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Olivia Monterrey
El susurro del cuervo
Olivia Monterrey
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma
o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por
grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
©2016, El susurro del cuervo
©2016, Olivia Monterrey
©2016, Ilustración de portada: Laura Kjoge
©2016, Maquetación y diseño interior: Laura Morales
Email: oliviamonterreyescritora@gmail.com
Facebook: https://www.facebook.com/olivia.monterrey
ISBN:
Depósito legal:
ADVERTENCIA
El contenido de esta obra es ficción. Las referencias a hechos históricos y
lugares existentes, los nombres, personajes y situaciones son ficticios.
Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas
existentes, eventos o locales es coincidencia y fruto de la imaginación del
autor.
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AGRADECIMIENTOS
Gracias infinitas a mis Laus (Laura Kjoge y Laura Morales)
por la portada, la maquetación y el diseño.
Gracias a millones a mis lectores. Sois poquitos, pero
fieles y exigentes (como a mí me gusta). No cambiéis.
Gracias a Laura Kjoge (otra vez) por prestarme a
Guinevere.
A mis amigos, por el apoyo incondicional y estar siempre
ahí. Ya sabéis quiénes sois.
Para mis dos Laus.
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Una pluma negra se depositó con delicadeza sobre el alféizar
de la única ventana abierta del castillo Gosford. Una ventana
que siempre permanecía del mismo modo: sus hojas de
madera, ennegrecidas por la fina cortina de lluvia que
impregnaba el pueblo de Markethill, nunca entraban en
contacto, pues él debía tener acceso permanente al edificio.
Sobrevoló la estancia con las alas desplegadas, rozando
con sus puntiagudas plumas el lomo de los manuscritos que
atestaban las estanterías. Una espesa niebla comenzó a
formarse en el exterior, cubriendo el bosquecillo que rodeaba
la fortificación y dotando al paisaje de un halo inquietante y
perturbador. En ocasiones, se escuchaban gritos en mitad de
la noche, cuando todos dormían. Nadie sabía discernir si se
trataba de alaridos humanos o animales; de lo único de lo que
estaban seguros era del escalofrío que los atenazaba cada vez
que un alarido desgarraba la quietud de su descanso
nocturno.
El visitante posó sus ensangrentadas garras en la parte
superior de una calavera barnizada, la cual pretendía formar
parte de la decoración de la estancia, resultando, sin
embargo, demasiado llamativa y no precisamente por su
beldad. Aleteó un par de veces antes de cerrar las alas sobre
sus costados y emitió un par de graznidos atronadores,
salpicando de gotas de agua los objetos de su alrededor.
Jugueteó con el hueco del ojo del cráneo, como si quisiera
arrancarle el inexistente globo ocular con el afilado pico,
para luego aplastarlo con sus potentes maxilares y,
finalmente, engullirlo. El cuervo alzó la oscura cabeza al
escuchar unos pasos fuertes y apresurados que se acercaban
por el pasillo. La puerta se abrió de par en par y un joven
muchacho entró en la estancia, cerrando de nuevo tras de sí.
—¿Me habéis llamado, Avalon? —inquirió el recién
llegado, dirigiendo sus ojos a la calavera. Sabía a la
perfección dónde encontraría al animal—. Lo habéis vuelto a
hacer. —Dio un suspiro y se llevó una mano a la cara al ver
los restos de sangre y agua en los finos dedos del ave,
habiendo estos manchado de rojo la lisa superficie del
cráneo. Caminó hasta llegar a él y se postró de rodillas como
lo haría un fiel caballero ante su rey—. Os ruego que la
próxima vez os deshagáis de las pruebas que puedan
incriminarme por vuestras… «distracciones».
En su voz había un respeto inusitado. Sus palabras no
estaban escogidas al azar, sino con un cuidado extremo,
siendo pronunciadas con la mayor delicadeza y templanza
que era capaz de reunir. Si un extraño se asomase a la
ventana y los observara, creería que el humano servía al
animal.
—No me digas lo que he de hacer, Lancelot —chilló el
cuervo con estridencia, volviendo a batir las alas. Algunas
gotas cayeron sobre el traje del humano, tornando de un gris
más sombrío su ya oscuro traje. A oídos de ese extraño, los
graznidos no serían más que eso, pero no para Lancelot.
—Lo lamento. —Inclinó la cabeza un poco más, en señal
de disculpa—. Es solo que estoy algo preocupado. La policía
ha venido ya tres veces a interrogarme.
—No hay cadáveres, ergo no hay pruebas —comentó
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Avalon, resuelto—. No le des demasiadas vueltas o
terminarás obsesionándote.
—Pero hay sangre. —Lancelot alzó los ojos con
brevedad a las patas de Avalon—. Y no es… la primera vez.
—Cogió aire; comenzaba a perder la calma.
—¿Entiendes que no me interesan tus preocupaciones?
—Los ojos negros del cuervo escrutaron los dorados de
Lancelot.
—Pero… —Tragó saliva con dificultad. Temblaba—.
¿Qué haréis si me detienen?
—Buscaré a otro. Como tú hay miles. No te creas
indispensable. «Yo» soy el indispensable aquí —su voz sonó
arrogante.
—Entonces, ¿por qué me elegisteis a mí? —Se atrevió a
mirarlo de frente.
Avalon le sostuvo la mirada y Lancelot se arrepintió
enseguida de haber emitido esa pregunta.
—¿Acaso deseas que sea tu sangre la que recorra mis
garras? Puedo arrancarte los ojos antes de que te dé tiempo
siquiera a reaccionar.
—N-no, Avalon, no deseo tal cosa. Disculpadme por mi
comportamiento; como ya os he dicho, estoy algo nervioso.
—Intentó tragarse el nudo que se le había formado en la
garganta, pero no fue capaz. Lo sentía como un hueso
atravesado que le impedía respirar.
—Guárdate tus miedos e inquietudes para ti. No me
hagas partícipe. La próxima vez no seré misericorde.
El joven movió la cabeza, conforme, aunque su
respiración delataba ansiedad. No recordaba con exactitud el
momento en que Avalon entró en su vida; de hecho, era
como si ese recuerdo hubiera sido arrancado de su memoria.
En ocasiones, le sobrevenían imágenes inconexas, pero del
mismo modo en que llegaban, se desvanecían. Algunos días
su mente entraba en un estado de penumbra constante, como
si no fuera dueño por completo de sus actos ni de sus
palabras. Su familia solía mirarlo preocupada y él decidía
eludir los intentos de su madre por hablar con él. Su padre lo
achacaba a «cosas de la edad», a «manías de un joven de
diecinueve años con demasiado tiempo libre y muy pocas
obligaciones». Su hermana pequeña, sencillamente, cuidaba
de él, le proporcionaba todo el afecto que creía que su
hermano necesitaba.
A Lancelot le aterrorizaba no recordar ciertas
situaciones. Ya se había despertado un par de veces en la
bañera, cubierto de barro y descalzo. Jamás encontró ninguno
de los zapatos y ese hecho lo llenaba de temor por si alguno
de los policías que solía rastrear el bosque y registrar su
hogar daba con ellos. Ese era un pensamiento que deseaba
eliminar con todas sus fuerzas. En ocasiones, contemplaba el
cráneo decorativo de su estudio, anhelando estar tan vacío
como él para no tener que dar tantas vueltas a los
pensamientos que lo atormentaban.
El cuervo emitió un breve graznido, desplegó las alas y
abandonó la estancia sin siquiera dirigirle la mirada a
Lancelot. El animal desapareció entre la delgada cortina de
agua que se precipitaba implacable desde el cielo.
Unos delicados golpecitos en la puerta hicieron
comprender al muchacho por qué Avalon había abandonado
tan pronto el castillo.
—Lan, ¿estás ahí? —habló una vocecita infantil al otro
lado—. Te has ido muy pronto de la clase de piano. La
señorita Strauss está que echa chispas. Te va a poner doble
tarea, ya verás.
La tez de Lancelot adoptó una expresión tierna. Su
hermana era la persona que más quería en el mundo. Sin
dudarlo ni un segundo, se dirigió hacia la puerta y, nada más
abrirla y sin dejar que la pequeña de siete años tuviera
tiempo para nada, la agarró en brazos y giró con ella
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imitando el movimiento de una peonza. La niña rompió a reír
a carcajadas de manera escandalosa y Lancelot se contagió
de su risa. Físicamente, era una miniatura de su hermano:
cabello negro y liso, ojos color miel y piel como la nieve.
—Ay, ¡que me estoy mareando! ¡Para, para! —chilló
ella, sin dejar de reír.
Lancelot obedeció y la depositó en el suelo.
—Tenía que consultar unos libros urgentemente,
Guinevere —mintió—. Por eso me he ido tan pronto de la
clase de la señorita Strauss.
Guinevere lo tomó de la mano y tiró de él con la
impaciencia propia de su juventud.
—Vamos a hacer una fiesta del té.
—¿Otra vez? —inquirió él, dejándose arrastrar.
—Es mi juego favorito, pero solo si es contigo. —
Guinevere seguía tirando de la mano de su hermano mayor.
Él era incapaz de borrar la sonrisa. Aquella criatura era
lo mejor que había en su vida. No solo no lo juzgaba, sino
que le tenía ciega confianza y siempre estaba dispuesta a
brindarle su cariño cuando él más lo necesitaba. Era, de lejos,
la persona más sincera e inocente que jamás conocería. Haría
cualquier cosa por ella. Incluso morir.
—Vaaale, jugaremos a tomar el té —aceptó Lancelot—.
Pero esta vez ponme azúcar, ¿eh?
—Pero si es un té de mentira, Lan —puntualizó ella,
como si él no conociera ese detalle—. Estás tonto, ¿eh?
Lancelot rio enternecido. Al poco, se adentraron en los
aposentos de la pequeña, los cuales estaban decorados con
los elementos típicos de una niña de su edad: papel de pared
con dibujos infantiles, colores pastel, cortinas vaporosas, una
suave moqueta, una cama con dosel con toneladas de cojines
sobre la colcha y una cantidad considerable de juguetes de
todo tipo, desde casas de muñecas hasta juegos de
construcción, pasando por un caballito de madera, disfraces
variados, pequeños muebles fabricados en madera pintada…
Guinevere se dirigió a una mesita baja y redonda ubicada
ante la ventana, la cual estaba cercada por cuatro sillitas.
Tanto el pequeño mobiliario como la tetera y las tazas eran
de un tono demasiado rosa.
—Siéntate conmigo, Lan. ¡No, ese sitio es de mi
conejito! —se apuró en aclarar cuando vio que su hermano
pretendía tomar ese asiento. La niña corrió hacia su baúl de
juguetes y rebuscó en él hasta encontrar a su muñeco. Tenía
unas enormes orejas y los ojos eran dos botones mal cosidos.
Regresó a la mesa y puso el peluche en una de las cuatro
sillas.
—¿Puedo sentarme ya? —preguntó Lance, intentando
aguantar una carcajada. Le parecía tremendamente adorable.
—Mmmmmmh… ¡Sí! —Le señaló la silla de enfrente a
la que había ocupado el conejito. Lancelot obedeció y ella se
acomodó en la que había justo al lado.
—Hay una vacía. ¿Todavía no ha llegado la invitada que
falta? —quiso saber Lancelot, ya metido en su papel.
—Ya está sentada —comentó Guinevere. Tomó la tetera
de juguete y vertió un té invisible en la taza de su hermano—
. Se llama Angelique, pero no la puedes ver. Aunque casi
mejor: está muy sucia.
Lancelot se echó a reír.
—Ah, ¿no? ¿Y eso por qué?
—No puedo decírtelo. Es un secreto. —Le guiñó un ojo
a la silla vacía.
—Bueno, si es un secreto, entonces no te preguntaré —le
siguió el juego. No era raro que una niña de su edad tuviera
un amigo imaginario.
Bebieron té invisible y charlaron durante una hora
entera. Si se trataba de pasar tiempo con su hermana, no
escatimaba en robarle minutos al reloj.
Aquella noche, durante la cena, Lancelot se comportó
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como antaño. No estuvo distante ni procuró cortar cualquier
intento de conversación, así que su madre se relajó al
comprobar que charlaba con ellos como siempre lo había
hecho y su padre se tranquilizó al pensar que quizá su hijo
tenía remedio. Ambos sabían que la única capaz de lograr un
cambio así en el chico era, sin duda, Guinevere.
Con una desacostumbrada sensación de felicidad,
Lancelot acudió a sus aposentos para descansar. Acurrucado
bajo las mantas y ya a punto de adentrarse en el mundo de
los sueños, la voz de Avalon pronunció su nombre en un
graznido que solo él pudo entender. Saltó de la cama como si
se hallara sobre un lecho de brasas, se calzó unos zapatos y
se deslizó en silencio por el pasillo hasta llegar al despacho
donde llevaban a cabo sus encuentros. La niebla se espesaba
en el exterior del castillo Gosford, cuyos dedos vaporosos
acariciaban los muros de piedra como si se trataran de un
amante. Lancelot se postró ante la oscura figura del cuervo y
este extendió sus alas, altivo, mientras clavaba sus
puntiagudas garras en el cráneo carmesí que le servía de
soporte.
—Necesito tu ayuda para mi siguiente «trabajo» —le
informó Avalon.
—Enseguida. —Inclinó la cabeza en señal de respeto.
El cuervo planeó en dirección a la ventana, perdiéndose
entre la niebla, y Lancelot caminó a hurtadillas por los
pasillos de la edificación hasta llegar a los amplios jardines
que la rodeaban. En pijama y amparado por la lobreguez de
la noche y la densidad de la bruma, se dirigió al claro del
bosque donde Avalon siempre lo esperaba. El cuervo se
había posado en la rama de un árbol y lo contemplaba con
sus enrojecidos ojos. Lancelot se percató de que había una
pala apoyada en el tronco. Miró confundido a su señor.
—¿Avalon? ¿Qué significa…?
—Siempre haces la misma pregunta y, la verdad, me he
cansado de tener que explicártelo cada vez. Cógela —ordenó,
apretando más las afiladas patas sobre la rama.
Lancelot, dubitativo, tomó la herramienta entre las
manos.
—¿Qué tengo que hacer? —le tembló la voz.
—Lo de casi todas las noches: cavar una tumba.
La piel del muchacho se tornó pálida.
—No… Nunca he hecho tal cosa.
—Se me está terminando la paciencia. ¡Obedece! —
Lancelot respingó y, muerto de miedo, clavó la pala en la
tierra humedecida.
Lancelot no quería pensar en la posibilidad de que sus
noches en blanco se debieran a que las había pasado
excavando la tierra para esconder los cadáveres que la policía
llevaba semanas buscando. Rodeado por la espesa bruma, la
cual se removía a su alrededor como si fuera humo, fue
profundizando en el suelo hasta formar un agujero
rectangular, del tamaño de una persona adulta.
—No… quiero volver a hacerlo, Avalon —suplicó el
muchacho, arrodillándose en el suelo y apoyándose en la pala
para no desfallecer.
—Oh, no lo volverás a hacer. Te lo prometo.
Su ropa se hallaba impregnada de barro y se dio cuenta
de que le faltaba un zapato. Lo buscó por todas partes y,
cuando ya lo daba por perdido, descubrió que se hallaba en el
fondo de la fosa, atrapado entre el fango. Comprendió
muchas cosas. Si era cierto que sus vacíos mentales eran
debidos a los designios del cuervo, si los cuerpos de
seguridad daban con las tumbas que supuestamente él mismo
había fabricado, encontrarían en ellas pruebas suficientes
para acusarlo de múltiples asesinatos. Crímenes que ni
siquiera sabía si había cometido o si su participación se
limitaba a ser la mano de obra del verdadero asesino.
Asustado, alzó la vista hacia Avalon e hizo amago de
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descender a la fosa para recuperar su pertenencia, pero el
cuervo se lanzó hacia él en un vuelo rapaz. Lancelot cayó de
lado dentro de la fosa e intentó protegerse la cara con los
brazos. Sintió un dolor punzante en uno de los ojos y que
algo caliente le recorría la mejilla. El grito llegó a oídos de
los habitantes del castillo, tan acostumbrados a escuchar todo
tipo de lamentos y tan asustados al mismo tiempo que no se
atrevieron a abandonar sus camas para socorrer a la posible
víctima. Ni siquiera sus padres reconocieron la voz de su
propio hijo.
Paralizado por la angustia, logró abrir el ojo que le
quedaba intacto. La lluvia lo inundó, se mezclaron las gotas
dulces con las saladas que segregaba su único lagrimal.
Quiso ponerse en pie, pero el barro, ahora mucho más denso,
le hacía resbalar una y otra vez. Rompió en un llanto
desesperado, aulló pidiendo auxilio, pero nadie era lo
bastante valiente como para acudir en su ayuda. Derrotado,
se dejó caer sobre el lecho de tierra mojada. Comenzó a
tiritar de puro terror. De pronto, alguien se asomó al interior
de la tumba, una niña sucia y llena de fango. La lluvia
traspasaba su silueta incorpórea.
—Angelique… —murmuró. Un escalofrío lo partió en
dos.
El aleteo de centenares de alas quebró la noche. El cielo
que enmarcaban los árboles del claro donde Lancelot yacía
quedó cubierto por una sombra espesa. El muchacho
presionó el hueco vacío que había quedado bajo su párpado,
pero la sangre no dejaba de manar. Como si se tratase de un
solo ente, la masa negruzca que lo sobrevolaba se precipitó
hacia el nicho abierto en la tierra.
—Cuervos —susurró, apenas sin voz. La pérdida
constante de sangre y los esfuerzos por escapar de allí lo
habían debilitado.
Los habitantes del castillo jamás escucharon un grito
humano tan aterrador. Cuando las aves se hubieron saciado,
solo quedó un cuerpo sanguinolento, sin rostro ni identidad.
Un cúmulo de carne mordida por cientos de picos
hambrientos.
—Guinevere —llamó Avalon.
La niña salió de detrás de un árbol. No estaba asustada,
ni siquiera era consciente de lo que acababa de ocurrir.
—Coge la pala —le ordenó, dando un par de aleteos
salvajes.
La pequeña obedeció y, como si fuese una autómata,
enterró el cadáver de su hermano. No recordaba haber salido
de la cama, escabullirse de la fortaleza ni dirigirse al bosque
en mitad de la tormenta. Tampoco lo haría al día siguiente,
cuando despertase sin zapatos y llena de barro dentro de la
bañera.
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LA AUTORA
Olivia es manchega de nacimiento y se considera alicantina
de corazón. Comenzó a leer desde bien pequeña y a
interesarse por la escritura en plena adolescencia, pero no fue
hasta bien entrada la veintena cuando decidió tomárselo en
serio. Es licenciada en Filología Hispánica y compagina su
trabajo como correctora editorial con un máster universitario
y varios proyectos personales. Además, colabora en la revista
RománTica'S.
Ha publicado tres obras con Ediciones Babylon: Invierno,
A la orilla del lago y ha colaborado en la antología Broken
Hearts con el relato «Wallada». El susurro del cuervo es su
primera autopublicación.