —como la in-
fluencia de Rubens— a una escala mundial simplemente incor-
porando el continente americano al discurso histórico.
El enorme mercado que tuvo la pintura flamenca sobre
cobre desde el siglo xvi en adelante por toda Europa e Hispa-
noamérica es otro ejemplo de cómo el escenario artístico his-
panoamericano ofrece la posibilidad de analizar la internacio-
nalización de la pintura en este período. En muchas iglesias aún
siguen existiendo estos cuadros sobre cobre, aunque su proce-
dencia no está siempre clara sobre todo porque los propios
pintores de los virreinatos empezaron a utilizar cada vez más
este soporte125. Importada o colonial, la pintura sobre cobre
suele aparecer en retablos relicarios, en sacristías o en pequeñas
capillas, contextos que implican que se consideraban objetos
preciosos, en parte por las características del material que les
fIg. 30 Anónimo, Comunidad mercedaria, de la serie del «Corpus Christi de Santa Ana», h. 1674-1680,
óleo sobre tela, 216 x 303 cm. Cuzco, Museo de Arte Religioso, Palacio Arzobispal, Arzobispado del Cusco
56 l u i s a e l e n a a l c a l á
126 Sobre la capilla del Ochavo, véase Rodríguez Miaja 1996, pp. 152-162.
127 No está claro si son obras ficticias pintadas en el arco o pinturas reales que se colgaron en él con motivo de la celebración. La práctica de colgar cuadros en el exterior y en decoraciones efí-meras estaba muy extendida, como se pone de manifiesto en otras obras de esta serie.
128 Castorena y Ursúa y Sahagún de Arévalo [1722-1742] 1950, I, p. 15. Es curioso que la procedencia romana de las pinturas se recuerde aun después de la expulsión de los jesuitas, en 1767, cuando se hizo el inventario de los bienes de la iglesia: Autrey Maza et al. 1988, p. 105.
129 Se ha sostenido que las obras de algunos de los otros pintores representados en la colección, sobre todo madrileños de la época como Carreño de Miranda, pudieron dejar huella en la produc-ción de Basilio Santa Cruz Pumacallao, uno de los principales artistas cuzqueños contemporáneos y favorito de Mollinedo. Se trata más de esta cuestión en el capítulo 9.
130 Gutiérrez Haces 2002, pp. 47-99, y Ruiz Gomar 2004b, pp. 151-172.
131 Uno de los primeros intentos de registro sistemático de motivos indígenas en el arte novohispano fue Reyes-Valerio 1978; y para el virreinato del Perú, Gisbert 1980.
132 En el caso de los Andes, el análisis de esta cuestión ha girado en torno a la muy discutida expresión de «estilo mestizo». Hay eva-luaciones recientes de este problema y de su amplia bibliografía en Mujica Pinilla 2002a, pp. 1-4; y en Bailey 2010, pp. 15-43.
brillo y los colores vivos explican desde hace mucho tiempo el
atractivo de la pintura sobre cobre y son la razón de su empleo
decorativo en todo tipo de contextos, al margen de su icono-
grafía. Tenemos como ejemplo una de las pinturas de la serie
que representa la procesión del Corpus Christi en Cuzco
(h. 1674-1680), donde el arco de triunfo está decorado con lo
que parecen paisajes sobre cobre al estilo flamenco127 (fig. 30).
Es poco probable que en ese arco tuvieran una función religio-
sa. Más bien eran un elemento ornamental en el sentido de
ostentación, mostrando la riqueza de las iglesias de Cuzco y el
orgullo de sus habitantes al celebrar una de las fiestas religiosas
más importantes del imperio español. Así pues, los cuadros
sobre cobre, como gran parte de las pinturas europeas expor-
tadas a Hispanoamérica, guardaban múltiples valores para la
sociedad colonial. Entre otros, revelaban los vínculos con Euro-
pa y eran una fuente de prestigio para sus propietarios. Que las
obras de arte extranjeras eran muy apreciadas se deduce clara-
mente de textos contemporáneos en los que se vincula la cali-
dad de una determinada obra a su lejano lugar de origen. Por
ejemplo, en 1722 la Gaceta de México conmemoraba de esta
manera la inauguración de varios nuevos retablos en la Casa
Profesa, la principal iglesia jesuítica de México: «cuatro altares
nuevos […]; muy primoroso, el de S. Juan Francisco Regis, tan
esquisito que no hay otro en el reino, porque en campo de oro
está con 41 láminas de cristal y bronce dorado, con una estatua
del Santo que trajo de Nápoles, y de Roma dichas láminas…»128.
servía de soporte. Un ejemplo famoso es el de la capilla del
Ochavo en la catedral de Puebla, donde los cobres están colga-
dos, desde el último cuarto del siglo xvii, junto a espejos y
piezas de arte plumario126. El fino acabado de la superficie, el
fIg. 31 Laureano Dávila, Rosa
examinada por el inquisidor
dominico Juan de Lorenzana
y el doctor Juan del Castillo en
presencia de María de Oliva,
madre de la santa, y María
de Uzátegui, siglo xviii, óleo
sobre tela. Santiago de Chile,
monasterio de Santa Rosa
571 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
las obras de arte de ambos virreinatos, la dificultad radica en
primer lugar en identificar el componente indígena al mismo
tiempo que se está reconociendo que el arte colonial ya no es
indígena en un sentido verdaderamente prehispánico; y, en
segundo lugar, en decidir qué significa ese componente y para
quién. En otras palabras, es importante que nos demos cuenta
de que los elementos indígenas estaban presentes en los dis-
cursos coloniales.
Aunque la identificación de esos elementos indígenas es
obvia en algunos casos, en muchos otros se trata de imágenes
cargadas de ambigüedad que pueden llevar a múltiples y con-
tradictorias interpretaciones131. Una manifestación problemática
a este respecto es la que se refiere a los detalles figurativos en
muchos relieves que decoran las fachadas y capillas de las igle-
sias (fig. 32) en ambos virreinatos y en distintos períodos, que
van mucho más allá del siglo xvi132. La utilización de motivos
Podemos concluir que la utilización de cuadros importados
como modelos artísticos era solo una de sus funciones, y no la
única. Cuando Manuel de Mollinedo y Angulo fue nombrado
obispo de Cuzco en 1673, llevó consigo un número considerable
de obras de artistas españoles de renombre, incluidos algunos
contemporáneos como Juan Carreño de Miranda (1614-1685) y
otros de finales del siglo xvi y principios del xvii como Eugenio
Caxés (1574-1634) y el Greco (1541-1614). Esas obras debieron
causar gran impresión en Cuzco, pero es improbable que en esa
fecha tan tardía la obra del Greco pudiera tener alguna influen-
cia estilística sobre los artistas locales129. De hecho, podemos
preguntarnos cuántas de las muchas obras extranjeras que llega-
ron fueron realmente asimiladas en su estilo por las escuelas lo-
cales. Podían copiarse en un sentido de imitación (cap. 3, fig. 36),
como un desafío personal para el pintor local, que reconocía su
importancia, pero eso no significa que sus elementos estilísticos
dejaran siempre huella en el curso de la pintura en los virreina-
tos. De hecho, en algunos casos, es posible incluso que la lle-
gada de obras extranjeras tuviera el efecto contrario, contribu-
yendo a consolidar tradiciones y estilos locales130.
En el caso de las estampas, es aún más evidente que no
se importaban exclusivamente con fines artísticos, pues la mayo-
ría llegó al Nuevo Mundo en el equipaje de misioneros deseosos
de contar con imágenes devocionales baratas que presentar a las
comunidades locales. Se vendían a la entrada de las iglesias, y
como imágenes devocionales circulaban por todos los segmentos
sociales. También se coleccionaban, y se utilizaban para decorar
los interiores. Más baratas por lo general que el más pequeño y
modesto de los cuadros, las estampas decoraban tanto residen-
cias privadas como celdas monásticas a ambos lados del Atlán-
tico, y hay gran cantidad de pinturas que dan testimonio de ese
uso (fig. 31). Así pues, aunque la historia de la influencia es una
consideración lógica y crucial en relación con la circulación de
obras de arte europeas en Hispanoamérica, es sólo una de las
muchas consecuencias de esa circulación y sólo uno de los fac-
tores que explican la pintura virreinal.
En los estudios sobre pintura hispanoamericana se ha
subrayado tradicionalmente la importancia de la difusión o la
influencia de los modelos europeos y su repercusión, pero
la historiografía de las últimas décadas viene constatando que
en diversos aspectos, el arte virreinal es también el resultado
de una interacción transcultural con los elementos indígenas,
que desempeñaban un papel de importancia. De hecho, la
cuestión de la presencia indígena es uno de los muchos facto-
res que complican y dificultan una historia clara de la transfe-
rencia cultural de Europa a América Latina. Al mismo tiempo,
es también una cuestión intrínsecamente confusa, pues no to-
dos los estudiosos emplean con el mismo sentido la expresión
«presencia o elemento indígena». Como afecta notablemente a
la Nueva España del siglo xvi, de este problema se tratará con
más profundidad en el capítulo 2. Baste señalar aquí que, en
fIg. 32 Fachada, Potosí, Bolivia, iglesia de San Lorenzo, 1728-1744
58 l u i s a e l e n a a l c a l á
133 Toussaint 1990b, pp. 40-41.
134 Camelo Arredondo, Lacroix y Reyes-Valerio 1964, y Moyssén 1964, pp. 23-39.
135 Véase por ejemplo Escalante Gonzalbo 2006, p. 338.
símbolo cristológico del pelícano se pareciera más a un águila,
poderoso símbolo divino de los aztecas? (fig. 33). Aunque a
ningún historiador le gusta reconocer la confusión en que se
halla, es hasta cierto punto liberador admitir que algunos con-
textos de la producción colonial son sumamente ambiguos. Ello
se debe en parte a que los artistas indígenas no sólo estaban
cualificados y copiaban y asimilaban las lecciones del arte eu-
ropeo con facilidad —como cuidan de señalar muchas crónicas
contemporáneas—, sino que también eran muy hábiles y crea-
tivos. Esto explica que nos encontremos con bastantes obras
que combinan, de manera sorprendente, ideas y formas de las
tradiciones indígenas (artísticas, sociales, políticas, religiosas,
etcétera) con otras del marco cultural español.
Un ejemplo clásico de la dificultad de identificar los
elementos indígenas con su consiguiente repercusión metodo-
lógica lo tenemos en la historiografía de las pinturas del soto-
coro de la iglesia franciscana de Tecamachalco, en Nueva Es-
paña (fig. 34 y cap. 2, fig. 10), que se analizan también en el
capítulo 2. Atribuidas a Juan Gerson por una referencia que hay
en una fuente contemporánea, durante un tiempo se pensó que
la apariencia europea de ese apellido indicaba que su autor era
un pintor flamenco133. En la década de 1960 se descubrió que
las pinturas estaban realizadas en papel de amate, un soporte
indígena, y que un tal Juan Gerson estaba registrado en docu-
mentos locales como «indio principal», es decir, miembro de la
nobleza local, lo que cambió radicalmente la categorización de
esas pinturas. Se vieron entonces como ejemplos de un artista
nativo que había logrado aprender las formas artísticas euro-
peas. Como Gerson utilizaba una paleta indígena de origen
prehispánico y sus obras no se ajustaban del todo a las fuentes
grabadas, era posible también presentarle como un ejemplo de
transculturación134. Más recientemente, se han analizado esas
pinturas hasta el menor detalle, incluso encontrando en ellas
elementos pictográficos prehispánicos que sugieren que se tra-
ta de una obra mucho más híbrida de lo que en principio se
pensaba135. Este conjunto ha pasado así de ser un ejemplo de
arte europeo trasplantado al Nuevo Mundo a encarnar la eficaz
aculturación de la población nativa, para finalmente ser consi-
derado producto de una negociación más compleja entre dos
tradiciones artísticas distintas. Juan Gerson había asimilado sus
modelos europeos, pero no se resistió a incorporar elementos
indígenas, muchos de los cuales reforzaban el mensaje cristiano
de su obra más que subvertirlo. El caso de Juan Gerson ejem-
plifica cómo la historia del arte virreinal ha ido aprendiendo
progresivamente a analizar el diálogo entre esas dos tradicio-
nes, algo que no se podría haber conseguido sin las aportacio-
nes de especialistas de otros campos, sobre todo lingüistas,
antropólogos y etnohistoriadores. Así, las pinturas de Tecama-
chalco son uno de los muchos ejemplos que demuestran que
una parte de la pintura virreinal no puede estudiarse teniendo
en cuenta únicamente las fuentes e iconografías europeas.
que tenían un valor simbólico en las religiones prehispánicas
y que podían seguir resonando con un significado concreto para
las comunidades indígenas —como la presencia de monos, ser-
pientes, calaveras y ciertas plantas— ha llevado a algunos espe-
cialistas a afirmar que son obras subversivas en las que la po-
blación autóctona seguía rindiendo homenaje a sus divinidades
bajo el disfraz del cristianismo y ante las mismas narices de las
autoridades religiosas y civiles españolas. Parte del problema
deriva de la abundancia de coincidencias iconográficas, de sím-
bolos que tienen igual importancia en ambas tradiciones y
que en última instancia nos llevan a la incertidumbre a la hora
de calibrar su intención y recepción. Existe también la posibili-
dad de que algunos detalles sean el resultado de una lectura
errónea de modelos grabados europeos, pero, una vez más, si
se trata de malentendidos iconográficos o de transformaciones
deliberadas es una cuestión que en la mayoría de los casos sigue
estando sin resolver. El pintor indígena del mural de la escalera
del monasterio agustino de Malinalco (México) ¿intentó que el
fIg. 33 Anónimo, Medallón con pelicano/águila, pintura mural, h. 1575.
Malinalco, iglesia y antiguo monasterio del Divino Salvador, cubo de la escalera
591 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
fIg. 34 Juan Gerson, Escenas del Antiguo Testamento y del Apocalipsis
de san Juan, 1562, pigmentos sobre amatl o papel de amate adherido al muro. Tecamachalco,
Puebla, sotocoro del la iglesia del convento franciscano de la Asunción de Nuestra Señora
60 l u i s a e l e n a a l c a l á
136 Un estudio de caso sobre la recepción andina de imágenes de as-pecto aparentemente europeo es MacCormack 1998, pp. 103-126.
137 Kubler 1985d, p. 408.
138 Mujica Pinilla 2003, pp. 290-292, y Mujica Pinilla 2004, pp. 102-106. Esta obra se estudia también en Estenssoro 2005, pp. 139-140.
139 Un análisis crítico al término sincretismo en Taylor 1999, pp. 47-62; véase asimismo Russo 1998, pp. 17-19.
traron una manera de construir y mantener una identidad indí-
gena colonial, sino también las formas en que interactuaban
con ellas las autoridades españolas, alternando entre la opre-
sión violenta y una notable flexibilidad.
Al cabo, no hay un único modelo conceptual que sirva
para todas las situaciones artísticas que uno encuentra en His-
panoamérica y, por tanto, hemos de evitar la generalización.
El caso de Juan Gerson es muy distinto del ejemplo que hemos
puesto antes de un cuadro de Cuzco que representa una es-
cultura del Niño Jesús vestido con un uncu (la túnica mascu-
lina de los incas) y coronado con la mascapaycha (la corona
inca) (fig. 7). Como el ejemplo de Tecamachalco, puede tratar-
se también de un profundo espíritu de compenetración entre
los misioneros, probablemente jesuitas en este caso, y las elites
locales de Cuzco. Mientras los primeros estaban deseando
avanzar en la evangelización de la población local, las segun-
das se sentían satisfechas al ver que de alguna forma se incor-
poraba o perpetuaba en el presente colonial su grandioso
pasado inca. No obstante, por las sospechas de idolatría en los
Andes y por un sentimiento cada vez más exacerbado de la
importancia de la ortodoxia iconográfica en la diócesis de
Cuzco, en este caso las imágenes del Niño Jesús inca acabaron
por censurarse138.
Una última cuestión que hemos de plantear, y que está
profundamente arraigada en los estudios coloniales sobre la pre-
sencia indígena en las artes, es cómo calificarla, lo que nos de-
vuelve al problema terminológico al que antes nos hemos refe-
rido. En la segunda mitad del siglo xx, esas manifestaciones se
identificaban con el sincretismo, pues la cuestión de la presencia
indígena había estado muy influida y en cierta medida configu-
rada por ideas procedentes de la antropología y de la historia de
la religión en América Latina. Más recientemente se ha puesto en
tela de juicio la utilidad del sincretismo y se han introducido
otros términos como los de «hibridación» y «convergencia»139. Es
verdad también que hoy la disciplina es más plural y que en
general se admite que pueden aplicarse muchos términos distin-
tos a estas obras según los casos. Además, si el sincretismo se ha
discutido es también porque llegó un momento en el que em-
pezó a ser más un fin en sí mismo que un instrumento de la
investigación. La introducción de nuevos términos, y en última
instancia de nuevos paradigmas, no sólo ha llevado aparejada la
sustitución de términos antiguos por otros nuevos, también un
cambio de enfoque en el historiador, que además de identificar
los elementos constitutivos de cada obra, ahora analiza los pro-
cesos culturales que subyacen en tales manifestaciones.
Identificar los elementos indígenas, sin embargo, es solo
una parte de la tarea. En muchos sentidos, la cuestión principal,
y la que queda sin respuesta más a menudo, es determinar lo
que puede significar ese elemento indígena y cómo afecta a la
obra en su conjunto. ¿Qué nos dice sobre el artista? ¿Cómo era
recibido por su público? ¿Veía todo el mundo las mismas cosas
en cualquier cuadro híbrido? Y ¿qué pasaba si la pintura no era
visualmente híbrida sino de aspecto más bien europea? ¿Puede
seguir siendo local o híbrido su mensaje? De hecho, hay mu-
chos ejemplos en los que está claro que no era necesario que
una obra tuviera un elemento indígena para que se le interpre-
tará como tal136. Como señaló Kubler hace muchas décadas, «la
continuidad de una forma no supone un significado continuo,
ni la continuidad de la forma o del significado implica la con-
tinuidad de la cultura»137. Otra cuestión que hay que tener en
cuenta es quién decidía incorporar un elemento indígena, si el
artista o el cliente. En el caso de Juan Gerson, por ejemplo, no
sabemos si incluyó algunos de esos pictogramas por iniciativa
propia o por deseo o permiso expreso de los frailes francisca-
nos de Tecamachalco. Estas preguntas han tenido respuestas
heterogéneas y en general los especialistas se han mostrado
divididos sobre cómo interpretar la presencia indígena en el
arte virreinal. Como ya hemos señalado, hay quienes ven en
esos elementos signos de subversión o rebelión potencial o,
cuanto menos, gestos de empoderamiento de los indígenas que
intervenían (fueran artistas o clientes, o sus comunidades loca-
les). Para otros, son el resultado de negociaciones entre los
agentes indígenas, especialmente los miembros de la elite, y las
autoridades coloniales, negociaciones en las que ambas partes
ganaban algo: las elites preservaban y reforzaban su reducida
pero firme base de poder local y las autoridades españolas
afirmaban su primacía política y social a la vez que atendían a
sus objetivos de evangelización y aculturación. A veces los
elementos indígenas se han interpretado también como expre-
siones de una nostalgia por los tiempos pasados, es decir, con
menos potencial reivindicativo y aún menos de subversión de
lo que podría parecer a primera vista. Tales interpretaciones
hacen más hincapié en los largos tentáculos del régimen colo-
nial y en la probabilidad de que, en muchos casos, las auto-
ridades españolas no fueron ajenas a la inclusión de los ele-
mentos indígenas. Colectivamente por tanto, estos diversos
planteamientos y los discursos que comportan han servido para
desvelar no sólo las formas en que las elites indígenas encon-
fIg. 35 Anónimo, La victoria de
Cajamarca, siglo xvii, óleo sobre tela.
Lima, colección Enrico Poli
62 l u i s a e l e n a a l c a l á
concLus Iones . hac Ia una redef In Ic Ión de « e st I Lo » en La p Intura h IspanoamerIcana
El estilo ha sido el elemento conceptual que con más fuerza ha
vertebrado la historia del arte en todos los períodos y geografías.
Aunque el concepto de estilo que dominó la historia del arte
durante más de dos siglos ya ha sido analizado, deconstruido y
discutido por generaciones de historiadores, especialmente des-
de la década de 1950, hoy en ningún ámbito histórico-artístico
se trabaja sin un concepto de estilo140. El estudio de los ámbitos
no europeos empezó trasponiendo a ellos las etiquetas estilísti-
cas europeas, solo para descubrir más tarde los defectos que
tenía ese planteamiento e intentar abandonarlo. En lo que se
refiere al arte hispanoamericano, muchos historiadores se han
enfrentado a un problema parecido. Como ya hemos señalado
en esta introducción, en la actualidad prácticamente todos los
especialistas coinciden en que las etiquetas estilísticas derivadas
del estudio del Renacimiento italiano tienen un valor limitado
cuando se trasplantan a Hispanoamérica. Dicho de otro modo,
las primeras definiciones de estilos artísticos que estuvieron vi-
gentes durante varios siglos en Europa no son del todo apropia-
140 Entre los artículos clásicos sobre el estilo hay que citar Schapiro 1953, pp. 287-312, y Ackerman 1962, pp. 227-238. Una útil y más reciente reevaluación del tema es Summers 1989, pp. 372-393.
141 Aunque muchos especialistas de nuestra disciplina se han ocupado del concepto de estilo y de cómo aplicarlo al arte hispano-americano, no parece que el problema esté del todo resuelto. Ne lly Sigaut (Sigaut 2002a, pp. 69-70), por ejemplo, analiza las limitaciones de los usos clásicos del término, que propone sustituir por «tradi-ción» artística local. Anteriormente, Santiago Sebastián (Sebastián López 1990, p. 25) se remitía a Schapiro y a la idea de estilo como comunicación, y por tanto como algo aplicable a esta disciplina, y de hecho a muchos otros les ha resultado útil con cebir el estilo de una manera más neutra, como una forma de comunicación, una se-rie de convenciones empleadas por una determinada sociedad, y como solución a nuevos y viejos pro blemas. Algunas otras reflexio-nes recientes pueden ser también provechosas a la hora de replan-tear la cuestión en el arte colonial de Latino América; por ejemplo, el análisis que efectúa Summers (1989) de diversos usos del término «estilo» en relación con el contenido (desde una posición formalista débil hasta otra más fuerte), o la idea de estilo como agente de signi-ficado, lo cual tiene cierta relación con la aproximación de Sebastián.
das para lo que estaba ocurriendo al otro lado del Atlántico. Para
algunos, la solución está en crear nuevas etiquetas estilísticas,
como por ejemplo la de «mestizo» para el arte del altiplano an-
dino de finales del siglo xvii y del xviii; otros, en cambio, inclui-
dos los autores del presente libro, prefieren centrarse no tanto
en los términos que califican el arte colonial cuanto en la cues-
tión epistemológica de cómo describirlo adecuadamente, de
manera que al final se obtenga una idea de estilo que concuer-
de mejor con este corpus de obras. ¿A qué retos estaban respon-
diendo los artistas cuando creaban sus obras? ¿En qué medida
les interesaban las mismas cuestiones, incluidas las estilísticas,
que a sus homólogos europeos, y hasta qué punto las condicio-
nes locales configuraban sus experiencias? Investigar la relación
entre el arte europeo y el arte hispanoamericano de un modo
que tenga en cuenta la tradición local como importante agente
del desarrollo estilístico ofrece una alternativa al complicado e
inveterado planteamiento de explicar esta pintura exclusivamen-
te como producto de la influencia europea.
Con todo, reformular el concepto de estilo para que se
adapte mejor a los testimonios visuales que conservamos del
arte hispanoamericano es un proyecto todavía en marcha, y sin
duda seguirá estándolo en el futuro141. Cómo hablar del estilo
de la pintura colonial es una de las cuestiones básicas que se
plantean en este libro, y se aborda aquí tanto mediante el aná-
lisis explícito como mediante la descripción implícita de muchas
obras. Y aunque la pluralidad y la heterogeneidad de la pintura
hispanoamericana hacen imposible (y no deseable) llegar a un
único concepto de estilo válido para todo su amplio territorio y
larga cronología, es también verdad que en su conjunto esas
obras son reconocibles muy claramente como hispanoamerica-
nas, lo que parece indicar que esta tradición tiene su propia
especificidad y que se ajusta a determinadas reglas y conven-
fIg. 36 José de Arias, Isidoro de la Fuente y doña María Antonia
de la Fuente, 1808, óleo sobre tela. Estado de Jalisco, México, convento
de San Francisco de Sayula
631 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
Una de las características distintivas de la pintura virrei-
nal, que la separa de la mayor parte de la pintura española, es
su naturaleza textual. Las inscripciones y textos que figuran en
los cuadros hispanoamericanos cumplen diversas funciones.
En los cuadros de historia, conmemoran y explican aconteci-
mientos concretos (fig. 35). En los retratos, ofrecen una infor-
mación biográfica exhaustiva, que añade prestigio al modelo
(fig. 8). Y aunque las inscripciones de los retratos tienden a
seguir unas fórmulas establecidas, de vez en cuando se apartan
del modelo, como en un retrato de una pareja, de principios
ciones. Si bien ya se han apuntado algunas de las características
tipológicas de ese corpus, como por ejemplo su relación tanto
con las imágenes como con el arte, y también algunos de sus
rasgos estilísticos —entre otros, la manipulación de la escala y
de las proporciones y las aplicaciones de oro en una parte de
la pintura andina—, a continuación analizaremos algunos de sus
aspectos más recurrentes. Aunque no son aplicables a toda la
pintura hispanoamericana, son algunas de las claves pictóricas
que nos dicen qué es lo que les importaba a los pintores colo-
niales y cómo concebían su actividad profesional.
fIg. 37 Juan Correa, Las Artes Liberales y Los Cuatro Elementos, h. 1670, óleo sobre tela, biombo de seis paneles por lado, 242 x 324 cm;
lado de Las Artes Liberales: la Gramática, la Astronomía, la Retórica, la Geometría y la Aritmética. Ciudad de México, Museo Franz Mayer
64 l u i s a e l e n a a l c a l á
fIg. 38 Gregorio
Vásquez de Arce y
Ceballos, La creación
de Eva, h. 1680-1700,
óleo sobre tela,
260 x 185 cm. Bogotá,
colección particular
651 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
fIg. 39 Anónimo, Bautizo
de los caciques de Tlaxcala,
siglo xvii, óleo sobre tela,
230 x 192 cm. Tlaxcala, Sagrario,
Catedral de Nuestra Señora
de la Asunción, antiguo
convento de San Francisco
del siglo xix, que fueron benefactores de una capilla erigida
en el patio del convento franciscano de Sayula ( Jalisco, Méxi-
co) (fig. 36). En este caso la inscripción se inicia describiendo
con detalle la capilla, incluso dándonos sus medidas (44 varas,
lo que equivale más o menos a 37 metros). Después se señalan
las imágenes concretas, de excelente escultura, que adorna sus
retablos, así como su ajuar de platería, un auténtico inventario
de objetos de valor que, la cartela anota, fueron llevados allí
desde la ciudad de México. Al final, el texto culmina invitando
el espectador/lector a rogar a Nuestro Señor por las almas de
los retratados.
En las obras religiosas de carácter devocional o didáctico,
las inscripciones aparecen en cartelas y en los bordes inferiores
del lienzo, pero también pueden formar parte de la composición
principal. Saliendo de las bocas de los personajes que pueblan
el lienzo, en filacterias que flotan en el aire, llevan al ámbito de
la representación y la recepción citas de las Escrituras, de ora-
ciones, de canciones, de teatro religioso y de sermones (cap. 4,
fig. 21, y cap. 9, fig. 15). En otros casos, como en el famoso
biombo sobre Las Artes Liberales y Los Cuatro Elementos que
pintó Juan Correa (fig. 37), inscripciones en latín reflejan la
erudición de los clientes y del público al que implícitamente va
66 l u i s a e l e n a a l c a l á
142 Otros ejemplos son el de las inscripciones en náhuatl y en espa-ñol en la obra reproducida como fig. 9 de esta introducción, y las varias pinturas religiosas de carácter didáctico que analiza Sebastián López 1992, pp. 30-37.
143 Un documento en el que el pintor Zapata contrata a un «maestro plumario» o calígrafo, probablemente para que escriba las ins-cripciones de sus cuadros, parece indicar que podía ser una práctica extendida; véase Mesa y Gisbert 1982, p. 209.
144 Pizano y Restrepo Uribe 1985, pp. 35 y 112-117.
145 El desarrollo temprano del tema suele asociarse al sevillano Juan de Roelas (h. 1572/73-1625): Barocke Malerei 1977, II, pp. 48-49. En los últimos años han aparecido en el mercado artístico otros cuadros españoles que representan a la Virgen sentada e hilando, lo que sugiere que pudo ser una compo-sición popular en España; véase por ejemplo, la Virgen niña del catálogo de la subasta de Ansorena, Madrid, de 6-8 de abril de 2005, n.º 213.
146 Serrera 1988.
147 Este tipo de silla aparece con frecuencia en el arte colonial pe-ruano como símbolo de autoridad, por ejemplo en los cuadros que representan a la Trinidad y en varios dibujos de Felipe Guaman Poma de Ayala. Sobre las sillas como símbolos de la autoridad y la colonización en Nueva España, véase Feliciano 2004.
148 En última instancia, el empleo de cenefas de flores en muchas pinturas cuzqueñas se inspira en la popularidad de la invención compositiva que se debe a Jan Brueghel el Joven (1601-1678) en colaboración con otros artistas flamencos, incluido Peter Paul Rubens, a principios del siglo xvii. En respuesta a las ideas con-trarreformistas sobre los cuadros de devoción y meditación del cardenal Federico Borromeo, Brueghel pintó varias obras de la Virgen y el Niño rodeados por una guirnalda de flores; Jones 1993, pp. 84-87. Para mediados del siglo xvii, ya se había difun-dido el tipo compositivo de Brueghel, y muchos bodegonistas españoles pintaban cuadros devocionales de santos enmarcados por flores. Otro factor que hay que tener en cuenta con respecto al desarrollo de este tipo de composición en Europa es el papel de la costumbre de decorar con guirnaldas de flores reales las imágenes milagrosas, fenómeno que es señalado por Freedberg (citado por Jones). Esa posibilidad ha de investigarse más a fon-do en lo que se refiere al contexto andino.
destinado. También encontramos pinturas con inscripciones en
lenguas indígenas, que obedecen a un fin didáctico o propagan-
dístico142 (cap. 11, p. 413). En general, las palabras incluidas en
las imágenes son los signos más claros de que muchos cuadros
eran el resultado de una colaboración en la que además de los
pintores participaban otras personas143 —clientes, autoridades
religiosas, intelectuales, etcétera—, especialmente porque sabe-
mos que algunos pintores eran analfabetos. Por último, si en las
pinturas solían incluirse textos hemos de suponer que era por-
que la sociedad virreinal tenía una enorme fe en su capacidad
de transmitir la verdad. A veces, tenemos incluso la sensación
de que las palabras importaban más (y tenían más autoridad)
que la historia que representaban las imágenes, como sucede
en el cuadro La victoria de Cajamarca antes mencionado
(fig. 35). En este caso la inscripción invade la escena narrativa
provocando una contradicción visual entre los intentos de re-
presentación ilusionista de la pintura y la negación de esa cons-
trucción espacial mediante la inclusión de texto en plena super-
ficie, lo que subraya la bidimensionalidad del lienzo.
Otra característica común a muchas pinturas virreinales
es su notable eficacia compositiva, la tendencia a aprovechar
todo el potencial simbólico del tema que se representa organi-
zando la composición e incorporándole símbolos y escenas
secundarios. Veamos por ejemplo La creación de Eva de Gre-
gorio Vásquez de Arce y Ceballos (fig. 38). Aunque probable-
mente se basó en una estampa144, el artista intensificó el men-
saje religioso colgando del árbol unos racimos de uvas, de tal
manera que se invitara al espectador a relacionar el pecado
original y la caída del hombre con el sacrificio de Cristo y la
promesa de redención a través del simbolismo eucarístico de
la vid y su fruto. Además, las ramas del árbol forman una cruz,
en una velada referencia al sacrificio último de Cristo. Tenemos
otro ejemplo en el cuadro en el que Vivar y Balderrama repre-
senta a Cortés expiando sus pecados tras la conquista (fig. 2).
En el centro, en el mismo eje del crucifijo del retablo que está
detrás, un indígena cristiano sostiene un libro. Como parte de
un trío en el centro, con Cortés y el fraile franciscano, su pre-
sencia desplaza la violenta historia de la conquista y sitúa en
su lugar el pacífico nacimiento de una América cristianizada.
Análogamente, en otra obra novohispana, una versión del si-
glo xvii del Bautizo de los caciques de Tlaxcala (fig. 39), el artista
corona la composición con un elemento que no encontramos en
todas las versiones de este tema. Una Trinidad de suave mode-
lado sobrevuela la cabeza del rey de Tlaxcala que abajo recibe
el bautismo, creando de nuevo un potente eje visual que apor-
ta otro nivel de significado, relacionado con las ideas de reden-
ción y salvación. En suma, en el corpus pictórico de ambos
virreinatos abundan los cuadros en los que la composición está
deliberadamente manipulada para realzar su significado. Con
independencia del asunto de que se tratara, los pintores esta-
ban acostumbrados a intensificar los mensajes elaborando for-
malmente las composiciones. De ese modo muchas veces crea-
ron versiones insólitamente originales de asuntos religiosos de
gran antigüedad, fascinantes ejemplos de la relación entre lo
local y lo universal.
Una obra que viene al caso es la Virgen niña hilandera
(fig. 40) de un anónimo pintor andino del siglo xviii, de la que
se conservan varias versiones. Aunque la idea de la Virgen niña
hilando se deriva de un modelo compositivo sevillano de la
década de 1620 pintada por un artista anónimo, en la historio-
grafía se ha comparado con la Virgen niña en éxtasis de Fran-
cisco de Zurbarán (fig. 41)145. El supuesto que está implícito en
esta comparación es que el arte hispanoamericano está en deu-
da con la tradición andaluza y que esta es de más calidad. Más
concretamente, la comparación con Zurbarán se propuso du-
rante mucho tiempo como ejemplo de la difundida tesis de que
él fue, a título individual, el artista español más influyente en
Hispanoamérica y el que más determinó el desarrollo de la
671 • l a p i n t u r a e n l o s v i r r e i n a t o s a m e r i c a n o s
mente la que nos impide ver la obra tal como es: una Virgen
niña de absoluta inocencia y radiante encanto, con rasgos es-
tilizados y algo artificiales, los mismos con que los pintores
andinos representan a los ángeles y los seres celestiales —pero
que nunca utilizan en los retratos (lo que sugiere que ambas
modalidades estilísticas existían de manera simultánea)—. Es
una niña que pese a su edad desprende estatus y dignidad a
través del oro real, de la silla que transmite autoridad (llamada
popularmente «silla frailera»)147, de la guirnalda de flores que la
enmarca (inspirada en Rubens y Brueghel el Joven)148 y del
huso que lleva en la mano, atributo de gran prestigio entre la
población inca y andina ya en época prehispánica. Es una obra
vibrante gracias a la destreza del artista (uno de tantos no iden-
tificados) al contrastar el rojo vivo típicamente andino, el blan-
co y el oro con un fondo oscuro, penetrante y neutro. Compa-
rando este cuadro con la versión de Zurbarán, podríamos decir
que ambos consiguen los mismos fines devocionales, acercan-
do la Virgen al espectador al representarla como una niña, pero
lo importante es que lo hacen de maneras lo bastante distintas
pintura virreinal (cuestión que se analiza en los capítulos 3 y 8).
Este lugar común de la historiografía lo puso en tela de juicio,
valientemente, Juan Miguel Serrera en un célebre ensayo de
1988 en el que demostraba que el rumbo de la pintura en dos
centros artísticos diferentes (como México y Sevilla) podía ir en
paralelo si se desarrollaba en condiciones similares, lo que
significaba que las semejanzas pictóricas podían explicarse sin
exagerar la influencia directa de un solo artista procedente de
una ciudad lejana, en este caso Zurbarán146.
A la luz de estos desarrollos historiográficos, la compa-
ración de estas dos versiones de la Virgen niña sigue siendo
válida y útil en un sentido que va más allá de las cuestiones de
influencia y que en su lugar esclarece la manera de abordar la
pintura religiosa. Analizando formalmente el cuadro andino con
las normas de representación europeas, podría decirse que el
modelado es deficiente, que no se detectan las rodillas o los
muslos bajo las aplicaciones de oro del vestido, que por su
carácter plano parecen competir y anular el dibujo y el som-
breado. Esta línea de argumentación, sin embargo, es exacta-
fIg. 41 Francisco de Zurbarán, Virgen niña en éxtasis, h. 1632-1633,
óleo sobre tela, 116,8 x 94 cm. Nueva York, The Metropolitan Museum
of Art, 27.137
fIg. 40 Anónimo, Virgen niña hilandera, finales del siglo xviii,
óleo sobre tela, 112,5 x 80,5 cm. Lima, Museo Pedro de Osma, 82.0.647
68 l u i s a e l e n a a l c a l á
149 Editado en español como Pintura y vida cotidiana en el Renaci-miento. Arte y experiencia en el Quattrocento (Baxandall 1978). Desafortunadamente, la traducción del título eliminó el subtítulo del original (A Primer in the Social History of Pictorical Style) que enfatizaba la intención metodológica del libro.
En su libro pionero Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento.
Arte y experiencia en el Quattrocento (primera edición de 1972),
Michael Baxandall introdujo un concepto clave para acercarnos
al arte de diferentes lugares y épocas149. Baxandall acuñaba la
expresión «el ojo del período» como una manera de entender
una obra desde su contexto cultural y social. Como todas las
teorías, es posible que aplicar su «ojo del período» a la pintura
hispanoamericana tenga sus limitaciones. No obstante, recordar
su metodología al final de este capítulo introductorio es una
manera de alertar al lector de que la pintura hispanoamericana
tiene una historia que contar; una historia que sólo podremos
captar si entendemos la complejidad del tiempo y el lugar en
el que fue realizada. En última instancia, el reto que se plantea
al lector es el de pensar no tanto en cómo la pintura hispano-
americana difiere o se asemeja a la europea, sino en cómo es
en sí misma.
para justificar que cada una de ellas tenga su propia historia. Si
Zurbarán se recrea en la domesticidad de la Virgen niña, a la
que sienta en el suelo y rodea de símbolos de su virtud mien-
tras ella alza decididamente la vista a los cielos, el artista andi-
no permite que su Virgen niña dirija una mirada cautivadora al
espectador. No es una niña humilde, sino una princesa, y mien-
tras que su identidad en la versión de Zurbarán se establece
mediante los símbolos marianos tradicionales que la rodean, en
el cuadro andino esos símbolos están ausentes y el estatus y el
rango se insinúan a través de sus vestiduras y su postura. En
suma, Zurbarán y nuestro artista andino comparten algunas
ideas básicas sobre el papel de las imágenes religiosas y la
obligación de los artistas de responder a esas necesidades en
un nivel formal, pero, al constatar sus diferentes formas de pre-
sentación, aprendemos también algo sobre la manera de pintar
en esta parte de Hispanoamérica.